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La ética en el dilema del tranvía: ¿es legítimo causar un mal para evitar otro mayor?

¿Debemos intervenir para salvar a cinco personas aunque eso implique causar directamente la muerte de otra? Este experimento mental, formulado por las filósofas Philippa Foot y Judith Jarvis Thomson, ha trascendido el ámbito académico y se ha convertido en un punto de referencia para la ética contemporánea. Examinamos su potencia filosófica, las tensiones entre matar y dejar morir y cómo el dilema del tranvía ha reconfigurado nuestra manera de pensar lo justo y lo correcto.

Por Javier Correa Román

En el paisaje de la filosofía moral contemporánea, pocos experimentos mentales han generado tanto debate, investigación y aplicación práctica como el dilema del tranvía. Es un dilema sencillo: un tranvía fuera de control se dirige hacia cinco personas y podemos salvarlas desviando el vehículo hacia una vía donde matará a una sola persona.

Sin embargo, y a pesar de su sencillez (o precisamente por esta), ha trascendido sus orígenes académicos para convertirse en un paradigma interdisciplinario que ilumina tensiones fundamentales en nuestro pensamiento ético. Su potencia radica en la manera en que condensa preguntas filosóficas clásicas: ¿es lícito hacer daño a uno para evitar un mal mayor?, ¿pueden justificarse los fines por los medios?

¿Qué es el dilema del tranvía?

Orígenes intelectuales

El problema del tranvía fue formulado por primera vez por la filósofa Philippa Foot en su artículo «The Problem of Abortion and the Doctrine of the Double Effect» (en español: «El problema del aborto y la doctrina del doble efecto», publicado originalmente en 1967). Aunque Foot no empleó la imagen del tranvía ni el nombre por el que luego se conocerá el dilema, planteó un caso estructuralmente equivalente: un conductor debe decidir si desvía un vehículo fuera de control para minimizar el daño. Su pregunta era esta: ¿está justificado desviar un vagón fuera de control para matar al menor número posible de personas?

El objetivo de Foot era examinar la validez de la doctrina del doble efecto (llamada así porque hay un efecto positivo y uno negativo). Esta doctrina nace de la tradición moral católica —desarrollada por Santo Tomás de Aquino— según la cual una acción con consecuencias malas puede ser moralmente permisible si el mal no es buscado como fin ni usado como medio, sino solo previsto como efecto colateral. En otras palabras, el cristianismo pensó durante mucho tiempo en los grises de nuestras acciones (como en mentir para salvar vidas inocentes) y el dilema de tranvía es un escenario ideal para probar esto.

La versión más conocida del dilema, con el tranvía como protagonista y sus dos escenarios, fue introducida posteriormente por la filósofa Judith Jarvis Thomson en su artículo «Killing, Letting Die, and the Trolley Problem» (en español: «Matar, dejar morir y el dilema del tranvía», publicado originalmente en 1976), donde reformuló el problema para cuestionar las intuiciones morales tradicionales y explorar sus implicaciones normativas.

El dilema del tranvía, ideado por Philippa Foot y popularizado por Judith Jarvis Thomson, pone a prueba nuestros principios morales: ¿es legítimo causar un mal para evitar otro mayor? Su fuerza reside en cómo simplifica decisiones éticas complejas

La estructura del dilema

En su formulación canónica, el problema presenta dos escenarios estructuralmente análogos pero moralmente distintos. Y esto es importante, y a menudo se olvida: el dilema no es un único escenario, sino cómo reaccionamos ante dos escenarios distintos cuando los pensamos juntos. Estos escenarios son:

  • Escenario del desvío. Un tranvía fuera de control se dirige hacia cinco personas que se encuentran en una vía. Morirán inevitablemente si no se hace nada. Tú estás junto a una palanca que puede desviar el tranvía hacia otra vía, donde hay una sola persona. Si la desvías, salvas a los cinco, pero muere una. La mayoría de las personas intuye que es moral tirar de la palanca: no se desea la muerte de esa persona, pero es el costo colateral de evitar una tragedia mayor.
  • Escenario del puente. El mismo tranvía se dirige hacia las mismas cinco personas. Estás ahora en un puente sobre las vías, junto a una persona corpulenta cuyo cuerpo, si lo empujas, detendría el tranvía. Salvarías a los cinco, pero matarías directamente a esta persona. La mayoría de las personas intuye que sería moralmente problemático empujarla. Aquí, la muerte de esa persona no es un efecto colateral, sino el medio necesario para lograr el fin deseado.

El objetivo principal del dilema es enfrentar las doctrinas utilitaristas, según las cuales, la elección moral se basa en escoger siempre el máximo beneficio para la mayoría. En el dilema del tranvía vemos que esa elección no es tan sencilla y que no siempre basta con que haya un beneficio para la mayoría (con la palanca, sí; empujando a alguien, no).

Otra doctrina que se tambalea ante el dilema del tranvía son aquellas derivadas de las éticas deontológicas. Según estas doctrinas, el deber es el deber y no hay duda ante él. Sin embargo, con el dilema del tranvía vemos que no es tan sencillo porque, aunque el deber nos dice que nunca debemos matar a nadie, hay ocasiones donde todas las opciones están por fuera del deber (siempre muere alguien).

El valor de la ética en la salud mental y emocional

El dilema y la tradición cristiana

El dilema del tranvía representa una preocupación constante de la tradición cristiana que no ha cesado de preguntarse por la opción más ética dentro de un rango de opciones ambiguas (siempre muere alguien). En este sentido, el dilema del tranvía formaliza y simplifica en forma de dilema un problema que era fundamental para la tradición cristiana: cómo manejarnos en los grises de la vida para saber si somos buenas personas (o no tanto).

Evidentemente, los teólogos clásicos del cristianismo no conocían el dilema del tranvía, pero su doctrina del doble efecto resuelve en parte el dilema señalando que en toda acción debían distinguirse entre la neutralidad del acto, la intención, la independencia causal y la proporcionalidad. Veamos una a una:

  • Neutralidad del acto. La acción en sí misma debe ser moralmente neutra o al menos intrínsecamente buena. Es decir, no puede tratarse de una acción que, por su propia naturaleza, sea mala, como asesinar deliberadamente a un inocente. En el caso del tranvía, empujar una palanca sí que es un acto neutral, mientras que no lo es empujar a alguien por un puente.
  • Intención recta. El agente debe perseguir exclusivamente el efecto bueno; el efecto malo no debe ser deseado, ni como fin ni como medio, sino solo tolerado como una consecuencia secundaria. En ambos casos, suponemos, nadie desea más muertes.
  • Independencia causal. Aquí hay un punto crucial. Para la doctrina del doble efecto, el efecto bueno no debe surgir causalmente del efecto malo. Es decir, no podemos obtener el bien gracias al mal. En el escenario de la palanca, la muerte de la persona es un efecto colateral (podría no haber alguien ahí), algo contingente; en el caso del puente, la muerte de la persona que arrojamos es necesaria, no podría ser de otro modo.
  • Proporcionalidad. El bien que se busca debe ser lo suficientemente importante como para justificar la permisibilidad del mal tolerado. No basta con que haya un beneficio; debe ser proporcionalmente mayor que el daño causado.

Estos teólogos morales católicos, entre los que se encontraban Francisco de Vitoria o Francisco Suárez, querían aplicar la moral cristiana a casos como las guerras justas, la defensa propia o decisiones médicas bastante límites. Ellos distinguieron entre la muerte directa (directe voluntarium) —aquella que es fin o parte del acto, como en el caso del puente— y la muerte indirecta (indirecte voluntarium) —aquella que no se busca pero se tolera como efecto previsible, como en la palanca—.

El dilema del tranvía contrapone dos escenarios moralmente distintos y cuestiona tanto las éticas utilitaristas como las deontológicas. La tradición cristiana aborda este conflicto mediante la doctrina del doble efecto, que distingue entre daño colateral y daño intencionado

Contra el utilitarismo

Como ya hemos señalado, el dilema del tranvía expone con precisión quirúrgica las limitaciones del «consecuencialismo agregativo simple», es decir, aquella posición ética que sostiene que el valor moral de una acción depende exclusivamente de sus resultados agregados en términos de bienestar o utilidad. Según esta teoría, en todos los escenarios es mejor que muera una persona a que mueran cinco. Con el dilema del tranvía aprehendemos una crítica fundamental: no es lo mismo activar una palanca y generar una muerte ocasional que tener que matar a alguien con nuestras propias manos.

Desde la lógica del cálculo utilitario, no hay diferencia relevante entre los dos actos, ya que el saldo neto de vidas salvadas es el mismo. El caso es que nuestras intuiciones morales más arraigadas rechazan esta equivalencia. La mayoría de las personas aceptan la acción de desviar, pero se niegan a empujar. Esta asimetría intuitiva plantea un desafío frontal al consecuencialismo porque muestra que no solo importa qué sucede, sino cómo sucede.

Esta diferencia no es meramente psicológica: remite a una estructura normativa que valora no solo los resultados, sino también las modalidades de la acción, los modos en que los seres humanos entran en relación unos con otros. El dilema, así formulado, obliga a reconsiderar la validez de una ética puramente agregativa y abre la puerta a modelos que incorporen la intención, la estructura causal del acto y la posición moral del agente. El dilema del tranvía no refuta la importancia de las consecuencias, pero muestra que las consecuencias por sí solas no bastan.

El dilema del tranvía revela los límites del consecuencialismo: no basta con evaluar consecuencias, también importa cómo se actúa. La diferencia entre desviar y empujar cuestiona una ética basada solo en el saldo de vidas salvadas

Contra la idea del deber

El dilema del tranvía no solo pone en cuestión el consecuencialismo, sino que también problematiza las versiones más rígidas de las éticas deontológicas. Estas teorías postulan derechos absolutos, como el derecho a no ser matado, lo que a la luz del dilema parecen insuficientes para explicar por qué nuestras intuiciones morales distinguen entre el caso de la palanca y el caso del puente, cuando en ambos se sacrifica una vida. Esta insuficiencia sugiere que no basta con invocar derechos inviolables, sino que debemos comprender la estructura moral de las acciones: quién actúa, a quién afecta, con qué intención, y a través de qué relaciones causales.

De hecho, este dilema ha propiciado el desarrollo de deontologías más sofisticadas, que introducen distinciones estructurales entre tipos de acción e intención, sin apoyarse exclusivamente en reglas absolutas. En esta línea, Philippa Foot aportó una de las distinciones más influyentes al defender la relevancia moral entre matar y dejar morir. Matar, argumentaba, consiste en iniciar activamente una cadena causal que desemboca en la muerte de otro, mientras que dejar morir supone simplemente no interferir en una cadena ya en curso.

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Las aplicaciones del dilema del tranvía

La neurociencia ha introducido una nueva dimensión en el estudio del juicio moral, desafiando la vieja separación entre razón y emoción. Joshua Greene, a través de estudios de neuroimagen funcional, ha mostrado que los juicios sobre dilemas «personales», como el caso del ser humano empujado desde el puente, activan áreas cerebrales asociadas a la emoción, mientras que los casos «impersonales», como desviar el tranvía mediante una palanca, movilizan regiones vinculadas al razonamiento abstracto.

Esta investigación no se limita al terreno especulativo. El dilema del tranvía ha migrado a ámbitos prácticos como la bioética, donde la distinción entre matar y dejar morir informa debates sobre la eutanasia activa y pasiva, el triaje en situaciones de escasez y la asignación de órganos.

En el terreno de la política pública, la estructura lógica del dilema ha servido para ilustrar conflictos entre justicia distributiva y respeto por la individualidad. Robert Nozick lo ha utilizado para argumentar contra las teorías redistributivas: si no estamos dispuestos a empujar a una persona desde un puente para salvar a cinco, tampoco deberíamos redistribuir su riqueza forzosamente para beneficiar a otros.

El derecho internacional humanitario también ha absorbido estas distinciones. En los debates sobre daño colateral y ataques proporcionales, la doctrina del doble efecto opera como principio estructurante: no es lo mismo causar la muerte de civiles como medio para un fin militar que preverla como consecuencia no deseada. Los principios de discriminación y proporcionalidad, pilares de la teoría de la guerra justa, responden directamente a estas preocupaciones.

Por otro lado, con el desarrollo de tecnologías autónomas, el dilema del tranvía se ha hecho literal. ¿Debe un coche autónomo proteger a su pasajero a costa de atropellar a varios peatones? ¿Cómo deben programarse estos vehículos ante situaciones donde no hay opción sin víctimas? Lo que antes era un experimento mental se ha convertido en decisión de ingeniería. En el ámbito más general de la inteligencia artificial, el problema del alignment —cómo lograr que los sistemas artificiales actúen de manera moralmente aceptable— también retoma la lógica distributiva del tranvía.

No faltan, sin embargo, críticas a esta proliferación de escenarios tipo tranvía. La primera objeción apunta a su artificialidad. Incluso Judith Jarvis Thomson expresó dudas sobre la relevancia práctica de casos tan extremos. La filosofía experimental ha revelado, además, importantes variaciones culturales en las respuestas, cuestionando la idea de una moralidad universal.

De hecho, algunos estudios de John Doris y Shaun Nichols muestran cómo pequeñas alteraciones en la formulación del dilema provocan cambios drásticos en los juicios, lo que sugiere que nuestras intuiciones son inestables y sensibles al contexto. Además, y desde otra perspectiva, algunos filósofos acusan a este enfoque de reduccionismo: centrar la ética en casos límite puede oscurecer la complejidad moral de la vida cotidiana, donde las decisiones rara vez se presentan como opciones binarias.

Pese a estas limitaciones, el dilema del tranvía ha reconfigurado el mapa de la filosofía moral. Ha convertido una cuestión abstracta en un nodo interdisciplinar, generando colaboración entre filósofos, psicólogos, neurocientíficos, juristas, economistas y expertos en inteligencia artificial. En el terreno pedagógico, se ha consolidado como herramienta fundamental para introducir a estudiantes en las tensiones entre deontología, consecuencialismo y teorías intermedias.

Más que un juego intelectual, el dilema del tranvía se ha convertido en un campo de prueba para nuestras teorías morales y nuestras instituciones (e intuiciones) éticas.

Fuente: https://filco.es/dilema-del-tranvia/

El desafío de Pascal Quignard

Melina Balcázar Moreno

¿Qué nos impide ser libres? Es la interrogación que nos lanza, casi como un desafío, Pascal Quignard en su ensayo inédito en español Crítica del juicio (Canta Mares, 2025), que condensa uno de los temas principales de su obra: la relación entre yo y nosotros, su imposible coincidencia, pues para el escritor francés solo cuenta la vida, es decir, la creación, el momento en que aflora el desorden, lo inesperado, lo inaudito, el amor —que nunca son sociales.

