Óscar Sánchez Vadillo
Durante la década de los cincuenta, Carson había reunido de forma gradual pruebas científicas acerca del daño que estaban haciendo los pesticidas al medio ambiente. También fue un período en el que la guerra fría creció en intensidad, situación que culminó al mismo tiempo con la publicación de esta obra.
Imagínese el lector que la mañana del 23 de agosto de 1856 la humanidad hubiese recibido la noticia de que debía reducir drásticamente sus emisiones de dióxido de carbono y otros gases a la atmósfera o en caso contrario el planeta se iba a convertir en inhabitable principalmente en la parte más desfavorecida del globo en cosa de no menos de veinte años. Afortunadamente, eso no ocurrió; desgraciadamente, nos ocurre ahora. Pero sí sucedió, aquel día, que por primera vez se dio la alarma al respecto, y lo hizo Eunice Newton Foote, con un informe titulado Circumstances Affecting the Heat of Sun’s Rays que se leyó aquel día en un congreso de científicos que se habían reunido en Albany, Nueva York.
Naturalmente, como la Casandra de turno vestía enaguas y para colmo era sufragista, nadie la tomó en serio pese a su llamativo apellido, y el mérito se lo llevó después un hombre de chistera y monóculo de cuyo nombre no queremos ahora acordarnos. Pero, insisto, sigamos imaginando. Imaginemos que, por ejemplo, en 1876 el cambio climático vaticinado por la señora Newton comenzará a hacerse por fin incómodamente empírico, como hemos padecido en la zona rica del mundo este verano de 2022, y que no nos hubiera quedado otro remedio que reducir nuestra actividad fabril y consumista, tecnológica y explotadora, a gran escala (siempre, por supuesto, en beneficio de una élite a la que casi hasta regocijaría distanciarse aún más de las calamidades del vulgo llano y depauperado).
En tal caso, todos nos habríamos perdido los fines de semana, las vacaciones, la pizza, los automóviles, los preservativos, la aviación comercial, las guitarras eléctricas, el malhadado teléfono móvil, la impresión 3D, la medicina no-invasiva y hasta Internet -bueno, a cambio nos habríamos ahorrado horrores como las armas de la Primera y Segunda Guerra Mundiales, el autotune o las descargas eléctricas administradas al cuello de las vacas en lo que llaman hoy con completa desvergüenza “pastoreo digital”… Pues esa es, creo, nuestra situación en estos momentos. Esta misma mañana, en efecto, nos hemos enterado –por descontado, no por las portadas ni por los informativos– de que se ha vuelvo a perder la penúltima oportunidad de disfrutar de un cierto futuro llevadero para el género humano, ya que el obstruccionismo de determinados individuos de la ultraderecha norteamericana ha impedido que se ponga en marcha el paquete de medidas Build Back Better, gracias al cual Estados Unidos hubiese podido intentar quizá tímidamente ponerse al frente no sin reparos y poquito a poquito de la lucha contra el calentamiento global. La tesitura es ya tan tremenda que John Podesta, ex consejero principal del presidente Barack Obama y fundador del Center for American Progress, nada sospechoso de wokismo o de ademanes antisistema, ha declarado que con esta maniobra se ha “condenado a la humanidad”.
Ahora figúrese el lector todo lo que nos vamos a perder de un porvenir ya cancelado, yermo: el nuestro y el de nuestro hijos, habida cuenta de que no somos especialmente acaudalados. No experimentaremos nada semejante a la prolongación de la vida más allá de los cien años, no volaremos en una sombrilla como Mary Poppins, no seremos cyborgs sin género como anhela Donna Haraway, no poblaremos los fondos abisales como Jason Momoa, jamás tendrá lugar la Fraternidad Universal o la Gran Chingada invocada por los mejicanos… ¿Qué clase de mundo le vamos a dejar a los buitres, a Keith Richards y a Jordi Hurtado? Y todo porque los mismos cargos públicos con nombres y apellidos que ocupan una magistratura en EEUU para servir cuanto menos a su pueblo han recibido donaciones de la industria del petróleo y del gas y tienen intereses abultados en el negocio del carbón.
Dicho con otras palabras: la humanidad ha sido condenada y nuestros descendientes jamás conocerán el implante cerebral que les haría adquirir las habilidades de Charile Parker o de Michel Jordan con el único fin de que unos cuantos viejos privilegiados del país más poderoso de la historia del hombre puedan presumir ante sus iguales (personas tan rodeadas de lujos como completamente inútiles, a decir de Carlitos Marx) de su cifra de beneficios en la fiesta anual que se celebra -es un suponer, yo qué sé…- en la piscina de la suntuaria residencia de Donald Trump en Mar-a-Lago, Florida.
