El profesor surcoreano Byung-Chul Han (Seúl, 1959) se ha ganado a la fuerza, durante varios años de constantes apariciones en medios y rotundos éxitos editoriales con libros en los que nunca ha dejado de pensar imperativamente nuestro presente, el apelativo de filósofo. Y se lo ha ganado con justicia. Es sin duda una de las figuras intelectuales más conocidas, citadas y respetadas del mundo y, sea para elogiarlo o criticarlo, su nombre se ha impuesto en el imaginario colectivo. Uno de sus últimos libros, La sociedad paliativa, analiza el papel del dolor (y de su desaparición) en la sociedad contemporénea, y promete volver a convertirse en todo un best seller.
Desde que aparecieran sus primeros libros traducidos al español (gracias a la labor de la editorial Herder), Byung-Chul Han no ha dejado de cosechar éxitos. Y lo que es más importante, el profesor y pensador surcoreano ha lograzo alzarse y mantenerse como una de las voces más autorizadas para analizar los distintos males de nuestro tiempo. Para denunciarlos. Para reflexionar sobre ellos. Para invitar a pensar inexorablemente a partir de ellos. Y para, llegado el caso, actuar.
Aunque, por supuesto, Han ha publicado obras muy enjundiosas, extensas y de muy hondo calado teórico y filosófico (como Muerte y alteridad, Hegel y el poder o Caras de la muerte), su filosofía no es la del erudito encerrado entre las paredes de la Academia. Sus libros, sus ideas, han conseguido traspasar el muro de la pura erudición y conceptos como «sociedad del cansancio», «expulsión de lo distinto», «enjambre», «psicopolítica», «sociedad de la transparencia» o «sujeto de producción» se han impuesto como nociones de uso normal en los debates filosóficos y culturales de nuestros días.
Las distintas reflexiones y tensiones que pueblan los libros de Han están impregnadas por una preocupación constante: la del poder. Un poder que se nos hace cada vez más omnímodo pero que, paradójicamente, cada vez es más difícil de detectar y aminorar, porque, de alguna forma, silenciosa y subrepticiamente, nos hemos hecho partícipes de él. Nosotros mismos lo sostenemos cada día a través del uso de las redes sociales, del empleo indiscriminado de tarjetas bancarias, de la aceptación de que nos graben en casi cualquier lugar como viandantes, de nuestra no-resistencia ante los poderes económicos y los emporios empresariales, etc. Nos hemos convertido, nosotros mismos, en ese mismo poder. No somos sus instrumentos: somos sus ejecutores.
Ello nos ha convertido, por otra parte, en empresarios de nosotros mismos. El «sujeto neoliberal», a juicio de Byung-Chul Han, se encuentra (consciente y voluntariamente) encerrado en un sistema muy eficiente que explota su libertad y hace de él un esclavo funcional en el que el rendimiento continuo se ha convertido en la piedra de toque a partir de la cual se configura su actividad, tanto consigo mismo como con los demás. Somos esclavos absolutos porque ni siquiera tenemos amo, o no tenemos a quién señalar (la perversidad de la burocracia, como ya señalara Hannah Arendt); y de tenerlo, somos nosotros mismos. Somos nosotros quienes de continuo nos autoexplotamos.
De esta forma, asegura Han, a través del ejercicio de esta aparente libertad individual se lleva a cabo -es decir, se expone y materializa- la libertad del capital, y apunta en una expresión digna de ser recordada: «De este modo, el individuo libre es degradado a órgano sexual del capital. La libertad confiere al capital una subjetividad ‘automática’ que lo impulsa a la reproducción activa». Y así es como el capital «pare» a sus criaturas, que fomentan y reproducen una y otra vez la diabólica dinámica de la autoexplotación, que el individuo acepta de buen grado al considerarse enteramente libre.
Vivimos en una ilusión: la proporcionada por una falsaria libertad que nos arroja a un mundo en el que somos trabajadores que se explotan a sí mismos en su propia empresa. La empresa del yo, de la individualidad, la del enjambre en el que no se puede lograr comprender la dinámica del conjunto, sino que cada individuo se particulariza y embebece de sí mismo sin atender a los problemas comunes. Es el imperio de la idiotez en el sentido etimológico griego, de quienes no pueden ver más allá de sus narices porque están demasiado ocupados explotándose a sí mismos, lo que convierte al sujeto contemporáneo, en expresión de Han, en alguien que ejerce una «autoagresividad» que nos convierte en individuos depresivos y tendentes a un insano aislamiento.
De esta manera, los ingredientes para ejercer un poder invisible, peligrosamente despótico, están servidos. Los grandes imperios económicos y las políticas gubernamentales al servicio del neoliberalismo más despiadado, defiende Han, nos han sumido en el funcionamiento de un panóptico digital, en cuyo desarrollo participamos activamente:
La sociedad del control digital hace un uso intensivo de la libertad. Es posible sólo gracias a que, de forma voluntaria, tienen lugar una iluminación y un desnudamiento propios. El Big Brother digital traspasa su trabajo a los reclusos.
Ese omnipresente poder que ha sido trasvasado al sujeto compone una amenaza añadida, y es la imposibilidad de que exista espacio entre unos individuos y otros. La comunicación digital ha hecho que las distancias se deshagan, y esta erosión de la distancia espacial va de la mano de la corrosión de las distancias mentales: nos pensamos acompañados cuando, en realidad, estamos más abandonados que nunca, más aislados que nunca, mientras nos exponemos «pornográficamente», en expresión de Han, de manera impudorosa ante los demás: mostramos nuestros intereses, nuestras acciones, nuestra cotidianidad. Exponemos, pero no compartimos. La masa de individuos se ha convertido, finalmente, en masa de objetos que se venden y promocionan en el inmenso escaparate del panóptico digital.
Y este punto, uno de los centrales en el pensamiento de Han, es también una de nuestras grandes lacras contemporáneas: la descentralización de un poder que ejercemos, en forma de falsa libertad, contra nosotros mismos. Explica Han: «Al enjambre digital le falta un alma o un espíritu de la masa. Los individuos que se unen en un enjambre digital no desarrollan ningún nosotros». El enjambre sólo produce, al fin y al cabo, ruido. Un ruido ensordecedor que no dice nada coherente: sólo grita y pervierte la relación de la ciudadanía consigo misma. El ciudadano ha devenido en consumidor: de sí mismo, de todo lo demás. El «me gusta» como el amén digital, como el credo de nuestro tiempo:
Cuando hacemos clic en el botón de me gusta nos sometemos a un entramado de dominación. El smartphone no es sólo un eficiente aparato de vigilancia, sino también un confesionario móvil.
Byung-Chul Han es una referencia imprescindible de la filosofía de nuestra actualidad. Acompañado de un hondo conocimiento de la historia del pensamiento, y en paralelo al examen minucioso de la realidad contemporánea, Han ha conseguido, como pocos, crear una visión de conjunto que permite mirar a los ojos a la realidad. No para hacerle frente como quien lucha contra un hambriento y descomunal titán, sino como quien, ante él, examina las posibilidades de erosionar su gigantesco poder a través de pequeñas, constantes y cotidianas acciones.
Si eres profesor de filosofía siempre hay quien te pregunta por los chismes relativos a las cositas íntimas de los grandes autores. Es tal el respeto que infunden o pretenden infundir, con esa tal alta consideración del alma o del pensamiento (y no es otra cosa que un Barrio Chino, el alma…), que es inevitable que incluso al menos frecuentador de los programas del coure se le levante un poco la curiosidad. Lo que yo sé acerca de esa picante e intrascendente materia cabe en dos o tres páginas únicamente, pero que no se diga que me lo reservo[1]. Al fin y al cabo, si me he enterado yo es porque algún otro lo ha investigado, y si ese que lo ha investigado y ha encontrado chicha es porque algún otro hace ya mucho tiempo se fue de la lengua, tal vez el propio interesado. “No eches la culpa al viento de lo que tú antes confesaste a los árboles”, dice un viejo refrán con el que siempre he estado de acuerdo. Quien de verdad fue discreto, como William Shakespeare, ha mantenido a salvo su secreto. Así que al lío.
El “amor platónico” es una expresión muy desafortunada que en realidad describe mejor, tal como se entiende coloquialmente, al matrimonio intelectual entre Sartre y Beauvoir que al propio Platón. A Sartre, en efecto, no le gustaba físicamente su compañera, la cual no tuvo su primera relación satisfactoria hasta entrados los cuarenta, y no precisamente con el hombre bajito de la pipa (leí una biografía de Sartre en la que la autora no paraba de referirse a él como “el hombrecillo”). No obstante, Simone no paró de enviarle alumnas devotas o discípulas enganchadas a la “erótica del saber” que en algunas ocasiones Jean-Paul devoraba disciplinadamente y en otras, la mayoría de ellas, se limitaba a intentar hacerlas disfrutar a ellas, porque las anfetaminas según parece ayudan a trabajar mucho y con gran lucidez pero producen impotencia. De modo que ese fue el más intenso amor platónico que conoce la filosofía, ya que el propio Platón se trajo novio de su tercer viaje a Siracusa y vivieron juntos y en paz hasta la muerte de él. Algo de pasión venérea debía sentir sin duda Platón hacia su pareja, ya que en un diálogo hace decir a un personaje suyo que la vejez es una bendición, justamente porque aplaca a ese “furioso tirano” que son los afrodisia –que no el Eros: aquí Freud o bien patinó parcialmente en su griego o bien lo mezcló todo-, es decir, los placeres sexuales. Parece claro que un señor (nada enclenque, que Platón había sido púgil en su mocedad) que denomina como “tiránico” un vehemente deseo suyo es que ha hecho grandes e inútiles esfuerzos por librarse de él, es decir, que lo ha gozado y sufrido a fondo. Lo mismo le ocurría, por cierto, a Agustín de Hipona, un tipo fuertote, moreno, de la etnia bereber, el “semental de Dios”[2], un auténtico león que en su juventud había sembrado de hijos bastardos todo el norte de África, pero al que en la madurez piadosa y célibe seguía atormentando esa mecánica elevación del miembro viril que tiene lugar en el momento más insospechado incluso cuando uno es obispo y futuro Padre de la Iglesia…
Juan Goytisolo, Simone de Beauvoir y Nelson Algren. Almería 1960
Aristóteles, en cambio, fue más moderado, además de genitor. Tuvo esposa y luego concubina, aunque su relación estrechísima con su colaborador Teofrasto pudiera hacernos sospechar. Aristóteles fue un hombre sensato en su existencia mundana que de verdad practicaba su idea de que no existe vida mejor que la del hombre de conocimiento, siendo, para él, eso de la jodienda más bien locura animal propia de los jóvenes. Su gran comentador, el fraile que le bautizó sin su consentimiento, Tomás de Aquino, con toda seguridad fue virgen, al igual que el bravo Spinoza y el pobre Kant. La diferencia estriba en que a Kant sí que le gustaba mucho eso que entonces se denominaba “el bello sexo”, mientras que a Tomás le resultaba completamente indiferente, por no decir repulsivo. ¿Fue el santo lo que hoy llamamos “asexual”, o es que redirigía sus ansias hacia el arte del buen comer? Un servidor, con tal de no recibir nunca la horrenda noticia de que fue aficionado a los niños como la inmensa mayoría de sus colegas de gremio, se conformaría hasta con el burdo chiste de que estaba tan gordo que ni se la veía. Descartes, por su parte, no muy admirador de Tomás, tuvo una hija a la que perdió a la edad de cinco años. Con quién y cómo no lo sabemos, o al menos no lo sé yo, pero lo mismo le envío mis tardías condolencias. Daba comienzo la época en que los grandes filósofos resultaban atractivos a las damas de alcurnia, y tanto Descartes como después Leibniz visitaron y se cartearon con poderosas señoras con las que tal vez –Leibniz no, Leibniz fue homosexual, me parece, igual que su rival Newton[3]– hubiera algo de tema. La coyunda hombre intelectual/dama de rango alcanzó en el siglo XVIII y en París el carácter de fenómeno social casi aceptado y arrollador, del que se beneficiaron uno tras otro y a la vez todos los enciclopedistas. Rousseau enviaba el fruto de sus efusiones al hospicio, Diderot escribía obras picantes y Voltaire resolvía revolcones matemáticos y echaba teoremas magníficos, o al revés, con Madame de Châtelet[4]. Con respecto al Siglo de las Luces, el s. XIX supuso un cierto atraso en lo que toca a libertades eróticas. Buenos burgueses, como Hegel, y hasta anti-burgueses, como Marx, se avinieron a relaciones estrictamente ceñidas al código matrimonial. Marx, ya se sabe, tuvo un hijo con su criada, pero hay que decir que aquella mujer era como de la familia y además bastante instruida. Engels, que tapó el escándalo con la aquiescencia de Jenny, la mujer de Marx, tampoco le hizo ascos a algunas amantes obreras una vez que murió su mujer, así mismo obrera textil en sus orígenes. Proletarios del mundo, copulemos. Mucho peor se lo montó Kierkegaard, que, de modo semejante a Kafka décadas después, jugó a plantar a su prometida en nombre de la sacrosanta misión literaria, pero luego casi como que se arrepintió un poco. La vida del casado, escribió, es la vida verdaderamente ética, no como la forma de vida del esteta o del religioso. Nietzsche, el más desgraciadito de todos estos, estaba loco por fornicar dionisiacamente, pero para una vez que lo hizo, en los burdeles de la guerra franco-prusiana, pilló la sífilis que acabaría por matarle. Al menos dos mujeres rechazaron su petición de matrimonio, la primera por verle demasiado desesperado y suplicante –Lou Andreas Salomé, que enseguida dijo que sí al mucho más sibilino seductor Rilke-, y la segunda al contrario, por entender que la oferta estaba redactada de un modo demasiado pragmático y desapasionado. Entre una y otra se concibió a toda prisa el Así habló Zaratustra, del que se ha dicho no sin un tantico de razón que es el manual del machito despechado…
