Un manifiesto que se enfrenta al mundo moderno

Con Escolios a un texto implícito, Nicolás Gómez Dávila ofreció al público una obra concebida con paciencia y precisión, en la que se enfrentaba al mundo moderno: capitalismo, comunismo, industrialización, secularización, sentido de la historia… Sirviéndose de disciplinas como la historia o la literatura, los textos que contiene esta obra son considerados por muchos algunos de los más originales del siglo XX.

Por Alfredo Abad

Los dos primeros volúmenes de Escolios a un texto implícito vieron la luz en 1977, cuando su autor, después de un amplio silencio, podía ver publicados los dos primeros tomos de su obra magna. En efecto, desde la aparición de su primer libro, Notas, en 1954, y concretamente, Textos I, en 1959, transcurrieron casi dos décadas sin que el desconocido pensador de Bogotá llegase a publicar una línea1. Sin embargo, lo que se gestó durante ese periodo fue la consolidación de una de las más depuradas obras fragmentarias del pasado siglo. Ya en plena madurez estilística y filosófica, el autor de 64 años entregaba al público la crítica más denodada frente al mundo moderno.

Filosofía & co. - 38 davila Portada para Prensa Escolios
Escolios a un texto implícito, de Nicolás Gómez Dávila (Atalanta).

Los Escolios a un texto implícito, título por demás enigmático y del cual no sobran interpretaciones, fueron concebidos con paciencia, con suma cautela y precisión. Aquí la madurez «gomezdaviliana» se concreta con una expresión estilística y un pensamiento bastante particular que derivan de un trabajo cuidadoso al cual el autor consagró su vida. Con esta afirmación no se intenta resaltar una condición que bien puede sonar exagerada. Al estimar que Nicolás Gómez Dávila involucra la vida misma en la escritura de su obra deben precisarse los alcances de esta consideración.

Es claro que el autor tuvo un compromiso supremamente arraigado con el ejercicio escritural, aspecto que se plasma desde sus primeros textos juveniles, algunos de los cuales se reproducen en Notas, concretando así esta actividad dentro de un proceso insoslayable. Es muy importante resaltar esta particularidad en la medida de destacar en ella el compromiso estético y práctico que allí se gesta. En efecto, la vida «gomezdaviliana» se desarrolla a la par de este manifiesto. De esta manera es imprescindible leer al autor sin dejar de destacar el hecho de que su obra no está de ninguna manera desconectada de su vivir, de su contexto inmediato.

La aparición de los Escolios explicita una muy fuerte marginalidad en el sentido del carácter extemporáneo que los envuelve. Y es que, en efecto, la obra da al traste con el pensamiento, las formas, los gustos, las pautas de escritura y el entorno que envolvía al escritor. Sin embargo, excluido él mismo de estos contextos y modelos, los Escolios son un manifiesto que se enfrenta al mundo moderno, al siglo XX, de una manera bastante contundente y precisa. Por eso, al asumir que el autor se aleja, se margina de su entorno, hay que especificar que en ello se establece ante todo un enfrentamiento.

Gómez Dávila fustiga lo que lo rodea, no de una manera abstracta; sus críticas nacen en contacto pleno con el mundo, con la experiencia vivida. Sus fragmentos contrastan el capitalismo, el comunismo, la industrialización, la pedagogía, la secularización (paralela al carácter desacralizado del mundo, la muerte de Dios y del arte), el sentido de la historia; todo esto aunado a una gran cantidad de apreciaciones que nacen de la experiencia íntima, de su muy instaurada conexión con la cotidianidad. Desde esta condición, Gómez Dávila escribe una de las obras más originales del pasado siglo.

Original en el sentido mismo de su carácter sui generis, pues es justo recordar que el autor se considera arraigado en una tradición, la reaccionaria, que nada nuevo tiene para declarar, sino simplemente constatar y afianzar su compromiso con la lucidez. Ciertos tópicos son reconocibles al adentrarse en la lectura de este pensador a veces inclasificable. Algunos de ellos dan cuenta de los temas que se acaban de señalar, precisando, claro está, el hecho de que estas perspectivas se convierten en rutas que pueden servir de guía dentro del cúmulo de fragmentos, mas no en orientaciones definitivas para un autor que ante todo siempre conserva una alta posibilidad de asombro.

