El joven Javier Gomá tuvo, un tarde de otoño, el vislumbre de un mundo ordenado y con sentido. El resto de su vida intelectual lo consumió en cabalgar tras el resto de las piezas. No tuvo prisa, y cuando empezó a publicar, estaba ya todo en su sitio. De profesión filósofo —lo compagina con los dos mejores trabajos del mundo, para el gusto del entrevistador: director de la Fundación March y letrado del Consejo de Estado— heredó de Ortega y Gasset la cortesía de la claridad y la noción, menos que un esbozo en el filósofo madrileño, de la experiencia de la vida. En la última década ha publicado cuatro libros fundamentales —Imitación y experiencia, Aquiles en el Gineceo, Ejemplaridad pública y Necesario pero imposible— todos ellos nacidos de un mismo aliento, que coronan una empresa ansiógena comenzada en su adolescencia. La editorial Taurus los reunirá en una sola caja en noviembre. También ha alcanzado maestría en el arte de decirlo todo con mil palabras en sus contribuciones aEl País, reunidas por Galaxia Gutemberg en el apetecible Todo a mil y en ahora en Razón: portería de inminente aparición. Le pedían que escogiera y él escogió quererlo todo y la razón la expuso con elocuencia aquí. Es el autor de esta definición de vida, al comienzo de su mejor pieza: la lenta elaboración de un ejemplo póstumo. Nos recibió en la estupenda sede de la estupenda Fundación March. La charla se demoró y se hace preciso advertir que la entrevista es larga; el lector sabrá disculparlo: el tema era la vida.
Por convención, en Occidente se considera a Tales de Mileto el primer filósofo, y de él se cuenta una conocida anécdota: que un día caminaba mirando las estrellas y cayó en un agujero. Ese episodio fija el arquetipo de filósofo como sabio distraído y ensimismado. ¿Te reconoces en él?
No del todo, porque, en mi caso, desde muy pronto intenté hacer vivible una vida donde el ensimismamiento máximo al que te arrastra la vocación fuera compatible con una vida normal que te evita caer en el hoyo en el que cayó Tales. La fecha para mí es otoño de 1980. Yo tenía quince años y algo ocurrió allá bajo ese tamarindo literario que cito en los libros. Una especie de movimiento interior que me convirtió en un adolescente intelectual, espiritual y cultural. Sin embargo, comprendí que no debía actuar como se espera en el paradigma romántico, que es alimentar esa llama de fuego salvaje que es la vocación, sino que había que domesticarlo y no vivirlo como incompatible con esa biografía normal de ciudadano, hijo, padre, hermano, amigo, compañero, profesional, sabiendo muy tempranamente que la vocación es una irrupción sobrevenida sobre la existencia común de cada uno, un injerto raro, una anomalía vital y, por lo tanto, una tensión entre dos polos que nunca se reconcilian del todo. Los románticos tienden insensatamente a exaltar esa contradicción. Yo me esforcé por hacer lo contrario: buscar los modos de hacerlos compatibles o convivir con ellos, domesticando esa tendencia totalitaria que la vocación literaria tiene.
Lo que dices está en consonancia con la segunda anécdota que conocemos de la vida de Tales, que viene a matizar la primera. Porque Tales, el mismo que pensando en sus cosas se cae por un agujero, tenía unos conocimientos de astronomía que le permitieron predecir una gran cosecha de aceitunas: de modo que compró todas las planchas de aceite de la ciudad y se hizo rico. El filósofo tiene un ojo en la eternidad y otro en la mundanidad.
Así es, pero el paradigma romántico ha producido estragos. El romanticismo del siglo XIX, que tantas cosas buenas trajo, es un gran exceso, también en la filosofía. La filosofía en el siglo XIX y XX es una filosofía de energúmenos, contrapuesta a una filosofía mundana, que es aquella que se enriquece con el pulimento del roce social. Una filosofía energuménica la encontramos en el Zaratustra de Nietzsche, que piensa que ha tenido revelaciones alucinantes en lo alto de la montaña, como los profetas, y luego baja para difundirlas al mundo. Eso es el resultado de un estereotipo romántico. Es el que hoy prevalece, puesto que se ha generalizado el concepto del genio, que prácticamente se ha hecho equivalente a la expresión suprema de la individualidad. Ser individuo en grado eminente hoy es ser genio. En el ámbito filosófico eso ha alentado una filosofía energuménica, antisocial y antimundana.
Tu diálogo con el romanticismo es constante. En la introducción de Aquiles en el gineceo dices que tu vida ha sido la fuente de tus reflexiones, pero solo lo que tu vida tenía de típico y genérico. Vas a contrapelo de la filosofía contemporánea, obsesionada por negar una naturaleza común, y de la cultura dominante, que nos pide ser originales, únicos y geniales.
Sí, porque mi visión filosófica, que es transversal respecto a muchas disciplinas, incluye una revisión de la antropología vigente. La ejemplaridad es siempre ejemplaridad pública porque, por su propia naturaleza, el ejemplo es siempre ejemplo para alguien, lo cual implica que tiende a la universalidad, como ya vio Kant. Ahora bien, en el romanticismo la universalidad es imposible, en la medida en que todo el mundo se considera único, distinto y diferente. Por lo tanto, ninguna regla enunciada en el ejemplo de uno le es aplicable a los demás. Si yo quiero poner en marcha una filosofía basada en la ejemplaridad, hay que revisar esa antropología que excluye el carácter universal del ejemplo. Como muy bien dices, en las páginas introductorias de Aquiles en el gineceo sostengo que, por una parte, esa filosofía que propongo es existencial —a mí me parece que solo la filosofía existencial es filosofía, no en el sentido de que sea existencialista, sino solamente aquella que tenga que ver con las necesidades básicas del hombre y la mujer— y lo que sucede es que cuando busco una experiencia fundamental que iguale a todos los hombres y mujeres de este mundo encuentro que hay una que, siendo la más íntima que existe, es al mismo tiempo, la más universal. Y es que solemos entender que cuando te sumerges más en tu propio yo encuentras esencias nunca vistas, diferentes, especiales, de acuerdo con esa acuñación de Stuart Mill que equipara lo individual con la extravagancia. Por tanto, desde esta perspectiva, lo que nos hace individuales sería lo que nos hace diferentes. Mi tesis es la inversa. El universal vivir y envejecer —el hecho de que somos mortales— es la experiencia más íntima y a la vez algo que compartimos todos los hombres y mujeres del mundo. Así que, indagando sobre esa experiencia interior, no te separas del resto del género humano sino que te asimilas con los demás, cosa que luego desarrollo en Ejemplaridad pública. Y esa conclusión, que es una concepción revisada de la antropología en la que lo verdaderamente humano del hombre y de la mujer no sea lo que nos hace distintos sino lo que nos asimila, abre el camino a una posible ejemplaridad cuya esencia es la repetición del ejemplo y la tendencia a la universalidad.
En 2003 irrumpiste en el panorama filosófico con Imitación y experiencia, que ganó el Premio Nacional de Ensayo al año siguiente. Es tu obra más voluminosa e imagino que también la menos leída, porque impone un poco.
No te creas, ha tenido tres ediciones en tapa grande y una en bolsillo, y anualmente me va generando derechos. Sí que es la más voluminosa.
Pero es fundamental porque es el basamento de todo tu sistema. Sueles conceder importancia a que esa primera publicación llegara ya cumplidos los treinta y ocho años. En estos tiempos parece un signo de distinción tomarse el tiempo necesario para hacer un buen trabajo.
No es tanto que me tomara el tiempo necesario, como que necesitaba ser fiel a la vocación, a ese primer impulso. Siempre me presento como una persona con vocación literaria extrema, rapiñadora, totalitaria, que irrumpió cuando yo tenía quince años. La vocación se presenta como una visión. Esa visión me gusta definirla usando la metáfora de un puzle de, por ejemplo, cien piezas. La experiencia normalmente te ofrece cinco o siete de esas piezas puestas en su sitio, y quedan noventa y cinco por colocar. La vida es básicamente una experiencia de fragmentos. De pronto determinadas personas, animadas por una vocación, tienen la imaginación del puzle entero y ven el cuadro entero que se forma. Ven la montaña con su río, o la catedral o el rostro. Cuando eso te ocurre, y eso a mí me ocurrió muy tempranamente, sientes una compulsión extrema, urgente, un apremio, por encontrar un objeto que le dé fijeza, orden y sistema a esa visión, la cual, sin ese, objeto se va a diluir sin remedio. De joven te imaginas que puedes ser bombero, futbolista, diplomático, fotógrafo… de pronto, sin saber muy bien por qué, todas las competencias y habilidades se disparan en una sola dirección que tiene que ver con esa visión que has entrevisto y luego tienes la compulsión de pasar esa visión a una misión que es encontrar el objeto adecuado para ella: un lienzo, una partitura, un texto. Tuve una visión muy temprana y muy totalitaria y, sin embargo, una maduración muy tardía. Suelo decir que esos veinte años que transcurren desde la primera emoción hasta la aparición de mi primer libro se resumen con una sola palabra: ansiedad. No es tanto que me tomara el tiempo como que la visión no maduraba suficientemente. La visión requería un tiempo objetivo. Presumo de haber dedicado una fidelidad máxima hacia mi propia visión y por eso iba dejando pasar el tiempo hasta que la visión fuera madurando.
Y mientras ibas leyendo como un poseso.
