
La catedrática de Ética previene en su último ensayo contra los riesgos de vivir de espaldas a la búsqueda del bien común
Hablar de ética en los tiempos que corren tiene algo de predicar en el desierto, pero a sus 84 años la filósofa barcelonesa Victoria Camps no decae en su empeño de seguir colocando faros morales en medio la penumbra que nos envuelve. El más reciente lo plantea en ‘La sociedad de la desconfianza’ (Arpa), su último libro, donde señala los peligros de vivir en un mundo regido por el individualismo y el desprecio al bien común.
Parafraseando la célebre frase de Vargas Llosa, ¿tiene claro cuándo se jodió la confianza en nuestra sociedad?
Las crisis que hemos vivido en las últimas décadas han facilitado el sentimiento de desconfianza que hoy encontramos en todas partes. Tanto la crisis económica de finales de la primera década del siglo, que cambió muchas cosas, como la de la pandemia, una situación insólita que al principio no supimos afrontar y que nos hizo tomar conciencia de una fragilidad y una vulnerabilidad que hasta entonces no habíamos vivido. Curiosamente, el covid también nos dio una gran lección de vida: que nuestra salvación pasaba por la cooperación, por pensar en el bien común. Había que atender a los enfermos, encontrar una vacuna y, sobre todo, hacer que esta fuera universal, para todos, porque si no sería imposible superar la pandemia. Pero cuando lo logramos, volvimos a las andadas.
¿Cuáles son esas andadas?
Nuestro gran problema es la forma tan individualista que tenemos de vivir. El egoísmo se ha convertido en el patrón moral de nuestro tiempo. En un mundo en el que cada uno va a lo suyo y nadie se preocupa de los demás ni de todo lo que compartimos, es imposible generar sentimientos confianza. Desconfiamos del vecino, del político, de las instituciones y hasta del propio sistema democrático.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Por una perversión del concepto de libertad a la que nos hemos entregado casi sin darnos cuenta. El triunfo del liberalismo encierra una paradoja: nos ha permitido acabar con siglos de represión de todo tipo, desde la religiosa a la política o la cultural, y alcanzar unas cotas de autonomía personal que nunca antes habíamos conocido, pero en los últimos años ha prosperado una concepción individualista de la libertad en la que solo importa mi bienestar, no el de la comunidad. Alcanzar la libertad personal era imprescindible para lograr una vida buena, buena en el sentido moral de la palabra, pero esa vida buena individual debería serlo también para la colectividad, porque si no sirve de poco, y esa segunda parte es la que no se ha conseguido. Por eso ha cundido la desconfianza.
En los años 80 y 90 del siglo pasado, el neoliberalismo triunfó asociado a mensajes del tipo: sé tú mismo, elige tu destino, conviértete en empresario de tu propia vida. ¿Esos valores están relacionados con todo lo que apunta en su diagnóstico?
Sí. De entrada, ese “sé tú mismo, sé auténtico”, no conduce a nada, porque al tiempo que fomenta el individualismo, vende una libertad dominada por las modas, la publicidad y el consumismo. Al final, todos acabamos siendo iguales y haciendo lo mismo, arrastrados por necesidades que no teníamos y que nos han impuesto. Pero hay algo más importante sobre lo que gravita este problema: ser libres no consiste en hacer todo lo que deseamos, sino en ser responsables para elegir lo que queremos y hacer lo debemos. Hemos ganado autonomía y ya no vivimos en una dictadura que decide lo que debemos pensar, pero eso no significa que podamos pensar ni hacer todo lo que se nos ocurra, porque no todo es válido. Esta parte exige responsabilidad y esfuerzo, pero es la que no hemos desarrollado.
En un mundo en el que cada uno va a lo suyo y nadie se preocupa de los demás ni de todo lo que compartimos, es imposible generar sentimientos confianza
¿Qué le parece que ahora haya tantos jóvenes que dicen ver con buenos ojos los regímenes totalitarios?
En esa reacción hay algo de rebeldía juvenil, que siempre ha movido a los jóvenes a exigir lo que no tienen. En la dictadura pedían democracia y ahora, que han crecido en democracia, proponen cargársela. También hay una reacción ante el mundo que les ofrecemos. Son la generación mejor formada y han tenido una vida bastante fácil y cómoda, pero ahora, cuando quieren emanciparse, topan con dificultades para las que nadie les había preparado: precariedad, salarios bajos, precios disparados, vivienda imposible… Se sienten frustrados, nadie les ofrece soluciones y se agarran a ciertos cantos de sirena sin pensar. La dictadura es más cómoda, porque no tienes que elegir, deciden otros por ti, así eliminas toda la responsabilidad, pero implica perder la libertad y volver a las cadenas. No creo que sea esto lo que realmente desean.
