Individuo y pasión: una crítica a la abstracción por Kierkegaard y Nietzsche

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Cristina C. Albarova

¡Tú deliras, orgullosísimo europeo del siglo diecinueve! Tu saber no ha llevado a la consumación de la naturaleza, sino que destruye la tuya propia. Mide sólo durante un instante tu altura como cognoscente en comparación con tu capacidad de actuar (Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida. II Intempestiva, Nietzsche).

Acción y reflexión, pasión y razón, individuo y sociedad. Como si de caminos irreconciliables se tratase, estas dicotomías han sido abordadas desde las conversaciones más triviales hasta los círculos filosóficos. Y es que, si bien delimitar dos áreas tan complejas de la vida humana es prácticamente imposible, la filosofía no ha dejado de intentarlo.

El objeto del presente ensayo será el de abordar este debate en el marco del siglo XIX, en un contexto en el que el sujeto cognoscente hegeliano comenzaba a mostrar sus carencias, olvidando, en su progreso dialéctico, la subjetividad. Søren Kierkegaard y Friedrich Nietzsche pertenecen —o así se ha establecido tradicionalmente— a aquellos que advierten de los monstruos que crea el sueño de la razón.

Søren Kierkegaard, un pensador existencial

Lo más llamativo a primera lectura de la producción filosófica de Søren Kierkegaard no parece ser su contenido, sino, más bien, su forma. Frente al estereotipo de pensador sistemático predominante en la época, Kierkegaard se reivindicaba a sí mismo como un pensador subjetivo, “acentúa la subjetividad del lector frente a la objetividad del texto”. Este autor, en su escribir, busca interpelar al lector. No responde a la pretensión de exponer una teoría filosófica de forma neutral: en su misma intención están presentes sus dudas y visión propias. Kierkegaard no tiene como objetivo convertirse en un académico desligado de su Dinamarca natal, sino que, al igual que Karl Marx, cultiva el género periodístico como forma eficiente de acercarse a sus coetáneos. Para Kierkegaard, la filosofía venía ocupándose de examinar el espejo, cuando lo que debe llevar a cabo es el examen de uno mismo a través de él, como expresa en Para un examen de sí mismo recomendado a este tiempo. La meta, más que exponer una teoría omniabarcante, es sacudir conciencias. En este sentido, para el pensador danés el personaje que se muestra como el mayor y mejor ejemplo de pensador existencial, y que, como tal, estará presente de una u otra forma a lo largo de toda su obra es Sócrates.

La palabra de un hombre de quien no puede afirmarse que cristianamente le deba algo, pues era un pagano, pero a quien personalmente creo deberle tanto, alguien que también vivió bajo circunstancias que, según mi parecer, se corresponden del todo con las condiciones de nuestro tiempo: me refiero al sencillo sabio de la Antigüedad (Para un examen de sí mismo recomendado a este tiempo, Kierkegaard).

Según Kierkegaard, y como explica James Collins en El pensamiento de Kierkegaard, Sócrates tenía un “apasionado y humilde interés por la felicidad”, y su acción no se encontraba meramente significada en el pensamiento, sino que era ejercitada en hechos reales. Es decir, no consideraba a Sócrates como un hombre reflexivo o, al menos, no creía que ese fuera su rasgo más determinante. El móvil de Sócrates no era la razón, sino la pasión. En esta línea, Kierkegaard se manifiesta en contra la prudencia, defendiendo un actuar no por insensatez, sino en contra de la sensatez.

