«Sentire aude!» Razón y sensibilidad como potencia política en la Modernidad: el camino es la belleza

Paula Barreiro Cores

El objeto del presente texto será ofrecer el marco en el que se encuadra el tratamiento de la dimensión estética de lo humano y su afectación y consecuencias en lo político, que en el siglo XIX cobra fuerza al tratarse de enmendar los errores de una Ilustración incapaz de apelar y hacerse cargo de la dimensión pasional del ser humano, a través de los planteamientos de Friedrich Schiller en sus Cartas para la educación estética de la humanidad y la propuesta de Hegel, Schelling y Hölderlin en El más antiguo programa sistemático del idealismo alemán, terminando con una aproximación al concepto de hegemonía gramsciano.

Schiller, autor fundamental en el desarrollo de esta cuestión, basa su exposición de la problemática en la dura crítica que realiza a la visión kantiana del ser humano caracterizada por su reduccionismo y rigidez fruto del planteamiento de la artificial oposición entre el deber y las inclinaciones, la ley y la sensibilidad, que reprime afectos y pasiones inherentes a la naturaleza humana.

En la producción filosófica de Kant se consagra el poder del mandato de la razón autónoma como autoridad más alta de lo humano para dar la solución correcta a todos los casos del mundo terrenal donde pudieran originarse conflictos o necesidades. Ésta funciona como un manual de instrucciones con respuesta a todo al que acudir para obrar bien, esto es, por deber; razón no contrastable con ninguna de otro orden distinto al moral.

La razón alcanza a conformar una serie de exigencias a imponer a los sujetos que podrían ser resumidas en el deber de la «forma de ley» (Luis Alegre Zahonero, El lugar de los poetas. Un ensayo sobre estética y política. Akal, Madrid, 2017, p. 183.), es decir, no tratar igualmente situaciones desiguales, ni desigualmente situaciones iguales; que el principio de una acción valga obligatoriamente para todos los casos del mismo tipo. Sin embargo, siendo estas exigencias de carácter formal evidente, cabe preguntarse si bastan para poder resolverse en un mundo material en el cual, para actuar, el ser humano en ocasiones se encuentra con razones morales cuyo seguimiento puede dar lugar a acciones distintas e incluso contradictorias y tiene que dar solución a una serie de preguntas cuyas respuestas no puede aportar la razón: cuáles son los tipos, a qué características reducir los casos para que encuadren en ellos, cuáles ignorar, qué hace a esas características dignas de guiar la acción por encima de otras, cómo traducir el deber a derecho, cómo articular una comunidad donde las exigencias racionales reinen por sí mismas, etc.

Resulta patente, llegados a este punto, que la razón teórica, aun siendo necesaria también en el nivel práctico, no es suficiente; no se basta a sí misma para resolver todas estas cuestiones. Marca los límites inobservables, pero no llega a lo que se encuentra dentro de ellos, ya que, tras llevar a cabo su tarea de eliminación de lo hipotético, de lo no universal, permanece todavía un espacio en el que se han de tomar decisiones, y éstas pertenecen a un orden práctico que la razón por sí sola no alcanza a solventar.

Para Schiller, esta tendencia racional a la universalización que somete a la naturaleza mediante el impulso formal provoca un abandono de la especificidad de los sucesos particulares que se dan en el mundo humano y de sus circunstancias negando la dimensión pasional que se juega en ellas. Por otra parte, de igual manera negativa, esta dimensión pasional, dirigida por el impulso sensible, es capaz de conducir en determinados seres humanos, los «salvajes», a la total inobservancia de los principios racionales. Es el uso articulado y armónico de ambos impulsos, de ambas facultades, lo propio del hombre cultivado:

El hombre puede oponerse a sí mismo de dos maneras: o bien como salvaje, si sus sentimientos se imponen a sus principios; o bien como bárbaro, si sus principios destruyen sus sentimientos. El salvaje desprecia el arte y honra a la naturaleza como su dueña absoluta; el bárbaro se burla de la naturaleza y la desacredita, pero, más despreciable que el salvaje, a menudo sigue siendo esclavo de sus sentidos. El hombre cultivado hace de la naturaleza su amiga: honra su libertad y se limita a reprimir su arbitrariedad (F. Schiller, Cartas sobre la educación estética del hombre, Carta IV, Acantilado, Barcelona, 2021, p. 20).