Lou Andreas-Salomé, Nietzsche y Paul Rée en 1882
Visto lo visto, sin duda la historia de amor más profunda de la historia del pensamiento, hasta donde yo sé, es la de Harriet Taylor y John Stuart Mill[5], una veneración admirable que sobrevivió a la muerte. Wittgenstein tuvo alguna que otra pareja, pero no siempre se sentía bien por ello, dado que todavía había que disimular la amistad entre hombres, pero como seguro que nunca se sintió bien fue con la masturbación, que anotaba puntualmente en su diario a modo de penitencia. Sin embargo, el más lanzado, el filósofo más ligón de todos los tiempos, que se sepa (y hablando siempre varios escalones por debajo de San Agustín, pero Agustín a cierta edad se rajó) no fue Pedro Abelardo, ni mucho menos, sino el montaraz, oracular y no muy apolíneo Martín Heidegger. Heidegger -“Heidfucker”, en adelante- tuvo su famoso affaire con Hannah Arendt, o Hannah Arendt con él, en 1925, y ambos quedar realmente prendados de por vida. Se ha escrito mucho sobre esto en unos términos más bien frívolos, pero lo cierto es que fue un cuelgue de los buenos. Dos años después se publicó Ser y tiempo, y allí se hablaba poco de amor, pero se hablaba. Más tarde, en ¿Qué es metafísica?, también se hablaba de amor, mucho más en primer plano, como algo (ni siquiera una emoción, Heidfucker no era amigo de psicologismos ni antropologismos) semejante a una disposición existencial capaz de revelar la auténtica esencia de la relación del Dasein con el tándem ser/nada[6]. Martín ya estaba casado con la rubia Elfride, una mujer que realmente le convenía mucho más en principio, primero porque era más rabiosamente nacionalista que él, y luego porque supo sacrificar su vida personal en aras del trabajo inmortal del genio. No obstante, Elfride tuvo un desliz al poco tiempo de casarse con Martín, y él se llevó tal disgusto (o tal mazazo en su amor propio, si es que hay diferencia) que sólo supo perdonárselo cuando se percató de hasta qué punto ese pecadillo iba a servirle a él para devolvérselo con creces. Ojo por ojo y diente por dentadura entera con coronas incluidas. Entre eso, y que Heidfucker continuó toda su vida atesorando el recuerdo incendiario de Arendt -y ella de él, también ella sin duda alguna un filósofo ilustre-, se pasó el resto de su vida de famoso pensador yendo de alumna atractiva a admiradora fervorosa, como abejita que va de flor en flor. No lo parece, no, lo sé, sobre todo si ves las fotos de Martín vestido con el traje tradicional bávaro, pero se lo hacía muy bien. Él se enamoraba de verdad, se declaraba de rodillas, y luego las convencía de que amarle a él era colaborar en la gran tarea del pensar, un poco como Rainer María Rilke años antes con el sagrado dichtung de la poesía. Y era realmente un plan estupendo, porque cuando se les pasaba el calentón ambos podían excusarse alegando no el deber hacia a sus respectivas esposas, que les cuidaban los hijos, sino su compromiso con una causa más alta, la más alta posible en realidad. Entre tanto, como su entusiasmo había sido veraz, y no subterfugio de Don Juan de pocos vuelos, lograban sobradamente lo que querían, es decir: adoración, folleteo e inspiración, todo en un mismo y feliz saco…
Heidegger y su familia
Martín pasó 17 años sin ver ni cartearse con Hannah, pero cuando volvieron a encontrarse el viejo ardor seguía allí. Heidfucker fue tan hábil que consiguió convencer a Elfride para formar un terzetto con Hannah, si no sexual, al menos amistoso. Naturalmente, la cosa duró poquísimo, ante todo porque Elfride no tragaba a Hannah por ser judía[7] –y, me barrunto yo, por puros celos de constituir el primer y más subido amor de su erotómano marido. Pero oye, allí estuvo Hannah, valiente y moderna, dispuesta a jugar a lo que hubiese que jugar, estando como estaba felizmente casada. Lo siento, pero a mi me parece una historia bonita. Hannah acuño su concepto de “perdón comprensivo” seguramente para aplicarlo a las estupideces políticas de Martín, dedicó algún seminario al análisis de su obra, y cuando murió escribió elogiosamente de él. Heidfucker, cuando aún era un muchachote rendido al amor, le había escrito a Hannah la típica pedantería de filósofo en formación: “amo significa volo, ut sis, dice San Agustín[8] en un momento: te amo – quiero que seas lo que eres”. Pues bien: tal vez no por casualidad, Hannah Arendt acabó escribiendo su tesis doctoral sobre el concepto del amor en el pensamiento del divino semental…
Fuera de la filosofía, sólo el apetito sexual y amoroso del físico cuántico Erwin Schrödinger supera al de Martín Heidfucker, contemporáneo suyo. Algo que nunca se ha dicho, pero que acaricio como tesis mía, es que la Kehre, el viraje, ese supuesto golpe de timón que llevó a Heidegger (abandono ya la broma y vuelvo al apellido correcto) de la inquisición por el ser desde la explanación del Dasein a la del Dasein desde la historia del ser -así me lo explico yo, y quien me entienda que me compre- consistió también en la maduración personal del filósofo, una maduración sentimentalmente a peor, en cierto sentido. Porque el joven y novicio Heidegger era muy ingenuo en sus teorías del amor romántico, sin duda, del que hablaba de un modo risiblemente ontológico que poco tenía que ver con la realidad corporal y concreta del sexo como tal y de la agradable compañía, pero al menos eso le hacía comerse la cabeza en torno al dilema de la vida auténtica o inauténtica, propia o impropia, resuelta o irresuelta. Fueron esas unas temáticas un tanto adolescentes que luego le perjudicarían mucho respecto de la comprensión del ascenso nazi, pero que delataban un talante enamoradizo, pleno de promesas y listo para la acción, como el de Camus. En cuanto se produce la Kehre, sin embargo, se acabó la tontería individualista, arrastrando con ella la pasión irrefrenable. Heidegger se hace mayor, y entonces ya únicamente consagra todo su arrobo al ser, aunque corteje a tantas y tan encantadoras damas por el camino. “Encaminarse a una estrella; solamente eso”; solamente eso y la rememoración, el An-denken de la Hannah Arendt joven…
Martin Heidegger y Hannah Arendt
Los filósofos, a diferencia de los blancos de la película de Woody Harrelson, sí la saben meter, con perdón por el sexismo. Otra cosa es que se hagan un lío tremendo, como el resto de los mortales, entre el sexo, el amor y el ente en tanto ente. Sobre el error del amor, que un epicúreo sensato debiera siempre evitar, en el siglo I a.C. Tito Lucrecio Caro versificaba lo siguiente, en De rerum natura, IV, 1097-1120:
Así como cuando en sueños el sediento busca beber y no le es dado el líquido que puede apagar el ardor de sus miembros, pero busca imágenes de agua y en vano se esfuerza y aun bebiendo en medio de un torrentoso río siente sed,
así también en el amor Venus se burla de los amantes por medio de las imágenes, y ellos no pueden saciar sus cuerpos, aunque contemplen el cuerpo amado frente a frente, ni pueden con sus manos arrebatar algo de los tiernos miembros al errar vacilantes por todo el cuerpo.
Al fin, cuando con los cuerpos unidos ellos disfrutan de la flor de la edad, cuando ya el cuerpo presagia sus goces
y Venus está a punto de sembrar los campos femeninos, ávidamente estrechan sus cuerpos y unen la saliva de sus bocas y respiran profundamente apretando los labios con sus dientes;
pero todo es inútil, ya que no pueden arrebatar nada de allí ni tampoco penetrar o fundirse en un cuerpo con todo su cuerpo; pues a veces parecen querer y luchar por hacer eso: con tanta pasión se adhieren en las junturas de Venus, hasta que los miembros se derriten abatidos por la fuerza de su placer.
Por último, cuando el deseo reunido se expulsa fuera de los nervios, se produce una pequeña pausa del ardor violento por un instante. Luego vuelve el mismo frenesí, retorna aquel delirio, cuando ellos buscan encontrar qué es lo que desean palpar junto a sí,
pero no pueden encontrar el medio que venza ese mal: a tal punto vacilantes se consumen a causa de su secreta herida.[9]
(Traducción de Eduardo Molina Cantó Pontificia Universidad Católica de Chile) https://www.youtube.com/embed/qUpGe03Y8q8?feature=oembed
[2] Ortega llamaba a Agustín “la fiera de Dios”, y decía de él el gigantesco disparate de que era el primer espíritu moderno, pero supongo yo que no lo hacía en el sentido en que estamos viéndolo aquí; los datos, claro, en Confesiones…
[4] A Voltaire, por cierto, le invitaron una vez a una orgia, y allá fue, pero cuando le invitaron por segunda vez rehusó, con el argumento, si no recuerdo mal, de algo así como que la primera vez acudió como filósofo, pero toda reiteración de esa conducta sería ya entendida no como prurito de conocimiento, sino como manifiesta incontinencia y lubricidad…
[7] Fragmento de carta de Heidegger a Arendt, antes de la Guerra: para aclarar mi actitud frente a los judíos, bastan los siguientes hechos. […] Quien puede venir a verme mensualmente para informar de un trabajo importante en curso (que no es ni el proyecto de una tesis ni de una habilitación), es otro judío. Quien hace unas semanas me envió un extenso trabajo para que lo revisara con urgencia, es judío. Los dos becarios de la comunidad de asistencia cuyo nombramiento conseguí en los últimos tres semestres son judíos. Quien recibe a través de mí una beca para Roma, es un judío. Quien quiera llamarlo “antisemitismo furibundo”, que lo haga. Por lo demás soy hoy en día tan antisemita en cuestiones universitarias como lo era hace diez años y en Marburgo, donde incluso conté para este antisemitismo con el apoyo de Jacobsthal y Friedländer. Esto no tiene nada que ver con las relaciones personales con judíos (por ejemplo, Husserl, Misch, Cassirer y otros). Y menos aún puede afectar a la relación contigo”. Sí, sí, ya sé que suena al “no soy homófobo, tengo varios amigos gay”, pero hablamos de pleno periodo nazi, no de un intercambio garrulo actual en las redes sociales.
[8]El único predecesor a su altura, como hemos visto, que en el mejor momento de su obra escribió aquello de que el único mandamiento ético realmente importante para el verdadero cristiano es “ama y haz lo que quieras…”
[9] Ut bibere in somnis sitiens cum quaerit et umor
non datur, ardorem qui membris stinguere possit,
sed laticum simulacra petit frustraque laborat
in medioque sitit torrenti flumine potans,
sic in amore Venus simulacris ludis amantis
nec satiare queunt spectando corpora coram
nec manibus quicquam teneris abradere
membris possunt errantes incerti corpore toto.
Denique cum membris collatis flore fruuntur
aetatis, iam cum praesagit gaudia corpus
atque in eost Venus ut muliebria conserat arva,
adfigunt avide corpus iunguntque salivas
oris et inspirant pressantes dentibus ora,
nequiquam, quoniam nil inde abradere possunt
nec penetrare et abire in corpus corpore toto;
nam facere interdum velle et certare videntur;
usque adeo cupide in Veneris compagibus haerent,
membra voluptatis dum vi labefacta liquescunt.
Tandem ubi se erupit nervis collecta cupido,
parva fit ardoris violenti pausa parumper.
Inde redit rabies eadem et furor ille revisit,
cum sibi quid cupiant ipsi contingere quaerunt,
nec reperi re malum id possunt quae machina vincat:
Se ha dicho mil y una veces: el futuro ya no es lo que era. Hemos aterrizado por fin en el futuro y resulta que tiene tantas luces como sombras. ¿Qué esperábamos, si no? Pues esperábamos el progreso indefinido de Auguste Comte, en el que aún creía Isaac Asimov, y digo creía porque tiene mucho de fe, o mucho de magia de la mala, de la de pitonisa de verbena, pensar que el paso del tiempo por sí solo arregla las cosas, nos mejora y nos conduce al paraíso recobrado, en una suerte de plan B de Dios tras habernos expulsado del Edén (donde, por cierto, una conservadora Biblia no contempló ninguna variedad sexual LGTBI+). Todavía más si lo que creemos es que esa perfectibilidad sin fin del espécimen humano la vamos a conseguir mediante el desarrollo de la tecnología, que es como poner una motosierra en manos de un niño (no es casualidad, sino ideología, que en todas partes se hable ahora de herramientas para hacernos creer que los chismes técnicos y discursivos que nos venden son neutros y servidores de nuestra voluntad, cuando cualquiera puede ver a su alrededor que es completamente lo contrario). Esperábamos, también, que el futuro fuera como lo narraban en la ciencia-ficción de antes, esa en la que pululaban alienígenas tentaculares con dientes de tiburón, pero en la que al menos habíamos colonizado otros planetas, los buenos iban de uniforme, las aventuras seguían siendo posibles en un universo abierto y en la Enterprise de Star Trek llevaban a bordo a Kant en la figura del Doctor Spock.
