Vivimos en una era de incertidumbre y decepciones en la que pensar en el largo plazo cada vez es más difícil
El siglo XXI se estrenó con la convulsión de la crisis económica, que produjo oleadas de indignación pero no ocasionó una especial perplejidad; contribuyó incluso a reafirmar nuestras principales orientaciones: quiénes eran los malvados y quiénes éramos los buenos, por ejemplo. El mundo se volvió a categorizar con nitidez entre perdedores y ganadores, entre la gente y la casta, entre quién manda y quién padece a los que mandan, al tiempo que las responsabilidades eran asignadas con relativa seguridad. Pero el actual paisaje político se ha llenado de una decepción generalizada que ya no se refiere a algo concreto sino a una situación en general. Y ya sabemos que cuando el malestar se vuelve difuso provoca perplejidad. Nos irrita un estado de cosas que no puede contar con nuestra aprobación, pero todavía más no saber cómo identificar ese malestar, a quién hacerle culpable de ello y a quién confiar el cambio de dicha situación.
1. El final de las certezas
Que nos han abandonado algunas certezas es algo que puede comprobarse comparando nuestras previsiones y lo que realmente ha sucedido; si consideramos la seguridad de la que han disfrutado muchas generaciones y civilizaciones menos informadas que la nuestra, con una tradición más rígida que compensaba la escasez de libertad con una orientación aplastante. También hay desconcierto en relación con qué hacer con ese poco de lo que estamos seguros; hay incertidumbre teórica y también incertidumbre de la voluntad: apenas conocemos la realidad y tampoco sabemos muy bien si es algo a lo que hay que adaptarse o que debe combatirse. Hechos, teorías, relatos y expectativas tienden a mezclarse y generar confusión. ¿Qué tienen en común la llamada posverdad, el desprecio hacia los hechos y la facilidad con que nos rendimos a las teorías conspirativas, cuyo principal defecto es que explican demasiado?
2. La desregulación emocional
Hemos pasado mucho tiempo examinando cómo debería racionalizarse el diálogo y la convivencia, mientras lo ignorábamos casi todo acerca de cómo se estaban configurando los nuevos espacios emocionales de las sociedades democráticas. Esos estados de ánimo, menos encuadrados que nunca en entramados institucionales estables o tradiciones poderosas, son ahora, al mismo tiempo, fuentes de conflicto y vectores de construcción social. En el gobierno de las emociones colectivas se contiene una fuerza que es clave para la transformación de las sociedades democráticas; nos jugamos ahí muchas más cosas que en la vida política formalizada. El combate contra la perplejidad política ha de empezar con un examen de nuestro paisaje afectivo. El desconcierto político tiene más que ver con la incapacidad de reconocer y gestionar nuestras pasiones que con el orden de los conocimientos.
3. La política, en una zona de señalización escasa
El mundo está lleno de informaciones acerca de cómo conducirse en él: mapas, indicaciones, referencias, brújulas y otros sistemas cada vez más sofisticados nos indican dónde estamos, hacia dónde nos dirigimos y cuál es la naturaleza de los elementos con los que nos iremos encontrando en nuestro desplazamiento. Las cosas se complican cuando no se trata de espacios físicos sino políticos, en los que hay una dimensión de sentido e interpretación que es menos evidente e implica juicios de valoración: entonces lo que nos interesa son asuntos como saber en qué consiste la legitimidad, si algo es democrático, quién tiene la autoridad de decidir qué o a quién imputar determinadas responsabilidades. Hemos entrado en un tiempo histórico en el que todos estos asuntos se han vuelto especialmente controvertidos. La política ha entrado desde hace algún tiempo en una zona de señalización insuficiente como cuando un conductor se adentra en una ruta desconocida, en transformación o en lugares no transitados antes por nadie. A partir de ese momento las señales binarias confunden más de lo que orientan, donde antes había una evidencia ahora tenemos una paradoja, aumentan las zonas sin cartografiar, proliferan las cosas que no son lo que parecen y todo se llena de efectos secundarios.
4. La democracia en la era de Trump
En el inventario de cuanto nos ha producido especial perplejidad política ocupa un lugar destacado la elección en noviembre de 2016 de Donald Trump como presidente de Estados Unidos. Pero que algo nos haya sorprendido no quiere decir que no pueda explicarse, que no responda a cambios sociales y políticos insuficientemente advertidos por quien se sorprende ante uno de sus efectos. ¿Cuáles son esas cosas en las que se han producido transformaciones sociales profundas, que indignan a buena parte de la sociedad y que no acaban de ser adecuadamente interpretadas? Yo las sintetizaría en tres procesos que son particularmente visibles en la sociedad estadounidense, pero que tienen manifestaciones muy similares en otras sociedades: una política degradada, que no es concebida como el ejercicio de las virtudes públicas, y que da la impresión de ser el oficio de un círculo cerrado de privilegiados que se dedican al ejercicio de la intriga; un modelo de capitalismo virtual acelerado que ofrece muchas oportunidades a algunos, pero que destruye ámbitos completos de empleo y que resulta literalmente insufrible para muchos trabajadores; y en tercer lugar, un dualismo también en referencia al fenómeno multicultural, celebrado idílicamente por quienes no experimentan más que sus beneficios, y temido en exceso por quienes lo viven en sus dimensiones más conflictivas.
5. Configurar sistemas inteligentes
La principal tarea del gobierno de la sociedad del conocimiento consiste en crear las condiciones de posibilidad de la inteligencia colectiva. Sistematizar la inteligencia, gobernar a través de sistemas inteligentes debería ser la prioridad de todos los niveles de Gobierno, instituciones y organizaciones. Gobernar entornos complejos, hacer frente a los riesgos, anticipar el futuro, gestionar la incertidumbre, garantizar la sostenibilidad o estructurar la responsabilidad nos obliga a pensar holísticamente y a configurar sistemas inteligentes (tecnologías, procedimientos, reglas, protocolos…). Sólo mediante tales dispositivos de inteligencia colectiva es posible acometer un futuro que ya no es la pacífica continuación del presente, sino una realidad intransparente, llena de oportunidades por la misma razón por la que contiene también riesgos potenciales de difícil identificación. Ese mismo principio de gobierno inteligente debería presidir la manera de relacionarnos con nuestros dispositivos tecnológicos para hacer frente a las nuevas ignorancias que, en una sociedad compleja, nos vemos obligados a gestionar.
6. Lo que nos espera
Cuando uno es un filósofo y no un vidente, las recomendaciones acerca de cómo divisar el futuro no serán apuestas proféticas ni aseveraciones demasiado rotundas; me conformo con dar alguna indicación que mejore nuestras disposiciones a enfrentarnos con un tiempo que, por su propia naturaleza y pese a los tahúres del porvenir, nos es fundamentalmente desconocido. Reflexionemos sobre el modo como se producen los cambios, pensemos en la curiosa paradoja de que escudriñar el futuro es una tarea ineludible y de resultados escasos, consideremos qué estado de ánimo es más razonable a la hora de enfrentarse al porvenir. El futuro es algo que por principio no podemos conocer, pero podemos comportarnos razonablemente con él.
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco. Extracto de su libro Política para perplejos (Galaxia Gutenberg), que saldrá el 28 de febrero.
Fuente:
https://elpais.com/elpais/2018/02/26/opinion/1519663307_617233.html