Jean-Luc Nancy

Jean-Luc Nancy: el ser como aparición entre y ante los otros en la fragilidad del mundo

Carlos Javier González Serrano

Acercarse por vez primera a los textos de Jean-Luc Nancy (1940-2021) y su terminología no es tarea nada sencilla. Arthur Schopenhauer explicó en uno de los prólogos a El mundo como voluntad y representación la impresión que ejerce la lectura de los escritos de Kant: «El efecto que producen […] a quien le hablan realmente sólo lo encuentro comparable […] con la operación de cataratas en un ciego…»; Nancy obra en sus lectores de manera similar, a pesar de las dificultades de sus formas, de su doctrina y de su hondura filosófica y literaria.

Tras los pasos de otros gigantes como Derrida, Heidegger, Bataille o Blanchot, Nancy siempre intentó presentar (y ejercer) la actividad filosófica como un imperativo por pensar nuestro presente. Pensar para trans-formar. Como leemos en La frágil piel del mundo, Nancy presenta una filosofía que, en medio de una situación muy preocupante en términos comunitarios y medioambientales, ofrece como salida evitar el catastrofismo y repensar lo común.

Una de las cuestiones centrales y más actuales que Nancy (fallecido en agosto de 2021) tomó como suyas adquiere la siguiente forma: ¿qué se escribe cuando se escribe uno mismo? O mejor: ¿no es escribir-se lo mismo que ex-cribir, que pasar a formar parte del afuera desde un adentro? ¿Cómo sucede esta operación? Y en último término, ¿supone escribir un excribirse sin retorno, en tanto que salida fuera de sí? Cuestiones de amplio calado en tiempos de redes sociales, de continua exposición, de ser para los otros.

En Corpus (1992), una de las obras fundamentales de Nancy (tan enigmática como compleja y relevante), se nos dice que todo cuerpo, toda apariencia (o exposición), entra en la realidad –en tanto que pasa a formar parte del tiempo: su hacer es su ser, y ese ser se constituye como un aparecer–. El ser alcanza su sentido en la aparición de los entes particulares: ser es devenir-aparecer en sus múltiples diferencias. Además, explica Nancy, todo cuanto se da, se da sin el respaldo de un trasfondo que remita a una totalidad o completitud. Es decir, no se trata de la comparecencia de un ser inalterable, definitivo –por cuanto de en sí pudiera ocultar, al modo hegeliano–. Ser es ser-en-el-mundo, carencia de un sentido último de respaldo, de seguridad última que aluda a un sentido más allá del propio devenir. Es en el propio devenir donde se pone de relieve la enjundia del mismo discurso sobre el ser: no hay idea sino en su realización.

No hay ‘el’ cuerpo, no hay ‘el’ tacto, no hay ‘la’ res extensa. Hay lo que hay: creación del mundo, téchne de los cuerpos, pesaje sin límites del sentido, corpus topográfico […]. Las imágenes no son apariencias, aún menos ilusiones o fantasmas. Son el modo en que los cuerpos se ofrecen entre sí…

Ese devenir –al que Nancy llamó destino– se da en el tiempo y acontece en gerundio, o lo que es lo mismo, sin verse nunca concluido, dándose en el mundo como algo que no se encuentra completo (la inquietud de lo negativo a la que se refirió la filosofía del XIX), y se encuentra inmerso en un dinamismo continuo. Leemos en Corpus:

Expuesto, por tanto: pero no es la puesta ante la vista de lo que primero estuvo oculto, encerrado. Aquí, la exposición es el ser mismo (léase: el existir). […] El cuerpo es el ser-expuesto del ser.

Como nota característica del ser encontramos, pues, la incompletitud. Desde esta perspectiva, el pensamiento surge de esa misma incompletitud, de la conciencia de la partición del sentido, que no es dado unitaria y absolutamente, al modo de las ideas platónicas. La nota fundamental que acompaña a la incompletitud, por tanto, es la que se refiere a la ruptura del sentido, a lo no-acabado: ser es ser en el tiempo, y la finitud es el carácter esencial del devenir. En una palabra: la finitud es inherente al mismo darse del ser.

Si todo cuanto es trae consigo una pura donación –o darse– de singularidades, de diferencias, no hay entonces un ser en-sí, sino más bien un ser-hacia (en terminología de Nancy, être-à): el ser se da en direccionalidad. El sentido que pudiera albergar el mundo es su misma direccionalidad: remitencia, dirección, donación o presentación a o hacia. Para el autor francés, la expresión «sentido del mundo» encierra una tautología, en la medida en que no hay un ser y sus diferencias, sino que el sentido es el mismo devenir o hacerse diferencia, y esta misma diferencia es lo que se ofrece precisamente a ser pensado. Es la diferencia, el continuo darse de la realidad, el elemento propio del pensamiento: de la filosofía.