En vez de eso, tenemos, por ejemplo, el Cosmópolis de Don DeLillo, trasladado al cine diálogo a diálogo por David Cronenberg en 2012. Cosmópolis es tan nihilista que ya ni trata de ser distopía ni de ambientarse en ningún cercano futuro. Es tan terrible que representa nuestro presente pero llevado hasta el extremo, allí donde se habrían agostado todas las esperanzas de la humanidad. El protagonista, un millonario con ennui como el de ese pestiño pretencioso del Knight of cups de Malick, es incapaz no ya de avanzar hacia adelante con su limusina-burbuja, sino incluso de retroceder hacia la calidez de su pasado como ocurría en Ciudadano Kane gracias a un trineo. Toda la película es una huida, disparate tras disparate, tejida a retazos, dejándose buenas intuiciones por el camino[1], desde el cibercapitalismo más cínico hasta una especie de escena original, freudiana, en la que comparece la lucha de clases, esa que Warren Buffett reconoció que existía pero que los ricos habían rematado definitivamente. Así es, hermanos míos (por evocar al Alex de La naranja mecánica: eso sí que era una obra maestra, y Anthony Burgess un gran autor): las últimas secuencias de la película intentan dejarnos ver lo que sería el conflicto marxista por antonomasia en la forma de un duelo de western, es decir, el delirio absoluto. La dialéctica del amo y el esclavo de Hegel convertida en puro teatro, tramada con frases inconexas, mucho tormento interior y un interrogante final que sugiere que el gran problema de nuestro mundo actual es que los esclavos estarían encantados de seguir siéndolo a condición de que el amo fuera más paternal y cariñoso. Es difícil saber si DeLillo es un apocalíptico de esos que decía Umberto Eco o simplemente un imbécil[2]. Cronenberg, tan rarito también él, se limita a trascribirlo en imágenes, muy impresionantes desde luego.
Para mí, Gattaca sigue estando en la cúspide del cine de anticipación del siglo XXI, junto con la serie entera de Black Mirror (excepto el 05/03, que es muy malo), aunque se rodase en 1997. Su factura es perfecta en todos los sentidos, incluida la música, la ambientación vintage y el grandísimo papel que hace Jude Law de secundario (uno no termina nunca, además, de apreciar nuevos detalles impagables de guion: me di cuenta anteayer, viéndola con mis alumnos, de que la escalera que Law tiene que trepar solo con sus manos es helicoidal y sus travesaños completan la imagen del ADN). Pero es tan excelente también porque parece ciencia ficción de la del siglo XX, cuando el futuro todavía estaba emplazado en el futuro. Yo la llamaría ciencia-ficción marca Jack Kirby, el gran dibujante de Marvel a quien Stan Lee hizo todo lo posible por robar el mérito. Algo de ese espíritu sigue quedando hoy, en esa riada de series que HBO ha lanzado sobre mutantes, mutantes por doquier y mutantes de toda variedad morfológica, como en un anticipo de la ingeniería genética transhumanista que nos aguarda. Pero pienso más bien en ciencia-ficción viejuna y entrañable como la que teoriza y glosa Patrick Moore en su excelente Ciencia y ficción, publicado en Taurus en 1965. El señor Moore, en plena década psicodélica, era también comtiano, o por lo menos encantadoramente ingenuo, y se burlaba así de todos aquellos que se negaban a ver la capacidad del ingenio humano para poderlo todo, veinte años después del artefacto atómico:
En una famosa carta dirigida en 1934 a la Sociedad Interplanetaria Británica, el Subsecretario del Aire decía que, si bien se seguían con interés las investigaciones llevadas a cabo en otros países, «la investigación científica de las posibilidades existentes no ha probado que este método pueda competir con el sistema hélice-motor. En lo que a nosotros respecta, no consideramos justificable, bajo ningún concepto, gastar tiempo o dinero en ello». El tal funcionario, como se ve, era un digno descendiente de los ingleses retratados por Verne. En fecha aún más cercana, en enero de 1956, el doctor Woolley, astrónomo real, decía, con displicencia, que la idea de los vuelos interplanetarios era «una completa estupidez» y «bastante majadera». Viene aquí a cuento el recordar que, solo unos años antes de que Orville Wright efectuase el primer vuelo de la historia, el profesor Newcomb, un eminente astrónomo americano, demostraba de modo irrefutable que el vuelo en un aparato más pesado que el aire era una quimera (pág. 67).
Es cierto: se puede, lo podemos todo, podemos incluso convertir el mundo en inmundo, al modo de la famosa y brillante primera frase que abre el Neuromante de William Gibson, de 1984: «El cielo sobre el puerto tenía el color de una televisión sintonizada en un canal muerto». El afable Moore no lo veía así de oscuro, él contemplaba los horizontes abiertos por la ciencia-ficción (y toda ficción tiene mucho de verosímil, así como toda ciencia contiene ficción) de modo optimista, prometeico y hasta picaresco:
No hace mucho tiempo que un caballero de la industria, en los EEUU, ha estado muy ocupado vendiendo parcelas de terrenos en la Luna, con los correspondientes derechos de caza y pesca, consiguiendo deshacerse de más de cinco mil lotes, de cuatro mil metros cuadrados cada uno, a dólar la pieza. Sin embargo, a duras penas podríamos incluir tales episodios en los límites de la ficción científica, y podemos descartarlos, reflexionando que suelen picar más peces en la Tierra que en la Luna (pág. 159).
La pregunta es si hemos llegado al límite de la ciencia-ficción, si ya la fascinación y el mesianismo de Ultimátum a la Tierra se ha degradado en el nihilismo y obliteración (forclusión, por decirlo con el lenguaje ocultista de Lacan) total de Cosmópolis. Es como si el mundo mismo hubiese doblado la apuesta de la ciencia-ficción y esta se hubiera tragado el farol. Yo estaba más a gusto en el futurismo marca Kirby, todo magma de color, dioses rotos y rayos cósmicos. El pasado del futuro era mucho mejor que este futuro sin pasado, y tiene toda la razón el bueno del señor Moore cuando escribe, ingenuo y tecnófilo como él debía ser, que no es culpa de los científicos que se haga mal uso de sus descubrimientos, pero cada hombre y cada mujer debe compartir la responsabilidad de haber permitido que unas pocas docenas de estadistas profesionales (y empresarios avispados, habría que añadir) puedan atreverse a arriesgar cuanto la raza humana ha levantado (pág. 210). Ya entonces quedaba menos tiempo (ahora que nos hemos enterado que alguna petrolera sabía del cambio climático desde 1985 y que pagó durante décadas para ocultarlo[3]), pero, ¡oh, hermanos míos! parecía estar todo por delante…
1 Prometía lo del dinero canjeado por unidades-rata, o las protestas en la calle en términos de un manifiesto comunista tergiversado, o la recién casada que niega sexo al prota porque es poetisa, pero todo eso la cinta lo olvida por completo.
2 Y no es que yo esté de a favor de ninguna revolución en sentido clásico. Más bien pienso como Chesterton, cuando escribía, entre burlas y veras, que «es posible que la expresión dictadura del proletariado no tenga sentido alguno. Tanto valdría decir; «la omnipotencia de los conductores de autobús». Es evidente que si un conductor fuese omnipotente, no conduciría un autobús”.» Aquí sobre otros de DeLillo.
3 La realidad supera con mucho la imaginación barroca y negra de Don DeLillo y David Cronenberg juntas.
La amistad crea
un espacio de comunicación en donde dos o más personas se comprometen a
la búsqueda conjunta de la verdad. «La verdad sólo se encuentra entre
dos» es la premisa de Nietzscheque Hannah Arendt
hace suya, eligiendo entre sus amigos a interlocutores idóneos que
sepan llegar sin vértigo a la cima de su pensamiento. De ahí que no sea
extraño que la mayoría de sus amigos estén vinculados al mundo de la
intelectualidad de una u otra manera. Hay un caso, sin embargo, que se
sale de la norma por su carácter extraordinario. Y es justo por la
absoluta particularidad del acontecimiento que podría denominarse la
amistad perfecta de la que habla Aristóteles en donde el amigo es, en efecto, otro «sí mismo».
Hilde Fränkel
no es una intelectual a los ojos de Arendt, pese a la obviedad de haber
recibido una formación académica filosófica y teológica en la
Universidad de Frankfurt, en donde ambas se conocen a principio de los
años 30 del siglo XX. Según Arendt, no puede ser una intelectual porque
es una «bohemia», queriendo dar a entender un espíritu que danza libre sin las cadenas de un discurso opresor
que imprime sus rigores con métodos de adiestramiento. Devolviendo el
halago, Fränkel contesta a su amiga: «Me alegro de que tú no seas tan
sólo una intelectual».
La gran fortuna de esta amistad tiene como vértice un no-ser-intelectual que pone al descubierto la atracción incomprensible e irracional de dos personalidades. El concepto de philia,
antes de pasar a los asuntos humanos, fue utilizado por los primeros
filósofos, los físicos, para referirse a las leyes de atracción que
rigen la naturaleza. La amistad se entiende como una fuerza natural que une a las personas de forma inevitable en el movimiento arbitrario del cosmos.
En las pocas cartas que atestiguan la estrecha relación entre las dos
mujeres, Arendt incide en la importancia de haber encontrado gracias a
Fränkel una conexión con esa parte más personal, alejada de las
disquisiciones racionales y vinculada a su verdadero ser:
No llego a imaginarme cómo podré
vivir sin ti. Como si de repente a alguien, nada más haber aprendido a
hablar, se le condenase a callar sobre aquello realmente importante por
medio de una inconcebible privación.
Los
primeros titubeos de esta amistad extraordinaria no se precipitan en
Alemania; y es muy probable que, de no haberse dado el derrumbe de la
historia humana, ambas mujeres nunca hubieran mostrado el menor interés
en conocerse. El viraje de la subjetividad encuentra su exponente más
significativo en la autonomía de un ser forzado a encontrar nuevas
formas de comunicarse con la realidad que le rodea. Allí, en el acto de
regeneración tras la disolución, das Werden im Vergehen de Hölderlin,
dos judías llegan a Nueva York en 1941 y deciden, en plena consciencia
de su contingencia, emprender el camino público de una amistad que
pronto, muy pronto, desembocará en la senda menos transitada de la
intimidad.
De la nueva vida en Estados Unidos se sabe que Fränkel trabaja de secretaria de Paul Tillich,
teólogo evangélico alemán de la Universidad de Frankfurt, y se
convierte en su amante. También se sabe, porque lo desvela Arendt, que
Fränkel tiene una fenomenal disposición para el erotismo.
Ella misma se denomina «genio de Eros», haciendo alusión a una fantasía
especialmente dotada para el juego sexual. Jugando, imaginando,
comparte con Tillich una colección pornográfica que Arendt, desde su
condición de «vulgar mortal», califica de un aburrido intento por
encontrar imposibles «variaciones de lo mismo».
Las escasas
cartas conservadas de las dos amigas son la crónica de un viaje a
través de las ruinas. El de Arendt atraviesa los deshechos de una Europa
convaleciente de 1949 a 1950. En su cargo de directora de la
organización para la Reconstrucción Cultural Judía (JCR),
tiene el cometido de recuperar el material cultural robado como motín
de guerra durante el nacionalsocialismo para traerlo de vuelta, primero a
los Estados Unidos y, finalmente, a Israel. El recuerdo sumergido de
Alemania vuelve carta a carta, escombro a escombro. Un país nada
excitante, «ni una iniciativa, ni un tono nuevo», tan sólo la monótona
letanía de un resentimiento que se afana en reproducir el pasado hasta
el último detalle para empezar desde el antes como si nada hubiese
sucedido.
El periplo de Fränkel se encuentra marcado por un lento cáncer que devora el cuerpo y las ganas de seguir viviendo. En una batalla que no encuentra razones para mantenerse en la lucha, Fränkel se fuerza a mecanografiar la ingente Teología sistemática del amante como único acto de resistencia. Sola, dopada de morfina para acallar el dolor, trabajar hasta en los momentos de mayor languidecimiento de su enfermedad. Dos obsesiones se reflejan en las cartas enviadas a Arendt: terminar la Teología
y tener a la amiga de vuelta antes de morir. Cada día de demora supone
para Arendt una traición hacia aquella que le pide que regrese antes de
la primavera. A modo de disculpa, las cartas de la politóloga empiezan
siempre con el mismo saludo, darling, y se despiden con un mantra que va perdiendo su efecto a fuerza de repetición: «Mi más querida, aguanta, enseguida estoy de vuelta».
