El 27 de julio de 1890, Vincent Van Gogh se pega un tiro en el corazón. No muere de manera fulminante, sino dos días después, el 29. Recordé su historia al leer un libro que nuevamente pone sobre la mesa la discusión sobre la relación entre locura y genio artístico, los problemas de salud mental y la creación: La melancolía creativa, del neuropsiquiatra y escritor mexicano Jesús Ramírez Bermúdez.
El declive del genio
Las hojas caían de los árboles en Arlés, Francia. Entraba el otoño en la pequeña provincia francesa casi al mismo tiempo que Paul Gauguin entraba en la morada del frenético Vincent Van Gogh. Ambos pintaban juntos durante largas horas a la par de compartir también los excesos placenteros del alcohol y las mujeres, convirtiéndose en visitantes cotidianos de burdeles.
Vincent lo pasaba mal. Era pobre y dependía de su compasivo hermano Théo. El pintor expresionista y bohemio prefería las terrazas y la cafeína al alimento, mientras que por las noches tenía episodios de sonambulismo e insomnio, de impulsos extravagantes y alucinaciones.
Una de las leyendas más conocidas sobre Vincent es la del incidente de la oreja. El mito cuenta que, tras una de sus frecuentes peleas con Gauguin, este decidió abandonarlo de una vez por todas, tomando sus cosas en vísperas de Navidad para hospedarse en un hotel de Arlés, antes de emprender a la mañana siguiente su viaje hacia Bretaña.
Solo bastó un día de soledad para que Vincent manifestara al mundo su locura, haciendo un berrinche y tomando la navaja con la que antes había amenazado a su amigo. Entonces procedió a cortarse su propia oreja para ir a ofrecérsela de regalo navideño a una prostituta conocida como Gaby, la misma que días anteriores «amaba» y jugueteaba con su ahora mutilado miembro.
Después de ofrecer tan original presente, el genio holandés volvía a su cama para dormir «apaciblemente». Al siguiente día, Gauguin retornaba a la morada del «loco» artista a despedirse y, al verlo en tan grave estado, decidió dejarlo en manos de la policía. Como la locura antes de volvernos populares tiende a aislar socialmente a quien la padece, Gauguin, aterrorizado, se alejó para siempre de Vincent, sin volver a cruzar palabra alguna con él nunca más. Pasado el escándalo, Van Gogh fue internado un par de semanas, pero, repentinamente, a inicios de enero de 1889, fue dado de alta.
El pintor estrafalario tuvo que dejar Arlés para pasar unas semanas junto a su hermano Théo en París y posteriormente mudarse a una nueva pensión en Auvers-sur-Oise, donde poder comenzar de nuevo lejos del escrutinio negativo de los vecinos. En su nuevo hogar, fue adoptado por un médico que afortunadamente era amante del arte. Este médico era Paul Gachet, de quien el holandés haría un famoso autorretrato.
Gachet cuidó del artista durante su estancia. Pero los impulsos maníacos visitaban recurrentemente la vida de Vincent, volviéndolo un asesino en potencia. Por aquel entonces, el pintor amenazó con un revolver a su nuevo anfitrión, lo cual automáticamente lo volvió un huésped no deseado.
Es julio de 1890. Théo escribe a Vincent anunciándole que se ha casado y ha engendrado un hijo enfermo a quien deberá cuidar, por lo que le resulta imposible seguir manteniendo sus caprichos artísticos. Van Gogh, sintiéndose una carga para su hermano e incapaz de seguir cuidando de sí mismo, sale a su acostumbrada caminata solitaria que da por los jardines cercanos. Su último paseo.
El 27 de julio de 1890, el genio holandés se pega un tiro en el corazón. Sin embargo, su tino no es suficiente para matarse de manera fulminante, ya que la bala se alojaría en su tórax dejándolo semivivo. Después del intento de suicidio, Vincent todavía logra caminar unos pasos hacia la pensión donde habitaba y es atendido de modo inmediato por Gachet, quien da aviso al hermano Théo de la irrecuperable salud del artista.
Théo, conmocionado por el delirio de su hermano, corre a visitarlo para ver sus ojos claros con vida por última vez. Tras preguntar la causa de su acción suicida, Vincent contesta: «Es asunto mío, es lo mejor para todos». La noche estrellada ve morir su mejor astro un 29 de julio de 1890.
El arte, flor de la melancolía
Sé que la telenovela personal de Vincent Van Gogh es una historia ya muy contada —y que su vulnerabilidad emocional no justifica su monstruosidad estética ni su talento artístico innegable—, pero quise recordarla como pretexto de un libro que nuevamente pone sobre la mesa la discusión sobre la relación entre locura y genio artístico: La melancolía creativa (Debate, 2022), del neuropsiquiatra y escritor mexicano Jesús Ramírez Bermúdez.