La razón, al formular principios universales, no debe ignorar la materialidad de los sujetos en los que pretende su aplicación; y la sensibilidad no debe pasar por alto los principios de la razón, convirtiendo al ser humano en esclavo de sus pasiones. Ambas facultades han de funcionar de manera armónica, lo cual parece irrealizable teniendo en cuenta sus tendencias contradictorias. Pues mientras el impulso formal se instala en la inmutabilidad y fijeza de las reglas universales, el impulso sensible necesita de cambios que hagan posible la afectación sensorial específica; pero no si se repara en que tienen por objeto ámbitos distintos:

Las tendencias de ambos impulsos se contradicen, pero conviene subrayar que no lo hacen en el mismo objeto, y donde no hay contacto, no puede haber choque. Cierto es que el impulso sensible exige cambio, pero no exige que el cambio se extienda a la persona y su ámbito, ni que los principios varíen. El impulso formal insiste en la unidad y en la permanencia, pero no exige que, con la persona, también se inmovilice su estado, ni que la sensación permanezca idéntica. De modo que la naturaleza no los ha opuesto, y si aun así parecen estarlo, ello se debe a que estos impulsos han transgredido libremente la naturaleza al malinterpretar sus cualidades y confundir sus esferas (ibid., Carta XIII, p. 63).

De esta forma, para un funcionamiento armónico de facultades es necesario que ninguna se entrometa en el dominio de la otra, que la razón no decida en el dominio del sentimiento, y que el sentimiento no decida en el dominio de la razón. Schiller ve roto este equilibrio en la escena política ilustrada, donde se termina practicando un total abandono de lo sensible que limita el tratamiento de lo humano a los principios de una razón totalizante que ignora el campo de su aplicabilidad.

Es desde este punto que Schiller se vuelve crítico con la Revolución francesa, en la que se produce un intento de emancipación y construcción de un nuevo régimen apelando a la racionalidad y universalidad de los principios con un concepto de libertad excesivamente abstracto que no tenía en cuenta cómo estaba conformada la sensibilidad de los sujetos a los que se pretendía emancipar. Este experimento, que termina en el fracaso representado por el terror y la guillotina, símbolos del desajuste entre ley y naturaleza, da cuenta de lo «bárbaro» que resulta ignorar el material humano que aspira a la transformación.

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Por ello, es necesario hacer coincidentes los impulsos sensibles, los deseos y apetitos, con las exigencias de la razón de forma tal que se incorporen a la naturaleza humana, evitando así lo que denomina «salvajismo», y esto se consigue mediante la educación estética capaz de articular esta dualidad:

La razón realiza su cometido al establecer y proclamar la ley; el cumplimiento de la ley debe corresponder a la voluntad resuelta y al sentimiento vivo. Si la verdad ha de triunfar en el conflicto con las fuerzas, primero tiene que convertirse ella misma en una fuerza, y nombrar como representante suyo en el reino de las apariencias a un impulso; porque los impulsos son las únicas fuerzas motrices en el mundo sensible. Si hasta ahora la razón ha mostrado tan poco su fuerza victoriosa, no es culpa del entendimiento, que no ha sabido ponerla de manifiesto, sino del corazón, que no ha querido oírla y del impulso que no ha actuado en su favor (ibid., Carta VIII, p. 39).

Aquí se encuentra un punto de divergencia con la teoría kantiana, que, oponiendo el deber a la naturaleza, no valora como virtud ni tiene en consideración moral aquellas buenas acciones que son realizadas de forma espontánea y natural por los individuos cuya sensibilidad está educada conforme al cumplimiento del deber, sino que sólo otorga valor moral a aquellas acciones debidas que para ser llevadas a cabo requieren de un esfuerzo, que se oponen a unas inclinaciones y apetitos naturales que deben ser vencidos por quien las ejecuta. Para Schiller, la virtud no se encuentra solamente en ese respeto a una ley moral, que, en tanto supone un esfuerzo de represión de la inclinación y naturaleza humanas, es externa; sino que el hombre cultivado y virtuoso es aquel capaz de hacerla suya, adecuando a la misma su naturaleza interna hasta encontrarse predispuesto sensiblemente a su cumplimiento.