El libro comienza con su decisión de abandonar toda posición de poder. Quignard renace en una tarde de 1994 —la fecha elegida coincide con la de su nacimiento, el 23 de abril—. cuando decide romper con quien fue hasta entonces. “En la primera parte de mi vida, me criaron, me educaron, me civilizaron, fui un buen estudiante, católico, respetuoso, atemorizado. Bordeaba el muro del liceo y me esforzaba por hundirme en su sombra. Ni un error gramatical. Ni pecado en puntuación. En la segunda parte de mi vida, durante 25 años, ejercí diversas magistraturas: entré a la editorial Gallimard en 1969 como lector, luego a la ORFT, luego a la Universidad de Vincennes, a la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, a France Culture, a FR3, a L’Express, a Le Nouvel Observateur. Por doquier, siempre que solicitaran mi pericia, juzgué todo a partir de no sé cuál competencia interna (arrogancia) o según un sentimiento inexplicable de integración ciega (superyó), siendo más audaz y determinado que asumido y consciente. Abandoné todo en 1994. Comencé una tercera vida que abandonó el juicio. No encontrarán aquí una crítica a la prensa, la televisión, los jurados, los comités de lectura, etcétera. Encontrarán una crítica del juicio”.

Elegir la vida es así renunciar al juicio que se sitúa del lado de la muerte, del ejercicio de poder que ejecuta, elimina, cancela en nombre de la opinión común, del consenso. Implacable y asumiendo hasta sus últimas consecuencias lo paradójico de su título, Quignard hace la crítica del juicio y de la dominación corporal, psíquica y lingüística que implica. Si bien el título hace eco al célebre tratado de Immanuel Kant, Quignard nos recuerda la concomitancia de su publicación, en 1790, con el Gran Terror durante la Revolución francesa. El “poder de evaluación” —la Beurteilung— hunde sus raíces en el “temor de la mirada del otro” que lleva a su aniquilación. Como suele hacer en sus obras, reconstituye aquí la historia de la noción y, pacientemente, encuentra en la etimología de las palabras que han designado el juicio, en griego, en latín, en alemán, en francés, la falla, el punto de quiebre que nos permitirá abrir una brecha. Pero se trata de una labor ardua que comienza por el cuerpo, domesticado a fuerza de miedo —a la desaprobación, al error, al ridículo, a la exclusión del grupo—, la lengua compartida que habrá que hacer propia y las diversas formas de pertenencia familiar, social, nacional, de las que deberá desprenderse.

Juzgar no es inofensivo. En nombre del juicio se destruyen vidas, se queman libros, como en 2007, cuando, en una librería en el sur de Francia, los ejemplares de su ensayo La noche sexual fueron vandalizados. Junto a sus libros, en ese sacrificio fallido, estaban también los de Bataille, San Agustín, Rousseau: “El libro en persona era lo que causaba problema a los religiosos integristas que habían buscado dar su juicio, alzar una hoguera, proceder a un acto de fe. No eran mis libros, sino todos los libros y únicamente eso habían atacado. Fue la representación lingüística del pensamiento en sí a la que habían condenado los fieles católicos y a la que debían castigar por sacrílega”.

Crítica del juicio es así un libro antifilosófico, antikantiano, que busca apartarse de la autoridad crítica, un libro que se retira de la opinión e intenta ir hacia el pensamiento que es una forma de crear, una meditación: “Lo que pierdo en la facultad de juzgar (comparar) lo gano en capacidad de pensar (meditar). Ya no hay punto de vista en mi visión. La idea de matar o de jerarquizar o de elegir se retiró de mí”. Es un pensamiento literario, una forma pensante que se expone y abre hacia un silencio compartido.

Pero esta crítica suya proviene de muy lejos, de su infancia en una ciudad en ruinas tras la guerra, de la afasia y la anorexia que durante años lo marcaron, de la dolorosa interiorización de un discurso que inculca, afirma, aprueba y excluye: “No juzgar más es ya no ser recluta de lo que genitores, antecesores, reproductores, decanos, muertos, ancestros, pensaban en la lengua que de ellos nos viene y que prolongamos.

“No juzgar más es ya no ser portavoz de lo que mi parentela o mi grupo o mis accionarios o mi clase o mi comunidad o mi empleador o mis patrocinadores o mis asesores de prensa piensan.

“Sin importar la manera, crear es primero traicionar lo que precede. Traicionar el grupo de donde procedemos directamente. Es a la vez romper el statu quo de la comunidad en el espacio del país limitado por sus fronteras lingüísticas y hacer polvo el statu quo de la tradición en el tiempo histórico”.

“No juzguen”, nos dice así obstinadamente, libérense del yugo colectivo del juicio, de la obsesión de la comparación, de la distinción entre bueno y malo. Olviden, por fin, el superyó, esa forma de autovigilancia, de autorrepresión que interioriza la mirada externa y la obedece. Sepárense de las dependencias pueriles que limitan la existencia, de ese síntoma pequeñoburgués que es el juicio y su ambición de ser una autoridad crítica. “La facultad de juzgar está por completo del lado del resentimiento” y no del sentir, de la sensación, camino descendente hacia uno mismo: “No me hables del mar, sumérgete. No me hables de la montaña, asciende. No me hables del libro, lee, adentra más aún la cabeza en el abismo donde tu alma se pierde”- Al juicio, Pascal Quignard opone entonces la emoción y nos invita a seguirlo en ese deseo de leer y escribir verdaderamente, es decir, en libertad.

“Leer de verdad nunca es juzgar.

“Hay algo mucho más profundo que juzgar en el sentido mudo de recibir, en la alteración del alma y el reajuste total que induce lo que ahí se abalanza.

“Antes del me gusta/ no me gusta, antes del tomo/ dejo, hay un ser emocionado sin distancia.

“Hay un sentir que es como una herida.

“Antes del sentir en el sentido sublime del sentimiento, está el sentir en el sentido primario de sensación. Está una lesión antes del resentimiento”.

Pues se trata de volverse autor de su propia vida, trabajar para sí mismo sin buscar la aprobación de ninguna instancia: “Autor designa a quien se autoriza a sí mismo. […] El autor es quien aumenta el mundo a partir de sí mismo. El autor define a quien no necesita la autorización de nadie para avanzar en lo desconocido donde se pierde solo”. En ese sentido, Crítica del juicio es quizá su libro más político por la radicalidad de su exigencia de apartarse del juego social y su elección de arriesgarse a un espacio propio, como lo es la creación.

Hay que, como Butes, disidir y desobedecer, seguir el llamado fascinante del canto animal, de esa voz acrítica que aún yace en el fondo de nosotros. Estamos demasiado domesticados, nos muestran estas páginas, sometidos por completo al lenguaje común. De ahí que Quignard se arriesgue en este ensayo a lo incorrecto, a lo incomprensible, a la repetición. “Una libertad de puro contenido no es nada si su forma no lo prueba” y, de un libro a otro, lo reafirma al no someterse a los códigos de su tiempo, ni a los géneros, ni a las reglas. Y al hacer que la lengua materna se vuelva extranjera y que en ella resurja lo indomesticado, lo salvaje. Así, Quignard la deforma y hace titubear para que pierda toda certidumbre, cada uno de sus principios. En la frase misma, rechaza los preceptos del buen estilo, su elegancia, su decoro, incluso su belleza —esa armonía que es mesura y autocontrol—. Seamos salvajes, nos invita Pascal Quignard, pero no en el sentido que habitualmente se le concede a la palabra, es decir, de feroz, cruel, bárbaro respecto a lo civilizado, sino en sentido memorioso y recordando que en latín “salvaje” se decía solivagus, aquel que erra solo.

Fuente:https://www.milenio.com/cultura/laberinto/pascal-quignard-propone-liberarse-juicio-libro

‘Pitágoras y la ciencia sagrada’: noticias de la luz

Lorenzo Luengo

Pongamos que es así: en una oscuridad que no era ni siquiera oscuridad, y ni siquiera era nada, un extraño incidente en sus propias texturas provocó la aparición de un fogonazo, que supuso el origen de la vida. Desde ese momento –no olvidemos de que todo forma parte de lo mismo–, soles, estrellas, árboles, montañas e individuos, de lo más grande a lo más pequeño, de lo que sabemos que fue a lo que alguna vez tendría que ser, misteriosamente comenzamos a rimar.

Pitágoras no fue el primero en percibir esas rimas (posiblemente incluso él sea el fruto de un poema que mutó), pero la atención que puso en ellas llama con su puño todavía a nuestro tiempo. En aquel enigmático filósofo de Samos, que aprendió a mirar la «realidad» en Egipto, Creta y Babilonia –y tal vez en la India, donde pudo recibir el apelativo de Pitta Guru–, y que influyó en gnósticos, alquimistas y poetas, cristalizaron varias corrientes mistéricas que estaban destinadas a fluir por los ríos periféricos de la historia, por sus arroyos subterráneos, recogidas en tratados, en códices ocultistas, en manuales escritos en un código cabalístico que alguna vez se encontrarían en los laboratorios secretos de Praga o entre los alambiques de algún abandonado altillo de París (siglo XVI), insolentemente oscuros e indescifrables.

Hasta cierto punto, Pitágoras sufrió un destino similar. Su influencia ha sido decisiva en la música general de nuestra civilización mecanicista, que, muy a su pesar, tanto ha dependido de él, pero muchas de sus notas (aquellas justamente que conforman la melodía más extraña) se han perdido bajo los tonos de un mero calentamiento de cuerdas, entre los sonidos deformados por los preparativos en el foso de la orquesta. Shelley lo entendió muy bien cuando, dirigiéndose a ese inmenso reino de las rimas del que él se sabía sílaba, escribió: «Haz de mí tu lira». Haz de mí tu lira.

Pitágoras y la ciencia sagrada es un libro de nueve cuerdas, y cada una de ellas vibra en alguna de las frecuencias en las que Pitágoras reconoció un patrón del universo, una forma refleja del «mundo mental de las relaciones». Es preciso, para entender este concepto, pensar en la totalidad de las cosas –el yo que se extiende hasta eso que llamamos así: universo– como una de esas flores que se cierran para recibir a la noche, y se abren lentamente cuando sienten las primeras noticias de la luz.

Viaje al corazón de las revelaciones

En este libro, Keith Critchlow y Arthur Zajonc dicen cosas absolutamente reveladoras sobre la forma geométrica, el número y la luz –así como Anne Macaulay levanta un retrato inesperado de Apolo, y Kathleen Raine, un espejo diabólico en el que se reflejan mágicamente dos rostros que parecen uno: William Blake y William Yeats–, pero quien me parece que convierte esta obra en un viaje al corazón de las revelaciones más profundas es el hombre que tradujo a René Adolphe Schwaller de Lubicz, y que, por tanto, no puede ser otra cosa que un prodigio: Robert Lawlor, simbólogo, mitógrafo y arquéologo de la luz.

Difícil hallar en nuestros días otro libro como este, verdadera brujería para iniciarse en la realidad que nos rodea bajo una mirada nueva

Hay una frase suya de la que aún no he podido salir: «Si entendemos este modelo a escala cósmica, el efecto de la angulación sobre patrones de resonancia podría ser clave para entender cómo los ángulos de una configuración planetaria modifican la atmósfera electromagnética del sistema solar… La Tierra es una ecuación geométrica y rítmica tremendamente precisa cuyo resultado es la vida consciente».

No sin aprensión, aquí veo como de perfil una respuesta al principio antrópico fuerte de John Wheeler, según el cual el universo entero es la creación de los miles de millones de individuos que lo observan desde el pasado, el presente y el futuro, todos sin cerrar los ojos y mirando al mismo tiempo. Pero Lawlor no parece precisar de una inteligencia que organiza el universo al completo a partir de una mirada: le basta con crear una fabulosa telaraña de luces y de esferas que asoman a un templo abandonado en esa Tierra para crear un vértigo que viaja desde nosotros hasta ese lugar –¿lugar?— en el que el tiempo está naciendo una y otra vez.

Difícil hallar en nuestros días otro libro como este, verdadera brujería no ya para iniciados, sino también para iniciarse en la realidad que nos rodea bajo una mirada nueva, y comenzar a despejar la sospecha –¡y si fuera solo una!– de que tras todo este contubernio de formas hay algo que se nos escapa. ¿El qué? No lo sabemos con seguridad. Pero aquí se nos ofrece un inesperado punto de partida mediante el gesto más atrevido imaginable: abriendo en canal la luz.

Fuente: https://www.elperiodico.com/es/ocio-y-cultura/libros/20250529/pitagoras-ciencia-sagrada-libro-critica-117957615

Emilio Uranga: la conciencia mordaz que incomodó a todos

José Manuel Cuéllar Moreno recupera la faceta crítica del filósofo mexicano en ‘Herir en lo sensible’, un volumen que revela su vínculo con la literatura, el periodismo y los dilemas del poder..

José Juan de Ávila

José Manuel Cuéllar Moreno propone viajar con la imaginación y con la historia a la década de los 40 del siglo pasado, para comprender cómo se desarrollaba la filosofía mexicana y, en especial, la que protagonizó el Grupo Hiperión, en el que militó Emilio Uranga, de quien ya ha publicado cuatro libros.

El filósofo y narrador apunta en entrevista que la Universidad Nacional Autónoma de México no estaba en Ciudad Universitaria, sino en el centro. Y la facultad de Filosofía, “un hervidero intelectual en la época de oro de la filosofía mexicana” donde se formaba gente como Luis Villoro, Rosario Castellanos, Ricardo Guerra o Jorge Portilla, bullía en Ribera de San Cosme, en la colonial Casa de los Mascarones.

Entre otros exiliados por la Guerra Civil Española, José Gaos, discípulo directo de José Ortega y Gasset, tenía un seminario dedicado a traducir Ser y tiempo, de Martin Heidegger. Y entre los alumnos del asturiano se encontraba Emilio Uranga (1921-1988), de quien Cuéllar Moreno recuperó y recopiló tres décadas de ensayos y artículos literarios en Herir en lo sensible (Bonilla Artigas Editores, 2025), un volumen que le costó siete años de meterse a las hemerotecas y que a finales de mayo salió a la luz.

Aquellos jóvenes ya para 1947 empezaban a leer las novedades de filosofía que desembarcaban de Francia gracias a la Librería Francesa, que se encontraba en Paseo de la Reforma 12, con autores como los existencialistas Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Albert Camus o Maurice Merleau-Ponty.

Cuéllar Moreno cuenta que, en un departamento de la familia de Luis Villoro en la avenida Bucareli, se reunían a leer y a discutir las obras de los filósofos franceses y comienzan una rebelión en contra del magisterio de José Gaos y la ortodoxia heideggeriana. Se nombran Grupo Hiperión, con Uranga a la cabeza, Luis Villoro (padre del escritor Juan Villoro), Jorge Portilla, Ricardo Guerra (después esposo de Rosario Castellanos), Salvador Reyes Nevares, Fausto Vega y Gómez y, más adelante, Leopoldo Zea.

“Se desata el fenómeno del existencialismo mexicano. ¿Qué significa que su postura haya sido existencialista? Pues que a la pregunta de qué es el mexicano, una pregunta nacionalista que entonces estaba en boga, responden que el mexicano no es nada”, expone Cuéllar Moreno, doctor en Filosofía.