Una obra que no pretende romantizar las enfermedades mentales ni ser tampoco una apología del aluvión psíquico en aras de crear un excepcional producto artístico, literario o intelectual. Al contrario, la motivación de Ramírez Bermúdez es reflexionar sobre el sufrimiento emocional —que él sigue bajo el hilo conductor de la «melancolía»— y cómo la sublimación artística podría ayudar a sobrellevar una existencia atormentada, e incluso volverse un medio de expresión para que el otro, el espectador, logre adentrarse en la psique de un artista o literato. Al mismo tiempo, la obra del artista puede volverse una inspiración común para conocerse a sí mismo.
Pero ¿qué entiende el autor por «melancolía»? La melancolía es un concepto rizomático que ha brotado desde múltiples raíces a lo largo de la historia, creciendo indefinidamente a partir de la descripción de una variedad de síntomas que incluso en la actualidad no se explican con total claridad o unicidad.
Ramírez Bermúdez traza una bella genealogía —coloreada por el arte, la medicina, la literatura y la filosofía— de la melancolía, desde la Antigüedad griega hasta su significado actual, tratando de encontrar un epicentro común que la identifique como una categoría fundamental de la cultura occidental. El autor piensa la melancolía como el Zeitgeist de toda época, como…
«… el símbolo de la desilusión y el sufrimiento; un signo crítico que indica el desenlace de los disturbios colectivos y las limitaciones de todo esfuerzo civilizatorio. Pero también es un punto de partida de la travesía artística».
El autor no solo piensa en el melancólico que se recluye en su solipsismo, en ese que hace de la patria de la creatividad un exilio interior, sino que también considera la melancolía provocada por la efervescencia del «dolor social». Un dolor que brota en el centro de las relaciones verticales, de los vínculos destructivos entre unos y otros. Unos vínculos que provocan que tanto individuos, comunidades y grupos vulnerables sean sometidos a una lógica de abuso y de violencia sistémica, legitimada por instancias de poder, lógicas del privilegio y de la exclusión difíciles de erradicar.
En este sentido, es interesante pensar hasta qué punto los ciudadanos de un país como México, ahogado por el crimen organizado, los feminicidios, homicidios y la notable impunidad ante dichos crímenes —como sucede en el contexto mexicano— están abatidos y dominados por un —y me atrevo a citar a Heidegger— Grundstimmung melancólico, por un «estado de ánimo fundamental» expresado en sufrimiento y dolor social.
La pregunta sería aún más radical si pensamos en cómo este sentimiento comunitario de un país en llamas contribuye a volver al depresivo más depresivo, y al posible suicida, un suicida resuelto. Pero, como escribe Jesús Ramírez, «la génesis del dolor social rebasa cualquier intento de este ensayo por abarcarla». Mejor pensemos en una alternativa que dé el salto más allá de la tragedia que un dolor social comunitario provoca, ideando una forma diferente de operar ante el nihilismo acarreado por la melancolía social, reconociendo que también la melancolía puede volverse la inspiración de una labor estética y «creativa capaz de reconocer y respetar la finitud, sin perder el amor por el juego vital».
Para demostrarlo —y sobran ejemplos— basta recordar la literatura y el pensamiento filosófico y psiquiátrico que afloró de las lúcidas mentes exiliadas, y de tradición judía, tras la caída del aberrante nacionalsocialismo alemán. Vale recordar, con mucho amor, el concepto de «resiliencia» ideado por Boris Cyrulnik, que consiste en el ejercicio psicológico, terapéutico y neuronal para liberar la memoria doliente —la memoria coagulada—, a partir de la narrativa compartida con los otros. O la concepción del «rostro» levinasiano como ese «Otro infinito», ese prójimo puesto como categoría universal que fundamenta cualquier comprensión propia del mundo. Jesús Ramírez, por su parte, nos recuerda a Pedro Páramo:
«La novela mexicana fundacional en la que Juan Rulfo capturó el delirio posmelancólico de las comunidades que padecen la deserción de los patriarcas: se trata de una suerte de delirio poético acerca de las voces y las reminiscencias de los muertos, en una comunidad empobrecida durante décadas por el abandono y la violencia de un patriarca. Se trata de Comala, pero podría ser cualquier otro espacio rural del México posrevolucionario».
Sí, Pedro Páramo podría ser cualquier «otro espacio» rural y urbano, incluso, cualquiera del contexto actual mexicano. Pero volvamos al tema de la melancolía creativa ejercida desde el microcosmos privado del escritor o artista, esa melancolía que Jesús Ramírez pinta con un estilo bello y erudito. Nuestro autor retoma varias veces el hipotético vínculo entre genio artístico o intelectual, o mejor dicho, entre el «talento excepcional» y la melancolía.
