A pesar de los avances tecnológicos, de eso que en Occidente llamamos “progreso”, de la prosperidad económica o del Estado de bienestar, sobre las mentes pensantes que todos llevamos de un lado para otro continúan sobrevolando las mismas cuestiones desde hace milenios: los interrogantes que giran en torno a la muerte, el origen del universo o el propósito de la vida. Ejemplos sobre la manera en que los seres humanos tratamos de dilucidar si algo de lo que hacemos o pensamos tiene algún sentido trascendente han existido a lo largo de toda nuestra historia escrita, nos conectan en el tiempo de manera intergeneracional desde épocas tan remotas como el segundo milenio antes de nuestra era, momento en el que creemos que fue compuesto de manera oral el más antiguo de los llamados libros védicos, el Rigveda. De estos textos, los Vedas, surgieron a su vez los —ahora— afamados Upanishads, cuyo contenido novedosamente filosófico inspiró a grandes mentes como la de Beethoven, para quien Brahman estaba «presente en cada parte del espacio» (A.C. Kalischer, Beethoven’s Letters with explanatory notes, J.M. Dent & Sons, 1926, pp. 393-394) o Arthur Schopenhauer. Dentro del pesimismo de este último, la lectura de los textos védicos representó, según sus propias palabras, un profundo consuelo:
¡Qué significado tan rotundo, definido y siempre coherente tiene cada línea! En cada página nos salen al encuentro pensamientos profundos, originales y sublimes, mientras una elevada y santa seriedad flota sobre todo el conjunto […]. Es la lectura más gratificante y conmovedora que se puede hacer en este mundo: ella ha sido el consuelo de mi vida y será el de mi muerte (Arthur Schopenhauer, Parerga y Paralipómena II).
Pero ¿qué son los Vedas y los Upanishads? Los Vedas son los textos más antiguos de la tradición india, base de la religión védica antes del florecimiento del hinduismo. Se desconoce su autoría, como suele ocurrir con las compilaciones escritas de tradiciones orales, pero fue aprovechado por los teólogos indios para vincularlos con sabios antiguos que habrían llegado a la revelación tras largas meditaciones. Nótese el cambio con respecto a otras religiones: fueron los sabios quienes consiguieron llegar a la revelación, nadie bajó en este caso de los cielos a hacer el trabajo por ellos, sino que abrieron su propio camino hacia el «conocimiento», que es precisamente lo que significa veda. Este conocimiento estaba ahí, esperando ser descubierto, porque para los seguidores de esta corriente es infinito, siempre estuvo disponible a falta de ser desvelado.
El último tramo de ese saber védico es el que ocupan los Upanishads, una especie de culminación, y su significado etimológico habla en este caso de la acción de sentarse a los pies de un maestro para escuchar sus enseñanzas. Antes de que comenzaran a ser escritos, entre el 800 y el 400 a.C., estas palabras reveladas ya habían sido traspasadas oralmente de generación en generación (vid. J. M. Abeleira, Upanishads, Penguin Clásicos, 2021, pp. 5-6), como había ocurrido con los demás Vedas o, en tiempos similares, con otros textos tan cruciales como los poemas homéricos, y continuaron elaborándose después, incluso hasta el siglo XV de nuestra era.
Si los Vedas se centran en las enseñanzas de carácter ritual, en oraciones y mantras, los Upanishads abren la puerta a las grandes cuestiones existenciales del ser humano y, por primera vez, a la práctica de la autorreflexión y el autoconocimiento como método para hallar respuestas; de ahí que, a pesar de su longevidad, la lectura apaciguadora de estos relatos resulte atemporal. Se trata de narraciones con diferentes personajes, historias que esconden la sabiduría entre líneas; los protagonistas de estos textos se enfrentan a los problemas existenciales desde una portentosa determinación: lograr responder a las cuestiones de una manera certera, hallar la verdad absoluta en las respuestas.