No se debe dejar de tener presente que, ante todo, y así reconocido por el mismo Kierkegaard, el objetivo primordial de la actividad filosófica que desempeña es encontrar una razón por la que vivir o morir y, para él, esto implica la búsqueda de un cristianismo capaz de aliviar la angustia existencial. Marcado profundamente por la muerte de sus familiares, la separación de su amada Regine Olsen y la incomprensión de un mundo que le resultaba cruel, necesitó encontrar una escapatoria. Ésta se trata de la fe, una paradoja que nace de la bifurcación entre la incertidumbre objetiva, aquello que es de una determinada manera y somos incapaces de entender; y la certeza subjetiva, que consiste en la decisión y la apuesta apasionada. Cuando Sócrates fue condenado a muerte, y clama en la Apología que “es absurdo aferrarse a la vida si se pierde aquello por lo que merece la pena estar vivo”, Kierkegaard entiende que se está produciendo un salto de fe. Muere por algo sobre lo que no puede estar seguro, esto es, muere de forma insensata y apasionada.

El salto de fe a través de la pasión

Este morir apasionado, esta decisión imprudente, es la que abre un abismo fundamental con el pensamiento kantiano. Así, para Kierkegaard en la vida del hombre existen tres estadios, no en un sentido temporal, aunque puedan darse varios de ellos en una misma vida, sino como posibilidades de existencia. En primer lugar, el estadio estético, representado por Don Juan, se caracteriza por la concupiscencia y la entrega a los placeres carnales e inmediatos. El esteta es representado en Diario de un seductor, víctima de un profundo individualismo. En segunda instancia, el estadio ético (que podríamos igualar al imperativo categórico kantiano) es en el que el hombre, habiendo comprendido que debe darse a la comunidad, basa sus acciones en un profundo sentido del deber al que llega por la razón. Por último, la superación del estadio ético se produce en el estadio religioso, superación en la que, al partir de la condición del hombre como “síntesis de infinito y finito”, como equilibrio dialéctico y, por ende, como un ser marcado por su ansia de imposibilidad, sólo podrá ver aliviada la angustia de las limitaciones de su existencia a través de Dios. Por tanto, el individuo capaz de alcanzar el estadio religioso es aquel que acepta el carácter paradójico de la existencia. El ejemplo que con más claridad ilustra esta posibilidad de realización es Abraham en Temor y temblor, que recibirá el apodo de caballero de la fe. El actuar de Sócrates respondería a este último estadio de la existencia, pues no actúa por simple deber, sino que lleva a cabo una apuesta, un decisión drástica.

Esta aceptación de lo paradójico de la existencia es el salto de fe, cuyo sustento, precisamente por este carácter contradictorio e irracional, se encuentra en la duda. Es por ese motivo que Kierkegaard critica una de las más famosas tesis de Hegel: el hecho de que todo lo racional es real, y todo lo real es racional. Aquí se presenta el razonamiento opuesto: la imposibilidad de la racionalidad de Dios es la base de la fe. Kierkegaard arguye que Hegel identifica dos dimensiones diferenciadas de la cosa como una sola: la esencia —lo que algo es— y la existencia —el hecho de que algo sea—. Ésta se presenta como la distinción entre lo universal y lo particular, que en la filosofía de Hegel consiste tan sólo en la determinabilidad particular del ser universal de hombre.

Kierkegaard contrapone la razón especulativa al pathos (pasión). Aquella primera se concibe como una solución obtenida a partir de una reflexión abstraída de la existencia, mientras que la pasión se conforma como resolución, es decir, como salto en el sentido mencionado. Se constata la defensa de la pérdida de la existencia en el proceso de reflexión hegeliano. Sabemos qué es la vida, pero no sabemos vivir. En palabras de Löwith: “Desde el triunfo del ‘sistema’ ya no es uno mismo quien ama, cree y obra: sólo se quiere saber qué es todo eso”.

El exceso de la razón en “La época presente”

Kierkegaard marca una ruptura con el concepto de verdad fruto del análisis objetivo, puesto que, para él, la verdad no es sino un principio práctico. El elemento que determina la separación de Kierkegaard respecto a Hegel, quien sostiene que la búsqueda de la verdad ha de ser desinteresada por lo concreto, es —coincidiendo con Marx— el especial interés del ser humano en la contingencia, al que ofrecerán una respuesta muy distinta: para Kierkegaard la existencia se encuentra en la individualidad, en el ser arrojado al mundo, mientras que para Marx la existencia tiene categoría social.