Mientras estudiaba la licenciatura en la UNAM, se encontró con esos filósofos de mediados de siglo y “se enganchó” con Emilio Uranga y su libro de 1952 Análisis del ser del mexicano, que el autor dedicó a Octavio Paz, aunque hasta 1953 conoció al futuro premio Nobel de Literatura 1990. Y, a propósito de Nobeles, apunta que Uranga profetizó que Peter Handke ganaría el premio cuando pocos lo conocían.

“Uranga hace en Análisis del ser del mexicano una pregunta absolutamente provocadora: ¿Qué es el mexicano? Parece una trivialidad, pero Uranga y su generación hicieron de ese cuestionamiento el problema medular. Quedé fascinado por este libro. Y después me di cuenta que Uranga había sido más que un filósofo. También había sido un periodista político y, por supuesto, también un crítico literario, que es lo que recopila Herir en lo sensible. Pero todo lo que escribió fue a partir de la filosofía”, dice.

Maestro en Filosofía Contemporánea por la Universidad de Barcelona, Cuéllar Moreno ha enfocado buena parte de sus investigaciones a la obra de Uranga. En 2018, publicó La revolución inconclusa (Ariel), donde se ocupa de su faceta como asesor del entonces presidente Adolfo López Mateos en 1960. En 2021, reunió en La exquisita dolencia todos los ensayos que el filósofo dedicó al poeta Ramón López Velarde. Y transcribió el diario personal que Uranga redactó a mano en Alemania en 1955, que resultó en el volumen de 700 páginas Diario de Alemania, editado por Adolfo Castañón con Bonilla Artigas, sello del anterior y de Herir en lo sensible. Y ya está por sacar su biografía de Uranga.

“Uranga estelarizó, protagonizó un fenómeno de finales de los cuarenta, que fue el Grupo Hiperión. Y cuando hablamos del Grupo Hiperión, estamos hablando del existencialismo mexicano. En el existencialismo no hay determinismos; es una postura filosófica que rehuye a las etiquetas, a los absolutismos, a los fascismos. Y estos jóvenes inquietos, los hiperiones, utilizan el existencialismo como ariete en contra de este discurso folclorista del gobierno mexicano y del flamante PRI”, añade el también Premio Nacional de Novela José Revueltas 2014 por Ciudademéxico (Fondo Tierra Adentro).

Pero el Grupo Hiperión, “un grupo de buenos y malos amigos”, como recuerda Cuéllar Moreno que lo definía Emilio Uranga, se dispersó en 1952 con la llegada a la presidencia de Adolfo Ruiz Cortines. Villoro se fue a París; Uranga, a Alemania; Reyes Nevares y Zea se incorporaron al PRI o al gobierno.

“Otro factor clave fue la mudanza de la facultad del festivo centro de la ciudad al pedregoso sur de Ciudad Universitaria. Y cambió la manera en que se hacía filosofía. Ya no era una filosofía de cafés, de billares, esa filosofía que se desarrollaba a la intemperie y en la plaza pública, literalmente, sino ya era una filosofía, para citar a Uranga, ‘de paz batallona de los seminarios’”, lamenta Cuéllar Moreno.

¿Cómo pasó de estudiar a Uranga como filósofo a recopilar sus ensayos y artículos literarios?

Muy pronto me dediqué a investigar su faceta como periodista político, porque Uranga no se sentía a gusto en el aula. Para él, la filosofía no se tiene que dedicar a comentar libros, debe salir de los salones de clases, abandonar el letargo academicista, tratar con los problemas nacionales más urgentes, brindar al ciudadano herramientas para resolver sus problemas. No hace carrera docente, da el brinco a la palestra del periodismo político a finales de los 50 y va a ser asesor de 4 presidentes: Adolfo López Mateos (1958-64), Gustavo Díaz Ordaz (64-70), Luis Echeverría (70-76) y José López Portillo (76-82).

Estamos hablando de un pensador que estaba en proximidad candente con la realidad mexicana, estaba en contacto con sus circunstancias, las del nacionalismo revolucionario, las del presidencialismo, pero también estaba muy en contacto de los círculos literarios. Sus amigos personales fueron Juan José Arreola, Ricardo Garibay y Rubén Bonifaz Nuño, sólo por poner tres ejemplos. Y yendo yo a la hemeroteca, me di cuenta de que en sus columnas de periódico no sólo trataba temas políticos o filosóficos, sino que recurrentemente criticaba novelas que leía o volvía a sus obsesiones de juventud, a autores como Marcel Proust o Johann Wolfgang von Goethe. Y decidí que había que reunir todos estos escritos y reivindicar a Uranga como uno de los grandes críticos literarios del siglo XX.

¿Cuáles eran los intereses de Uranga en la literatura?

Uranga era un germanófilo, le encantaba y seguía muy de cerca la literatura alemana; también era hispanófilo, uno de los autores que encontramos en este libro es Miguel de Unamuno. Desde luego seguía de cerca lo que estaban haciendo sus coetáneos: Elena Poniatowska, Juan García Ponce, Carlos Fuentes, Fernando del Paso, además de los tres mencionados antes.

¿Cómo traslada su pensamiento filosófico hacia los ensayos y artículos literarios?

Uranga no veía una frontera entre literatura y filosofía. El tema en común es el estilo. Es decir, para él no sólo importa lo que dices, sino cómo lo dices. La filosofía es una cuestión literaria, de estilo. Por eso, para él cualquier problema filosófico también es un problema profundamente literario, además de que en su concepción la filosofía siempre tiene algo de diálogo, con sus circunstancias, con sus coetáneos; no es solamente una cuestión profesoril, no es algo que se enseña o que pueda confinarse en cuatro paredes. Por eso, para él es muy fácil dar el salto a la crítica literaria, siempre mordaz.

¿Qué diría que tienen en común estos artículos recopilados en Herir en lo sensible?

En primer lugar, el tono mordaz de Uranga. A él no le interesaba quedar bien con alguien, y esto se agradece hoy,, porque no solamente nos dice las verdades, sino que las aúlla. No le teme a tocar las fibras sensibles de los autores, de ahí el título, Herir en lo sensible. Es un autor al que le molesta mucho lo que hoy denominamos autoficción, estos documentos privados para consumo familiar. Él viene de una tradición existencialista para la cual la literatura, como cualquier manifestación artística, debe tener un profundo compromiso social. Y por ahí van sus críticas. Él no entiende la crítica solamente como desgranar el libro o captar ideas. Quiere entender el modo de ser de cada autor. La concepción del mundo de cada autor. Uranga se aproxima a los autores y piensa a través de ellos.

Reitero: Uranga viene de una tradición existencialista, para la que es bien importante el compromiso social de la obra literaria. Y esto se nota en las obras que comenta. Le molestaban mucho dos cosas: el culto a los autores, acompañado, lo cito, de ‘la incuria de no leernos’; se da cuenta de este fenómeno que hasta la fecha existe, de cómo la adulación a un autor sustituye a la lectura y al estudio serio de ese autor. Y le molestaban también las autoficciones, como mencioné antes, porque éstas le rehuyen de alguna manera a las circunstancias y a este compromiso que para Emilio Uranga es bien importante.

¿Quiénes eran sus víctimas dentro de la literatura mexicana?

Primero sus amistades de juventud. El libro es un diálogo muy conmovedor con Garibay, siempre muy ambivalente porque el estilo de Uranga es un poco inasible, uno no puede estar siempre seguro de si está haciendo un elogio a secas o es un elogio revestido de cinismo. Ese es Uranga; siempre te queda el regusto de no saber si fue una crítica o un halago lo que está soltando. Tiene esta acidez. Y otros amigos: Arreola, Poniatowska, Archibaldo Burns, Del Paso, José Emilio Pacheco, aunque mucho menor. Y, dentro de los latinoamericanos, comenta mucho a Jorge Luis Borges y a Julio Cortázar.

¿Por qué dejó fuera de la recopilación los artículos de Emilio Uranga sobre Octavio Paz?

La relación entre Emilio Uranga y Octavio Paz siempre fue complicada. Uranga le dedica su libro de 1952 Análisis del ser del mexicano, y se conocen hasta septiembre de 1953, cuando Paz vuelve a México, y casi en seguida Emilio se va a estudiar a Friburgo. Para 1959 es director del suplemento Claridades literarias e invita a colaborar a Paz, pero viene una fuerte ruptura después de la matanza de Tlatelolco. Uranga no se adhiere a la disidencia de Paz; tampoco eso quiere decir que haya sido un apologeta de la represión estudiantil, condena con términos taxativos la represión estudiantil.

Pero es verdad que ese va a ser un punto de inflexión en la intelectualidad mexicana. Uranga acusa a Paz en una serie de artículos de dos cosas: de quererle sacar raja política a la desgracia de Tlatelolco. Y dos, no es una crítica directa a Paz, sino más bien a los seguidores Paz, a los muchos discípulos que revolotean alrededor de Octavio Paz. Eso le molestaba mucho a Uranga; que Paz ya no fuese solamente una figura literaria, sino una figura mediatizada por sus seguidores. Esos textos no los incluyo porque en realidad es una querella política, no muestran esta cara de crítico literario de Emilio Uranga.

Pero Octavio Paz reconocía el trabajo literario de Emilio Uranga.

Cuando Uranga fallece en 1988 y se le hace un homenaje en Bellas Artes, Octavio Paz dice una frase que recojo en la contraportada: “Uranga fue un excelente crítico literario. Lástima que haya escrito tan poco. Hubiera podido ser el gran crítico de nuestras letras: tenía gusto, cultura, penetración. Tal vez le faltaba otra cualidad indispensable: simpatía. Es necesario recoger sus escritos. Son parte de la cultura contemporánea de México”. Y esta consigna de Paz fue la que tuve en mente a la hora de juntar estos textos y probar que Octavio Paz tenía razón: Uranga pudo haber sido el gran crítico de nuestras letras.
José Manuel Cuéllar Moreno destaca la figura de Emilio Uranga y el desarrollo de la filosofía mexicana en el siglo XX. (Foto: Javier Narváez)

¿A qué atribuye que hasta ahora no hubo una recopilación de sus artículos literarios?

El primer obstáculo para armar este libro fue el propio Uranga. Siempre lo acompañó una voluntad de dispersión, no recogió sus textos, no los archivó, tampoco dejó discípulos, su obra estaba dispersa en periódicos. Me di a la tarea de ir a la Hemeroteca Nacional de la UNAM, y luego a otras como la Miguel Lerdo de Tejada, a hojear todos los periódicos y a recuperar sus columnas, que escribía de lunes a viernes. Estamos hablando de 100 o 200 artículos publicados por año; hay que ir armando todas las piezas del rompecabezas para tener su bibliografía completa. Y Emilio Uranga padece la tragedia de muchísimos otros filósofos mexicanos, incluso personajes monumentales como Antonio Caso o José Vasconcelos, que son tan grandes que uno pasa de lado y ni siquiera los lee. No solamente es un problema de Emilio Uranga, sino en general de la filosofía y de la historia mexicanas. Las tenemos en el olvido y hemos perdido ese suelo para nuestras discusiones actuales. Se suma que Uranga se ganó muchas enemistades y animadversiones, y que era un personaje incómodo y sigue siendo incómodo.

¿Dónde publicaba sus artículos literarios?

En los 60 tenía columna en La Prensa, el periódico más popular de México, y en los 70, en Revista de América, dirigida por Gregorio Ortega. También llegó a tener colaboraciones en El Universal, Excélsior y Novedades, y en otros periódicos de provincia menos conocidos.

Qué curioso. No imagino que un filósofo escriba hoy en La Prensa.

Sí, y publicaba cerca de las páginas centrales; es decir, en una posición muy destacada. Ahí uno se podía encontrar estas ideas filosóficas de Emilio Uranga, sorprendentemente, es verdad, en medio de muchos eventos noticiosos y de sociales y de nota roja.

¿Qué tanto influyó su relación con el PRI para que sus artículos quedaran sólo en periódicos?

Insisto en que quizás el principal factor es que él no guardó estas obras. Y también ha sido un poco el descuido de los filósofos mexicanos, que no los habíamos volteado a ver, a esta y a otras muchas figuras que quedan aún por rescatar. La filosofía mexicana, esto se nos olvida en la actualidad, se desarrollaba en los periódicos: Caso y Vasconcelos escribían en los periódicos, en las revistas; después juntaban estos artículos y sacaban libros. Si no vamos a las hemerotecas, nos perdemos por lo menos del 50 por ciento de lo que hacían nuestros filósofos. Es como un recelo de la filosofía mexicana que no ha querido ver que la filosofía no solamente se desarrolla en tratados, sino que hay otros formatos, y uno de los privilegiados es el artículo periodístico. Emilio Uranga tuvo muchos enemigos, pero los principales que ha tenido para ocultar su obra somos los investigadores de filosofía mexicanos.

¿Cómo encajaría Emilio Uranga en esta dictadura de clics, redes sociales y likes?

Cuesta trabajo imaginarse cómo sería o qué haría Emilio Uranga en la actualidad, siendo que su principal escenario eran las charlas y las columnas de periódico. Pero algo que sin duda sabría hacer en la actualidad sería agitar las aguas calmas, tanto de la política como de la inteligencia mexicana, a través de un tuit, un post, TikTok o de un artículo, de lo que fuese. Pero sí se cercioraría de que su voz sí fuese escuchada y pasaría su erudición luciferina. Se echa de menos este cinismo de Uranga, esta capacidad de soltar las verdades sin tapujos, pero siempre con la enorme inteligencia que lo respalda.

¿Qué artículos literarios de Uranga le entusiasmaron más a usted, que ya conocía su filosofía?

Todos los artículos sobre Borges me parecen muy interesantes, y más porque uno ve el desarrollo de una relación intelectual: cómo va de la fascinación absoluta a una especie de hartazgo y a una final anestesia e indiferencia. Incluso viajó a Buenos Aires a entrevistar a Borges, en Herir en lo sensible se incluyen las entrevistas. Otra relación absolutamente conmovedora es con Alfonso Reyes, mentor de Uranga; no solamente le dio recursos financieros para que pudiese viajar y continuar sus estudios, sino que Uranga adoptó las obsesiones de Reyes y las llevó hasta sus últimas consecuencias. Y esta obsesión tiene el nombre de Goethe. Todos los textos de Goethe son, en última instancia, un diálogo con Reyes.

También los artículos sobre Sartre cuando éste rechaza el premio Nobel o muere. Uranga, un lector desde su juventud de Sartre, aquí toma distancia, es como un mirar hacia atrás, es un diálogo, en última instancia, consigo mismo. También destaco los artículos dedicados a Juan José Arreola, particularmente uno de 1960 donde lo ataca muy severamente cuando Arreola era del Consejo del Centro Mexicano de Escritores y Uranga tenía beca ahí. También el que escribe sobre Salvador Novo. Uranga profetiza que Peter Hanke va a ganar el premio Nobel; cuando Hanke no era muy leído, si no es que nada conocido en México, Uranga pronóstica que ganará el Nobel, como en efecto lo ganó hace pocos años (2019).