Anuncios
Informa sobre este anuncioPrivacidad
Hilde tiene 52 años y va a morir. Arendt es nueve años más joven y está a punto de publicar la obra que le dará reconocimiento, Los orígenes del totalitarismo. El amor es
nostalgia de lo que algún día ya no existirá. La excepcionalidad del
momento que se agota convierte la amistad en un acontecimiento
inigualable, como subraya Arendt:
La felicidad de haberte encontrado
es aún más intensa por el hecho de que te estés yendo, porque en ella
el dolor está comprendido.
Para Fränkel, por su parte, en esa sensibilidad enardecida del cuerpo hecho pedazos,
todo y todos resultan demasiado, también el «oso torpe» de Tillich.
Solo la amiga, desde la distancia, sabe darse en su justa medida. En una
medida, por otra parte, que no encuentra reemplazo. Nadie es capaz de
llegar a la dimensión absoluta de Arendt. Les falta altura:
Hannah, eres la más encantadora
del mundo y sabes hacer feliz como nadie. Ayer llegaron tus flores
rojas, tan especiales y maravillosas.
No solo
rosas, sino prímulas en invierno y frutas olorosas y «estéticas» llegan
de parte de la amiga. Arendt es pródiga en esencia y sabe hacerse útil en los tiempos de precariedad. A la amiga de la infancia, Anne Weil, le envía ropa y zapatos nuevos, a su maestro Karl Jaspers, café y viandas que escasean en Europa, y a la mujer de éste, Gertrude Jaspers, aquella blusa que tanto alabó él día que Hannah la llevaba puesta.
En consonancia con los relatos de amistades sublimes, Arendt pierde a su amiga como Michel de Montaigne a su inestimable amigo-hermano, Étienne de La Boétie.
Y ninguno de los dos, aunque les preguntasen, acertarían a explicar en
qué reside la singularidad de esa amistad incomparable. Arendt, como
Montaigne, tan sólo balbucearía: «Porque ella era ella, porque yo era
yo».
Pese a la amenaza del inminente abandono, no hay ningún rasgo de zozobra en el intercambio epistolar entre las amigas, sino la manifestación directa del goce de haberse encontrado.
La dimensión erótica y espiritual que exhala esta correspondencia
trasciende la dualidad que rige las pulsiones de los hombres con las
mujeres y de las mujeres entre sí. El eros de la relación entre las amigas se articula en esa libertad que no atiende a lugares comunes ni a patrones de comportamiento. No hay nada preestablecido, sino aquello que ambas van haciendo lícito en el juego amoroso de la amistad. Y lo permitido, en la práctica del amor, es todo lo posible.
Los
arrebatos líricos de tan intensa profundidad emocional no son
comparables con ninguna otra correspondencia de Arendt, ni siquiera con
las cartas a su marido Heinrich Blücher. Una de las
manifestaciones más conmovedoras de esta entrega sin fisuras a la
personalidad de la amiga se encuentra en las palabras que Fränkel le
dedica a Arendt en el Año Nuevo de 1950:
Eres la única persona en mi vida a
la que de forma rotunda le digo sí. Siempre falta lo humano o lo
espiritual. Tú tienes todo al completo. Lo que me has dado y has sido
para mí es algo tan grande.
Arendt le
responde en términos muy semejantes, rubricando la gran fortuna de
haberse encontrado en uno de esos cruces que traza el exilio:
No puedo llegar a expresarte lo
mucho que tengo que agradecerte. No sólo la distensión que procede de la
intimidad entre mujeres, nunca antes experimentada por mí de tal
manera, sino por el inconfundible gozo de tenerte cerca.
La felicidad de la cercanía se traduce también en la seguridad de haber encontrado una confidente a quien todo puede ser relatado sin temor al reproche o a la incomprensión.
Con desprendida naturalidad, Arendt le habla de su último flirteo en el
vagón restaurante del tren de París a Wiesbaden y de su enojo por el
retraso de cuatro semanas de la carta de Blücher.
Los
hombres, esa «pesada maleta sin importancia» que ambas arrastran y sin
la cual, en opinión de Arendt, la mayoría de mujeres no podría vivir, es
uno de los temas recurrentes de la conversación. Al mal de amores de
Fränkel por un amante incapacitado que retrasa sus visitas, se suman las
peripecias de Arendt con los hombres de su pasado. Fränkel opina al
respecto: «Encuentro encantador que tengas hombres por todas partes del
mundo». En una de estas cartas, para amenizar la convalecencia de la
amiga, Arendt relata con gran jocosidad la tragicomedia escenificada por
Heidegger en Friburgo tras más de diecisiete años de separación.
Ajeno a la
burla, la «bestia de la Selva Negra» dedica un poema a la «amiga de la
amiga» como disculpa por retener a Arendt a su lado, haciendo la
ausencia aún más larga:
Muerte es la cordillera del Ser en el poema del mundo. Muerte rescata lo tuyo y mío, dándolo al peso que cae – a la altura de una calma, puro, hacia la estrella de la tierra.
En la espera, lo esperado se presenta. El estado súbito de estar-muerto (que no de morirse) llega el 6 de junio de 1950. Dichosa de haber cumplido el último deseo de tener a la amiga a su lado, Fränkel se desprende de la consciencia y, al igual que hiciera el moribundo Sócrates, sube sola la cordillera remota del ya-no-ser. Arendt, el miembro abandonado de la unidad, se refugia en los otros amigos para poder seguir viviendo dentro de una realidad repentinamente despoblada. Y así, en una carta a Jaspers fechada el 25 de junio de 1959, confiesa: «Me resulta difícil volver a acostumbrarme al mundo».
El conjunto de prácticas concernientes al proceso educativo
tradicional ha dinamitado la posibilidad del conocimiento objetivo del
mundo. La expresión más completa de este fenómeno se encuentra en la
subordinación del pensamiento investigador a ideas dogmáticas que,
recientemente, encuentran cabida en nuestras vidas. No solo en las ya
señaladas redes sociales, sino también en el conjunto entero del tejido
social. De ahí que, como síntoma de un cambio necesario, el planteo de
nuevas lógicas de pensamiento requiera de una auténtica aptitud
innovadora en el entorno académico. Es decir, que el movimiento hacia
una educación óptima aún precisa de un método de la enseñanza capaz de
solventar todas sus carencias.
El modo fundamental de conquistar el cambio de dirección en dicho
proceso educativo responde a la interacción oportuna entre el campo de
la psicología, la pedagogía y lo filosófico; teniendo en cuenta el papel
activo que ocupa cada uno en la producción de conocimiento. Esta
cuestión, orienta las nuevas tendencias pedagógicas y sus efectos
inmediatos hacia una relación de equilibrio con la instauración de un
nuevo tipo de pensamiento.
Tomemos, para pensar esto último, a John Dewey. En él podemos
encontrar ideas que giran en torno a qué entender por pensamiento. Y, en
contraste con ello, aparece la más importante de las proposiciones
asociada a la actividad académica e investigativa, la actividad
reflexiva. Esta última característica del razonamiento lógico desarma
sin esfuerzos la autoridad de métodos anteriores y plantea un principio
de funcionamiento basado en “un examen activo, persistente y cuidadoso
de toda creencia o supuesta forma de conocimiento a la luz de los
fundamentos que la sostienen y las conclusiones a las que tiende”[1].
Lo que destaca en esta teoría de Dewey, es el salto cuantitativo que
imprime la condición reflexiva al pensamiento. Su conceptualización,
como una asociación de ideas referidas a un objeto especifico,
trasciende esta imagen y se muestra como un método que da origen a
conclusiones más elaboradas y precisas. Razón por la cual, desde el
espectro que el propio Dewey confiere, tres son las características que
hacen distinguido al pensamiento reflexivo: un encadenamiento ordenado
de ideas, una voluntad de control y una finalidad, y el análisis e
investigación personal. Además de esto, la reflexión introduce términos
como significado y símbolo que, identificados con conceptos generales,
designan un modo especifico de examinar un objeto. De aquí se deduce que
el pensamiento reflexivo se encuentre en un nivel superior, y entre
todas las fuentes de conocimiento, tenga un valor agregado.
En este sentido, la práctica docente, que implementa el pensamiento
reflexivo, figura como momento que posibilita mostrar la educación como
hecho social permeado de novedad y enriquecimiento cultural. Para el
desenvolvimiento armónico de esta actitud, pudiera plantearse una
Filosofía de la Educación como método para expresar un campo en la
práctica docente enfrentado a un sector de la academia que defiende la
inercia en el proceso de aprendizaje.
El asentamiento de esta nueva tendencia pedagógica que fomenta la
actividad reflexiva constituye una ruptura con supuestos previos. La
capacidad de autorreflexión crítica demanda como inadecuado el sistema
tradicional de educación, enjuiciándolo como un sistema de enseñanza que
se apoya en la posición pasivamente receptiva y repetitiva de la
persona en condición de alumno: “(…)la educación, entendida dentro de
los moldes afincados por una tradición de más de quince mil años de
objetualización de las relaciones interpersonales, implica la imposición
al educado de esquemas mentales, de estilos de pensamiento, de normas y
valores, por parte del educador[2]”.
Aunque en Dewey no hay un reconocimiento explícito de las ventajas
del pensamiento reflexivo, su estudio presenta un contacto íntimo con
cada tópico, lo cual funciona como hecho probatorio de este empeño. La
precisión con que desarrolla su meditación prolongada acerca de las
condiciones en que surge lo reflexivo, lo coloca en una situación de
alto comprometimiento con un lenguaje normativo de la subjetividad.
Ahora bien, la identificación de estas virtudes no aleja su teoría de la
dificultad.
La implementación del pensamiento reflexivo lleva un nivel de
análisis que no debe ser restringido al entorno psicológico y
filosófico. A pesar de los esfuerzos que puede hacer el campo pedagógico
en este sentido, hay contenidos culturales e ideológicos que escapan a
la tangibilidad con que puede ser tratado el asunto. Es así que una
limitación del pensamiento reflexivo, puede expandirse a otras
cuestiones y resultar en escenarios convenientes para una legitimación.
El pensamiento reflexivo en el cual Dewey deposita toda su convicción
implica una nueva metodología sobre la base de lograr un desarrollo
científico coherente del proceso de enseñanza. El valor principal de
esta observación pone a la comunidad educativa ante la necesidad de
descentralizar los postulados academicistas, sin perder de vista el
papel del saber y del proceso formativo en la distribución de nuevos
valores y la transformación de las relaciones sociales. De esta
revolución depende en gran medida, la no proliferación de falsos métodos
educativos carentes de análisis y canonizados a lo largo del desarrollo
histórico de la pedagogía.
[2] Acanda, Jorge Luis: Educación, Ciencias Sociales y cambio social en Concepción y metodología de la educación popular, Tomo I, Editorial Caminos, La Habana 2004, Pág. 29.
La gente ahora emplea el término surrealista de un modo
magníficamente libre, sobre todo para referirse a cosas, actos o
declaraciones verbales que parecen demasiado tontas, ridículas o
chocantes para ser verdad.
Y tienen completa razón, en mi opinión, porque en general la existencia diaria de todos nosotros es una tarea demasiado seria para estar al alcance del surrealismo, seguramente el movimiento intelectual más estúpido e irresponsable de todos los tiempos. De hecho, es que afirmo que no hay lugar para la expresión surreal de nada, ni en el arte ni fuera del arte. Desde el momento en que un paraguas sobre la camilla de un quirófano es un caso de surrealismo, un lamparón en mi calzoncillo también es surrealismo porque todo y nada es surrealismo, siempre y cuando sea lo suficientemente extraño o molesto como para “epatar al burgués”.
No hay poética surreal, ni programa, ni proyecto, cualquier gesto
estético es surrealista si lo mides tan sólo por su efecto, que no es
más que el de dar a conocer el nombre del estafador que lo ha realizado.
Por eso Salvador Dalí fue el autor que mejor comprendió de qué iba el
quilombo. Bastaba con unas pinturitas y unas decoraciones más bien
figurativas, para que no alejen a nadie, que contengan además sorpresas
visuales enteramente kitsch, a fin de que sean fáciles de recordar, y
por último con un uso potente del color, como en una revista ilustrada,
para que un montón de gente de la sociedad de masas y hasta Hitchcock
crean que eres un genio y puedas hacer realidad tu sueño de ser un
maldito pesetero, un franquista por conveniencia y así practicar hasta
el fondo y de verdad siempre que tengas ocasión la amoralidad
surrealista.
Ayer leí la conferencia de André Breton en Bruselas titulada ¿Qué es surrealismo?,
de 1934. Ese fue el año en que Martín Heidegger abandonó el nazismo, y
sin embargo es él el que carga con el sambenito, mientras que aquel
texto de ese cretino colosal que fue Breton traza algunas de las líneas
más oligofrénicas y más fascistas de la historia de la humanidad, dicho
sea sin incurrir en exageración alguna.
Hay que ser desmedidamente imbécil y con un nulo sentido de la oportunidad para defender la irracionalidad tras el ascenso del fascismo en Europa.
Como parece que por entonces a estos señoritingos, una docena a lo más, se les pedía tomar partido en la tormenta política que amenazaba al mundo, Breton decidió apuntarse a última hora a las filas del marxismo, todavía un rollito cool en la época (nada se sabía de los crímenes de Stalin) y que encima, para gusto del animalillo este, tiene el término “Revolución” en las mimbres de su discurso. Hasta aquí, la pose habitual en aquellos años entre la élite estetizante, Picasso incluido.