La aparición de los Escolios explicita una muy fuerte marginalidad en el sentido del carácter extemporáneo que los envuelve, son un manifiesto que se enfrenta al mundo moderno, al siglo XX, de una manera bastante contundente y precisa

Filosofía y literatura

La relación entre filosofía y literatura es un campo fértil dentro del entramado de los Escolios «gomezdavilianos». Lo es porque no solo es una preocupación que él mismo aborda, sino porque en su escritura esta conjugación se ofrece de manera explícita. Forma y contenido se manejan pues desde ambas especificidades. Gómez Dávila se preocupa por el tema y, además, lo desenvuelve a través de su estilo mismo. Esta capacidad para destacar la reciprocidad o mejor, la unidad, entre el carácter estético y su materialización en un pensamiento permite poner en evidencia un rasgo altamente significativo de la configuración que el pensador despliega, y de acuerdo a la cual la relación filosofía-literatura no es un asunto menor o baladí.

La relevancia de la orientación estética se plasma en las alusiones que comprometen el valor de una escritura depurada. «La filosofía se vuelve más sensata cuanto más se aproxima a la literatura. La prosa limpia es el escollo de la especulación extravagante». No es una novedad este escolio si se corroboran los énfasis en torno al compromiso «gomezdaviliano» de pulir, casi esculpir las frases. Este ejercicio puede corroborarse al cotejar los Escolios que fueron publicados con los que fueron mecanografiados por él mismo y obsequiados en distintas oportunidades a algunos amigos previamente a su publicación2.

El estilo requiere pues de un trabajo arduo, y compromete el oficio escritural, que ante todo reivindica la claridad del pensamiento al contrastarla con la extravagancia estilística que caracteriza buena parte de la filosofía contemporánea. Esta exigencia es, además, un compromiso vital, pues forma y contenido no son nunca para Gómez Dávila dos aspectos que puedan asumirse cada uno aparte.

Por el contrario, el trabajo de depuración estilística, la búsqueda de una concisión precisa, el hallazgo de una contundente expresión, concuerdan con la motivación por expresar un dominio que logre unificarlos con un contenido. Por eso puede decir: «Forma y fondo son una sola cosa, pero no nacen como una sola. En su fusión perfecta culmina un largo proceso laborioso». Sin embargo, no es solamente en el atributo que logra unificar el aspecto estético con el contenido contundente de su pensamiento en donde pueda rastrearse el fuerte vínculo que constituye la relación entre filosofía y literatura.

En efecto, la proximidad es más estrecha, va más allá de la comparación o de la necesidad de hacer explícitas las semejanzas entre una y otra. Lo que se precisa en el pensamiento «gomezdaviliano» al respecto es el hecho de que la literatura permite revelar un tipo de esclarecimiento particular, una inteligencia que solo ella puede entregar. Dos escolios lo confirman de manera muy precisa: «La literatura es la más sutil, y quizá la única exacta, de las filosofías»; igualmente este: «La inteligencia literaria es la capacidad de pensar lo concreto».

Como buen lector, sin desdeñar la capacidad que la literatura brinda para la comprensión del mundo, se permite apreciar y valorar la posibilidad que ella confiere al identificar con precisión aspectos sutiles, contextuales, de la realidad humana. Su exactitud radica en la pertinencia de sus juicios, pues sus abordajes determinan una connotación que solo puede brindar aquello que se margina del universalismo derivado de las concepciones generales.

La literatura piensa, pues, lo concreto; y lo hace generalmente desde un marco eximido de la necesidad de establecer una regularidad, un patrón. Además, entonces de asumir que la filosofía es un género literario, Gómez Dávila señala también el carácter filosófico propio de la literatura. Esta filosofa a su manera, de ella se extrae una comprensión en donde el terreno de la exactitud no se ve lacerado por la vacuidad abstracta de las generalidades. Integrado a estas reflexiones, no pasa desapercibido el hecho de que Gómez Dávila inmiscuya una reflexión implícita sobre el lenguaje, y específicamente sobre la facultad retórica del mismo.