Esta concepción de la verdad como principio práctico terminará en la feroz crítica a la abstracción hegeliana que Kierkegaard ejerce en una obra, breve pero potente, en la que contrapone la época de la Revolución, caracterizada por la pasión, a la época presente (expresión que da título al texto), representada por la más profunda indolencia:

La época presente es esencialmente sensata, reflexiva, desapasionada, encendiéndose en fugaz entusiasmo e ingeniosamente descansando en la indolencia.

El exceso de reflexión, en la concepción kierkegaardiana, actúa como aletargamiento. La pasión, por otro lado, resulta constituyente de la acción concreta del hombre existencial. Es aquí pertinente la siguiente puntualización: cuando Kierkegaard se refiere a la pasión, no alude a una emoción momentánea y pasajera fruto del impulso, sino que la entiende como una manera de vivir que conforma un carácter. La reflexión no es, pues, criticada en sí misma, sino por su falta de practicidad, al ser la pasión consecuencia de una reflexión condición de posibilidad con su foco en la acción concreta.

Es reseñalable que, a pesar de la posibilidad de una reflexión excesiva como elemento asesino de la pasión, ésta no es algo así como un enemigo a aniquilar. Así, la clásica división entre razón y pasión no supone de ningún modo una especie de equilibrio entre fuerzas antagónicas. Más bien, el pathos se produce en una dimensión existencial, nos viene dado, y es mediante esa experiencia por la que somos capaces de encontrar la verdad. No es que la pasión sea la negación de unos valores racionales, sino que en ella reside la voluntad creadora de nuevos valores para poder existir en la realidad. La razón procede de forma contemplativa, mientras que la pasión es potencia creadora.

La nivelación es el fenómeno que deviene consecuencia del exceso de reflexión. Nadie actúa ya tomando por guía la distinción entre el bien y el mal, sino por la sumisión en la ambigüedad. De este modo, dejan de existir las relaciones tal y como se habían conocido hasta entonces: el profesor estricto y el adolescente díscolo, el hombre y la mujer y el amo y el esclavo hegelianos han dejado de entrar en conflicto; simplemente se observan en la distancia.

El vínculo se está acabando porque en realidad ya no se están relacionando el uno con el otro en el vínculo, sino que la relación se ha vuelto un problema, en el que las partes, como en un juego, se observan unas a otras en lugar de relacionarse, y se cuentan mutuamente los recíprocos reconocimientos de relación, en lugar de la entrega resuelta de un verdadero vínculo.

El único sentimiento que tiene en sí la capacidad de sustentar tal nivelación es la envidia, en la que Kierkegaard distingue dos facetas: el egoísmo propio y la oposición reflexiva de los circundantes. Prueba de esto son los dos momentos correspondientes al sometimiento del individuo: a un juez interno que le impide pasar a la acción y a la superación del mismo que, al ser lograda, producirá la envidia de los demás que tratará de detenerlo.

El público constituye el fantasma necesario para que la nivelación —a través de la envidia— pueda darse de forma efectiva, y sucede con la ayuda de la prensa, que se convierte en abstracción. El concepto de “público” en Kierkegaard es base de sus más evidentes críticas a la abstracción fruto del pensamiento hegeliano. El público no se trata solamente de un conjunto de individuos que conforman una sociedad, sino de “una monstruosa nada”. No es simplemente el pensamiento imperante, puesto que incluso en las mayorías existe la responsabilidad de los individuos respecto a aquello que defienden. Sin embargo, el público “puede llegar a ser lo opuesto”, un mecanismo de opresión para los individuos que no les permite realizarse. Su voluntad debe ser la de una nivelación creada por la abstracción donde no está permitido sobresalir y en la que siempre se podrá juzgar una cosa y, a su vez, su contraria.

