¿De dónde vienen las humanidades? ¿Cuál es la propuesta del humanismo? ¿Qué significa el proyecto humanista? ¿Qué relación tiene con la libertad? ¿Cómo reconocerla? ¿A qué pensadores podemos recurrir para entenderlo?
El sentido de la palabra «humanismo» no es un misterio. Por definición, un humanista es alguien que estudia Humanidades, es decir, las humanidades clásicas, los textos antiguos, ya estén escritos en griego, latín o hebreo. El humanismo es una vuelta a la lectura de los autores de la Antigüedad grecorromana, por supuesto, como es una vuelta a la lectura de la Biblia directamente en hebreo y en griego.
Del mismo modo, sabemos lo que significa la palabra «Renacimiento». ¿Qué renace en el Renacimiento? Es la cultura antigua que renace de sus cenizas: una cultura que se había perdido en parte por la larga Edad Media. Son todos esos textos filosóficos griegos, en particular muchos de Platón, que habían desaparecido en Europa Occidental y que vuelven a encontrarse en el Renacimiento, gracias a los intelectuales griegos de Bizancio, que huyen de la conquista del Imperio Otomano.
Tradicionalmente, el origen del concepto «humanidades» se remite a la expresión latina litterae humaniores: letras que hacen a uno más humano, que le hacen merecedor del nombre de hombre. Leer esta literatura antigua forma parte de la humanización del lector, y sabemos que de ahí procede el verdadero significado de la palabra «humanismo».
Pero ¿sabemos por qué los autores del Renacimiento humanista decidieron volver a los autores antiguos? ¿Por qué se interesaron por las artes y la filosofía de la Antigüedad? ¿Por qué, en general, deberían interesarnos las obras del pasado? ¿Qué podemos aprender de ellas? ¿Qué podemos encontrar en ellas? ¿De qué humanización se trata al leer las humanidades clásicas? ¿En qué medida nos humaniza?
La Boétie y Montaigne
En el breve ensayo de 40 páginas titulado Discurso de la servidumbre voluntaria, el filósofo francés Étienne de La Boétie nos da una respuesta a estas preguntas. Lo menos que podemos decir es que la concepción del humanismo según La Boétie se aleja de un simple afán de erudición. Para este filósofo, la cultura humanista tiene un objetivo eminentemente concreto: no es ni más ni menos que pensar en las condiciones culturales de un movimiento de liberación en el siglo XVI.
En Francia, Étienne de La Boétie es famoso por haber sido el gran amigo de Michel de Montaigne. La Boétie, que murió muy joven, a los 32 años, es conocido sobre todo por la descripción que Montaigne hace de él en sus Ensayos. Montaigne tenía la intención de incluir el Discurso de la servidumbre voluntaria como capítulo de los Ensayos, en homenaje a su amigo, pero la violencia de las guerras de religión en Francia le disuadió.
El Discurso sobre la servidumbre voluntaria, escrito probablemente entre 1546 y 1548, es una obra muy breve, pero de gran densidad teórica. Por sí sola sitúa a Étienne de La Boétie entre los más grandes pensadores de la filosofía política moderna. En un pasaje de este texto, Étienne de La Boétie plantea una pregunta que nos parece esencial: ¿por qué un pueblo libre prefiere morir a aceptar la sumisión? Y a la inversa: ¿por qué un pueblo que vive bajo la tiranía no se rebela para obtener la libertad?
Para responder a estas preguntas, La Boétie establece una comparación entre dos ejemplos históricos: uno contemporáneo suyo y otro de la Antigüedad. Como ejemplo de pueblo libre en su época, La Boétie se refiere a Venecia, que en aquel entonces era una república, no una monarquía. Venecia era una república independiente. Era incluso una gran potencia comercial y marítima. La Boétie se hace esta pregunta: mientras que el Imperio Otomano consiguió conquistar los distintos países vecinos de la región, ¿por qué la República de Venecia se resistió a ellos hasta el final?
