El avance científico-tecnológico que han experimentado las sociedades en los últimos siglos es enorme. Y, sin embargo, no trae aparejado un avance similar en el plano moral, pese a que ambas esferas son necesarias para la vida humana y que en un principio formaban parte al mismo nivel del pensamiento científico. ¿Cómo es esto posible? Ahondamos en la relación entre ciencia y ética: la historia de una disparidad.
Por Rogelio Rodríguez Muñoz
Es una aseveración históricamente aceptada que fue Aristóteles el último sabio que abarcó en sus obras escritas todo el conocimiento de su época. Sus obras tratan sobre ética, política, metafísica, biología, física, lógica, poética, retórica, cosmología, música, etc. Después del siglo IV a.C. —y debido al explosivo incremento del saber humano— toda tentativa de sintetizar las áreas investigadas condujo al fracaso. Hoy en día, es tal la acumulación de conocimientos incluso dentro de una misma disciplina que la especialización, la subespecialización y la fragmentación temática son medidas cognitivas que no asombran a nadie.
También se afirma que si este filósofo griego resucitara y pudiera asistir hoy a un congreso científico, no se enteraría de nada. Tantos y de tal magnitud han sido los avances de las ciencias. Sin embargo, sí podría comprender, e incluso debatir con ventaja, los temas discutidos en un congreso de ética.
¿Qué significa esto? Sócrates, en el siglo V a. C., ante los cosmólogos que estudiaban los fenómenos naturales y buscaban el origen del universo, señalaba que antes de preocuparse de lo externo al ser humano había que reflexionar sobre la naturaleza del hombre. Conocida es la máxima que adoptó como lema de su filosofía después de leerla en un muro del templo de Delfos: «Conócete a ti mismo». Sin embargo, la curiosidad humana a través de los siglos no ha seguido el imperativo socrático,sino que se ha dedicado a explorar lo «externo» del hombre, aquello que lo rodea, lo que el ser humano no ha construido y de lo que solo es testigo. Se ha descuidado, pues, el estudio del mundo humano, del cual el hombre es protagonista.
En el año 1744, en su obra Principios de una ciencia nueva, el filósofo Juan Bautista Vico escribió: «El siguiente hecho debe llenar de asombro a todo aquel que reflexione sobre él: todos los filósofos se han esforzado seriamente por conquistar la ciencia del mundo de la naturaleza, que solo puede ser conocido por Dios, ya que Él lo ha hecho; en cambio, se han descuidado en meditar sobre el mundo de las naciones, o sea, el mundo civil o histórico, que puede ser conocido por los hombres, porque ellos lo han hecho».
En lo que expresa, Vico se equivoca y acierta. Acierta en el hecho de que los hombres han gastado más dedicación y energía en el intento de conocer la naturaleza que en el esfuerzo de conocerse a sí mismos. Pero se equivoca de lleno al afirmar el carácter incognoscible de los fenómenos naturales. De hecho, los hombres han explorado sin dificultades muchísimos sectores de la naturaleza, desentrañando enigmas del macrocosmos y del mundo intratómico. Esto ha conducido a un desarrollo espectacular de las ciencias, sobre todo de las llamadas ciencias naturales. En comparación con estas, las disciplinas humanas o sociales no han tenido ni por asomo una similar expansión. Ciencia y ética han sufrido, pues, desarrollos muy distintos.
En nuestro tiempo, el panorama no ha cambiado. Y se siguen escuchando frases de advertencia. Ludwig von Bertalanffy, por ejemplo, tratando en su libro Robots, hombres y mentes de los problemas que enfrentamos en nuestra época, expresa: «La ciencia ha conquistado el universo, pero se ha olvidado de la naturaleza humana, o la ha reprimido. Aquí radica, por lo menos, parte de nuestros problemas». En Perros de paja, John Gray escribe: «La ciencia nos da una sensación de progreso que la vida ética y política no puede proporcionarnos».
Hay, pues, una discrepancia entre el desarrollo progresivo de la ciencia y la tecnología y la evolución ética y moral en nuestras sociedades. Arthur Koestler habla de «la chocante disparidad… entre las curvas de crecimiento de la Ciencia y la Tecnología, por un lado, y las de la conducta ética, por otro; o para expresarlo de modo diferente, entre los poderes intelectuales del hombre cuando se aplican al dominio del entorno, y su incapacidad para mantener relaciones armoniosas dentro de la familia, la nación y la especie en general» (Jano).
El avance científico-tecnológico no trae aparejado un avance similar en el plano moral. Y ambos son necesarios para la vida humana. Gracias a la ciencia y la tecnología vivimos más y vivimos materialmente mejor. Gracias a la evolución moral, vivimos una vida buena en armonía con nuestros semejantes. Sin ciencia y tecnología, no podríamos ya existir. Sin principios morales que rijan nuestra conducta social, la barbarie asaltaría nuestra civilización.
Desde el comienzo de la humanidad, entonces, los hombres hemos empleado la ciencia y la técnica para transformar el mundo. Y hemos desarrollado una conciencia moral para ir transformando nuestras relaciones de convivencia en un ambiente pacífico, solidario y armónico. Lo primero —la transformación del mundo— ha constituido una continua y progresiva aventura que hoy nos permite incluso viajar más allá de los límites de nuestro planeta hacia el espacio desconocido. Lo segundo —el progreso ético—, todavía y a pesar de los miles de años que llevamos de existencia, no lo hemos logrado a nivel mundial y, en muchos casos, tampoco a nivel local.
Sobre el autor
Rogelio Rodríguez Muñoz es académico de la Universidad de Santiago de Chile, la Universidad Diego Portales y la Universidad Mayor.