Este ideal armónico es apreciado por Schiller en la cultura griega, que, con base en una educación estética, supo «conciliar en una humanidad espléndida la juventud de la fantasía con la madurez de la razón» (ibid., Carta VI, p. 25). En contra de la visión de Platón, que, advirtiendo de la peligrosidad que supone la estetización de la política —por ocultar con adornos y bellas formas poéticas que apelan a los afectos y pasiones contenidos poco convenientes para la convivencia en comunidad—, llega a sugerir la expulsión de los poetas de la πόλις, sellando una desavenencia que viene de antiguo (República, 607b). Schiller demuestra una visión excesivamente idealizada de esta sociedad en la que, a su parecer, no se encontraban escindidos el deber y la naturaleza al modo kantiano, sino que se encuentran en funcionamiento armónico: la ley comunitaria, sin esfuerzos ni tensiones, era incorporada en la naturaleza sensible de los individuos y su cumplimiento no se realizaba a costa de la represión de las inclinaciones.

La escisión entre naturaleza y ley fruto de los planteamientos kantianos de las dos primeras críticas queda superada por la Crítica del juicio, que media entre la Crítica de la razón pura y la Crítica de la razón práctica, tratando la cuestión del gusto, de lo bello, a la que remite Schiller. El juicio de lo bello se distingue del resto de juicios por unas características muy concretas, la legitimidad de la reclamación de un asentimiento universal y el desinterés:

Cuando se trata de si algo es bello, no quiere saberse si la existencia de la cosa importa o solamente puede importar algo a nosotros o a algún otro, sino de cómo la juzgamos en la mera contemplación (intuición o reflexión). (…) No hay que estar preocupado en lo más mínimo de la existencia de la cosa, sino permanecer totalmente indiferente, tocante a ella, para hacer el papel de juez en cosas del gusto (Immanuel Kant, Crítica del juicio, parágrafo 2, Austral, Barcelona, 2013, p. 129).

En el momento de la percepción de la belleza el sujeto del juicio se encuentra en una actitud contemplativa y desinteresada, no mantiene una pretensión de relacionarse o apoderarse del objeto que se juzga como bello, sino que es indiferente a su existencia, se centra en la pura forma. Por ello, al no tener cabida ningún tipo de interés del sujeto privado, ni estar en juego o determinar el juicio ninguna de sus particularidades individuales o su vida concreta, es posible reclamar un asentimiento por parte del resto de sujetos que contemplan aquello que juzga bello, pues el fundamento de dicho juicio se encuentra en el sujeto trascendental en el que se produce la perfecta concordancia e idoneidad entre las facultades de la imaginación y el entendimiento, comunes a todos los seres humanos.

El gran mérito de la belleza es la reconciliación armónica y articulada de elementos con tendencias opuestas como son el impulso formal y sensible, lo racional y lo material, la ley y la naturaleza, la razón y las pasiones, en lo que Schiller llama «impulso de juego», capaz de dar sentido unitario a un concepto de humanidad que aparentaba naturaleza dual y contradictoria:

Por razones trascendentales, la razón exige que se dé una unión entre impulso formal e impulso material; es decir, debe existir un impulso de juego, porque sólo la unidad de realidad y forma, de casualidad y necesidad, de pasividad y libertad, pueden completar el concepto de humanidad. esta exigencia es obligatoria para la razón, porque en virtud de su esencia misma exige la perfección y la abolición de todos los límites, y porque la acción exclusiva de uno u otro de ambos impulsos impide alcanzar la perfección de la naturaleza humana y le impone un límite. Por lo tanto, en cuanto la razón proclama «Debe existir la humanidad», establece con ello la ley: debe existir la belleza (Schiller, Cartas sobre la educación estética del hombre, Carta XV, ed. cit., p. 74.).

