El Laboratorio conversa con Alf Hornborg

Alf Hornborg es profesor de Ecología Humana en la Universidad de Lund desde 1993. Se doctoró en Antropología Cultural por la Universidad de Uppsala en 1986 y ha impartido clases en Uppsala y en la Universidad de Gotemburgo. Ha realizado investigaciones de campo en Perú, Nueva Escocia, el Reino de Tonga y Brasil. Su campo de investigación son las dimensiones culturales y políticas de las relaciones entre el ser humano y el medio ambiente, especialmente desde la perspectiva del «análisis del sistema mundial». Esto le ha llevado a trabajar en distintos campos transdisciplinarios como la historia ambiental, la economía ecológica, la ecología política y los estudios de desarrollo. Su objetivo es examinar cómo los supuestos culturales condicionan los enfoques humanos de la economía, la tecnología y la ecología, y cómo dichos supuestos tienden a servir como ideologías que reproducen las relaciones sociales de poder. Junto con Andreas Malm, ha publicado este mismo año un artículo crítico sobre la noción de Antropoceno. Su libro más reciente: The Magic of Technology : The Machine as a Transformation of Slavery (Routledge, 2022).

Vacilando mientras el planeta arde: la aproximación de los antropólogos al Antropoceno

Tanto [Donna] Haraway como [Anna Lowenhaupt] Tsing expresan su crítica y desconfianza hacia un fenómeno vagamente definido como el capitalismo. Haraway se refiere repetidamente a los esfuerzos del geógrafo Jason W. Moore por defender el concepto de «Capitaloceno» y respalda generosamente su monografía El capitalismo en la trama de la vida. ¿Estamos asistiendo a la improbable convergencia del posthumanismo y el marxismo? Un capítulo importante de Seguir con el problema de Haraway se incluye en el volumen colectivo editado por Moore ¿Anthropocene or Capitalocene? Nature, History, and the Crisis of Capitalism, y la primera parte de ese volumen se titula incluso «¿Hacia el Chthuluceno?» [una expresión acuñada por Haraway].

El objetivo original de Moore parece coincidir con el de la conferencia sobre «Historia del sistema mundial y cambio ambiental global», que yo convoqué en Lund en 2003, y a la que él fue invitado, a saber, reunir las ideas sobre el sistema mundial y el sistema Tierra. Tanto Haraway como Moore reconocen que la palabra «Capitaloceno» fue inventada por mi antiguo estudiante de posgrado Andreas Malm en un seminario en Lund en 2009, mientras Moore trabajaba como profesor en nuestra División de Ecología Humana. Sin embargo, las implicaciones analíticas de este concepto para Moore parecen haber sido significativamente diferentes a las que Malm y yo mismo dibujamos.

Aunque todos somos críticos con el modo en que el discurso dominante sobre el Antropoceno proyecta una imagen de la especie humana (en lugar de una minoría global privilegiada) que ha transformado la biogeoquímica planetaria, lo que para Malm y para mí significa redactar un predicamento principalmente social en el lenguaje de la ciencia natural, para Moore implica la disolución de la frontera analítica entre lo social y lo natural. Esta concesión a las modas posthumanistas defendidas por la cohorte de pensadores «tentaculares» de Haraway y [Bruno] Latour no solo está en total desacuerdo con el materialismo histórico y la teoría marxista -como es evidente en una lectura rudimentaria de Latour- sino que, en mi opinión, desmantela cualquier posibilidad de desafiar políticamente las fuerzas destructivas que asolan nuestro planeta. Las deliberaciones de Moore significan una cooptación posthumana de la crítica del capitalismo, que no sirve a otros intereses que los del neoliberalismo.

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El capítulo 3 de la antología antes citada de Moore , «The Rise of Cheap Nature«, resume la perspectiva que después desarrollará en El capitalismo en la trama de la vida. Para redefinir el capitalismo como «un sistema no puramente económico ni social» (¿pero quién dijo que fuera «puramente»?), Moore recurre a la formulación de Haraway, «un complejo históricamente situado de metabolismos y ensamblajes». Esto no está en contradicción con Marx, aunque tampoco contribuye a arrojar más luz sobre sus ideas. Al igual que Haraway, Moore emborrona la indispensable distinción analítica entre lo social y lo natural, sin la cual ninguna crítica al capitalismo es posible. Luego pasa a desafiar la «narrativa del capital fósil» de la Revolución Industrial, rastreando la «fundamentalmente nueva ley del medio ambiente» del capitalismo hasta el siglo XV. Moore afirma que el surgimiento del capitalismo después de 1450 marcó un punto de inflexión en la historia de la relación de la humanidad con el resto de la naturaleza. Fue mayor que cualquier otro punto de inflexión desde el surgimiento de la agricultura y las primeras ciudades. Y en términos relacionales, fue incluso mayor que el surgimiento de la máquina de vapor.

Esta historia del medio ambiente no es convincente. Las formas preindustriales de acumulación de capital han existido durante milenios; la discontinuidad más significativa fue, de hecho, el aprovechamiento de los combustibles fósiles como fuente de energía mecánica en el siglo XVIII. Como [Elmar] Altvater y otros han dejado muy claro, fue el aumento sin precedentes de la productividad laboral que permitió la tecnología de los combustibles fósiles lo que creó el capitalismo moderno y el problema del Antropoceno. La destructiva historia medioambiental de la expansión europea preindustrial trazada por Moore es bien conocida, pero los prerrequisitos y las repercusiones globales de la Revolución Industrial requieren un marco teórico que trascienda su relato del tipo particular de organización social establecido en Europa en el siglo XV. En su flagrante eurocentrismo, este aspecto de su argumento es muy difícil de conciliar con su aspiración de ofrecer un relato global del surgimiento del capitalismo.