El autor compara esta resistencia veneciana a los otomanos con la resistencia de Atenas y Esparta al Imperio persa en la Antigüedad. La comparación es interesante, porque Esparta y Atenas también eran ciudades-estado, como la República de Venecia. Además, el Imperio Otomano dominaba a su pueblo colonizado de una manera bastante similar a la del Imperio Persa.
Esta forma de dominación común tanto a los otomanos como a los persas es astuta, porque, una vez conquistado militarmente un país, el Imperio persa y el otomano no sustituyen necesariamente a las élites de ese país dominado por élites de la propia potencia central, sino que a menudo corrompen a algunas de las antiguas élites del país colonizado, para convertirlas en administradores de su propia región.
Esta es la famosa práctica de los sátrapas del Imperio Persa: los gobernadores de las regiones dominadas por los persas procedían en su mayoría de la antigua aristocracia autóctona. Del mismo modo, cuando el Imperio Otomano conquistó el Imperio Bizantino, los sultanes utilizaron una parte de la aristocracia griega bizantina, los fanariotas, para gobernar la zona europea del Imperio, poblada mayormente por cristianos ortodoxos.
Los otomanos simplemente no entendían por qué los venecianos no aceptan la sumisión, por qué rechazan la corrupción que ofrecen a estas élites. Esta corrupción de los otomanos enriquecería aún más personalmente a la élite veneciana. Y del mismo modo, La Boétie cuenta la historia de un embajador persa que fue a Grecia para someter a Atenas y Esparta.
El símbolo que ritualiza el avasallamiento de una región al Imperio persa es el siguiente: un embajador del Imperio persa, que por tanto procede él mismo de una región sometida al Imperio, pide «tierra» y «agua» a la región que quiere avasallar. Tanto en Atenas como en Esparta, los atenienses y los espartanos reaccionaron de la misma manera: tiraron al primer embajador a un pozo y al segundo a una fosa. Querían «tierra» y «agua» y las consiguieron.
Un tercer embajador llega de forma más diplomática y no les pide que se sometan, sino que les pregunta por qué reaccionan con tanta violencia. ¿Por qué iban a rechazar la propuesta del Imperio Persa si con esta ellos mismos se convertirían en sátrapas del Imperio y, por tanto, se volverían aún más ricos y poderosos? La respuesta de los espartanos al embajador persa, relatada por La Boétie, es una buena lección de filosofía:
«Sobre esto, […] no podrías aconsejarnos bien —dijeron los lacedemonios—, porque el bien que nos prometes tú lo has experimentado; pero el que nosotros disfrutamos no lo conoces; has probado los favores de un rey, pero no sabes qué gusto tiene ni cuán dulce es la libertad. Ahora bien, si la hubieras experimentado, tú mismo nos aconsejarías defenderla, no ya con la lanza y el escudo, sino con uñas y dientes».
Étienne de La Boétie plantea esta pregunta: ¿por qué un pueblo libre prefiere morir a aceptar la sumisión? Y a la inversa: ¿por qué un pueblo que vive bajo la tiranía no se rebela para obtener la libertad?
La libertad no tiene precio
Con esta cita, comprendemos cuál es el problema sobre el que La Boétie nos invita a meditar. Un pueblo libre, como los venecianos, los atenienses o los espartanos, nunca puede aceptar la servidumbre. La libertad, en el sentido estricto de la expresión, no tiene precio.
¿Y qué significa que la libertad no tiene precio? Significa que la libertad no es un objeto de intercambio: no existe ningún equivalente por el que pueda cambiarse, ni siquiera la riqueza o el poder. La libertad no es intercambiable.
¿Y por qué no lo es? Por la sencilla razón que quien intercambia su libertad, quien vende su libertad, por definición ya no puede intercambiar nada más. La libertad no se puede intercambiar porque es la condición de toda relación de intercambio. Por tanto, es al mismo tiempo la condición de toda relación social, porque desde el momento en que dos individuos interactúan, ya están en una relación de intercambio.
La naturaleza de los intercambios posibles es casi infinita. Se puede intercambiar un objeto igual que se puede intercambiar dinero. Se pueden intercambiar palabras en una conversación. Se puede intercambiar una actitud por otra, un comportamiento por otro. Se puede intercambiar un gesto por otro en una relación interpersonal, una relación que puede ser amistosa, profesional, romántica, etc. Pero también se pueden intercambiar miradas, palabras de amor, caricias, etc.