La biblioteca de mi padre tuvo una gran importancia en mi vida. A partir de 1980 la ansiedad empezó a dominar mi vida —solo ahora, con la obra hecha, estoy empezando a conocer qué es la vida sin ansiedad— y leía ansiosamente. He sido siempre muy mal lector, un lector instrumental: no disfruto y no me guío por la brújula del placer, que es la única que todo buen lector debería seguir. De ahí me ha quedado un profundo desprecio a la beatería cultural, esa sacralización del libro, sus autores, la cultura, como si fuera la nueva religión de salvación. Lo único que cuenta es la emoción: el libro es su sirviente, su mayordomo. Esa emoción ansiosa me llevaba a leer horas interminables pero como un conquistador, como un violador que tira al suelo a su víctima antes de forzarla. La vocación no solo instrumentaliza los libros, también la vida, que es uno de sus problemas graves cuando se manifiesta en grado extremo, y las relaciones familiares, las amistades, los amores, las experiencias… La ansiedad brotó con gran fuerza y me encontré con que muchos de los libros a los que me iba impulsando estaban en la biblioteca de mi padre. Terminaba a las cuatro de la madrugada uno y cuando iba a devolver el libro a la biblioteca veía que el otro libro al que me llevaba el primero también estaba en la biblioteca de mi padre. Disfruté de esa especie de océano de conocimiento que representa una buena biblioteca paterna. Si no lo hubiera encontrado allí me hubiera ido a una biblioteca pública o me hubiera comprado el libro, pero hay momentos en que esa ansiedad requiere una cierta velocidad para encontrar un libro, y esa velocidad la encontré en la biblioteca de mi padre.
Imitación y experiencia me ha parecido muy emocionante, porque según iba leyendo me daba cuenta de que tenía algo de cuaderno de notas de toda una vida.
Absolutamente. Hay notas escritas en un cuaderno cuando tenía quince años que están literalmente en el libro publicado con treinta y ocho.
El tema principal del libro es la imitación, que va a ser la idea fuerza de todo tu pensamiento y que luego se reformula en la ejemplaridad.
En efecto. En la primera parte de Imitación y experiencia hice una especie de historia de la cultura occidental desde el punto de vista de la imitación y el ejemplo. Hay en la premodernidad tres clases: la imitación de las ideas platónicas, como manera de conocer la realidad, la imitación de la naturaleza, que se da sobre todo en el arte, y la imitación de los antiguos, que se da principalmente en la literatura y la retórica. Me di cuenta de que la imitación como tema filosófico se había tocado de manera tangencial, pero que nunca se había ensayado una teoría general. Lo primero que tenía que hacer era reconstruir toda la historia de la cultura occidental desde el punto de vista de la ejemplaridad, cosa que no estaba hecha en ninguna lengua con un carácter integrador. Esa historia no pertenecía a mi plan inicial: la acometí porque estaba por hacer.
Y tú descubres una cuarta clase de imitación, que se da con especial intensidad en la época griega arcaica, pero no se teoriza hasta la modernidad.
Exacto. De pronto descubrimos que, curiosamente, en toda esa extensa época de la cultura premoderna (hasta siglos XVII-XVIII) no se había teorizado la cuarta clase de imitación, que es la que un sujeto hace de otro sujeto,ambos seres personales libres y autónomos. Toda la cultura de la era arcaica está basada en ejemplos de ejemplaridad majestuosa de ciertas figuras ejemplares: héroes homéricos, escultura griega, historiografía… toda la cultura premoderna es una cultura de la ejemplaridad, y sin embargo nunca se había elevado al plano del concepto la imitación de unos por otros, cosa que sí se practica, por primera vez, en el siglo XX. Ya no es una imitación de los antiguos, de las ideas o de la naturaleza, sino la imitación de personas respecto a otras personas todas ellas dotadas de libertad y racionalidad. Mi empeño ahí era elaborar una teoría general de la imitación demostrando que no es que imitemos o no imitemos a nuestro gusto, sino que estamos arrojados a un universo de ejemplos. Todos somos ejemplos para todos. El problema no es si imitamos o no imitamos, que imitamos siempre por fuerza —contra lo que querría el dogma moderno de la autonomía del sujeto—, y no solamente los niños, sino que también los adultos, y además todo el tiempo; el problema es solo qué modelo escogemos y cómo utilizamos nuestra razón para elegir el modelo adecuado. No somos autónomos, como nos soñó Kant, pero sí somos racionales, porque podemos juzgar críticamente quién es el modelo digno de imitación. Heteronomía autónomamente asumida.
En el libro haces una aportación novedosa a la cuestión de los universales, que es la del universal concreto, que cristaliza en la persona.
Había que deshacer esa asociación que siempre ha habido entre lo universal y lo abstracto y que es la propia del lenguaje, un universal abstracto. En teoría, solamente puede ser universal, por lo tanto dotado de racionalidad, aquello que participa de la abstracción del concepto, del lenguaje, de la filosofía… como si lo concreto siempre estuviera destinado, por una especie de maldición, a no ser susceptible de razón, a ser una escalera que te sirve para elevarte al balcón del concepto pero luego empujas y tiras al suelo por inútil. Todo mi esfuerzo es por recuperar una noción del ejemplo como «universal concreto», para el que también utilizo la palabra «ejemplo personal». El ejemplo personal es la expresión máxima del ejemplo, porque es concretísimo, ya que todo el individuo está dotado por esencia de una unicidad irrepetible; y, sin embargo, en la medida que es modelo, está llamado a su repetición, a su imitación, a su reiteración. En suma: a una universalidad, que no es menos universal porque no sea conceptual.
Cuando Kant dice que Ilustración es salir de la minoría de edad y atreverse a pensar por uno mismo sin la guía del otro, no se le ocurre pensar que es precisamente a través de la guía del otro que uno puede llegar a pensar por uno mismo.
Se le ocurre de otra manera, porque en la segunda crítica utiliza la imitación pero como solo método pedagógico, sin comprender su profundidad sustantiva y su aptitud para llegar a pensar por uno mismo. En el siglo XX se descubre la cuarta clase de imitación, que tiene lugar entre personas, pero con una visión distorsionada: solo la practicarían niños, animales, masas y salvajes. Seres disminuidos, con un hándicap, menores de edad. La imitación podía estudiarse como un fenómeno premoderno o preadulto pero nunca como algo propio del sujeto moderno, autónomo y plenamente racional. La imitación como estadio intermedio hacia un estadio definitivo donde ya nadie imita, lo cual es un imposible. Se imita siempre, todos en todas las edades. Y no debemos darnos golpes en el pecho porque imitar puede ser racional. Obviamente, la imitación se corrompe —contagio, modas, fenómenos de masas, caudillismo— pero a la ciencia, la técnica o la razón pura o instrumental están expuestas también a sus corrupciones, como todo.
Aquiles en el gineceo es tu segundo libro, mucho más breve, y para mi gusto verdaderamente inspirado.
Es curioso, los que escribís elegís Aquiles. Muchísimas veces oigo esta preferencia. Álvaro Valverde, el espléndido poeta, le dedicó un muy hermoso poema. Ignacio Amestoy, uno de nuestros clásicos dramaturgos españoles, se ha inspirado en el ensayo para una de sus obras de teatro. Que un ensayo inspire una pieza dramática no creo que tenga muchos precedentes.
En él desarrollas la doctrina de los estadios de la vida. Todos experimentamos un estadio estético y otro ético antes de morir irremediablemente. Y es la figura de Aquiles la que te sirve para narrar la existencia entera del hombre. Pero para eso necesitas recuperar un episodio poco conocido de su biografía, que es su estancia en el gineceo de Esciros, viviendo oculto entre doncellas y efebos.
Muy pronto, todavía en el colegio, leí algo sobre la adolescencia de Aquiles. Y ahí vi muy tempranamente involucrado de modo latente lo que el Aquiles de muchos años después convierte en patente y que constituye uno de esos nudos de relaciones que componen el tapiz de mi filosofía. Aquiles es hijo de una diosa inmortal y de un hombre, así que está destinado a ser inmortal. Solo moriría en un caso, y es que fuera a la guerra de Troya. Su madre, más interesada en que disfrutara de una vida larga a que la tuviera buena y significativa, esconde a su hijo donde piensa que nunca nadie le va a buscar: en el gineceo, que es la parte dedicada a las mujeres en la corte del rey. Ese travestimiento de Aquiles sugiere la ambigüedad adolescente, sin identidad, sin individualidad, sin yo. De hecho, Aquiles, cuando está en el gineceo, no tiene nombre, es un ente abstracto, impersonal. Por otro lado, los griegos iniciaron una guerra contra Troya, en Asia (que representaba la lucha de la civilización helénica contra barbarie oriental), y la victoria pende de un hecho que ha anticipado el oráculo, que es que Aquiles participe en esa guerra. Solo si Aquiles participa la civilización triunfa sobre la barbarie. Por eso el astuto Ulises, vestido de mercader, entra en el gineceo y extiende su mercancía, haciendo que todas las doncellas se arremolinen alrededor atraídas por el brillo del oro, entre ellas Aquiles vestido de mujer. Ulises toca la flauta guerrera, Aquiles siente en el pecho un ardor bélico, se despoja de su vestido de mujer y decide ir a Troya para morir. La pregunta del libro, que hace juego con el subtítulo del libro —Aprender a ser mortal— es por qué Aquiles, que estaba destinado a ser inmortal, decide ir a Troya donde no solamente va a morir sino que va a morir joven. ¿Por qué prefiere la mortalidad a vivir de manera inmortal?