Justo a partir de esta sospecha logra concretarse de una manera más arraigada el sentido de una constitución literaria de la filosofía. Y es justamente eso, una sospecha. No se trata de encontrar una consideración definitiva o contundente al respecto. Así lo revela cuando consigna: «Muchos son los argumentos que nos mueven a risa porque apelan altivamente a la lógica, cuando quizá nos inquietarían si comparecieran humildemente como retórica». La puesta en escena de una duda como la que sugiere este escolio identifica gran parte del talante de este pensador.

Al filosofar de esta manera confronta la comodidad a la que suele habituarse quien vive entre certezas, y sobre todo, las que ofrece la seguridad ofrecida por la contundencia de todo dogmatismo. Probablemente nos circunda de manera más amplia la retórica que la lógica, y sea la primera el fundamento de nuestras reflexiones. De esta manera logra plasmar una vez más la importancia del carácter formal, las implicaciones que tiene el estilo y su relación indistinguible con el contenido, aludiendo al hecho de que la retórica constituye y cimienta una nada despreciable manifestación de nuestras argumentaciones.

Quizá por eso pueda sentenciar con su muy acostumbrado humor, pero también con certera crítica: «La filosofía es la parte de la retórica donde orador y auditorio se confunden en una sola persona. Filósofo es el que no adopta sino los argumentos con que se convenció a sí mismo». Justamente desde este tipo de consideraciones Gómez Dávila realza su papel como filósofo, agente crítico y desmitificador, aspecto que vale la pena destacar y precisar desde asuntos en los que inmiscuye ciertas alusiones de lo que bien puede catalogarse como filosofía de la sospecha.

«La filosofía se vuelve más sensata cuanto más se aproxima a la literatura. La prosa limpia es el escollo de la especulación extravagante»

Nicolás Gómez Dávila
Brevario de Escolios, de Nicolás Gómez Dávila (Editorial Atalanta).

Gómez Dávila, «filósofo de la sospecha»

De un espíritu escéptico, de una obra de estirpe moralista, de alguien que recomienda mirar con malicia, pueden extraerse no pocas apreciaciones en las que está de por medio una consideración crítica en torno a la racionalidad, los valores ilustrados y en general, los alcances del hombre. Esta característica, desde la cual más que afirmar se intenta poner en tela de juicio muchos de los proyectos que legitiman y afianzan la modernidad, es frecuente en el pensador colombiano. Por eso la actitud de sospecha, de inquisitivo examen ante muchos de nuestros afianzamientos.

Gran parte de los fragmentos que dan cuenta de la desconfianza «gomezdaviliana» se centran en torno a la discrepancia para con los atributos de la razón, aspecto que logra desplegarse en la manera como se increpa la posibilidad de encontrar un dominio esclarecedor y legítimo en ella. «El modelo contemporáneo de bobo se caracteriza por el apasionamiento con que se proclama libre de prejuicios». Agudo discernimiento que recuerda en gran medida la experiencia hermenéutica del círculo de interpretación.

En efecto, este escolio da cuenta de la imposibilidad de extraerse de los cimientos que fundan todo juicio, y corrobora la imprecisión del prejuicio más frecuente: creer estar al margen de cualquiera de ellos. Por supuesto, el énfasis del autor no radica en este caso en hacer explícita la imposibilidad de extraerse de todo juicio previo, sino en ridiculizar la visión de quien así lo crea.

Y no serán pocos, si atendemos a la muy amplia lista de quienes llegan a considerarse agentes y exponentes de la clara razón. Sin embargo, la lucidez del autor va más allá, pues la confianza en esta última está definida por él a partir de lo que la contradice: «Nunca hubo conflicto entre razón y fe, sino entre dos fes». Semejante ataque a los presupuestos del racionalismo, especificado en la reducción de la racionalidad a una fe que tiene entre otras cosas su clímax en la modernidad, corrobora el talante de quien ve en ella y específicamente en el ideal demócrata una opción religiosa3.