Estamos navegando, por tanto, las mismas olas en las que Sócrates pretendía hallar la definición universal o Descartes las ideas innatas. Así, en el camino en busca de respuestas de los personajes de los Upanishads aparece la figura del gurú, intermediario entre el protagonista y una divinidad que aquí se llama Braman y que tiene connotaciones panteístas: se le vincula con el Absoluto, la realidad última, la Naturaleza en su totalidad. En los Upanishads, entonces, estas figuras divinizadas sirven para indicar al protagonista el camino a la verdad por medio del diálogo, la metáfora, la moraleja o la analogía simbólica. La búsqueda del aprendiz se centra en el conocimiento de esa realidad última allá fuera, Brahman, así como del espíritu o alma dentro de nosotros, atman, y del vínculo que este último puede fortalecer con el primero, algo que puede lograrse, por ejemplo, con la práctica del yoga, concepto que también forma parte de las enseñanzas védicas.
En la historia del pensamiento occidental, las teorías presocráticas fueron desvinculándose de una fundamentación puramente metafísica para explicar la realidad o, al menos, abrieron la conversación hacia la independencia de la filosofía con respecto al mito; las orientales, ejemplificadas en los Upanishads, se arraigan en este caso en una base que va más allá de lo físico, pero lo hacen obligándonos a mirar hacia dentro, nos llevan hacia nuestro interior, nuestra conciencia. Su Absoluto es una entidad inmaterial, sin forma ni atributos, trascendental, pero sólo llegamos a ella cuando nos percatamos de que lo que llevamos dentro (alma, atman), no es más que una parte de aquél. Todo esto trae con facilidad a la memoria la Idea Suprema de Platón, cuya teoría de las Ideas o de las Formas bebió precisamente de corrientes orientales y pitagóricas, el determinismo estoico, el Uno de Plotino o la iluminación interior de Agustín de Hipona.
Uno de los textos más conocidos dentro de esta última compilación védica es el Katha Upanishad, recopilado dentro de los diez primeros libros (y, por tanto, también de los más antiguos) que conforman los ciento ocho Upanishads. En él se narra la historia del niño Nachiketa, cuyo padre se había comprometido a realizar un sacrificio que implicaba deshacerse de todas sus pertenencias, incluida su familia. El padre, sin embargo, únicamente se deshizo de lo material, pero se quedó con su mujer y sus hijos, lo cual decepcionó a Nachiketa y así se lo hizo saber. Enfadado, el padre le dijo entonces que se desharía de él, pero enviándolo directamente a Yama, el señor de la muerte en la mitología hindú. Nachiketa, obstinado, decidió marchar por su cuenta en busca de tal deidad y, tras esperar a las mismas puertas de la muerte durante tres días, su determinación conmovió a Yama, quien le concedió tres deseos por la osadía sin esperar lo imprevisto de la última petición del muchacho: Nachiketa quería saber lo que había después de la muerte, si algo de él permanecería en este mundo, si todo era perecedero. Tras muchas reticencias, Yama termina ofreciéndole el conocimiento deseado, que pasa por relacionar el interior del ser humano con el del Absoluto (Brahman), por darnos cuenta de que nuestra alma pertenece de algún modo al orden de la Naturaleza y, por tanto, que formamos parte del Todo; si interpretamos al padre de Nachiketa como nuestro yo entregado a los deseos materiales y al propio chico como nuestra conciencia, el vínculo Brahman-Atman queda de la siguiente manera: sólo encontrándonos a nosotros mismos, a nuestro verdadero ser, conseguiremos librarnos de los desasosiegos e incluso del miedo a la muerte.
Es en ese conocimiento del Absoluto, en ese sustento psicológico, donde nuestro ser encuentra sosiego: todos los individuos formamos parte de lo mismo. Como reza una de las frases de los Upanishads destacadas por el mismísimo Arthur Schopenhauer: «Yo soy todas esas criaturas en su totalidad y fuera de mí no hay nada».
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