Infancia y filosofía: la necesidad de preguntar «por qué»

Carlos Javier González Serrano

Da la impresión, en ocasiones, cuando nos sentimos desamparados y sin consuelo, de que la auténtica matria –acogedora, confortable y vivificante– es la infancia. Quizá, los adultos sólo creamos ficciones para poder regresar a ese tiempo en el que todo está lleno de asombro, de una maravillosa y envolvente sensación de pertenecer a este mundo. E incluso deseamos con toda nuestra fuerza abandonar ese tempestuoso mar al que llamamos «edad adulta», en el que muchas veces nos vemos obligados a vivir como auténticos náufragos: solos, abandonados y a la deriva.

Todo relato vital encierra ese doble movimiento: el del adulto que quisiera regresar a una tierra perdida, de la que se siente para siempre desterrado, y el del niño o la niña que, con los «ojos en pasmo» (en expresión de José Ortega y Gasset), observa cuanto le rodea con mirada virgen, casi extraviada, pero por eso mismo cargada de ilusión ante lo novedoso.

El niño siente dentro de sí una incontrolable inmensidad que también observa ahí fuera (en el cielo, en los pájaros, en los adultos –esos seres incomprensibles–, en el juego), y se ve y se juzga frágil por primera vez, sujeto al cambio, que no sabe aún cómo conjugar ni manejar. Pero siempre están los padres para reinstaurar el equilibrio perdido. A pesar de ello, van apareciendo, igualmente, las primeras ideas sobre la caducidad, sobre la fugacidad de todo cuanto sucede, y cobra consciencia (¡qué palabra, qué gran carga la conciencia!), paulatina o súbitamente, de que todo eso que ve ante sí tiene un comienzo y tiene también un final. Es el amanecer de los contrarios en el ánimo del niño, que piensa aún ese cambio como algo genérico, extraño y ajeno, que todavía no puede aplicarse a su individualidad, porque se piensa permanente, eterno: intocable.

La naturaleza, para el alma infantil, se configura como una madre y como un refugio, pero también como escenario inherente al ser humano donde puede correr, saltar y jugar. Sobre todo jugar. Donde puede comunicarse, en una extraña unión, con todo lo que la circunda: sin opresión ni sumisiones, aunque todo juego, por supuesto, tenga sus normas. Porque ahí están los adultos para decir «basta»: basta de juegos, basta de tiempo ocioso, volvamos a la obligación. Y el niño, así, cae en la cuenta de que ese presente de la diversión ya pasó, y que el tiempo transcurre, avanza, se desliza sin que tengamos dominio sobre él. ¿Quién no sintió, de niño, las horas de la siesta como una suspensión soporífera de la vida, en la que un cierto hedor temporal adulto estrangulaba y colapsaba las ganas, las ansias, las fuerzas de la infancia, que pujaban por no perder ni un solo segundo de ese presente que escapa y que, misteriosamente, los adultos dejaban ir mientras dormían o veían el informativo o una telenovela?

También los niños se sorprenden de estos saltos generacionales, y se preguntan por la exclusividad de su experiencia, y de si esos adultos, que tantas trabas ponen a su libertad, son iguales a ellos. Surge así la sorpresa por verse diferente de aquellos que los guían y tutelan: les proporcionan una extraña y enrarecida seguridad que, a la vez, restringe y lima su libertad. Se presiente ya, aunque no se entiende –ni se quiere entender–, la angustia por ese tiempo fugitivo que los adultos compartimentan y despachan como si fuera una posesión de la que pueden disponer a su antojo.

La filosofía, y su enseñanza, es necesaria en las instancias más tempranas de la educación porque niños y niñas, desde muy pronto, comienzan a revelarse como inocentes –pero muy fervientes– escrutadores de la realidad. La pregunta surge espontáneamente, y una de las primeras expresiones que aprendemos a balbucear, junto a «mamá» o «papá», es «por qué». Un «por qué» dirigido casi siempre a esos mismos progenitores que, en muchas ocasiones, se conforman con responder con un insuficiente y ufano halo de autoridad: «Porque es así», «Porque lo digo yo». Una extraña semántica que no sacia la natural curiosidad infantil o que, de hacerlo (debido a la connatural confianza que emana de los niños respecto a sus padres o profesores), cercena nuestras capacidades críticas y creativas.

