Mis gustos son sorprendentemente tradicionales
En el contexto de la exposición «NSK. Del Kapital al Capital», que el Museo Reina Sofía dedica a este colectivo esloveno, y respondiendo a una invitación conjunta del centro y del Círculo de Bellas Artes, el filósofo Slavoj Žižek (Liubliana, 1949), pasó por Madrid para impartir dos conferencias sobre las diversas muertes y resurrecciones del fantasma fascista. Un momento perfecto para que el crítico Fernando Castro charlara con él… de muchas otras cosas.
Estamos conversando en el Museo Reina Sofía y me gustaría saber qué relación tienes con el arte contemporáneo.
Creo que te voy a decepcionar terriblemente. Yo soy un «modernista conservador». Todavía pienso –y es horrible lo que voy a decir– que el gran evento en el mundo del arte fue el primer modernismo europeo. Schonberg, en el mundo de la música…
Malevich, en el arte.
Malevich y toda esa generación. La idea de que el posmodernismo acabó con el modernismo no es cierta, todavía seguimos a la sombra de esos eventos. No hemos superado esa época. Mis gustos son sorprendentemente tradicionales. La gente está totalmente equivocada cuando piensa que alcanzó el nivel más mínimo con «Cuadrado negro». No: para él, ese era el punto cero, el punto de partida. Admiro enormemente sus pinturas tardías, que la gente malinterpreta como su sumisión al estalinismo. No lo son. Son creaciones que siguen la reducción mínima, incluso aquellas aparentemente estalinistas, como las pinturas finales de mujeres. Son obras propias de un genio.
Has escrito algunas veces sobre Duchamp.
Sí, pero eran cosas más bien estándar. Aunque tuve un debate interesante en China sobre él, en el que la gente no entendió lo que quería decir. «Tienes un urinario, lo expones y se convierte en una obra de arte, ¿no?», le pregunté al comisario de un museo: «¿Qué pasaría si subiese al escenario y mease en él?». Me dijo: «Serías un vulgar, porque mostrarías que no entendiste la obra. Esto es una obra de arte, ya no es objeto para ser usado con tal fin». ¿Sabes cuál fue mi respuesta?: «Pero, ¿qué pasa si afirmo que soy un “performer” y que el acto de orinar es, por lo tanto, una obra de arte, una “performance”?».
Esto ya se hizo, de hecho. Pierre Pinoncelli orinó y luego destruyó el urinario duchampiano en 1993.
Algo que es crucial –y que tal vez nos acerca a lo que sé sobre teoría del arte, y sobre arte abstracto– es que siempre he tenido problemas con Jackson Pollock porque soy fanáticamente anti-alcohólico y odio a todos esos artistas que se emborrachan, pintan un par de colores y luego van diciendo que han compuesto una obra maestra. Mi idea de artista es Mark Rothko. Es absolutamente ético, sus pinturas se oscurecen más y más, y casi puedes predecir solo mirándolas que se suicidaría al final. También puedo tolerar a Hopper, al que se suele despreciar por realista. Uno se da cuenta de que hizo un milagro, produjo cuadros aparentemente realistas, pero que solo pueden ser entendidos en el contexto de la abstracción. Es esto lo que admiro del arte moderno. Lo verdaderamente difícil es volver a alguna forma de realismo, pero de tal forma dialéctica que se pueda comprobar que se regresa después de la abstracción.
Y, en la literatura moderna, ¿cuáles son tus preferencias?
Para mí, hay tres grandes escritores de Europa Occidental. Beckett, frente a Joyce, que es un coñazo, un snob, un narcisista. «Finnegans Wake» es horrible. Él reconoció que lo escribió para que los críticos literarios tuviesen cuatrocientos años de trabajo. ¡Que le jodan! Yo no le meto con eso ni un día. Beckett era el verdadero genio.
«Endgame», una obra maestra.
Sí y todas las otras, por ejemplo, Not I. Después viene Kafka, al que nadie gana en su juego. Él entendió la dimensión obscenamente sexual de la burocracia. Y, por último, Platonov, un maestro al que considero el Malevich de la literatura.
Pero esto es bastante peculiar porque te interesan los videojuegos y la cultura cibernética más actual, pero luego, en el arte, te quedas en la modernidad y en las primeras vanguardias.
Sencillamente, no lo puedo hacer todo. Por ejemplo, durante un tiempo traté de seguir la música moderna. Pero he de admitir que tengo limitaciones en este campo, traté de seguir lo mejor que pude a Boulez y a Stockhausen. En el campo de la música moderna, quien más me gusta es Hanns Eisler. A la par que escribió el himno de la RDA, compuso piezas maravillosas. Representaba una combinación casi imposible: un comunista ortodoxo, a la vez fiel seguidor de Schonberg y de la experimentación atonal.
El caso del grupo esloveno Laibach es significativo porque disfrutan con una sobreidentificación fascista. En cierta medida, me hacen recordar «El gran dictador» de Chaplin, cuando convierte los discursos de Hitler en sonidos extraños en los que solamente entendemos algunas vulgaridades. Hacer eso es mucho más subversivo que criticar racionalmente a Hitler. Le copias lo más fielmente posible, y, de esta forma, lo tornas completamente ridículo. Pero a la vez esto es muy serio. Laibach no son unos liberales que imitan y critican el totalitarismo. Por el contrario, nos confrontan con un hecho muy desagradable: que todos disfrutamos identificándonos con rituales totalitarios.
¿Te interesa la serie «Black Mirror»?
Es una de las mejores. ¿Sabes qué episodio me gusta más? El primero de la segunda temporada, que trata de una sociedad en la que cada vez que te encuentras con alguien o llamas a alguien, te ponen una calificación, una nota. De todo eso emergen unos ciertos estándares para el control social. Esto puede parecernos una utopía, pero ya está sucediendo con Google. Podemos aprender con «Black Mirror» que nos estamos aproximando a un tipo de sociedad de control, aunque yo no soy tan pesimista en este punto. Sí: podemos ser controlados, pero no deja de sorprenderme lo estúpidos que son los ordenadores. Lo saben todo, pero tienen exceso de datos.
Fuente:
http://www.abc.es/cultura/cultural/abci-slavoj-gustos-sorprendentemente-tradicionales-201707172351_noticia.html
Foto:
Castro y Zizek sellan su charla con un «selfie» conjunto – Román Lores Riesgo