¡No al totalitarismo! de Boris Cyrulnik
Hay obras que para la taxonomía bibliográfica resultan muy fáciles de clasificar por su género y temática, o cuyo espacio en los anaqueles parece prefijado por lo específico de su contenido, las más de las veces ya expresado en un título que no siempre hace justicia a las interioridades de la obra.
Hay otros que, paradójicamente, pueden inscribirse dentro de una tradición de libros inclasificables, pero fácilmente reconocibles: son aquellos que, poseyendo un aire propio, agitan el espíritu cálida, pero recia e incesantemente.
Sería complicado colocar este maravilloso librito de Cyrulnik – y el diminutivo refiere únicamente a su extensión, de poco más de doscientas páginas, puesto que la grandeza se aprecia en la calidad de sus profundas aportaciones– en los anaqueles de la sección de psiquiatría o de política; toda vez que su temática toca sin duda ambas disciplinas, no es el tipo de ensayo que pretenda teorizar sobre sus fundamentos o interioridades, ni está dirigido a los especialistas de tales materias.
Pero sin duda, y sobre todo, sería un desatino y un ejercicio de crueldad incluirlo en los de autoayuda, ese cajón de sastre en el que proliferan, como hongos, las banalidades, reduccionismos y soluciones alquímicas. Y digo esto porque Cyrulnik es conocido por ser el inventor de un concepto, el de resiliencia, que se ha vulgarizado hasta lo ridículo en la peor literatura pseudocientífica y en los círculos de los gurús de la nueva psicología.
No, el neurólogo francés no defiende la posibilidad de sobreponerse a cualquier dificultad personal, familiar o social desde el cultivo de un puro e inmanente voluntarismo; precisamente la voluntad se halla dañada en la persona no resiliente, en la medida en que tal disposición es consecuencia, y no causa de aquella. Y la construcción de la autoconfianza, propiciada por el apego, el entorno seguro y la cultura en la que la personalidad se desarrolle, son elementos que condicionan poderosamente el ejercicio de una voluntad equilibrada.
El vulgarizado concepto de resiliencia ha acabado por significar exactamente lo contrario de lo que Cyrulnik proclamaba: un ejercicio ciego de autoafirmación frente a cualquier problemática, sin que la persona supuestamente resiliente reflexione hacia dónde le lleva esa actitud.
No será difícil, para el lector perspicaz, comprender que de tal equívoco pretende salir al paso este libro: si la autoafirmación acrítica, si el contra viento y marea de los irreflexivos se impone, más bien nos hallaríamos ante cualquiera de las situaciones potencialmente catastróficas que critica esta obra.
Entendido esto, estamos en condiciones de asumir que la literatura de nuestro autor se halla muy lejos de todo aquello que suene a conformismo, autosuperación o aventura motivacional. Más bien se demora en la fase analítica de lo que podría establecerse como condición de posibilidad para la superación de una condición traumática. Correlativamente, Cyrulnik se ocupa de una defectuosa o problemática construcción de la personalidad que lleve a lo contrario – a la incapacidad para sobreponerse a tal condición– pero también, y sobre todo, a la sumisión de la voluntad y los afectos a narrativas o liderazgos totalizantes, despersonalizadores, que pretendan dar salida a situaciones de desamparo mediante la autoafirmación grupal, acrítica.
En este sentido, ¡No al totalitarismo! hallaría su mejor caracterización incluyéndose dentro de esa tradición de libros que pretenden arrojar luz sobre las sombras humanas de la crueldad tribal y masiva, alimentadas por la pereza mental, el desarraigo y el desapego, que conducen las más de las veces a un peligroso gregarismo: de lo que se trataría aquí es de mostrar cómo una voluntad pura, pero torcida desde los inicios por las condiciones en las que se desarrolló, pueden conducirnos a la catástrofe.
No es ya la falta o carencia de voluntad que imposibilita la resiliencia, sino la desviación de la misma merced a la falta primaria de seguridad y apego, ausencia de libertad interior o tendencia a la sumisión confortable. Una enmienda a la totalidad del divulgado –y vulgarizado– concepto de resiliencia de los libros de autoayuda.
Este ensayo de Cyrulnik debería por tanto inscribirse en la senda abierta por El hombre en busca de sentido de Frankl, El miedo a la libertad de Fromm, Nosotros, los hijos de Eichmann de Anders, La personalidad autoritaria de Adorno et alt., o casi cualquiera de las obras magnas de Arendt.
Lo que esta pequeña joya del orfebre de la resiliencia aporta, aparte de sus vivencias personales, es su experiencia de más de 50 años como psiquiatra. La diferencia con los libros antes mencionados es, por tanto, que Cyrulnik cuenta con un bagaje científico de primer orden, corregido y aumentado por las décadas de investigación y experiencia viva, y con los que consigue pulir los excesos psicoanalíticos –sin renunciar a los hallazgos de la fecunda escuela surgida de la mente de Freud– de los primeros frankfurtianos y también una excesiva confianza en el reduccionismo neurológico que da el haber vivido –y sobrevivido a – la época antipsiquiátrica.