¿Cuál es tu respuesta?
Mi contestación es que lo que nos hace individuales es precisamente la mortalidad. El precio de morir es un precio digno de pagarse si el premio es ser individuales. Lo más alto que alguien puede ser es ser individual, ser ejemplo y tener un nombre. Aquiles se convirtió en Aquiles en el momento en que aceptó morir. Dio como barato la inmortalidad, la eternidad, algo que en mi planteamiento es siempre algo magmático, amorfo, sin identidad, sin personalidad, sin individualidad, característico del estadio adolescente. El gineceo representa esta adolescencia, el estadio estético, y Troya representa el estadio ético, el maduro. Allí encontré la clave de la verdad del destino del hombre y de la mujer.
Tus palabras son: «En la polis el sujeto acepta su mortalidad, el ciudadano es el heredero del héroe que acepta una vida breve. Cambia el autogoce de la adolescencia por casa y trabajo».
Cuando uno es joven se piensa a sí mismo como irreemplazable, eterno y absoluto, cuando uno madura y entra en el teatro de la finitud, en la sociedad, en la polis, descubre que el que es eterno, irreemplazable y único es, al mismo tiempo, reemplazable. Uno de los artículos decisivos de mi Razón: portería se titula precisamente «Único y prescindible».
Te interesa distinguir entre muerte y mortalidad.
Es importante distinguir entre muerte y mortalidad. La muerte es un hecho biológico bastante aburrido y sin ningún interés que le ocurre también a un mosquito, mientras que la mortalidad es la consciencia de tu propia naturaleza finita. Muchas veces se dice que la sociedad contemporánea esconde la muerte. Yo creo, por el contrario, que no hay un fenómeno más presente en la vida cotidiana —en los telediarios, películas, videojuegos, libros…— que la muerte como accidente biológico. Lo que sí se esconde es la mortalidad, la aceptación moral de nuestra contingencia y de sus limitaciones, que solo experimenta a fondo quien progresa del estadio estético al ético.
Dices que aprender a ser mortal es morir dos veces.
Exactamente. En realidad, una persona que hubiera aceptado en todas sus consecuencias el estadio ético, cuando llegue la muerte biológica no sería más que la consumación de una decisión ya tomada. Por otra parte, es importante destacar que la transición entre una y otra se produce a través de la doble especialización de la casa y el trabajo. La idea completamente dominante en nuestra cultura es que lo que nos hace individuales es lo que está al margen de la sociedad, extramuros de ella hallaríamos nuestra autenticidad, nuestro yo más sincero. Es aquel mundo soñador, fantasioso, romántico, más propio de la adolescencia…
Las extravagancias de Stuart Mill.
Extravagancias previas a la doble especialización de la casa y el trabajo, que se perciben en la cultura contemporánea como alienantes. Mi tesis es exactamente la contraria, que no estamos suficientemente alienados. A través de la doble especialización del oficio y de la casa se produce la socialización del individuo que antes se consideraba eterno pero que ahora se refiere a sí mismo como instrumento de una sociedad que le trasciende y que un día prescindirá de él porque morirá. En ese proceso de la socialización es donde encuentra su individualidad. Por eso en Aquiles digo que toda mortalidad es política. Al mismo tiempo, me interesa destacar la diferencia entre estadios y momentos. Por una parte, el hombre progresa del estadio estético al ético a través de la doble especialización, donde se socializa y al hacerlo halla, paradójicamente, la llave de su individualidad. Pero, por otra, en el estadio ético se mantiene del estadio anterior un momento estético, un eros, un deseo de infinito, de totalidad, de arrebato, un anhelo de humana perduración. Esa tensión, dentro el estadio ético, entre la socialización máxima y el momento estético es la materia de la que está hecho nuestro yo, único pero reemplazable.
Pero antes de ingresar en el estadio ético Aquiles ha vislumbrado la mortalidad, y por tanto la eticidad, en su amor a Deidamía, una de las doncellas, con la que tiene un hijo. Ha pasado de soñar con todas las mujeres a unirse a una única, aceptando el doloroso hecho de que también ella morirá. Es el único momento en el que hablas del amor en sentido carnal en toda la tetralogía.
En Aquiles cuento que el paso entre el estadio estético y el ético, el de la adolescencia a la madurez, muchas veces tiene una transición. El amor puede ser esa transición. Yo adscribo el amor romántico y pasional al estadio estético, lo que ocurre es que cuando te enamoras de otra persona, si es correspondido, acabas queriendo fundar una casa con esa persona. Y eso implica la necesidad de ganarte la vida, lo que presupone un proceso de especialización-socialización. Por tanto, hay una transición relativamente natural entre el amor romántico típico del estadio estético al amor ético típico del estadio siguiente. En el estadio ético eres ya individual, y lo que te hace individual es tu mortalidad, y donde tú percibes tu mortalidad es en el proceso de la doble especialización: casa y oficio.
Una última pregunta sobre Aquiles en el Gineceo. El universal vivir y envejecer es común a todos nosotros. Pero no todos lo experimentamos de la misma manera. No es lo mismo envejecer desempeñando un trabajo intelectualmente apetecible que otro que no lo sea. ¿De qué manera influyen las condiciones materiales de la existencia en la teoría de los estadios de la vida?
Es obvio que hay muchos destinos sobre la tierra. En Necesario pero imposible distingo entre «ley de vida» (nacimiento, juventud, estadios y muerte) y las «vidas sin destino», todas esas vidas truncadas y tachadas, que más bien parecen abortos de vida. La sociología, la economía, la psicología o la historia estudian estas diferencias. Pero, para una mirada ontológica, son solo accidentes. Entre Salomón, rey de los judíos, oAlejandro Magno, y ese inmigrante que salta las vallas de Ceuta o Melilla o cruza a nado el estrecho, sin más bienes que su cuerpo en peligro, muchos rasgos y circunstancias los diferencian, pero, ontológicamente, esos rasgos y circunstancias son accidentes respecto a lo verdaderamente sustantivo: ambos son mortales, ambos viven y envejecen sin absolutamente ninguna diferencia sustancial. Y esto que los iguala es muchísimo más profundo y esencial que todas aquellas circunstancias externas que los separa.
Completas la trilogía de la experiencia de la vida con Ejemplaridad pública. Allí propones una teoría política para después del nihilismo. Partes de un doble problema: el individuo, que es libre y autónomo, defiende con celo su subjetividad o su momento estético y, aunque está hastiado, porque sabe que algo no funciona, es reacio a socializarse. Por otro lado, el Estado, que es la polis, está necesitado de legitimación y es incapaz de concitar respeto o incitar a la virtud. Ese es el problema que atacas en el libro. El ensayo arranca con la noción de vulgaridad, que está más extendida que nunca y para la que pides un respeto. ¿Por qué?
Primero, como bien señalas, al principio del libro desarrollo un planteamiento positivo del nihilismo, que es la crítica más radical que una cultura nunca ha lanzado contra ella misma. La cultura occidental es la única que conozco que ha ejercitado radicalmente la autocrítica, y en eso Occidente debería ser imitado por otras culturas. El nihilismo tiene algo profundamente saludable, que es el cuestionamiento de la tradición. Un cuestionamiento que no necesariamente tiene que llevar a desestimar toda la tradición, sino apropiarse de ella solo en lo que siga siendo fecunda. ¿Pero a qué ha llevado el nihilismo? Más que usar conceptos con sentido moralizante —sociedad narcisista, individualista, consumista— escogí deliberadamente un concepto con connotaciones estéticas, como es el de vulgaridad, que me parece moralmente neutro y que no tiene ese punto de reproche edificante a nuestro tiempo. Habrás visto que me declaro hijo gozoso de mi tiempo, y es algo que caracteriza mi observación del mundo. He mantenido muchas veces que vivimos en el mejor momento de la historia universal y nadie, en los muchos foros en lo que he discutido, ha podido refutarme. Pero yo no hago una apología de la vulgaridad, sino que distingo entre apología y pedir un respeto. Pido respeto para la vulgaridad porque la vulgaridad es la hija —fea pero hija— del beso de dos fuentes absolutamente positivas que además representan la expresión más elevada del genio distintivo: la libertad y la igualdad. Cuando la libertad en el sentido de la liberación, algo constitutivamente del siglo XX, se une a la igualdad, entonces la consecuencia es la vulgaridad y, en la medida en que es el fruto de dos cosas tan positivas que se han unido por primera vez creando una civilización, como es la democrática, pido respeto para ella.
Uno de los riesgos de elaborar una teoría de la ejemplaridad era caer en el elitismo. Pero al contrario que en Ortega, tu teoría no desemboca en una defensa de una minoría selecta o clase rectora.