La existencia queda así traducida en términos de un estar fuera, y el darse del ser se traduce en la noción de partición (partage), central en Nancy. Esta partición se expande: es el explanarse de las diferencias. La partición es íntima al ser. El ser es ya pluralidad, y venir a ser constituye un entrar a formar parte de una trama de relaciones: «el discurso del cuerpo no puede producir un sentido del cuerpo, no puede dar sentido al cuerpo. Debe más bien tocar lo que, del cuerpo, interrumpe el sentido del discurso. Ése es el gran asunto», escribió Nancy. Y proseguía:

Sentimos, más o menos oscuramente, que el cuerpo del cuerpo –el asunto del cuerpo, el asunto de lo que llamamos cuerpo– tiene que ver con cierta suspensión o interrupción del sentido, en la cual estamos y que es nuestra condición actual, moderna, contemporánea, o como se quiera.

Un análisis sin duda revelador de nuestras actuales circunstancias, en las que constituir una comunidad (de sentido, de acción social o política) se hace casi imposible a causa de la continua fragmentación del ser que somos: es, en terminología de Nancy, la «comunidad inoperante».

En este contexto es fácil recordar algunas tesis de Heidegger. Éste nos abre igualmente a la observancia del ser como relación: el propio acontecer abre una realidad, que es un acontecer en relación, ser en el tiempo, ser como ser-en-el-mundo. La interpretación no es captación sin supuestos de algo dado (pre-comprensión). Lo dado es la existencia del ser-ahí (Dasein), verdadera fuente de toda comprensión y posterior interpretación. Lo que se comprende está en función de la existencia, del tiempo propio de la existencia. Lo fundamental es, de este modo, introducirse en la analítica del Dasein, explorada en Ser y tiempo (1927). De ello extrajo Heidegger la idea de que el ser del Dasein (del ser que somos) alberga una preeminencia a la hora de acercarse al ser y cuestionarse o interrogarse acerca de él.

Retomando el pensamiento de Nancy de que no hay cosas en sentido substancial, sino que éstas son tramas de relaciones (entramados), puede decirse que el juego que tales tramas constituyen son ya las cosas: este devenir en relación es su ser. La aludida direccionalidad (être-a) significa que no hay un sujeto que se personifique de una vez para siempre, sino que su ser es su permanente estar en el mundo. No hay un más-allá del ser: todo se da en un constante más-acá del cuerpo que se excribe (expone) a sí mismo a través de su acontecer y aparecer en el mundo. Por eso, el sentido de las cosas, del ser que es sus diferencias, no es completo, pues se da en el tiempo, en lo escurridizo por definición. Que el sentido no sea completo o definitivo se debe a que no posee un carácter unitario; no hay una significación unívoca. No hay el sentido. Somos fragmento, fracción: «Pero corpus no es nunca propiamente yo mismo. […] Desde que yo es extendido, queda también entregado a los otros». El sentido es fracción y finitud, por lo que decir «sentido» es también decir «sinsentido», algo falto de sentido –y que por ello no queda cerrado, no es saturable–. Lo que la tradición filosófica occidental ha llamado «el sentido» esconde en su despliegue una permanente interrupción de sí mismo que remite a la infinitud en tanto que indefinición, en tanto que continuo exponerse del ser.

La gran lección de Nancy es que el sentido no es completo, no sólo porque todo se da en el tiempo y pierde, en su perpetuo acontecer, su univocidad, sino porque en una cosa siempre hay otras cosas, la huella de «lo otro». Esta huella remite al factor tiempo como propiciatorio de la disolución de la metafísica de la presencia o de la representación.

El ejemplo del tacto es para Nancy paradigmático: el tacto se halla unido a la noción de límite, pues el tocar remite a lo que está a los dos lados del límite (al tocar el teclado del ordenador, también yo soy tocado por él y, es más, me siento tocado): no hay tacto, por tanto, sin atención a la alteridad, sin experimentar lo «al-otro-lado». «Algo me toca» quiere decir que eso algo me afecta: se da un juego de límites. Tocar supone el quedar afectada la propia identidad, que por eso no puede ser unitaria, definitiva: dada de una vez por todas. En un fragmento de Las musas en que Nancy cita a Derrida, aquél explica que «Lo que produce el tacto es ‘esa interrupción que constituye el tocar del tocarse, el tocar como tocarse’. El tacto es el intervalo y la heterogeneidad del tocar. Es la distancia próxima».