«La relación puede plantearse de muchas maneras: la depresión mayor obsequia una visión trágica y menos superficial de la vida a personas con talento, y sus obras adquieren profundidad psicológica».
O, por otro lado, también podría ser que esa vulnerabilidad emocional pueda desencadenar conductas aditivas y autodestructivas y entonces terminar también con el proceso de creación. Jesús Ramírez advierte los sentimientos ambivalentes que la depresión mayor —que alguna vez fue pensada como parte de lo que se entendía por «melancolía»— podría provocar en una misma persona. Pero eso no significa que no exista una larga tradición —nacida desde Hipócrates y retomada por Aristóteles, hasta nuestros días— que acepte de manera explicita la íntima relación entre un talento monstruoso y el desarrollo de la melancolía —o expresado mejor desde términos contemporáneos, el desarrollo de padecimientos psiquiátricos—. Jesús Ramírez considera que una sensibilidad o una lucidez extraordinaria podría tener su…
«… nexo con otros trastornos mentales en los cuales hay estados depresivos, pero también estados de manía, dentro de eso que ayer fue llamado psicosis maníaco-depresiva, y hoy llamamos trastorno bipolar. En los episodios de manía o hipomanía, las personas con talento podrían tener más actividad artística, científica o política. No se puede descartar de antemano una relación con la esquizofrenia: las alucinaciones y los delirios insólitos y extraños quizá tendrían un papel en la generación de una obra artística».
La genealogía que Ramírez elabora del concepto de melancolía deja claro lo difícil y absurdo que es sostener explicaciones absolutas y universales de los padecimientos mentales
Uno de los capítulos que más he valorado del libro es el dedicado a la compleja naturaleza de la esquizofrenia, la cual significaba en el siglo XIX el «nuevo paradigma de la medicina psiquiátrica».
Para ilustrar mejor la relación entre el padecimiento y el ejercicio creativo, Ramírez piensa en la analogía entre la caótica pero «insoportable lucidez» del discurso de Joyce en su Ulises y la esquizofrenia de Lucia, la hija del escritor. El autor medita una comparación interesante:
«Al igual que el lenguaje creativo de James Joyce, la producción verbal en la esquizofrenia se aparta de las construcciones semánticas se aparta de las construcciones convencionales y entra en el capítulo psicológico del pensamiento divergente».
La diferencia radical entre la divergencia esquizofrénica y la de la creatividad es que la última está construida desde la intencionalidad del escritor, la desorganización conceptual y la ruptura sintáctica o lógica del discurso. Está dada desde la consciencia de una mente creativa, mientras que, en el paciente con esquizofrenia, la desorganización conceptual no deriva del artificio literario, sino que es la manera en que cotidianamente piensa.
Actualmente la esquizofrenia, escribe Ramírez Bermúdez, «se asocia de manera consistente a deficiencias en el volumen cerebral, en regiones necesarias para la operación del lenguaje, la memoria y el procesamiento emocional». El autor nos remite a las investigaciones de la neuropsiquiatra estadounidense Nancy Andreansen, quien estudió casos celebres de mentes brillantes, pero con familiares que padecían de esquizofrenia, como el caso de Einstein y su hija, o el ya mencionado Joyce y Lucia Joyce, encontrando «una posible relación genética entre las habilidades creativas dependientes de procesos lógicos-secuenciales (como la literatura y las matemáticas) y la psicopatologúa esquizofrénica».
Esto significa que la genética de la creatividad requiere procesos biológicos y culturales que dan origen a aprendizajes lingüísticos, conceptuales y complejos, que, en su estado óptimo, llevan al desarrollo de habilidades creativas eficaces e incluso excepcionales, que habrán de estar ancladas en el sentido de la realidad.
En esta misma hipótesis, esa misma genética, pero con variaciones o modificada por el neurodesarrollo, también puede conducir a una «forma frustrada o fallida», de la creatividad y del principio de realidad, desembocando en un diagnóstico de esquizofrenia.
Por ello Andreasen escribe que la esquizofrenia algunas veces es «el precio que la humanidad paga por tener lenguaje». Es el precio que algunas mentes sometidas al azar de una naturaleza que gusta poner a prueba el ensayo y error —el perfeccionamiento, o el desarrollo de anomalías en el área de Broca— tiene que pagar por tener el privilegio de poder expresar en conceptos e imágenes complejas, en mensajes profundos o banales, en narrativas deplorables o excepcionales obras de arte, sus alegrías y sufrimientos, sus ideas y pensamientos: su inteligencia.