Más allá de la gran diversidad de estos ejemplos, para poder realizar todos estos intercambios hay que ser libre. Quien no es libre no es capaz de intercambiar nada. No es actor de un intercambio, sino más bien objeto de intercambio, o incluso objeto de chantaje. El que no es libre ya no intercambia, él mismo es intercambiado. Se convierte en algo intercambiable y, por tanto, sustituible.
La Boétie nos invita a meditar: un pueblo libre nunca puede aceptar la servidumbre; la libertad, en el sentido estricto de la expresión, no tiene precio, no es un objeto de intercambio, no existe ningún equivalente por el que pueda cambiarse, ni siquiera la riqueza o el poder
Baudrillard y el intercambio imposible
La libertad no se puede intercambiar. No tiene precio y nada puede comprarla. Es esta situación conceptual tan específica la que ha analizado especialmente el filósofo Jean Baudrillard, y a la que dedicó todo un ensayo en 1999: la del «intercambio imposible». Según Baudrillard, lo que «no tiene precio» está excluido de la esfera del «intercambio». Ciertos fenómenos entran así en la categoría de lo «incambiable», puesto que «no hay nada exterior con lo que pueda medirse, compararse y, por tanto, apreciarse en valor ». Que la libertad sea un «intercambio imposible» es lo que saben pueblos libres como los venecianos, los atenienses y los espartanos, y lo que ignoran un embajador persa y un visir otomano.
Aquí nos encontramos ante una paradoja: un pueblo libre no puede aceptar la servidumbre, pues sabe que la libertad no tiene precio. Pero a la inversa, un pueblo que no es libre, que no conoce la libertad, que nunca ha experimentado la libertad, ¿cómo podría querer ser libre? ¿Cómo se puede desear lo que no se sabe que existe? ¿Cómo se puede desear lo que no se conoce? La situación es tan trágica que la persona que no sabe lo que es la libertad puede confundir libertad con servidumbre. Se considerará libre cuando es un esclavo, porque nunca ha experimentado la libertad. ¿Cómo puede uno reconocer la libertad si nunca la ha visto?
¿Es Étienne de La Boétie un filósofo que nos conduce a la resignación, al fatalismo? ¿Tiene una visión esencialista de la libertad de los pueblos? ¿Habría, por una parte, pueblos esencialmente libres, que nunca aceptarían la servidumbre, y, por otra, pueblos esclavizados, que no pueden tener un verdadero deseo de libertad, puesto que no la conocen?
En este caso, estaríamos no solo ante una extraña visión esencialista, sino también ante una concepción ahistórica de la libertad, que sería incapaz de pensar en los diferentes cambios a lo largo del tiempo, entre periodos de opresión y procesos de liberación dentro de la historia de un mismo pueblo.
Es obvio que La Boétie, que es uno de los más grandes pensadores de la filosofía política, no puede contentarse con tales aporías teóricas. Y es precisamente en este problema donde encontramos una respuesta a nuestra pregunta sobre la naturaleza del Renacimiento humanista. En efecto, La Boétie escribe:
«Son estos los que, […] al tener de por sí la cabeza bien puesta, se han tomado la molestia de pulirla por el estudio y el saber. Estos, aun cuando la libertad se hubiese perdido por completo, la imaginarían, la sentirían en su espíritu, e incluso la saborearían y seguirían repudiando la servidumbre por mucho que se la adornase».
El Gran Turco advirtió que los libros y la doctrina proporcionan a los hombres, más que cualquier otra cosa, el sentido y el entendimiento de reconocerse como tales, y el odio por la tiranía. La tesis de La Boétie es aquí esencial. ¿Qué puede hacer un pueblo, e incluso un individuo, si no sabe lo que es la libertad? ¿Está condenado a la sumisión? Por supuesto que no, porque la libertad también existe en los libros: en «el estudio y el saber», escribe La Boétie.
