Jean Starobinski, el intelectual que armonizó la historia cultural y las ciencias
El pasado lunes 4 de marzo murió Jean Starobinski, importante historiador de la literatura, las ideas y la medicina. Era ya casi centenario —nació en Ginebra en 1920—, y su vida se desarrolló en torno a su ciudad. En ella dirigió durante 30 años los importantísimos Encuentros de Ginebra, creados en 1946 y abiertos al público, donde fueron confluyendo los más diferentes especialistas e intelectuales. Con ese nuevo enciclopedismo de posguerra, Starobinski se caracterizó por practicar, y enseñar, una historia cultural en la que al fin se armonizaban las ciencias y las humanidades.
Como toda interpretación histórica requiere también la «máxima especificidad individual» —lo reconocía en La relación crítica (1970)—, conviene recordar que su familia fue aniquilada en Polonia y que, como resistente, escribió crónicas precoces en defensa de Europa y de la sensatez política: están recopiladas, desde 1999, en La poésie et la guerre, 1942-1944.
En 70 años de trabajo, la energía de su obra logra fundir crítica literaria y psiquiatría (mayormente analítica), con un explícito escepticismo frente a todo dogma metodológico; si bien reafirma sin desmedirse la función poética del lenguaje y la fecundidad de la inmersión en detalles singulares que puedan suponer, en última instancia, un corte revelador de cierto aspecto histórico.
La Ilustración y su crisis constituyeron el hecho sociocultural más frecuentado por Starobinski. En su primer y magnético Jean-Jacques Rousseau: la transparencia y el obstáculo (1957) —título que define ya la expresividad de su propio estilo—, Starobinski desvelaba las contradicciones insalvables del idealismo rousseauniano. Fue un tema recurrente en él, que culminó en 2012 con Accuser et séduire. Essais sur Rousseau. Y esa misma indagación reiterada se halla en sus catas diderotianas aparecidas ese mismo año, en un volumen sutil e impresionante. Pues, al fin, Starobinski publicó un gran libro, que venía anunciando a lo largo de su vida —Diderot, un diable de ramage—, y que es una obra mayor de entre las dedicadas al gran genio del siglo XVIII.
Su atracción por la civilización de las Luces brilla en dos trabajos complementarios entre sí, La invención de la libertad (1964) y 1789, los emblemas de la razón (1973), o en los estimulantes y civilizadores capítulos de su paradójico El remedio en el mal (1989). Pero su ámbito de pensamiento fue más amplio, y nunca olvidó el clasicismo francés ni los hitos de la literatura contemporánea, desde Baudelaire. Tampoco dejó de lado su mirada médica como lo muestra un gran recorrido, Acción y reacción: vida y aventuras de una pareja (1999), donde se integran política, ciencias modernas y formas literarias.
En otro ensayo central, que seguía nuevos derroteros, El ojo vivo (1961-1999), confesó: «Me atraía una investigación sobre las máscaras, en el sentido propio y en sentido figurado. Y me interesaba muy especialmente por quienes se declaraban sus enemigos: moralistas, denunciadores de la hipocresía y del engaño». El tema lo trató en Retrato del artista como saltimbanqui (1970) o incluso en La tinta de la melancolía(2012) —un libro fundador que se remonta a 1960-2004—, pues la historia de la tristeza que fundó implica desenmascaramiento personal y colectivo.
Sorprende que haya libros suyos sin traducir, como Interrogatoire du masque (2014); o un monumento como Montaigne en mouvement (1982), más aún por cuanto Starobinski es el gran heredero hoy de Montaigne. En fin, las mil páginas de La beauté du monde. La littérature et les arts de 2016 darían la medida de su gracia y su talento por afrontar con viveza nuestra cultura desde Virgilio o Dante hasta Kafka o su amigo Bonnefoy, que desapareció en ese mismo año.
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