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Javier Gomá

‘Universal concreto’, la filosofía de la ejemplaridad de Javier Gomá

El filósofo, Premio Nacional de Ensayo con ‘Imitación y experiencia’, construye un texto de menor densidad teórica y mayor fluidez argumental que los anteriores.

Manuel Barrios Casares

Quien conozca la ya extensa obra de Javier Gomá (Bilbao, 1965), probablemente se sentirá sorprendido con la confesión que el pensador español estampa en el prólogo de su última entrega: este es el libro que siempre quiso escribir. ¿De veras? ¿No Imitación y experiencia (2003), aquel documentado trabajo sobre la historia cultural de la imitación con el que inició brillantemente su trayectoria como ensayista, obteniendo el Premio Nacional de Ensayo?

¿No un texto de tan bella factura como Aquiles en el gineceo (2007), donde el proceso de maduración ética del héroe homérico inspiraba un modelo formativo con proyección al presente? ¿No es una reflexión ético-política tan oportuna como la que plasmó en Ejemplaridad pública (2009), sugiriendo una nueva articulación de libertad individual y compromiso ciudadano sobre bases igualitarias, no impositivas?

¿Tampoco Necesario, pero imposible (2013), esa apuesta inaudita, tan personal, por aquello que la razón nos dice que no puede ser –una prórroga de la vida tras la muerte– pero el corazón insiste en seguir esperando? ¿Ninguno de esos cuatro ensayos, piezas de su celebrada “Tetralogía de la ejemplaridad”? ¿Qué secreto guarda, pues, este nuevo libro? ¿Qué razón para tan rotunda preferencia?

Universal concreto

Javier Gomá

Taurus, 2023 212 páginas. 20,90€

Se diría que el autor se ha dejado guiar en este caso por la convicción de que “menos es más”. Su obra es fruto de un despojamiento. Sin notas a pie de página, sin citas, construye un texto de menor densidad teórica y mayor fluidez argumental que los anteriores, con una presentación unitaria de su filosofía de la ejemplaridad cuya gran virtud es la agilidad para enlazar las distintas facetas de esa idea, la del ejemplo, que confiere coherencia al conjunto de su producción intelectual.

Con ella procura responder aquí a las dos preguntas fundamentales que plantea toda filosofía: qué hay en el mundo y qué hacer con ello. De ahí nace el título del libro. Universal concreto mienta el hecho de que, siendo el ejemplo un caso singular, aspira idealmente a enunciar una regla de validez universal. Así, los apartados Ontología (idea de “ser”) y Pragmática (pauta de imitación del ideal), precedidos de un breve preámbulo sobre el estilo filosófico (Método), se completan con una cuarta parte dedicada a la expresión artística (Poética), donde resuena el eco kantiano de esa ambición de universalidad propia de todo gran arte, apuntando reflexiones que conectan con la fértil faceta de dramaturgo de Javier Gomá.

A toda esta articulación sistemática se añade otro elemento, que vertebra eficazmente el discurso en clave de diagnóstico del presente y propuesta de futuro. Gomá resume el curso de nuestra cultura en tres grandes etapas: la Antigüedad dio a la realidad la forma de un cosmos inmutable, de manera que los modelos clásicos adoptaron un sesgo intemporal, que debía imitarse sin cambio alguno; la primera modernidad rompió con esa ejemplaridad abstracta, descubrió la dignidad del sujeto y proclamó su autonomía, derivando con el Romanticismo hacia un cultivo de la singularidad tan reacio a toda norma, que llevó al extremo contrario, un subjetivismo rebelde desarraigado de todo contexto común; y ahora, en nuestra modernidad tardía, habría llegado el momento de integrar al sujeto, ya liberado, en el Nosotros ciudadano, promoviendo la amistad cívica más que la coacción estatal.

