La bendición del mundo

Francisco J. Fernández

Acerca de El beso de la finitud de Óscar Sánchez Vadillo

La asociación Filosofía en la Calle tuvo hace poco la feliz idea de montar un sello editorial. Fruto de la misma es Kiros Ediciones, donde se acaba de publicar El beso de la finitud de Óscar Sánchez Vadillo1. Cincuentón y madrileño es, como tantos, profesor de filosofía en un Instituto. Pertenece a esa generación intermedia (y hasta cierto punto perdida) que no encontró acomodo académico en su momento, debido, entre otras cosas, a que la generación precedente alcanzó su cénit demasiado pronto (fue aquel tiempo en que la idoneidad se impuso al mérito, pues había que sustituir a toda prisa los viejos cuadros del régimen), provocando sin buscarlo un tapón en la inmediatamente posterior, condenados al nadir.

Sigmund Freud cuenta una anécdota de cuando estuvo en América. Se trataba del anuncio de una empresa de pompas fúnebres que le llamó la atención. Decía algo así: ¿Para qué seguir viviendo si le podemos enterrar por cinco dólares? Esta generación sepultada se niega sin embargo a enterrarse del todo. Lo que ha pasado es que ha esperado gentilmente a que se empezaran a morir los maestros para poder descerrajar su propio ataúd. El beso de la finitud es una de esas apariciones de ultratumba: una selección de artículos en principio casuales (publicados la mayoría en revistas digitales), pero que demuestran una notable coherencia por parte de su autor respecto de unos asuntos sólo aparentemente sencillos porque los trata adrede de una manera antiacadémica e ingeniosa, incluso desfachatada.

Algunos autores sirven para estos propósitos: Platón, Aristóteles, Leibniz, Nietzsche o Heidegger, pero también (aunque en relación más problemática) Spinoza o Fichte o Hegel o Marx, entre otros. Curioso este caso a los grandes de la filosofía cuando al mismo tiempo no se pretende ni mucho menos hacer papirología, que es lo habitual en otros ámbitos respecto de los mismos. En efecto, Sánchez Vadillo acude con total naturalidad a ellos una y otra vez para sostener sus tesis. Son como sus baluartes; los que le sirven para interpretar el mundo, pero también para ahormarlo. Y, sin embargo, por cima de todos destaca Kant (para lo bueno y para lo menos bueno). Leyendo este volumen no he podido menos que acordarme del epitafio que este dejó escrito: «el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí» (se menciona explícitamente en el artículo significativamente titulado «Querido mundo tonto»). Estas dos cosas se encuentran aquí casi del mismo modo: reflexiones en torno a la física y el conocimiento empírico del mundo, por un lado, y reflexiones de tipo moral o práctico. El rigorismo moral de Sánchez Vadillo no se queda a la zaga del de Kant. Es más, yo diría que hasta lo supera, aunque superarlo signifique para mí decidirse definitivamente por cómo entender el nosotros kantiano, pues cabe hacerlo, como vio Foucault, insistiendo en la humanidad de lo humano o en la humanidad entendida como conjunto. La empatía humanitaria de nuestro autor llega a hacer suyo «un molesto picor vaginal» (p. 146), pero no me queda claro si tal comezón es propia de la naturaleza humana o de un nosotras al que puede uno incorporarse.

En cuanto al subtítulo con que el libro se presenta; a saber: Ensayos de filosofancia en defensa del mundo, diremos que aprovecha un hallazgo de Agustín García Calvo (filosofancia y filosofantes) para sus propios intereses. La verdad es que si hay algo que aquí se odia es la impostura intelectual de los filósofos, sus abstracciones masturbatorias e inanes, la insignificancia de todas esas ocurrencias que desarrollan con el culo caliente. Lo de menos, a mi juicio, son los abusos que el autor comete en ocasiones llevado por su pasión justiciera, sobre todo porque no se realiza desde la pedantería sino desde sitios menos apedestalados. Es el clamor de un profesor de Instituto que ha de bregar con adolescentes a los que no sólo oye, sino que escucha (esa tarea docente aparece más de una vez y de dos en el libro).