La producción del (imposible) sentido definitivo queda así constituida como una tensión; en palabras de Nancy:

la producción, en singular y en términos absolutos no es otra cosa que la producción del sentido. Pero se revela con ello como pro-ducción, tensión literalmente insostenible hacia un adelante (o un atrás) del sentido, toda vez que aquello que lo «produce» como tal es, ante todo, el hecho de ser recibido, experimentado y, en resumen, sentido como sentido.

Nancy muestra que la finitud –al contrario de lo que se pensó durante largos siglos– no es una privación, sino una apertura a la infinitud relacional y fragmentaria de cuanto acontece: lo infinito es experimentado continuamente en nuestra finitud. Pero… siempre hay algo que resta, que queda, una «restancia», algo que en definitiva arrebata al sentido la posibilidad de una «explicación total». Siempre se da una disociación o extrañamiento que, además, es inevitable, que no cesa. Leemos en Las musas:

El sentido que es el mundo directamente en sí mismo, ese sentido inmanente de ser ahí y nada más, viene a mostrar su trascendencia: que consiste en no tener sentido, en no inducir ni permitir su propia asunción en ninguna suerte de Idea ni de Fin, sino en presentarse siempre como su propio extrañamiento.

Nancy afirmó en esta misma obra que la Idea de Hegel –totalizadora, en la que termina toda diferencia, todo extrañamiento– no supone más que un deseo infinito de sentido, y que nos remite a una «finalización infinita», si bien «ese modo paradójico de la per-fección es sin duda lo que toda nuestra tradición exige y evita a la vez pensar. […] Propongo ver de qué tipo de ‘per-fección’ o de ‘finalización finita/infinita’ es capaz lo que queda cuando una consumación se exhibe e insiste en exhibirse. Mi propuesta es, entonces, esta: de una per-fección finita o vestigial«.

Este «vestigio» nos conduce a la huella más arriba mencionada, a la acción de los otros y del tiempo. Que las cosas «resten» y dejen vestigios o huellas apunta a la consideración de que no es posible una totalización de la experiencia, porque tal totalización conllevaría la negación de la propia experiencia, siempre en movimiento, siempre fragmentaria y en vías de concluirse (sin jamás llegar a hacerlo). Sin distancia no puede darse el tocar –y el ser tocado–: todo se juega en ese espacio, en ese entre. En la fractura del sentido. En Corpus leemos:

Desde los cuerpos, nosotros tenemos los cuerpos como nuestros extraños. Nada que ver con dualismos, monismo o fenomenologías del cuerpo. El cuerpo no es ni substancia, ni fenómeno, ni carne, ni significación. Sólo el ser-excrito. […] Hace falta, pues, escribir desde ese cuerpo que nosotros no tenemos y que tampoco somos: pero donde el ser es excrito. –Cuando escribo, esta mano ajena ya se ha deslizado en mi mano que escribe.

En una cosa siempre hay –la presencia de– otras cosas, una huella imborrable, insorteable. Por eso no hay, ni puede haber, cosas substanciales, porque toda cosa siempre incorpora e involucra una vacancia de sí misma (restan, decíamos), de tal modo que su sentido no es saturable. Con Nancy, nuestro yo, nuestro mundo y nuestra mismidad quedan rotos, inconclusos, siempre pendientes de hacerse, de venir a constituirse. Vacíos de sentido pero anhelantes de él. Ninguna cosa es idéntica a sí misma y se da siempre como partición y, al mismo tiempo, como un repartir: en cada cosa hay un fraccionamiento, una relación con (lo) otro, por lo que lo que se da es siempre un haber con otro. El darse en el mundo es un juego de exposición(es) y, así, la noción misma de sentido queda rota, fracturada. Interrupción íntima de lo que hay que nos remite a lo infinito comprendido en lo finito:

El cuerpo expone la fractura de sentido que la existencia constituye, sencillamente y absolutamente. […] El cuerpo es expositor/expuesto: ausgedehnt, extensión de la fractura que es la existencia.

La alteridad y la fragmentación, dejó escrito Nancy, viven en el corazón de todas las cosas. En ello se juega el futuro de la filosofía. Y de la humanidad. En ir en busca de un inagotable sentido que se da, precisa y permanentemente, en su inútil pero tan fértil búsqueda. En el hueco. En la quiebra. Porque «Uno se siente siempre como un afuera», como «una tensión», como «la continua conmoción del ser».