Al configurar la razón no como lo opuesto a la fe, sino como un ámbito paralelo en el que se cree, con las mismas características de una religiosidad que ve en ella la única esfera que legitima nuestras opciones de interpretación del mundo, Gómez Dávila contrasta la muy acogida legitimidad de la razón y sus prerrogativas.  

Que la razón deje de tener ese hálito de supremacía en el andamiaje de la interpretación del mundo es por supuesto una explícita expresión de la gran sospecha que se instituye en la obra «gomezdaviliana». «Temblemos si nos dan la razón. Hemos coincidido con los prejuicios del auditorio». Así, se contradice la ingenuidad racionalista de posicionarse más allá de cualquier prejuicio para establecer un canon ideal de la razón. Tener razón es coincidir con los prejuicios del prójimo.

En muy buena medida, los Escolios exigen cuestionar muchas de las valoraciones que pueden asumirse válidas por la mentalidad imperante. El cuestionamiento, la puesta en suspenso de ciertas consideraciones, el proceso de percepción crítica de la cultura y tópicos reinantes, hacen parte de las consignas de este escéptico contemporáneo en quien se puede cifrar el paradigma de execración del pensamiento moderno. Marginado de los condicionamientos y modelos expresados y luego exigidos por la mentalidad iluminista de la modernidad, Gómez Dávila representa fielmente la actitud filosófica que niega, subvierte, increpa.

Y, por supuesto, advierte sobre la pretensión humanista de consolidar una autonomía que el colombiano contrasta rotundamente. «La ética que pierde su dureza heteronómica acaba en onanismo sentimental». Kant y Nietzsche hipotéticamente impugnados en un mismo fragmento. El primero, a partir de su inmersión en una autonomía moral de ascendencia pietista; el segundo, a través de su pretensión de consolidar una legislación propia que termina para Gómez Dávila en un sentimentalismo banal. Pero ¿qué sustenta esta perspectiva? ¿Qué motiva este rechazo y esta afirmación del carácter heteronómico que circunda la existencia y por ende la praxis humana?

Indefectiblemente, la conciencia de un sentido que sobrepasa la permanencia del hombre. «El hombre moderno se encarceló en su autonomía, sordo al misterioso rumor de oleaje que golpea contra nuestra soledad». El rechazo a la autonomía del hombre no deriva de una simple negación de los presupuestos que la modernidad ha legado. En el anterior escolio, como derivación de la vida contemplativa que tanto merece la atención de Gómez Dávila y que no pocas veces comenta, es palpable el sentido de inquietud metafísica que respalda su crítica a partir de la inmersión del hombre en un universo inexplicable desde el racionalismo.

Marginado de los condicionamientos y modelos expresados y luego exigidos por la mentalidad iluminista de la modernidad, Gómez Dávila representa fielmente la actitud filosófica que niega, subvierte, increpa

La consideración trágica de la condición humana

Centrado en un sentido inmanente, individual, explicable y autónomo, el hombre moderno da la espalda al misterio del mundo, al amplio espectro de su incertidumbre. La impugnación pues de la autonomía, de la divinización del hombre, está precisada a partir de la asimilación del hombre dentro de una consideración trágica que da al traste con las orientaciones teleológicas que la modernidad lega. Por eso puede afirmar: «Razón, Progreso, Justicia, son las tres virtudes teologales del tonto». Y lo cree así porque, en efecto, Gómez Dávila postula una idea enteramente trágica de la experiencia humana.

Vana sería la tarea de explicitar ciertos asuntos «gomezdavilianos» si se excluyera la representatividad que tiene dentro de sus asertos el carácter dependiente, heterónomo, trágico, en fin, de la vida y posibilidades del hombre. El griego antiguo, al considerar su posición ante la divinidad, se reconoce como inmerso en la αναγκή (necesidad), ese carácter envolvente del destino que contrasta su libertad. No se niega esta última, pero, por supuesto, logra involucrar los límites que condicionan su desenvolvimiento. De igual manera, Gómez Dávila no está tan lejos de establecer una comprensión del puesto del hombre en la historia desde estos mismos parámetros.