A usted, como filósofo, ¿qué legado le deja Emilio Uranga?

En primer lugar, un modelo de filósofo. Muestra que hay una manera distinta de hacer filosofía en México y que los filósofos también podemos hacer valer nuestra voz en la plaza pública y que el filósofo no tiene que ser un erudito desengastado de la realidad, sino al contrario: el filósofo auténtico está volcado sobre sus circunstancias. Recuperar este espacio público para la filosofía actual es una de las misiones que nos deja Uranga. Y la otra gran lección, particularmente con este libro, es que la filosofía y la literatura no son disciplinas cerradas ni separadas entre sí, hay muchos puentes comunicantes. Y, a veces, estas verdades que no terminan de apresar los conceptos, una metáfora sí las puede aprender; de modo que la filosofía mexicana no tiene que darle espalda a la literatura, sino al contrario: un buen filósofo tiene que ser por fuerza un buen crítico literario, estar atento al estilo.

¿Alguien ocupa hoy la plaza vacante que dejó Uranga?

A Emilio Uranga lo veo como a una especie de mosquito socrático: era esa voz, a lo mejor esa voz disruptiva, que estaba siempre llamándonos a tomar conciencia. Y es esto también lo que necesitamos actualmente: esta voz filosófica que nos prevenga, que nos advierta de los discursos folcloristas sobre la mexicanidad, que nos advierta de esos momentos en el que la política se convierte en un cúmulo de eslogans vacíos. Todo eso es Emilio Uranga desde el existencialismo. Es un pensador que nos pone en primer plano la pregunta de qué significa ser del mexicano, más allá de cualquier intento cosificante, folclorista, de cualquier recogimiento nacionalista. Qué es el mexicano en esta época de segregación, de marginación es una pregunta que tenemos sobre la mesa. Creo que actualmente nadie se ocupa de esa labor, y ahí también está la importancia de recuperar a Emilio Uranga, que en sus mejores momentos llegó a ser la conciencia vigilante de la república. Hoy, la república no tiene esa conciencia vigilante, por eso tenemos que ver atrás y ver a nuestros maestros espirituales. Esa es la buena noticia: no estamos solos. Tenemos a grandes maestros espirituales que nos pueden enseñar a escribir bien.

¿Ser esa “conciencia vigilante de la república” no era contradictorio en Uranga al ser asesor de presidentes emanados del PRI más autoritario, el de Díaz Ordaz y de Echeverría?

Sí y no. Es decir, todo México y todos los mexicanos habitaron esa contradicción en el siglo XX o en gran parte del siglo XX, porque no había un afuera del PRI. Emilio Uranga decía reiteradamente que él era un consejero más, no un aconsejado, del presidente y que su pluma era todo menos una pluma mercenaria. Uranga no tuvo el poder de injerencia que tuvieron otros colegas suyos u otros periodistas. No hay que imaginarnos, esto es una caricatura, a un Carlos Denegri, por ejemplo, este personaje que ha sido recientemente rescatado por Enrique Serna en su novela El vendedor de silencio. Uranga nunca amasó la fortuna que amasaron otros personajes compuestos dentro del régimen. Y no hay ninguna constancia de que haya tenido alguna potestad sobre las decisiones presidenciales jamás. Otros colegas suyos, incluso filósofos, que quizás el propio Uranga miró con recelo si ocuparon puestos diplomáticos, puestos al interior de la Secretaría de Educación Pública. Este no fue para nada el caso de Emilio Uranga. De alguna manera, esta leyenda negra, de la cual él fue seguramente el propio artífice en alguna medida, es una, no sé si llamarle exageración, o por lo menos no hay fundamento visible.

Fuente: https://www.milenio.com/cultura/laberinto/emilio-uranga-y-la-critica-literaria-desde-el-existencialismo

Iris Murdoch, la autora que trasladó el bien y el mal a la novela

El rescate de la ‘memoir’ ‘Elegía a Iris’, libro conmovedor y no exento de polémica sobre los últimos años de la escritora británica, obra del marido de esta, John Bayley, es un buen acicate para adentrarse en las adictivas y misteriosas novelas que el sello Impedimenta lleva años editando.

Elena Hevia

Fue y así la llamaron sus congéneres, «la mujer más brillante de Inglaterra». Iris Murdoch (Dublín, 1919-Oxford, 1999). Una escritora que le dio un buen meneo a la literatura británica de posguerra bajo la falsa apariencia de unas novelas burguesas y convencionales en las que se entrelazan matrimonios fallidos, relaciones adúlteras, muertes y traiciones (muchas traiciones), con las que expuso las contradicciones de la condición humana. Porque, como la certera filósofa que también era, no hubo nada que le interesara más que la condición humana y los conceptos morales del bien y el mal reducidos a escombros por la Segunda Guerra Mundial.

Después de mucho tiempo ausente en las librerías, se ha reeditado Elegía a Iris (Elba), la memoir de John Bayley, prestigioso crítico literario, que fue su solícito marido durante más de cuatro décadas, sobre los últimos años de la escritora, en los que aquella mente que había sido tan extraordinaria acabó convertida en la de una niña balbuceante, perdida en las brumas del Alzheimer.

El libro, un retrato de Murdoch y de la singular pareja que formaron, no está exento de humor y distanciamiento, porque para Bayley ella tuvo siempre sus zonas de misterio. Duele leer el relato del gozo que le producía ver los Teletubbies en la televisión, que solo entró en el domicilio conyugal un año antes de su muerte. Una exhibición de patéticas miserias que algunos interpretaron como una traición a la proverbial discreción con la que Murdoch siempre había llevado su intimidad.

Entre otras revelaciones, el marido daba cuenta de la variada vida sentimental y sexual –con hombres y mujeres– que su esposa mantuvo antes de su matrimonio y la que seguiría manteniendo después, con plena aceptación por parte de él, siempre debidamente informado, a fin de que aquellos lances no mermaran la complicidad y el cariño que mantuvieron durante toda su vida.

Y es que la revolución sexual de los 60, esa explosión que según el poeta Philip Larkin se produjo entre la publicación en Gran Bretaña de El amante de Lady Chaterley y la aparición de Please, please me, el primer álbum de los Beatles, había transformado el sexo «en un deporte, siempre en busca de nuevas marcas», como escribe con gélido desprecio Bayley. El libro, al que seguirían dos más dedicados a Murdoch, sirvió de base a Iris, la película fallida de Richard Eyre que para muchos lectores supuso encerrar a la autora en el drama de su enfermedad y en el sensacionalismo de su vida amorosa, esquivando su labor literaria.

Novelas milhojas

El suyo es un extraño caso. Por un lado, fue una de las novelistas británicas más leídas y populares, con una fama similar en su momento a la de Graham Greene, ya que aparecía habitualmente en las páginas de los diarios y revistas de la época, así como en los programas culturales de la BBC. Además, en un periodo de unos 10 años, se dedicó a desgranar una serie de obras maestras que se iniciaron con El sueño de Bruno (1969), El príncipe negro (1973), La máquina del amor sagrado y profano (1974), Henry y Cato (1976) y El mar el mar (1978), culminación de su carrera con la obtención del Booker.

Por otro lado, quizá sea una de las más incomprendidas, porque tras las tramas argumentales de amores y desamores late siempre la otra gran vocación de Murdoch, la filosofía, de la que fue una destacada exponente en lo tocante a la ética, llevando a nuestro tiempo las tesis platónicas sobre el bien y el mal que el pensamiento imperante, el existencialismo de Sartre, había dejado un tanto atrás. Y, sin embargo, sus novelas son como milhojas, no hay que reconocer todas y cada una de sus capas para disfrutar de su sabor.

Tras las tramas argumentales de amores y desamores late siempre la otra gran vocación de Murdoch, la filosofía, de la que fue una destacada exponente

Hija de irlandeses protestantes trasterrados a Londres –ella apenas vivió los primeros meses de su vida en Dublín–, aprovechó bien la brecha abierta por la Segunda Guerra Mundial, que vació los despachos de Oxford de profesores masculinos. Tan buena resultó que al regreso de estos nadie discutió su valía. Sin embargo, cumplidos los 35 años y con una importante carrera como pensadora, creyó que la filosofía la constreñía a la hora de reflejar la complejidad de la vida y, aunque nunca abandonó los libros de pensamiento, sí fue dejándolos en un segundo plano en favor de las 26 novelas que llegó a escribir, que siempre arrastraron el sambenito de filosóficas.

María Gila, autora de La hija de las palabras (Almuzara Libros), uno de los escasos estudios sobre Murdoch en castellano, tiene muy claro que el concepto de novela filosófica, entendida como novela de tesis, no le interesaba a la autora. «Si se califica así a sus novelas es porque a menudo sus personajes reflexionan sobre temas filosóficos y obviamente tratan los temas que a Murdoch le interesaban; pero difícilmente pueden entenderse como portavoces de su autora. Los personajes que más se las dan de filósofos suelen ser algo ridículos, incoherentes, vanidosos… con un discurso que choca con las limitaciones que tienen para enfrentarse a determinadas situaciones prácticas».

Pura razón y espíritu

Las novelas de Murdoch son decididamente extrañas. Todos ellas, siendo realistas, parecen encerrar un misterio, un algo mágico que se nos escapa. Esa es una de las cualidades que más aprecia una de sus grandes lectoras, la novelista Pilar Adón, que cuando empezó a leerla en su adolescencia no podía imaginar que acabaría siendo su editora. Y aquí hay que agradecerle a Impedimenta la labor de publicar buena parte de su obra, recogiendo el testigo de Alianza o Lumen, que se quedaron a medio camino.

«La suya es una mezcla magistral e inteligentísima de pura razón –dice Adón–, con esos personajes intelectuales y cuadriculados que, sin embargo, tienen un elemento espiritual que te lleva a una trascendencia literaria emocional excepcional». Considera Adón, traductora y prologuista del relato Algo del otro mundo, que cuando el lector se pone en manos de Murdoch se ve arrastrado por la narración desde las primeras páginas sin importar que por el camino se tense hasta el límite su credulidad, por lo inverosímil de las circunstancias. Si lo logra es por su estilo «exuberante y el pulso narrativo», ese que destacó Harold Bloom, que la incluyó en su libro Genios.

La suya es una mezcla magistral e inteligentísima de pura razón, con esos personajes intelectuales y cuadriculados que tienen un elemento espiritual que te lleva a una trascendencia literaria emocional

Los personajes de la escritora transitan con diferentes nombres y similares cualidades de una obra a otra. Ahí podemos encontrar mujeres sacrificadas y/o desesperadas, santos laicos, homosexuales ocultos, esposos con doble vida y esos seres especialmente luciferinos que, como magos manipuladores, dirigen la vida de los demás. Esta figura tiene un desarrollo mayor en la excepcional El mar, el mar, con su egocéntrico protagonista, Charles Arrowby, un dramaturgo retirado a vivir en una casa junto a un acantilado, de quien se ha querido ver un trasunto del escritor búlgaro de expresión alemana Elias Canetti.

Murdoch le conoció cuando aquel se exilió en Londres. Con él mantuvo una tóxica relación de sometimiento antes y después de su matrimonio con Bayley, según se desprende de la canónica biografía de Peter Conradi, no traducida en España. Allí se explica que Canetti y ella mantenían relaciones sexuales mientras Veza, la esposa de éste, les preparaba la comida que luego compartirían los tres.

La guinda de aquella relación malsana fue el descubrimiento de las notas que Canetti, bajito, feo y rencoroso, dejó escritas sobre la autora: «Podría definirse a Iris Murdoch como el ragú de Oxford. Cuánto desprecio de la vida inglesa está representado por ella». El comentario apareció póstumamente en el volumen Fiesta bajo las bombas (Galaxia Gutenberg), cuando la hija del autor de Masa y poder decidió contravenir el deseo de su padre publicando estas y otras opiniones venenosas en 2003.

Masculino / Femenino

Veinticinco años después de su muerte, la tentación es valorar a la escritora a la luz de la perspectiva de género, pero tampoco en esto Murdoch lo pone fácil. Fue de las primeras en tratar temas como la homosexualidad, el aborto o la libertad sexual, pero se declaró no feminista. Opina María Gila: «Hizo afirmaciones que hoy serían bastante polémicas. Identificaba los problemas de los hombres con lo propiamente humano, mientras que los de las mujeres los asimilaba a los de las minorías y consideraba que atenerse a ellos condicionaría la visión que ofrecería su novela. Como si identificar lo masculino con lo universal no fuera ya una visión condicionada…» .

Fue de las primeras en tratar temas como la homosexualidad, el aborto o la libertad sexual, pero se declaró no feminista

Otra cosa, añade, es que hoy una mujer con sus logros pueda tratarse como un referente para el feminismo. «Sobre todo teniendo en cuenta el papel tan pequeño que las mujeres ocupan en la historia de la filosofía. En este punto sí creo que es importante reivindicarla».

En la literatura española, la huella dejada por la autora no es profunda, pero sí muy significativa. En esa liga están Pilar Adón; Gonzalo Torné, cuyas novelas se espejean en las de Murdoch; Álvaro Pombo, que la leyó muy detenidamente en sus solitarios años londinenses, o en alguna obra de Rafael Chirbes. «Los viejos amigos me hizo pensar en El libro y la hermandad –sostiene María Gila–, en la que se habla de hasta qué punto el pasado nos une a ciertas personas, de los ideales compartidos y luego frustrados y abandonados».

En 1990, cuando ya había dejado atrás sus mejores trabajos, Murdoch recibió la visita de The Paris Review y contestó así cuando le preguntaron qué efecto le gustaría que tuvieran sus libros: «Me gustaría que los lectores disfrutaran leyéndolos. Una novela legible es un regalo para la humanidad». Murdoch es eso. Un regalo.

Fuente: https://www.elperiodico.com/es/ocio-y-cultura/abril/20250607/iris-murdoch-libros-mar-mar-118482666

La vacuna contra la insensatez

El filósofo José Antonio Marina dedica su nuevo libro, ‘La vacuna contra la insensatez’ (Ariel), a analizar cómo podemos desarrollar defensas cognitivas frente a la manipulación, los errores y la desinformación

    José Antonio Marina

    Me interesa que usted sea muy inteligente. Y a usted, que yo lo sea. Y a ambos que los dos nos comportemos como tales. Ayudar a conseguirlo es el objetivo de este libro. Está claro que entiendo por inteligencia algo diferente a lo que miden los test o a lo que utilizan los timadores. Es otra cosa. Es la gran solucionadora, y eso la obliga a ir más allá de lo cognitivo, alcanzar el ámbito de la acción y, más allá de la acción, el de la mejor acción, el reino de lo kalos kai agathos, de lo verdadero, lo bueno y lo bello. Aunque los psicólogos lo nieguen, al final de su trayecto evolutivo la inteligencia se convierte en un concepto ético. Por haberlo olvidado, por haber confundido a los “listos”, que van a lo suyo, con los “inteligentes”, que aspiran a lo universal, nos debatimos en los dominios de la estupidez. (…) Que personas poco inteligentes hagan cosas poco inteligentes es fácilmente comprensible. Lo que resulta difícil de entender es que personas muy inteligentes hagan estupideces.

