El filósofo, pedagogo y escritor navarro acaba de presentar «Elogio de las familias sensatamente imperfectas»
El filósofo Gregorio Luri se atreve a decir alto y claro lo que cada vez parece menos evidente: que no hay familias perfectas, que está muy bien oír un «no» de vez en cuando, y que es imprescindible aprender las palabras mágicas: «por favor», «gracias», «perdón» y «confío». Así lo cuenta en su nuevo libro «Elogio de las familias sensatamente imperfectas», donde nos da las claves para encontrar ese perdido sentido común.
Esta obra, detalla Luri, surgió de una manera espontánea, no programada. «Empecé a escribirla de forma imprevista tras dar una charla a unos padres de Lérida, donde vi que lo que contaba parecía que les había interesado y que, por tanto, merecía ser publicado», relata. Pero con estas páginas, reconoce el autor, «no tengo ninguna intención ni de hacer un tratamiento sistemático de todo, ni de ser excesivamente original en nada. Es más, eso he intentado por todos los medios. En el fondo lo que les vengo a decir a los padres es: «si ya sabéis lo que hay que hacer… No os compliquéis demasiado la existencia»».
De hecho, prosigue, «cuando doy charlas, las suelo terminar diciendo: si habéis escuchado algo que no sabíais, no lo apuntéis, porque no es relevante. Insisto: lo que intento decir es que hay cosas que las sabían, pero que hay que ponerlas en valor. Y creo que hoy es imprescindible intentar hacer una defensa teórica de la prudencia. Ese es mi papel, insistir a los padres en que lo que es realmente importante, ellos lo saben. ¡No arrienden su responsabilidad a un especialista!».
—Libros, internet, conferencias, escuelas de padres… antes las familias no consultaban tanto., mientras hoy parece que tienen que aprenderlo o saberlo todo.
—Los padres de antes tenían muchas cosas que enseñarnos. Lo primero, que los hijos «vienen», no se programan para cuando me viene bien. Llegan, y en ese momento hay que aceptar que eso es un don. ¿Un don que quiere decir? Que no se controla muy bien lo que hay dentro. Lo segundo, que los hijos «salen». Esto me parece esencial: Que los hijos «salen» quiere decir que nuestros padres asumían que no estaba en sus manos programar su vida. Aceptar eso de manera natural, sin dramatismos, me parece una señal de inteligencia práctica, de sabiduría extraordinaria. Y tercero: no estaban todo el día viendo un problema en lo que habían hecho. Podían meter la pata, pero si la metían, salían para adelante. No hacían como los padres actuales, que están viviendo su experiencia con una especie de pepito grillo pedagógico dentro, del tipo «uy le he gritado, quizás no debería haberle gritado tanto, quizás tendría que haber negociado». Pero ha negociado y el infante no le ha hecho caso, entonces piensan «ahí quizás tendría que haber dicho un «no» tajante»…
—¿Por qué tienen esa inseguridad las generaciones nuevas de padres?
—Están introduciendo una distancia crítica entre su prole y ellos mismos que les lleva a perder espontaneidad en la relación. Digamos que hay una intermediación pseudocientífica que a mi me parece terrible en las relaciones entre padres e hijos, y profesores y alumnos. Damos por supuesto que hay que estar observando continuamente… Nuestros padres podían hacer muchas cosas mal pero la naturalidad de la relación estaba ahí. Recuerdo cada vez con más cariño la imagen de mi madre con la zapatilla en la mano, y me sorprendo pensando en la puntería extraordinaria de aquella mujer… y en la cantidad de psicomotricidad que hacía yo para esquivarla. Pero no ponías en cuestión que tus padres te querían. Mientras ahora te preguntas constantemente: ¿lo quiero como debería quererlo? Cuando las relaciones se miden desde esa distancia, hay una teatrocracia educativa. Nos vemos a nosotros mismos no como actores, sino como espectadores. Pero estar observándonos a nosotros mismos es una patología, es una neurosis. Cuando en la vida pierdes espontaneidad, hay algo de intensidad que se pierde.
