La ética del viaje

Existe? ¿Hay una ética del viaje? A la hora de preparar nuestras vacaciones, ¿somos turistas o viajeros? ¿Nos decantamos más por un crucero caribeño o por el pueblo de la familia? ¿Nos interesa conocer ciudades instagrameables, atestadas de turistas, o descubrir rincones tranquilos y alejados del ruido? A lo largo de la historia distintos pensadores, hombres y mujeres, han explorado el mundo y reflexionado sobre el significado del viaje. Hoy, el turismo de masas está poniendo en riesgo la experiencia de viajar. ¿Qué grado de responsabilidad tenemos todos en ello?

Por Laura Martínez Alarcón

Es una queja constante. Quienes vivimos en ciudades «con encanto» estamos hartos de la masificación turística. Ni hablar ya de las zonas costeras o isleñas, cuyos residentes habitan dentro de una pesadilla. El turismo, tan bienvenido en otros tiempos, se ha convertido en un serio problema para la convivencia debido a la subida de los costes de la vivienda, acumulación de basuras, aumento de ruidos, invasión de áreas residenciales y un largo etcétera que culmina con el deterioro de las áreas naturales. ¿Desde cuándo el turismo se convirtió en un fenómeno de masas en todo el mundo?

Si hacemos un poco de historia, encontramos que la idea de turismo nació en el siglo XIX, pero el concepto de viajero es mucho más antiguo y enriquecedor. Basta mencionar a Marco Polo. Hace setecientos años (murió el 9 de enero de 1324), este mercader veneciano escribió el Libro de las maravillas del mundo, donde contaba cómo, a los 18 años, al acompañar a su padre por la Ruta de la Seda, decidió quedarse en China, convertirse en consejero del emperador y permanecer casi tres décadas visitando otras regiones de Asia. Se dice que este fascinante relato inspiró a Cristóbal Colón para realizar sus travesías.

No tenemos que convertirnos en Marco Polo, pero sí podemos reflexionar sobre el significado de nuestros viajes, la evolución de los distintos destinos y la creación de una «filosofía de la naturaleza», gracias a la experiencia de Ralph Waldo Emerson, Henry David Thoreau o, más recientemente, del escritor Silvain Tesson1, conocido como el viajero más famoso de Francia.

Incluso se puede hablar del «viaje interior» que han realizado personajes de otros tiempos (recordemos a Robinson Crusoe), o la creación de lugares imaginarios (como el mundo resplandeciente de Margaret Cavendish, o la Utopía de Tomás Moro). ¿A dónde hemos llegado? ¿Es ético viajar a donde sea y al precio que sea?

¿Se puede morir de éxito?

Venecia, en Italia, es una prueba de que esto es posible… si no se aplican medidas urgentes. A partir de abril de 2024, su ayuntamiento empezó a cobrar una tasa de cinco euros a los turistas que deseen acceder a la «ciudad antigua» (como se conoce al centro histórico) y, desde enero, se redujo el número de personas que acuden en grupos acompañados por guías para visitar el casco antiguo y las islas de Murano, Burano y Torcello.

La ciudad japonesa de Fujikawaguchiko anunció recientemente que bloqueará con barreras metálicas un punto concreto con vistas al monte Fuji. Sus habitantes están hartos de la afluencia excesiva de turistas. No hace mucho, en las islas Canarias, en España, se manifestaron casi sesenta mil personas (una cifra nunca antes vista para los estándares canarios) con el fin de protestar contra el modelo turístico invasivo.

Si bien es cierto que el negocio es bastante jugoso (en 2023, llegaron más de 16 millones de turistas que dejaron 20 mil millones de euros, según el presidente de la Fundación Canaria Tamaimos2), lo son igualmente los problemas que acarrea: un sistema sanitario «crónicamente sobrecargado», empleos poco calificados y bajos sueldos para los habitantes, calles saturadas, entre otros.

En la isla canaria de Lanzarote, el espíritu reivindicativo que en la década de los ochenta lideró el artista César Manrique se hizo presente: alrededor de nueve mil personas recorrieron las calles de Arrecife para protestar por la falta de vivienda y los problemas de abastecimiento de agua. Algunas pancartas decían: «Queremos ser anfitriones, no esclavos».

Podríamos seguir dando ejemplos que, por desgracia, apabullan. Este afán de viajar a cualquier precio y a cualquier destino es tan abrumador que existe lo que se ha dado en llamar «turismo de última oportunidad», es decir, visitar entornos naturales que están en peligro de desaparecer debido al cambio climático. Tal es el caso de algunos glaciares (como Mer de Glace, el más grande de los Alpes franceses), o ciertos archipiélagos, como las Seychelles.

No dudamos que haya personas genuinamente interesadas en conocer estos paraísos en extinción, pero, en algunos casos, la huella contaminante que dejan para llegar ahí es enorme. Los ruidos de los barcos, las cremas solares, los plásticos que muchos turistas arrojan al mar y otras lindezas alteran la fauna y la flora. ¿Vale la pena?

Hace años que existe el «tanatoturismo»3, esto es, visitar sitios donde la tragedia y la muerte han sido protagonistas: los campos de concentración de Mauthhausen o Auschwitz, la prisión de Alcatraz o, incluso, lugares donde se han cometido genocidios, como Rwanda. Hay agencias de viajes que ofrecen tres noches en hotel 4 estrellas y tour por 260 euros… a la ciudad de Pripiat, donde se ubica la planta nuclear de Chernóbil.

En 2019, a partir de la emisión de la serie de Chernobyl, esta ciudad recibió a cien mil visitantes, superando con creces los años anteriores. ¿Qué mueve a los turistas a viajar a estos sitios? ¿Tomarse una foto y subirla a las redes sociales, o aproximarse con empatía a un sitio devastado?

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