    En los estudios americanos sobre el tema, aparece como ejemplo el lío del presidente Clinton con una becaria, que estuvo a punto de hacerle perder la Presidencia de Estados Unidos. O el caso del presidente Johnson, cuyo gran objetivo era promover la Gran sociedad en que todos podrían vivir dignamente, pero se empantanó en la guerra del Vietnam, que acabó haciéndole perder la Presidencia y la salud. Un caso especial es el del presidente George W. Bush, cuya dificultad para atender a razonamientos complejos y su falta de curiosidad era reconocida incluso por sus colaboradores, aunque en el test de inteligencia daba una puntuación alta, lo que le permite a Keith Stanovich ponerle como ejemplo para distinguir entre inteligencia y racionalidad. Bush tenía a su juicio una inteligencia alta, pero una racionalidad baja.

    Tengo una visión náutica y dramática de la inteligencia. Es un barco navegando en un mar oscuro y tormentoso, en el que, como dijo el sentencioso Séneca, “el buen piloto aun con la vela rota y desarmado, repara las reliquias de su nave para seguir su ruta”. Tendemos a hablar de la inteligencia y de la razón como si fueran unas facultades innatas, que aparecieron armadas ya de punta en blanco como decían los griegos que sucedió a Palas Atenea, la diosa de la inteligencia, que nació perfecta de la cabeza de Zeus. Con la inteligencia no sucedió así. No hubo una creación instantánea del animal racional. Somos el resultado de una larga y azarosa evolución que nos llevó desde el instinto a la razón, que no obedeció a ningún plan, sino que se hizo a salto de mata, resolviendo los problemas que las mutaciones genéticas y el entorno, incluido el entorno social, planteaban. Esa evolución nos ha dotado de una inteligencia poderosísima pero vulnerable, con puntos ciegos, mecanismos equivocados, trampas cognitivas y emocionales en las que caemos irremediablemente, y de las que tenemos que aprender a salir.

    Cuando este libro ya estaba a punto de imprimirse, he sentido la necesidad de detener el proceso para incluir un prólogo de urgencia. ¿Qué suceso me ha incitado a hacerlo? El triunfo de Donald Trump, sus dos primeros meses de gobierno y su movilización de la ultraderecha mundial. Sin pretenderlo -y desde luego sin desearlo- tengo frente a mí un colosal ejemplo de todo lo que he estudiado en este libro: el éxito de una gigantesca campaña de persuasión utilizando trucos elementales y tecnología sofisticada. Trump ha vencido abrumadoramente en el combate de las ideas y de la comunicación política y seguirá haciéndolo mientras nadie sea capaz de enfrentarse a él en ese nivel. Las críticas que se reducen a un insulto -es un loco, es un payaso, un ignorante, solo pretende enriquecerse- son insolventes. No se han percatado de la envergadura del fenómeno político que estamos viviendo.

    Los obsesos del poder siempre han mentido, pero la situación actual es nueva. No es que se acepten las mentiras; es que se ha extendido la idea de que nada puede ser mentira porque nada puede ser verdad. Si lo que digo no concuerda con la realidad, la culpa es de la realidad, no mía. La realidad depende de mi poder. No hay ninguna otra fuente de legitimación.

    Los obsesos del poder siempre han mentido, pero la situación actual es nueva. No es que se acepten las mentiras; es que se ha extendido la idea de que nada puede ser mentira porque nada puede ser verdad.

    La filosofía posmoderna, duramente criticada por el pensamiento conservador en sus inicios, afirma precisamente eso, que la realidad no interesa, que todo es discurso, y que quien se adueña del discurso, se adueña de la realidad. Desde esa perspectiva, todo, incluida la ciencia, son relatos, meras construcciones sociales. Esa propuesta aparentemente tan revolucionaria encanta a todos los autócratas. Para un dictador resulta estupendo que un filósofo le diga que puede determinar lo que es verdad. Es decir, que la filosofía posmoderna legitima las mentiras de Trump.

    Nos asedian personas que quieren  persuadirnos de algo: de que compremos, votemos, obedezcamos, demos nuestro consentimiento, amemos, odiemos. Es posible que intenten convencernos con buenas razones, que tendremos que saber evaluar, pero lo más frecuente es que utilicen técnicas de persuasión sofisticadas, que aprovechen nuestras chapuzas evolutivas (…). Estos fallos de diseño -kluges, bugs, propensiones generalizadas al error- se caracterizan porque producen ilusiones, sesgos o evidencias que mantienen su fuerza aunque la razón nos diga que son falsas. Una persona puede saber que los fantasmas no existen y seguir teniendo miedo a los fantasmas. Un pacifista puede emocionarse al ver un desfile militar. Un defensor sincero de los derechos de la mujer puede mostrar respuestas machistas en el test de asociaciones implícitas. Los fallos de diseño funcionan como trampas cognitivas y afectivas que provocan creencias, afectos, y conductas insensatas. Permiten la entrada en el sistema mental de cada individuo de agentes patógenos que alteran el funcionamiento de la inteligencia.

    La inmunología mental intenta identificar estos procesos para poder eliminarlos, si es posible, o, al menos, controlarlos. Para introducir orden en un terreno selvático voy a agrupar las agresiones externas en tres categorías:

    -Informaciones falsas: Es el proceso más elemental. Aprovechando vías de comunicación normales se difunden ideas o noticias falsas que confunden a la víctima. No se trata de errores involuntarios, sino de mentiras intencionadamente difundidas.

    -Virus mentales: Son mensajes cognitivos o afectivos que aprovechan las vulnerabilidades de una persona, las chapuzas evolutivas, las fisuras en la racionalidad, pero con la finalidad expresa de alterar los sistemas de control. Estos virus debilitan la autonomía del sujeto suavemente, sin que se percate. La atención voluntaria es una de sus presas más importantes. Si alguien se adueña de mi atención, se adueña de mi libertad.

    -Marcos de insensatez: Son estructuras más complejas, que incluyen informaciones falsas, virus, creencias, movilizaciones emocionales, instituciones sociales, costumbres. Las ideologías son un buen ejemplo.

    A la vista de la frecuencia con que caemos en trampas cognitivas y afectivas y de los sufrimientos que de ello se derivan, desde hace muchos años me ronda la idea de elaborar una “vacuna contra la insensatez”, que nos proteja. No me importa utilizar una analogía médica, porque una larga tradición emparenta la filosofía con la medicina. Me remito a Epicuro: “De la misma manera que de nada sirve un arte médico que no erradique la enfermedad de los cuerpos, tampoco hay utilidad ninguna en la filosofía si no erradica el sufrimiento del alma”.

    Que personas poco inteligentes hagan cosas poco inteligentes es fácilmente comprensible. Lo que resulta difícil de entender es que personas muy inteligentes hagan estupideces.

    Tenemos los conocimientos suficientes para elaborar un conjunto de vacunas que nos doten de un sistema inmunitario eficaz. Unas son generales, y otras están dirigidas a desactivar virus concretos. Este libro presenta un catálogo de virus y un catálogo de vacunas. Pero el análisis de la situación nos permite afirmar la existencia de dos supervacunas, ambas en crisis en este momento: el pensamiento crítico y la acción ética. La eficacia del pensamiento crítico es fácil de comprender, pero considerar la acción ética como una supervacuna merece una explicación.

    Expondré mi tesis de una forma estrepitosa, para que llame la atención: la máxima creación de la inteligencia es la bondad. ¿Por qué? Porque la bondad no es esa meliflua resignación sentimentaloide con que quieren confundirla, sino la briosa acción creadora de la justicia, la genial constructora de la felicidad pública. La ética no es un aerolito caído de otro mundo para imponer orden: es el máximo despliegue de la inteligencia práctica. La teleología de la inteligencia nos lleva en la línea teórica a la ciencia y en la práctica a la ética. Y la práctica está por encima de la teoría.

    Relacionar la inteligencia con la conducta (y no solo con la resolución de problemas teóricos) supone un cambio esencial en el modo de considerarla, porque de ser un concepto psicológico necesitamos ampliarlo hasta convertirlo en un concepto ético. Es una exclusiva de la inteligencia humana, que así rompe su continuidad con la animal. Cada vez que desde hace muchos años he dicho que trabajaba en una teoría de la inteligencia que comenzaba en la neurología y terminaba en la ética, la mayor parte de mis colegas han mostrado su irritación o su desconcierto ante lo que consideraban un derrape injustificado, tal vez fruto de algún tipo de ebriedad benevolente. ¡Qué tendrá que ver la inteligencia con la ética! Creo que no habían entendido mi proyecto.

    Se lo volveré a explicar en formato tuit en cursiva. Todos están de acuerdo en que una buena definición de inteligencia es su capacidad de resolver problemas. También yo lo estoy, con tal de que esa afirmación se lleve a sus últimas consecuencias. Los problemas pueden ser teóricos y prácticos. También estamos de acuerdo. Los teóricos se resuelven cuando conocemos la solución, mientras que los prácticos solo se resuelven cuando la ponemos en práctica, que suele ser lo más difícil. De acuerdo también. Podemos continuar. Los problemas prácticos más urgentes, universales, comprometidos, complejos, son los que surgen de la convivencia humana y de la búsqueda de la felicidad. Si fallamos en esto, lo demás importa poco. La encargada de resolverlos es la ética. Ahora llega la conclusión más estrepitosa. La puesta en práctica de las mejores soluciones, es decir de la ética, es lo que denominamos “bondad”, que es por lo tanto la máxima manifestación de la inteligencia humana. Consecuencia: El test definitivo de inteligencia debería ser el test que midiera la bondad.

    Ya está dicho y veo a mis colegas psicólogos cognitivos echarse las manos a la cabeza o, utilizando una expresión muy antigua, mesándose los cabellos y rasgándose las vestiduras. Lo siento.¿No están de acuerdo con la conclusión? Díganme con qué paso de la argumentación no están de acuerdo. ¿No es resolver problemas la función de la inteligencia? ¿No hay problemas teóricos y prácticos? ¿No se solucionan estos mediante la acción? ¿La felicidad no es el problema que todos queremos resolver? ¿No se encarga la ética de resolverlo? ¿No es la bondad la realización de la ética? ¿Derechas o izquierdas? Lo importante es acertar en la perspectiva

    Si tuviéramos la inteligencia suficiente, si no estamos demasiado debilitados por los virus culturales que tenemos alrededor, emprenderíamos una vacunación masiva contra la insensatez. Aún tengo la esperanza de que lo hagamos. 

    Fuente: https://www.eldiario.es/cultura/vacuna-insensatez_1_12264705.html

    José Antonio Marina, filósofo: «Nadie te va a meter en la cárcel por decir que la Tierra es plana, pero que quede claro que eres un imbécil»

    Anda preocupado José Antonio Marina por la que se nos viene encima. Le llama transhumanismo, una versión mejorada del ser humano gracias al avance de la ciencia y la tecnología pero, ay, le inquieta porque no estamos preparados para ello. Las defensas de nuestra mente ante la intoxicación y manipulación están debilitadas por lo que él llama «chapuzas evolutivas» de nuestro cerebro, agujeros que han dejado colar posverdades, falsedades, influencias fatuas y todo tipo de virus, creando en nuestro sistema grandes «marcos de insensatez: necesitamos una vacuna que nos proteja contra la insensatez». Literal. Y propone un calendario de inyecciones que nos inoculen inteligencia crítica contra el escepticismo/credulidad, el estrés y la inconstancia, y el crecimiento (material) a toda costa. Y por encima de todo, el filósofo (Toledo, 1939. Premio Anagrama y Nacional de Ensayo) vuelve a traernos su gran solución autoinmune: la inteligencia ética que para él es sinónimo de bondad. «Me reafirmo: la mayor demostración de inteligencia es la bondad» (se ruega no confundir al listo con el inteligente).

    Estamos a las puertas de un cambio cultural colosal que usted denomina el transhumanismo, una distinta manera de interpretarse el ser humano a sí mismo, “una humanidad mejorada”, dice, ¿por qué preocuparse entonces?

    Será una humanidad mejorada por una propuesta científico-tecnológica en la que confluyen la ingeniería genética, la nanotecnología, la inteligencia artificial y la neurociencia, y si esas ciencias se han desconectado de otra de las ramas de nuestra evolución que tienen que ver con el pensamiento humanista y ético, el resultado se puede convertir en una productora de monstruos, porque son mecanismos que no tienen sistema de frenos. Esto es lo que en ese momento me preocupa: es tan fascinante lo que están haciendo la ciencia y la tecnología que corremos el peligro de pensar que ahí está toda la solución, sin embargo las soluciones de alto nivel nos han venido siempre del terreno ético y normativo. 

    Dado que nuestras defensas cognitivas están en mínimos, propone desarrollar una vacuna contra la insensatez. La primera dosis sería contra el pensamiento y actitud posmodernos. ¿Consiste en volver a creer que existe la verdad absoluta y que ese sea nuestro credo? ¿Existe la verdad absoluta?

    No, la verdad absoluta forma parte también de un virus que nos ha contagiado, que es aquello que los expertos llaman el sesgo del espantapájaros: si yo a un enemigo primero le devalúo y falsifico hasta hacerle parecer ridículo, luego será facilísimo acabar con él. No, entendamos por verdad una afirmación que tiene el máximo posible de verificación en este momento, pero que sigue un camino abierto porque siempre pueden aparecer nuevas pruebas en el proceso de verificación de nuestras creencias.

    ¿Por qué reniega del escepticismo, si es la base de la filosofía entendida como el cuestionamiento y la reflexión?

    El escepticismo nos dice que no podemos pasar de la duda, que no podemos alcanzar ningún conocimiento, y ahí está nuestro malentendido. Cuando yo digo que algo es falso, es porque he descubierto una verdad más verificada que me permite reconocer a la anterior como falsa. Ptolomeo pensaba que el sol giraba alrededor de la Tierra, hasta que llega Copérnico y dice, no, eso es mentira, y aporta mejores pruebas para demostrar que es la Tierra la que gira alrededor del sol. Pues ese reconocimiento del error es el camino para el progreso de la verdad, del conocimiento. En el escepticismo digamos absoluto no habría error ni verdad. Estamos inmersos en un costoso camino hacia la verdad y a veces este esfuerzo hace que nos cansemos y caigamos en la postura más cómoda que es la credulidad. El pensamiento crítico va a contracorriente de nuestra naturaleza: estamos hechos para fiarnos de lo que nos dicen, pero poco a poco la humanidad se ha ido dando cuenta de que no se puede fiar de la autoridad ni de los dogmas, que tenemos que someter a inspección todo lo que nos dicen. El problema es que como nuestra inteligencia se ha ido formando evolutivamente y no de acuerdo a un plan único, tiene muchos fallos por donde se nos pueden meter los virus. Y dado que estamos rodeados de gente que quiere influir en nosotros para manipularnos, se han desarrollado potentísimas tecnologías de la persuasión ante las que estamos inermes, de ahí que tengamos primero que reconocer cuáles son nuestros puntos débiles y cuáles los virus más agresivos, y a tenor de ello ensayar vacunas que nos protejan.