Así de claro, así de atroz[1]. Interstellar, película de Christopher Nolan de 2014, tiene un comienzo curioso que viene muy al caso. Corre el año 2067, y el desastre ya ha tenido lugar, sea un colapso climático o sea un holocausto nuclear, o ambas cosas, que al fin y al cabo vienen a ser lo mismo, porque el medioambiente queda destruido para siempre. Los terrícolas ya no son más que granjeros tratando de sacar adelante cultivos muy elementales pese a las tormentas de polvo que lo arruinan todo incluyendo los pulmones de los pobres destripaterrones y sus familias.
El guion, en cierto momento, da a entender que hubo un instante en el pasado en que se pensó muy seriamente diezmar selectivamente la población mundial, pero se vio que no iba a servir de mucho. Entonces Michael Caine le dice al protagonista muy clarito que la generación de su hija será la última que sobreviva en nuestro moribundo planeta, y que hay que largarse como sea, la tesis que hoy en día sostienen Elon Musk o Jeff Bezos (Esperanza Aguirre no, a Esperanza la subida de tan solo grado y pico de la temperatura terráquea desde la Revolución Industrial la hace reír, aunque produzca gravísimas sequías, acidificación de los mares y un largo etcétera). En el mundo de Interstellar ya no existen ejércitos, ni artistas, ni científicos ni nada de nada, el esfuerzo de los hombres se dirige tan sólo a sobrevivir. De ahí que el protagonista, Matthew Mcnoséqué, todo un cowboy sideral -conste que el film a mí me gustó mucho-, añore el capitalismo, cuando se podía derrochar en todo tranquilamente y los hombres de verdad eran conquistadores y pioneros. Normal: ese trozo de terreno del que vive él tiene toda la pinta de un puto koljós soviético, y hasta ahí podíamos llegar. Pero bueno, en mitad de la película se toma una decisión realmente laudable, contra Musk o Bezos, y es que pudiera ser éticamente deleznable salvar a unos pocos de la extinción total a costa del sacrificio de la mayoría. Los blockbusters norteamericanos a menudo aprietan, pero no ahogan, dejando como quien no quiere la cosa mensajitos que luego es cierto que la aventura, realmente admirable y bien pensada, termina por borrar, pero que ahí quedan[2].
Después de Eunice Newton Foote, fue otra científica norteamericana la que tuvo a bien advertirnos del inminente peligro, pero a esta sí que se la atendió, aunque sólo fuera para apedrearla, desprestigiarla y tratar de hundirla. Fue la bióloga Rachel Carson, cuyo libro, Silent Spring, cumple ahora sesenta años. Como es muy conocida en su país, pero no tanto en el nuestro, recurro a Peter Watson para que resuma su historia mejor que yo gracias a su gruesa Historia Intelectual del s. XX, editorial Crítica:
“Rachel Carson no era ninguna desconocida para el público estadounidense en 1962, fecha en que apareció el citado libro. Se había formado como bióloga y había trabajado durante muchos años para el Fish and Wildlife Service de los Estados Unidos, creado en 1940. Ya en 1951 publicó su primer libro, El mar que nos rodea, que había aparecido por entregas en el The New Yorker, constituyó una elección alternativa del Club del Libro del Mes y ocupó el número uno de la lista de ventas del New York Times durante meses. Con todo, la obra era un estudio más sincero que controvertido de los océanos, que mostraba hasta qué punto dependían unas formas de vida de las otras para producir un equilibrio natural vital tanto para su existencia como para su belleza. La primavera silenciosa era muy diferente. Según nos recuerda su biógrafa Linda Lear, se trataba de un libro airado, si bien la autora supo dominar su ira. Durante la década de los cincuenta, Carson había reunido de forma gradual pruebas científicas —de diarios y colegas diversos— acerca del daño que estaban haciendo los pesticidas al medio ambiente. Los cincuenta constituyeron una década de expansión económica en la que a muchos de los avances científicos de la guerra se les dio un uso civil. También fue un período en el que la guerra fría creció en intensidad, situación que culminó al mismo tiempo en que salió a la luz La primavera silenciosa. Tras su redacción se hallaba una tragedia personal de la escritora. A ésta la habían operado de un cáncer de mama casi coincidiendo con la publicación de El mar que nos rodea. Mientras investigaba y escribía La primavera silenciosa padeció una úlcera duodenal y una artritis reumática (en 1960 tenía cincuenta y tres años), al tiempo que reaparecía su cáncer, lo que la obligó a someterse a otra operación y a radioterapia. Muchas partes del libro fueron escritas en la cama.
