El amor en tiempos absurdos

Seguimos mandando mensajes de amor, seguimos comprando flores y reservando en restaurantes cenas para dos, pero lo hacemos con menos ganas, más cansados. El amor da sentido a nuestra vida, pero parece que ya no tuviera ese poder, o que el sinsentido de la vida fuera tan grande que ni el amor vale para taparlo

Mario Marquina

¿Ha cambiado tanto el amor?

El amor es viejo, tan viejo como los poetas. Desde que Safo escribiese aquellos versos a orillas del Mediterráneo («Mi voz cuando te veo cerca / se niega a aparecer»), el amor no se ha podido separar de sus imágenes, de sus manifestaciones en nuestro imaginario (si es que no es, como dicen algunos, enteramente eso y todos nosotros no cumplimos más que un papel).

El amor es antiguo, sí, pero se actualiza de vez en cuando. Donde hubo diosas y pastores hubo después caballeros y princesas, y hoy influencers de moda con influencers de deportes. Donde Safo usó hexámetros otros usarán alejandrinos, cartas y whatsapps. Lo que esperaríamos de nuestro acelerado tejido social es que el amor se moviese tan rápido como lo hace el resto, pero ese no parece ser el caso.

Hace poco tuve una cita. Nos conocimos en Hinge (la app más popular en Australia). Dimos un paseo para comprar vino, cocinamos en mi casa y nos besamos antes de que se fuera. Ahí quedó la cosa. Un tiempo después, uno de los dos mensajeó al otro —no recuerdo quién, probablemente quien más solo se sintiese en ese momento— y quedamos en vernos de nuevo, esta vez en el parque. Era una tarde de verano cálida y agradable. El cielo estaba despejado, los pájaros trinaban y la gente en la calle parecía relajada y llena de una risa ligera. Lo último que me apetecía era verla.

El amor es antiguo, sí, pero se actualiza de vez en cuando. Lo que esperaríamos de nuestro acelerado tejido social es que el amor se moviese tan rápido como lo hace el resto, pero ese no parece ser el caso

Qué nos dice Antonioni sobre el amor

Mientras caminaba por el parque a la hora convenida, con las manos en los bolsillos y un poemario bajo el brazo, me acordé de la película de Michelangelo Antonioni L’eclisse, rodada en 1962. Con las aburridas urbanizaciones de la periferia romana como escenario, Antonioni nos presenta a Vittoria (interpretada por Monica Vitti) como una joven privilegiada que comienza la trama dejando a su pareja, afligida ya por un profundo desasosiego del que duda poder librarse.

Por el otro lado, aparece Piero (Alain Delon) como un joven y exitoso bróker (un finance-bro, que decimos ahora) que se mueve en bolsa con la frialdad de un tiburón, incapaz de estarse quieto durante cinco minutos y de mantener una conversación sobre algo distinto al trabajo o al dinero.

Ver una película de Antonioni es estudiar cine en directo porque compone los planos como lo haría un pintor. Si me viese aquí tirado en el césped bajo los últimos rayos de sol leyendo mi libro, compondría una imagen que me separase de los demás (de la fiesta de cumpleaños y de la pareja con el perro), pero no de los árboles, de forma que el movimiento de las hojas y de los tallos fuese aún perceptible.

En L’eclisse hace exactamente lo mismo con Vittoria y con Piero. Los separa mediante amplias y sólidas columnas, mediante tablones, barandillas y verjas. Los lanza contra edificios nuevos sin personalidad, la hoja en blanco de los suburbios, o contra interiores amenazantes en los constreñidos espacios sociales del centro de la ciudad. En ambos, aparecen continuamente solitarios, atrapados en el marco de las puertas o ventanas, desplazados hacia las esquinas de la pantalla, casi como tratando de escapar pero sin saber de qué.

El amor como el color de nuestra vida

Vittoria lo intuye, busca señales, signos, restos de sentido por todas partes. Algo dentro de ella quiere escapar de esta vida gris e insignificante: de la batalla por la acumulación, de la búsqueda de seguridad en matrimonios e hipotecas, del deseo insatisfecho de encuentros reales y de una ausencia de propósito que convierte cualquier horizonte en una fuente de ansiedad.

Se nota que quiere sentir de nuevo, pero su rostro se ensombrece cada vez que se ilusiona. En cada ocasión en la que Piero va a besarla, ella se aparta abruptamente, seria, triste, como si de pronto recordase una verdad desagradable que preferiría olvidar.

En cuanto a Piero… ni siquiera Antonioni sabe lo que un finance-bro quiere en realidad. Quizá algo de certeza: «Cuando lleguemos al otro lado del paso de cebra te daré un beso», dice, como si pudiese domesticar la incertidumbre. Exactamente igual que hacemos nosotros un viernes por la tarde, terminada la jornada laboral, cuando escribimos un «¿te apetece hacer algo?» a esa persona que no termina de gustarnos, pero que dirá a todo que sí, o como cuando planeamos unas vacaciones dando por sentado que, cuando llegue la fecha, aún querremos vernos las caras en el desayuno del hotel.

Vittori, la protagonista de L’eclisse, busca señales, signos, restos de sentido por todas partes. Algo dentro de ella quiere escapar de esta vida gris e insignificante

La muerte de la pasión

En Vittoria y en Piero observamos una inercia a reproducir las imágenes del amor (el paseo, darse la mano, esperarse a la salida) sin que este necesariamente tenga que darse. Esta inercia por la seducción es, en realidad, la confirmación de una muerte: la muerte de la pasión. Una sensación que puede parecer abstracta pero que es fácilmente reconocible en nuestras formas de consumo, ya sean de cuerpos, de ropa o de comida rápida: se elige online, es rápido, conveniente y a menudo decepciona pasadas las primeras sensaciones.

