El Laboratorio conversa con Javier Gil

Francisco Javier Gil Martín es profesor titular de la Universidad de Oviedo, donde imparte asignaturas de ética y filosofía política en el Grado en Filosofía y de ética aplicada a situaciones de emergencias y desastres en el Máster Universitario en Análisis y Gestión de Emergencia y Desastres y en el Erasmus Mundus Joint Master Degree in Public Health in Disasters. Dirige el proyecto de investigación «Deberes éticos en contextos de desastres: DESASTRE», financiado por la Fundación BBVA. Fue presidente (y aún hoy es vicepresidente) de la Sociedad Asturiana de Filosofía y es miembro, entre otros, del Grupo de investigación ESPACyOS.

Durante mucho tiempo, el enfoque dominante para hacer frente a los desastres se centró en reaccionar ante sucesos impredecibles e inevitables. Los desastres naturales, en particular, se veían como sucesos sobrevenidos y excepcionales, independientes del funcionamiento normal de la sociedad y marginales en la elaboración de las políticas públicas. La concepción ahora dominante ha impugnado esa visión anterior, concentrándose en la vulnerabilidad social y la resiliencia comunitaria.

Con esa reconceptualización, al menos dos arraigadas distinciones han pasado a ser cuestionables. La primera es la distinción estricta entre desastres naturales y desastres tecnológicos y antropogénicos, cuyo criterio de demarcación depende de las causas que los desencadenan y que se subdivide a su vez según descriptores etiológicos. Sin embargo, en la mayoría de los desastres intervienen tanto causas naturales como humanas y los daños derivados de peligros naturales se entrelazan con intervenciones tecnológicas. Por ello, la demarcación se vuelve borrosa e incluso controvertida en aquellos casos «naturales» en los que la complejidad causal incluye factores humanos decisivos y en los que la supuesta mala suerte resultante de las fuerzas naturales no es totalmente ajena a las capacidades humanas de control, o a fallos en estas capacidades.

La otra distinción cuestionada es la que separa los sucesos discretos y puntuales de los procesos de largo alcance. Pues, aun cuando seguirá habiendo márgenes infranqueables de incertidumbre y sucesos negativos que serán percibidos como únicos, sin precedentes e imprevisibles, incluso acontecimientos naturales aparentemente aislados, como volcanes y terremotos, se ajustan a parámetros de ocurrencia y las condiciones para el desarrollo y la incidencia de muchos desastres se están creando de antemano, como la resistencia a los antibióticos o los fenómenos meteorológicos extremos inducidos por el cambio climático. De hecho, una poderosa corriente del pensamiento sobre desastres considera que todos ellos son en el fondo procesos que evolucionan lentamente o incluso crisis sociales en desarrollo.

Las implicaciones normativas del enredo natural-humano y de la dinámica procesual de los desastres afectan de lleno a nuestro cupo de responsabilidades colectivas, sobre todo en vista a la preparación de las sociedades ante desastres venideros. Esas responsabilidades empastan con la concepción de que son condiciones sociales, culturales, políticas y ecológicas las que determinan la producción de los desastres y exacerban la severidad de sus efectos. Si las vulnerabilidades preexistentes influyen decisivamente en las situaciones y consecuencias que generan los desastres y si los impactos de éstos no harán sino acrecentar y agravar a su vez las desigualdades de las poblaciones vulnerables, resulta inevitable politizar y moralizar los desastres, tal como se refleja en una buena parte de las discusiones en torno al Antropoceno.