Es la belleza la encargada de realizar el trabajo de mediación, el «objeto común de ambos impulsos» (ibid., p. 75) exigido por la propia razón, que requiere de su acción conjugada para perfeccionar la naturaleza humana. La existencia de la humanidad implica la existencia de la belleza universal como punto de encuentro entre las dos dimensiones de lo humano que parecían escindidas, y el modo en el que éstas se enlazan no es otro que la cultura, que determina esa manera en la que ambos impulsos se encuentran y tiene por tarea retener a cada uno de ellos en su dominio de forma que ninguno se entrometa en el ámbito del otro, evitando de esta forma el salvajismo y la barbarie que resultaría de la no conciliación de la dualidad (vid. Luis Alegre Zahonero, El lugar de los poetas. Un ensayo sobre estética y política, op. cit., p. 182):

La misión de la cultura es velar por los dos impulsos y asegurar que ninguno de ellos transgreda sus límites, pues debe ser equitativa con ambos, y no sólo afirmar el impulso racional frente al sensible, sino también éste frente a aquél. Su quehacer es por lo tanto doble; primero, proteger la vida sensible de las intrusiones de la libertad; y, segundo, asegurar la personalidad ante el poder de las sensaciones. Lo primero se consigue educando la facultad de sentir, lo segundo, desarrollando la facultad de razonar (Schiller, Cartas sobre la educación estética del hombre, Carta XIII, ed. cit., p. 64.).

La cultura a la que, como se ha visto, el autor considera superior es la estética, pues sólo ésta tiene la capacidad de educar la sensibilidad para que responda naturalmente a las exigencias de la razón en una articulación armónica a través de cual es alcanzable la libertad. Para Schiller, tal aspiración se había ejemplificado en la πόλις griega, modelo de comunidad política donde «tanto por la forma como por el contenido de sus obras, tanto por la dimensión filosófica como creativa de su cultura […] supieron conciliar en una humanidad espléndida la juventud de la fantasía con la madurez de la razón» (ibid., Carta VI, p. 25) e incluso «filosofía y poesía podían intercambiar sus funciones, porque cada una hacía honor a la verdad a su manera» (ibid., p. 26).

Esta conciliación unitaria de las esferas de lo humano que se entendían escindidas tiene su clara proyección en lo político. Una comunidad política deseable en la que se da esta condición se constituye de forma tal que, a pesar de formar una totalidad, no se anulen las individualidades y sensibilidades de quienes habitan en ella, es decir, a través de la libertad a la que se llega mediante la belleza.

Los Estados griegos (que recordaban a un organismo como el pólipo, pues en ellos cada individuo gozaba de una vida independiente, pero, cuando era preciso, podía identificarse con la comunidad en su conjunto) dieron paso a un artificioso mecanismo de relojería donde se reúnen incontables piezas inertes para formar una nueva totalidad mecánica (ibid., p. 28).

El gran error de la Modernidad y del proyecto político de la Ilustración, como se ha constatado, es precisamente ignorar esta dimensión sensible del ser humano, «quedando abolida poco a poco la vida concreta de los individuos para asegurar que la totalidad abstracta persiste en su indigente existencia» (ibid., p. 29), integrándolos en un mecanismo que reprime su independencia. Así, el Estado moderno «permanece siempre ajeno a sus ciudadanos, cuyos sentimientos no le dicen nada» (idem). Anuncios Informa sobre este anuncioPrivacidad

Tratando de dar solución a este problema de abandono y represión de lo sensible que plantea Schiller y a la radical separación entre los filósofos y las clases populares redactan Hegel, Schelling y Hölderlin El más antiguo programa sistemático del idealismo alemán, donde, a la luz del fracaso de la Revolución francesa, proponen «un programa político formulado en oposición del aspecto mecanicista inherente a la concepción analítica y racionalista de la interacción social» (Manfred Frank, El Dios venidero. Lecciones sobre nueva mitología, Ediciones del Serbal, Barcelona, 1994, p. 158). En él se expone la forma de educación estética que creen más deseable y efectiva para alcanzar su pretensión de interesar al pueblo y crear «un mundo para el ser moral» (Hegel., Escritos de Juventud, El más antiguo programa sistemático del idealismo alemán, FCE, Madrid, 2003, p. 219): una nueva mitología.