«El griego estima que solo se hallan en situación trágica ciertos individuos, o ciertas familias que subleva privativamente un acto inicial de soberbia. El cristianismo enseña, en contra, que la condición humana es, universalmente y en sí, una situación trágica. El cristianismo es interpretación de la condición del hombre mediante las categorías de la tragedia griega».

Valdría la pena apreciar con mayor detenimiento la idiosincrasia «gomezdaviliana» con respecto al cristianismo y a su conexión con el pensamiento griego y en general con el ámbito trágico; no siendo el caso en este momento es imprescindible destacar al menos el hecho de que su aprehensión de lo que define al hombre pasa por la ineludible manifestación de una contradicción, de una serie de situaciones conflictivas que conforman la nada lineal realidad humana.

Si bien varios escolios aluden a la explicitación de esta relación estrecha entre el destino del hombre y lo expuesto en la tragedia griega, es en el aspecto de la impredecible constitución de nuestra existencia, en lo inexplicable que la rodea, en el ámbito oscuro que configura la imagen del mundo, en donde Gómez Dávila acentúa el proceso que instituye los límites que nos envuelven.

En el enigma del mundo, en los énfasis sobre la imagen poco clara en que nos desenvolvemos, en el carácter incierto y restringido de nuestras propias posibilidades, este escoliasta reconoce la condición humana, ligada a la imagen que expresa cuando afirma: «Tragedia griega o dogma cristiano son meditaciones de adulto sobre el destino del hombre, frente al sentimentalismo adolescente de la filosofía moderna».

De nuevo nos topamos con dos concepciones antagónicas que ocupan las preocupaciones «gomezdavilianas». Ese sentimentalismo que caracteriza, según el autor, la percepción moderna sobre el destino humano impregna las concepciones de la modernidad afianzadas en la acentuación de la libertad como ejercicio pleno de las posibilidades del hombre. Más que reclamante, el hombre para Gómez Dávila aparece como mendigo.

Se trata, pues, de una apreciación antropológica de dependencia que el hombre moderno sustituye a través de su propia divinización. Una antropología que representa un sentido de subordinación y acatamiento no solamente frente a Dios, sino ante la percepción de la dependencia explícita que recae sobre el hombre dentro de las márgenes que le son impuestas. También en este mismo contexto, la situación del hombre frente al misterio, al abismo insondable que se despliega ante él como derrotero incierto.

El rechazo «gomezdaviliano» de la modernidad se centra fundamentalmente en las anteriores líneas. Es la imagen del hombre incapaz de reconocer su condición trágica la que constituye el objeto de esta animadversión, y por ello se sitúa en el contexto de una apreciación antigua en la que el hombre se siente condicionado y no condicionante de su realidad.

En esta concepción, la idea del hombre emancipado de sus condicionamientos se torna una quimera que solo puede desvelarse a través de un contacto descarnado con la historia. «El hombre moderno lleva adelante su noviazgo con una fábula, mientras lo casan con la historia». El anterior escolio ofrece una muy acertada explicitación de la idea que conecta la consideración trágica, ausente del ideario moderno, con la experiencia que la historia brinda en términos de su impredecible, laberíntica e insondable transitoriedad.

Como lector asiduo de textos históricos, Gómez Dávila no solo ofrece en sus Escolios una comprensión amplia y minuciosa de los mismos, sino una interpretación fundamental de lo que representa la historia

Historicidad: cómo contradecir un sentido de la historia

Como lector asiduo de textos históricos, Gómez Dávila no solo ofrece en sus Escolios una comprensión amplia y minuciosa de los mismos, sino una interpretación fundamental de lo que representa la historia, su sentido, su sistematicidad (en este caso negadas), su condición constituida desde una historicidad marginada de cualquier cohesión racional y teleológica que la determine (historicismo). De igual manera, aparecen algunas consideraciones en torno a la historiografía, referidas a los procesos subjetivos, a los intereses, a los manejos que acontecen dentro del oficio del historiador.

