Por Jens Balzer. Traducción Alberto Ciria
Sobre el escenario actuaba un grupo suizo con el evocador nombre de Lauwarm, «Templado». Cinco músicos tocando reggae. Dos de ellos llevaban greñas revueltas, ese peinado que se conoce como dreadlocks o rastas. El reggae es la música de los indígenas jamaicanos, y los blancos que la practican perpetrarían una «apropiación cultural», en la que los miembros de una cultura dominante se apropian sin ningún derecho de los logros creativos de culturas sometidas, de poblaciones anteriormente esclavizadas o de grupos marginados.
La apropiación cultural es un tema muy controvertido y en torno a ella gira una de las discusiones clave en los actuales debates culturales. Para una mentalidad que hoy está muy difundida, quien practica la apropiación cultural es culpable de una expropiación, de un robo. Como diría Karl Marx, toda apropiación implica también una expropiación.
Fue la jurista Susan Scafidi quien, en su libro de 2005 ¿De quién es la cultura? Apropiación y autenticidad en las leyes norteamericanas, formuló la definición que para esta mentalidad es pertinente: «Apropiación cultural es cuando uno recurre a la propiedad intelectual, a los saberes tradicionales, a las expresiones o a los artefactos culturales de otro para satisfacer así su propio gusto, para expresar su propia individualidad o, simplemente, para sacar provecho». Por eso abochornan a los blancos que llevan rastas, ese peinado que se asocia con una tradición cultural caribeña y jamaicana.
Esta crítica todavía podría entenderse como el eco de un discurso poscolonial. Pero el debate no acaba ahí. También acusan a los negros de apropiación cultural si salen con pintas de luchadores chinos de artes marciales, como le sucedió al rapero afroamericano Kendrick Lamar cuando, en 2017, con motivo de la edición de su disco DAMN, se presentó como Kung Fu Kenny. Igualmente abochornan a las artistas asiáticas que se hacen peinados de trenzas africanas, típicas de la tradición africana y afroamericana, como les sucedió a las componentes del grupo de K-pop Blackpink. Y a finales de la década de 2010 acusaron reiteradamente de apropiación cultural a la cantante catalana Rosalía, porque su música tenía bases flamencas, un estilo que, para algunos tradicionalistas, únicamente pueden practicar músicos andaluces.
Pero serenémonos un momento en medio de todo este alboroto y preguntémonos de nuevo de qué trata, en realidad, el debate sobre la apropiación cultural. ¿De dónde viene? ¿Cuáles son los problemas que aborda y sobre los que puede reflexionar con cierta sensatez? ¿Y cuáles son los problemas que no aborda?
Apropiación cultural es cuando uno recurre a la propiedad intelectual, a los saberes tradicionales, a las expresiones o a los artefactos culturales de otro para satisfacer así su propio gusto, para expresar su propia individualidad o para sacar provecho
Desde Estados Unidos a Europa
Para empezar, hay que decir que en Europa no hemos hecho más que apropiarnos del debate sobre la apropiación cultural, que procede originalmente de los Estados Unidos y se explica por las condiciones especiales y la evolución histórica de la sociedad norteamericana. Ahí ya llevan discutiendo sobre la cultural appropriation desde los años 80 del siglo pasado.
En aquella época, los músicos negros empezaron a quejarse de que, desde hacía más de un siglo, la sociedad mayoritariamente blanca se había ido apropiando uno tras otro de los estilos de la música negra, para seguidamente ensalzar como inventores o coronar como reyes de aquellos estilos a músicos blancos. En los años 20, Paul Whiteman fue coronado rey del swing; en los 30, Benny Goodman fue proclamado rey del jazz; en los 50 apareció Elvis Presley como rey del rocanrol, y en los 60 Eric Clapton fue coronado rey de la guitarra blues.
A comienzos de la primera década del siglo XXI, justo cuando salió publicada la antología de Greg Tate, el rapero blanco Eminem fue proclamado el nuevo rey del hip hop. Los verdaderos pioneros de estos estilos, que habían sido negros, cayeron en el olvido, o como mucho se los recordaba como representantes de meras subculturas necesitadas de artistas blancos que las elevaran al rango de cultura superior, de verdadero arte.
En 2003, el autor y músico negro Greg Tate escribe en su prólogo a la antología Todo menos la carga:
«Nuestra música, nuestra moda, nuestros peinados, nuestros bailes, nuestros cuerpos, nuestras almas…, todo eso lo han tomado siempre como frutas maduras que colgaban de un frutal a la vera del camino y que no tenían más que arrancar. […] la Norteamérica blanca siempre ha envidiado a los negros, o sea, siempre ha aspirado a enriquecer su cultura con la fuerza creadora de los negros, incluso ya en los tiempos en los que se discutía seriamente sobre si las personas negras tienen alma […] Siempre que [los blancos] asimilaron una forma cultural negra, trataron de erradicar de ella la presencia de personas negras».