Es este el horizonte desde el que debemos afrontar el derecho (y añadiría, la obligación civil) a una enseñanza integral desde la niñez, que no se resigne a –ni se agote en– una contaminada pedagogía utilitarista encaminada en exclusiva a la obtención de un empleo, y que, en fin, tome la filosofía (y las humanidades en general) como una disciplina fundamental para que niños y niñas cuestionen la pérdida de libertad que los adultos sufren y asumen deliberada y paulatinamente a medida que avanzan en su camino hacia etapas más avanzadas de la vida.

La filosofía forja la necesidad interior de mantener y desarrollar un progresivo compromiso individual con cuanto nos rodea. Como apuntó la pensadora Hannah Arendt, atreverse a insertar el propio yo en el mundo y comenzar una historia personal es la potencia que fomenta la filosofía. Nada más y nada menos. Pero esta tarea resulta imposible en soledad. La acción no puede llevarse a cabo en el aislamiento: la acción real se efectúa con y frente a los demás, en el espacio público, allí donde nos vemos las caras e intercambiamos palabras, discursos. De otra manera, si nos ceñimos al espacio privado, a la casa (a un voluntario arresto domiciliario del pensamiento propio), nuestras acciones no repercuten ni pueden repercutir en el otro, y acabamos convertidos, tristemente, en individuos que todo lo padecen y todo lo consienten: adviene entonces la manipulación desde instancias de muy diverso calado, políticas, económicas, estatales.

Es por ello, también, que desde los poderes establecidos se nos trata como una masa indiferenciada, como «humanidad» o «ciudadanía»; porque la masa es indolente e inoperante –en términos de disidencia– y se deja manejar, sobre todo emocionalmente. Ahí están las fake news, el imperio de la posverdad. Sin embargo, el individuo es impredecible y tiene la capacidad de convencer y mover a otros a la acción. La filosofía despierta este ahínco por pensar y pensarnos desde la individualidad para intervenir en la colectividad que somos y conformamos. Hacer filosofía es una forma de cuidado y de preservar lo más propiamente humano: el pensamiento que se traduce en acción.

Quienes hacemos, ejercemos, enseñamos o fomentamos la filosofía, también formamos una polis, una ciudadela rebelde frente a esa violencia institucional que nos quiere tristes, automatizados, homogéneos, dependientes y separados, y que anhela una gran masa informe a la que poder manejar a su antojo y al albur de las circunstancias de turno. Precisamente, enseñar y hacer filosofía es atreverse a decir «yo pienso» o, es más, «yo pienso esto o lo otro», con y frente al otro; un otro que, a su vez, expresa sus convicciones y diferencias y las confronta con sus semejantes. Y todo porque quien hace filosofía asume el riesgo de poder estar equivocado.

Los niños se preguntan por el porqué a medida que despiertan a un mundo que intuyen comprensible y descifrable pero que se les hace inasumible en su pluralidad e inmensidad. De ahí el «por qué» interrogativo y bellamente indagatorio que barrunta y se asoma a todos los porqués. El adulto acaba por perder esta faceta, tan fundamental, de preguntarse la razón por la que las cosas suceden, y las asume de una manera cada vez más preocupante, más indolente. Si educamos a las nuevas generaciones en esta irrazonable y tan perniciosa y perversa inercia, se perderá con ello la capacidad para cuestionar quiénes queremos ser en un mundo en el que, con una funesta normalidad, nos vemos empujados y finalmente obligados a ser, tan sólo, quienes podemos ser, sin plantearnos quiénes podemos llegar a ser. Ayudemos a cada niña, a cada niño, a todos los protagonistas de cada aventura infantil (y juvenil), a no perder ese ahínco –tan humanamente natural y espontáneo– de preguntar: sin vergüenza ni temor a ser amonestados. Porque la pregunta es principio, pero también el fin, de la filosofía.

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