    Así pues, a la vacuna contra el escepticismo le seguirían la anti estrés, anti mentalidad de crecimiento, anti inconstancia y otra que aumente nuestra resiliencia. ¿Funcionan estas terapias o ha de ser el individuo quien tome conciencia y ponga freno a sus malos hábitos y creencias sugestivas de todo tipo?

    Lo primero es tomar conciencia de lo vulnerables que somos, y de que sí hay remedio, pero necesitamos trabajarlo. Tomar conciencia de esos agujeros por donde penetran los virus y hacer una especie de cartilla de vacunación, desde la infancia a la senectud, para aumentar nuestra capacidad de defensa y de reacción ante la multitud de actores y factores que quieren influir en nosotros continúa y constantemente. Nacemos dispuestos a ser engañados, cierto, somos crédulos por naturaleza; pero el gran cambio de paradigma es que si antes la credulidad iba emparejada a la falta de información, ahora la credulidad es fruto de una sociedad híper informada.

    Los virus que nos inoculan para que compremos, votemos e incluso nos enamoremos, nos ha dejado sin pensamiento o capacidad crítica. Y sin embargo, nunca hubo tanta crítica ni tanto debate que, aunque sea estéril, es debate. ¿Cómo explica este trampantojo?

    Lo primero sería recuperar el verdadero sentido de la palabra “crítica”, que viene de cribar, separar el grano de la paja. La crítica no es una actitud negativa, sino de evaluación, que implica aplaudir lo valioso. Nada que ver con el debate estéril, que es donde surgen las falacias cognitivas que tan bien están funcionando. Esas falacias son efectivas porque entran en juego sesgos cognitivos automáticos, una de nuestras grandes chapuzas evolutivas en virtud de las cuales quien inicia una negociación marca el punto de anclaje para el resto del proceso negociador. Si Trump dice que va a subir los aranceles el 145%, algo que ni él mismo se cree, cuando anuncia que los rebaja al 30% la respuesta de su interlocutor será positiva. Lo que tenemos que hacer es descubrir esos mecanismos o trucos, y cómo funcionan. Si tú manifiestas tal cosa e inmediatamente dices que es falso, la mentira ha dejado huella: calumnia que algo queda. Un manipulador como Donald Trump sabe que el efecto de una mentira, aunque se reconozca su falsedad, no desaparece, y por eso no funciona el factchecking, porque además nuestra memoria es otra de las grandes chapuzas evolutivas. Son trampas para osos en las que seguimos cayendo.

    Y que se manejan con intenciones desestabilizadoras, ¿no sería este el caso que tan perfectamente ejemplariza Trump?

    Exactamente, por eso lo pongo de ejemplo: me parece una torpeza calificar a Trump de payaso o loco. No, es un personaje fabuloso para la manipulación que maneja de maravilla otro de nuestros sesgos cognitivos: repite mucho una falacia que terminará por adquirir rasgos de verosimilitud e incluso llega a ser admitida como verdad. Somos vulnerables a ello, es un mecanismo automático que funciona sin que nos demos cuenta, un agujero más. Operan como esos juegos de ilusión óptica: eres racionalmente consciente de que ambas piezas miden lo mismo, pero tienes que hacer la reflexión, costosa, para creerlo, porque la impresión que te dan las piezas es que una es mayor que la otra dependiendo de cómo las coloques.

    ¿Mismo trampantojo que emplean los influencers por ejemplo?

    Claro, ¿te has preguntado por qué proliferan y triunfan? Porque la gente quiere ser influida y actuar sin ser consciente de su mansedumbre voluntaria. Opera sobre una desconexión entre aquello de lo que estamos racionalmente seguros y los sentimientos, que van por su lado: si yo consigo hacer creer a una persona de que es incapaz de hacer tal cosa, esa persona acaba siendo incapaz. Funciona así, y no lo estamos previendo, y por eso nos hacen faltas las vacunas, para paliar tanto agujero y chapuza evolutivos.

    Sostiene que los centros de vacunación deberían ser las escuelas, los medios de comunicación y las redes sociales. ¿Cree que a estas alturas los medios y las redes son reconducibles o habría que optar por la desconexión total y la vuelta a los valores naturales que el individuo ha olvidado? Por ejemplo, escuchar la naturaleza, dejarse empapar de su ritmo…

    Yo espero que sí sean reconducibles, pero habrá que hacerlo teniendo en cuenta el punto de vista de los manipuladores. Volviendo al ejemplo Trump: ¿por qué está llevando a cabo una campaña contra la ciencia y los científicos, las universidades y los periódicos y medios de referencia? Porque quiere convencer al pueblo crédulo de que los manipuladores son ellos: yo que vengo del pueblo, que soy un ignorante como vosotros, que soy puro, os digo que los manipuladores son ellos y que hay que cargárselos. Pero eso es muy peligroso, como el virus que nos ha inducido a aceptar que todas las opiniones son respetables, algo que creen a ciegas todos mis alumnos de posgrado en Filosofía; están convencidos de que no solamente son respetables, sino que han de ser protegidas por la libertad de expresión. No, no, lo que protege ese derecho es la libertad de expresar tus opiniones, algo que no garantiza la verdad o respetabilidad de las mismas, porque pueden ser ofensivas, estúpidas y hasta asesinas. No te voy a meter en la cárcel por decir una imbecilidad como que la Tierra es plana, pero no puedes decirlo a tus alumnos si eres el profesor de Geografía. O dilo, sí, pero que quede claro que eres un imbécil.

    A ver si le he entendido Marina: ¿el origen de todas nuestras estupideces radica en la búsqueda indiscriminada del placer? ¿Incluso de las estupideces políticas, las guerras, el supremacismo tribal y otras grandes cuestiones?

    Entre las chapuzas evolutivas, unas son cognitivas, como los fallos de atención, de memoria, etc. Pero padecemos otras que son afectivas, y ahí el placer es la más engañosa, porque si estuviera bien diseñado sólo sentiríamos placer con aquello que nos es beneficioso y rechazaríamos lo destructivo, como son las drogas. Pongamos por ejemplo la atracción por la grasa o el azúcar, que en un determinado momento de la evolución eran ingredientes convenientes, era como llevar la despensa dentro de uno, pero ahora se han convertido en dos de los factores más peligrosos para la salud del ser humano. Son vestigios evolutivos que siguen funcionando por ejemplo en África, donde un gran peso corpóreo es visto como algo bello, porque denota prosperidad.

    ¿La clave estaría en no fiarse ciegamente por las emocione, sino seguir la abstracción de la lógica formal? Pero la abstracción, opinan otros filósofos, ¿no es lo que nos conduce al desapego humano por el mundo? 

    No, es en cambio un sistema de seguridad. Nuestra mente tiene dos pisos, uno es el mundo automático, inconsciente: capta información, la evalúa, la guarda, la interrelaciona y, no sabemos cómo, pero parte de ello pasa al segundo piso, que es el estado consciente. Desde el piso consciente puedo analizar y controlar hasta cierto punto lo que pasa en el inconsciente, e intentar meterlo en vereda. El miedo, por ejemplo, un sentimiento que me interesa tanto que le he dedicado dos libros. Bien, pues el miedo que en principio fue útil porque movilizaba la fuerza para huir del peligro, se nos ha desbocado, tememos asuntos que no son reales, como los fantasmas, e intentamos controlarlo para que no sea destructivo. Lo cómodo es dejarse llevar por el automatismo, de ahí que numerosas encuestas hayan revelado que una parte notable de la población hoy estaría dispuesta a vivir bajo el yugo de una dictadura si esta garantizase la cobertura de sus necesidades y la solución de sus problemas.

    Si aplicamos la lógica y su normativa al margen de la sensibilidad, ¿no es cierto que nos convertimos en autómatas? ¿Se puede comprender sin sentir? ¿La inteligencia es una facultad estrictamente cognitiva?

    No, no se puede comprender sin sentir. He ahí la diferencia entre la IA, que sólo maneja datos, y la mente humana, que funciona en base a valores que vienen del mundo emocional. Como demostró y cuenta el neurocientífico Antonio Damasio, la parte emocional está en lo más hondo de nuestro cerebro, y mientras que el aprendizaje puede ser ágil y flexible, las emociones están ahí ancladas desde el Pleistoceno y son las que nos lanzan a la acción. Recuerda la alegoría del carro alado de Platón, donde los caballos son las emociones y el auriga, la razón, pero aquel que está en el pescante necesita de la fuerza de los caballos para mover el carro, por lo que no puede prescindir de ellos. Su única solución para conducirse hacia el bien es domar a los caballos, es decir, a las emociones. El cochero sería el ser racional, o sea nosotros, pero en nuestro cerebro albergamos nichos de irracionalidad, como serían claramente los nacionalismos o el mal comportamiento de Bill Clinton en el caso de la becaria.

    La solución a su juicio sería la puesta en práctica de la ética, que es lo que denomina “bondad: la mayor demostración de inteligencia”. ¿Qué hay de tantos malvados inteligentísimos que pueblan la historia, de Aristófanes a Maquiavelo, de Napoleón a Hitler, de Putin a Netanyahu?

    Mis colegas filósofos y psicólogos se echan las manos a la cabeza cuando uno inteligencia y ética. La función de la inteligencia es resolver los problemas, pero mientras la teoría le resulta fácil, la práctica plantea dificultades mayores especialmente en aquellas cuestiones que afectan a la convivencia y a la felicidad. Bien, pues ahí entra en juego la bondad, que es la gran solucionadora capaz de integrar las soluciones parciales: llamamos ética al conjunto de las mejores soluciones.

    ¿Qué extraño fallo de nuestra inteligencia nos hace admirar a quien puede esclavizarnos?, se pregunta. ¿No pudiera ser que el mal resulte mucho más atractivo a la mayoría o al menos a una minoría perversa y poderosa? ¿Usted cree que Putin siente que hace el bien cuando asesina a sus opositores o cuando bombardea escuelas en Ucrania? ¿Netanyahu cree que hace el bien aniquilando a miles de niños gazatíes en sus escuelas y hospitales, o qué siente aquel secretario general de Trump que separó a los niños migrantes de sus padres y los metió en jaulas?

    No, estos son los que yo llamo malos listos que han resuelto sus problemas personales, que se guían sólo por su ego. El idioma castellano diferencia bien entre listo e inteligente: el listo se siente bien actuando mal, el inteligente, no. Aquellos que razonan muy bien sólo a su favor, no están haciendo uso de la inteligencia, es decir, de la ética.

    ¿Qué hay de la atracción del mal sobre la mente humana?

    Existe un elogio romántico de la maldad, que hemos visto ensalzado por ejemplo por Bataille o Genet. Es lo que yo llamo la maldad de la ursulina, repetitiva, torpe, bestial y carente de todo atractivo a mi juicio. O la glorificación de la guerra, que va de Homero a Hegel. O la visión romántica de las drogas como espejismo de liberación, el in vino veritas (en el vino está la verdad): una absoluta estupidez. 

    Así pues, Marina, la ética que usted propugna no depende exclusivamente de la inteligencia cognitiva y racional, al margen de la sensibilidad y la emoción, ¿correcto? ¿Dónde tiene cabida el amor dentro de esa ética inteligente?

    Es el mundo afectivo el que nos conecta con los valores universales de altruismo y compasión. La compasión se manifiesta en el niño cuando adquiere el lenguaje, pero luego se va perdiendo, y no, no estoy de acuerdo con aquello de dame justicia y no compasión. No, la justicia, si lo es, ha de basarse en la compasión.

    Fuente: https://www.elperiodico.com/es/ocio-y-cultura/20250516/jose-antonio-marina-filosofo-117467532

    Ética aplicada y el futuro de la filosofía: una conversación con Óscar Sánchez Vadillo

    Francisco José García Carbonell.

    La filosofía no solo se encuentra en los libros de texto o en debates académicos. En ocasiones, emerge en la vida cotidiana y en los espacios de conversación, desentrañando lo que muchas veces damos por sentado. Así lo demuestra el nuevo volumen de Filosofía en la Calle, una obra que reúne el pensamiento de múltiples colaboradores sobre cuestiones de ética aplicada en diversos ámbitos de la sociedad. En esta entrevista, exploramos los entresijos de esta obra colectiva, abordando la manera en que sus autores han construido reflexiones sobre justicia, política, valores sociales y desafíos contemporáneos. Desde el papel de los «amigos telemáticos» hasta el impacto imprevisible del mercado editorial, esta conversación nos invita a pensar en la ética como un territorio en constante diálogo y construcción.

    Francisco: Óscar, es un placer hablar contigo. ¿Cómo ha sido la experiencia de colaborar en este nuevo volumen de Filosofía en la Calle? ¿Cómo se han desarrollado las relaciones entre los colaboradores, sobre todo en un entorno digital?

    Óscar: A decir verdad, los colaboradores ya nos conocíamos de anteriores compilaciones de la colección de Filosofía en la calle, y aunque no todos nos conocemos personalmente, sí empezamos a tutearnos, por decirlo así, a base de relacionarnos en WhatsApp y por correo electrónico. Es muy curioso este fenómeno tan reciente de tener lo que yo llamaría «amigos telemáticos», puesto que todos tenemos ya un nutrido grupo de amigos o al menos conocidos a los que tratamos con entera confianza sin haberles visto más que en la foto del perfil. Pero bueno, también Marx se carteaba con Lincoln y les separaban tres meses de travesía por el océano atlántico…

    Francisco: ¿Por qué se decidió que el cuarto volumen se centrara en la ética aplicada? ¿Qué papel juega la ética en la sociedad actual y cómo puede articularse sin caer en una moralización absoluta de la política?

    Óscar: En cuanto a la temática de este cuarto volumen, prácticamente hubo unanimidad en que versase acerca de ética real, aplicada a diversos sectores de la vida social e institucional. Personalmente, creo que ya hemos padecido bastante la distinción radical que Maquiavelo estableciera entre ética y política, y que habría que volver a hablar de ética pública y justicia social, esquivando, eso sí, el posible peligro de una moralización total de las relaciones sociales y políticas a la manera de los talibanes. La ética como cuestión de debate, no una ética normativa cerrada.

    Francisco: ¿Qué visión se plantea en el libro sobre la relación entre ética y política? ¿Por qué considera que es importante cuestionar la distinción que Maquiavelo estableció entre ambas?