Si el nihilismo es pieza fundamental en mis libros es porque desmonta el tinglado del aristocratismo vigente en la cultura desde su aurora. Desde que una persona se encontró en la prehistoria con otra en la selva, una obedeció y otra mandó, creándose dos estamentos. La ejemplaridad estaba asociada tradicionalmente a esa aristocracia del estamento superior, un pequeño grupo de personas que se presentan ellas a sí mismas como modelo para una sociedad mayoritaria cuya única obligación es la docilidad, una mayoría a la que se le endilga, para mayor desvergüenza, el remoquete de «masa», como si fuera una sustancia indistinta, informe, compuesta, no por ciudadanos, sino por seres gregarios como ovejas. Estoy totalmente en contra de esos que se consideran a sí mismos minoría selecta, que llaman a los demás masas indóciles porque nos les obedecen con la puntualidad que ellos querrían. No creo en las masas, palabra que presupone una toma de postura. No existen las masas. Lo que existe son muchos ciudadanos que se agrupan, cada uno responsable y capaz de ejemplaridad. La raya decisiva no es la que separa en la sociedad a los egregios de los vulgares, sino la que, en el corazón de todos y cada uno de los ciudadanos, separa entre opciones ejemplares y opciones vulgares del uso de tu libertad individual. No hay seres cualitativamente distintos, sino todos iguales y responsables con opciones de mayor y menos excelencia moral.
Había algo potente en pedir un respeto para la vulgaridad, como un grito igualitario en contra del elitismo caduco y polvoriento, esa estructura aristocrática, autoritaria y jerárquica que se desvanece antes los avances del principio igualitario. Ese elitismo que ve la vulgaridad y dice: «Fijaos a dónde han llegado la igualdad y la libertad, tenemos que volver al aristocratismo de antes, fijaos qué horrible y repugnante es, cómo se autocondena sin necesidad de más explicaciones». Yo quería decir que a esa vulgaridad que vosotros, los eminentes, egregios y aristocráticos, despreciáis subyace una profundísima y original verdad, bondad y belleza, nunca antes conocida y que vosotros, los exquisitos, no entendéis. Lo que sucede es que mi libro toma la vulgaridad como punto de arranque, no de llegada. De hecho, el libro entero se estructura en la dialéctica vulgaridad-ejemplaridad.
Lo que quieres es reformar esa vulgaridad. El problema reside en vivir en una cultura no represora, de «libertad consumada» como dices tú, que es la nuestra, pero seguir utilizando un lenguaje de liberación.El problema no es ser libres, pues ya lo somos, sino hacer un uso virtuoso de nuestra libertad, y esto es lo que propones en Ejemplaridad pública.
Creo que la cultura actual —y muchos de los artículos que publicáis en Jot Down lo confirman— está viviendo un solapamiento extremo. El paradigma cultural ha pasado y la mayoría de los artistas, escritores, filósofos y poetas no se han enterado. El verdadero problema de los últimos tres siglos ha sido cómo ser libres frente a las opresiones tradicionales de la premodernidad. Ese proceso ha terminado. Terminó aproximadamente en los años sesenta o setenta del siglo pasado. ¿Quiere decir esto que no hay atentados contra la libertad? No, hay ochociento millones de atentados contra la libertad. La diferencia con antes es que esos atentados hoy se consideran ilícitos, no están legitimados por el universo simbólico en el que se producen. ¿Hay violaciones contra la mujer? Miles, desgraciadamente. La diferencia es que antes las violaciones se consideraban procesos educativos del adolescente aristocrático que violaba a la criada, el derecho que tenía el señor de acostarte con la campesina, etcétera… La cultura entera, con su fuerza de autocoacción consentida, permitía o bendecía la sujeción de la mujer. Ese proceso de liberación frente a presiones económicas, éticas, ideológicas y sociológicas tradicionales ha generado durante dos o tres siglos una gran cultura que defiendo, que es la del romanticismo, la liberación, la experimentación, la filosofía de la sospecha y de la transgresión…
La transgresión ha tenido un momento liberador muy importante, igual que la experimentación de las vanguardias o la sospecha de la filosofía. Los tres agentes han conspirado positivamente para que el proceso de liberación que estaba pendiente desde el siglo XVIII se consumase. Incluso cuando el artista dadaísta piensa que está desmontando la civilización está contribuyendo a la causa civilizatoria, porque con sus experimentaciones delirantes está demostrando que incluso en el ámbito del arte la libertad individual puede ampliarse y señala un camino. En el arte, de generación en generación, en el taller al artista se le enseñaba que había unos rasgos inherentes a la esencia del arte, como por ejemplo la forma, la proporción, la perspectiva, el color. Eso había sido desde las cuevas de Altamira hasta el siglo XIX. Arte significaba determinadas reglas que normalmente se enseñaban en los gremios, talleres o escuelas. De pronto un espíritu liberador, el de las vanguardias artísticas, ensaya producir artes que prescinde de esas reglas milenarias. Entonces tenemos el arte abstracto, sin figuras, o el cubista, que descompone la proporción, o el surrealista, que no tiene nada que ver con la realidad. Esas vanguardias nos enseñan y liberan de una tradición que se siente como opresiva. Y lo mismo ocurre con la moral. ¿Qué pretende la moral dominante? La moral de una época enuncia sus mandatos, que son históricos, como si tuvieran la misma fuerza que las leyes de la naturaleza. La cultura dominante dice de sí misma lo que podríamos decir de la lluvia o de la gravedad: es así, siempre ha sido así y siempre lo será.
¿Qué nos enseña la transgresión? Que algo que pensábamos que era naturaleza en realidad es historia, cultura, producto cambiante, opinable, revisable, reemplazable, y este descubrimiento nos libera. La transgresión tuvo un papel importantísimo en el proceso de liberación en los siglos XVIII, XIX y XX. La sospecha, que nace con Kant —no casualmente se llama filosofía crítica—, también. Con la filosofía crítica de la sospecha descomponemos la pretensión de verdad de los relatos tradicionales. De todos. No hay un relato tradicional que no haya sido desmontado por la filosofía del siglo XIX y XX. Y casi toda la filosofía de esos siglos es filosofía de la sospecha, cuyo objetivo es desmontar la pretensión de legitimidad de relatos tradicionales (políticos, filosóficos, culturales, ideológicos, religiosos, sociales), mostrar su falsedad, los intereses de parte que esconde y, con este derribo, permitir que la libertad individual se ensanche. Ahora bien, la libertad individual ha alcanzado su máximo ensanchamiento y progreso, de manera que lo que fue liberador por la filosofía de la sospecha, la transgresión moral y la experimentación artística durante tres siglos, que tuvo una gran potencia durante ese tiempo, ahora ha perdido totalmente esa potencia emancipadora. Se ha convertido en manierismo, en repetición, reiteración y epígono. Está muerto, no es fecundo. Y la gente no se ha enterado y repiten una y otra vez la misma canción ad nauseam. El tema ya no es ser libres, el tema importante de hoy es ser-libres-juntos, que significa la aceptación gozosa y positiva de determinadas limitaciones a tu libertad. Sin embargo, verás cómo los artistas transgresores inauguran en un museo con presupuestos del Estado y presencia de ministros, un arte en el que se insiste que el Estado es satánico, la sociedad nos aliena, la cultura nos sojuzga… Se presentan como transgresores aunque estén subvencionados por el Estado. ¡Qué pereza infinita de todos los que se llaman rebeldes, libertarios, provocadores, o transgresores! ¡Qué trasnochado y vacuo! Lo que hizo sonrojar a Calígula hace bostezar a ahora mis hijos. Por eso digo que ejercer hoy la transgresión es como hacertop-less en una playa nudista.
Es muy importante que la democracia se procure un relato nuevo, una poética, llegas a decir en uno de tus artículos. Y aquí entras en una discusión con las distintas ramas del liberalismo. ¿Por qué no podemos ir tirando con el respeto a la ley y una multitud de relatos privados? ¿Cuál es el peligro de una democracia en la que no haya un relato común que actúe de cemento social? En tu libro hablas del peligro de una democracia sin ideales.
Lo que pasa es que no hablo de ideales, en plural, hablo siempre del ideal que tiene que ser uno porque es una propuesta de perfección. Pero deja que te conteste a esta pregunta con diferentes ángulos. Efectivamente, voy recurriendo a diferentes polémicas utilizando, como un cazador-recolector que va cogiendo los frutos que le apetecen, para una finalidad que es mía. Como ves en Ejemplaridad pública debato con comunitaristas y liberales, pero no me paro ahí ni me defino porque no me interesa perderme en este debate sino usarlo para mis fines. Hay varios asuntos: primero, en la Antigüedad, hasta el Renacimiento, lo que estuvo presente fue el concepto de «paideia», que significa la propuesta de la perfección.
Paideia es un concepto de difícil traducción.
Si tuviera que resumirlo de alguna manera lo haría así: para los griegos, la cultura entera (paideia) es el sello que una generación puede imprimir en la cera de la generación siguiente, que es su alma. La pregunta es: cómo sería ese sello, ese ideal de perfección. Si yo tuviera la posibilidad de crear un sello —que en griego es «tipos», de ahí la idea de «prototipo» y el «arquetipo»— que pudieras marcar en el alma de la generación siguiente ¿cómo confeccionaríamos ese sello? ¿Qué perfección sería esa? Una perfección en todo caso unitaria; no hay una familiar, otra estética, otra sociológica… no, una perfección unitaria, de lo humano en su conjunto, respondiendo a la pregunta qué tipo de persona, así en general, alguien es o debe ser. En el Renacimiento eso se desmorona. Se descompone en esfera pública, regida por ley coactiva, y esfera privada, donde establece el dogma de la vida privada. Puedo hacer con mi vida privada lo que quiera mientras no perjudique a terceros. Y así se ha seguido en la cultura contemporánea, que es aquella en la que el espacio público está regulado por la ley coactiva y el privado está confiado al secreto de la vida privada, mientras no perjudique a tercero, se dice.