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En esta suma filosófica destacan la viveza del estilo, la claridad conceptual y la fuerza persuasiva de Javier Gomá

De todo ello trata Gomá en esta suma filosófica, en la que destacan la viveza del estilo, la claridad conceptual y la fuerza persuasiva. Quedan pendientes de dilucidación cuestiones más controvertidas (¿En qué sentido sería “opuesto al hegeliano” este universal concreto que supera la parcialidad de los dos momentos anteriores? ¿Qué criterio permite distinguir el buen ejemplo? ¿Basta la igualdad formal para realizar la democracia?). Pero no es lo que tocaba en un ensayo concebido para llegar al gran público con la versión más concisa y directa de este sugestivo proyecto filosófico. En ese sentido, la misión está más que cumplida.

Fuente: https://www.elespanol.com/el-cultural/letras/20231119/universal-concreto-filosofia-ejemplaridad-javier-goma/810419091_0.html

5 enemigos de la filosofía

5 enemigos de la filosofía y por qué ayudan a construirla

La pregunta por los amigos y enemigos de la filosofía es una pregunta por la misma naturaleza de la disciplina a la que nos dedicamos. Las corrientes, autores y disciplinas contra las que ha combatido nos dice más sobre la filosofía que sobre aquellos a quienes critica. Esta es una lista incompleta, pero importante para dirimir cuáles han sido o son sus principales rivales.

Por Irene Gómez-Olano

El pensamiento filosófico nunca nace ni cae en un vacío porque somos, como nos recuerda Aristóteles, animales sociales. La condición social del ser humano es un reto al que se enfrenta cualquier disciplina que pretende explicar algo de lo que somos. Por eso, y porque la convivencia es el mayor problema al que se expone el ser humano, ningún pensamiento filosófico puede generarse en la absoluta soledad, sin el diálogo, discusión y choque con los otros. Más bien se construye siempre en compañía.

La filosofía de las ciencias del siglo XX puso de relieve que lo que la ciencia decide estudiar no surge de la mera racionalidad, sino que es siempre una decisión interesada. Tras los planes de estudio en ciencias, señalan filósofos como Paul Feyerabend o Bruno Latour, se esconden decisiones políticas, basados a menudo en intereses personales y no en una búsqueda abstracta de la sabiduría.

Podemos decir, con toda seguridad, que a la propia filosofía le pasa algo muy parecido. Los problemas a los que se dedican esmeradamente escuelas enteras de filósofos tienen mucho que ver con la atmósfera social del momento, con aquello que interesa y con las estructuras educativas y políticas de las que emana la filosofía.

La filosofía de las ciencias puso de relieve que lo que la ciencia decide estudiar es siempre una decisión interesada. Podemos decir que a la propia filosofía le pasa algo muy parecido

El lado «negativo» del asunto es que, si la filosofía quiere ser siempre crítica, debe desvelar los condicionantes que subyacen a su propia actividad, y los filósofos deben enfrentarse (y lo hacen), a veces de manera muy frontal, a sus propios colegas de profesión. El lado «positivo» tiene que ver con entender que la filosofía, como cualquier otra disciplina, siempre se edifica en común y con los otros, incluso a través de encarnizadas discusiones. Y es ahí donde radican sus mayores virtudes porque deja de ser un pensamiento particular para alimentar el acervo de conocimiento común.

Precisamente por su naturaleza crítica y siempre mordaz, la filosofía no ha podido dejar de pensar en nuestra condición como seres sociales, interdependientes y en las relaciones sociales que nuestra naturaleza genera. Temas como la amistad, la convivencia y la compasión han sido cruciales en la reflexión de filósofos y filósofas desde el comienzo de la misma disciplina. Lo que han cambiado son los enfoques, los énfasis, las lecturas desde las que parten los autores y los contextos socioafectivos desde los que se piensan estos temas.

Es por este motivo que hoy temas como la amistad, el amor y el cuidado están más de actualidad que nunca. El siglo XXI ha puesto los afectos en un primer plano, debido a una profunda crisis que atravesamos como especie. Surgen preguntas como: ¿son posibles la fraternidad, el amor y la amistad en un mundo amenazado por la crisis climática? ¿Cómo afecta la crisis del amor romántico y la precarización de la vida a nuestra forma de relacionarnos?