Un pueblo que no es libre, que no conoce la libertad, que nunca ha experimentado la libertad, ¿cómo podría querer ser libre? ¿Cómo se puede desear lo que no se sabe que existe? ¿Cómo se puede desear lo que no se conoce?
Testimonios de libertad
Las obras de los autores clásicos son testimonios de libertad. Una persona que nunca ha experimentado lo que es la libertad puede, nos dice La Boétie, «sentirla» e «imaginarla». Puede incluso «saborearla». Siente su presencia sensible. La libertad puede estar ausente en una sociedad, pero ya está presente en la contemplación de la obra.
Por esta razón, los humanistas fueron en busca de toda la cultura clásica: los griegos, con ciudades como Atenas o Esparta; los romanos, que en su origen fueron una república; o incluso los antiguos hebreos, y la historia de su emancipación de la esclavitud en Egipto, cada uno de estos diferentes modelos antiguos corresponde a pueblos libres. Griegos, romanos y hebreos son modelos de libertad para los humanistas.
Nadie está condenado a ser esclavo, según La Boétie, mientras sea capaz de redescubrir e inspirarse en los modelos de libertad del pasado. Y este es el sentido del proyecto humanista: en una época en la que la mayoría de las sociedades europeas eran tiranías, era necesario volver a los modelos de liberación del pasado para crear un presente emancipado. Para los autores del Renacimiento humanista, ese modelo de libertad del pasado era la Antigüedad. Para nosotros hoy, es en el conjunto de la historia universal donde podemos encontrar ejemplos de libertad.
Según La Boétie, y comparto plenamente su punto de vista, esta es la razón por la que amamos la cultura del pasado: encontrar experiencias de libertad, que pueden inspirar nuestro presente, para crear otro futuro. Al hacerlo hoy, lo sepamos o no, perseguimos el proyecto humanista: buscamos los elementos culturales necesarios para crear un nuevo movimiento de liberación.
Entonces, ¿qué es el humanismo? ¿Qué significa el proyecto humanista? El humanismo es la búsqueda de la reminiscencia de la libertad humana. El humanismo es el movimiento de liberación de la humanidad a través del recuerdo de las experiencias pasadas de libertad. Por ser un proceso de liberación, el humanismo es también un movimiento de educación y, por tanto, de humanización.
El proyecto humanista es la humanización del ser humano. Es el devenir-humano de la humanidad. No basta con nacer humano para serlo. Nos hacemos humanos porque nos humanizamos. Lo humano es en sí mismo un proceso permanente de humanización. No se trata de creer que lo humano ya existe de una vez por todas. Es un proyecto infinito, en el que nos pueden guiar los tesoros de las culturas de siglos anteriores.
El humanismo es el movimiento de liberación de la humanidad a través del recuerdo de las experiencias pasadas de libertad. Por ser un proceso de liberación, el humanismo es también un movimiento de educación y, por tanto, de humanización
¿Y qué es ser humano sino ser libre? Solo hay vida verdaderamente humana cuando hay un proceso de construcción de la libertad, a escala individual, interindividual y colectiva. En esto, como ya había comprendido el gran filósofo alemán Ernst Cassirer, el humanismo se anticipa al movimiento de la Ilustración, que nacerá a principios del siglo XVIII, y la Ilustración prolonga el proyecto humanista.
En las incertidumbres del tiempo, el humanista sabe que el presente es a veces mucho más pasado que el pasado, y que algunos muertos están mucho más vivos que los vivos. Como decía el escritor y director italiano Pier Paolo Pasolini en su magnífico documental de 1971 sobre Yemen, titulado Las murallas de Sanaá, el humanista reivindica la libertad presente «en nombre de la escandalosa fuerza revolucionaria del pasado».
Sobre el autor
Pierre-Ulysse Barranque es doctorando en Estética en Paris-1 Panthéon-Sorbonne, adscrito al laboratorio EsPas (ACTE). Su tesis se titula «Acto estético y acto político en Debord y Baudrillard» y está dirigida por Pascale Weber. Es docente en la Facultad de Filosofía de la Universidad Católica de la Santísima Concepción (UCSC) y enseña Filosofía en el Lycée francais Charles de Gaulle (Concepción, Chile).