Porque Cyrulnik no solo disecciona los impulsos tribales –y podríamos decir “irracionales”– del que se deja conducir por la protectora tentación totalitaria y la consecuente “glaciación afectiva”, sino que se atreve a señalar también, ejemplificándola con los casos de Mengele, pero también con los de sus compañeros de estudios y los suyos propios, la cegadora atracción que una ciencia bien definida en un marco cerrado –o arbitrariamente limitado– puede ejercer incluso sobre mentes muy bien formadas.
En este sentido, sus aportes sobre el delirio lógico –entendido este como un tipo de discurso científico, casi logocéntrico, que sustituye el principio de realidad por una arquitectura firme y por ello consoladora– son particularmente esclarecedores.
Cyrulnik viene a sugerir que no solo de lo pasional/emocional vive la tentación totalitaria, sino también de la cerrazón categorial. Una advertencia casi en la línea de la dicotomía nietzscheana sobre lo apolíneo y lo dionisíaco, un refrendo a la idea de que vivir exclusivamente en cualquiera de ambos extremos conduce a la catástrofe, pero sobre todo –y esto es lo verdaderamente interesante– un reincidir en la ya clásica idea orteguiana sobre la alteridad y el ensimismamiento: no del comercio con la ingente profusión de ideas –a cada cual más diversa, original, disparatada o arrebatadora–, sino de la capacidad para que estas germinen o no en el más o menos rico sustrato interior, surge el peligro: la formación académica y científica no actúa siempre como salvaguarda frente a la barbarie, sino que a veces esta puede servir de peligroso acicate, en la medida en que su poderosa arquitectura impida, paradójicamente, ver los árboles mientras se contempla el bosque.
La dicotomía, en el mencionado aspecto sobre el delirio lógico, parece reducirse al hecho de si hay una ciencia con rostro humano o más bien seres humanos que, cultivándose –y el verbo es utilizado por Cyrulnik–, hacen buena ciencia.
En este sentido, es clásica la respuesta que objetan los críticos de la siempre ingenua doctrina de la domesticación civilizatoria, de que los más cultivados europeos del siglo XX, los bien educados burgueses herederos de Kant, Goethe, Beethoven, Hölderlin o Caspar D. Friedrich, fueron los iniciadores de la más cruentas guerras de la historia, y ya no tanto por su desempeño bélico cuanto por su capacidad para dotar de una furiosa motivación espiritual, higiénica, civilizatoria, a masas de las más diversas extracciones.
Esta crítica es legítima, pero sin los oportunos matices, puede conducir a un antiintelectualismo grosero, a una trampa rousseauniana. Arendt fue de las primeras en advertirlo, y para ello sugirió que fue de la incapacidad para detenerse a pensar sobre las consecuencias de nuestros actos basados en ideas claras y distintas, de donde surgió el mal. Ortega ya apuntó en esa dirección casi veinticinco años antes, con Ensimismamiento y alteridad.
Pero en las posturas de ambos pensadores no solo no se niega el pensamiento, sino que se reafirma como acto íntima y específicamente humano…siempre que no se produzca un desarraigo de ese mismo humus, esa tierra que nos sujeta a lo real.
Cyrulnik no recurre a Ortega, pero sí a Arendt, para señalar que este sustrato interior es el que da lugar a un buen o mal desempeño sociovital; en este sentido, su personal visión sobre la teoría del apego viene a mostrar que es en los primeros años del desarrollo humano donde tales raíces fortifican: las seguridades propiciadas por la familia –especialmente la madre–, el entorno social y cultural, y la propia constitución biopsíquica, propiciarán una libertad interior que actúe como dique de contención contra el conformismo o el seguidismo acrítico; estos no serían más que tardíos y adulterados sustitutivos de aquellas deseables seguridades interiores fomentadas en la crianza.
El libro está estructurado en una serie de capítulos que pueden leerse –y sobre todo releerse– de forma independiente. Sin embargo, el todo de su propuesta es algo que se adivina como algo más que la suma de las partes. Cyrulnik nos va conduciendo, a modo de autobiografía dramática, desde la historia de su desamparo infantil hasta su paso juvenil por las organizaciones comunistas que dotaron de sentido a su relato vital, para llegar un encuentro con la neuropsiquiatría como inicial delirio lógico que puso sin embargo las condiciones de posibilidad para convertirse en método liberador de su pensamiento. Quizá nada de ello hubiera conducido por sí solo, aislado de sus circunstancias, al famoso neuropsiquiatra que conocemos hoy día. Las partes y el todo han sido necesarias para poder entregar este relato muy agradable de leer, pero extraordinariamente complejo por la riqueza referencial de sus capítulos.
Sin duda una obra que, leída con atención y cuidado –ingredientes básicos de todo esfuerzo hermenéutico que se precie–, puede contribuir no solo a facilitar nuestra comprensión sobre los mecanismos de la alienación totalitaria de los individuos y las masas, sino también a completar una visión seria y cabal de los conceptos de resiliencia y apego, tan alejados de las fatuidades divulgativas –y acaso también por ello mismo totalitarias– de la literatura de masas.