El doctor en filosofía Felipe Muller indaga en cómo la inteligencia artificial altera lo que hasta ahora entendíamos por lenguaje en su libro ‘Nadie habla’, publicado por EUNSA.

“¿Cómo es posible que aplicaciones como ChatGPT puedan hablar? ¿Por qué hablan? ¿Qué corazón les alienta y anima?”. Estas son algunas de las preguntas que se plantea en su último libro el doctor en Filosofía Felipe Muller, especialista en lenguaje y tecnología. Titulado Nadie habla. Inteligencia Artificial y muerte del hombre —título que conecta con el ardid con el que Ulises consiguió sobrevivir al cíclope Polifemo—, el autor desarrolla en él una idea ya vertida en un artículo para la revista Nuestro tiempo.
A la luz del auge actual de la inteligencia artificial, este libro, publicado por Ediciones Universidad de Navarra (EUNSA), indaga a fondo en la naturaleza del lenguaje desde un punto de vista filosófico y con un estilo claro y conciso, aunque la abstracción de los pasajes más complejos pueda suponer un reto para el lector.
Muller, en primer lugar, comparte el “asombro” que genera el hecho de que exista el lenguaje, y traza la relación de este con la muerte —ya que un texto puede ser leído mucho después del deceso de su autor—, con lo ficticio —el lenguaje permite hablar de y pensar en lo que no existe— y con el riesgo —ya que hablar supone arriesgarse a no encontrar las palabras exactas o a que estas se malintrepreten—.
Con respecto a la segunda de estas relaciones, Muller señala una fascinante paradoja: “Las palabras, los mismos ladrillos del lenguaje, son pequeños accidentes históricos, invenciones y ficciones con los que las personas pueden, entre otras muchas cosas, decir la verdad. Aquí reside otro motivo de asombro. Las personas necesitan ficción para decir la verdad”.
Siguiendo a los estoicos, Muller nos invita a desconfiar del lenguaje. Las palabras recibidas como verdaderas nos atan tanto como las dichas por nosotros. “Nunca está de más someter a examen cualquier contenido expresado en palabras, ya sea práctico o teórico, intelectual o emocional, antes de cogerlo en brazos y aprobarlo como propio”, especialmente en nuestra época. “Analizar los mensajes que persiguen convencernos o distraernos nunca ha sido una tarea sencilla. Hoy es particularmente ardua. Ejércitos de periodistas, publicistas, relaciones, guionistas, predicadores, influencers, youtubers, tiktokers, políticos, portavoces, jefes de prensa, etcétera, viven de la atención de los demás. Todos proclaman que no podemos vivir sin aquello que anuncian. La mayoría persigue entregar nuestros datos a una empresa que pueda explotarlos, inclinar nuestro voto hacia un determinado partido político o generar una necesidad que seguramente nunca antes hemos sentido y que solo el mercado puede satisfacer”.
El capítulo que otorga mayor actualidad al libro es el cuarto, una reflexión crítica sobre los modelos de lenguaje de inteligencia artificial, como ChatGPT (de OpenAi), Llama (de Meta) o Gemini (de Google). Muller aborda su naturaleza, funcionamiento y el modo en que se relacionan con el lenguaje humano.
Apoyándose principalmente en Michel Foucault y su libro La arqueología del saber, el autor expone cómo estas inteligencias artificiales, a pesar de no ser humanas, ni hablar en sentido estricto, ni referirse directamente a cosas del mundo, efectivamente hablan. Esta afirmación se convierte en el punto de partida para analizar tres grandes sustituciones que se dan en el lenguaje cuando es una máquina la que lo utiliza: la de las personas, las palabras y las cosas.
En primer lugar, el texto indaga en qué ocupa el lugar de la persona cuando habla una IA. “¿Quién dicta aquello que dice una inteligencia artificial? Nadie. ¿Quién habla cuando habla una inteligencia artificial? Nadie. Es una máscara”. Aquí se identifican dos aspectos: las posiciones desde las que se enuncia un discurso y la materialidad del sistema que permite dicha enunciación. En lugar de un sujeto humano consciente, la IA actúa desde un conjunto de posiciones posibles dentro de un contexto de uso, guiada por un entrenamiento basado en un “se dice” colectivo y anónimo. Esta ausencia de autoría no impide que se genere lenguaje.
Por su parte, la materialidad del sistema consiste en la infraestructura tecnológica necesaria para su funcionamiento, cuyo consumo energético no es baladí: “se estima que la industria tecnológica consume el 20 por ciento de la electricidad del mundo y que, en total, responde del 5,5 por ciento de las emisiones globales de dióxido de carbono”.
La segunda sustitución se refiere a las palabras. Las IA no comprenden el significado de las palabras como lo haría un ser humano, pero las utilizan eficazmente. Para ellas, el significado se reduce a una red de correlaciones estadísticas entre signos, extraídas de vastas bases de datos humanas. La palabra se vacía de intención y contenido subjetivo, pero se mantiene operativa.
Finalmente, la tercera sustitución es la de las cosas referidas en el discurso. Una IA no tiene acceso al mundo ni puede comprenderlo, pero al hablar, “hace cosas”: sus palabras desencadenan acciones y reacciones, afectan comportamientos, incluso provocan consecuencias políticas o sociales. Dicho de otro modo: a pesar de su falta de conciencia, la IA tiene impacto en la realidad.
El texto concluye planteando interrogantes éticos y filosóficos sobre la autenticidad, el artificio y la teatralidad de lo humano frente a la aparición de estos modelos. “¿Por qué temer el día en que la inteligencia artificial llegue a ser como los seres humanos cuando es más relevante indagar en qué medida los seres humanos ya son artificiales? La verdad requiere ficción. ¿Por qué no plantearse qué partes o hábitos de nosotros mismos son realmente fingidos y no qué porcentaje de un modelo extensivo de lenguaje es genuinamente humano?”, se plantea el autor.
Muller también prevé un movimiento de resistencia ante la imparable sofisticación y ubicuidad de la IA: “A medida que se asiente y masifique su uso, los consumidores de conocimiento e información se verán abocados a poner en duda la autenticidad de cualquier representación, desde las noticias del telediario hasta las fotografías de un museo. Es posible que surjan movimientos a favor de una intimidad desconectada y en contra de la ‘datificación’ del comportamiento humano. Tal vez, con un poco de suerte, nuestro cuerpo y corporalidad se tornen puntos de resistencia […]”.
En resumen, este ensayo aporta ideas interesantes al actual debate sobre IA y lenguaje. Lejos de caer en tecnofobias o utopías ingenuas, propone una lectura crítica que reconfigura nuestras nociones de sujeto, palabra, verdad y acción. Es un texto filosófico que invita a repensar qué es hablar, quién habla y qué significa hacerlo en una era de máquinas parlantes.