Pero luego el pobre escritorzuelo, como no sabe ni lo que dice,
reivindica lo siguiente: “sólo cabía, a nuestro entender, una Revolución
que cubriera todos los ámbitos, que fuera improbablemente radical,
extremadamente represiva, absolutamente impracticable y que no dejara
nunca de negarse trágicamente en cuanto de deseable y absurdo
implicara”. Es decir, que el surrealismo no sólo es la estética de moda,
además quiere ser una filosofía, en concreto la filosofía que exige el
apocalipsis. Para ello apela a Freud, al Dadaísmo, tal vez a la
Fenomenología (no la menciona), y en general a cualquier doctrina que
halague al lector con el reclamo de que sólo existe su conciencia
subjetiva -dice que se propone “hacer que la distinción entre lo
subjetivo y lo objetivo pierda vigencia y valor”-, de que en ella cabe
todo un mundo fascinante -“sólo lo maravilloso es bello”, escribe en el Manifiesto-,
y de que además esa cueva de Alí Babá es completamente irracional. Hay
que ser desmedidamente imbécil y con un nulo sentido de la oportunidad
para defender la irracionalidad tras el ascenso del fascismo en Europa.
Pero si a ello además le agregas dinamitar la moralidad e incitar al
egotismo individual en esos difíciles tiempos lo tuyo es de cárcel o de
psiquiátrico, y tampoco ahora exagero; léase, si no, el siguiente
párrafo:
“Más allá de lo discutible que me parezca
la idea de responsabilidad, siento curiosidad por saber cómo se
juzgarán los primeros actos delictivos de corte notoriamente
surrealista. Cuando los métodos surrealistas pasen del papel al acto,
una moral nueva tendrá que ocupar el lugar de la moral al uso, de esa
moral causante de todos nuestros males”.
No tengo palabras para calificar semejante pijería intelectual
intolerable. Porque eso que Bretón se propone llevar a cabo, desafiando a
la humanidad entera —el pollopera dice que “(…) el surrealismo
pretendía ante todo provocar, en lo intelectual y moral, una crisis de
conciencia del tipo más general y más grave posible”—, lo van hacer él y
siete amigos suyos de la catadura de Dalí a base de escritura
automática, relatos de sueños y tres bobaditas más del estilo Juegos Reunidos Geyper.
Como decía a menudo una alumna mía alta y con gafas, “¿es que estamos
tontos o es que estamos tontos?”. El surrealismo, con ese ejército, y
esas armas, asegura que va a provocar un terremoto en la historia tal
que se va a oír hasta en Marte. Ni siquiera los grandes románticos del
s. XIX les pueden hacer sombra; Breton es mejor poeta, pero sobre todo
mucho más malvado que, por ejemplo, el gentil Keats: “los días del
romanticismo erróneamente calificados de heroicos tan sólo merecen,
honestamente, la calificación de días de vagidos de un ser que ahora
comienza a dar a conocer sus deseos a través de nosotros, y que si se
reconoce que todo pensamiento anterior a él representaba, en el sentido
“clásico”, el bien, ahora este romanticismo desea, sin lugar a la menor
duda, el mal en su totalidad” (esta última cláusula subnormal
Andreito la subraya en cursiva, para que no se le escape a nadie la
enorme magnitud de su estolidez).
Entre tanto, el zorro de Dalí andaba haciendo lo que en realidad es
lo único que se puede hacer: explotar lucrativamente el escándalo social
hacia la pornografía. Lo bueno del puritanismo es que da mucho dinero a
los avispados como Hefner o Larry Flint. Pero eso es todo, no hay más
surrealismo que esa pornografía, un cierto exhibicionismo, la
arbitrariedad total, irritar al burgués (que son todos menos ellos) y
ya. Bretón proclamaba en sus dos Manifiestos que el surrealismo nos iba a
llevar “hacia los ámbitos de lo inmortal” -estímulo claramente
religioso-, o hacia “el reverso de lo real” -tanto jugo orientaloide le
sacó a esto Cortázar-, puesto que “surrealismo” suponía postular y
exprimir la “omnipotencia del deseo” -se entendía el suyo, el mío o el
de Adolf Hitler, es lo mismo, da igual, que cada uno haga lo que le
venga en gana, que para eso llevamos todos un artista reprimido dentro…
El propio Dalí, otro filósofo de mierda y de la mierda, enuncia en La mujer invisible
que el método paranoico-crítico consiste en “sistematizar la confusión y
desacreditar así, por completo, el mundo de la realidad”. Apuesto lo
que sea a que Dalí tenía en gran consideración la claridad absoluta y la
substantividad ontológica de su cuenta bancaria, con eso no se andaría
con paranoias críticas… En fin, ya digo, el surrealismo es el movimiento
intelectual más estúpido, pero antes que eso y de modo mucho más
destacado el más irresponsable jamás concebido. Lo curioso es que nada
de estos disparates bretonianos tienen la menor relación con el
marxismo, al que él denomina “materialismo dialéctico” sin tener la
menor idea de lo que está hablando (difama a Hegel, por cierto, pero
luego insiste mucho en que el surrealismo es un intento de transformar
la vida desde el pensamiento… Esteeee… Oye, André… una cosita… ¿alguien
al volante ahí dentro?). Y termina su charla con estas solemnes
palabras:
“No cabe ninguna duda de que una
actividad como la nuestra, por sus mismas características, no puede
llevarse a cabo dentro de los límites de las actuales organizaciones
revolucionarias: habría de interrumpirse tan pronto pusiera un pie
dentro de la organización. Pero si se reconoce que nuestra actividad ha
servido para separar definitivamente la creación intelectual de las
ilusiones con que la sociedad burguesa la envolvía, hasta nuestra
llegada, sólo veo motivos para proseguir con nuestra actividad”.
Ah, bueno, eso sí que ya nos tranquiliza más. De manera que él y sus cuatro amigos van a poner todo patas arriba, revolucionariamente, ¡ostontoreamente!, pero a su bola y sin pegar ni recibir ni medio tiro ni “cometer actos delictivos de corte netamente surrealista”, sino únicamente a fuerza de escritura automática y vomitona onírica. No es, pues, necesario echarse a temblar todavía. Dylan Thomas, en su Manifiesto poético, rechazaba el método surrealista, argumentando que si bien es interesante la idea de aprovechar la materia prima del inconsciente, el poeta no es poeta si no acierta a darle una forma intencionada y disciplinada (como hiciera genialmente Lorca en Poeta en Nueva York). En caso contrario, podríamos terminar por acoger entre los brazos del arte los balbuceos de un bebé, los alaridos de un torturado, los cromos raritos del impostor de Dalí o la obra literaria del mismísimo André Breton. Y, vaya, yo creo que hasta la más cataclísmica de las revoluciones ha de tener algún límite infranqueable…
Para una de las cosas que debería servir una asignatura de Filosofía
en la ESO es para denunciar todos los sofismas que estamos escuchando
estos días. No es verdad, en efecto, que el PSOE haya suprimido la
Filosofía de la ESO, pero porque ya no había Filosofía desde que el
ministro Wert, con la Lomce, eliminó la Ética-Cívica de 4º de la ESO.
Esta mentira que ha difundido la ultraderecha, sin embargo, es menos
vergonzosa que el sofisma con el que se ha defendido Pedro Sánchez,
porque no es eso lo que se le reprochaba sino el hecho de haber
incumplido su compromiso de 2018 de restaurar la asignatura con toda su
carga docente y todo su peso académico. No ha suprimido la Filosofía,
pero sigue sin haber Filosofía.
El pedagogo y secretario de Estado de Educación, Alejandro Tiana ha
mentido y engañado a sus socios de gobierno de Podemos (según denuncia Javier Sánchez) y ha traicionado la promesa del Gobierno.
Es una práctica habitual de los actuales pedagogos: no consultar jamás a
los profesores y a los estudiantes, los verdaderos implicados en el
tema que gestionan. Por supuesto, tampoco en esta ocasión se ha
consultado a la Red Española de Filosofía
(REF) formada por profesores que llevan décadas estudiando la presencia
de la Filosofía en la enseñanza secundaria y el bachillerato. Tampoco a
la Conferencia Nacional de Decanatos de Filosofía, que ya publicó un
comunicado denunciando la situación.
Por
otra parte, los pedagogos y los expertos en educación que suelen
elaborar los Libros Blancos suelen tener en común una absoluta
ignorancia respecto a todo aquello que se encargan de gestionar. Ni
conocen el trabajo en las aulas, que no han pisado en la vida, ni tienen
ni idea de nada en general, porque, en el mejor de los casos, han
estudiado una carrera inepta y vacía (en la que se aprende cómo enseñar
Matemáticas o Historia sin saber nada de una cosa ni otra), y por lo
habitual se dedican a la gestión y no a la enseñanza. Como tampoco
tienen ni idea de lo que es la Filosofía, se imaginan que la cosa debe
ir de enseñar valores a los niños, como si la Historia de la Filosofía y
de la Ética pudiera resumirse en una especie de catecismo laico en el
que se inculque un comportamiento cívico sin necesidad de creer en Dios,
imaginando también que los profesores de Filosofía asumirán gozosos su
papel de curas secularizados y predicadores de lo políticamente
correcto. Es un insulto a la inteligencia y una prueba palpable de que
en su vida se han enfrentado a un texto de Aristóteles, de Kant o de
Hegel. Por eso han pensado que da más o menos igual que su flamante
asignatura de Valores Éticos y Cívicos se imparta en segundo, tercero o
cuarto de la ESO, es decir, a niños de entre 13 y 16 años, sin caer en
la cuenta de que ese lapsus temporal es un universo y un abismo en el
que se juega poder explicar o no de verdad Filosofía. A lo mejor
estudiaron algo sobre eso de la adolescencia en alguna asignatura de la
carrera, pero se les ha olvidado por falta de experiencia en las aulas.
Esta asignatura de Valores, además, de que podría ser impartida en
varias edades muy distintas, tiene una carga docente ridícula y
miserable. Y no se especifica que tenga que ser impartida por profesores
de filosofía, lo que por otra parte es lógico, porque cualquier
predicador laico o cualquier coach medio hippy puede hacerse cargo de
sus contenidos, entre los que se cuenta «resolución pacífica de
conflictos», «empatía con los demás», «virtudes del diálogo», «ejercicio
de autoconocimiento», «competencia y cooperación» (lo de la célebre
«capacidad de liderazgo» queda para otra asignatura, bastante mejor
dotada, por cierto: Economía y Emprendimiento). Pretender que esta
papilla ideológica repulsiva tiene algo que ver con una programa de
Filosofía es ridículo y ofensivo.
Ahora, la pelota está en el tejado de las Comunidades Autónomas. A
esta situación nos ha llevado nuestro gobierno progresista. Los
departamentos de Filosofía tendremos que confiar en que al menos los
partidos de derechas sí recuerden su compromiso de 2018 (pues hubo
unanimidad) de arreglar el desaguisado que el ministro Wert perpetró con
las asignaturas de Filosofía de la ESO, en concreto con la Ética de
4º. En su Comunidad, Más Madrid ya ha presentado al respecto una
Proposición no de Ley, instando a que se establezca la asignatura de
Filosofía en 4º de la ESO y a que se presione lo más posible al Gobierno
central para «ampliar las horas de Filosofía en la ESO y recuperar su
carácter obligatorio», además de establecer que la asignatura de Valores
Éticos y Cívicos sea, al menos, impartida por filósofos. No hay que
olvidar que en los tiempos de Zapatero, la tan denostada y polémica
Educación para la Ciudadanía (impartida en 2º y 3º de la ESO), pese a
que también contó con razón con la oposición de los filósofos, no
sustituía a la asignatura de Ética de 4º. Impartida por profesores de
filosofía podía servir a los estudiantes para un primer acercamiento al
universo filosófico con el que se encontrarían en el último curso de la
enseñanza obligatoria.
Dicho esto, es cierto que la presencia de la Filosofía en el bachillerato ha mejorado con la nueva ley. Pero, respecto a la ESO nunca ha sido peor la situación. Es una decisión muy grave e irresponsable, como ya expliqué hace tiempo en otro artículo, en este mismo periódico. No ya sólo porque, como suele repetirse tan a menudo, eso prive a gran parte de la población de la posibilidad de ser «ciudadanos críticos» (que a lo mejor hay quien no desea que lo sean), sino porque corremos el riesgo de que la gente no entienda para nada lo que es ser simple y llanamente un «ciudadano». La «ciudadanía» fue una conquista de la Filosofía, la más grande de sus aportaciones a la historia de la humanidad. Es por ello por lo que Hegel pudo afirmar que la revolución francesa había sido «obra de la filosofía». Y por lo que Aristóteles consideró que la única manera de que, además de vivir, el ser humano pudiera proponerse una vida digna. Es inútil aleccionar a los niños en los «valores constitucionales» si al mismo tiempo se les priva de la posibilidad de pensar y de comprender lo que significa vivir en un orden constitucional. Y eso no es tarea de curas, por muy laicos que sean, si no de conocedores serios y rigurosos de la Historia de la Filosofía.