En la misma línea a la que apuntaba Schiller en su posición crítica con la Modernidad, como demuestra el uso de un lenguaje relativo al mecanicismo con el que describe al Estado como un «artificioso mecanismo de relojería» en el que sus habitantes son «piezas inertes», los autores mencionados también contemplan un tratamiento del ser humano que lo reduce a «engranajes mecánicos» (idem) del cual no puede existir una idea. Éstas sólo pueden ser tal de lo que es objeto de libertad, y nada considerado de forma mecanicista lo es. Por tanto, siendo el Estado un impedimento para la libertad de los individuos, debe desaparecer. Para estos autores las ideas —como la verdad, la libertad o el bien— remiten o están subordinadas a otra idea superior, la belleza, que unifica a todas las demás como «acto supremo de la razón» (ibid., p. 220) y, en consecuencia, el filósofo debe prestar tanta atención a la estética como el poeta, aun siendo ésta el principal ámbito de desarrollo del mismo.

Con esta base se constata que, para crear una conexión entre la filosofía y lo popular, «es necesario construir un vínculo sensible con el pueblo» (vid. Luciana Cadahia, El círculo mágico del estado. Populismo, feminismo y antagonismo. Lengua de Trapo, Madrid, 2019, p. 114), esto es, un vínculo estético. Para ello, el filósofo que se hace cargo de esta dimensión debe contraponerse a aquellos sin ningún tipo de sentido estético, incapaces de ser ingeniosos y a los que «no comprenden [nada de las] ideas y que son lo suficientemente sinceros para confesar que todo les es oscuro, una vez que se deja la espera de los gráficos y de los registros» (Hegel, Escritos de Juventud, ed. cit.,p. 220). De esta forma, tratan de recuperar la posición que para ellos ocupaba la poesía en la Edad Antigua, la de «maestra de la humanidad» (idem) con una dignidad superior al resto de ciencias y artes.

Esta nueva religión no está dirigida únicamente a las clases populares para, de forma pedagógica, elevarlas y hacer que las ideas les sean interesantes, ni ha de ser exclusiva de la élite intelectual, «nada de una religión elitaria para los pocos por encima de la superstición universal» (José María Ripalda, La nación dividida. Raíces de un pensador burgués: G.W.F. Hegel, FCE, Madrid, 1977, p. 216), sino que ha de superar «la distancia entre razón y sensibilidad, clases superiores e inferiores» (idem) conciliando las esferas de lo humano que se habían visto escindidas y superando también, por otra parte, la distinción de clases que separaba a la filosofía del pueblo:

Al mismo tiempo, escuchamos frecuentemente que la masa [de los hombres] tiene que tener una religión sensible. No sólo la masa, también el filósofo la necesita. Monoteísmo de la razón y del corazón, politeísmo de la imaginación y del arte: ¡esto es lo que necesitamos! […] Tenemos que tener una nueva mitología, pero esta mitología tiene que estar al servicio de las ideas, tiene que transformarse en una mitología de la razón (Hegel, Escritos de Juventud, ed. cit.,p. 220).

Existen en este punto dos condiciones: la nueva mitología ha de ser racional, pero la racionalidad no es suficiente para resultar atractiva ni capaz de convencer con argumentos que se limiten a ella, así que, a su vez, ha de ser estética y conformarse siendo una «razón sensible que conecte con lo popular» (Luciana Cadahia, El círculo mágico del estado. Populismo, feminismo y antagonismo, op. cit., p. 114). De esta manera, se produce un «doble movimiento» (ibid., p. 115) en el cual la filosofía debe volverse mitológica y la mitología, filosófica, racional; los filósofos deberán sensibilizarse y el pueblo racionalizarse hasta alcanzar unidad entre sí:

Mientras no transformemos las ideas en ideas estéticas, es decir, en ideas mitológicas, carecerán de interés para el pueblo, y, a la vez, mientras la mitología no sea racional, la filosofía tiene que avergonzarse de ella (Hegel, Escritos de Juventud, ed. cit., p. 220).