El embrollo más fundamental de Moore tiene que ver con la apropiación de lo que él llama el «trabajo/energía no remunerado de las naturalezas globales», que pone de relieve la «unidad del trabajo humano y extrahumano» hasta ahora envuelta en una «niebla cartesiana». Ciertamente, como yo mismo he argumentado durante décadas -contradicho irónicamente hace 17 años por el propio Moore-, la fuerza de trabajo tal y como se conceptualiza en el marxismo clásico no es el único recurso productivo que se apropia asimétricamente, y la energía es, de hecho, un denominador común de estos recursos apropiados. Además, dicha apropiación es un prerrequisito esencial del progreso tecnológico, que sin embargo se entiende en el pensamiento marxista simplemente como un aumento de la productividad del trabajo contingente al avance inexorable (y moralmente neutral) de las fuerzas productivas. Pero el énfasis de Moore en la conversión de la naturaleza mediante el avance de la productividad del trabajo no le lleva a teorizar críticamente el fenómeno de la tecnología moderna como una estrategia social global de utilización de la naturaleza para establecer físicamente las desigualdades sociales. Esto es lo que he denominado «fetichismo de la máquina».

Como para tantos otros preocupados por las dimensiones ecológicas del capitalismo, el dilema de Moore es cómo conciliar las desigualdades medioambientales globales con la teoría marxista clásica, en particular su teoría del valor del trabajo y su optimismo tecnológico. La teoría laboral del valor se equivoca al aspirar a derivar analíticamente el valor de cambio de los insumos de energía laboral, y el optimismo tecnológico al no reconocer que el progreso tecnológico está supeditado a las transferencias asimétricas de recursos. En lugar de reemplazar la teoría marxiana del valor del trabajo -que no es sólo un relato de la valorización capitalista, sino la convicción explícita de Marx respecto a la producción de valor en todas partes, incluso en la antigua Grecia- con una teoría del valor de la energía igualmente equivocada, Moore opta por escapar hacia la bruma conceptual del posthumanismo. «El metabolismo del trabajo/energía del capitalismo es crucial», escribe, «porque agudiza nuestro enfoque sobre cómo el trabajo humano se despliega a través del oikeios: la relación pulsante, renovadora y a veces inagotable de la vida planetaria». Aunque estas frases sin duda atraen a personas como Haraway, no veo cómo agudizan nuestro enfoque.

El argumento de Moore de que gran parte del trabajo/energía que se apropia el capital es «no remunerado» es difícil de distinguir de las afirmaciones de los economistas convencionales sobre las externalidades ambientales, los «costes reales» infravalorados y los servicios de los ecosistemas no remunerados. El marxismo convencional, por tanto, sigue estando conceptualmente limitado por el sesgo monetario del sistema económico que desafía: utilizar conceptos como «valor» y «coste» es asumir implícitamente una sociedad organizada en términos de dinero (de uso general).

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La consolidación de la «economía» desencastrada [del resto de las relaciones sociales] en el siglo XIX sentó simultáneamente las bases de la «tecnología» moderna al externalizar o desplazar la apropiación de recursos, por medio del mercado mundial, a sectores del sistema mundial con salarios y rentas de la tierra más bajos. La «ruptura» profunda representada por la aparición de la tecnología moderna -discutida como fuente tanto de maravilla como de temor por filósofos sociales como Marx, Heidegger, Mumford, Ellul y Marcuse- significó la aparición de una nueva y extraña racionalidad, cuya eficacia depende de no ser reconocida como contingente en el intercambio asimétrico. Llegar a la conclusión de que los artefactos tecnológicos son relaciones sociales de intercambio fetichizadas es, por tanto, llevar las ideas de Marx sobre el fetichismo más allá de su propio horizonte del siglo XIX. Pero tal conclusión sería tan devastadora para el marxismo convencional como para la economía y la ingeniería convencionales, porque socavaría su confianza común en la salvación tecnológica. Al igual que el progreso económico debe seguir percibiéndose como independiente de la Naturaleza, el progreso tecnológico debe seguir percibiéndose como independiente de la Sociedad mundial. La economía y la ingeniería dependen, por tanto, de la negación general de la interacción entre la naturaleza y la sociedad.

Las intuiciones amorfas de Moore sobre una «ecología mundial» capitalista no proporcionan una explicación analíticamente rigurosa del complejo dinero-energía-tecnología. No explica cómo el artefacto del dinero es la fuente del intercambio asimétrico y el prerrequisito de la tecnología moderna, ni permite que su noción de «trabajo/energía no remunerado» socave explícitamente la teoría del valor-trabajo. Al no comprender cómo la teoría del valor marxiana del siglo XIX se basa en última instancia en el marco monetario de la sociedad que aspira a cuestionar, es incapaz de ofrecer una explicación analíticamente coherente de la relación entre lo social y lo natural. Los conceptos de «valor» basados en el dinero que se derivan de la sociedad y la ideología capitalistas deben mantenerse analíticamente diferenciados de la energía del trabajo y de otros recursos biofísicos de la naturaleza, si se quiere entender cómo la sociedad y la naturaleza, a través del intercambio asimétrico, confluyen en la tecnología. Desechar simplemente la distinción entre sociedad y naturaleza no es en absoluto útil en nuestra lucha por comprender la actual situación mundial.

Este texto es un extracto del artículo de Alf Hornborg «Dithering while the planet burns: Anthropologists’ approaches to the Anthropocene» (Reviews in Anthropology, 46, 2017, 61-77). La selección y traducción del extracto se la debemos a Adrián Almazán, del equipo editorial del Laboratorio. Agradecemos al autor y a la revista la autorización para traducirlo y reproducirlo aquí.