Sin embargo, ningún hombre o mujer ha pronunciado la última palabra al respecto, mucho menos en los asuntos que tienen que ver con la mente humana. Y la genealogía que Jesús Ramírez elabora del concepto de melancolía entendido desde la Antigüedad como «bilis negra», atravesando por la modernidad que la explicaba a partir de diversos síntomas que oscilaban entre la manía, la depresión y abruptos cambios de ánimo, hasta la actual asimilación de la melancolí como «depresión mayor», nos deja claro lo difícil y absurdo que es sostener explicaciones absolutas y universales de los padecimientos mentales.
Esta imposibilidad es más clara con la consideración contemporánea de la descripción clínica de la esquizofrenia, consideración que ha sido tan importante como el diagnóstico e investigación de la melancolía a lo largo de los siglos. Jesús Ramírez enfatiza que el concepto de esquizofrenia sigue teniendo un sentido impreciso que se usa «para aglutinar problemas de salud mental muy diversos». La complejidad de dicho padecimiento goza de una heterogeneidad clínica que no ha logrado resolverse ni unificarse en síntomas claros e innamovibles que nos hagan establecer de manera tajante qué sí es, o no, esquizofrenia.
Para seguir investigando sobre los asuntos del cerebro, la mente y sus tormentos clínicos, es necesario entender que toda respuesta se transforma con el tiempo y varía dependiendo de los anteojos desde los cuales se mire cada época
Igualmente a como ha sucedido a lo largo de las centurias esto que podríamos llamar, de manera muy general, la historia de la locura, el estudio de cualquier condición o psicopatología mental es un reto que habrá de afrontarse de manera interdisciplinaria desde la honestidad epistémica y con la furia y violencia que merece cualquier dogmatismo científico.
Una práctica ética de la psiquiatría también implica reconocer que es imposible tener una respuesta definitiva sobre cualquier condición de la naturaleza humana, y que incluso pensar en la idea de que hay «una naturaleza» nos podría poner en el riesgo de volvernos deterministas y no asumir la complejidad de dicha condición.
En el profundo mar de autores, obras artísticas, fragmentos poéticos, estudios médicos y sociales en el que Jesús Ramírez —plácidamente— nos invita a navegar a lo largo de su genealogía sobre la melancolía, subyace esta bella idea de humildad epistémica. Una humildad que reconoce que para seguir investigando sobre los asuntos del cerebro, la mente y sus tormentos clínicos, es necesario entender que toda respuesta se transforma con el tiempo y varía dependiendo de los anteojos desde los cuales se mire cada época. No es lo mismo apreciar desde el faro los monstruos marinos que experimentarlos estando al frente del timón. Por ello, escribe el autor:
«Las disciplinas médicas y psicológicas no deberían olvidar la dimensión social donde se gestan los problemas de la salud mental: la psiquiatría y la psicoterapia deben enriquecerse con los avances de las síntesis, cuando ignoramos la subjetividad del otro y lo reducimos a una cosa. Parafraseando al erudito de Cambridge Germán Berrios, reificar significa ver las relaciones humanas como si fueran objetos o cosas inanimadas, restándoles todo dinamismo, sentido o valor personal. Cosificar el dolor emocional dispone al médico a olvidar la trama dinámica de las interacciones humanas […] El estudio de la causalidad física, objetiva, tal y como lo buscan las ciencias médicas y las neurociencias, no se opone al ejercicio de la comprensión interpersonal, que atiende los significados personales de una historia».
Entre la disfuncionalidad y la creación
Me gustaría terminar con una última reflexión. El libro de Jesús Ramírez me ha devuelto la confianza en la transparencia que expresan y significan las emociones propias y ajenas. Me ha quitado el pudor de manifestar lo que siento más allá del miedo que esto pueda provocar en los demás y de valorar a quien sí tiene la capacidad de sentir demasiado, sobre todo en una sociedad que tiende hacia la practicidad y el calculo de los afectos.
En una sociedad de individuos que se autocensuran afectivamente, quizá sí hace falta darnos cuenta de que algunos hombres y mujeres necesitan vivir las experiencias de una forma distinta y con una intensidad que a veces podría acercarlos a la frontera de la disfuncionalidad, pero también a la patria de la creación literaria y artística.
Quizá, como me ha escrito un amigo en noches pasadas, «sentir mucho también es conocer; sentir mucho quizá es ser artista». El hecho de sentir todo «demasiado intenso» no es algo que deba aterrorizarnos, ni despreciar a quien sacrifica su serenidad mental en aras de exprimir sus emociones, y así desarrollar una creatividad o talento extraordinario.
En una bella epístola que Vincent escribió a su hermano Theo desde el noscomio psiquíatrico, le cuenta: «El sufrimiento por este lado, en el hospital, ha sido atroz y sin embargo aun en los estados de mayor desvanecimiento, puedo decirte como curiosidad, que he seguido pensando en Degas».
Fuente: https://filco.es/la-melancolia-como-fuente-de-creacion/