La filosofía de la amistad ha sido, en este sentido, un tema ampliamente discutido dentro del pensamiento ético y político. Y lo seguirá siendo. Nuestra necesidad de encontrar comprensión, cuidado y afecto por parte de aquellos que nos rodean es una preocupación humana continua que la filosofía no podía eludir. ¿Pero y la propia filosofía? ¿Tiene ella misma sus propios amigos y enemigos?

En realidad, cuando hablamos de «enemigos de la filosofía» partimos de un juego de palabras. No buscamos encontrar cuáles son los elementos al mismo nivel (por ejemplo, otras disciplinas) que se opongan metodológicamente o en sus propósitos sociales a la misma filosofía porque las disciplinas en sí mismas carecen de intencionalidad. Buscamos a sus detractores, sus críticos y a todos aquellos que han sospechado de ella. Individuos, escuelas o corrientes que hayan mantenido una discusión encarnizada con ella, aunque esta no se haya mantenido en el tiempo.

La lista que ofrecemos es parcial; tan solo una primera aproximación a los detractores de la disciplina a los que dedicamos este artículo a modo de misiva. Sabemos que existen muchos más enemigos, que enriquecen la filosofía a fuerza de ponerla en cuestión. Y es que la filosofía es un pensamiento del límite: trata de ser un conocimiento cohesivo, pero se encuentra más cómoda bailando con sus enemigos, de manera siempre provocativa y, en ocasiones, hasta irritante.

Por su naturaleza crítica, la filosofía no ha podido dejar de pensar en nuestra condición como seres sociales e interdependientes. Temas como la amistad, la convivencia y la compasión han sido cruciales en la reflexión desde el comienzo de la disciplina.

1 La sinrazón

La filosofía ha sido, desde su origen, un ejercicio de demarcación. Una petición de naturaleza a gritos que consistía en reivindicarse y decir, no solo qué es, sino y sobre todo, qué no es. Como pensamiento que trata de aproximarse a la vida desde la razón y desocultar lo que se encuentra tras lo que vemos, la filosofía marcó pronto a su primer enemigo: hablamos de la sinrazón, la mera opinión y la charlatanería.

Platón fue uno de los primeros filósofos que criticó la sinrazón de los que tenemos noticia. En sus diálogos, pone en boca de Sócrates el enorme desprecio que este tenía hacia los sofistas, maestros de retórica que enseñaban de manera itinerante en Grecia y que cobraban por sus servicios a los jóvenes que querían ser políticos.

Le debemos al pensamiento platónico la definición de la filosofía como pensamiento racional. Una demarcación que se mantuvo, al menos, hasta Nietzsche. Platón planteó que era posible alcanzar una verdad objetiva y que la manera de hacerlo era a través del diálogo y la razón.

Los sofistas, a su juicio, basaban su actividad en opinar sin fundamento para alcanzar un beneficio político, defendiendo así un pensamiento subjetivista y relativista según el cual la verdad y el bien dependen de una cierta perspectiva. Frente a esta idea, Platón plantea un pensamiento universalista donde se buscan principios objetivos y universalmente válidos.

La búsqueda de una racionalidad pura, por un lado, y de verdades universalmente válidas, por otro, no siempre fueron de la mano en la filosofía. Pero la pelea contra la sinrazón y la charlatanería superficial sí ha sido un elemento constante. Esto ha hecho que la filosofía se ubique como enemiga de muchas disciplinas, corrientes y pensadores, a los que ha tachado de irracionales o faltas de fundamento. La sinrazón ha sido también un arma que diferentes filósofos se han arrojado entre sí para criticar la actividad ajena.

Algunos filósofos se han ubicado como los grandes defensores de la sinrazón, ubicándose a sí mismos como enemigos de la filosofía (o de parte de ella). El mayor ejemplo es el del filósofo alemán Friedrich Nietzsche, que criticó la razón moderna y la contrapuso a las fuerzas emotivas y la voluntad de poder.

Como veremos, la crítica a la sinrazón será uno de los argumentos clave de la filosofía contra muchos de sus enemigos, a los que acusará de irracionales o alejados de la verdad o la realidad, como la poesía o la religión.