En el libro The Hidden Agenda of the Political Mind,Jason Weeden y Robert Kurzban señalan el problema de que muchas veces las explicaciones de fenómenos psicológicos o sociales caen en una circularidad por la que creemos que estamos explicando algo de una manera causal cuando no es así. Dan a este error un nombre bastante raro y oscuro, lo que augura que esta idea no va a tener mucho éxito porque es muy importante poner a las cosas nombres sexys. El nombre es el de Síndrome Psicológico de Renombrar la Explicación Directa (en inglés: Direct Explanation Renaming Psychology Syndrome, o DERP syndrome). Vamos a ver lo que plantean.
Consideremos las fiestas o guateques donde la gente se junta, se
relaciona, beben, escuchan música y demás. A alguna gente le gusta ir a
fiestas pero a otros no les gusta tanto. ¿Por qué es esto así? Si
preguntamos a un estudiante de psicología nos podría responder que esto
es así porque hay gente introvertida y gente extrovertida. Pero entonces
podríamos preguntar: ¿Y cómo sabemos que algunos son extrovertidos y
otros introvertidos? Resulta que la respuesta es que a la gente se le
hace una serie de preguntas…acerca de si les gusta ir a fiestas. Aquí
tenéis algunas preguntas para medir extroversión e introversión de una
de las escalas más populares que utilizan los psicólogos:
¿Le gusta conocer gente nueva?
¿Suele ir y disfruta en las fiestas?
¿Puede insuflar vida a una fiesta aburrida?
¿Le gusta mezclarse con la gente?
¿Puede hacer que una fiesta funcione?
Fotografía Eve Arnold
Los psicólogos llaman a la gente que responde “sí” a estas preguntas
extrovertidos y a los que responden “no” introvertidos. Así que, ¿qué
significa que alguien disfruta en las fiestas porque es extrovertido?
Los psicólogos de personalidad a menudo piensan que la
extroversión/introversión es un rasgo subyacente que es causal, pero
Weeden y Kurzban creen que corremos el peligro de caer en la
circularidad: “alguna gente disfruta de las fiestas porque son extrovertidos, que es algo que sabemos porque les gusta ir a las fiestas”. Si
llamáramos a la gente que responde sí a este tipo de preguntas “gente a
la que les gusta las fiestas” entonces la circularidad se nos haría más
transparente: ¿Por qué va alguna gente a fiestas? Bien, esto es porque
son “gente a la que les gusta las fiestas”.
Este patrón es muy común en las ciencias sociales: piensa en algo que
queremos explicar (en este caso por qué alguna gente sale más que
otra), pasa una encuesta con unas preguntas que miden la cosa que
queremos explicar (en este caso preguntas acerca de la frecuencia con la
que salen y lo que les gusta), dale a las respuestas a estas preguntas
un nombre (en este caso extroversión) y ya puedes decir que has resuelto
el problema. Según los autores, es un patrón tan común que merece un
nombre propio y por eso le dan el nombre de Direct Explanation Renaming Psychology Syndrome o DERP syndrome. Otro ejemplo. En un artículo de la revista Political Psychology de
2002 los autores quieren explicar por qué alguna gente se opone a
políticas gubernamentales para ayudar a ciudadanos afroamericanos. Esta
gente piensa que no es labor del gobierno garantizar una igualdad de
oportunidades para los diferentes grupos raciales y cree que cada grupo
minoritario debe ayudarse a sí mismo y que no sea el gobierno quien lo
haga; igualmente se oponen a políticas de discriminación positiva. ¿Y
cuál es la respuesta? La respuesta, según los autores, de estas
actitudes políticas es el “racismo simbólico”. Pero ahora vamos
y preguntamos. ¿cómo sabemos si la gente sufre racismo simbólico? La
respuesta es un clásico síndrome DERP. Uno sabe que alguien sufre
racismo simbólico porque la persona ha respondido una serie de preguntas
oponiéndose a políticas para ayudar a las minorías. En concreto, en
este estudio la gente tenia que responder preguntas como éstas:
¿Qué porcentaje de la tensión racial que existe en EEUU ha sido creada por los negros?
¿Cuánta discriminación cree que existe contra los negros en los EEUU que les impida avanzar?
Es
una cuestión de esforzarse duro y alguna gente no se esfuerza lo
suficiente; si los negros se esforzaran estarían tan bien como los
blancos
Los irlandeses, italianos y judíos y muchas otras
minorías vencieron los prejuicios y salieron adelante. Los negros pueden
hacer lo mismo
etc., etc.
Fotografía Eve Arnold
¿Sorprende que el racismo simbólico sea una “explicación” profunda de
las “preferencias políticas» en cuestiones de raza? La traducción
literal de esto sería: La razón por la que mucha gente se opone a los
esfuerzos para avanzar en la igualdad entre razas es que piensan, por
ejemplo, que las minorías deben esforzarse por salir adelante, que los
negros no se esfuerzan lo suficiente…Resumiendo: la gente se opone a
estos esfuerzos porque se opone a estos esfuerzos.
Hay muchos otros ejemplos que no voy a detallar. Por ejemplo, una
explicación popular para el hecho de que algunos se oponen a la igualdad
para las mujeres, gays, lesbianas y minorías religiosas es “el
autoritarismo de derechas”. ¿Y cómo sabemos que alguien es un caso de
autoritarismo de derechas? Pues porque ha respondido a una serie de
preguntas del tipo:
¿Deberían las mujeres prometer obediencia a su marido cuando se casan?
Los gays y lesbianas son tan sanos y morales como cualquier otra persona
etc, etc.
Lo cual resumido en versión Twitter sería algo como: “Alguna gente se
opone a la igualdad para las mujeres, gays y minorías religiosas porque
se opone a la igualdad para mujeres, gays y minorías
religiosas”.#DERPSyndrome
Cuando los científicos sociales o políticos se refieren a rasgos de
personalidad como predisposiciones “simbólicas” o “valores” como
explicaciones es muy frecuente que exista por debajo un síndrome DERP
que nos lleva al punto de partida. Uno pregunta por qué la gente
favorece esas políticas. La respuesta es que es porque favorecen esas
políticas, o porque creen que estaríamos mejor si esas políticas
prevalecieran o porque apoyan a la gente que propone esas políticas…Y
volvemos a estar en la casilla de salida.
Fotografía Eve Arnold
Weeden y Kurzban no se oponen a que se utilicen conceptos como
autoritarismo de derechas o igualitarismo o tradicionalismo o lo que
sea, sino más bien con que se le atribuyan causalidad y se utilicen para
predecir opiniones políticas que son las mismas básicamente que están
en los instrumentos de medida que han utilizado. Creen que no nos hace
avanzar decir que la gente se opone a la redistribución de ingresos
porque se opone a la redistribución de ingresos, o que apoyan la
meritocracia porque apoyan la meritocracia, o que condena la
promiscuidad porque condenan la promiscuidad.
Señalan que cuando se trata de preferencias políticas se suele asumir
que la gente va desde lo general a lo particular, desde compromisos
políticos e identificaciones con el partido a las políticas
individuales. Y esto es verdad, sobre todo cuando alguien se ha
identificado ya con un partido o visión política. Pero lo contrario
también puede ser verdad. Podría ser, por ejemplo, que mucha gente
escoja llamarse “liberal” o “conservador” (o libertario, o lo que sea)
basándose en una suma de sus puntos de vista políticos particulares.
Podría ser que mucha gente prefiera los demócratas o a los republicanos
porque les gustan o sintonizan con las políticas de uno u otro partido.
Podría ser que mucha gente apoya determinados tipos de “valores”
generales porque tienen en mente áreas concretas específicas (raza,
orientación sexual, ingresos, etc.). No obstante, es claro que una vez
que alguien toma partido ya usa la referencia del partido para
interpretar todo tipo de informaciones y para definir su postura en
muchos temas.
Los autores no dudan de que preferir un partido y darse a sí mismo
una etiqueta ejerce una influencia causal en las opiniones políticas
pero la pregunta es qué causa esas preferencias por un partido político o
por unas etiquetas ideológicas en primera instancia. En esta cuestión
su punto de vista es que esto tiene que ver con las posiciones
preexistentes de la gente en muchas materias políticas. Por ejemplo,
alguien podría ser atraído al partido republicano principalmente por su
política de impuestos y de gasto, un tema en el que esa persona tiene
ideas y preferencias claras. Pero una vez ahí podría apoyar otras
políticas de su partido en otros temas que a la persona le importan
menos o acerca de los cuales no sabe mucho. En este ejemplo la
afiliación al partido sería un efecto (y no una causa) de sus opiniones
en materia de gasto e impuestos.
Fotografía Eve Arnold
Dejando cuestiones políticas al margen (que son lo que estudian Weeder y Kurzban en su libro) y volviendo a la cuestión metodológica, el problema de los autores es con mezclar correlación y causalidad. Caer en el DERP es como decir “los gemelos altos son más altos porque tienen hermanos gemelos altos y como ya sabemos esto podemos ignorar el hecho menos interesante de que los gemelos altos tienen padres altos”. No tenemos que confundir poner un nombre rimbombante a una cosa con haber explicado esa cosa (Ver aquí una hipótesis de por qué los extrovertidos son extrovertidos)
N:B: Cuando me he referido al a psicología me refería en un sentido amplio. Esto de las pseudoexplicaciones ocurre también con el DSM, cuando se usa para explicar síntomas y no como código descriptivo sin más. Por ejemplo: ¿Por qué está triste Pedro? Porque tiene una Depresión Mayor ¿Y cómo sabemos que tiene una depresión? pues porque está triste… Ver este interesante artículo:
A pesar de los avances tecnológicos, de eso que en Occidente llamamos “progreso”,
de la prosperidad económica o del Estado de bienestar, sobre las mentes
pensantes que todos llevamos de un lado para otro continúan
sobrevolando las mismas cuestiones desde hace milenios: los
interrogantes que giran en torno a la muerte, el origen del universo o el propósito de la vida. Ejemplos sobre la manera en que los seres humanos tratamos de dilucidar si algo de lo que hacemos o pensamos tiene algún sentido trascendente han
existido a lo largo de toda nuestra historia escrita, nos conectan en
el tiempo de manera intergeneracional desde épocas tan remotas como el
segundo milenio antes de nuestra era, momento en el que creemos que fue
compuesto de manera oral el más antiguo de los llamados libros védicos,
el Rigveda. De estos textos, los Vedas, surgieron a su vez los —ahora— afamados Upanishads, cuyo contenido novedosamente filosófico inspiró a grandes mentes como la de Beethoven, para quien Brahman estaba «presente en cada parte del espacio» (A.C. Kalischer, Beethoven’s Letters with explanatory notes, J.M. Dent & Sons, 1926, pp. 393-394) o Arthur Schopenhauer. Dentro del pesimismo de este último, la lectura de los textos védicos representó, según sus propias palabras, un profundo consuelo:
¡Qué significado tan rotundo,
definido y siempre coherente tiene cada línea! En cada página nos salen
al encuentro pensamientos profundos, originales y sublimes, mientras una
elevada y santa seriedad flota sobre todo el conjunto […]. Es la
lectura más gratificante y conmovedora que se puede hacer en este mundo:
ella ha sido el consuelo de mi vida y será el de mi muerte (Arthur
Schopenhauer, Parerga y Paralipómena II).
Pero ¿qué son los Vedas y los Upanishads? Los Vedas son los textos más antiguos de la tradición india, base de la religión védica antes del florecimiento del hinduismo.
Se desconoce su autoría, como suele ocurrir con las compilaciones
escritas de tradiciones orales, pero fue aprovechado por los teólogos
indios para vincularlos con sabios antiguos que habrían llegado a la
revelación tras largas meditaciones. Nótese el cambio con respecto a otras religiones: fueron los sabios quienes consiguieron llegar a la revelación,
nadie bajó en este caso de los cielos a hacer el trabajo por ellos,
sino que abrieron su propio camino hacia el «conocimiento», que es
precisamente lo que significa veda. Este conocimiento estaba ahí,
esperando ser descubierto, porque para los seguidores de esta corriente
es infinito, siempre estuvo disponible a falta de ser desvelado.
El último tramo de ese saber védico es el que ocupan los Upanishads, una especie de culminación, y su significado etimológico habla en este caso de la acción de sentarse a los pies de un maestro para escuchar sus enseñanzas.
Antes de que comenzaran a ser escritos, entre el 800 y el 400 a.C.,
estas palabras reveladas ya habían sido traspasadas oralmente de
generación en generación (vid. J. M. Abeleira, Upanishads,
Penguin Clásicos, 2021, pp. 5-6), como había ocurrido con los demás
Vedas o, en tiempos similares, con otros textos tan cruciales como los poemas homéricos, y continuaron elaborándose después, incluso hasta el siglo XV de nuestra era.
Si los Vedas se centran en las enseñanzas de carácter ritual, en oraciones y mantras, los Upanishads abren la puerta a las grandes cuestiones existenciales del ser humano y, por primera vez, a la práctica de la autorreflexión y el autoconocimiento como método para hallar respuestas;
de ahí que, a pesar de su longevidad, la lectura apaciguadora de estos
relatos resulte atemporal. Se trata de narraciones con diferentes
personajes, historias que esconden la sabiduría entre líneas; los
protagonistas de estos textos se enfrentan a los problemas existenciales
desde una portentosa determinación: lograr responder a las cuestiones de una manera certera, hallar la verdad absoluta en las respuestas.