En tu opinión eso trae problemas.
Muchos problemas. En primer lugar, no existe la vida privada desde el punto de vista del ejemplo, porque todos somos ejemplos para todos. Siempre perjudicamos o beneficiamos a terceros con nuestro ejemplo. Todos producimos con nuestro ejemplo un impacto positivo o negativo en nuestro círculo de influencia. Además la verdad moral solo se revela por medio del ejemplo. Cuando quieres conocer una verdad científica o lógica has de usar instrumentos abstractos, como la matemática, pero la verdad moral solo se hace accesible a través del ejemplo. No es que el ejemplo ejemplifique la verdad moral, es que solamente se revela a través del ejemplo, soo ahí se propone a la intuición y se comprende. Si quiero explicarle a mi hijo qué es la honestidad, la valentía o la decencia jamás le remitiré a un diccionario o un tratado moral, sino que estos valores se le harán intuible a través del ejemplo, que es ese universal concreto. Eso que ves es una conducta decente, le diré. El ejemplo es, pues, el instrumento de nuestra educación sentimental. Si vivimos en una red de influencias mutuas somos maestros y discípulos mutuamente del acceso de los demás a las verdades morales. Ejemplaridad igualitaria. Por tanto tenemos la responsabilidad de nuestro propio ejemplo y del impacto que produce en nuestro círculo de influencia. De manera que es imposible que llevemos una vida sin perjuicio a terceros. Siempre producimos beneficio o perjuicio a terceros a través de nuestro ejemplo. Lo que sucede es que ese impacto no es jurídicamente punible ni debe serlo. Pero cuando se dice y se baila, en la canción de Alaska y Dinarama, que «a quién le importa lo que yo haga», mi respuesta (que desarrollo en Todo a mil) es que sí importa, y mucho, importa a todos. A ti te importa porque no es lo mismo un uso eminente de tu vida que un uso vulgar. Y además ese ejemplo importa muchísimo a los demás. Eso de que en tu vida privada puedes hacer lo que quieras sin perjuicio a terceros es imposible porque siempre perjudicas a terceros. En una democracia las leyes coactivas regulan la exterioridad de la libertad pero no en el corazón. Desde una perspectiva jurídica, la vida privada (que nos autoriza a elegir el estilo de vida que prefiramos sin interferencia pública) es una conquista irrenunciable de la modernidad. Pero ha sido una desdicha que lo que es cierto en el concepto jurídico se halla desplazado a lo moral: lo que es indiferente para el derecho, no lo es para ti mismo, para la moral, incluso para la viabilidad de la democracia.
Ese es el otro problema que señalas, que la ley coactiva no incita a la virtud.
La ley coactiva, aquella que amenaza con una sanción o una pena en caso de incumplimiento, solamente es capaz de regular los aspectos externos de la convivencia pero no es capaz de entrar en lo que asegura una convivencia bien ordenada, un corazón bien educado y con buen gusto. ¿Qué es más eficaz para una sociedad bien ordenada: que el ciudadano conozca y tema el castigo que la ley prevé en caso de incumplimiento o que cumpla la ley por convicción propia, porque tienes el corazón bien educado, porque de manera instintiva le repugnan determinados comportamientos antisociales? Ejemplaridad pública destaca con fuerza el problema de una democracia sin mores, sin costumbres, que la modernidad ha desechado como achaque del pasado. Todo lo contrario: las costumbres son el invento que hemos descubierto los hombres para remediar nuestra finitud. Si no existieran, tendríamos que inventar el mundo cada mañana como Adán en el paraíso. Como existen, confiamos el 90 % de nuestros asuntos la costumbre, lo cual nos permite concentrar la energía y la creatividad en lo realmente importante. Las costumbres pueden ser cívicas o anticívicas. Si fueran cívicas se llaman «buenas costumbres». Una sociedad asentada sobre buenas costumbres sería aquella en la que los ciudadanos son transportados suavemente, por el placer del hábito general, por las inclinaciones del corazón bien educado, hacia la virtud cívica, sin necesidad de amenaza de ley represora.
En el libro no llegas a proponer un contenido material para esas buenas costumbres o virtud cívica. ¿Me equivoco si pienso que la ejemplaridad que propones es un concepto formal?
El concepto de ejemplaridad es en una buena parte estructural-formal cuyo contenido varía históricamente. La ejemplaridad romana no es la misma que la japonesa o la rusa, ni la del siglo XII igual que el siglo XXI, pero en mi propuesta esta historicidad cambiante tiene dos límites. En primer lugar, solamente llamaré ejemplar a aquel ejemplo positivo que, si se generaliza a la sociedad, produce en ésta un efecto fecundo. No todos los ejemplos son así, por lo tanto no a todo tipo de comportamiento llamaré ejemplar. Los espartanos se deshacían de los niños tirándolos por el monte Taigeto. A eso jamás lo llamaría ejemplar, porque contradice uno de los principios básicos, que es la subsistencia o la dignidad humana. El requisito de la universalización del ejemplo es ya un requisito que condiciona en alta proporción el contenido de la ejemplaridad. Y segundo, la doble especialización que describo en el Aquiles como ejemplo cívico y como elemento constitutivo de tu individualidad. El secreto de la vida reside en hallar la llave de la individualidad en el proceso de socialización. Una sociedad bien ordenada estará constituida por individuos que han resuelto de una manera satisfactoria este proceso, lo cual condiciona también el contenido de la ejemplaridad.
Una de las tesis fuertes de tu libro es que todos los ciudadanos, por el hecho de especializarse doblemente en casa y en el trabajo, son ciudadanos públicos. Los políticos no son los únicos ciudadanos públicos. Todos lo somos.
Exactamente. Hannah Arendt, a la que todo el mundo ensalza, me parece una buena historiadora de la filosofía y una muy competente teórica de las ideas, pero no una gran filósofa. En La condición humanadefiende algo que no solamente es históricamente falso, sino que lo es filosóficamente también. Ella propone un concepto griego de virtud pública que presupone el abandono de la doble especialización, de tal manera que ser un personaje público exige poco menos que no fundar casa ni elegir oficio, sino vivir en una especie de ociosidad gozosa dedicada a la deliberación en la plaza. De tal manera que solamente los parados, los rentistas o los vagos podrían desarrollar esa virtud pública que ella defiende. En mi visión, lo público de la ejemplaridad es redundante, porque todo ejemplo es público. Igual que no existen lenguajes privados, como demostróWittgenstein, tampoco existen ejemplos privados. Por su propia naturaleza un ejemplo es ejemplar para alguien, luego es público. Cuando hablo de ejemplaridad pública incluye a todo individuo que deja el gineceo y se va a Troya pasando del estadio estético al estadio ético: este ya es plenariamente una persona pública sin necesidad de afiliarse a un partido político. De tal manera que los políticos profesionales serían una modalidad de las personas públicas, pero no admito que asuman el monopolio del concepto de lo público. Además el imperativo de ejemplaridad es un imperativo de todos los ciudadanos. Muchas veces me preguntan solo por el último capítulo de Ejemplaridad pública, el 30. Es un capítulo que, como una mera modalidad de lo que está comentado anteriormente, está dedicado a los políticos, funcionarios y casa real, insistiendo en que su responsabilidad no es de otra naturaleza a la del resto de ciudadanos; si acaso más intensa (un plus), pero no diferente (un novum). Pero todo hombre y mujer que realiza la doble especialización puede, con todo derecho y merecimiento, ser calificada de persona pública.
Hablábamos de los riesgos de una democracia sin ideal.
Sí, la nuestra es una democracia sin ideal. Y entiendo por ideal la propuesta de una perfección. Una perfección humana y política que seduce, ilumina la experiencia individual, moviliza fuerzas latentes y señala una dirección. El ideal es aquello que permite dos cosas muy importantes desde el punto de vista de la viabilidad de un proyecto político. Primero, el progreso, ya que el ideal es aquello que, por la evidencia de su perfección, lo quieres y activa energías. Y segundo, el ideal es la atalaya desde la que puedes juzgar el presente. Comparas el presente con ese ideal y haces la crítica. El ideal es, pues, requisito del progreso moral de los pueblos y de la sana crítica del presente.
Ahora bien, vivimos en una sociedad en la que el ideal es imposible. El hombre contemporáneo dice que el precio que tiene que pagar por ser libre e inteligente es la renuncia al ideal, lo cual equivale a condenarse a la vulgaridad, a no progresar, a no ejercer una crítica con altura y dirección. El ideal es una fuerza reformadora de la vulgaridad de la que antes hablábamos. Ante la vulgaridad hoy dominante tenemos tres posibilidades: la postura reaccionaria es señalar que esta vulgaridad es la prueba del fracaso democrático y que debemos volver a la sociedad jerárquica, ordenada y autoritaria de antes, que esa sí que funcionaba. La segunda actitud, que es la dominante, me parece mucho peor, y es la que tiene hoy la cultura general y se ve en todos los sitios, que es la actitud de la resignación. Es aquello de Churchill de que la democracia es el menos malo de los sistemas. Como si la madurez ciudadana implicara una renuncia a lo óptimo. Y luego está, en último lugar, la postura reformista, superadora, la del ideal, por la que abogo. Hoy el ideal parece imposible en una sociedad compleja, multicultural, desconfiada de los grandes relatos. El exceso de lucidez desmitificadora, la suspicacia generalizada, el cinismo ambiental, el petimetre que está ya de vuelta de todo antes de haber ido a ningún sitio: todo esto cierra las puertas al ideal. Pero lo necesitamos. Seríamos más sabios si conserváramos nuestra capacidad de entusiasmo para elevarnos a él. Aquel imperativo kantiano que decía «atrévete a pensar» deberíamos traducirlo ahora por un «atrévete a sentir».