Algunos filósofos se han ubicado como los grandes defensores de la sinrazón, ubicándose como enemigos de la filosofía. Un ejemplo es Friedrich Nietzsche, que criticó la razón moderna y la contrapuso a las fuerzas emotivas y la voluntad de poder

2 Los poetas

Puede sonar raro que, siendo el Poema de Parménides uno de los textos fundacionales de la filosofía, digamos que los poetas son enemigos de la filosofía. En realidad, con la poesía sucede como con la sinrazón: se trata de un enemigo que la filosofía misma ha buscado. Por tanto, los poetas nunca fueron enemigos activamente de la filosofía, pero aun así Platón decidió condenarlos.

El filósofo ateniense, en su diálogo República, expulsa a poetas y artistas de su ciudad ideal porque, según el filósofo, su labor consiste en imitar el mundo sensible. Esta realidad, que es a la que tenemos acceso a través de los sentidos es, a su vez, una imitación del mundo de las Ideas. Es decir, caen en una doble falsedad o engaño y la transmiten al resto de ciudadanos haciéndola pasar por algo bello.

La ciudad, plantea Platón, debe estar fundamentada sobre un conocimiento que haga todo lo contrario, sobre una razón que busque llegar al verdadero saber, aquel al que solo puede acceder el alma y no nuestro cuerpo sensible. Los poetas, dice Platón, representan todo lo que está mal: se alejan de la verdad y representan a menudo a los dioses como seres inmorales. De esa manera, el arte pierde su labor educativa y se convierte en un signo de degeneración social.

Su condena a los poetas, por tanto, no era por motivos estéticos, sino por motivos morales y políticos. La gran preocupación platónica era la de edificar los principios necesarios para una sociedad justa. Los artistas y poetas que ejercitaran esta «doble mímesis» o imitación, como quienes pintaban un cuadro o esculpían un busto, representando así una realidad que ya es representación de otra, debían ser apartados de la vida social para evitar que contaminaran a otros con sus ideas.

Platón, en República, expulsa a los poetas de su ciudad ideal porque su labor consiste en imitar el mundo sensible. Esta realidad es, a su vez, es una imitación del mundo de las Ideas. Caen en una doble falsedad y la transmiten haciéndola pasar por algo bello

3 Lo divino: una relación de amistad y enemistad

Con los dioses y la fe, la filosofía ha mantenido una relación ambivalente. Si bien el pensamiento platónico sirvió para justificar la existencia de Dios durante la Edad Media y gran parte del pensamiento filosófico ha sido también pensamiento teológico, en la Modernidad, esta armónica relación comienza a resquebrajarse.

De nuevo, aparece Nietzsche como protagonista de este duelo contra la filosofía. Tanto es así que merecería él mismo un apartado propio en este artículo como uno de los principales enemigos de la filosofía. Nietzsche criticó la moral de las grandes religiones, argumentando que era contribuía a esclavizar los impulsos humanos y limitar el desarrollo del individuo.

Con su famosa frase «Dios ha muerto» establece un cambio de época. El mundo ya no puede explicarse apelando a un «más allá» del propio mundo y es hora de hacerse cargo de la finitud de la vida, sin esperar la eternidad tras la muerte. Otros muchos filósofos siguieron esta estela para criticar la religión y proponer otro camino para explicar la realidad y ubicarse moralmente en el mundo.

Karl Marx y Friedrich Engels criticaron las religiones porque funcionaban, a su juicio, como desarticuladores de la respuesta política que hace falta contra la explotación. Ese es el significado de su famosa definición de la religión como «el opio del pueblo». Los relatos religiosos contribuían a la alienación y perpetuaban la opresión.

Otros autores señalaron la condición social de la religión y sus vínculos con el poder político no para negar en sí misma la existencia de un dios, sino para poner en tela de juicio la naturalización de la fe. La religión no es algo «natural», es algo construido y cultural.

Para Freud, lo es porque se trata de una ilusión que replica el deseo infantil de tener un padre protector. Para Feuerbach, la religión es una proyección de las aspiraciones humanas personalizadas en un Dios todopoderoso. Otros autores, como Russell y Richard Dawkins, argumentan contra la existencia de Dios alegando que esta no se sostiene racionalmente.