A finales de la década de los cincuenta, era evidente —para todos los que quisiesen darse cuenta— que había un buen número de contaminantes que habían pasado a formar parte de la vida cotidiana y tenían efectos secundarios nocivos. El más preocupante, ya que afectaba de forma directa al ser humano, era el tabaco (…) Las pruebas que estaba recogiendo Carson la convencieron de que había pesticidas mucho más tóxicos que el tabaco. El más conocido era el DDT[3], que se había introducido con éxito en 1945, pero que, tras más de una década, se había descubierto que provocaba no sólo la muerte de aves, insectos y plantas, sino también la de personas a raíz del cáncer. Un ejemplo muy elocuente estudiado por Carson fue el de Clear Lake, en California. Allí se había introducido en 1949 el DDD, una variante del DDT, con la intención de liberar el lago de ciertas especies de mosquito que acosaban a los pescadores y los turistas. Se administró con gran cuidado, o al menos eso se pensaba, en una proporción de una parte por setenta millones. Sin embargo, cinco días más tarde, los mosquitos habían vuelto, y la concentración se elevó a una parte por cincuenta millones. Las aves empezaron a morir, aunque en un principio no se asoció este hecho con el aumento de la proporción de insecticida y en 1957 volvió a usarse DDD en el lago. Cuando se incrementó el número de muertes entre las aves y comenzaron a morir peces, se puso en marcha una investigación que demostró que algunas especies de somormujo presentaban concentraciones de 1600 partes por millón, mientras que las de los peces llegaban a 2500 por millón. Sólo entonces se observó que los productos químicos se acumulaban en ciertos animales hasta causarles la muerte. Sin embargo, no fue esta acumulación inesperada lo que más alarmó a Carson: cada caso era diferente, y en muchas ocasiones estaba involucrada la mano del hombre. Así, el aminotriazol, un herbicida, había recibido aprobación oficial para su uso en campos de arándanos inundados, aunque siempre después de que se hubiese recogido la baya. La importancia de seguir este orden radicaba en que los estudios de laboratorio habían demostrado que el aminotriazol provocaba cáncer de tiroides en ratas. En consecuencia, cuando salió a la luz el hecho de que algunos agricultores fumigaban los arándanos antes de la recogida, es evidente que el herbicida tuvo sólo parte de la culpa. Ésta es la razón por la que, cuando apareció en 1962 La primavera silenciosa y salió por entregas en The New Yorker, el libro provocó tal escándalo: Carson no se limitaba a explorar el aspecto científico de los pesticidas para demostrar que eran mucho más tóxicos de lo que se pensaba, sino que ponía de relieve que las directrices industriales, muchas veces insuficientes de entrada, se incumplían a menudo de forma indiscriminada. Especificaba fechas y lugares en los que habían muerto individuos concretos y nombres de las compañías que empleaban pesticidas causantes de diversos desastres, a las que en ocasiones acusaba de codiciosas, pues anteponían los beneficios al bienestar de la fauna e incluso los seres humanos.
Al igual que El mar que nos rodea, La primavera silenciosa llegó a lo más alto de la lista de libros más vendidos, a lo que sin duda contribuyó el escándalo surgido en torno a la talidomida casi al mismo tiempo, a raíz del descubrimiento de que ciertas sustancias químicas que tomaban como sedante o contra el insomnio algunas madres en los primeros estadios del embarazo podían desembocar en deformaciones de su descendencia. Carson gozó de la satisfacción de ver cómo el presidente Kennedy convocaba una reunión extraordinaria de su comité de asesoramiento científico para discutir las consecuencias de su libro antes de su muerte, ocurrida en abril de 1964. Sin embargo, su verdadero legado llegó cinco años más tarde, cuando, en 1969, el Congreso de los Estados Unidos aprobó la Ley Nacional de Política Medioambiental, que requería que cada decisión gubernamental estuviese acompañada por un documento en el que se declarase el impacto que supondría para el medio ambiente. El mismo año se prohibió de forma efectiva el uso del DDT como pesticida, y en 1970 se fundó la Agencia de Protección Medioambiental de los Estados Unidos y se aprobó la Ley de Contaminación Atmosférica. En 1972 se aprobó la Ley de Contaminación de Aguas, la de Administración de las Zonas Costeras y la de Control de la Contaminación Acústica; un año más tarde le tocó el turno a la Ley de Especies en Peligro de Extinción.”