A medida que el filme avanza, ella no para de buscar algo. Él no tiene nada que decir. No hay ninguna química entre ellos, ni la más mínima razón para que se besen. Y, sin embargo, acaban haciéndolo. El primer beso que se consiguen dar es a través de un cristal: hay, por lo tanto, un velo, una secreta distancia.

Surge la pregunta: ¿son realmente ellos quienes se besan o no es más que su reflejo? En las siguientes escenas, incluso cuando están en los brazos del otro, son incapaces de compartir plano. Cada vez que vemos la cara de uno, el otro abandona el rectángulo de la imagen. Parecen dolorosamente incapaces de intimar.

¿Por qué nos besamos si no hay pasión?

¿Por qué se besan entonces? ¿Por qué tenemos citas con personas que apenas nos gustan? En Fragmentos de un discurso amoroso (1977), el teórico francés Roland Barthes habló de una anulación: «Es mi deseo lo que deseo y el otro no es más que su agente». Que es parecido a decir que no es la persona que tenemos delante lo que nos atrae, sino la idea misma de sentir atracción, la sacudida que supone el amor: la promesa de encontrar una salida a este laberinto.

Sesenta años han pasado desde el estreno de esta película que postula al amor como el gran superviviente del derrumbe posmoderno de las narrativas. El amor es aún un gran mosaico de imágenes que componen una estructura de significancias: una vez insertos en ella, los días grises se llenan de color; los actos insignificantes se tornan cruciales (elegir una camisa u otra, acelerar el paso para coincidir en la puerta); lo arbitrario son designios (si el autobús se retrasa, si ella dice que prefiere una cosa sobre otra), y las coincidencias terminan por ser destino (no podría haber ocurrido de otra forma).

Frente a la desabrida apatía contemporánea, frente a la impotencia que sienten los jóvenes para cambiar su vida o frente a las aciagas visiones de futuro, el amor promete intercambiar el absurdo por significado.

Roland Barthes: «Es mi deseo lo que deseo y el otro no es más que su agente». Esto es parecido a decir que no es la persona que tenemos delante lo que nos atrae, sino la idea misma de sentir atracción, la sacudida que supone el amor: la promesa de encontrar una salida a este laberinto

El fin del amor

No hay promesa más dulce, pero no siempre se cumple. Hacia el final de la película, los amantes improbables, habiéndose confesado su incapacidad para comunicarse («Me siento en un país extranjero», dice Piero. «Qué curioso, así me siento yo contigo», contesta Vittoria) se arrullan, ruedan y besan casi con infantil ingenuidad. Parecen felices. No obstante, es tan frágil que solo hace falta un timbre para sacarles del embrujo.

Prometen verse ese mismo día a las ocho en punto enfrente del edificio en construcción. Lánguidamente llegan las ocho y ninguno de los dos se presenta. Vemos hombres y mujeres que podrían ser ellos, pero que no lo son. Y el edificio permanece inacabado, interrumpido, suspendido en el tiempo.

Es inevitable acordarse de las palabras de Pasolini en Cartas luteranas (1975), cuando habla precisamente de esos años y describe con horror el proceso de aculturación por el cual toda la población italiana perdió sus particularidades y pasó, como copias espectrales, a ser como Vittoria y como Piero. «Se les convirtió a otro modo de ser y de concebir la existencia: el pequeño burgués».

Sesenta años después, hemos llegado al final de esos raíles, pero aún nos sentimos como ellos: tratando de sustituir con consumo lo que solo puede llenarse con sentido. Individuos solitarios tan alejados unos de otros que ni el lenguaje parece alcanzar ya la orilla del otro. Agotados bajo las formas paradójicas del capitalismo tardío, perdidos en cambios acelerados y en su distintiva vacuidad.

Se está haciendo tarde cuando decido cerrar el libro y levantarme. Ella no ha venido. Marco su número, por educación. «Lo siento… sí, estoy bien… es solo que estaba muy cansada», dice, replicando con exactitud las palabras de Vittoria: («Estoy cansada, exhausta, asqueada, desorientada. Hay días en que una mesa, una tela, un libro o un hombre me dan lo mismo»). Palabras que podrían haber salido del Ensayo sobre el cansancio (1990) de Peter Handke, cuando describe a una pareja incapaz de comunicarse, ni siquiera para discutir: «estos cansancios nos quemaban la capacidad de hablar, el alma, sin dejar rastro».

Por mi parte, respiro aliviado. Regreso a casa despacio, disfrutando del calor de la noche, extrañamente satisfecho. Ha sido una buena tarde. Sin mentiras. Sin deseo artificial. Es mejor así.

Sobre el autor

Mario Marquina (Madrid, 1998) es graduado en Humanidades por la Universidad Carlos III de Madrid. Ha trabajado en comunicación en el ámbito de la cooperación internacional. Ha publicado artículos en medios como El Salto o en la revista El Ciervo, de quien recibió el Premio Enrique Ferrán de artículos periodísticos en 2023. Ocasionalmente, también publica en revistas de poesía como Casapaís (2024).

Fuente: https://filco.es/amor-tiempos-absurdos/

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