¿Armas contra el cambio climático? – El Laboratorio dialoga con Alberto Coronel

Cazas F-15E Strike Eagle de la fuerza aérea de EEUU. Fuente: Galaxia Militar.

Alberto Coronel Tarancón es doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid, con una tesis doctoral titulada La crisis de la biopolítica en el siglo XXI. El biopoder en la génesis y el desarrollo de los metabolismos sociales capitalistas (2021). Está vinculado al proyecto de investigación Biblioteca Saavedra Fajardo (V): Populismo vs. Republicanismo. El reto político de la segunda globalización (FFI2016-75978-R). Es miembro de la Red Iberoamericana Michel Foucault. Su actividad investigadora se concentra en los estudios de biopolítica y ecología política. Forma parte del equipo editorial del Laboratorio.

I. Los peligros de militarizar la crisis climática y energética

Lo podemos leer en todos los informes elaborados por el Pentágono y la OTAN sobre “Seguridad Climática”: el cambio climático está reconfigurando el entorno estratégico y operativo de la seguridad nacional a escala planetaria. En este escenario cambiante, el cambio climático se configura como un reto para asegurar los flujos de capital fósil. Esto explica que los llamados riesgos climáticos vayan siendo incorporados a los cálculos y a las estrategias militares.

Podríamos resumir el problema que enlaza circulación, seguridad y economía fósil del siguiente modo: si el petróleo es la sangre de los metabolismos socioeconómicos contemporáneos, los departamentos de defensa y los ejércitos conforman el sistema inmunológico que defiende su modelo de crecimiento. El objetivo de esta inmunidad no es defender la vida o la sociedad, sino asegurar la extracción y el transporte de capitales fósiles hasta los centros de consumo. Por ello, no es posible entender la estructura de la actual crisis planetaria (climática, energética, migratoria, humanitaria y de recursos) sin atender al rol de los sistemas militares como guardianes del statu quo.

Al final de su mandato en 2016, Barack Obama señaló esta hoja de ruta: todos los organismos del departamento de defensa estadounidense debían asegurarse de que “los impactos relacionados con el cambio climático estén considerados plenamente en el desarrollo de la doctrina, las políticas y los planes de seguridad nacional”. Hoy, y desde hace más de una década, los organismos de defensa como el Pentágono o la OTAN se preparan para poder operar en un mundo transformado por la crisis climática, pero no para prevenirla ni mitigarla. ¿Cómo hacer tanques que funcionen con hidrógeno y que puedan operar en el interior de fenómenos meteorológicos extremos? ¿Cómo fabricar balas “eco-sostenibles»?

Sintetizando la información recogida en informes elaborados por organizaciones pacifistas y ecologistas como FUHEM, TNI, Centre delás Estudios per la Pau o Greenpeace, y recogiendo múltiples avisos de la comunidad científica internacional, este artículo analiza siete razones por las que la actual estrategia de seguridad climática es todo salvo segura.

1. Perpetuación de la crisis climática

Las emisiones de CO2 de los ejércitos de todo el mundo se estiman entre un 5 y 6% del total de emisiones de carbono. Según The Costs of War de 2019, el Departamento de Defensa de los de los EEUU (DoD) es el mayor consumidor institucional de petróleo del mundo, habiendo emitido 1.200 millones de toneladas métricas de gases de efecto invernadero desde el inicio de la llamada “Guerra contra el Terror” en 2001. Esto equivale al consumo anual de 257 millones de coches, el doble de los que circulan en los EEUU en este momento. Si el Pentágono fuera un país, ocuparía el puesto número 55 en el ranking mundial, siendo su consumo medio anual superior al de países como Portugal o Suecia. Concretamente, Estados Unidos gasta anualmente 81.000 millones de dólares en la protección militar del transporte y suministro de combustible, lo que significa un 16% del presupuesto de su Departamento de Defensa.

La importancia económica de la industria militar para las economías nacionales es la mayor barrera contra la desmilitarización (por ejemplo, en 2020 los beneficios de esta industria supusieron un 1,5% del PIB español). Su actividad global genera un bucle de retroalimentación positiva (incremento de emisiones → incremento de gasto militar → incremento de emisiones) del que no será posible escapar mientras que el crecimiento económico siga siendo el principal objetivo de las economías nacionales.

