El Laboratorio conversa con Alejandro Pedregal

Alejandro Pedregal es investigador visitante en el Departamento de Media de la Universidad de Aalto (Finlandia). Ha sido investigador en el Instituto de Historia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), profesor en la University-Wide Art Studies (UWAS) de la Universidad de Aalto, e investigador postdoctoral y visitante en el Departamento de Cine, Televisión y Escenografía de la misma institución, departamento en el que también obtuvo el título de doctor. Ha publicado varios libros, además de capítulos y artículos en publicaciones científicas. Es director de cine y guionista de varias obras cinematográficas de ficción y documentales premiadas internacionalmente.

Antropoceno: la urgencia en un término

Desde que en el año 2000 el Premio Nobel de Química Paul J. Crutzen expusiera en una reunión del Programa Internacional de Estudio de Cambio Global en la Biosfera y Geosfera (IGBP) que las características del Holoceno habían dejado de existir y que sería más adecuado hablar del Antropoceno para referirse a la nueva época que habitábamos, el debate alrededor de la idoneidad del término no ha parado. El IGBP se estableció en 1987 para coordinar el trabajo de miles de científicos sobre el cambio global derivado de la actividad humana sobre el sistema Tierra. Como “investigación internacional sobre las interacciones a escala global y regional entre los procesos biológicos, químicos y físicos de la Tierra y sus interacciones con los sistemas humanos”, produjo, hasta su cierre en 2015, contribuciones fundamentales al conocimiento científico sobre las dimensiones extremas de la disrupción provocada en la biosfera terrestre por las sociedades industriales. Desde entonces, el Antropoceno sería la época definida por el significativo impacto de la actividad humana sobre los ecosistemas del planeta.

El sociólogo ambiental John Bellamy Foster [autor de La ecología de Marx. Marxismo y naturaleza (Viejo Topo, 2008)], ha destacado varias nociones como predecesoras de la idea de Antropoceno. En este sentido, indica que la preocupación por el cambio antropogénico de la naturaleza está presente en las obras tempranas de Karl Marx y Friedrich Engels [véase, en este mismo debate del Laboratorio, el artículo de Clara Navarro Ruiz sobre Kohei Saito y su obra La naturaleza contra el capital. El ecosocialismo de Karl Marx (Bellaterra, 2022)], así como en George Perkins Marsh y los conservacionistas estadounidenses, si bien en el caso de muchos de estos últimos con notables sesgos supremacistas y coloniales. Por su parte, Ernst Haeckel acuñó el término “ecología” en 1866, y un año más tarde Marx hablaba de la “fractura metabólica” en El capital (noción que desarrollaría notablemente el propio Foster). En 1926, el geoquímico soviético Vladimir I. Vernadsky hablaría de “biosfera”, abriendo un campo próximo a lo que en la actualidad estudia la ciencia del sistema Tierra. Y en esos años, el geólogo soviético hablaría por primera vez del Antropoceno, junto al Antropogeno y la Era antropogénica, para referirse a un nuevo período donde la actividad humana aparecería como el motor del cambio geológico.

Foster señala también que, en esa misma época y de manera paralela e independiente, el bioquímico soviético Alexander I. Oparin y el biólogo británico John B. S. Haldane desarrollaron una teoría sobre la vida como proceso químico único que emerge de la materia inanimada, al tiempo que la propia vida formaría la biosfera por medio de un proceso de coevolución. En 1963, la bióloga marina estadounidense Rachel Carson desarrollaría el concepto de “ecosistema”, adoptando una perspectiva integral en la que la actividad humana interactuaba de forma decisiva con los procesos naturales. Durante esa década y la siguiente, importantes climatólogos empezaron a advertir del quiebre que comenzaba a notarse en el metabolismo planetario, con el soviético Evgeni K. Fedorov en 1972 alertando de una subida de las temperaturas inusual, provocada por el abuso de las fuentes de energía de origen fósil. En la década siguiente, el biólogo estadounidense Eugene F. Stoermer comenzaría a utilizar de manera informal el término Antropoceno, si bien sin apenas impacto en la comunidad científica.

En la actualidad, gracias a los avances del IGBP y otras iniciativas internacionales, sabemos que durante los últimos 800.000 años el dióxido de carbono atmosférico (C02) ha hecho posible la vida en la Tierra mediante un efecto invernadero natural. Pero ha tenido ese efecto benéfico porque su presencia en la atmósfera se ha movido en un rango entre las 180 partes por millón (ppm) en las épocas frías y las 300 ppm en las cálidas. Mientras que hoy su concentración se sitúa en torno a las 415 ppm [el 14 de junio de 2021 alcanzó la cifra récord de 418,72 ppm], como resultado principalmente de la quema de combustibles fósiles destinados a sostener la actividad socioeconómica de nuestra civilización industrial.

Solo en los dos últimos siglos, el impacto de la actividad industrial de la humanidad es de tal grado que se ha estimado que, si redujéramos los cuatro millones y medio de la historia natural de la Tierra a 24 horas, con el Pleistoceno y la aparición del género Homo hace dos millones y medio ubicados poco antes de la mitad del día, el surgimiento del Homo Sapiens hace unos 350.000 años se habría dado en el último minuto de ese hipotético día; el Holoceno, hace 10.000 ó 12.000 años, en el último cuarto de segundo; y la Revolución Industrial, en las dos últimas milésimas de segundo.

