Daniel Peres Díaz
Universidad de Granada
La pandemia derivada de la COVID-19 está operando como un catalizador de ciertos procesos –cronológicamente anteriores– de quiebre de las instituciones sociolaborales y las redes colectivas de apoyo. Este quiebre adopta la forma de un desplazamiento que va de la relación laboral “clásica” –caracterizada por su alto grado de protección social, la presencia fuerte de sindicatos de clase y la intervención correctora del Estado en la economía– a un modelo de relaciones laborales progresivamente colonizado por la digitalización de la economía y el empleo en plataformas. Se ha convenido en denominar a este paradigma emergente como “Revolución Industrial 4.0”, una suerte de palabro compuesto y polisémico que, sin pretensión de exhaustividad, hace referencia a tres cosas: la digitalización de los entorno de trabajo y la tele-mediación de la prestación de servicios; el uso de la inteligencia artificial en la organización de los procesos productivos; y el tratamiento masivo de la información o big data, cuya monetización está colocando a las grandes corporaciones tecnológicas –Google, Amazon, Apple– en situaciones de ventaja competitiva (en la práctica son oligopolios) difícilmente conciliables con la democracia.
A partir de esta premisa, se perciben ciertas líneas de tendencia del horizonte que viene. Se manifiesta prima facie una mayor intensidad en la separación entre empleo y trabajo. La sociedad posfordista neoliberal es incapaz de emplear a todos los que pueden trabajar. Sin embargo, al mismo tiempo, el empleo, o más precisamente el subempleo, el pluriempleo y el empleo precario, constituyen la única fuente de ingresos para gran parte de la población. El salario, que en España ha quedado reducido a una herramienta de ajuste de la competitividad empresarial con tendencia a la baja, al hilo de las reformas laborales de los años 2010 y 2012, es insuficiente para garantizar un mínimo de dignidad humana.
La apuesta por la digitalización, la automatización y la robotización contribuirán significativamente a aumentar esa brecha, habida cuenta de que su defensa tiene el eslogan perfecto de “medida de contención del virus”. Ya en 2013, en el informe de la Universidad de Oxford titulado The future of employment: How susceptible are jobs to computerisation?, se afirmaba que el 47% de los trabajos en Estados Unidos desaparecerían en los próximos años como consecuencia de la automatización y robotización de la economía. Más tarde, en 2018, la OCDE publicaba otro informe titulado Automation, skills use and training, según el cual el 14% de los trabajos desempeñados en los 32 países partícipes del estudio (alrededor de 66 millones de personas) serían altamente automatizables, además de existir un 32% de puestos de trabajo en riesgo de ser suprimidos a consecuencia de la robotización.
No hablamos aquí de cuestiones sectoriales, sino de una lógica de gestión económica que subordina el bienestar colectivo al interés privado, ahora exacerbada con la pandemia. El fin del trabajo asalariado y la sustitución del ser humano por la máquina no se representa en esta ocasión como en la novela Los desposeídos, de Ursula K. Le Guin, donde las máquinas están al servicio de la comunidad y se usan para organizar el trabajo de forma más eficiente. La utopía neoliberal que propugna este progresivo desmantelamiento del trabajo asalariado persigue una economía de altos beneficios con pocos costes. Y es que las máquinas no descansan, no protestan, no se sindican y no hacen huelga; las máquinas son el perfecto “ejército de reserva”, por usar la expresión de Marx, ahora en un entorno planetario que desdibuja los límites de la regulación de los Estados-nación.
En paralelo, surge y se consolida un discurso de regresión hacia la individualidad, ahora arropada por el coaching y la psicología positiva moderna. Lo hemos visto durante el confinamiento. El capitalismo semiotizado enfatiza constantemente el consumo aislado y el mensaje del “tú puedes”. Obsérvese que, a pesar del espectacular aumento histórico de la productividad, el tiempo liberado no ha tenido un correlato evidente en la reducción de la jornada laboral, ni tampoco ha servido para construir espacios de placer y ocio al margen del empleo. La falta de oportunidades se traduce en un lenguaje de fracaso individual, de falta de ambición personal; por eso, el análisis académico se centra en el “reciclaje” de las habilidades profesionales y el aprendizaje de otras capacidades transversales: uso de aplicaciones informáticas, habilidades comunicativas, gestión de las emociones, etc.
Lentamente, el precariado se alza como nueva clase social mayoritaria en un mundo “acelerado” (Judy Wajcman) en el que los tiempos de vida y de trabajo se confunden entre sí. El aumento de las enfermedades de tipo psicosocial, la previsible generalización del teletrabajo, las dificultades para desconectar de la tecnología o la ausencia de redes colectivas de apoyo no son el producto inexorable del devenir de la historia, sino políticas implementadas desde los centros de poder. Por qué y cómo resistir a ello es una tarea, por tanto, que está por hacer.