Se trata, en todo caso, de alcanzar una forma de expresión de la teoría que, al mismo tiempo que no ignore la dimensión sensible de lo humano quedándose en un esquematismo o dogmatismo de la razón, tampoco se limite solamente a ella. El objetivo es elevar al pueblo a la altura de los filósofos, de los ilustrados, y, a su vez, que éstos desciendan a las necesidades del pueblo de forma tal que entre ellos no existan contradicciones, sino que formen parte de una misma humanidad:

Así, por fin, los [hombres] ilustrados y los no ilustrados tienen que darse la mano, la mitología tiene que convertirse en filosófica y el pueblo tiene que volverse racional, y la filosofía tiene que ser filosofía mitológica para transformar a los filósofos en filósofos sensibles. Entonces reinará la unidad perpetua entre nosotros (idem).

Los filósofos, sabios y sacerdotes pasarán a diluirse en la misma unidad que las clases populares quedando fundidos en una articulación que, aun siendo unitaria, no permita que terminen siendo anulados los individuos y sus afectos y particularidades y que, por otro lado, despliegue su fuerza como conjunto: «nos espera la formación igual de todas las fuerzas, tanto de las fuerzas del individuo [mismo] como de las de todos los individuos» (idem), reinando “la igualdad universal de todos los espíritus» (idem).

Estos autores, en esencia y como se ha visto, llaman al cumplimiento de una necesidad primordial para fundar un orden político que obedezca a la nota de universalidad sin ahogar ni ignorar las sensibilidades de aquellos a quienes se dirige. Esto es, la construcción de un lenguaje que apele a la totalidad del ser humano sin distinguir clases sociales o intelectuales, un lenguaje del pueblo en su conjunto que será «la última, la más grande obra de la humanidad» (idem).

Si bien la falta de atención a la potencia política de la sensibilidad queda patente en el fracaso de la Revolución francesa, no es una cuestión que pueda ser reducida únicamente a este periodo histórico; encontramos una lógica política similar en la cosmovisión marxista clásica según la cual los elementos culturales son un mero reflejo superestructural de aquello que ocurre en una base económica. Sin embargo, existe en su desarrollo posterior una concepción de lo político que excede el planteamiento totalizador del marxismo clásico: la concepción gramsciana de la hegemonía.

Frente al racionalismo del marxismo clásico, que presentaba a la historia y a la sociedad como totalidades inteligibles, constituidas en torno a «leyes» conceptualmente explicitables, la lógica de la hegemonía se presentó desde el comienzo como una operación suplementaria y contingente (E. Laclau y C. Mouffe, Hegemonía y Estrategia Socialista. Hacia una radicalización de la democracia. Siglo XXI, Madrid, 1987, p. 11).

La hegemonía, concebida como proceso de universalización de afectos e intereses con vocación de conquista del poder político para un resultado emancipador, ha de tener como primer terreno a disputar el ámbito de la cultura. En él se portan concepciones del mundo concretas que determinan la forma en que se vive y siente la realidad, elemento fundamental a tener en cuenta para la movilización que revierta el orden establecido y que delimita los términos en que se da la posibilidad:

Hay que hablar de lucha por una nueva cultura, o sea, por una nueva vida moral, que por fuerza estará íntimamente vinculada con una nueva intuición de la vida, hasta que ésta llegue a ser un nuevo modo de sentir y de ver la realidad, y, por tanto, mundo íntimamente connatural con los «artistas posibles» y con las «obras de arte posibles» (A. Gramsci, «Arte y lucha por una nueva civilización», en Antología, Akal, Madrid, 2013, p. 432).

Esta conquista de la dirección cultural de la sociedad, es decir, la universalización del sentido común del grupo social que aspira al poder, ha de ser previa a la conquista del poder político. La opresión que ejerce la clase dominante sobre los subalternos no es solamente económica, es decir, limitada al poder material consistente en la propiedad de los medios de producción, con el consecuente sometimiento de quienes los trabajan, sino también de esta índole, en palabras de Marx y Engels:

Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época; o dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante. La clase que tiene a su disposición los medios para la producción material dispone con ello, al mismo tiempo, de los medios para la producción espiritual, lo que hace que se le sometan, al propio tiempo, por término medio, las ideas de quienes carecen de los medios necesarios para producir espiritual­mente (Karl Marx y Friedrich Engels, La Ideología Alemana. Grijalbo, Barcelona, 1974, pp. 50-51).

