La escuela tertuliana de la televisión popular despliega implacablemente su influencia. En lugar de elaborar razones convincentes, el tertuliano presume de su desfachatez. Ya no se trata, en las pantallas de la controversia pública, de comparar el aspecto de las ideas o descifrar la apariencia de los acontecimientos, sino de poner en escena las malas artes tabernarias. En vez de esmerarse hilvanando seductoras proposiciones, al tertuliano triunfante le basta una mueca sardónica, una voz estentórea y una navaja. Imputa, tergiversa, desmiente y ridiculiza a su antojo. Es ajeno a la vergüenza que podría moderar sus impulsos. Liberado de cualquier coerción, el tertuliano milita en su causa como el cazador en su batida. Se alimenta del cansancio de sus presas. Un tipo como éste, alentado por una audiencia fascinada, podrá llegar a ser presidente de los Estados Unidos. De esto es de lo que estamos hablando: del creciente atractivo de la vulgaridad.
Aunque sólo fuera para neutralizar esta poderosa tendencia popular, que tantos imitadores consigue en los bajos fondos, tendría sentido organizar un Festival de Filosofía como el que ha comenzado esta semana en Málaga (la sorprendente ciudad de los museos). Antes de dar al profesor Víctor Gómez Pin la palabra (ha titulado su conferencia Llevar la contraria: la dureza de pensar), procedo a enumerar las intenciones con que ha sido concebida esta modesta contribución al prestigio de la filosofía.
Sugerimos al público informado y atento que llena el salón del Museo Carmen Thyssen imaginar la vida del filósofo como una vida ejercitante, es decir, una vida hecha de indagación, penetración y discernimiento. Y proponemos considerar a la filosofía como un arte: el arte de pensar con precisión, argumentar con elocuencia y actuar con una esmerada elegancia conceptual.
Aquello de lo que hablamos cuando hablamos de filosofía trasciende la historia de sus investigaciones, va más allá de los protocolos universitarios, pasa por encima de la complejidad de sus expertos y rebosa la inabarcable amplitud de sus libros.
Desde este punto de vista, la filosofía no es sólo su historia, ni es sólo una actividad académica, ni una biblioteca, o una disputa erudita. La filosofía, digámoslo ahora, es lo que los clásicos llamaban anhelo de la sabiduría: el ejercicio que transforma la vida del hombre, lo instala en el desafío de su Humanidad, confiere a su conciencia la noción del sentido y concede a la inteligencia su razón de ser.
En esto consiste la construcción de la soberanía intelectual: el fundamento moral, estético y lingüístico de un individuo que mediante el pensar ya no puede ser confundido, ni hipnotizado, ni engañado, ni sobornado por las potencias que reclaman su credulidad. El individuo que realiza la condición humana.
El ejercicio al que invita la filosofía es una tabla gimnástica que contempla diferentes pruebas de esfuerzo: un entrenamiento intelectual que abarca todas las disciplinas, una sagacidad que desbroza los enredos, una curiosidad insaciable, una intuición que orienta el afán de saber, una maestría crítica para adiestrarse en la lucidez.
Puede decirse por ello que la razón de ser de todo hombre es vivir filosóficamente. El hombre libre dará al pensamiento su plenitud, al conocimiento su consistencia, al argumento su integridad. El hombre filósofo hace factible la dignidad y da a la sabiduría su realidad en el mundo.
De esto trata el Festival de Málaga: de la antigua y muy venerable influencia que puede llegar a tener entre nosotros la filosofía.