Mirándolo así, lo que busca la crítica a la apropiación cultural es rectificar una narración histórica falsa y reconocerles sus derechos a los verdaderos creadores. Esta crítica refuta las tergiversaciones históricas y nos recuerda las ideas básicas de justicia e igualdad de trato. Esta es una intención plenamente legítima, que responde al programa de la teoría y la crítica cultural poscolonial, cuyo objetivo es mostrar que es insuficiente contar la historia universal desde una perspectiva blanca, hegemónica y, en definitiva, colonialista; y que no solo es insuficiente, sino profundamente injusto, porque borra de la historiografía las complejas relaciones de poder que se plasman en todo tipo de creación cultural en un mundo colonialista.
En realidad, Europa se ha apropiado del debate sobre la apropiación cultural, que se originó en los Estados Unidos y se explica por las condiciones especiales y la evolución histórica de la sociedad norteamericana. Ahí discuten sobre la cultural appropriation desde los años 80 del siglo XX
Del individuo a los colectivos
Pero más allá de esto, la crítica a la apropiación cultural empieza a ser problemática cuando, a partir del análisis de las relaciones de poder y de la crítica a la explotación cultural, trata de inferir una ley general para las relaciones interculturales, como intentaba hacer Susan Scafidi con su definición ya citada.
En cierto modo, lo que trata de hacer la jurista Scafidi es extrapolar el concepto de propiedad cultural, tal como lo conocemos del derecho de la propiedad intelectual, del individuo a los colectivos. Aplicado a autores individuales, ese concepto tiene sentido y es necesario. Pero al extrapolarlo surge el problema de que los colectivos no son sujetos de derecho en un sentido análogo. Si se los trata como a individuos, hay que reconocerles una identidad claramente identificable, que en realidad es ficticia.
Scafidi pretende que se pueden trazar límites claros entre las culturas, de modo que uno pertenece por entero a una cultura o, en caso contrario, es totalmente externo a ella. Pero, en su libro, Scafidi no dice con qué criterios se podría definir esa pertenencia. ¿Quién puede decir de sí mismo que pertenece por entero a una cultura, de modo que también puede determinar claramente quién es «de los nuestros» y quién no? ¿Y de qué expresión artística se puede decir que, sin ningún género de duda, pertenece exclusivamente a una cultura determinada?
En El Atlántico negro, el acta de nacimiento de los estudios poscoloniales, el británico Paul Gilroy describe cómo los colonizadores usurparon y explotaron —y lo siguen haciendo hasta hoy— las culturas de los antiguos esclavos y de los pueblos colonizados. Pero, al mismo tiempo, también deja claro que el carácter y la riqueza de las culturas del Atlántico negro consisten, justamente, en su mestizaje y sus ganas de asimilar: el desarraigo forzoso causado por la esclavitud y el exilio se convierte aquí en la riqueza de una cultura en la diáspora en permanente estado de transformación.
Por el contrario, la idea de pureza cultural proviene, precisamente, de los colonialistas blancos que impusieron unas «identidades étnicas» a las culturas sometidas, para poder dominarlas mejor. Quien quiera liberarse del paradigma colonialista deberá rechazar también las ideas culturales identitarias.
Es insuficiente contar la historia universal desde una perspectiva blanca, hegemónica y colonialista; y no solo es insuficiente, sino profundamente injusto, porque borra las complejas relaciones de poder que se plasman en todo tipo de creación cultural en un mundo colonialista
La identidad criolla
Entre las fuentes de inspiración más importantes de Gilroy están los textos del teórico del poscolonialismo Édouard Glissant. Glissant nació en la isla Martinica. Durante toda su vida se ocupó de cuestiones relativas a la identidad cultural en el sur global, una identidad que él denomina «criolla». El concepto de «criollo» se refiere a la identidad cultural que conforma una cultura surgida de la incesante mezcla de influencias y tradiciones muy diversas.
Esta cultura del mestizaje se opone a todo ideal de pureza cultural, así como a toda idea de que pueda haber tradiciones culturales homogéneas que sean atribuibles exclusivamente a determinados grupos poblacionales. Ni siquiera el jazz sería para él «negro» en el sentido político identitario, sino criollo. Si usted junta ritmos africanos con instrumentos occidentales, como el saxofón, el violín, el piano o el trombón, lo que le sale a usted es el jazz. Eso es lo que yo llamo «criollización». «Estoy convencido de que, en las ciudades de California, los asiáticos y los hispanos, los blancos y los negros, crearán alguna vez algo nuevo, que será tan maravilloso como el jazz», dijo en 2007 en una entrevista para el Süddeutsche Zeitung.
A este concepto de cultura Glissant lo denomina también «rizomatoso», término que toma de los autores franceses Gilles Deleuze y de Félix Guattari. Un rizoma es un tallo reticular horizontal y subterráneo. Para Deleuze y Guattari, el rizoma simboliza un tipo de pensamiento y de cultura que ya no se basa en un ideal de unidad y homogeneidad, sino que celebra la heterogeneidad, la pluralidad y la conexión de todo con todo.
