El Laboratorio conversa con Marta Llorente

Marta Llorente Díaz es doctora arquitecta y profesora titular de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona (ETSAB), donde enseña teoría de las artes y de la arquitectura, y antropología de la ciudad, y conduce un taller de lectura y escritura. Da cursos de master sobre literatura y arquitectura (MBArch) y sobre espacio y género (iiEDG). Dirige el grupo de investigación “Arquitectura, ciudad y cultura” (ACC) que lidera proyectos sobre la ciudad contemporánea. Es investigadora del iiEDG y del Centro de Estudios Filosóficos Eugenio Trías (CEFET). Ha coordinado la publicación de Topología del espacio urbano (2014) y de Espacios frágiles en la ciudad contemporánea (2019). Es autora de El saber de la arquitectura y de las artes (2000); Susana Solano. Projectes (2007); La ciudad: inscripción y huella. Escenas y paisajes de la ciudad construida y habitada (2010); La ciudad. Huellas en el espacio habitado (2015); Construir bajo el cielo: un ensayo sobre la luz (2020).

La ciudad de la introversión, de las cajas habitadas y las calles vacías

Con la pandemia, la ciudad se ha enfrentado a lo excepcional, aunque acaso se ha enfrentado a un conocimiento mejor de sí misma. Se dio una oportunidad de introversión, de medir el pulso de la vida de otro modo. Una ocasión de mejora que me temo hemos desperdiciado. Ese es un sentimiento que arraigó en los días más oscuros, y que no deja de volver a mi memoria. No sabemos, pero podemos conjeturar hasta qué punto ese cambio de imagen y valor de la vida urbana forma parte de toda experiencia, incluso entre sujetos a los que separan los abismos propios de la vida en la ciudad: abismos que separan la realidad social, la cuota de poder a la que tenemos acceso, la forma de sentir que marca nuestros deseos y da empuje a nuestras voluntades.

La ciudad detuvo su pulso. La mayoría iniciamos un viaje hacia dentro, hacia el fondo de nuestros nichos, refugios. Hacia el pozo de nuestros pensamientos. Fue un ejercicio coral de introversión. Incluso en las calles vacías, sentíamos nuestros pasos, como quien siente el latido de la sangre. El ruido cotidiano colapsó y solo las ambulancias rompían el silencio. Ya no hablábamos de las ambulancias, pero su estela sonora penetraba en las habitaciones, en las casas. Rompían también el silencio aunque de otro modo los pájaros, los vecinos, hablando a gritos en los patios, exhibiendo las costuras de su convivencia forzada.

Seguramente no supimos ver que todo era previsible, cualquier colapso de la vida rutinaria y cotidiana puede irrumpir en cualquier momento, la pandemia —como la guerra, en el límite del horror, lo estamos viendo ahora— son frutos de este mundo y de esta era que nos define, como define a las ciudades que habitamos. Pero nos comportamos como novatos, como gentes sorprendidas en medio de un viaje, por el paro de los motores que quizá conduce al abismo. No estamos entrenados para aceptar ni siquiera lo mejor de lo que se ha vivido: el silencio, o la transformación de la sonoridad del espacio. El vacío parecía dominar en el espacio, retornaba al centro del nudo vital. Ahora, ese vacío domina la memoria que nos queda, que aún estamos elaborando de los días más extremos de silencio y soledad.

Alguien moría cada día cerca, muchos morían más lejos, a la distancia que los medios nos dicen que separa los límites de una ciudad. La ciudad se pudo sentir más que nunca como un escenario, un teatro imaginado. Y las acciones visibles —sobraba la difusión de imágenes privadas e íntimas en los medios— o los actos cotidianos, los que cada día llenan realmente de gestos privados nuestro espacio doméstico, tendieron a adquirir un carácter dramático, un aspecto de coreografía, como si los soñáramos.

El efecto de las representaciones en los medios fue distinto a lo que conocíamos. La muerte fue sacada de su privacidad y la vimos ocupar garajes, a la espera de los rituales propios de la despedida. La muerte, siempre oculta, como si nos avergonzáramos de morir, aunque sabemos que somos seres de naturaleza —autopoyética—, que hemos de morir para que vivan quienes siguen, se presentaba en su cara más siniestra, abandonada y expuesta. Pero sin ritual, sin compañía —así fue la muerte de mi madre—, así fue la muerte de amigos, de las madres, de los padres de mis amigos.

La agonía también quedó enmarcada, visible de pronto, era fotografiada, radiada, filmada. Y las muertes y los enfermos eran contados, en un registro diario que sonaba cada día. Y aún sin haberlo visto, todos conocíamos el aspecto de las personas que caían, entubadas, envueltas, giradas de espaldas en las U.C.I. Y sabíamos de pronto algo acerca de cómo vivía la población que se ocupa de esos cuidados. Otros cuidados fueron, en cambio, descuidados, porque dejamos que la soledad se comiera vivos a los ancianos, a los siempre solitarios, a los que sufrían abandono y, lo que aún era peor: dejamos solas a las maltratadas, a los maltratados. El maltrato a las mujeres y a los niños aumentaba en la sombra, y se preparaba para ser descubierto demasiado tarde, pero no era visible en las ciudades de cajas cerradas.

Mi ciudad, como muchas otras —¡cómo se parecían!— se miraba en un espejo cóncavo, y se formó una imagen extraña y deforme de sí misma. A pesar de que en las cajas de luz que son algunas casas, el tiempo trajo conciencia y dio valor a otras figuras del mundo, del espacio que compartimos y supimos desear a golpes de dolor y reflexión, una ciudad acaso mejor, prometiéndonosla para el futuro que aún no ha llegado del todo. Las ventanas se presentaron en su valor, en su insuficiencia, como los espacios aéreos de los balcones, los jardines, los patios. En este sentido, hemos fracasado un poco y hemos traicionado la conciencia y el deseo de un modelo mejor de ciudad que surgió de la crisis. Lo vamos olvidando. Y la ciudad ha vuelto a su ritmo furioso, a su ruido insufrible, a la contaminación, y los pájaros se marcharán, mientras los muertos esperan aún ser llorados en un duelo que no parece compatible con el furor con el que hemos regresado a la cotidianidad y a la vida urbana de antes.

Que pugui ajudar a dramatitzar els fets (també en sentit teatral), es a dir, reviure, reconèixer i fixar els fets dins aquesta caixa escènica que anomenem espai, tant teòrica com pot ser —lloc dels fets— i tant real —casa, carrer, ciutat—. Dramatitzar —donar lloc i representar, donar veu i opció de reviure fets passats— però potser també (des)dramatitzar, tornar l’experiència en un sentit positiu i creatiu, domesticar-la (tornar-la domèstica) girant el signe negatiu que comunament ha adquirit la pandèmia.

(Que pueda ayudar a dramatizar los hechos (también en sentido teatral), es decir, revivir, reconocer y fijar los hechos dentro de esta caja escénica que llamamos espacio, tan teórica como puede ser —lugar de los hechos— y tan real —casa, calle, ciudad—. Dramatizar —dar lugar y representar, dar voz y opción de revivir hechos pasados— pero quizá también (des)dramatizar, devolver la experiencia en un sentido positivo y creativo, domesticarla (volverla doméstica) girando el signo negativo que comúnmente ha adquirido la pandemia.)