El hijo de Gustave Flaubert y George Sand

Óscar Sánchez Vadillo

En Francia andan conmemorando con mucho regocijo el bicentenario del nacimiento de Gustave Flaubert , y verdaderamente da gusto verlos, al fin y al cabo Francia es el único país que yo conozca en el que hay una conciencia lectora sincera y sólida, es decir, donde al gran público o bien le gusta de verdad leer (“de verdad” significa no leer al último concursante de un reality a quien le han redactado un bodrio, sino a, pongamos por caso, Valery Larbaud, que murió en 1957), o cuanto menos envidia y venera a quien lo hace. Así, nuestra querida Francia es el país que descubrió y entronizó a Borges, pero mucho antes a William Faulkner (“Faulkner es aquí Dios”, decía Sartre, cuando en su nación de origen Bill aún no era nadie…), y el lugar también en que la parte gráfica del cómic se elevó más tempranamente a arte. Los irreductibles galos tienen las más cuidadas editoriales, los mejores programas de televisión sobre literatura y, si no fuese porque Estados Unidos es inmensamente más poderoso, multitudinario y rico, tendrían también a las firmas más vanguardistas e influyentes. La única objeción posible que me viene a la cabeza a esta apoteosis francesa de la cultura libresca es que son tan devotos de le plaisir du texte que hasta son capaces de dar por buena cualquier ocurrencia filosófica que venga servida por una escritura que sepa ser tan sugestiva, hechicera e insinuante de quién sabe qué inciertas y recónditas oscuridades libidinales que persuadan el lector de que va a terminar copulando frenética y delicuescentemente con ellas y cuanto más extrañas mejor (el Otro, hay que ver lo que les pone allí arriba el Otro o la Otredad, ya desde tiempos de Paul Gauguin…), siempre que con ello consiga a la vez enemistarse para siempre con el poder imperante. Un amigo mío que ya murió decía que el defecto de los filósofos franceses posteriores o coetáneos a Mayo del 68 es que comienzan una frase, y les está quedando tan bien, ¡tan rematadamente bien! -de eso no cabe duda alguna-, que no les queda otro remedio que concluirla de un modo igualmente bello, por preferencia a verdadero. Si a eso le sumas la cualidad de que esa frase y las subsiguientes ensartadas con más o menos sentido a ella puedan estar de algún modo proclamando la revolución más radical pero desde el lecho de la coyunda, como en el film Hiroshima Mon Amour de Alain Resnais, entonces ya tienes subyugada a toda la Galia y a gran parte del extranjero diletante también… 

No es el caso exacto de Flaubert, Flaubert fue un escritor como una casa al que le gustaba el efectismo como al que más, pero que aprendió a reprimirse desde aquel día en que dos amigos suyos le echaron al barro la primera versión de La tentación de San Antonio. Después de aquello, algo que nunca suele decirse, quizá porque nadie lo piensa así más que yo, Flaubert se decidió a ser todo menos majo[1]. Naturalmente, Flaubert no fue un político, ni un bufón, ni un comercial de móviles, no tenía por qué ser simpático ni agradable, pero no deja de ser curioso. Guy de Maupassant, Vladimir Nabokov, Vargas Llosa o Julian Barnes, que le rindieron y le rinden eterna y justificada pleitesía, jamás mencionan que yo recuerde esa peculiar dimensión de Flaubert, consistente en que Flaubert era un coloso, en persona y como autor, pero nunca conseguirás que te caiga bien, por mucho que lo admires. Más todavía: también es difícil, dificilísimo, que te caiga bien ningún personaje de Flaubert, todos son necios, fatuos, vanos o ridículos. Para que un lector sea entusiasta de la obra de Flaubert tiene que hacerse cómplice del sadismo de Flaubert, algo que ni el propio y morbosillo Sartre quiso asumir al final de su vida. Una novela de Flaubert siempre implica algo -mucho- del rollito “tú y yo somos genios, nos percatamos perfectamente de la estupidez de la gentuza que nos rodea, y vamos a pasarlo bien riéndonos de manera exquisita de ellos”. Todos caen, incluso Charles Bovary. Dicho con otras palabras: Flaubert fue el anti-Dickens poco antes de Dickens, o a la inversa, Dickens fue el anti-Flaubert poco después de Flaubert, y mi corazón será siempre más del inglés que del francés. Dickens era el portavoz del pueblo, Mr. Sentir Común, en tanto que Flaubert era un misántropo absoluto al que gustaba más la imagen de la realidad que la realidad misma -esto ya lo dijo también en ontológico u ontologiqués Sartre[2]. Flaubert eligió a una de sus amantes para convertir la práctica de la literatura en teoría de la literatura, y en esto fue como el joven Heidegger, que tostaba a la pobre Hannah Arendt con cartas de amor escritas también en ontologiqués; mucho “ser” por aquí y mucho “pensar” por allá, pero del tema que nos traía aquí juntos poquito… 