—Pero así están muchos padres bien intencionados. ¿Qué les lleva hasta ahí?
—Cuando las cosas pasan siempre es por algo, y analizar las razones de que esto ocurra era una de los motivos por los que quería escribir este libro. Lo que es cierto que esto tiene muchísimo elementos sociales: Empezando porque cada vez llegamos más tarde a casa, y estamos menos con nuestros hijos, y continuando con la sustitución de la cigüeña por la agenda, la pérdida de espacios de libertad para los niños, que ya no tienen ámbitos en los que puedan estar sin la supervisión de los padres, en los que ganaban seguridad, autoestima… Me refiero a ir a jugar a la calle o al pueblo, donde antes salías a vivir aventuras desde bien pequeño. La incertidumbre con respecto al futuro… La propia conciencia de la provisionalidad de las relaciones familiares, con niños que ven en su propio ámbito escolar que el padre de su amiguito no es exactamente su padre… Y por supuesto, esta convicción que es muy propia de nuestro tiempo de que hay una respuesta técnica para cada problema, que es por donde creo que deberíamos empezar.
—A lo largo de todas las líneas de este libro usted hace una ferviente defensa de las familias sensatamente imperfectas, porque ha detectado que esta nueva generación de padres no tiene suficiente con hacerlo bien, quiere hacerlo mejor. Buscan el mejor colegio, aunque este se encuentre a una hora de ruta de su casa, le apuntan todos los días a las extraescolares más extravagantes…
—Exacto, no tienen suficiente con hacerlo bien, quieren ser perfectos. Pero se olvidan de que uno de los derechos del niño es tener una familia tranquila, y eso solo lo proporciona un entorno tranquilo, con paz en los momentos cruciales del día (por la mañana y justo antes de acostarse). Hay muchos menores que no duermen lo suficiente y esto me lleva a preguntar a los padres si le darían una sustancia tóxica a sus hijos. Pues bien, la falta de sueño es equivalente a una sustancia tóxica. Los padres están para decir «no» ante determinadas cosas, para poner barreras, para establecer una trinchera. Pero volvemos siempre a la misma cuestión, que es la intromisión de la teoría en las relaciones familiares. Hemos perdido el sentido de la prudencia. Habría que volver a leer a Gracián como pedagogo en ese arte. Hay que aceptar que el ser humano no tiene respuestas para todo.
—En este sentido, recomienda también en su libro volver a decir «no» de vez en cuando a nuestros hijos. ¿No se dice lo suficiente? ¿Está la autoridad denostada?
—Es más, diría que son dos derechos fundamentales del menor: el derecho del niño a ser frustrado, y el derecho del niño a conocer los adverbios de negación. En España lo que ocurre es que estamos acomplejados a la hora de mostrar la autoridad, tanto en la familia como en la escuela. Nadie quiere mostrar que es autoritario, pero todo el mundo querría que sus hijos y sus alumnos le obedecieran sin tener que mandárselo. Eso es lo característico de la situación. Pero, ¿cómo conseguir una autoridad que no esté mandada? Ese es el sueño. Recomiendo no perder de vista al primer ministro de Educación francés, Jean-Michel Blanquer, que aboga por recuperar la autoridad, la jerarquía, el conocimiento, y la autonomía de los centros. Todo está recogido en su obra «La escuela de mañana».
Fuente:
http://www.abc.es/familia/educacion/abci-gregorio-luri-nino-tiene-derecho-fundamental-frustrado-y-conocer-adverbios-negacion-201709182226_noticia.html
Foto:
Ignacio Gil
Me ha sorprendido muy gratamente leer el artículo sobre Gregorio Luri y su libro: «Elogio de las familias sensatamente imperfectas». Cuánta razón tiene y qué mente tan bien amueblada! En su entrevista nos ha dado una lección de cordura y al mismo tiempo, de humildad. Enhorabuena y feliz por saber que todavía podemos contar con profesionales como él.