La semana pasada se cumplieron 50 años de la muerte de Franco. ¿Cómo ha visto la evolución de España en este medio sigo?
Los años de la transición fueron, precisamente, de mucha confianza. También hubo críticas desde sectores de la población que se sintieron peor tratados que otros, pero sobre todo primaba una ilusión colectiva y una clara voluntad de mejorar el país. El gran error que cometimos fue creer que cambiar de régimen era suficiente para cambiar a las personas, y eso no funciona así. Las mentalidades se cambian con tiempo y es una tarea que exige voluntad y compromiso, y no siempre los hubo.
¿Faltó voluntad de ir más allá?
En este país crecimos bajo el canon de una moral religiosa que hoy rechazamos, pero no supimos construir una moral laica realmente comunitaria que la sociedad pudiera reconocer como algo que había que conservar y mantener. Le pongo el ejemplo de lo que ha pasado con la mujer. Hemos alcanzado la igualdad jurídica, pero eso no ha conseguido evitar los comportamientos machistas que siguen presentes en la sociedad. Las leyes cambian el derecho, pero no cambian la mentalidad de la gente. Esa es una tarea pendiente.
Ser libres no consiste en hacer todo lo que deseamos, sino en ser responsables para elegir lo que queremos y hacer lo debemos
¿Por qué ha calado tanto este desprecio hacia el bien común? Sin ir más lejos, los impuestos se asocian con una idea de robo, no de contribución a lo que compartimos.
El liberalismo, que es el pensamiento que ha triunfado en Occidente, se distingue por haber puesto por encima de todo la libertad del individuo y, paralelamente, ha fortalecido a los estados más que nunca como entes que protegen a la población. Sin embargo, no ha sabido transmitirle a la gente que esa protección no cae del cielo, sino que es el resultado de las aportaciones que hacemos entre todos. Esto explica que mucha gente solo esté dispuesta a hacer ese esfuerzo si luego resulta directamente beneficiada de él, no si redunda en el colectivo. Vivimos en una sociedad de libertades en la que la autonomía personal se considera el bien supremo, pero somos seres sociales, necesitamos al otro para que nos cuide, para que nos proteja o, simplemente, para que nos acompañe.
¿No es paradójico que disfrutemos de las mayores cotas de bienestar de la historia, en términos de salud, longevidad y confort, y a la vez haya tanto malestar y tanta enfermedad mental?
Porque vivimos en la sociedad del cansancio, como dice el filósofo surcoreano Byung-Chul, reciente premio Princesa de Asturias de Humanidades. La gente está hastiada, sometida constantemente a una presión enorme, obligada a tomar mil decisiones a la carrera entre un mar de ofertas y opciones ante las que no tiene criterio. Hay una absoluta ansia de tranquilidad, reflexión y silencio, por eso proliferan los talleres de meditación. En cuanto a la salud mental, estos problemas suelen surgir en tiempos de bonanza. En la posguerra, nadie hablaba de ansiedad o depresión, porque no podían permitirse esos lujos. Al final, seguimos anclados en aquel malestar de la cultura del que hablaba Freud. Hemos creado una cultura que por un lado nos civiliza y por otro nos enferma.
¿Usted que ostentó un cargo de senadora, qué opinión tiene del panorama político actual, tanto en España como en el mundo?
Me parece tremendo. Se dice que la democracia está en peligro, pero yo no lo creo, porque tenemos instituciones sólidas que la protegen. Sin embargo, me parece alarmante, no ya el clima de desconfianza que hay, sino de polarización y enfrentamiento. Se rechaza al que está enfrente sin escucharle, solo por el simple hecho de pensar diferente. No solo se descarta la opción de alcanzar consensos, sino que se entra en el terreno del insulto, la falta de respeto y el ataque personal.
¿Personalmente, cómo vive todo esto que está contando? ¿Es pesimista o cree que tenemos arreglo como sociedad?
A mí ya me queda poco tiempo de estar aquí, pero tengo claro que mantener la esperanza es una obligación moral. Hay que fomentar la esperanza, pero con eso no basta, hay que pasar a la acción, porque la ética es una cuestión de voluntad, no se limita al plano teórico. El diagnóstico está claro, pero saber dónde está el bien y dónde el mal no es suficiente, hay que poner esfuerzo en recuperar la confianza y mejorar como sociedad, en poner en valor el bien común, y esa tarea empieza por cada uno de nosotros.
Fuente: https://www.elperiodico.com/es/sociedad/20251129/victoria-camps-egoismo-convertido-patron-124162509