George Sand y Gustave Flaubert

Hacer teoría de la literatura al tiempo que se hace literatura era algo inevitable, si no lo hubiera hecho Flaubert lo hubiera hecho cualquier otro, y poniéndonos finos Edgar Allan Poe ya lo había hecho décadas antes en un sentido no muy distinto al de Flaubert. En realidad, y en mi opinión, mejor y más honestamente que Flaubert, puesto que Poe reconocía que el culto a la Belleza de la Forma tan sólo puede tener lugar bajo las condiciones del onirismo, las drogas y la fantasía, mientras que Flaubert nos hizo un gran lío con aquello de que sólo se puede construir gran belleza allí donde trabajas con un cañamazo realista cuanto más cutre y anodino mejor. No obstante, luego Flaubert te salía con Salambó o La tentación de San Antonio, el reboot, que ya eran más de coherencia/Poe, o sea, de “el arte por el arte” y por tanto admitir que el arte en su máxima expresión y pureza requiere de un mundo paralelo independiente y en cierta medida superior, y sin embargo y con todo a la desdichada Louise Colet (Julian Barnes la pone voz en un monólogo estupendo de El loro de Flaubert, casi lo mejor de esa novela posmoderna por no decir de esa no-novela…) la seguía friendo con aquello de “Madame Bovary soy yo”… ¿En qué quedamos, Gustave, en que tú eres Madame Bovary, o en la desaparición elocutoria completa del autor en su obra? Porque Flaubert sostenía que el narrador está y no está, como Dios en su Creación, sin perjuicio de no dejar de aseverar al mismo tiempo que el buen autor de la novela del futuro es aquel que se busca a sí mismo en los personajes, y no aquel que los atrae hacia sí, sutil distingo o Giro Copernicano de Kant a la inversa -es decir, ptolemaico- que no hay quien lo entienda, o por lo menos os juro que yo no[3]. A reglón seguido, Flaubert vuelve a marear a Louise Colet en otro enredo paradójico sumamente intelectual, que es aquel que se cifra ahora en que aquellos que no aman son asquerosos burgueses sin sesos ni corazón que sólo flipan con el beneficio material, pero a la vez, y para que te fastidies, Louise, que sepas que el amor es imposible y un fracaso seguro, como el propio arte minucioso, neurasténico y perfeccionista[4] al que estoy dedicando mi tiempo, mis desvelos y mi propia vida. Gustave Flaubert es uno de los grandes maestros de la literatura universal, eso no alberga resquicio alguno de duda, pero también, y siempre bajo mi tonto y despreciable criterio, uno de los grandes maestros del despiste especulativo. Ocurre lo mismo con todos los grandes estetas de la historia, la mayoría posteriores y epígonos de Flaubert, que con una mano nos ofrecen el gozo de la belleza y con la otra el jolgorio de la irresponsabilidad. A Nabokov, por ejemplo, le admira sobremanera la facultad de observación de Flaubert, pero por otra parte no cesa de insistir en que en cuestiones literarias todo reside en la irrealidad de la belleza, con lo cual lo mismo hubiese dado describir con prodigiosa exactitud la vida provinciana de Emma Bovary, a la que te piensas cargar pase lo que pase, que imaginarse comarcas de quimera fastuosa e impersonal como las soñadas tiempo después por Lord Dunsany. El resultado es que es más fácil, para mí, llegar a la página cincuenta del Finnegans wake de Joyce, sin entender ni la mitad de lo que has leído, que llegar a la página cincuenta de Bouvard y Pecuchet, entendiéndolo todo. Y hasta es bueno que sea así, porque Flaubert destiló tanta bilis y tanto pesimismo en Bouvard y Pecuchet o en La educación sentimental que casi me quedo -casi no: seguro…- con la alegría ininteligible de James Joyce[5].   