    Óscar: Hay que tener cuidado con Curzio Malaparte, que fue él mismo bastante maquiavélico y un curioso fascista de izquierdas, por más que fuera también un gran escritor. La frase de «La piel» acerca del libre juego del bien es muy buena porque aunque podría haberla escrito Simone Weil, por ejemplo, en realidad es tan maximalista que también la suscribiría Friedrich Nietzsche, en el sentido de que tampoco a Nietzsche le gustaría nada la costumbre de juzgar las acciones por sus consecuencias. Por mucho que volatilizar Hiroshima y Nagasaki tenga como resultado el fin de la Segunda Guerra Mundial es imposible juzgar positivamente el uso de armamento nuclear sobre población inocente. Creo que en este libro nuestro esta posición se refleja en el modo en que todos los colaboradores/conjurados hemos procurado no justificar lo injustificable cada uno en el campo que ha escogido.

    Francisco: En su opinión, ¿cuál es el verdadero valor de los Derechos Humanos cuando a menudo se incumplen? ¿Cómo debemos entender la relación entre una norma y sus excepciones?

    Óscar: El otro día oí decir a un compañero de trabajo que es absurdo que existan los Derechos Humanos si luego no se cumplen, y creo que el razonamiento funciona justamente al revés. Precisamente se incumplen porque existen, es decir, es porque se han formulado los Derechos Humanos por lo que somos conscientes de su ausencia en una situación determinada (no tiene sentido decir, por ejemplo, que quien da vueltas en torno a su propio eje está mal de la cabeza porque, al no haber la psiquiatría tipificado eso, tampoco existe infracción). Así es como debe funcionar una norma o una ley: sería absurdo abolirla porque conozca excepciones, aunque sean mayoritarias, pero a su vez si no conociese excepciones ya no sería ley, sino totalitarismo y tiranía. De manera que yo creo que es humano y liberador que la teoría no siempre coincida con la práctica y viceversa, o seríamos como los robots de Isaac Asimov (ya se sabe: la Tres Leyes de la Robótica), y «robot» significa «esclavo» en checo. Una teoría de lo que fuere que se cumpliese a rajatabla sería el Terror materializado, y hay que recordar que hasta la fórmula universal de la gravedad de Newton no impide que los globos aerostáticos asciendan. Esa brecha que mencionas es la brecha de la libertad, de la imprevisión y de la novedad, como se estudia hoy en las dinámicas del caos.

    Francisco: El libro aborda diversas áreas de interés, desde la ecología hasta el nacionalismo. ¿Cómo fue el proceso de selección de estos temas y qué enfoque se le ha dado para que no sean tratados de manera dogmática?

    Óscar: En el libro se analizan muchas áreas de interés: ecología, la responsabilidad corporativa, medicina, pensamiento antiguo, sufrimiento animal, cuestiones psicológicas o caracteriológicas, ética educativa, nacionalismo, el ya mencionado Maquiavelo o el concepto de «Ética aplicada» como tal. Hemos procurado dar a estos temas un tratamiento flexible, comprensivo y no dogmático, sin por ello dejarnos fuera ningún aspecto de la cuestión.

    Francisco: En un contexto donde la producción cultural es inmensa y el mercado editorial está saturado, ¿cómo creen que será recibido este libro? ¿Es posible que una obra filosófica se pierda entre la multitud de publicaciones sin que alcance la relevancia que merece?

    Óscar: Como he mencionado antes, la realidad es abierta e imprevista, y desde luego debemos celebrar que sea así aunque dé lugar a lo que entendemos como «accidentes», ahora que tenemos tan cerca el apagón del otro día, por tanto ni yo ni nadie podemos saber el impacto que tendrá una publicación entre decenas de miles. El mercado del libro está saturadísimo, y eso hace que ocurran dos cosas que ejemplificaré con dos grandes películas. La última secuencia de En busca el arca perdida consiste en un carrito que lleva el arca de la alianza por un inmenso almacén, hasta que nos damos cuenta de que quedará enterrada allí para siempre. Eso es lo que ocurre hoy con cualquier producción cultural notable, casi me atrevería a decir que si hoy una gerente de una discográfica escuchase por primera vez «Penny Lane» de Paul McCartney no le otorgaría especial valor, y la amontonaría junto con otras tantas canciones de, qué sé yo, La Oreja de Van Gogh. De esta guisa va a resultar muy sencillo que en adelante la música la componga una Inteligencia Artificial, que es de lo que disertamos en el anterior volumen de la colección. La otra película es Más dura será la caída, con Humphrey Bogart, donde un empresario de boxeo más bien gángster en cierto momento dice que la gente no opinará ni lo esto ni lo otro, sino justamente lo que él les diga que deben opinar. Me temo que vivimos en un mundo en que esto sucede ya masivamente: la gente no lee más que lo que le dicen que tiene que leer, y en un escaparate conviven auténticas basuras con maravillas del ensayo o de la literatura. Lo mismo sucede con las Boy bands amañadas en música popular, por seguir la anterior analogía.

    Fuente: https://www.culturamas.es/2025/05/23/etica-aplicada-y-el-futuro-de-la-filosofia-una-conversacion-con-oscar-sanchez-vadillo/

    Sócrates: la pregunta que nunca se cierra

    Sócrates no dejó nada escrito, pero su figura fundó la filosofía occidental. Maestro de la ironía y enemigo de los dogmas, ha sido también considerado un mártir de la verdad. Su pensamiento se ha interpretado —y disputado— durante siglos. Reunimos diez claves para comprender su legado: una vida sin certezas, pero entregada al examen constante de sí mismo y del mundo.

    Por Javier Correa Román

    Sócrates ha sido considerado muchas veces el punto inicial de la tradición filosófica de Occidente. Marca un punto de arranque y establece un hito en la historia de la filosofía (lo anterior a él, incluso, recibe el nombre de «presocráticos»). No sé sabe con certeza cuándo nació, pero se estima que entre el año 470 y el 469 a. C. Nació en Atenas y vivió su época de esplendor política, aunque también el ocaso de su democracia. Fue hijo de un escultor (Sofronisco) y una partera (Fenáreta), aunque poco se sabe con certeza de su biografía, que ha sido muchas veces reconstruida por conjeturas.

    Sócrates no escribió nada. Todo lo que sabemos de él lo sabemos por lo que otros dijeron de su vida y de su pensamiento. Sabemos, con relativa certeza, que sirvió de hoplita en ciertas campañas militares y que frecuentaba los espacios públicos de la ciudad, interpelando a los ciudadanos y a los políticos sobre lo que creían o no saber.

    En el año 399 a. C., fue juzgado y condenado a muerte por corromper a la juventud y no reconocer a los dioses de la ciudad. La Apología de Platón recoge su defensa: lejos de retractarse, Sócrates reafirmó su misión filosófica como una exigencia divina y un deber ético. Murió tomando cicuta tras negarse a huir a otra ciudad, lo que convirtió su figura en un símbolo de compromiso entre los ideales de uno y su biografía.

    1 Sócrates es nuestro fantasma

    Sócrates es nuestro gran enigma. Nada de lo que sabemos de él ha sido dicho por el mismo Sócrates. Todo son fuentes indirectas, porque su pensamiento no dejó textos propios. En realidad, no sabemos nada de Sócrates, sino que solo tenemos (algunas) interpretaciones que otros hicieron de él. Las más influyentes: la de Aristófanes en Las Nubes, la de Jenofonte en los Memorabilia y, sobre todo, la de Platón en sus diálogos.

    Que no tengamos acceso directo a Sócrates ha hecho que su figura se haya convertido en un espacio en disputa, en un vacío que las distintas tradiciones filosóficas han intentado captar para legitimarse. Platón le colocó como el descubridor de que la filosofía era fundamentalmente recuerdo (anamnesis) y dialéctica del alma. Aristóteles, que nunca lo conoció directamente, propuso a Sócrates como el descubridor de las definiciones universales por inducción. Kierkegaard lo convirtió en una figura trágica de la subjetividad moderna, mientras que Nietzsche lo acusó de haber subordinado la vida a la razón.

    Esta pluralidad de interpretaciones y lecturas de Sócrates se da por una tensión que está en el interior de su figura: la filosofía identificó su actitud como el centro del quehacer filosófico (preguntar, destruir los dogmas, el diálogo…), pero no heredó ningún tipo de contenido. De ahí que sea un figura de constante apelación, pero lo suficientemente abierta como para que todos dialoguen con él.

    Las tres fuentes principales que hemos heredado sobre Sócrates son los textos de Aristófanes, los de Jenofonte y los de Platón. Aristófanes, en Las Nubes, lo caricaturizó como un sofista pretencioso y manipulador que enseña a los jóvenes a distorsionar argumentos para ganar debates injustamente. Jenofonte —en sus Memorabilia— presentó a un Sócrates conservador y convencional, defensor del orden establecido y la piedad tradicional. En cambio, Platón ofreció la perspectiva más rica, aunque también ambigua: inicialmente mostró en sus diálogos tempranos (Apología, Critón) a un Sócrates más histórico, centrado en el cuestionamiento irónico; en obras posteriores (Fedón, República), el personaje evoluciona para ser el portavoz de las teorías platónicas.

    Figura disputada y sin obra propia, Sócrates se convirtió en símbolo filosófico por su actitud interrogativa y su muerte, más que por un pensamiento sistemático

    2 La disputa con los sofistas

    Históricamente, se ha establecido una marcada oposición entre Sócrates y los sofistas. A los sofistas, la historia canónica de la filosofía siempre les ha caracterizado como relativistas que creen que «el hombre es la medida de todas las cosas» (Protágoras) o que niegan la posibilidad del conocimiento objetivo (Gorgias). Se les ha presentado como mercaderes del conocimiento que cobraban por sus enseñanzas, enfocados más en la eficacia retórica que en la verdad. Charlatanes retóricos que formaban técnicos adaptables al poder en cualquier ciudad.

    Sócrates, en contraste, ha sido retratado siempre como un buscador incansable de verdades universales y esencias morales (bien, justicia, virtud), como alguien que practicaba la filosofía gratuitamente por amor al saber. Se le ha descrito como un filósofo verdadero, uno que no pretendía enseñar (¡y mucho menos cobrar!), sino que solo quería buscar junto a sus interlocutores la verdad, cuestionador del orden establecido hasta el punto de enfrentarse al poder.

    Sin embargo, esta visión es una herencia platónica y las diferencias entre ambos son menos tajantes de lo que cabría esperar. Por ejemplo, ambos compartían el espacio público ateniense y utilizaban métodos dialógicos similares, esto es, ambos socavaban la verdad establecida: los sofistas siendo capaces de defender un punto de vista y el contrario, y Sócrates, al mostrar que los oponentes, en realidad, no sabían lo que decían. Su método de cuestionamiento, aunque presentado como una búsqueda de verdad, empleaba técnicas retóricas no muy distintas a las sofísticas.

    Incluso la romantización de un Sócrates que enseña sin cobrar es cuestionable: aunque no cobraba dinero, cultivaba relaciones con jóvenes adinerados que le proporcionaban sustento y protección. La línea entre la «corrupción de la juventud» (acusación hecha en el juicio contra Sócrates) y la «formación de la juventud» (labor sofística) era más difusa de lo que sugiere la narrativa platónica.

    La oposición entre Sócrates y los sofistas proviene sobre todo de Platón: en la práctica, compartían métodos, espacios y funciones más similares de lo que la historia canónica ha querido reconocer

    3 La refutación

    El procedimiento más característico de Sócrates es la refutación dialéctica o elenkhos. A diferencia de los sofistas, que solo perseguían la victoria retórica, la refutación socrática buscaba mostrar que las creencias que tiene el otro, en realidad, no pasan un examen racional, obligando a su interlocutor a reconocer que su saber no era un conocimiento verdadero (episteme), sino una opinión infundada (doxa).

    La refutación de Sócrates tenía un patrón muy claro: primero, Sócrates pedía a su interlocutor que definiera un concepto moral (qué es la piedad, la valentía, la justicia…); luego, mediante preguntas aparentemente inocentes, Sócrates extraía consecuencias de la definición propuesta; finalmente, mostraba que estas consecuencias son incompatibles entre sí o con otras creencias que el interlocutor no estaba dispuesto a abandonar. Con esto, Sócrates conseguía llevar a sus interlocutores a la aporía, que significa literalmente «sin camino». Aquí vemos un ejemplo en el Eutifron de Platón (7e-8a):

    «Sócrates —¿Y los dioses, Eutifrón, si realmente disputan, no disputarían por estos puntos?
    Eutifron —Muy necesariamente.
    Sóc. —Luego también los dioses, noble Eutifrón, según tus palabras, unos consideran justas, bellas, feas, buenas o malas a unas cosas y otros consideran a otras; pues no se formarían partidos entre ellos, si no tuvieran distinta opinión sobre estos temas. ¿No es así?
    Eut.— Tienes razón.
    Sóc. —Por tanto, ¿las cosas que cada uno de ellos considera buenas y justas son las que ellos aman, y las que odian, las contrarias?
    Eut. —Ciertamente.
    Sóc. —Son las mismas cosas, según dices, las que unos consideran justas y otros, injustas; al discutir sobre ellas, forman partidos y luchan entre ellos. ¿No es así?
    Eut. —Así es.
    Sóc. —Luego, según parece, las mismas cosas son odiadas y amadas por los dioses y, por tanto, serían a la vez agradables y odiosas para los dioses.
    Eut. —Así parece.
    Sóc. —Así pues, con este razonamiento, Eutifrón, las mismas cosas serían pías e impías
    ».

    4 La ironía

    Como se ve en el punto anterior, Sócrates parece que «se hace el tonto», parece que va descubriendo la verdad sobre la marcha, que afirma sus enunciados de forma inocente. Esto podría parecer modestia fingida, pero es un tipo de ironía un poco más refinada. Se trata de una posición epistemológica y existencial: el sabio es el que sabe que no sabe, y por ello se oculta tras el velo de la ignorancia aparente. Al afirmar «solo sé que no sé nada» (frase que, en realidad, no aparece literalmente en los textos platónicos, aunque sintetiza bien la postura socrática de la Apología), Sócrates no renuncia al saber, sino que denuncia los saberes que se pretenden concluidos.

    Esta ironía ha sido interpretada por Kierkegaard en El concepto de la ironía como el gesto fundacional de la subjetividad moderna. Para Kierkegaard, la ironía socrática es un desgarro entre el individuo y el mundo objetivo de valores heredados: la ironía socrática suspende toda posición positiva, pero no para relativizar, sino para abrir la posibilidad de una elección auténtica. En este sentido, y leído desde Kierkegaard, Sócrates no es precursor del escepticismo, sino del existencialismo.

    La ironía socrática tiene varios niveles: a veces es simulación de ignorancia para hacer hablar al otro; otras, es reconocimiento genuino de los límites del saber humano; en ocasiones, es una estrategia pedagógica para incitar al interlocutor a buscar por sí mismo. Sin embargo, en todas las ocasiones implica un distanciamiento del discurso directo y dogmático, una conciencia de que la verdad no puede ser impuesta desde fuera, sino descubierta internamente.