Derivable entonces del apartado anterior, la imagen que Gómez Dávila ofrece de la historia está conectada totalmente con una apreciación trágica de la misma. Ajeno a cualquier concepción teleológica, el pensamiento del autor se inserta por el contrario en una visión de la historia en la que solo es considerable su desenvolvimiento, no su sentido. Es interesante esta apreciación en la medida de estar sujeta al condicionamiento ideológico que Gómez Dávila expresa con respecto al cristianismo. Interesante, porque la negación del sentido de la historia desde la comprensión de la propia linealidad histórica que tiene en la encarnación su punto de referencia y fundamento, es a veces o malinterpretada o se torna un tanto oscura.

Varios escolios dan cuenta de este problema y lo asumen de manera clara y precisa. Al identificar la encarnación como aspecto central del desenvolvimiento histórico —«La historia, para el cristiano, no tiene rumbo, sino centro»—, se estipulan dos condiciones dentro de la precisión «gomezdaviliana». En primer lugar, se identifica el hecho central en la figura de Cristo, aspecto que fundamentalmente sostiene la visión que el autor establece con respecto al carácter fortuito del desenvolvimiento histórico. En efecto, la transitoriedad, el movimiento, los accidentes, las referencias concretas circunscritas al devenir están marginadas de un proceso definido, dirigido a partir de leyes que rijan desde un sentido unívoco.

«Si la historia tuviera sentido, la encarnación sobraría», y justamente porque desde este presupuesto (la encarnación) se condiciona la visión del proceso histórico a partir de la negación de una línea definible que lo cohesione. En efecto, la puesta en escena de un presupuesto tal exime o hace inviables las condiciones de un proceso atado a factores como los que promulga cualquier teoría que haga del devenir histórico una fuente de racionalidad y coherencia, pues, si las tuviese, el presupuesto referido no tendría por qué ser necesario.

Completamente ajeno a la promulgación de leyes que rijan sobre la historia, el pensamiento «gomezdaviliano» aprecia el desarrollo a partir de su propia manifestación empírica, no a partir de una conceptualización coherente de lo que pueda ser asimilado como historicidad y mucho menos un historicismo. Ninguna sustancialidad se mueve bajo el terreno histórico, tal es el dictamen al cual llegan las pautas que dejan revelar los escolios referidos a este ámbito. «La historicidad no es evolución, ni dialéctica, ni progreso. Ni germen que crece, ni aproximación a una meta. La historicidad no es definible. Meramente ejemplarizable».

No es definible porque ninguna cohesión o carácter sustancial permea su movimiento, solo ejemplarizable porque en el desenvolvimiento histórico da cuenta de la multiplicidad de fenómenos, hechos o acontecimientos que pueden mostrarse mas no comprenderse desde un foco de interpretación universalista y omnicomprensivo. Que esta visión de la historia esté plenamente enraizada en la naturaleza trágica, en el carácter ininteligible del movimiento en el que nos desenvolvemos, es algo que queda plenamente clarificado al dimensionar la específica improcedencia de precisar causas que esclarezcan la aparición de lo acontecido y mucho menos de lo que esté por acontecer.

Gómez Dávila ofrece así un minucioso discernimiento en torno a las posibilidades de una hermenéutica histórica, puesto que conlleva a hacer manifiesta la improcedencia de ubicar las causas de cualquier suceso. En otras palabras, Gómez Dávila cuestiona la posibilidad de una genealogía constitutivamente asertiva. Marginado de la posibilidad de establecer una lógica, una razón, un orden, un progreso, una linealidad definida, entonces los marcos de la propia historiografía se ven sacudidos.

De una interpretación como esta deriva entonces la posibilidad de establecer un principio historiográfico, que cuestione la búsqueda de una clarificación de las causas que en este caso se asimilan como estipulaciones metafísicas. «La historia se emancipa al fin, como las ciencias, cuando renuncia a buscar ‘causas’. La búsqueda del porqué, en historia como en física, esconde metafísicas vergonzantes». Este escolio cuestiona la búsqueda genealógica-determinista, contradice toda consideración exegética esclarecedora. No porque ella se dé desde una determinada postura —que, por supuesto, estará condicionada y sesgada— la negación se sustenta en la imposibilidad de dar claridad a lo que de por sí es un movimiento emancipado de sustancialidad y racionalidad.