2. Perpetuación de la desigualdad social planetaria y del sistema patriarcal

Los principales países exportadores de armas (responsables del 67% de las emisiones mundiales de CO2) representan el 35% de la población mundial y concentran el 82% del gasto militar global. Es decir, mientras que el impacto ecológico de sus actividades se acumula en el planeta Tierra, sus beneficios económicos se concentran en muy pocas manos. Todo ello comienza en el conglomerado de procesos agrupados bajo el concepto de “extractivismo”: para garantizar la extracción estable de recursos, es necesario estabilizar ecosistemas sociales propicios para el enriquecimiento individual. Esta ética capitalista fomenta la corrupción y perjudica a la vida comunitaria.

Como lleva años analizando Eduardo Gudynas, la corrupción institucional y el apoyo en fuerzas paramilitares constituyen dos de las claves del extractivismo. El lazo que une la corrupción, la debilidad institucional, el extractivismo y el paramilitarismo está detrás de los asesinatos de activistas medioambientales en todo el mundo (según estudios de Nature Sustainability y Global Witness, entre 2002 y 2020 han sido asesinados 2.161 activistas en la defensa del medioambiente).

La lectura ecofeminista del extractivismo es, a este respecto, imprescindible para comprender la conexión entre militarización, patriarcado y extractivismo. Como señala Nick Buxton: “El patriarcado está profundamente arraigado en las estructuras militares y de seguridad. Se evidencia más en el liderazgo y el predominio masculino en las fuerzas militares y paramilitares del Estado, pero también es inherente a la forma en que se concibe la seguridad, el privilegio que los sistemas políticos otorgan a los militares y la forma en que el gasto y las intervenciones militares casi no se cuestionan, aunque no cumplan con sus promesas”.

Esto no significa que en la guerra no mueran hombres: significa que el sacrificio bélico de hombres jóvenes y pobres forma parte de esta misma lógica. La misma lógica belicista y clasista que hace de la violación un arma y de la mujer un trofeo de guerra (también en la actual guerra de Ucrania).

3. El aumento de los conflictos bélicos relacionados con problemas ambientales

Entre el 25% y el 50% de las guerras interestatales desde la crisis de 1973 han estado relacionadas con el petróleo. En la actualidad, en torno al 66% de las misiones militares de la UE están relacionadas con el aseguramiento de la extracción de combustibles fósiles. La invasión de Irak liderada por Estados Unidos en 2003 es un ejemplo ilustre, pero solo uno. Dentro de lo que Naomi Klein denominó “capitalismo del desastre”, expuesto en su Doctrina del Shock, no hay desastre socionatural del que el complejo energético-militar no pueda beneficiarse.

Respecto de la relación entre crisis climática y conflicto social, la retórica militarista lleva a cabo una doble falacia. Primero, se da por sentado que la “crisis climática” implica de forma automática el aumento de los conflictos sociales, cuando estos siempre están ligados a causas socio-políticas. Segundo, se da por sentado que dichos conflictos justifican la intervención militar. Un informe publicado por la revista Nature en 2019 concluyó: “La variabilidad y/o el cambio climático ocupan un lugar bajo en la lista clasificada de los impulsores de conflictos más influyentes en todas las experiencias hasta la fecha, y los expertos lo clasifican como el más incierto en su influencia”.

4. Los combustibles fósiles amenazan la libertad, la paz y la democracia en los países exportadores

La crisis climática no implica necesariamente el aumento de los conflictos sociales, pero existe un vínculo casi inmediato entre la presencia de combustibles fósiles, el bajo crecimiento económico y la ausencia de democracia política en el sistema capitalista. Esto es lo que Alberto Acosta definió como la maldición de los recursos, por la cual la presencia de recursos naturales en un territorio no revierte en un mayor grado de desarrollo económico en comparación con aquellos países importadores que carecen de recursos naturales. La invasión Rusia de Ucrania refleja el mismo fenómeno pero a la inversa: cuanto mayor sea tu control sobre las reservas energéticas planetarias, menores serán tus reservas a la hora de declarar una guerra, invadir un territorio, suprimir la libertad de prensa, la pluralidad democrática o violar el derecho internacional.

En efecto, en un planeta ecológica y ambientalmente degradado, la militarización (como punta de lanza de las estrategias de seguridad nacional) no puede sino perpetuar la crisis climática, la desigualdad social, aumentar los conflictos bélicos relacionados con el cambio climático y degradar las condiciones eco-sociales necesarias para la paz y la democracia. Todo ello, sin embargo, solo nos muestra una parte del problema.

II. Despilfarro energético, crisis migratoria y destrucción medioambiental

Como veíamos en la primera parte de este artículo, cuando los grandes ejércitos mueven un pie, hasta las nubes tiemblan. En el actual horizonte de escasez energética y material, el aumento en la inversión militar disminuye la capacidad material de los países para llevar a cabo la desfosilización de sus economías. El problema es que la militarización constituye la principal estrategia del capitalismo global como respuesta a la crisis climática. Alertar y prevenir el peligro que entraña esta estrategia constituye probablemente la tarea más importante del antimilitarismo en el siglo XXI.