    La refutación socrática no buscaba simplemente desmontar argumentos, sino forzar a sus interlocutores a confrontar la fragilidad de sus creencias mediante un camino dialéctico hacia la aporía

    5 La mayeútica

    De esta destrucción de lo que uno creía saber, llevada a cabo por la ironía, se esperaba que surgiera la verdad, un concepto universal, la respuesta a las grandes preguntas (qué es el bien, qué es la virtud, qué es la justicia…). Este método, según el cual cada uno alumbra la verdad desde su interior después de recorrer sus propias contradicciones e ignorancias, se ha llamado mayéutica, por el arte de las comadronas. Al menos, ese es el nombre que le dio Platón en el Teeteto al método socrático de hacer que el interlocutor «dé a luz» a su propio saber.

    La herencia de Sócrates es, pues, que el papel del filósofo no es enseñar verdades, sino acompañar el parto de una verdad latente. Esta metáfora obstétrica no es ingenua: presupone que el alma posee un saber anterior y que, por tanto, todo aprender es siempre recordar (anamnesis). El trabajo filosófico consiste, entonces, en desocultar este recuerdo mediante el diálogo.

    Como puede verse, la mayéutica es el reverso constructivo de la refutación. Allí donde la refutación destruye falsas creencias, la mayéutica apunta a la emergencia de un contenido conceptual. Es importante notar que, en los diálogos platónicos tempranos, la mayéutica rara vez llega a conclusiones positivas definitivas. Los diálogos suelen terminar en aporías. Sin embargo, el proceso de cuestionamiento y clarificación conceptual ya representa un avance hacia la comprensión, pues elimina definiciones erróneas y acota el campo de investigación. Este «saber negativo» es ya un progreso epistémico significativo.

    La mayéutica, el reverso constructivo de la refutación, es el arte de hacer que el otro descubra la verdad por sí mismo tras atravesar sus propias contradicciones

    6 La ética socrática y la buena vida

    La ética socrática se caracteriza por el cuidado del alma (epimeleia heautou). Además, para Sócrates, la virtud no es una disposición natural ni una técnica aprendida, sino el resultado de un trabajo constante sobre uno mismo. Este trabajo tiene dos dimensiones: negativa (liberarse de la ignorancia mediante la refutación) y positiva (ordenar el alma conforme a la razón).

    En este sentido, Sócrates anticipó el ideal estoico del sabio y la noción de subjetivación que Foucault recuperará siglos después en su Historia de la sexualidad y sus cursos sobre «El cuidado de sí»: el sujeto ético es aquel que se constituye a través de prácticas de examen y transformación. De ahí la célebre frase socrática: «Una vida sin examen no merece ser la pena ser vivida».

    Además, la moral socrática es intelectualista: identifica el bien con el saber y el mal con la ignorancia. En el Protágoras, leemos que «nadie hace el mal voluntariamente». De esta forma, el error es siempre producto del desconocimiento del verdadero bien. Uno fuma porque no sabe lo malo que es fumar, porque, si lo supiera, no lo haría. Esta tesis fue criticada posteriormente por Aristóteles en su Ética a Nicómaco por ignorar la debilidad de la voluntad, ¿o es que no sabemos lo malo que es fumar y aún así fumamos?

    En fin, Sócrates funda una ética del conocimiento, donde el problema del mal se hace epistémico antes que de la voluntad. La ética, vista de esta forma, se vuelve una forma de saber, no un código de normas externas.

    7 Sócrates y los dioses

    Sócrates no fue ateo, pero su religiosidad era heterodoxa dentro del contexto de la religión cívica ateniense. Invocaba una voz interior, un pequeño demonio interno, un daimon que lo guiaba en los momentos decisivos, una especie de conciencia divina que lo disuadía de ciertas acciones. Este aspecto, que aparece en la Apología de Platón y en otros diálogos como el Eutifrón, fue uno de los motivos de su condena por impiedad.

    El daimon no dicta contenidos positivos, sino prohibiciones negativas: «No hagas esto». Es una forma de heteronomía interna que marca el límite de la razón discursiva. A diferencia de los dioses del culto oficial, este daimon no exige rituales ni sacrificios, sino obediencia íntima. Su función filosófica es la de reintroducir una dimensión no racional en la vida racional, una especie de intuición moral que complementa el razonamiento dialéctico.

    Dicho esto, es importante notar que la relación de Sócrates con la religión es ambigua: por un lado, reivindica su misión (de hecho, fue un religioso, el oráculo de Delfos, el que lo proclamó el más sabio de los hombres); por otro, Sócrates se dedicó a desmantelar los mitos tradicionales y puso en cuestión las creencias populares sobre los dioses, como se ve en su crítica a las narraciones homéricas en el Eutifrón. En este diálogo, Sócrates rechaza definir la piedad como «lo que agrada a los dioses», mostrando que la moralidad no puede depender de la voluntad caprichosa de deidades mitológicas.

    Esta tensión entre logos y mythos atraviesa toda la figura de Sócrates y será central en Platón. Vemos aquí a Sócrates como figura metonímica de toda la filosofía: a partir de él, la filosofía nace como superación crítica del mito, pero también como su transformación y reelaboración. No es casual que Platón termine muchos diálogos con mitos escatológicos, como si reconociera los límites del logos puro para expresar ciertas verdades últimas.

    Sócrates fundó una ética basada en el conocimiento: cuidar el alma es examinar la propia vida, porque nadie obra mal a sabiendas, sino por ignorancia

    8 Conflictos políticos

    Sócrates no participó activamente en la política institucional de Atenas, aunque sí cumplió con sus deberes cívicos como soldado en las batallas de Potidea, Delio y Anfípolis, y fue miembro de la Boulé como representante de su tribu, la Antioquida, y durante su turno, su tribu estaba a cargo de una parte del gobierno de la ciudad. Sin embargo, su figura es profundamente política. Su interrogación constante a los ciudadanos, su desconfianza hacia la democracia directa ateniense y su crítica a la incompetencia de los líderes elegidos por sorteo, y su negativa a huir tras la condena, lo han convertido en un símbolo de la disidencia filosófica.

    En los Diálogos platónicos, especialmente en la Apología, Sócrates se presenta él mismo como un tábano que despierta a la ciudad dormida. No propone leyes ni reformas institucionales, pero actúa como conciencia crítica frente a los consensos vigentes. Su postura ante la democracia ateniense es compleja: no la rechaza explícitamente, pero cuestiona sus fundamentos, especialmente la idea de que cualquier ciudadano está igualmente capacitado para gobernar.

    Su condena, en este sentido, no es un accidente: la polis democrática no puede tolerar una figura que cuestiona sus fundamentos desde dentro. La democracia ateniense, recién restaurada tras el régimen de los Treinta Tiranos, veía en Sócrates un peligro para su estabilidad, tanto por su crítica constante como por su asociación con figuras polémicas como Alcibíades o Critias.

    La política de Sócrates es una política del decir verdadero (parrhesia), como analizará Foucault en sus últimos cursos sobre «El gobierno de sí y de los otros»; pero no desde la tribuna, sino desde la plaza, en el cara a cara con el otro. Es un ejercicio de verdad sin poder institucional, que pone en riesgo la vida del que habla. Por eso su muerte es ejemplar: no como mártir de una doctrina, sino como testimonio del valor de la filosofía como práctica crítica irreductible a los intereses del poder.

    Sócrates ejerció una disidencia filosófica: no propuso leyes, pero su crítica al poder y su muerte encarnan la verdad dicha sin protección institucional

    9 Juicio y muerte de Sócrates

    El juicio a Sócrates en el año 399 a. C. es uno de los acontecimientos fundacionales del imaginario filosófico occidental. Acusado formalmente de «no reconocer a los dioses que reconoce la ciudad», de «introducir nuevas divinidades» y de «corromper a la juventud», fue condenado a muerte por un jurado de quinientos un ciudadanos atenienses. Platón reconstruyó la defensa de Sócrates en la Apología, donde lo muestra como un ciudadano obediente a las leyes, pero fiel a una ley superior: la de la razón y la conciencia.

    El contexto histórico para entender este juicio es crucial: Atenas acababa de sufrir la derrota en la Guerra del Peloponeso y la traumática tiranía de los Treinta Tiranos, régimen apoyado por Esparta en el que participaron algunos antiguos discípulos de Sócrates. La democracia restaurada veía con desconfianza a los intelectuales críticos que cuestionaban sus fundamentos. La figura de Sócrates, además, había sido ridiculizada años antes por Aristófanes en Las nubes, donde aparecía como un sofista que enseña a «hacer fuerte el argumento débil» y a evadir obligaciones.

    Sócrates no buscó la absolución a toda costa. Su discurso no fue persuasivo, sino provocador. Según la visión que nos dejaron Platón y Jenofonte, no quiso salvar su vida a cualquier precio, sino afirmar su coherencia. En el Critón, por ejemplo, rechazó la posibilidad de escapar que le ofrecen sus amigos, argumentando que debe obedecer las leyes incluso cuando son injustas, pues ha aceptado vivir bajo ellas. Esta decisión —no huir, no retractarse, morir conforme a sus principios— convirtió su muerte en un acto filosófico.

    La muerte de Sócrates fue un acto filosófico: prefirió obedecer su conciencia antes que salvar su vida, y así fundó una ética de la coherencia

    10 Sócrates como un cambio de época

    Sócrates representa un cambio de época entre la sabiduría arcaica y la filosofía sistemática. No fundó una escuela formal, pero inauguró un gesto que inspiró después múltiples tradiciones. No dejó doctrina escrita, pero estableció un modo de filosofar basado en el diálogo, el cuestionamiento y el examen. Por eso, su figura ha sido reapropiada una y otra vez en la historia del pensamiento: desde los cínicos hasta el idealismo alemán, desde los existencialistas hasta la hermenéutica contemporánea.

    Cada época ha proyectado en Sócrates su propia imagen del filósofo. Para Hegel, en la Fenomenología del espíritu, es el punto de inflexión en que la sustancia ética de la polis se interioriza como conciencia individual. Para Nietzsche, en El nacimiento de la tragedia, el momento en que la vida se subordina al juicio racional, iniciando la decadencia de la civilización occidental. Para Foucault, en La hermenéutica del sujeto, el paradigma del cuidado de sí como resistencia al poder. Para Martha Nussbaum, en La terapia del deseo, el iniciador de una filosofía concebida como terapia del alma.

    Sócrates es el síntoma de una pregunta que nunca se cierra: ¿qué significa filosofar? ¿Cómo vivir conforme a la verdad? Sócrates, así, es menos un autor que una exigencia: la exigencia de examinar la propia vida y sus fundamentos, porque «una vida sin examen no merece ser vivida».

    Fuente: https://filco.es/10-claves-socrates/

    Una tarde con Rock Bottom y Ana

    Francisco García Carbonell

    El otro día, en la Filmoteca de Murcia, fui con mi amiga Ana a ver Rock Bottom. Es una película que vale la pena analizar, no solo por su estética y su narrativa, sino por el trasfondo filosófico que plantea. La historia se desarrolla en el entorno del movimiento hippie de los años sesenta y setenta, que tuvo especial presencia en lugares como Ibiza y Mallorca. Más allá de la aparente libertad de la época—sexo, drogas y búsqueda espiritual—la película revela un trasfondo de excesos y desilusiones.

    El ideal del amor libre, concebido inicialmente como un acto de liberación, terminó por convertirse en una estructura de dominación donde la mujer quedó atrapada en un sistema que, paradójicamente, replicaba las mismas opresiones que se intentaban combatir. La utopía se desmoronó cuando el sueño de la libertad fue absorbido por el abuso, la irresponsabilidad y el vacío existencial. Aquí surge la gran pregunta: cuando la realidad sobre la que construimos nuestro mundo se desmorona, ¿qué nos queda? ¿En qué infierno caemos cuando el suelo que nos sustentaba desaparece?

    Ese «infierno» es el cuestionamiento radical de todas las verdades sociales que nos han acompañado desde la infancia. Nos hemos educado bajo un sistema de valores que define lo bueno y lo malo, creando una estructura rígida que condiciona nuestras decisiones. Pero, ¿qué ocurre cuando descubrimos que esta construcción es solo una máscara? La película enfrenta al espectador con el horror de este vacío: la caída en una existencia donde los dogmas y las certezas desaparecen, dejando solo incertidumbre y miedo.

    El movimiento hippie surgió como una respuesta a la rigidez conservadora de los años cuarenta y cincuenta. En su búsqueda de libertad, sus integrantes experimentaron con drogas como el LSD, la marihuana y los hongos alucinógenos, creyendo que podían ampliar su conciencia y alcanzar nuevas dimensiones del pensamiento. En la película, el protagonista encuentra en estas sustancias un impulso para su arte. Sin embargo, el problema surge cuando el límite entre la exploración creativa y la evasión irresponsable se difumina, y el exceso lo lleva a perderse en una fantasía autodestructiva.

    Aquí podemos establecer una analogía con la concepción de libertad estética en Nietzsche y su idea del artista como aquel que oscila entre el mundo de la creatividad y el mundo social. Si el artista es capaz de vivir en ambos mundos, puede producir arte que tenga un impacto real. Pero si se refugia únicamente en la creatividad para escapar de la realidad, termina atrapado en un limbo donde la existencia pierde sentido. Esto es lo que le sucede al protagonista de Rock Bottom, hasta que un trágico accidente lo obliga a enfrentar la realidad. A través del amor y el cuidado de la artista que lo acompaña, logra poner los pies en la tierra sin perder su genio, demostrando que la verdadera libertad no es la evasión, sino la capacidad de enfrentar la incertidumbre y el miedo.

    Este dilema lo vivieron muchos hippies de la época. Algunos, incapaces de soportar la angustia existencial, terminaron reintegrándose al sistema social de manera extrema: volviéndose ejecutivos, formando familias tradicionales y renegando de su pasado. Otros, en cambio, se aferraron con más determinación a la contracultura. Un buen ejemplo lo encontramos en una de las películas de José Sacristán,Formentera Lady, donde interpreta a un hippie que se ve obligado a madurar cuando su hija es encarcelada y le confía el cuidado de su nieto. La juventud hippie, en muchos sentidos, fue una prolongación de la crisis de identidad adolescente—un período de exploración y rebelión que, tarde o temprano, debía resolverse.

    Mientras Ana y yo tomábamos una Coca-Cola en la Plaza de las Flores, discutíamos sobre la película, su música psicodélica y sus temas filosóficos. Reflexionábamos sobre las decisiones que cada uno toma en la vida, y cómo estas no pueden juzgarse bajo una moral rígida y simplista. La hipocresía social crea tabúes que terminan beneficiando a mafias y sistemas de control, mientras que la prohibición y el castigo son estrategias fallidas que solo generan más problemas. Como bien decía Ana, muchas de nuestras elecciones no son ni buenas ni malas en términos absolutos: simplemente son, forman parte de nuestra vida y de nuestra evolución. Y así, envueltos en la frescura de la primavera murciana, terminamos nuestro debate, dejando abiertas tantas preguntas como respuestas.