Para cierto liberalismo la propuesta del ideal se confundiría con el perfeccionismo moral.
Siempre distingo entre el plano del ideal y el plano de la realidad. Es verdad que la propuesta de una perfección es difícil, pero una sociedad sin un ideal está llamada a envejecer, a repetirse, a ser acrítica con el presente porque no tiene una posición desde el que criticarla y está condenada a no progresar. Por eso, con gran osadía por mi parte, he propuesta una ciencia del ideal: el ideal de la ejemplaridad.
Dices osadía, pero sueles preferir el concepto de ingenuidad.
Me invitaron a dar unas conferencias en Estados Unidos en 2009 en varias universidades y escribí un artículo que luego formó parte de Ingenuidad aprendida. La academia americana, en mi campo, está dividida en dos departamentos: los propiamente filosóficos practican una mezcla de fenomenología, filosofía analítica y pragmatismo americano, extraña a la tradición filosófica continental, la cual se cultiva en los departamentos de humanidades y literatura comparada. Cuando estaba escribiendo lo que pretendía ser una especie de presentación transversal para el público americano de mi proyecto filosófico, me di cuenta de que mi conferencia iba a ser malentendida por ambos departamentos. Los de filosofía porque la verían demasiado literaria; los otros, porque la percibirían demasiado constructiva, demasiado «ingenua», puesto que mi propuesta no insiste en una reiteración de argumento de la lucidez, de la deconstrucción y de la descomposición, sino que tiene un elemento de emoción vibrante y entusiasmo. Mi ardid consistió en anticipar la crítica y convertirla expresamente la ingenuidad en mi método filosófico. Me gusta distinguir entre ser inteligente y ser sabio. Ser inteligente es procurarse los instrumentos adecuados para un fin; ser sabio es saber escoger bien los fines. Y un elemento de la sabiduría en esta vida consiste en tener la ingenuidad de reservar una parte en tu corazón para el entusiasmo, el eros que eleva, la emoción, sin permitir que se apague del todo la llama, aunque a veces parezca que todo conspira contra ella.
¿Por qué crees que eso de lo que hablas, esa lucidez cínica, ha calado tanto en los más jóvenes, que se supone que son los más inocentes e ingenuos?
Hay que entender que la cultura sigue un proceso lento. Nosotros hablamos con lenguaje prestado. Incluso cuando estamos solos pensando en algo verdaderamente íntimo, tenemos la sociedad metida porque no podemos pensar más que a través de palabras y las palabras son construcciones sociales. Entonces, todo lo que la gente piensa hoy lo hace con palabras prestadas. Esas palabras en préstamo eran vivas y nuevas en el siglo XVIII o XIX, llenas de frescura y potencia. Sus creadores las publicaron, luego se generalizaron, se masificaron y se convirtieron en la visión natural del mundo, ya olvidadas de su origen. El niño de hoy, que vive en una época que se está gestando poco a poco sobre bases completamente nuevas, piensa, mira y siente todavía con los esquemas de la cultura que ha sido dominante durante los últimos tres siglos pero que ahora decae. Es frecuente que, en fase epigonal, la cultura asuma su forma más rotunda, más hegemónica, más escolástica. Así ahora: todo el mundo ha interiorizado y repite las consignas de la liberación cuando esta ha perdido todo impulso emancipatorio. Ha calado tanto la filosofía de la sospecha que el descreimiento ya se ha convertido en imagen natural del mundo. El cinismo es la regla de vida. Un cinismo inteligente y estúpido. Inteligente en el sentido de que convierte a un niño de siete años en una persona difícil de engañar, suspicaz como el que más, pero estúpido porque se priva a sí mismo del ideario de los bienes que hacen esta vida no solo digna de ser vivida, sino digna de ser amada.
He leído que te defines como un literato y en tu obra la literatura tiene una gran presencia. La vocación filosófica para ti es una subespecie de la vocación literaria.
El hombre y la mujer tienen un problema. ¿Por qué, si están dotados de dignidad incondicional, están destinados a algo tan indigno como la muerte? Esto es un enigma extraordinario. Ese enigma, el experimentarlo en tu propia carne, que es el vivir y envejecer, produce una cierta emoción general hacia el mundo y hacia nosotros mismos en el mundo. Si recreas, celebras o lamentas esa emoción eres un poeta. Si la defines eres filósofo. La diferencia es muy pequeña. Es un instrumento que escoges. Un filósofo sin esa emoción previa, sin una visión del puzle completo, respecto a este mundo fragmentario en el que solamente diez o quince piezas están puestas, no es filósofo. Y no pasa nada. Será profesor de filosofía, divulgador de filosofía, editor, traductor, investigador… pero no será filósofo.
Richard Rorty dice que la literatura es más importante que la filosofía porque cumple con mayor eficacia la que debería ser misión de ambas, que para él es ampliar la imaginación moral de la gente. Pone el ejemplo de cómo fue mucho más importante para abolir la esclavitud la publicación de La cabaña del tío Tom que cualquier tratado filosófico reformista.
No hay novela que de alguna forma no sea ejemplar. Todas lo son porque proponen ejemplos positivos o negativos de conducta que modelan y educan el corazón. No solamente La cabaña del tío Tom. Por ejemplo, es sabido que la ley de quiebras que aprobó hizo en Inglaterra en el siglo XIX fue una consecuencia del impacto que tuvo una novela de Dickens. La novela produce en el lector una empatía con los personajes y sus destinos: identificación, compasión, indignación, protesta. Son ejemplos que, como antes comentábamos, hacen accesible la verdad moral en acción. En Materiales para una estética defiendo la función desempeñada por la estética subjetiva, que tanto contribuyó a la liberación, pero señalo el nuevo papel de la estética en una época nueva en la que la cuestión palpitante ya no es la «vivencia subjetiva» sino la «con-vivencia». El problema no es ser libres, sino ser libre juntos. Necesitamos un arte que sirva para presentar de manera seductora y atractiva los límites inherentes a la convivencia. Comprender que determinadas limitaciones son intrínsecas al individuo, no lo aniquilan, sino que le prestan identidad, lo elevan. Como decía Goethe: «limitarse es extenderse».
A veces pongo el ejemplo del lenguaje. El lenguaje es estrictamente un producto social. Como tal, una mentalidad liberadora lo vería como negativo, como opresor. Sin embargo, el lenguaje es aquello que te permite pasar de la barbarie a la civilización y te permite no solamente pensar con los demás, sino pensarte a ti mismo. Ahí tenemos un ejemplo de un producto social que te limita puesto que tienes que seguir una gramática, una sintaxis, una morfología y una semántica pero que al limitarte te extiende, te amplía y te enriquece. Y el arte que hoy está vigente es un arte desgraciado en una alta proporción, igual que la filosofía, puesto que no se han hecho cargo de que lo verdaderamente importante ahora no es repetir una vez más la condena de los límites en nombre de la libertad sino encontrar la manera de presentar de manera seductora y atractiva una poética democrática que alivie el gravamen de la convivencia, que la presente bajo un aspecto seductor.
En tu obra el diálogo con Ortega es fundamental. Y tanto en él como en Unamuno España es un tema filosófico. ¿Lo es también para ti?
No. Soy persona con vocación que ha tenido la visión de un ideal. Y el ideal se postula universal, no es de Córdoba, no es de Extremadura, no es de Burdeos, ni siquiera es de hoy. Te habrás fijado que, con un poco de ironía, dedico Ejemplaridad pública a una dama anticuada, la posteridad. Es que ni siquiera escribo exclusivamente para la gente de hoy. Los escritores ahora presumen de despreciar la posteridad y que le da igual lo que piensen los lectores del futuro. Una de las responsabilidades de la filosofía es tratar de moldear la conciencia de las generaciones futuras, esa imagen natural del mundo de la que antes hablamos. Nadie se hace cargo de esa imagen del mundo porque es demasiado general, es un todo. Solo la filosofía. Como las ciencias están tan especializadas, alguien tiene que hacerse cargo de todo. Y ese alguien es la filosofía.
¿Te interesa la actualidad? Lo pregunto por algo que Sánchez-Ferlosio decía de Savater. Algo así como: «Muy buen filósofo, pero está demasiado ocupado con la actualidad». La actualidad es algo muy común entre los filósofos españoles. Y en ti está ausente.
Sí, ausente deliberadamente. Y no por falta de oportunidades, no hace falta entrar en detalles. Parte de mi vida la dedico a declinar invitaciones a opinar sobre la actualidad periodística. Mis libros proponen un ideal que, aunque espacio-temporalmente condicionado, aspira a una cierta universalidad. He querido ser ferozmente fiel a esa misión que consiste en enunciar verbal y sistemáticamente ese ideal. He rehuido todo lo que estorba esa fidelidad. Así, al final, soy incluso más útil a mi país. En España no sobran casos de fidelidad a una vocación literaria y sí sobran opinadores de la actualidad… No sé si leíste un artículo que publiqué titulado Escurrir el bulto.
No, no lo he leído. Pero lo escurres.