Estamos navegando, por tanto, las mismas olas en las que Sócrates pretendía hallar la definición universal o Descartes las ideas innatas. Así, en el camino en busca de respuestas de los personajes de los Upanishads aparece la figura del gurú, intermediario entre el protagonista y una divinidad que aquí se llama Braman y que tiene connotaciones panteístas: se le vincula con el Absoluto, la realidad última, la Naturaleza en su totalidad. En los Upanishads,
entonces, estas figuras divinizadas sirven para indicar al protagonista
el camino a la verdad por medio del diálogo, la metáfora, la moraleja o
la analogía simbólica. La búsqueda del aprendiz se centra en el conocimiento de esa realidad última allá fuera, Brahman, así como del espíritu o alma dentro de nosotros, atman, y del vínculo que este último puede fortalecer con el primero, algo que puede lograrse, por ejemplo, con la práctica del yoga, concepto que también forma parte de las enseñanzas védicas.
En
la historia del pensamiento occidental, las teorías presocráticas
fueron desvinculándose de una fundamentación puramente metafísica para
explicar la realidad o, al menos, abrieron la conversación hacia la independencia de la filosofía con respecto al mito; las orientales, ejemplificadas en los Upanishads, se arraigan en este caso en una base que va más allá de lo físico, pero lo hacen obligándonos a mirar hacia dentro,
nos llevan hacia nuestro interior, nuestra conciencia. Su Absoluto es
una entidad inmaterial, sin forma ni atributos, trascendental, pero sólo
llegamos a ella cuando nos percatamos de que lo que llevamos dentro
(alma, atman), no es más que una parte de aquél. Todo esto trae con facilidad a la memoria la Idea Suprema de Platón, cuya teoría de las Ideas o de las Formas bebió precisamente de corrientes orientales y pitagóricas, el determinismo estoico, el Uno de Plotino o la iluminación interior de Agustín de Hipona.
Uno de los textos más conocidos dentro de esta última compilación védica es el Katha Upanishad, recopilado dentro de los diez primeros libros (y, por tanto, también de los más antiguos) que conforman los ciento ocho Upanishads.
En él se narra la historia del niño Nachiketa, cuyo padre se había
comprometido a realizar un sacrificio que implicaba deshacerse de todas
sus pertenencias, incluida su familia. El padre, sin embargo, únicamente
se deshizo de lo material, pero se quedó con su mujer y sus hijos, lo
cual decepcionó a Nachiketa y así se lo hizo saber. Enfadado, el padre
le dijo entonces que se desharía de él, pero enviándolo directamente a
Yama, el señor de la muerte en la mitología hindú. Nachiketa, obstinado,
decidió marchar por su cuenta en busca de tal deidad y, tras esperar a
las mismas puertas de la muerte durante tres días, su determinación
conmovió a Yama, quien le concedió tres deseos por la osadía sin esperar
lo imprevisto de la última petición del muchacho: Nachiketa quería
saber lo que había después de la muerte, si algo de él permanecería en
este mundo, si todo era perecedero. Tras muchas reticencias, Yama
termina ofreciéndole el conocimiento deseado, que pasa por relacionar el interior del ser humano con el del Absoluto (Brahman), por darnos cuenta de que nuestra alma pertenece de algún modo al orden de la Naturaleza y, por tanto, que formamos parte del Todo; si interpretamos al padre de Nachiketa como nuestro yo entregado a los deseos materiales y al propio chico como nuestra conciencia, el vínculo Brahman-Atman queda de la siguiente manera: sólo
encontrándonos a nosotros mismos, a nuestro verdadero ser,
conseguiremos librarnos de los desasosiegos e incluso del miedo a la
muerte.
Es en ese conocimiento del Absoluto, en ese sustento psicológico, donde nuestro ser encuentra sosiego: todos los individuos formamos parte de lo mismo. Como reza una de las frases de los Upanishads destacadas por el mismísimo Arthur Schopenhauer: «Yo soy todas esas criaturas en su totalidad y fuera de mí no hay nada».
l acercamiento convencional al suicidio es psiquiátrico. Si
preguntamos al ciudadano medio por qué la gente se suicida,
probablemente citaran los trastornos mentales y la depresión en la
respuesta. Las personas en el Occidente actual tienden a pensar que el
suicidio es una acción profundamente individual, algo enraizado en el
drama interno de la mente humana y que el suicidio es un problema médico
o mental que pertenece al campo de la psicología y la psiquiatría y no
al de la sociología. Pero este enfoque no reconoce las causas sociales
del suicidio que son las que trata Jason Manning en su libro Suicide. The Social causes of self-destruction.
Ya Durkheim argumentó que el suicidio varía de forma predecible de una
sociedad a otra y que era algo explicable con las condiciones sociales
externas. La gente se suicida por divorcios y rupturas emocionales, por
el desempleo y los problemas económicos, etc. En este artículo voy a
intentar resumir las ideas y planteamientos de Manning. Manning es
sociólogo y utiliza en este libro como referencia teórica la llamada
Sociología Pura (de la que ya hemos hablado aquí)
de su maestro Donald Black, un enfoque teórico controvertido y del que
daré mi valoración actual más abajo. Sin embargo, no es necesario
adherirse a esa teoría para entender y revisar lo esencial de lo que
quiere transmitirnos el autor. Jason considera que el suicidio es una
conducta social y que se puede explicar sociológicamente. Según Jason,
el suicido es resultado del conflicto y es más probable que unos
conflictos lleven al suicidio que otros.
Como siempre, es necesario partir de alguna definición de suicidio y Manning usa una definición bastante amplia: “suicidio es la autoaplicación de violencia letal”.
A partir de ahí, habría que definir qué es letal, que es autoaplicación
y demás, y la cosa se complicaría y nos daríamos cuenta de que la
letalidad es un continuo, de que el suicidio no es algo homogéneo y
existen muchos tipos y variaciones, pero ahora iremos viendo todo ello.
Fotografía Mary Ellen Mark
Suicidio y Conflicto
Como decía, Jason trata el suicido en este libro en el contexto del conflicto. El conflicto, según lo define Donald Black es un “choque entre bien y mal que ocurre cuando alguien provoca o expresa una queja/agravio/reclamación”.
La gente puede condenar a los demás por arrogancia, avaricia,
impaciencia o estupidez. Podemos criticar a alguien porque no muestra
interés en nosotros, o porque muestra demasiado interés y se mete en
exceso en nuestros asuntos. Nos quejamos porque nos insultan, nos
abandonan, nos traicionan, nos hacen trabajar demasiado, etc. El
conflicto es ubicuo e indisociable de la condición humana, todos tenemos
intereses diferentes y no hay manera de conciliarlos a la perfección.
Y la gente maneja el conflicto de diferentes maneras. Podemos huir,
alejarnos de los que nos ofenden, podemos hablar y negociar soluciones,
podemos quejarnos a una tercera parte que haga de mediador, o podemos
usar la agresión y la violencia. A todas estas conductas se les llama en
sociología manejo del conflicto o control social, es
decir, todas estas maneras de expresar o manejar las quejas, de definir y
de responder a la desviación (con respecto a las normas) son formas de
control social. El conflicto da lugar a una gran variedad de conductas:
cotilleo, pleitos, arrestos, peleas, protestas, manifestaciones,
huelgas, genocidios…y también a suicidios. El conflicto causa suicidio y
muchos suicidios son una manera de responder al conflicto. Esto es, el
suicidio es una forma de manejo del conflicto o de control social. En
realidad, un suicidio concreto podría pertenecer a una o más categorías
de manejo del conflicto, como por ejemplo el escape, la protesta o el
castigo.
El suicido puede ser una forma de escapar del conflicto, de mostrar
la desaprobación y retirarse de la situación pero también de alterar o
de intervenir en ese conflicto. El suicidio también puede ser una
técnica de protesta. Tenemos el ejemplo del gran número de monjes
budistas que se han quemado a lo bonzo para protestar contra el control
chino del Tibet o el de Thich Quang Duc en Vietnam en 1963 contra la
política discriminatoria del budismo del presidente católico Ngo Dinh
Diem. Pero el suicidio como protesta no ocurre sólo a nivel político
sino también a nivel interpersonal; muchos suicidios o intentos de
suicidio son una protesta contra la conducta de los padres, de una
pareja, o una llamada de ayuda a amigos o familiares para cambiar una
situación. En un estudio que cita Manning, el 14% de las personas que
habían realizado un intento de suicidio mencionaron que “alguien
cambiara de opinión” como una influencia importante en su acto.
El suicidio puede también ser un acto de castigo de las personas que
quedan atrás. En sociedades tradicionales, la gente cree que el suicidio
desata fuerzas sobrenaturales que castigarán a la persona que se
considera responsable de que el fallecido se quitara la vida. Pero el
castigo no procede sólo de seres sobrenaturales sino que en muchas de
estas sociedades hay unas normas que hacen que si una persona del clan A
se suicida como respuesta a una ofensa cometida contra ella por alguien
del clan B, entonces los miembros del clan A piensan que el clan B es
responsable de esa muerte y tiene que repararla económicamente o de
alguna manera. Hablamos de ello en esta entrada sobre el suicidio con intención hostil.
Pero también en nuestras sociedades el suicidio puede ser un acto de
venganza y puede usarse como castigo para infligir un daño psicológico
en los que quedan atrás. El suicidio inspira una culpa tremenda en estas
personas que irremediablemente piensan que podrían haber hecho más para
impedirlo. Un estudio de notas de suicidio en Louisville, Kentucky,
revela que en el 22% se mencionan las acciones de otras personas como
causa del suicidio y por lo menos implícitamente se les culpa de ello,
pero en el 9% se culpa a alguien de una manera franca y hostil.
Por tanto, el suicidio es a menudo una forma de protestar, castigar o
de expresar una queja o agravio contra otras personas. Sea un acto de
evitación, llamada o de agresión, estos suicidios son un tipo de control
social, una manera de responder a conductas que el perpetrador ve como
injustas u ofensivas. En la medida en que la auto-destrucción es control
social, una respuesta a unos agravios percibidos por el suicida,
estamos hablando de una conducta moralista, podríamos hablar de un
suicidio moralista. Por supuesto, no todos los
suicidios son moralistas o causados por conflictos. Según datos del CDC
norteamericano y un estudio propio, Manning estima que un tercio
aproximadamente de los suicidios son causados por conflictos. Pero,
además de estas cifras, nos falta considerar otro tipo de suicido
moralista. No todos los suicidios moralistas se deben a agravios o
quejas contra otra gente. En algunos casos las quejas son contra uno
mismo y lo que el suicida busca es castigarse a sí mismo por alguna mala
acción que cree haber cometido. Hablaríamos de un control social de uno
mismo. ¿Por qué va nadie a manejar un conflicto cometiendo suicidio?
¿Por qué los manifestantes se queman a sí mismos a lo bongo en lugar de
quemar las casas de sus enemigos? ¿Cuándo intentará una persona
agraviada hacer daño a alguien haciéndose daño a sí mismo? ¿Bajo qué
circunstancias los perpetradores de ofensas se ejecutarán a sí mismos?
¿Qué hace que surjan los conflictos suicidas para empezar?
Hay muchas formas de responder a estas preguntas y Jason Manning
intenta responderlas de una manera sociológica. Esto no quiere decir que
Jason niegue la validez de las ideas psicológicas o psiquiátricas. El
dolor psicológico, la desesperanza o percibir que uno es una carga puede
hacer más probable que alguien intente suicidarse. La genética y la
neuroquímica influyen en la conducta humana y hay personas que sufren
una tristeza prolongada sin razones externas aparentes o unas respuestas
extremadamente severas a factores estresantes externos. Pero los
individuos humanos no operan en un vacío y sabemos que las
circunstancias externas tienen una poderosa influencia. Mientras que es
verdad que las personas deprimidas tienen más riesgo de suicidarse,
también es verdad que la mayoría de ellas no se suicida y que muchas
personas que lo hacen no están deprimidas en el sentido psiquiátrico del
término. Dice Manning: “Podríamos describirlos como “deprimidos por”
algo -la pérdida de un trabajo, una relación rota, una humillación, una
enfermedad debilitante- pero no necesitamos apelar a una misteriosa
condición mental para identificar la fuente de su sufrimiento”. También,
aunque alguien tenga un trastorno mental que les predispone al
suicidio, es a menudo un evento social -un conflicto- lo que al final
desencadena el acto. Sean cuales sean los condicionantes biológicos o
psicológicos, el suicidio varía claramente con el ambiente social.
Fotografía Mary Ellen Mark
Suicidio y Sociología Pura
El paradigma que sigue Manning para enfocar el suicidio como conducta
social es el de la Sociología Pura, una estrategia de explicaciones
desarrollada por el sociólogo Donald Black. La persona interesada puede
leer este artículo que
he citado anteriormente. Básicamente, Black dice que toda conducta
social humana ocurre en un configuración determinada del espacio social,
conocida como la geometría social o la estructura social. Diferentes
estructuras producen diferentes conductas y la geometría social explica
las variaciones en la vida social. Cada conflicto tiene su propia
estructura social, dependiendo de si es un conflicto entre personas
íntimas o entre extraños, entre alguien del mismo rango social o entre
personas de diferente nivel socioeconómico, entre personas de la misma
cultura o diferente, etc. Esta estructura social predice cómo se
manejará y resolverá el conflicto. Pero el espacio social no es algo
estático sino que su estructura cambia con el tiempo. Por ello, al
espacio social habría que añadir el tiempo social, que consiste en la
forma en que cambia el espacio social con el tiempo. Por ejemplo, las
relaciones empiezan, las relaciones se rompen, la gente encuentra un
empleo, la gente se queda en paro, etc., y todo esto provoca cambios en
el nivel de intimidad, en el estatus social y en todos los parámetros de
esa geometría social.