Kierkegaard acerca del individuo y la comunidad

Existe una cierta lectura de la obra de Kierkegaard que interpreta esta crítica en clave individualista al considerar lo colectivo como factor opresivo, dando lugar a una concepción de libertad negativa y sus correspondientes consecuencias políticas reaccionarias. Esta será la lectura, entre otras tantas, de Lukács, quien sostuvo que las carencias que encuentra Kierkegaard en su sociedad no son sino las debilidades de la burguesía a la que él pertenecía. Si bien es cierto que, aunque Kierkegaard no pueda ser tomado como un autor revolucionario, sino que es más bien conservador, una interpretación tan tajante ha quedado desacreditada con el paso de los años. Una filosofía dirigida al individuo no es necesariamente individualista. A pesar de que Kierkegaard ensalce al sujeto, la comprensión errónea de esto como defensa del individualismo frente a una construcción de comunidad es algo que él mismo desmiente y rechaza:

La contemporaneidad con personas reales, cuando cada una de ellas es algo, en un instante real y una situación real, fortalece al individuo. Pero la existencia de un público no crea ni una situación ni una comunidad. […] La abstracción que los individuos en forma paralogística crean, aliena a los individuos en lugar de ayudarlos (La época presente, Kierkegaard).

Kierkegaard no efectúa una contraposición entre individuo y comunidad, ni identifica a esta última necesariamente con una masa abstracta, sino que se erige en la defensa de la existencia con sentido de los integrantes de la misma. El público no se identifica con la comunidad, puesto que resulta imposible obtener con él una aproximación personal. No existe una interacción, sino que simplemente un tercero observa.

Se puede hablar a toda una nación en el nombre de público, y, sin embargo, el público vale menos que una sola persona real (La época presente, Kierkegaard).

Nietzsche y la historia

No son pocas las similitudes, a pesar de que a primera vista pueda resultar extraño, entre un filósofo que ante todo se define como un escritor religioso y aquel que vaticina y anuncia la muerte de Dios. Tanto Søren Kierkegaard como Friedrich Nietzsche comparten cierta crítica a la sociedad imperante de su época en búsqueda de nuevos valores y en el rescate del individuo.

Habiéndose previamente constatado que para Kierkegaard la verdad se presentaba como un principio práctico en el estadio religioso, se aprecia en el pensamiento nietzscheano la verdad en un plano más allá del bien y del mal. Para Nietzsche, el concepto, que es el nombre en el que se encierra una existencia del mundo, mata la vida debido al olvido del ser humano de su condición de creador del mismo. Se equiparan, de esta forma, concepto y realidad, cuando éste es simplemente una creación humana. El ser humano se ha subordinado al concepto, otorgándole una especie de autoridad metafísica. Esta férrea adecuación de los sucesos a los conceptos no tiene en cuenta que la realidad es dinámica y caótica.

En la Segunda consideración intempestiva, la concepción de verdad de Nietzsche es encarnada en su crítica a la historia que, al igual que la verdad, debe ser fruto del espíritu creador del ser humano, y no de un meticuloso estudio que diseccione los acontecimientos pasados mortificándolos. La historia, para este autor, es concebida en su época como una ciencia cuya meta sea dilucidar qué fue lo que ocurrió en un determinado momento histórico:

Estos ingenuos historiadores denominan “objetividad” justamente a medir las opiniones y acciones del pasado desde las opiniones comunes del momento presente: aquí ellos encuentran el canon de todas las verdades. Su trabajo es adaptar el pasado a la trivialidad del tiempo presente (zeitgemass) mientras, por el contrario, llaman “subjetiva” a cualquier historiografía que no tome como canónicas aquellas opiniones comunes y normales.