Sistemáticamente. Además como escribí ese artículo, me sirve como comodín siempre que necesito utilizarlo. Cuando me preguntan algo sobre actualidad periodística les recuerdo que soy el autor de Escurrir el bulto. Todo esto nació porque un día salía de una cena y me llamaron de la radio. El director de La Vanguardia, el director de ABC y el de Público hablaban sobre independentismo y el director del programa me preguntó mi opinión. Atravesé un instante lúcido y dije una frase que luego me sirvió para escribir el artículo: «Vosotros no queréis mi opinión, vosotros queréis mi posición». Y además les dije que dejé de hacer exámenes tipo test cuando dejé el colegio. La ley de la política es la ley del amigo-enemigo. Y está bien que sea así, eso no lo critico, admito que cada sector de la realidad siga sus propias reglas. Un partido político aspira a ocupar el poder y mantenerse en él. Y los otros partidos, a desplazar al que lo ha ocupado. Y los grupos humanos se dividen clarísimamente: el que me ayuda es amigo y el que me estorba es enemigo. Y cada grupo crea un universo sentimental, ideológico, político y social que favorece ese fin práctico. Eso, que es la ley de la política, que está bien y es normal, me parece peligroso que se extienda, como está ocurriendo particularmente en España, a esferas que no son la política. Entonces resulta que en la cultura, en la opinión, en la ciencia y en los estilos de vida lo que quieren de ti no es tu opinión sino tu posición, que rellenes A, B, C o D del multiple choice. Y yo que (aparte de mis obligaciones personales y profesionales), solo quiero ser fiel a mi propia misión literaria, ocupar una posición y, por tanto, dejarme contagiar por el amigo-enemigo, no me apetece y me aburre, y por tanto me paso el día escurriendo el bulto.
Tu último libro, el que cierra la tetralogía, Necesario pero imposible, es un libro sobre religión.
No exactamente sobre religión. He hablado del tema de Dios y la inmortalidad del alma deliberadamente en el último libro porque quería presentar mi teoría de la ejemplaridad en mis libros anteriores de una manera que cualquier persona, cualquiera que fuese su ideología, pudieran sentirse persuadida por ella. Una presentación de los fundamentos de la experiencia antes de plantearse la hipótesis de una esperanza. De manera que cuando irrumpa esta en la meditación filosófica lo haga sobre unas bases que todo el mundo comparta. Es el coronamiento de un sistema cuyos fundamentos están previamente establecidos en el terreno de la experiencia de la vida, universal y compartida.
En principio podría parecer que religión y filosofía son incompatibles, porque para el creyente la filosofía está continuamente aguijoneando su creencia y aserrando el suelo que pisa, y para el filósofo la creencia puede prefigurar el resultado de su investigación, falseando de partida su propósito.
Yo diría más bien lo contrario, no ha habido filosofía importante en toda la historia de la filosofía occidental que no sea de alguna manera teológica. Hacer filosofía, pensar el ser, como diría Heidegger, en el fondo es adoptar el punto de vista de Dios, ver las cosas como las vería Dios, contemplar el todo. En ese sentido, elevarte al punto de vista de Dios, con independencia de que Dios exista o no exista, es lo que hicieron Platón,Aristóteles, Tomás de Aquino, Descartes, Kant… e incluso el propio Heidegger. Por eso antes decía que una de las cosas que más me preocupan en la cultura occidental es dónde ubica a lo sublime. No tiene un fácil emplazamiento en este mundo. Vivimos en un mundo donde está cuestionada la posibilidad misma de lo sublime. Salvo quizá en la teología y en la astronomía. Quienes practican la teología siguen creyendo en un relato épico. No conozco una filosofía que pueda ser considerada en verdad grande que no sea una secularización de la teología.
Te he oído decir que en la partida entre religión y ciencia siempre llegan a tablas.
La imagen me parece buena. Sentados ante el tablero del mundo, el ateo debe explicar de dónde viene todo, el creyente por qué todo está tan mal hecho si hay un Dios omnipotente y bueno que lo ha hecho como ha querido. El mundo no es divino y a veces parece antidivino pero no parece creíble tampoco que se haya producido a sí mismo. En ambos casos, las explicaciones me parecen, por lo general, bastante rocambolescas. De ahí las tablas.
¿Y qué opinión te merecen los cruzados del ateísmo, como Dawkins, Dennet, Hitchens y demás? Ferlosio los llama creyentes en la increencia.
Cuestiones como Dios o la inmortalidad del alma han pertenecido al centro de la tradición filosófica desde los presocráticos. De pronto, estas cuestiones abandonaron el escenario después de Kant. La cultura se hizo súbitamente atea. Y dio como asunto concluido, sin necesidad de mayor discusión, que la experiencia que perciben los sentidos agota la realidad, tiene el monopolio. Cuando el llamado «nuevo ateísmo» se pone en marcha, hace unos años, no hace más que llevar al terreno mediático-científico o al activismo social lo que en el ámbito filosófico es mainstream desde hace dos siglos. Ahora bien, a mí esta situación me parece una anomalía: el que Dios o la inmortalidad del alma sea un no-tema, cualquiera que sea la posición final de cada cual. Es natural, razonable, que el individuo que, como decía antes, tiene conciencia de su dignidad incondicional y al mismo tiempo de su destino indigno se interrogue si hay alguna posibilidad de que la historia de su yo continúe después de la muerte, si hay o no una prórroga a su individualidad condenada a la destrucción, si puede haber realidad más allá de la experiencia. Es una cuestión filosóficamente relevante, sin ningún género de duda, y digna de meditación constante.
El postulado del positivismo (que el mundo de la experiencia agota toda la realidad) es una creencia tan indemostrable como su contraria. Además, estos científicos cometen un error mayúsculo de método. Todos somos agnósticos, porque nada sabemos, pero todos somos creyentes, incluso los ateos. La ciencia positiva, instrumento óptimo para conocer las regularidades impersonales de la naturaleza, ¿qué puede enseñarnos sobre la hipótesis de un dios personal, trascendente, espiritual, que escapa a los fenómenos materiales repetitivos? Nada de nada: así de sencillo. Las relaciones interpersonales no son conocidas a través de la ciencia de la naturaleza sino que requiere un sentido especial, un sensus, que emparenta con la confianza, la credulidad, la mutualidad con el otro personal. Solo disfruta de una obra teatral quien, en términos deColeridge, suspendiendo su incredulidad «se cree» lo que está viendo: ¿quién soportaría a su lado a un aguafiestas que le recordase que todas las pasiones desatadas en escena son solo ficción, los personajes actores, y la acción pura fantasía? La verdad poética se esfumaría. Scheler demostró que la filosofía descansa en un previo eros del pensador y que el amante —que capta el valor del objeto— precede al conocedor. Y mirando las relaciones interpersonales, una disposición de apertura no solo permite el conocimiento de otro yo sino que condiciona la existencia misma de esa relación, de manera que aquí la fe crea su propia verificación: así la amistad o el amor, fundados en la confianza mutua que existe solo cuando recíprocamente se alimenta.
Todo esto lo ignoran esos científicos tan seguros de sí mismos y por eso equivocan su aproximación al problema de una manera extremadamente grosera. Es frecuente que las ideas religiosas de los científicos y filósofos sean muy pueriles, contenidos de su infancia que no han evolucionado conforme a su experiencia del mundo. Se inventan un maniqueo para darse el gusto de refutarlo. ¿Quién cree realmente aquello que ellos refutan? Hay gente, sí, pero no la más interesante intelectualmente. La argumentación de muchos de estos nuevos ateos es a veces erudita, con abundante información histórica y científica, pero ellos carecen de una empatía mínima con el objeto de estudio, de ese sensus, y sobre todo se percibe que toda esa argumentación más o menos articulada descansa en un punto de partida inicial ya tomado de antemano, depende de una toma de postura o una «opción fundamental» previa respecto al mundo y sus posibilidades muy simple, poco sofisticada, no justiciada, no refinada.
Sin duda volver a hablar de inmortalidad es una empresa audaz —o ingenua—, porque este tema, para el común de los hombres cultos, es cosa juzgada: nada nos espera tras la muerte. Me recuerdas a San Pablo, batiéndose el cobre (dialéctico) en el ágora.
Mi tesis en el Aquiles es que lo que nos hace individuos es ser mortales, finitos y contingentes, no ser inmortales como Aquiles en el gineceo. Necesario pero imposible es un libro hipotético, no es descriptivo, porque hablo sobre lo que no sé. Todo el libro se puede resumir en el intento de hacer razonable, verosímil, esta hipótesis sobre una prórroga post mortem de la individualidad que no puedo comprobar ni experimentar. Distingo entre el plano de la experiencia y el de la esperanza, que es el terreno de lo hipotético, creíble, razonable, verosímil, no de lo verdadero. ¿Cómo puedo hacer pensable y razonable para una conciencia moderna la esperanza de una continuidad de lo humano más allá de la muerte?
Si el individuo es mortalidad, su continuidad o supervivencia será en todo caso «mortalidad prorrogada», nada de eternidad, divinización o infinitud, como nos dicen Platón o Unamuno. En lugar de «alma inmortal» prefiero el concepto de «mortalidad que no cesa». Y cuando busco en la historia de las ideas, sin prejuicios, un precedente de eso que he fundado en Aquiles en el gineceo, el único ejemplo que conozco en época histórica de una continuidad de lo humano después de la muerte es la pretensión de los discípulos del galileo de la resurrección de este. Por eso hay un momento central en la segunda parte del libro en la que me sirvo de todos los estudios sobre el llamado «Jesús histórico». Allí hay una propuesta de una continuidad de lo humano, corporal, individual y mortal, incluso mortalidad llagada. Es una mortalidad que mantiene los signos de su paso doliente por el mundo.