A los cuatro peligros ya señalados debemos añadir otros tres: sus costes económicos y materiales, sus lazos con la militarización de las fronteras y su impacto en los ecosistemas.

5. El despilfarro energético y económico

A escala planetaria, el mundo gasta 1,981 billones de dólares en fuerzas armadas. En 2019, el gasto militar de Estados Unidos fue de 732.000 millones de dólares, el 38% del gasto militar mundial: más de diez veces el gasto militar de Rusia (65.100 millones de dólares) y más del doble del gasto militar de China (261.000 millones de dólares). Entre 2018 y 2020, los gastos militares de la UE y de la OTAN fueron de casi 35.000 millones de euros. Se emplearon, entre otros fines, en garantizar el acceso continuo a fuentes de energía contaminantes.

Estos recursos económicos y materiales deberían ser invertidos –conforme al dictado del sexto informe del IPCC– en estrategias de mitigación y resiliencia. La alternativa o business as usual es seguir despilfarrando los recursos extraídos de territorios extranjeros favoreciendo que sus poblaciones se vean forzadas a migrar. Este hecho, lejos de ser problemático para el statu quo actual, ha servido para justificar la creciente militarización de las fronteras. ¿No es esta una excelente muestra de economía circular?

6. Crisis migratoria y militarización de las fronteras

La lucha por el control de los territorios con recursos energéticos planta las semillas de la guerra. Estas semillas se riegan con armas, y estas armas cosechan migraciones. Todo forma parte del ciclo catastrófico de las economías fósiles, que incluye, por supuesto, grandes beneficios económicos. Este entramado posibilita a su vez la relación de las industrias energéticas con las puertas giratorias, las leyes lentas y permisivas con el fraude fiscal, y los túneles aéreos y subterráneos entre las grandes empresas y los paraísos fiscales. Tiene sentido preguntarse: si de una pandemia se puede hacer negocio hasta con las mascarillas, ¿qué negocios no se podrán hacer con las guerras y las crisis migratorias?

La historia nos habla, pero la televisión y los periódicos nos hablan más fuerte. Hoy, la militarización de las fronteras y la violación de los derechos humanos son, como sucede con la trata, un negocio muy rentable. Pero la forma de hacer pasar un negocio sucio por un negocio limpio es, como hicieron Bush, Aznar y Blair con la guerra de Irak, tratarla y exponerla como un problema de seguridad nacional. Lo mismo sucede con la militarización de las fronteras. Salvo para las mafias, nunca en la historia de la humanidad habían sido tan lucrativas las crisis migratorias; y esto significa que en nombre de la Seguridad Nacional estamos normalizando prácticas normalmente asociadas al “crimen organizado”, por ejemplo, sacar beneficio de la necesidad de una familia de cruzar un desierto como el de Arizona o un mar, como el Mediterráneo.

Pongámosle cifras a la infamia. El gasto que Estados Unidos destina a la migración y las fronteras pasó de 9.200 millones de dólares a 26.000 millones entre 2003 y 2021. Desde 2003: ¿qué han hecho las personas migrantes que justifique tales inversiones? Al mismo tiempo, la agencia de la guardia de fronteras de la UE, Frontex, aumentó su presupuesto de 5,2 millones de euros en 2005 a 460 millones en 2020, y ya tiene reservados 5.600 millones de euros para el período de 2021 a 2027. ¿Acaso la criminalidad de las poblaciones migrantes se ha incrementado en un 1.000% durante las últimas dos décadas?

7. Destrucción y contaminación crónica de ecosistemas socionaturales

El impacto medioambiental total de la militarización es, por sus ramificaciones ecosistémicas, imposible de calcular. Si es posible, sin embargo, contabilizar los efectos de las operaciones militares aéreas, navales y terrestres; nacionales e internacionales, costes de mantenimiento e infraestructura; efectos directos y colaterales a corto y a largo plazo. De lo grande a lo pequeño, merece la pena recordar que el planeta Tierra ha soportado más de 2.000 detonaciones de armamento nuclear (véase el vídeo 1945-1998 de Isao Hashimoto). Desde Hiroshima y Nagasaki, los ensayos nucleares han seguido cobrándose la vida de millones de seres vivos; el impacto de la radiación (rayos gamma y neutrones) en la flora, la fauna y el subsuelo, genera profundos daños ambientales que llevan décadas siendo estudiados.

