¿Por qué hacemos lo que tanta gente hace? ¿Cómo ser nosotros mismos? ¿Cómo descubrir la identidad de cada uno? ¿Qué nos hace diferentes? En este artículo exploramos una pregunta fundamental de la filosofía, la cuestión de la identidad, y lo hacemos a través de una serie de filósofos que pensaban que la identidad de cada uno consistía en ser uno mismo, en ser auténtico.
Por Javier Correa
Cuando queremos conocer un objeto cualquiera basta con que preguntemos qué es ese objeto para así conocer su naturaleza, su esencia. Con los seres humanos, en cambio, esta pregunta es insuficiente, pues a la pregunta «¿qué es esto?» la respuesta «un ser humano» no agota toda la realidad de los individuos. Con los seres humanos podemos no solo preguntar qué somos, sino también preguntar quiénes somos, es decir, podemos preguntar por nuestra identidad, por ese carácter individual que todo ser humano tiene y que nos hace únicos. Pero ¿cómo abordar la pregunta por la identidad?
La cuestión de la identidad
El problema de la identidad —así como el de la libertad— es un problema típicamente moderno que se enraíza en una creciente preocupación filosófica por el individuo. Es la Modernidad el momento histórico en el que este tipo de cuestiones florecen y adquieren un protagonismo sin igual. Dentro de la Modernidad, fue más concretamente en el Romanticismo cuando surgió la teoría que en este artículo vamos a exponer: la identidad como autenticidad. Esta forma de entender la identidad la han defendido de una u otra manera autores como Heidegger, Nietzsche u Ortega y Gasset.
Los filósofos de la autenticidad defienden la idea de que la identidad de una persona sería aquella forma de ser que la hace genuinamente auténtica, ella misma y no una copia de otra cosa. Esta forma de entender la identidad introduce una secularización de la idea del yo: si antes se tenía que estar en contacto con Dios para ser una persona auténtica, ahora, según esta teoría —como apunta el filósofo canadiense Charles Taylor—, «la fuente con la que debemos entrar en contacto se encuentra en lo más profundo de nosotros».
Con esta forma de entender la identidad, además, se empieza a desmoronar la que es para Nietzsche una idea profundamente cristiana: la idea de igualdad. Y esto ocurre porque la autenticidad de cada uno resalta no tanto lo que tenemos en común, sino justamente lo que nos diferencia como individuos; lo que nos hace originales, auténticos.
Esta visión de la identidad de cada uno como lo que nos hace diferentes, originales y únicos tiene sus raíces en autores como Jean-Jacques Rousseau y Johann Gottfried Herder. Para este último, por ejemplo, cada uno tiene su propia medida, una forma de ser que nos hace inigualables. En este sentido, las diferencias visibles y patentes entre los humanos adquieren una significación moral: tengo un modo de vivir que es el mío y de esta forma debo vivir. La ética de la autenticidad presupone así una identidad propia esencial a mí, una forma de ser única que yo descubro, que ya estaba y a la que yo debo obedecer, pues es lo verdaderamente mío.
Para Johann Gottfried Herder, cada uno tenemos una forma de ser que nos hace inigualables. Las diferencias visibles entre los humanos adquieren una significación moral: tengo un modo de vivir que es el mío y de esta forma debo vivir. La ética de la autenticidad presupone así una identidad propia esencial a mí
Hay algunos autores dentro de esta teoría, como Nietzsche u Ortega y Gasset, para los que esta forma de ser genuinamente propia no se descubre en el interior de uno mismo, sino que se crea. Ser auténtico, tener mi propia identidad, se basa para estos filósofos en la creación individual de esta semilla que me hace auténtico. Nietzsche dice en La gaya ciencia que «dar estilo a nuestro carácter constituye un arte» y hay que saber «integrarlo en un plan artístico».
La inautenticidad: no ser uno mismo
Pero no todos somos auténticos y, si lo somos, no lo somos todo el rato. Esta teoría de la autenticidad dibuja, como si de un reverso se tratase, un estado antagónico al de la identidad auténtica y genuina: el estado de inautenticidad. El estado en el que uno no es uno mismo, su propia versión, sino una versión común o, como decía Ortega, un «hombre-masa». Algunos filósofos han llamado a este ser inauténtico el estado de lo uno [das Man en alemán], aquel que vive en los «se» (hace lo que se hace, dice lo que se dice, etc.).
En este estado de inautenticidad, para Heidegger, el modo de ser propio de cada uno está ahogado, se pierde en un mar de actitudes comunes a los demás. A este respecto dice el filósofo alemán en Ser y tiempo que «gozamos y nos divertimos como se goza» e incluso nos «apartamos del ‘montón’ como se debe hacer». Cuando estamos en este estado de inautenticidad, no somos «nadie determinado», pero somos todos. Somos la masa y se convertirá en tarea vital de cada uno explorar sus posibilidades para encontrar su identidad propia, su autenticidad.
Más que ser o no ser auténtico, para Adorno se trata de poder ser o no poder ser auténtico
Es importante señalar que esta forma de concebir la identidad desde el binomio autenticidad/inautenticidad no está exenta de problemas o dificultades teóricas. La crítica más importante la enunció el filósofo alemán Theodor Adorno, que ya denunció el carácter vacuo del término «autenticidad» en su famoso libro La jerga de la autenticidad.
Para este autor, «ser fiel a uno mismo» es tan indeterminado que está lejos de indicar cómo vivir una vida buena. El prefijo «-idad», dice Adorno, es «la sustantivación de una propiedad». Así, dignidad es lo que tienen en común las personas dignas. En cambio, «autenticidad no nombra nada auténtico en cuanto propiedad específica», y es que siempre se puede ser un auténtico policía, pero también un auténtico ladrón, y en ambos casos seguiríamos siendo auténticos.
Además, Adorno añade una crítica social: ¿quién puede aspirar a esta autenticidad, a este ser distinto, a apartarse del vulgo? Solo una pequeña minoría que tiene el tiempo necesario para labrarse, para descubrir su auténtico yo o crearlo. Mientras, la gran mayoría tiene que entregarse a las tareas diarias y comunes para ganarse la vida. Más que ser o no ser auténtico, para Adorno se trata más bien de poder ser o no poder ser auténtico, parece que ahí está la cuestión para el filósofo alemán.
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