Y ese ejemplo que encuentras, en virtud de su inaudita ejemplaridad, que tu llamas superejemplaridad, dices que merece un suplemento de crédito.
En torno al galileo ocurren tres hechos sorprendentes. Cada una de ellos por separado haría del galileo una figura única en la historia universal; la coincidencia de los tres al mismo tiempo es cuando menos intrigante y merecería una explicación de los historiadores que falta. Es chocante que haya seis millones de libros de filosofía sobre Sócrates y no haya un libro filosófico sobre el galileo en el que se tome en serio la hipótesis de su resurrección. Del galileo me interesa sobre todo su superejemplaridad en vida y su propuesta de esperanza (su resurrección). Hegel trata al galileo, y Kant también, entre otros muchos filósofos, pero de una manera que no hace justicia a esos dos elementos fundamentales.
Los tres hechos sorprendentes son los siguientes. El galileo encarna una ejemplaridad que por su carácter no solamente extraordinario sino excepcional merece llamarse superejemplaridad. El propio Nietzsche, enAnticristo, parece que va a refutar la figura de Cristo y no lo hace; resulta que el anticristo es en realidad solo un anticristianismo porque salva de su crítica a la figura de Cristo, al que considera lo más cercano que pueda pensarse a su ideal del superhombre si no fuera porque le resulta demasiado compasivo, a diferencia de San Pablo, a quien Nietzsche considera el origen de todos los males de la cultura occidental. Una superejemplaridad que por ejemplo Bloch, el autor de El principio esperanza, ateo, destaca como la más extraordinaria que ha existido nunca. Es decir, ni siquiera los anticristianos la niegan.
El segundo hecho que sorprende es cómo es posible que a un individuo con el que vivieron sus discípulos, poco después de morir, lo divinizasen. Hay casos de divinizaciones en las religiones politeístas: Alejandro Magno se diviniza, Julio César se diviniza: en una religión politeísta no tiene ninguna importancia. Pero los judíos habían sido educados de una manera casi histérica en el monoteísmo, y lo que definía ese pequeño pueblo monoteísta en un entorno de grandes imperios politeístas era justamente ese monoteísmo radical, que está desde el principio de la Biblia. Ese Dios que los judíos ni se atreven a pronunciar, al que tienen un respeto máximo, que es la contraposición lo humano, tras las resurrección lo ubican de repente en una persona histórica con la que han vivido, generando unos problemas doctrinales extraordinarios para ellos mismos, porque los riesgos de convertirse en una religión politeísta son muy grandes: Dios padre, Dios hijo (y luego Dios espíritu). Por tanto, si divinizan al galileo no es precisamente motivados por un impulso genuinamente judío, sino más bien por la irrupción de algo nuevo e incontrolable que les mete en problemas doctrinales y sociológicos, como es la expulsión del judaísmo, porque el cristianismo al principio era una secta del judaísmo.
El tercer hecho sorprendente es que ese judío iletrado, pobre y desubicado que itineró entre uno y tres años, que no tiene el poder carismático de un guerrillero como Mahoma, no es legislador como Moisés ni es un príncipe como Buda, un pobre profeta itinerante como ha habido muchos, que no escribe nada, que no funda nada, que no establece ninguna institución, es el desencadenante de la religión hoy en día más extendida en el planeta. Cualquiera de estos tres rasgos por separado convierte al individuo en algo extraordinario. Juntos en la misma persona es algo filosóficamente incitante. Luego está la hipótesis de la resurrección, indemostrable, fuera de la experiencia. Como hipótesis tiene la virtud de que es un eslabón que da sentido a la cadena de los tres hechos sorprendentes. Si resucitó es quizá porque lo divino nunca muere, si lo divino nunca muere es que ese individuo tenía algún elemento sobrehumano, que explica también su superejemplaridad, la divinización por los judíos y su importancia histórica. Lo que me interesa en la hipótesis de la resurrección es analizar el precedente histórico de una continuidad de lo humano y presentarla de una manera que sea razonable para una conciencia moderna culta, con independencia de si luego le presta o no su íntimo asentimiento.
¿Por qué crees que el hombre moderno descarta la hipótesis de la inmortalidad —o mortalidad prorrogada— casi de entrada?
Tiene sentido en perspectiva histórica. La figura del galileo es, en origen, solo la de una superejemplaridad que ofrece esperanza. Inicialmente incita un movimiento antisistema, pero a partir del siglo IV se convierte en una religión imperial. Pasa de ser una creencia existencial a una religión oficial de una cultura. Y cuando la religión es usada por la política tiene como objetivo la legitimación del orden y tener gratis, sin ley coactiva, la obediencia de los súbditos. ¿Qué es mejor: amenazar a tu súbdito con un castigo en caso de incumplimiento o imbuir en él una serie de ideas religiosas o patrióticas que hacen que obedezca por propia convicción, sin necesidad de coacción? Es mejor la religión: da explicaciones, alienta y se interna en tu propia conciencia. Durante mil años ese estallido social procedente del galileo, que era personalísimo y existencial, se convirtió en «cristiandad», religión cristiana, religión oficial de un Estado en pugna con otros Estados. En ese momento en teología política cuaja la visión cristiana de las cosas: la teología, la estética, la filosofía… Cuando el hombre moderno quiere ir poco a poco luchando por constituirse él en ciudadano autónomo, emancipado, se encuentra con una enorme resistencia por parte de los poderes anteriores, medievales, que pronostican el hundimiento de la civilización porque, dicen, sin Dios todo está permitido. Es decir, si no se sigue creyendo en el Dios de la teología política medieval se va a caer en el caos absoluto. Muchos apologetas del siglo XV, XVI y XVII se insisten en la fragilidad del hombre, en su consustancial corrupción, en el fracaso de lo humano necesitado de salvación… ¡en el siglo XVIII hasta las vacunas fueron condenadas! Lo querían menor de edad. Cualquier progreso del hombre emancipado de la tutela celestial se consideraba un desafío a Dios, cuyo trono se tambaleaba. Y lo que ha ocurrido es lo contrario. No es que sin Dios la anarquía y decadencia moral estén aseguradas sino al contrario: sin el Dios de la teología política, sin el Dios medieval, ha llegado la democracia, el proyecto civilizatorio de más éxito y de mayor altura moral de la historia universal.
Y cuando se le ofrece una posibilidad de pensar en una trascendencia ve…
Mil pretextos o ardides para volver a reducir al ciudadano a la minoría de edad.
Y eso es, en tu opinión, la esencia de su rechazo.
Exactamente. Se ha entendido que, desde el punto de vista psicológico, la religión es una regresión infantil. Desde el punto de vista ético, una vuelta al estado de súbdito y no de ciudadano. Desde el filosófico y científico, no atreverte a pensar la autonomía del mundo. Cuando la ciudadanía aspiró a su mayoría de edad encontró la religión del lado equivocado. Incluso cuando esa mayoría de edad ya era imparable, las estructuras del antiguo régimen, clero, aristocracia y corona, todavía pugnaban agónicamente por mantener la subordinación jerárquica de la mayoría de los ciudadanos en una sociedad aristocrática y estamental. Entonces es imposible que no asocies determinados problemas existenciales y filosóficos —como Dios o la inmortalidad del alma— a un intento de reducirte a tu infancia ética, política y cultural.
La última: ¿a quién ha querido imitar Javier Gomá en su vida?
Muchas veces me han preguntado si he tenido maestros, y no los he tenido. Soy una copia sin modelo. Primero, quizá las circunstancias han sido así. Segundo, quizá no he sentido la necesidad, la vocación produce unas habilidades. En las cosas importantes de la vida me considero una medianía sin relieve, un tipo del montón. Y lo digo con convicción y reivindicación. En Ejemplaridad pública y en Necesario pero imposible reivindico la figura de la medianía sin relieve: el señor que se levanta por las mañanas, cumple sus obligaciones, llega a casa, convive con sus hijos y va envejeciendo sin alharacas. Esa medianía sin relieve me parece épica, es la de Aquiles. Cuando digo medianía sin relieve no digo algo desechable, digo algo potente que me iguala gozosamente con todo el mundo. En Necesario pero imposible una de las secciones se titula: Todo el mundo, indicando dos: el todo del mundo que pertenece a todos por igual. Un yo del montón. Me gusta. También me gusta la expresión «el común de los mortales». Reúne en un mismo sintagma la idea de mortal y de común. Lo que nos hace comunes es el ser mortales y eso se crea una comunidad de mortales. Ahora bien, cuando tienes una vocación muy tiránica, despótico, totalitaria y que te ocupa todo el espacio, la vocación produce unas habilidades específicas, como la función crea el órgano. Sentí que poco a poco se iban desarrollando en mí las habilidades necesarias para ejercitar esa vocación. Y quizá eso ha hecho que no haya sentido una necesidad de encontrar un solo modelo, sino que más bien, como hacemos la mayoría, creas una figura ideal compuesta por la influencia de muchos modelos, sin concentrarlo en uno solo.
Esta entrevista ha sido escrita por Juan Claudio de Ramón en: www.jotdown.es
Las imágenes han sido realizadas por Guadalupe de la Vallina