Propriété de Croisset, imaginada por Thomsen, 1937

Por eso, al margen de su inmortal obra, a mi la parte que más me gusta de la vida de Flaubert fue la de su amistad epistolar con George Sand. Me gusta mucho Sand, que como sabéis era una mujer, y también le gustaba a Heinrich Heine, que es mi ídolo[6]. Flaubert, claro, tuvo que meter la pata dejando para la posteridad aquel comentario de que Sand era “un gran hombre”, y que para ser una mujer menudo pedazo de genio masculino encerraba entre sus carnes pecadoras (para cuando Flaubert la conoció, ella tenía 17 años más que él y una figura que el misógino de Nietzsche calificó de “vaca fecunda”, en referencia también a lo mucho que escribía). Sand, Aurore Dupin, era una mujer demasiado experimentada y demasiado inteligente para tragarse las fanfarronadas de Flaubert con la facilidad con que las ingería Louise Colet, así que le dio guerra. Lo cierto es que no se parecían en nada: ella era la perfecta romántica, creyente de buena fe en el progreso humano y en la fuerza de la fraternidad entre los hombres, mientras que Flaubert… bueno, ya dijo también Nietzsche que Gustave era un nihilista sedentario[7]. Flaubert no quiso saber nada de la Comuna de París, por ejemplo, eso era basura, todo era basura, a él únicamente le importaba el estilo (pero subrayar tu estilo personal desde mi punto de vista es lo opuesto de diluirte en tu historia como un dios panteísta: un lío, ya digo); George Sand no se preocupaba del estilo, escribía como quien habla, pero remató su autobiografía deseando lo mejor para el porvenir de la humanidad. Cuando Flaubert le escribió “siento una repulsión invencible a poner sobre el papel cualquier asunto de mi corazón”, Sand le contestó “no lo entiendo en absoluto, pero en absoluto. A mí me parece que no se puede poner otra cosa.” George Sand declara por escrito amar todo, y amar demasiado todo, “los bosques y los campos, todas las cosas, todos los seres que conozco un poco...”, y le dice a Flaubert que “si no tuviera un gran conocimiento de la especie, no te habría comprendido tan rápidamente, conocido tan rápidamente, amado tan rápidamente”… Flaubert, en cambio, confiesa que “soy insociable, todo el mundo me parece idiota”, y, en cuanto a la totalidad cósmica, no tiene para él más valor que lo que de ella pueda ser transfigurado en arte. “Tú –le escribe Sand, casi al final de su vida– con toda seguridad, vas a continuar en tu desolación, y yo en mi consolación”, pero concluye, como corolario de toda una vida de intercambio de impresiones literarias y de las otras: “habría que encontrar el hilo entre tus verdades de razón y mis verdades de sentimiento…[8] Una madraza, Aurore, sí señor. 

Flaubert salió tan gratamente impresionado de las misivas de aquella a la que denominaba su “maestro” que trató de escribir un cuento a la manera de Sand. No imitando su estilo de escritura, sino su manera de sentir. Un corazón sencillo, que es el fruto del injerto sandiano en el duro cactus flaubertiano, es un relato de la vida de una mujer analfabeta, desde su mocedad hasta su muerte, y en el que realmente Flaubert hace el esfuerzo de ver las cosas a la manera de George Sand. Lo intenta de veras, trata a su personaje con cariño, va colocando en columna todos los amores de su vida para sumarlos al final, y, claro, lo que le sale se parece mucho más al padre que a la madre. Porque la cuenta de una mujer humilde que perdió la oportunidad de tener un hombre pasa para Flaubert por perder también a un sobrino, a unos hijos postizos, a su dueña, y, finalmente, a un simple loro que encima de borde, como el propio Gustave, termina disecado. Flaubert lo intentó, ya digo, quiso tener un hijo con George Sand, y el saldo fue este, esta burla del saldo de la vida de la tonta Félicité:  

https://youtube.com/watch?v=C983M60XdYg%3Ffeature%3Doembed

Un vapor de azur ascendió en el cuarto de Felicidad. Adelantó la nariz aspirándolo con una sensualidad mística; luego cerró los ojos. Sus labios sonreían. Los latidos de su corazón se fueron amortiguando uno a uno, más tenues cada vez, más espaciados, como un manantial que se va agotando, como un eco que se va extinguiendo; y cuando exhaló el último suspiro, creyó ver en el cielo entreabierto un loro gigantesco planeando sobre su cabeza.  

Gustave Flaubert, escritor, doscientos años de su nacimiento: genio y figura hasta la sepultura…  


[1] Bueno, descubro que también lo pensó Jean Paul Sartre, a quien me referiré poco después, y espero que esta coincidencia no nos sirva a los dos de precedente: https://calledelorco.com/2013/12/12/flaubert-sartre/  

[2] El idiota de la familia: “… Lo que quiere profundamente Flaubert, sin tener de ello una conciencia muy nítida no es producir ser, sino, por el contrario, reducir el ser a un inmenso espejismo que se aniquila al totalizarse. Dar el ser al no-ser con la intención de manifestar el no-ser del ser. El sostén de la obra, por cierto, es material; son las palabras impresas; pero el empleo que hace de ellas las irrealiza y el libro impreso llega a ser un centro permanente de desrealización”.

[3] Hay una pintura de René Magritte, La condición humana, que suele ser relacionada con el Tractatus de Wittgenstein; de manera semejante, Magritte tiene otra tela totalmente flaubertiana, conforme a su teoría, que es La llave de los campos… 

[4] Flaubert escribía como los griegos antiguos, para que el texto “sonase” leído en alto, algo que suele ser propio de la poesía, pero desde luego no de la prosa. De ahí sus famosos cuatro días para colocar una coma, algo que se pierde completamente con la traducción. De hecho, creo que en castellano la prosodia en prosa sólo la ha cultivado Valle-Inclán.  

[5] Flaubert aspiró toda su vida a escribir una novela sobre nada, tal cual, y hay que decir que fue aventajado en esto por Samuel Beckett, secretario personal de Joyce en su juventud y autor de la trilogía de Malone muere. Pero buen intento… 

[6] Entre otros, aunque

[7] Otra relación literaria y epistolar imposible pero fructífera

[8] El poeta argentino Juan Gelman lo contaba hace unos años de excelente manera

Fuente: https://hyperbole.es/2021/10/el-hijo-de-gustave-flaubert-y-george-sand/

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