A pesar de todos estos y otros precedentes de la noción de Antropoceno, lo cierto es que la propuesta de Crutzen, concretada junta a Stoermer en un breve y famoso artículo del año 2000, ha tenido un impacto muy significativo, debido a la notoriedad de la emergencia ecológica, el estado crítico de los límites planetarios y las alarmantes trayectorias de las tendencias socioeconómicas y del sistema Tierra. Sin embargo, diferentes aproximaciones a la cuestión, procedentes principalmente de las humanidades y las ciencias sociales (tan atentas a diatribas discursivas), han disputado la idea de Antropoceno al entender que hace abstracción de las diferencias históricas entre los distintos regímenes socioeconómicos y entre unos países y otros, y responsabiliza a toda la especie humana por igual. Por eso, se han propuesto en su lugar otras nociones que ofrezcan historias o narrativas alternativas.

Quizá la que más impacto ha tenido haya sido la de Capitaloceno, propuesta originalmente por el historiador ambiental sueco Andreas Malm y desarrollada también por otros destacados autores como su maestro el antropólogo sueco Alf Hornborg [del que se publica en este debate del Laboratorio un extracto de uno de sus artículos] o el historiador medioambiental estadounidense Jason W. Moore [del que se ocupan Mina Lorena Navarro y Lucia Linsalata en otro artículo de este mismo debate del Laborarorio]. Combinando la historia del sistema Tierra y la del sistema-mundo capitalista, la noción de Capitaloceno centra el peso de la actividad geohistórica de nuestra época en el papel del capital y su lógica destructora, tanto para la humanidad como para la naturaleza, debido a su imperativo de acumulación expansiva y fantasía de crecimiento infinito.

Junto al Capitaloceno, los historiadores franceses Christophe Bonneuil y Jean-Baptiste Fressoz han estudiado otras seis “historias” propuestas como alternativas al Antropoceno: el Termoceno, como historia política del CO2 que enfatizaría los diferentes grados de responsabilidad contenidos en las opciones tecnológicas que han impactado en la crisis climática; el Tanatoceno, que pondría el acento en el papel de las luchas por el poder en la disrupción ecológica, con un especial énfasis en la guerra y los avances en la tecnología militar; el Fagoceno, como narrativa centrada en el consumo y el papel del fetichismo de la mercancía como gran devorador planetario; el Fronoceno, referido a la época de reflexividad medioambiental, de sensibilidad sobre los límites, el agotamiento y la termodinámica; el Agnotoceno, como historia centrada en la externalización de la naturaleza y la reducción económica del planeta como parte de una producción global de zonas de ignorancia e imprudencia; y el Polemoceno, cuya narrativa se enfoca sobre las diversas expresiones de resistencia al deterioro medioambiental, al menos desde la aparición de la máquina de vapor y otras tecnologías vinculadas al impulso industrial.

Otras propuestas han acuñado términos como Oligantropoceno, para referirse a la pequeña fracción social que es verdaderamente responsable del desastre ecológico actual; Antrobsceno, juego de palabras del teórico de media finlandés Jussi Parikka para subrayar la obscenidad que se da en la basura tecnológica que queda dañando de manera perpetua el medio natural; Necroceno, que destaca el vínculo entre la acumulación capitalista y la extinción de especies; y los términos propuestos por Donna Haraway, el Plantationoceno y el Chthuluceno, que, en diferentes grados, hacen referencia a la interrelación entre humanos y diversas especies, materias y fuerzas, cuyas alianzas de pasado, presente y futuro servirían al aprendizaje colectivo de la vida y la muerte.

Si bien el debate sobre la idoneidad del Antropoceno como término para designar la nueva época geohistórica puede ser ciertamente enriquecedor y las propuestas alternativas que se han hecho (las aquí mencionadas y otras como las del Misantropoceno, Tecnoceno, Socioceno, Homogenoceno o Econoceno) han dado para abundante literatura, quizá una de las “críticas de la crítica” más destacadas ha venido del activista ecosocialista Ian Angus, quien, además de recordar la importancia de conocer las convenciones geológicas a la hora de proponer un nombre adecuado a una época geológica, en su estudio sobre el impacto del capitalismo fósil en el sistema Tierra ha subrayado que “el Antropoceno no se refiere a todos los humanos sino a una época de cambio global que no habría ocurrido en ausencia de la actividad humana”. Angus admite que es posible que “el nombre no [sea] perfecto”, y quizá “si los ecosocialistas hubieran estado presentes cuando Paul Crutzen inventó la palabra en el año 2000, se habría adoptado un nombre diferente”. Pero enfatiza también que, ante la crisis existencial a la que nos enfrentamos y la urgencia de organización colectiva que esto implica, “ahora [que] el Antropoceno es ampliamente utilizado por científicos y no científicos, insistir en una palabra diferente (¿sólo para uso de la izquierda?) sólo puede causar confusión y desviar la atención de cuestiones mucho más importantes”.

Atendiendo a la advertencia de Angus, quizá no esté de más destacar que, llamemos como llamemos al Antropoceno, los nombres no cambian los hechos. Y, lamentablemente, hoy los hechos implican una amenaza de tal grado para la vida en el planeta que, más allá de las disputas teóricas y de los juegos intelectuales, o de la legitimidad del desarrollo profesional o la satisfacción personal de los implicados en el debate nominal, debemos seguir poniendo el acento en una acción colectiva y planificada que revierta la dirección que hemos tomado hacia el abismo. Vivamos en el Antropoceno o en el Capitaloceno, esa y no otra sigue siendo la llamada más urgente.