Pero para hablar de las causas sociales del suicidio no necesitamos
adherirnos para nada a esta forma de interpretar las cosas. Mi
valoración personal es que la sociología pura de Black no es más que un
lenguaje muy glamuroso y llamativo que en el fondo no dice nada que no
podamos decir de una manera más llana. Utiliza su propia terminología
para llamar a las cosas (mencionaré algunas) y eso da la impresión de
que nos está diciendo cosas nuevas sobre la realidad que no sabíamos,
pero eso me parece que no es más que una ilusión. Incluso formula
algunas de sus ideas en forma de teoremas (“la ley es una función
curvilínea de la distancia relacional”, por ejemplo) lo que le da una
pátina aparentemente científica, pero tampoco nos permite hacer
predicciones que no podamos hacer sin ese lenguaje. Tal como yo lo veo,
es una manera alternativa y elegante de contar las cosas pero no una
explicación científica de la realidad. Así que vamos a ver ahora algunas
causas sociales del suicidio y evitaré el lenguaje de la sociología
pura, salvo en ciertos momentos.
Fotografía Mary Ellen Mark
Suicidio y Desigualdad
En la mayoría de las sociedades vemos una distinción entre clase alta
y clase baja, dominantes y subordinados, aquellos a los que se mira
hacia arriba y aquellos a los que se mira por encima del hombro. Esto es
la desigualdad social, también llamada estratificación y en sociología
pura representa lo que se llama la dimensión vertical del espacio social
(la elevación social). En biología evolucionista, y en otras
disciplinas, se llama estatus y es evidente que los humanos (y otros
animales) viven en sociedades jerárquicas. Por tanto, lo llamemos como
lo llamemos, es verdad que los humanos somos criaturas ávidas de estatus
y que para nosotros el prestigio, el lugar en la jerarquía, es algo
esencial. En este apartado vamos a hablar de factores sociales
relacionados con el estatus y de su relación con el suicidio.
Manning revisa estudios históricos, que vienen desde Durkheim, sobre
si el suicidio ocurre más en las capas sociales más aventajadas o en las
de menor nivel socioeconómico. Durkheim cita la menor tasa de suicidio
en países pobres (como Irlanda) comparada con países más ricos ( como
Francia). Otros studios han encontrado una mayor tasa de suicidio entre
las personas con menos educación y menos recursos sociales así que esta
relación no está tan clara. La mayoría de estos estudios no diferencian
bien ser pobre o desempleado de convertirse en pobre y desempleado. Y
aquí la cosa parece estar más clara: descender en la jerarquía o en el
estatus es una factor de riesgo para el suicidio (señalado también por
el propio Durkheim).
Una forma de pérdida de estatus, la pérdida de riqueza, parece estar
sólidamente demostrado que aumenta el riesgo de suicidio. Manning cita
varios estudios de la crisis del 2008 que así lo encuentran, tanto en
Europa como en Norteamérica y Sudamérica. También hay estudios de
“autopsia sociológica” de casos de suicidio, como uno en Reino Unido,
que encuentra que el desempleo jugó un papel en 20% de los estudios y
algún tipo de deuda económica en un 10%. Descender en la escala social
parece ser más peligroso que estar en una escala social baja. Y no sólo
perder el empleo. También hay estudios que encuentran que perder la
propia casa, el ser desahuciado, aumenta cuatro veces el riesgo de
suicidio. Pero la riqueza puede incluir nuestra capacidad para ganarnos
la vida y para cuidar de nosotros mismos y de los nuestros. En ese
sentido, nuestro cuerpo y nuestra salud es un activo importante y las
enfermedades supondrían un descenso en nuestro estatus, y un riesgo para
el suicidio. Merece la pena señalar que el estatus es un problema
comparativo y que tendemos a ver el estatus como un juego de suma cero,
es decir, si alguien lo gana otro lo pierde. Esto complica mucho la
valoración del impacto de la situación económica en el suicidio. Por
ejemplo, parece ser más perjudicial que alguien pierda su empleo
mientras los demás en su entorno lo mantienen o mejoran su situación que
perder el empleo si todas las personas a tu alrededor lo pierden
también. En este sentido, no sólo el paro sino el hecho de no mejorar la
propia situación con respecto a lo que progresan los demás podría ser
un factor de riesgo para el suicidio.
La pérdida de la reputación, de la respetabilidad o prestigio, es
otro tipo de pérdida de estatus. A veces, la pérdida de empleo o una
discapacidad puede causar esta pérdida de reputación o de prestigio,
pero en muchas otras ocasiones la pérdida puede deberse a acusaciones de
haber cometido algo inmoral o ilegal. Muchas personas se quitan la vida
en relación a este tipo de acusaciones y esto es algo que hemos visto
con relativa frecuencia tras linchamientos en redes sociales en los
últimos tiempos. El rechazo y la condena social tienen un terrible
impacto psicológico en el ser humano; la condena al ostracismo es una
especie de muerte social y la ruptura del sentido de conexión y
pertenencia es uno de los factores de riesgo ampliamente aceptados, por
ejemplo en la teoría interpersonal del suicidio de Thomas Joiner. La vergüenza y la humillación pública, la pérdida del honor, pueden disparar la autodestrucción.
Manning revisa otros tipos de desigualdades como las que pueden
ocurrir dentro de la familia entre los mayores y los jóvenes o entre las
mujeres y los hombres y pone ejemplos transculturales de diversas
sociedades tradicionales. Pero, para acabar este apartado, mencionaré un
último tipo de conflicto relacionado con la desigualdad. Se trata del
conflicto entre un individuo y una organización. Aquí podrían entrar los
suicidios protesta, a los que ya me he referido antes, o los conflictos
con una empresa o corporación. Cuando alguien se siente agraviado o
tiene una queja contra una organización poderosa (de un estatus o
elevación muy alto), el riesgo de suicidio es elevado porque los medios
legales o de otro tipo no suelen dar resultado (la empresa va a tener
más dinero y mejores abogados normalmente), lo que deja al individuo con
un sentimiento de humillación y de maltrato que predispone al suicidio.
Un ejemplo relativamente reciente podría ser la epidemia de suicidios
que ocurrió en France Telecom, empresa que al final fue condenada por
acoso laboral masivo.
Fotografía Mary Ellen Mark
Suicidio y Relaciones Sociales
Si la desigualdad es una dimensión vertical, las relaciones y los
vínculos que tenemos con los demás representarían una dimensión
horizontal en nuestro espacio social. Las relaciones con los demás
pueden ser más íntimas o más cercanas o más o menos interdependientes. Y
esta proximidad o intimidad puede variar por conflictos (rupturas,
divorcios, traiciones, etc) y la gente puede estar en una posición más
central o más marginal en estas redes sociales. En este apartado vamos a
hablar de cómo los cambios en esta dimensión de las relaciones sociales
se asocian al suicidio.
Es algo conocido por lo menos desde los tiempos de Durkheim que
cuanto más integrada esté una persona menor es su riesgo de suicidio y
que cuanto más aislada mayor va a ser ese riesgo. Estar casado, tener
hijos, estar implicado con una comunidad religiosa o con otro tipo de
asociaciones, etc., son factores que disminuyen el riesgo de suicidio.
Por contra, cuanto más débiles sean los vínculos de una persona con la
comunidad, cuantos menos amigos y mayor el aislamiento en general, mayor
es el riesgo. El divorcio es un factor de riesgo mayor en los hombres.
La explicación puede ser que las mujeres tienen una mayor red social que
los hombres y los hombres se quedan más aislados tras el divorcio, y
también que los hombres pierden en muchos casos una relación muy
importante: la relación con sus hijos. El duelo es también un factor de
riesgo para el suicidio. Los conflictos de pareja son un factor de
riesgo para el suicidio. Según datos del CDC hasta un tercio de los
suicidios están relacionados con este tipo de problemas de pareja.
También son un factor de riesgo los conflictos familiares. Cuando dos
personas tienen una relación funcional de interdependencia, es decir,
cuando necesitan al otro para su supervivencia y bienestar sea por
razones económicas, de salud u otras, el riesgo de suicidio aumenta. La
razón puede ser que el escape de la situación u otras vías de solución
no son posibles por lo que la solución al conflicto puede ser el
suicidio.
Dentro de este apartado de las relaciones personales podríamos
incluir las relaciones y los conflictos con uno mismo y el suicidio
podría ser una manera de manejar un conflicto con uno mismo. Como ya he
comentado más arriba, una persona puede juzgarse de una manera muy dura a
sí misma. Roy Baumeister habla de que el suicidio es “un escape de una
autoconciencia aversiva”. Según Baumeister, la mayoría de suicidas no
sólo están escapando de sí mismos sino más específicamente de sus duros
juicios acerca de sí mismos. Venimos hablando de que el suicidio
puede ser entendido como una conducta social, una manera de manejar o de
escapar de un conflicto. Como tal, se trata de una interacción social
con dos lados: el individuo que protesta y el estado, un marido celoso y
una mujer que le abandona, etc. Tener en cuenta a ambas partes y la
estructura de la relación nos ayuda a entender mejor el suicidio. Pero
nos faltaría un aspecto más. Las interacciones sociales rara vez se
limitan a dos partes. La mayoría de las conductas sociales llaman la
atención de terceras partes y el papel que jueguen estas terceras
personas puede ser crucial. La mayoría de personas recurre a amigos,
familiares o sacerdotes para intervenir de alguna manera en sus
conflictos y la capacidad de encontrar o no el apoyo necesario puede ser
determinante. Aquí también entraría el papel de los terapeutas,
psiquiatras y psicólogos. Cuanto más aislada y con vínculos más débiles
se encuentra una persona, menor va a ser su probabilidad de encontrar el
apoyo que podría ayudarle a enfrentar o salir de la situación de
conflicto. Un buen apoyo de tercera personas podría ayudar a prevenir el
suicidio.
Fotografía Mary Ellen Mark
Conclusiones
Toda conducta humana es compleja e imposible de atribuir a un sólo
factor, es mucho más probable que conductas como el suicidio sean
multideterminadas y que interaccionen muchos factores distintos
probablemente de formas que todavía desconocemos. Este libro de Jason
Manning se centra en los factores sociales, que sin duda son muy
importantes. Pero la crítica que hacíamos a un enfoque exclusivamente
psiquiátrico o psicológico la podemos hacer a este modelo sociológico.
La mayoría de las personas que sufren una ruptura amorosa no se suicida,
ni la mayoría de las personas que se queda en paro, ni la mayoría de
las personas que tiene deudas, etc. Desde una perspectiva de sociología
pura, la misma geometría social no lleva al suicidio a todas las
personas.
Hemos mencionado diversos factores que contribuyen al riesgo de
suicidio. Evidentemente, cuando estas factores ocurren de forma
simultánea, el riesgo se multiplica. Si una persona sufre una
combinación de problemas, como una infidelidad por parte de su pareja,
una humillación pública, la pérdida del trabajo, etc…el riesgo de que el
suicidio se convierta en la salida o en la forma de manejar la
situación aumenta. A veces, como decía Seattle, hay “crisis inmediatas”
pero otras veces hay “crisis acumulativas”, es decir, una acumulación de
dificultades a lo largo de un periodo prolongado de tiempo. Como
ejemplo de intervención de múltiples factores podemos ver este caso
extremo referido por Black de un hombre que se suicidó después de matar a
su ex-mujer y a ocho familiares:
“Los homicidios ocurrieron seis días después de que su mujer
finalizara el divorcio que acabó no solo con la relación con su esposa
sino con la relación con su hijastra y otros miembros de la familia. Su
mujer había obtenido también una sentencia que le condenaba a
financiarla económicamente en el futuro, a hacer unos pagos de 10.000
dólares, autorizaba que ella se quedara con el anillo de diamantes como
regalo de matrimonio e incluso que ella se quedara con el perro de la
familia (la única relación estrecha que le quedaba). Había perdido su
trabajo recientemente lo que hacía difícil cumplir con estos pagos
económicos a su ex-mujer, sus gastos legales en abogados y los pagos de
la casa.”
Creo que aunque en el fondo Manning no nos cuenta nada nuevo, hace una buena revisión de la importancia de los factores sociales en el suicidio, así como un intento de encuadre teórico sin dejar fuera de la ecuación a los factores biológicos y psicológicos. Y tiene sin duda razón en que, en muchos casos, la intervención fundamental para ayudar a una persona con riesgo de suicidio no va a ser un antidepresivo o una psicoterapia (o no solo), sino que puede ser ayudarle a encontrar un techo, unos ingresos, mediar en un conflicto que tenga con otra persona o institución o ayudarle a recuperar su reputación o a evitar relaciones de dependencia.