Final feliz, sin duda, pero no hay que olvidar que la industria química y farmacéutica y el negocio agrícola y ganadero de entonces estuvieron acusándola durante años de las muertes por malaria o dengue en el Tercer Mundo, puesto que todavía hoy las paredes de las chabolas de muchos barrios africanos se pulverizan con DDT de forma regular para combatir estas plagas. No se hace en los países ricos, porque enferma o mata, pero sí en los pobres.
Rachel Carson fue calumniada por consiguiente como terrorista y traidora en potencia, que no es más que el mismo truco que se empleó con Edward Snowden hace diez años cuando puso de manifiesto[4] que el gobierno norteamericano espiaba ilegalmente a medio mundo, o como se hace en España cada vez que la oposición resucita y enarbola el espantajo de ETA. ¿Escriben así los terroristas? ¿Es este el estilo de pensar y de exponer de una insidiosa traidora a su patria?:
La rapidez del cambio y la velocidad con la que se crean nuevas situaciones siguen al impetuoso y descuidado paso del hombre más que al paso pausado de la naturaleza. La radiación ya no es simplemente la radiación de fondo de las rocas, el bombardeo de los rayos cósmicos o la radiación ultravioleta del sol, que existían ya antes de que hubiera ningún tipo de vida en la Tierra; la radiación es ahora la creación antinatural del hombre, consecuencia de su manipulación descuidada del átomo. Las sustancias químicas a las que la vida tiene que adaptarse, ya no se reducen sencillamente al calcio, el silicio, el cobre y los demás minerales lavados de las rocas por las aguas y arrastrados al mar por los ríos; son las creaciones sintéticas de la inventiva de la mente humana, fabricadas en los laboratorios y que carecen de equivalentes en la naturaleza. Ajustarse a estas sustancias químicas requeriría tiempo a la escala de la naturaleza; harían falta no sólo los años de la vida de un hombre, sino los de generaciones. E incluso si, por algún milagro, eso fuera posible, resultaría inútil, porque las nuevas sustancias químicas salen de nuestros laboratorios como un río sin fin: casi quinientas anuales se ponen en uso práctico sólo en los Estados Unidos. La cifra deja perplejo, y sus implicaciones son difícilmente comprensibles…, quinientos nuevos productos químicos a los cuales es preciso que el cuerpo del hombre y de los animales se adapte de algún modo cada año; sustancias químicas que se hallan totalmente fuera de los límites de la experiencia biológica.
En condiciones primitivas de agricultura, el granjero tenía pocos problemas de insectos. Éstos surgieron con la intensificación de la agricultura: la dedicación de inmensas extensiones de terreno a un solo tipo de cultivo. Este sistema preparó el escenario para los aumentos explosivos de poblaciones de insectos específicos. La agricultura de los monocultivos no saca partido de los principios por medio de los cuales opera la naturaleza; se trata de una agricultura como podría concebirla un ingeniero. La naturaleza ha introducido gran variedad en el paisaje, pero el hombre ha exhibido una verdadera pasión por simplificarlo. De este modo, deshace los frenos y equilibrios inherentes mediante los cuales la naturaleza mantiene a raya a las especies. Un freno natural importante es un límite a la cantidad de hábitat adecuado para cada especie. Es obvio, por consiguiente, que un insecto que vive a base de trigo pueda aumentar su población a niveles muy superiores en una explotación agraria dedicada a trigales que en una en la que el trigo se cultiva junto con otros cultivos a los que el insecto no está adaptado. Lo mismo sucede en otras situaciones. Hace una generación o más, las ciudades de extensas áreas de los Estados Unidos alineaban en sus calles nobles olmos. Ahora, la belleza que fue creada con esperanza se ve amenazada por la más completa destrucción, pues la enfermedad se abate sobre los olmos, extendida por un escarabajo que sólo hubiera tenido una oportunidad limitada de constituir poblaciones numerosas y de pasar de un árbol a otro si los olmos hubieran sido sólo árboles ocasionales de una plantación ricamente diversificada.