Una conexión incesante sin unidad orgánica es también el modelo ideal de cultura criolla que propone Édouard Glissant. Otra cita de su entrevista de 2007 para el Süddeutsche Zeitung:
«Hoy ninguna cultura está aislada de las demás. No hay culturas puras, eso sería ridículo. No es lo idéntico lo que deja huella en la vida, sino lo diverso. Lo igual no produce nada. Esto empieza ya en el ámbito genético. Dos células iguales no pueden producir nada nuevo. Y lo mismo sucede en el ámbito cultural».
Tampoco Glissant pasa por alto que vivimos en un mundo marcado por el dominio poscolonial, en el que la cultura blanca es la dominante y quienes más poder económico tienen son los blancos, que aprovechan ese poder para explotar a otras culturas. Pero Glissant no quiere oponer a este permanente dominio colonial la idea de una cultura negra homogénea que haya que defender de las apropiaciones, pues considera que el propio principio de pureza cultural es colonialista.
En su opinión, comparte ya el proyecto de dominio blanco, occidental o colonial la mera intención de atribuirles a las culturas una homogeneidad étnica o, como lo formula su discípulo Paul Gilroy en El Atlántico negro, la mera idea de una «identidad étnica», que también se debería poder asignar a todas las modalidades del nacionalismo negro que surgieron en los años setenta y ochenta del siglo pasado.
El concepto de «criollo» se refiere a la identidad cultural que conforma una cultura surgida de la incesante mezcla de influencias y tradiciones muy diversas. Esta cultura del mestizaje se opone a todo ideal de pureza cultural
Emancipación y liberación cultural
Ya una mirada fugaz a la historia de la noción y el discurso de la cultural appropriation basta para ver que aquí se enfrentan dos nociones de emancipación y liberación cultural. De un lado, está el deseo de defender a una cultura explotada de otra cultura mayoritaria explotadora. Del otro lado, tenemos la idea de que solo es posible llevar una vida realmente liberada si se resiste la presión de tener que ser idéntico a sí mismo; y de que, en definitiva, no habría desarrollos culturales si se prohíbe o se inhibe todo tipo de apropiación. Dicho de otro modo: una concepción homogénea de la subjetividad —o también podría decirse que un sentido de la subjetividad basado en la totalidad y la autenticidad— se opone aquí a otra concepción que entiende la subjetividad como algo básicamente desgarrado, descentrado e inacabado.
Para esta segunda concepción, la experiencia histórica del descentramiento y el desarraigo nos hace entender que toda cultura siempre ha sido ya heterogénea, mientras que la fe en la homogeneidad y la pureza culturales solo se desarrolla en aquellas culturas que, gracias a su poder político y económico y a su dominancia colonialista e imperialista, se consideran a sí mismas el origen y la medida de todas las cosas. Pensar que sería posible y hasta deseable no apropiarse es típico de una mentalidad colonialista que no se conoce bien a sí misma.
Si nos tomamos en serio la crítica radical a la apropiación cultural de los estilos musicales negros por artistas blancos, ¿qué otro modelo podríamos contraponerle? ¿Cómo sería un arte «blanco» que no se apropiara de elementos de otras culturas no blancas? Este experimento ya lo han llevado a cabo los agentes culturales del movimiento Alt-Right en los Estados Unidos y del Movimiento Identitario en Europa. Para ellos, una cultura blanca solo es legítima si no tiene ninguna influencia negra, por ejemplo, una música que no tenga nada de blues, de rocanrol ni de hip hop.
Evidentemente, un experimento así solo puede fracasar, porque una música pop sin estas inspiraciones forzosamente será marginal y sosa. Pero el ejemplo de este reflejo negativo también nos hace ver intuitivamente que a nada conduce la pretensión de que la cultura negra sea solo para los negros o de que el flamenco solo lo puedan tocar músicos andaluces, pues la diversidad, que hoy nos parece señal de una cultura desarrollada y emancipada, solo se genera cuando se desencadenan las apropiaciones. Entre los artistas pop actuales, nadie refleja esto tan apasionada, convincente y artísticamente como Rosalía.
A nada conduce la pretensión de que la cultura negra sea solo para los negros o de que el flamenco solo lo puedan tocar músicos andaluces. La diversidad solo se genera cuando se desencadenan las apropiaciones
No hay un más allá de la apropiación. Es más, toda forma cultural emancipadora es, forzosamente, apropiadora. Lo cual no significa que no se puedan criticar ciertas formas de apropiación cultural. Pero creo que una postura clara y consciente respecto de la apropiación no debería expresarse primariamente en forma de prohibición, sino en forma de mandato: ¡aprópiate!, pero hazlo correctamente, dándote cuenta de las relaciones de poder que se plasman en la apropiación; creando a partir de distintas influencias algo nuevo donde se visibilicen y se reconozcan los elementos de los que se compone la obra de arte, la autoescenificación, el «artefacto cultural»; y valorando y celebrando las fuerzas creadoras y emancipadoras de la apropiación.
Una relación así con la apropiación sería una relación ética, que no cuestiona si la apropiación cultural es básicamente legítima —o radicalmente ilegítima—, sino que se plantea cómo distinguir las formas lícitas de apropiación cultural de las ilícitas. ¡Aprópiate, pero hazlo correctamente! Y la mejor forma de hacerlo es en un diálogo, en una reflexión común, en vez de indignándose.