Al igual que en la toma de decisiones de política pública, en la evaluación ética de los desastres se considera todo el ciclo de los desastres y el ciclo correspondiente de protección de las víctimas. Si nos ceñimos a las prácticas de los profesionales sanitarios y humanitarios al tiempo que priorizamos la perspectiva de la salud pública, en cada una de las fases -continuas y a menudo superpuestas- de esos ciclos cabe enumerar, sin pretender ser exhaustivos, algunas obligaciones y consideraciones éticas ante desafíos que se presentan de manera típica. En la respuesta a los desastres, el objetivo inmediato es brindar seguridad, alimentación, albergue y protección a las víctimas, también a las no humanas. En esa fase pasan a primer plano, entre otros, el imperativo humanitario y los deberes básicos de cuidado y asistencia, así como los sistemas de triaje guiados moralmente. Además de una serie de deberes positivos especiales, los profesionales que trabajan en desastres tienen deberes hacia sí mismos y ocasionalmente obligaciones asociativas en virtud de las relaciones especiales con otros significativos.

En la fase de recuperación, las razones éticas se cuentan entre las razones relevantes que deben guiar la evaluación de los daños y pérdidas de bienes e infraestructuras, la búsqueda proactiva de los medios para recomponer una nueva normalidad y las múltiples tareas que conlleva la rehabilitación de las comunidades dañadas desde una concepción medioambiental. También hay, entre otros, deberes específicos implicados en la reintegración y el cuidado de los propios profesionales de la salud y humanitarios, que soportan a menudo padecimientos como la angustia moral, así como compromisos que exigen que las investigaciones de desastres beneficien a las comunidades afectadas. Existen, en fin, deberes de preparación para los desastres cuyo desempeño o desconocimiento pre-decide en buena medida el curso de las expectativas y respuestas en las fases posteriores del ciclo de desastres. Y a ellos hay que añadir aquellos que se refieren anticipatoriamente a los escenarios posibles en relación a la salud comunitaria futura y a las necesidades e intereses de las generaciones futuras.

La tracción normativa de la preparación se explica en parte porque se abre a una doble vía de asignar responsabilidades colectivas, una en vista de lo sucedido y otra de cara a lo que podría suceder. La evaluación retrospectiva busca comprender los porqués de lo ocurrido y aprender de las experiencias de los involucrados (de quienes tomaron las decisiones, los funcionarios, los expertos, las partes interesadas, los profesionales sobre el terreno y las propias víctimas). Evalúa, por tanto, qué salió mal y pudo haber exacerbado los daños, qué funcionó y pudo minimizar los efectos negativos y qué debe corregirse para evitar o reducir pérdidas y daños en el futuro. Además de contribuir a la generación de resiliencia, con ello se destaca a quién se debe responsabilizar y por qué. La responsabilidad retrospectiva conlleva aquí la rendición de cuentas de las partes involucradas y, en ocasiones, da lugar a responsabilidad sancionadora. Ambas pueden esclarecerse reconstruyendo la historia causal de los agentes que tuvieron -o debieron tener- algún control sobre las situaciones y los acontecimientos, en relación con las medidas que debieron tomarse para evitar el desastre o para mitigar sus efectos y en relación con las precauciones omitidas (por ejemplo, los sistemas de alerta temprana que no fueron activados o controlados de forma rutinaria, la negligencia culposa de funcionarios y políticos que no tomaron medidas preventivas oportunas, etc.).

La preparación y la planificación deben centrarse en analizar los riesgos, adaptar los recursos y pre-ocuparse por las vulnerabilidades de la comunidad. Lo que más cuenta aquí no es tanto la trazabilidad de la causalidad humana, a fin de justificar la impugnación moral por acciones y omisiones, cuanto la expectativa de que los actores debidamente capacitados o autorizados contribuyan efectivamente a procurar el estado de cosas al que aspira la comunidad, como es evitar, remediar o mitigar los daños por venir. Lo relevante aquí es la cooperación de una pluralidad de agentes en la generación de resiliencia social e institucional y la operatividad y efectividad de una división moral y profesional del trabajo. En este sentido, los sistemas y profesionales de la salud pública seguirán siendo, entre otros, indispensables en toda preparación justa y eficaz para los desastres venideros porque asumirán responsabilidades prospectivas para salvar y cuidar a las posibles víctimas y para proteger y mantener la salud de las poblaciones.