No he podido sentir sino una íntima afinidad con sus posiciones, hasta en pormenores que no deberían sorprenderme tanto si caigo en la cuenta de que pertenecemos a la misma generación y nos dedicamos al mismo oficio en parecidas circunstancias. Y, así, sus autores son también en buena medida los míos o sus canciones (Lou Reed) o sus poetas (Leopoldo María Panero). Es cierto que él está mucho más atento que yo a otro tipo de manifestaciones culturales (como la subliteratura del cómic o ese género menor del arte que es el cine), pero las coincidencias abundan y no puedo experimentar más que una geminación anímica.

Hace muchos años pergeñé una distinción que traigo a colación: la que distingue a las posiciones de las doctrinas. Me sirvió entonces para entender ciertos efectos discursivos: las denegaciones que los pensadores ejercen unos sobre otros. Parecían ir más allá de los desacuerdos concretos sobre tales o cuales cuestiones. Me las explicaba diciéndome que uno se pone a pensar desde un lugar determinado (y hallaba cuatro lugares fundamentales). Sánchez Vadillo me ha hecho recordar aquello porque sólo así entiendo las denegaciones presentes. Es un filósofo porque se pliega antes los gigantes (los sabios), porque se enfurece con los sofistas (que en su caso es el estructuralismo y sobre todo el postestructuralismo francés), porque desprecia el ensimismamiento de los gymnosofistas, dado que no entiende que seamos pura intimidad ni que haya nada que salvar ahí adentro, sino, en todo caso, ahí afuera2. Así han de entenderse las filias y las fobias que recorren las páginas, los argumentos ad hominem (o ad personam, como seguramente me corregiría él) con que se despacha o las opiniones intempestivas que jalonan los textos. Quizá no tan extrañamente estos exabruptos dotan de cierto dinamismo a su estilo y hacen que lo chusco sea un arma formidable contra el espíritu de seriedad, que siempre demora la cosa.

En cuanto al formato elegido, se da una notable uniformidad, no atentando demasiado contra la caja vacía (Ferlosio dixit) del género del artículo no académico. Sólo he encontrado unas cuantas excepciones, una de ellas felicísima por cierto, la titulada «¿Por qué no Platón en el siglo XXI?», pues se atreve a hacer al propio Platón sujeto de la enunciación de un relato tan ucrónico como divertido, lo que significa que abandona por un momento la común estrategia expositiva y pasa a narrar directamente.

Pero las antologías son muy traicioneras. Como el conjunto no comparte un mismo tiempo narrativo, es difícil por no decir imposible dotar al volumen de una unidad orgánica. Eso va de suyo y no hay por qué lamentarse en exceso. Más importancia tienen a mi juicio ciertos sesgos que se repiten. Para empezar su escritura es paratáctica, es decir, prefiere en general la coordinación a la subordinación. Ahora bien, la agilidad paratáctica choca inevitablemente con la lentitud de la hipotaxis. Con la parataxis se llega antes a todas partes, pero el precio es que se dejan muchas cosas en el camino. Además, la parataxis precisa de mucho combustible. Quiero decir que para que el discurso siga adelante y no se detenga necesita incorporar a todas horas contenidos nuevos. El discurso avanza porque en cada momento una nueva representación aparece. Sánchez Vadillo maneja muy bien este estilo de exposición, pero exige tal caudal de información pertinente que no puede sostenerse durante muchas páginas, tanto más cuanto que se renuncia conscientemente a la narración. Es más, creo que el propio autor es de alguna forma consciente de ello. Sólo así me explico la cantidad de veces que remata sus artículos con un poema o una cita exageradamente larga. Lo que se persigue con ello es un colofón que cierre el texto. La culpa no es de lo evocado, interesante por sí mismo, sino del papel que juega en la economía de la estrategia discursiva. A mi juicio, el resultado no es bueno siempre. El lector no quiere leer eso. Quiere seguir leyéndolo a él. Pero no. Óscar Sánchez Vadillo se quita de en medio y trunca los textos porque, al temer que toda peroratio no sea al cabo sino perorata, presta a otros el espacio de la caja vacía (en este sentido el desapego respecto de su propia escritura es para mí incomprensible). El procedimiento me recuerda a los cuadros del aragonés Pepe Cerdá, allá por los noventa. Tras pintar sus cuadros, más o menos convencionales, les colocaba delante un cristal esmerilado que dificultaba la contemplación. El efecto era sorprendente. Provocaba que el espectador plantara sus narices sobre el mismo cuadro. Era una forma de decir: no te lo puedo dar todo; busca por ti mismo.

