Jose Luis Fernández Casadevante, Kois, es sociólogo. Experto internacional en soberanía alimentaria por la Universidad Internacional de Andalucía (UNIA). Miembro de la cooperativa GARÚA, donde se centra en impulsar investigaciones y procesos formativos, así como el diseño de contenidos y eventos culturales relacionados con las transiciones ecosociales. Activista del movimiento vecinal y Responsable de Huertos Urbanos de la Federación Regional de Asociaciones Vecinales de Madrid (FRAVM). Sus ámbitos de actuación son la ecología social, la agricultura urbana, la economía solidaria o los cambios culturales. Colaborador habitual de medios de comunicación como elDiario.es y coautor de libros como Raíces en el asfalto. Pasado, presente y futuro de la agricultura urbana (2016, 2ª ed.) o Ciudades en movimiento. Avances y contradicciones de las políticas municipalistas ante las transiciones ecosociales (2018). Su blog es Raíces en el asfalto.
Las ciudades pandémicas y la emergencia del ecourbanismo
«Presionen para lograr carriles bici temporales, pongan pintura en las calles y en su próxima aparición pública expliquen cómo van a hacerlos permanentes. Estoy convencido de que vendrá más dinero de la UE para promover el ciclismo, pero no esperen a pedir permiso. Actúen ahora.»
Estas frases podrían parecer el manifiesto final de una movilización ciclista en cualquier ciudad, o una apología de activistas ecologistas a favor de un cambio en los patrones de movilidad, pero son las palabras de Matthew Baldwin, Director General Adjunto de Movilidad en la Comisión Europea, alentando a los responsables políticos a aprovechar el momento excepcional que suponía la desescalada de la primera oleada de la pandemia para impulsar otra forma de movilidad urbana, y por extensión de ciudad.
Una interferencia es una señal que altera la percepción de otra: la emergencia sociosanitaria ligada a la pandemia ha operado de esa manera, forzándonos a redescubrir nuestro mundo desde otras perspectivas. Nuestra fragilidad corporal reaparecía ante la enfermedad. El fantasma de la escasez y el desabastecimiento volvía a las sociedades de consumo, evidenciando la vulnerabilidad de las ciudades ante las cadenas globales de suministros. La crisis funcionaba como una lupa que aumentaba y hacía visibles las desigualdades sociales, mostrando cómo muchos de los empleos considerados esenciales eran los más precarios, infravalorados y peor pagados; a la vez que también se hacían visibles las asimetrías urbanísticas: no es lo mismo pasar el confinamiento en pisos pequeños sin ventanas exteriores o terrazas, que en viviendas altamente confortables. No es igual teletrabajar o tener que exponerte al virus a diario por tu empleo.
Los cuidados han ganado una centralidad inédita en la esfera pública, evidenciando las tareas que son imprescindibles para una adecuada reproducción social. Los servicios públicos, menguados por décadas de recortes, se revelaban como las verdaderas salvaguardas del bienestar colectivo. La obligatoriedad de resolver las necesidades en los ámbitos de proximidad reactualizaba la importancia de las estructuras barriales y del comercio local. Las redes vecinales y las iniciativas comunitarias de ayuda mutua florecían en medio del desastre para garantizar colectivamente el apoyo a los grupos de población más vulnerables.
Tras este ensayo planetario de lo que está por venir con la crisis ecosocial, constatamos cómo salud pública, justicia social y sostenibilidad ambiental están más entrelazadas que nunca en cualquier futuro que imaginemos para la ciudad. No hay nada más poderoso que una idea a la que le ha llegado su tiempo, afirmó Victor Hugo sobre la Revolución francesa. Algo parecido le sucedió al ecourbanismo. Sus ideas y propuestas dejaron temporalmente de ser minoritarias corrientes subterráneas; abandonando el restringido campo de la experimentación social, pasaron a convertirse en el repositorio al que temporalmente acudieron en busca de inspiración los políticos y profesionales más convencionales.
Una vez se sobrepusieron al impacto y al drama inicial, aquellos gobiernos locales que disponían de una agenda transformadora predefinida y un esbozo de modelo de ciudad alternativo que ensayar, han podido acometer de forma acelerada transformaciones que avanzan en el desarrollo de ciudades más convivenciales, paseables, verdes y ecológicas.
París, Barcelona, Milán, Nueva York y Berlín han facilitado una ocupación masiva e intensiva del espacio público por parte de la ciudadanía: peatonalizaciones, redes de carriles bici, ampliación de aceras y zonas caminables, rediseño de zonas de juego, espacios para la infancia, pacificación de entornos escolares, puesta en valor de zonas verdes, expansión de los procesos de renaturalización y de la agricultura urbana, mercadillos al aire libre… Estos temas pasaron a discutirse en la esfera pública, mientras la ciudad de los 15 minutos impulsada por París o las supermanzanas de Barcelona se convertían en políticas públicas de referencia, en las que se experimentaban fórmulas para resolver las necesidades de la ciudadanía en proximidad (acceso a servicios públicos, compras básicas, convivencialidad, zonas verdes…). Algunas ciudades como Amsterdam o Portland se inspiraban en la economía del donut de Kate Raworth, para reorientar su proceso de reconstrucción postpandemia; asistimos a un nuevo ciclo de expansión global de la agricultura urbana y de las discusiones sobre la territorialización de los sistemas alimentarios urbanos; así como a discusiones sobre cómo acometer ambiciosos procesos de renaturalización con justicia ambiental…
Al principio de la pandemia se afirmaba que íbamos a salir mejores. Hoy contemplamos esta afirmación con fe, nostalgia o sarcasmo. Podríamos optar por enumerar todos los aprendizajes fallidos, las inercias que vuelven, los riesgos que aumentan y cómo seguimos profundizando en el pozo que deberíamos dejar de cavar; pero quizás resulte más relevante apuntar un motivo para la esperanza.
Me refiero a la estrella fugaz que supuso la desbordante oleada solidaria que representaron las redes vecinales de ayuda mutua durante la pandemia. En una situación de emergencia, ante el fallo y la impotencia de los mecanismos de mercado (“intercambio”) y de las políticas públicas (“redistribución”) para resolver las necesidades básicas de miles de personas, se activó una lógica comunitaria basada en la “reciprocidad” (utilizo aquí los términos acuñados por Karl Polanyi para diferenciar los tres grandes tipos de régimen económico que se han dado en la historia).
La agilidad, la flexibilidad y la capilaridad les permitieron activar recursos, coordinar actores y crear mecanismos de intervención participativos de forma temprana, dotando de una mayor capacidad de resiliencia a nuestras sociedades; al mismo tiempo, contribuyeron a generar y compartir una cultura ciudadana solidaria. Este sorprendente ejercicio de autoorganización ciudadana fue un complemento imprescindible a la acción redistributiva de las Administraciones Públicas, que tienen tendencia a olvidar cómo ante catástrofes y situaciones excepcionales no resulta factible una respuesta autosuficiente que eluda cooperar activamente con la sociedad civil.