La historia, tal y como se concibe según Nietzsche, no pretende crear nada nuevo, simplemente juzgar desde una cómoda posición aletargada lo que una vez sucedió. Y el problema no es tanto la imposibilidad de referirse propiamente a lo sucedido en el pasado mientras uno se halla inserto en otras condiciones culturales e históricas, pues “todo pasado es digno de ser condenado”, sino la implicación de un estancamiento. La historia no es creada por sujetos con un determinado interés, sino que sólo es observada en tanto que objeto de estudio como historia muerta. Así, la objetividad se convierte en pasividad: el exceso de conocimiento de los sujetos que estudian la historia se vuelve imposibilidad de crearla. El hombre, a través del pathos, debe enfrentarse a ella con espíritu creador, y “transformar la historia en obra de arte”.

Sin embargo, la “objetividad” a menudo no es más que una palabra: en lugar de esa oscura calma relampagueante en el interior e inmutable externamente del ojo artístico, no aparece más que la exageración de la calma, de modo similar a como la falta de páthos y de fuerza moral suele a veces disfrazarse de fría y penetrante contemplación. […] Es entonces cuando se busca, ante todo, lo que en general no llama la atención y cuando la palabra más seca se supone más justa. Se llega incluso al punto de suponer que precisamente a quien no le interesa en absoluto un momento del pasado es el más adecuado para describirlo (Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida. Segunda consideración Intempestiva, Nietzsche).

Una vez más, en contraposición a Hegel, como con Kierkegaard y Marx, se resalta la importancia de un interés por la realidad concreta y el presente. No es legítimo tratar al pasado como si fuera algo totalmente ajeno; el acercamiento debido ha de ser llevado a cabo mediante el interés del momento presente. Tanto en las ideas de Nietzsche como en las de Kierkegaard, la libertad se halla íntimamente ligada a la existencia. Para Kierkegaard, la libertad se encuentra al dar el salto de fe, en la superación de la angustia a través del mismo. Por otra parte, para Nietzsche, la libertad es la voluntad de querer, la afirmación de la vida. Por tanto, según este autor, la libertad exige la desvinculación con los valores occidentales tradicionales, y ha de tener como objetivo el amor fati, esto es, amor al destino. Este amor fati no se reduce a una mera resignación con tintes estoicos, no es pasividad, sino afirmación plena.

La repetición y el eterno retorno

El concepto de repetición resulta crucial en ambos autores. Si Heráclito ya sentenció, mucho tiempo antes, que no hay posibilidad de bañarse dos veces en el mismo río, Constantin Constantius (pseudónimo bajo el que Kierkegaard firma La repetición) lo reafirma en Berlín, ciudad en la que fue una vez feliz, y a la que decide volver. Allí alquila la misma posada, acude a los mismos lugares… y, sin embargo, se da cuenta de que es imposible repetir su juventud. Ahí es donde se establece una diferencia fundamental: lo que Constantin estaba llevando a cabo era una rememoración, no una repetición. Precisamente, el recuerdo hace infelices y melancólicos a los hombres, porque la repetición lleva en su misma esencia la novedad. “El que sólo desea esperar es un pusilánime”, mientras que “quien desea la repetición ha de tener, sobre todo, coraje”. Al igual que la fe, la repetición es una paradoja que se escoge.

En estas obras de Kierkegaard podemos observar una especial influencia en el existencialismo francés del siglo XX. Albert Camus, por ejemplo, dirá que la vida es esencialmente absurdo, y sostiene como metáfora más representativa la imagen de Sísifo subiendo una y otra vez la piedra hasta la cima de la colina; un sinsentido en el cual “hay que imaginarse a Sísifo feliz”. Salvando las distancias entre estos autores, sí podríamos decir, haciendo uso de este símil, que cada vez que Sísifo sube la colina encuentra novedad, y de la misma forma todo acontecimiento que ocurre dos veces es un acontecimiento nuevo. No se renuncia a la herencia de las generaciones precedentes, sino que se toma desde el interés existencial. Vivir en el pasado es perjudicial en tanto que depositamos ahí nuestro presente y dejamos escapar la existencia, pero saltar consiste en una apuesta que se lleva a cabo en el existir presente para un futuro incierto y oscuro.