En sus últimos años, Nancy hizo mucho hincapié en la necesidad de reconfigurar los senderos por los que a su juicio la humanidad camina hacia una «catástrofe generalizada». A su juicio, hemos perdido el sentido del mundo y hemos dejado de experimentarlo, de hacerlo presente en términos de pensamiento y de acción. Como explican los traductores de La fragilidad del mundo, Jordi Massó Castilla y Cristina Rodríguez Marciel, el sentido es sin duda «un concepto clave del pensamiento de Nancy. Para aprehenderlo en toda su complejidad hay que remitir a su opuesto, el ‘significado’, que es lo que suele presentarse como algo ya dado y acabado, completo». Hemosllenado nuestro imaginario de significados (petulantes, pretenciosos y cerrados) y hemos abandonado nuestra capacidad para buscar un sentido (abierto, pluriforme). «Se ha perdido el sentido que es el mundo para, en su lugar, rodearse de incesantes significaciones insatisfatorias, de fines que obligan a dirigir la mirada permanentemente hacia el futuro […]. De ahí que el olvido del mundo sea también un olvido del sentido del presente, del sentido que es el presente», glosan Massó y Rodríguez en el prefacio.

Nancy nos invita a permanecer atentos a cuanto está sucediendo en el presente, es decir, a la creación incesante de sentido, y no tanto a las significaciones (fijas, definidas, definitivas) que queramos dar al mundo. Porque el mundo es lo-que-pasa: en términos cronológicos, sí, pero también en términos factuales. Los hechos pasan porque pasan en el tiempo; y de ese tiempo que pasa debemos hacernos cargo: actuando, en permanente gerundio. Resulta curioso, argumenta Nancy, que en una época repleta de urgencias de todo tipo no tengamos el tiempo necesario para hacernos cargo de ellas. Ir muy deprisa implica perder los detalles más importantes del trayecto.Por si fuera poco, el progreso nos ha adelantado y somos víctimas de nuestra obsesión por antecedernos a lo-que-pasa. Así lo denunciaba el autor francés:

El capitalismo constituye la exposición en términos de valor de la proliferante infinitud de fines y de sentido en la que la técnica nos ha introducido.

Los grandes problemas de nuestro presente se cifran en lo que Nancy denominó la «catástrofe del sentido», es decir, la incapacidad para generar nuevas posibilidades de acción que se hagan cargo del mundo en su acontecer presente. Sólo hay pasado inamovible o futuro utópico: el presente se ha desdibujado hasta convertirnos en sujetos inoperantes. En una palabra: nos hemos olvidado del mundo. El tiempo del presente es el único en el que es posible que se abra el (y nos abramos al) sentido. Así lo expresa Nancy, de manera tan bella como contundente:

Habría que vivir, que pensar el presente, en la inquietud ante lo que viene, pero prestando atención al sentido de lo que sigue pasando en el presente, esos momentos de verdad, de belleza, de amor, aun cuando hayamos dejado de confiar en el porvenir.

Olvido del mundo que, por otro lado, puede equipararse el olvido de la filosofía: sin pensamiento activo que se haga cargo del presente no será posible modificar las dinámicas que nos conducen hacia el inminente desastre social, ecológico y económico. Por eso, Nancy expone la necesidad de centrarnos en el cuidado: del planeta, del mundo, de la humanidad, pero también de nuestro propio cuerpo y del encuentro de este propio cuerpo con el resto de cuerpos, de los seres vivos que pueblan una naturaleza cada vez más desmejorada y envilecida en nombre de la técnica y el progreso. Resulta curioso, argumenta Nancy, que en una época repleta de urgencias de todo tipo no tengamos el tiempo necesario para hacernos cargo de ellas. Y ello pasa por cultivar la propia sensibilidad:

Lo decisivo sería pensar en el presente y pensar el presente. No el fin o los fines que están por venir, no tampoco una dispersión anárquica de los fines, sino el presente en cuanto elemento de lo próximo. […] El presente es el lugar de la proximidad -proximidad con el mundo, con los otros sí-mismos-.

Como culminan el prólogo los traductores de La frágil piel del mundo, se trata de dirigir nuestra estima hacia cuanto nos rodea: «A este mundo en su fragilidad que lo hace, sí, vulnerable, y que por ello apela a nuestra responsabilidad, a la de todos nosotros, para acoger este presente que se presenta como aquello que aún tiene sentido porque es, precisamente, lo que hay que sentir ahora, cuando el tiempo aún no ha venido». En la urgencia del ahora.

Queda, pues, la urgencia de ocuparnos del ahora desde el cuidado por nuestro entorno:

Solamente entenderemos en qué consiste nuestra ceguera frente al apocalipsis —comenta Nancy— cuando consigamos concebirla como un elemento de la situación actual del hombre actual, es decir, como una de las cosas de las que tenemos el derecho, la posibilidad, de hacerlas o de no hacerlas.

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/2022/09/11/jean-luc-nancy-el-ser-como-aparicion-entre-y-ante-los-otros-en-la-fragilidad-del-mundo/

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