El ámbito cultural y, de igual manera, el político, dejan de ocupar una posición absolutamente determinada y supeditada a lo económico, de forma que «se convierten en el impulso por el que una clase es capaz de proyectar sobre el futuro su visión del mundo«, en potencia y medio movilizador que adquirirá fuerza en tanto sea capaz de articular los afectos y pasiones del sujeto a emancipar y se haga cargo de la dimensión sensible del mismo (vid. Manuel Romero Fernández, 2020, «El lugar de lo político en la teoría (pos)marxista». Instituto de Estudios Culturales y Cambio Social):

El elemento popular «siente» pero no siempre comprende o sabe. El elemento intelectual «sabe» pero no comprende o, particularmente, «siente» […] El error del intelectual consiste en creer que se pueda saber sin comprender y especialmente sin sentir ni ser apasionado (no sólo del saber en sí, sino del objeto del saber), esto es, que el intelectual pueda ser tal (y no un puro pedante) si se halla separado del pueblo-nación, o sea, sin sentir las pasiones elementales del pueblo, comprendiéndolas y, por lo tanto, explicándolas y justificándolas por la situación histórica determinada; vinculándolas dialécticamente a las leyes de la historia, a una superior concepción del mundo, científica y coherentemente elaborada: el «saber». No se hace política-histórica sin esta pasión, sin esta vinculación sentimental entre intelectuales y pueblo-nación. En ausencia de tal nexo, las relaciones entre el intelectual y el pueblo-nación son o se reducen a relaciones de orden puramente burocrático, formal; los intelectuales se convierten en una casta o un sacerdocio (Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel, Tomo 2, Era: México, 1999, pp. 47-47).

Quedan constatados en esta cita los puntos comunes entre el análisis gramsciano y la propuesta de El más antiguo programa sistemático del idealismo alemán: es necesario construir un vínculo sensible entre intelectuales y pueblo sin caer en el error tradicional consistente en la fe en una verdad, en un saber, que para ser alcanzado debe ignorar o reprimir la dimensión pasional natural al ser humano. No es posible saber «sin comprender y especialmente sin sentir ni ser apasionado» (idem), ni el intelectual puede encontrarse separado del pueblo, pues ha de comprender sus afectos para enlazarlos al saber al que aspira, no puede éste «desvincularse emocionalmente de aquello sobre lo que indaga» (Luciana Cadahia, El círculo mágico del estado. Populismo, feminismo y antagonismo, op. cit., p. 113). Sin el vínculo estético preciso, la relación entre los intelectuales y las clases populares es, como ya se advertía en el Programa, exclusivamente formal o burocrática, permaneciendo lo suficientemente alejados para que los primeros se conviertan en una «casta o un sacerdocio» separado radicalmente de su pueblo. Para Gramsci, este problema queda solventado en la figura del intelectual orgánico, aquel que por su posición en el esquema social tiene la capacidad de influir y transformar las ideas y el sentido común de una sociedad, pensando por y para su clase.

La problemática del abandono de la sensibilidad que ya señalaba Schiller resulta ser una constante a lo largo de la historia de la relación entre la filosofía y el pueblo que no lograban nunca vincularse, de forma tal que cualquier proyecto político liderado o ideado por la primera fracasase por la ausencia de conexión con el segundo. Por esto, tanto Schiller como los autores del Programa y, más tarde, Gramsci, resaltan la importancia de una cierta educación estética capaz de crear un lenguaje común en el que pueblo e intelectuales se entiendan.

«Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo» (Karl Marx, Tesis sobre Feuerbach, Biblioteca de autores socialistas): el camino es la belleza.

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/2021/12/13/sentire-aude-razon-y-sensibilidad-como-potencia-politica-en-la-modernidad-el-camino-es-la-belleza/

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