Por otro lado, no puedo estar más alejado de algunas tesis que Sánchez Vadillo defiende. Entiendo que se debe a algo que nos determinó desde el principio. Él tuvo como maestro a Quintín Racionero (excelente su edición de la Retórica de Aristóteles); yo, por entonces, a Víctor Gómez Pin. La primera vez que hablé con Racionero fue en un Congreso de Jóvenes Filósofos, todavía en mitad de la carrera. Dio una conferencia espléndida. Yo no estaba acostumbrado a ese nivel de exquisitez (creo que todavía no conocía a Francisco Jarauta). Me acerqué para interesarme por algunos detalles y acabó preguntándome de dónde venía, etc. En seguida salió el nombre de Gómez Pin. Hizo un gesto displicente, que no supe cómo interpretar, y dijo algo así como: «¡Víctor es pura lógica!», lo que tampoco me aclaró mucho. Cuando hice la tesis, algunos artículos de Racionero sobre Leibniz me parecieron magníficos y me ayudaron como pocos entonces lo hicieron.

Pero al margen de estas influencias, en mi caso, en vez de Kant, Hegel, no el infinito en potencia, sino en acto, no tanto la parataxis como la hipotaxis, no la velocidad, sino la profundización, no surfear los problemas, sino sumergirse en ellos. Sánchez Vadillo teme más hundirse que tropezar. A mí me pasa lo contrario. Pero, bueno, no exageremos. Ni nuestro autor es tan veloz ni este ignorante tan profundo. Somos unos simples profesores de Instituto (desengañados, pero no exactamente hartos) que aprovechan sus clases para hacer algo de filosofía mientras el mundo mira hacia otro lado.

El libro tiene más de trescientas páginas y es imposible dar cuenta de todos los asuntos tratados. Tengo una docena de objeciones concretas, lo que después de todo tampoco es mucho, pero con ganas me quedo de discutir con él acerca de su visión de los mundos posibles y recordarle que existir en Leibniz significa ser armónico, por lo que en consecuencia el mundo no puede existir (no tanto en cambio su lectura de la place d’autruy, que me parece excelente), o de señalarle cómo el último Althusser, que él no aprecia demasiado, se ocupa del Es gibt y del Il y a, del Hay, con una perspectiva muy parecida a la suya de lo real inmediato, o de relacionar la Wirklichkeit con la Actualitas escolástica o de preguntarle por el concepto de plexo, que me malicio que es de Heidegger… Así las cosas, me concentraré solamente en un par de asuntos que, no obstante, creo que son nucleares.