Darle claridad a ese movimiento, o una orientación sujeta a leyes, a condiciones racionales, sería entonces asumir un historicismo que, para el autor, impide el acercamiento a la historicidad, es decir, a las condiciones en las que en el devenir se desarrollan los acontecimientos sin más regla que su pertenencia a la temporalidad, sin sujetarse a una regulación preestablecida que siempre deriva de una comprensión metafísica de la historia. Con claridad lo expresa Gómez Dávila al precisar: «El historismo es Hegel digerido. El historicismo es Hegel indigestado».

El primero, las diferentes configuraciones o fenómenos históricos dados en un proceso en el que todos estamos insertos, del cual se ha de tomar conciencia en tanto el tiempo es la posibilidad de configuración para la comprensión de un saber, sujeto siempre a su entorno y época. El segundo, la pretensión de hallar un sentido en esos fenómenos, un sentido que los determina y los regula; una teleología de claro talante racionalista y metafísico. Tomando partido por el primero, Gómez Dávila exime a la historia de la necesidad, de la sujeción metafísica a un programa, y consolida su movimiento dentro de las contradicciones del devenir. Impregna, pues, de condición histórica nuestra realidad, vierte sobre la historia su indefectible constitución temporal.

Los anteriores temas no agotan a un autor tan amplio. Son rutas, ellas se encuentran con otras, se superponen, se mueven paralelas a vertientes más o menos relativas, se cruzan, se desplazan. Gómez Dávila declaró haber escrito no un libro lineal, sino concéntrico. ¿Y el centro? ¿Lo tiene? No sería prudente precisar cuál sea. Encontrarlo, a pesar del ímpetu que motiva a hacerlo, implicaría una reducción. Mejor no hacerlo, mejor adentrarse, fluir, pensar, meditar, sentirse estupefacto en algunos casos, reír (no poco), habitar la riqueza de un escoliasta cuyo texto afortunadamente fluctuará entre el enigma implícito y el esfuerzo de darle un sentido.

Notas

1 Exceptuando algunos fragmentos que previamente publicó en 1955 en la revista Mito. Allí aparecieron ciertos apartados de Textos I y también algunos escolios todavía con el nombre de Notas, que en algunos casos modificaría estilísticamente si se comparan con la versión definitiva de 1977.

2 De estos Escolios mecanoescritos se conservan los que fueron obsequiados por Gómez Dávila a Ernesto Volkening. La importancia de estos escolios, además de la posibilidad de contrastación estilística, radica en el diálogo que gestaron a partir de los comentarios, bastante importantes, por cierto, que de ellos realizara Volkening.

Estos comentarios (redactados a mano en cuadernos escolares), al igual que los mecanoescritos, se encuentran en la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá. Los dos primeros cuadernos fueron publicados como Diario de lectura de los Escolios de Nicolás Gómez Dávila, Universidad de los Andes, Fondo Editorial Eafit, 2020. Edición académica a cargo de Francia Goenaga, Efrén Giraldo, Alfredo Abad.

3 Sobre la idea de religión democrática puede consultarse: Serrano, José Miguel, Democracia y nihilismo. Vida y obra de Nicolás Gómez Dávila. Eunsa, 2015, pp. 205ss; igualmente, Rabier, Michaël, Philosophie, Gnose et modernité Nicolás Gómez Dávila lecteur d’Eric Voegelin Thèse doctoral Université Paris-Est 2016. Y, por supuesto, el texto capital sobre el tema, el sexto ensayo de Textos, en el cual Gómez Dávila define y fundamenta la idea de la democracia como religión antropoteísta.

Sobre el autor

Alfredo Abad es doctor en Filosofía por la Universidad de Antioquia (Medellín, Colombia), traductor y editor. Profesor titular de la Escuela de Filosofía de la Universidad Tecnológica de Pereira (Colombia) y director del grupo de investigación de Filosofía y escepticismo, ha publicado los libros Dispersiones y fugacidad. Al margen del substancialismo (2022), Cioran en perspectivas (2009), Pensar lo implícito en torno a Gómez Dávila (2008) y Filosofía y literatura. Encrucijadas actuales (2007).

Fuente: https://filco.es/escolios-nicolas-gomez-davila/

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