El símil de la Primavera silenciosa, a la que corresponde este pasaje, hace alusión a la posibilidad de que un día nos levantemos y ya no se oiga el canto de los pájaros. Lo que acontece hoy, sesenta años más tarde, es mucho más grotesco, pues consiste en que ciudades enteramente artificiales y construidas con petrodólares y mano de obra esclava como Doha o Dubái, como no cuentan con súbditos aéreos a causa del excesivo calor (ese en el que vamos a empaparnos en adelante en la hasta ahora afortunada Europa), lo que han hecho es colocar en los postes de las calles megafonía ornitológica.
No hay pájaros, pero nos quedamos con lo mejor de ellos, para no ser menos que los demás… Pronto se hará lo mismo con la gente, y una calle vacía en mitad de un desierto carísimo sonará a pasos, carcajadas, increpaciones, bocinas de coches y voces de mercado, como si estuviéramos en la medina de El Cairo, con la diferencia de la medina de El Cairo será ya una sartén crepitando al aire libre. En el último capítulo de Primavera silenciosa, titulado Otro camino, Carson no pudo evitar incurrir en el perroflaustismo típico de ecologistas (hoy los llaman “radicales) y otros conspiranoicos de sensibilidad exacerbada, cuando escribe:
Ahora estamos en ese punto en que los caminos se dividen en dos. Pero… ambos no son iguales. El camino que llevamos largo tiempo recorriendo es más fácil, es una suave autopista, vamos a gran velocidad pero al final está el abismo. El otro -el que menos se utiliza-, nos ofrece la última oportunidad de llegada a la meta que permite conservar nuestra Tierra, la única oportunidad…
Notas
[1] “Buena parte de los problemas de nuestra sociedad tienen que ver con unas élites cuadriculadas, incapaces de salirse de los esquemas aprendidos, de los lugares comunes, que generalmente son aquellos que les han abierto las puertas. Es mucho más fácil ascender si haces lo que te dicen, sigues los ‘habitus’ del espacio en el que te desenvuelves, aprendes las normas implícitas y recitas el pensamiento que circula por ellas. En esas circunstancias, hemos criado a nuestras élites, y la decadencia española tiene mucho que ver con sectores de la economía, de la política y de la intelectualidad que son incapaces de pensar por sí mismos y que analizan las situaciones en función únicamente de sus intereses. Y, cuando van más allá de su situación personal, se limitan a repetir las ideas dominantes entre las élites internacionales, a las que aspiran a pertenecer; en esencia, repiten la ortodoxia, que eso no les perjudica nunca, y a menudo les beneficia. Ocurre en todos los ámbitos: en el político es evidente, en el intelectual resulta muy preocupante y en el económico muy dañino. El resultado es un mundo aplanado, gris, pobre, del cual la sociedad se aleja cada vez más, y que no es capaz de ofrecer soluciones a los problemas sistémicos. Y ahí radican buena parte de las tensiones políticas, económicas y culturales de los últimos tiempos”, Esteban Hernández en Las clases particulares, el oscuro camino al éxito para las nuevas generaciones
[2] Es interesante, también, la idea formulada por Anne Hathaway de utilizar el tiempo relativista como “un recurso más”, al modo del instrumental o del combustible, algo que sin duda hemos hecho siempre los humanos con el mero paso del tiempo -medirlo, cuantificarlo, asignarle contenido antropológico-, pero que irá a mucho más con la digitalización y algoritmización de la realidad y el uso de dispositivos de Inteligencia Artificial en ordenadores cuánticos. Digamos que el tiempo ya no “pasará” más o que no lo “perderemos” tontamente, como decíamos y practicábamos antes, sino que ahora “desfilará” manu militari a la orden de los grandes intereses en todos y cada uno de los intersticios de nuestras vidas. Por cierto, que sobre esta posibilidad aterradora también existe película de Hollywood: In time, Andrew Niccol, 2011.
[3] También Miguel Delibes en Un mundo que agoniza se hacía eco de esto, mencionando, si no recuerdo mal, que la leche materna del pecho de las mujeres de la segunda mitad del siglo contenía ya una gran y preocupante porcentaje de DDT.
[4] “De manifiesto” porque en realidad nadie podía dudarlo, como hemos corroborado después en los casos de Cambridge Analytica o el reciente del Pegasus; todo lo que tecnológicamente es posible hacer se hará indefectiblemente.
Fuente: https://dialektika.org/2022/08/27/sesenta-anos-de-primavera-silenciosa-de-rachel-carson/