Todo tiene que ver con la denegación que se realiza sobre el psicoanálisis de Freud (del de Lacan por supuesto no quiere cuentas, por lo que no mencionaré el «Kant con Sade» de este). Se justifica en ocasiones atendiendo a argumentos de tipo metodológico (la imposibilidad de falsar nada, en plan Popper), pero a mi juicio la inquina viene de otro sitio. En otras palabras: es algo posicional más que doctrinal. Seguro que si le digo que todo neurótico cree saber lo que significan sus sueños, se descojonaría, así que no lo diré más que por litotes. El caso es que Sánchez Vadillo niega la pertinencia de la distinción freudiana entre contenido manifiesto y contenido latente del sueño. Como se recordará, a partir del contenido manifiesto (el simple relato del sueño, pues el sueño no es más que su relato) hay que remontarse hasta el contenido latente. Se descubrirá entonces que en el sueño se ha realizado un deseo reprimido. Hasta aquí Freud. Ahora bien, si negamos tal distinción, nada sobrevive de lo anterior: es una feroz enmienda a la totalidad. En conclusión, no puede haber ciencia positiva del sueño. Pero, ¿qué es lo que molesta exactamente? ¿Que haya un intérprete privilegiado (cfr. p. 226)? ¿Que una intimidad se imponga a otra? De hecho, no creo que sea eso lo que el psicoanálisis predica, pero lo que nos importa es más bien que Sánchez Vadillo crea que sí3. Y es que para él se trata en general de que no haya un mundo detrás del mundo, no haya una latencia respaldando una manifestación. Sánchez Vadillo bendice este mundo, el que hay, y no puede soportar que se lo dupliquen: el sentido del mundo, si lo tiene, ha de ser inmanente. Toda transcendencia es una ficción. Creo que Nietzsche apoyaría esta diatriba. Lo curioso es que, cuando el texto se proyecta sobre la epistemología kantiana, hay una vindicación muy acusada y hasta cierto punto sorprendente. En efecto, se disculpa a Kant, frente a Hegel por ejemplo, de haber apostado por la conveniencia de la cosa en sí (Das Ding an sich). El noúmeno es de alguna manera el garante de la finitud. Estoy de acuerdo con esa interpretación y me parece brillante (pues a menudo se pone en el fenómeno esa garantía), pero no puede dejar de reconocerse que aceptamos una duplicidad, exactamente la misma que podemos encontrar en Freud cuando hablaba de la roca a propósito de si un análisis tenía término o no (y parece que no, pues de darse disolvería al sujeto). Tal roca dichosa era Das Ding, lo inanalizable, lo que no puede hacerse nunca presente, pero que resulta que está ahí.

En fin, el texto de Sánchez Vadillo es tan rico, toca tantos palos, que a cada paso tiene el lector la tentación de meter las narices donde no le mandan. Mérito indudable de unos artículos que se defienden defendiendo.

1 Óscar Sánchez Vadillo, El beso de la finitud (Ensayos de filosofancia en defensa del mundo), Almería, Kiros Ediciones, 2022, 354 pp. La bisoñez de la editorial explica algunos feos errores ortotipográficos (erratas, notas a pie de página incorporadas al texto, etc.).

2 La cuestión medioambiental es otro de sus caballos de batalla. Es una versión contemporánea de la ternura común por las cosas de que hablaba Hegel.

3 Problemática es asimismo su interpretación del Wo Es war, soll Ich werden, de difícil traducción desde luego («donde está el Ello, allí debe llegar a estar el Yo», se lee en la página 227), pero no hace falta saber demasiado alemán para darse cuenta de que Freud no está diciendo Das Es o Das Ich, como en otras ocasiones, lo que no puede sino significar que tales pronombres no estaban siendo marcados teóricamente, es decir, no remitían a ninguna instancia. Desgraciadamente, no creo que se pueda decir lo mismo de la famosa frase que Bobby Fischer soltó con satisfacción sádica en el Show de Dick Cavett en el verano de 1971: «I like the moment when I break a man’s ego», pues no en vano estuvo en contacto estrecho con el psicoanalista americano Reuben Fine (y talentoso ajedrecista, por cierto), el cual probablemente le metió en la cabeza lo que era habitual en el psicoanálisis prelacaniano: que de lo que se trataba era de fortalecer el ego.

Fuente: https://urdimbre-revista.es/la-bendicion-del-mundo

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