En la obra de Nietzsche es destacada la importancia del concepto de eterno retorno. De la misma forma que Kierkegaard llama melancólico al individuo que vive en el recuerdo, Nietzsche dirá que la memoria es mortificadora, y que el sujeto feliz es capaz de olvidar. Ve al hombre resentido como un hombre con un exceso de historia, pues “sin capacidad de olvido no puede haber ninguna felicidad, ninguna jovialidad, ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún presente” (La genealogía de la moral). Al ser humano le es debida, en cierto modo, la ahistoricidad. El eterno retorno tiene por base el deseo de que los acontecimientos se repitan, por crueles que sean; no es una resignación a lo impuesto, no es pasividad: es un profundo sí a la vida, el mayor acto de amor por ella. Esta es la relación que mantiene con el mencionado amor fati.

Según Deleuze en Diferencia y repetición, la repetición es la forma común en Kierkegaard y Nietzsche. También matizará que no es necesaria la obtención de novedad a partir de la repetición, siendo esto imposible, sino que constituye una tarea de libertad para Kierkegaard, así como el objeto mismo del querer para Nietzsche.

La diferencia entre Kierkegaard y Nietzsche es la diferencia entre “saltar y bailar”. Así, en Kierkegaard el movimiento es entendido como un reencuentro entre Dios y el yo, mientras que el eterno retorno está fundado en el movimiento de la physis sobre la muerte de Dios y la disolución del yo. El movimiento de Kierkegaard toma lugar por encima de todas las leyes de la moral; el de Nietzsche, siendo lo más natural de todo, tiene por base la corporalidad.

La superación del nihilismo

Se atribuye a Chesterton la afirmación de que “quien deja de creer en Dios pasa a creer en cualquier cosa”. Quizá Nietzsche estuviera de acuerdo, pues su proyecto no se estanca en un nihilismo provocado por la ausencia de dioses: es menester encontrar nuevas pasiones que eleven al ser humano. Cuando en La gaya ciencia el loco de la plaza anuncia la muerte de Dios, se pregunta cómo se ha desencadenado la Tierra de su Sol, cómo se ha bebido el agua del mar. “Llego temprano”, sentencia más tarde. El último hombre todavía no es capaz de convertirse en Übermensch porque, desprovisto de todos sus valores vitales, es todavía el ser más despreciable. El nihilismo es una etapa necesaria para la construcción del nuevo hombre, pero la más oscura y difícil de todas. Es por este carácter novedoso por el que no se trata de pensar a Nietzsche como un nostálgico de su época que tilda de débiles a quienes no comparten su épica, sino que debemos entender que la filosofía nietzscheana mira al presente; no habla del teatro antiguo, sino del teatro del porvenir.

Toda filosofía exige un despertar. La salida de la caverna, el hombre que se vuelve mayor de edad, resolverse a matar al hijo, superar la muerte de Dios. La necesidad de llegar más allá de la angustia o del nihilismo arrastra un desencanto, una cierta pérdida de la inocencia a la que nos aferramos. Al tratar la tormentosa relación de Nietzsche y Wagner, Safranski lanza una pregunta que asalta a Nietzsche, y que le hace sentir que su filosofía se tambalea: “Pero el hecho de tener razón, ¿compensa el amor perdido?”. ¿Qué pasa con aquellos elementos que no queremos dejar atrás? ¿Con la religión, con el arte, con la tradición, con el amor? Camus dirá que “el hombre es preso de sus verdades; en el momento en el que las descubre, no puede apartarse de ellas” (El mito de Sísifo). Entonces nuestra última alternativa será, como sugiere Nietzsche, dotar a la verdad del poder suficiente para bailar entre esas cadenas:

Es preciso haber amado la religión y el arte, como se ama a la madre y a la nodriza: de otra manera no se puede llegar a ser sabio. Pero es menester dirigir la mirada más allá, saber crecer más todavía, por encima de todo eso; si nos quedamos dentro de esos límites no comprenderemos todo aquello (Humano, demasiado humano, Nietzsche).

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