Atendiendo a los efectos locales y regionales, el principal problema reside en la composición química de los materiales empleados por los ejércitos antes, durante y después de los conflictos. Por ejemplo, para la producción de explosivos y misiles, tanto el RDX (ciclotrimetilentrinitramina), como el perclorato de amonio tienen el efecto de disolverse fácilmente, contaminando el agua y la tierra, y propagándose por vías subterráneas. El famoso TNT (trinitrotolueno) es un explosivo muy tóxico para los seres vivos, que resiste la degradación biológica. Su presencia en Europa y Estados Unidos remite a las guerras mundiales y a las fábricas de armamento.

A estos daños globales y locales, deben sumarse aquellos que suceden incesantemente, como la contaminación acústica generada por las aeronaves y los ultrasonidos de los barcos, los cuales generan graves daños en la fisiología animal (i.e. daños auditivos, desorientación y muerte). En las operaciones terrestres, los impactos de explosivos y minas antipersona, incendios, bombardeos, destrucciones de presas y diques hidroléctricos acarrean la destrucción de ecosistemas enteros y pérdidas de vidas humanas y no humanas durante décadas. Tal y como ha documentado el Observatorio de Conflicto y Medioambiente (The Conflict and Environment Observatory, CEOBS), la guerra ha jugado un rol crucial en la transformación antropogénica del planeta Tierra.

Conclusión. Contra la (in)seguridad climática

Las actuales estrategias de “seguridad climática” no están orientadas a prevenir el cambio climático, sino a garantizar los flujos de recursos estratégicos en los escenarios de una Tierra antropogénicamente modificada. Más allá de la defensa cínica de los intereses nacionales y corporativos, la militarización de la crisis climática se legitima y justifica a través de dos presupuestos perversos: primero, que los otros seres humanos (aquellos que se van obligados a migrar; aquellos que enfrenten la escasez de agua y alimentos) constituyen la principal fuente de peligros actuales y futuros. Y segundo, que los intereses estatales y corporativos deben primar sobre los intereses de los seres vivos que habitamos y que habitarán la Tierra.

Recientemente, la Rebelión Científica tiñó de rojo el Congreso de los Diputados para denunciar el silencio estratégico de los gobiernos frente a la crisis climática. Junto a la comunidad científica, los movimientos sociales y las organizaciones ecologistas exigen la toma inmediata de decisiones para la disminución de las emisiones de gas de efecto invernadero. La militarización de la crisis climática avanza en la dirección contraria, generando bucles de retroalimentación (ver la gráfica inferior) que agravan los problemas que aspiran a solucionar.

Literal y figuradamente, lanzar armas contra el cambio climático es apagar el incendio planetario con gasolina. Debido a la interconexión de los sistemas terrestres, la actual crisis climática constituye lo que Nick Bostrom califica como un “riesgo catastrófico global”, algo que –como la comunidad científica y ecologista lleva medio siglo denunciando, y como recoge el movimiento Extinction Rebellion en su nombre– ya es una amenaza para la supervivencia de una gran parte de la humanidad. La triple alianza entre la industria militar, el extractivismo y la quema de combustibles fósiles constituye, además, una fuente de desigualdad planetaria que afecta directamente a la vulnerabilidad diferenciada de poblaciones y regiones. Porque el cambio climático gestionado con la lógica militar aumenta las diferencias económicas, geográficas, étnicas, sexuales y de especie.

La alternativa a esta espiral de violencia y de destrucción medioambiental pasa por una constatación básica: la crisis climática no tiene por qué ser concebida ni confrontada desde el prisma de la seguridad militar. Porque la crisis climática no es, en sí misma, un problema de falta de seguridad militar: sobran armas; falta seguridad alimentaria, acceso al agua potable, resiliencia de las infraestructuras frente al aumento del riesgo de fenómenos meteorológicos extremos; sistemas sanitarios que no se desangren por la corrupción e instituciones democráticas resistentes al poder corruptor de lobbies y empresas multinacionales; faltan corredores humanitarios y protocolos internacionales para asegurar la dignidad de las personas migrantes, pero no armas. También nos falta un sistema capaz de asegurar la transición a modelos de organización social más justos y sostenibles. Para ello resulta imprescindible que la destrucción de nuestra casa común –el planeta Tierra– deje de ser un negocio rentable. Mientras tanto, seguirá vigente la vieja máxima: après moi, le deluge.

Este artículo fue publicado originalmente en dos partes, los días 28 y 29 de abril, en elsaltodiario.com. Agradecemos a este medio y a Alberto Coronel Tarancón la autorización para reproducirlo aquí.