Desde el otro polo, la religión también ha ubicado algunas filosofías como sus enemigas. Esto llevó a una posición durante la Edad Media según la cual la única filosofía válida era aquella que era la ancila (o esclava) de la religión; aquella que servía para darle más argumentos. Cualquier filosofía crítica con el corpus católico fue, en Europa, perseguida y cuestionada por los poderes religiosos y políticos.

Con su famosa frase «Dios ha muerto», Nietzsche establece un cambio de época. El mundo ya no puede explicarse apelando a un «más allá» del mundo y es hora de hacerse cargo de la finitud de la vida

4 La cultura de la superación personal

Lo que conocemos hoy como «autoayuda» en realidad tiene un largo recorrido literario y se ha enfrentado en numerosas ocasiones a la filosofía. Hoy tal vez sea uno de los debates más encarnizados que da la filosofía, que considera la cultura de la superación personal una doctrina superficial y servil al pensamiento capitalista.

Desde la filosofía se han criticado aquellos intentos por «vender felicidad» o superarse a uno mismo para el beneficio de otro (por ejemplo, para ser más productivos). Foucault no establece un diálogo directo con la autoayuda y la cultura de la superación personal, pero analizó cómo las estructuras del poder se infiltran en la construcción de la identidad personal. Esto nos hace serviles a un determinado orden político sin darnos cuenta. El objetivo no sería, por tanto, tratar de estar integrados, sino ser capaces de desvelar y subvertir la biopolítica por la cual reproducimos el actual estado de cosas.

Por su parte, Theodor Adorno apuntó también a que la cultura estaba estandarizando a la sociedad contemporánea y que la literatura, en ese sentido, tendía a simplificar la complejidad humana para crear sujetos más conformistas y uniformes. Otros autores no establecieron una crítica directa a este tipo de literatura, pero sí dieron algunas recetas para evitar sus peores vicios: Sartre reivindicó una literatura que se enfrentara a lo incómodo desde su complejidad y que no le diera la espalda a la responsabilidad individual, incluso sobre un sistema que es injusto de conjunto.

El francés Pierre Hadot desarrolló la noción de la «filosofía como una forma de vida» en contraste con la idea de la filosofía como un conjunto de doctrinas abstractas. También revindicó las filosofías antiguas y sus «ejercicios espirituales» como una forma de hacernos cargo de lo que somos. Una buena vacuna contra todo pensamiento que pretende estandarizarnos.

Desde la filosofía se han criticado aquellos intentos por «vender felicidad» o superarse a uno mismo para el beneficio de otro (por ejemplo, para ser más productivos)

5 Ella misma

Como este propio listado desvela, la principal enemiga de la filosofía es, precisamente, ella misma. Como ejercicio de demarcación, se dedica a menudo a determinar qué es y qué no puede formar parte de ella. Qué conocimientos son válidos para construir sociedades mejores y cuáles son perniciosos.

El propio Nietzsche, de nuevo, señala que somos siempre nuestro peor enemigo. Y es que en su búsqueda de los enemigos de la filosofía, la disciplina se desvela también en sus propios defectos. ¿O acaso todo el pensamiento filosófico es siempre racional, siempre busca la verdad, nunca pretende la mera edificación o superación personal?

Las disputas encarnizadas entre filósofos desvelan que no se puede poner en marcha el dispositivo de crítica y parar a la hora de mirarse a uno mismo. La filosofía a menudo cuestiona supuestos fundamentales, desafía conceptos establecidos y busca examinar las bases de nuestro conocimiento y comprensión, y eso le lleva a ponerse en crisis a sí misma. Esta naturaleza crítica y en constante evolución es precisamente lo que hace que la filosofía sea valiosa.

Fuente: https://filco.es/cinco-enemigos-de-la-filosofia/

El Ciervo

El Ciervo, la revista decana en España de cultura y pensamiento, celebra su número 800

La revista de cultura y pensamiento El Ciervo, la decana de este ámbito en España, celebrará el próximo 10 de octubre, con un acto conmemorativo en la Biblioteca Gabriel García Márquez, el haber llegado a su número 800.

Fundada en Barcelona por un grupo de estudiantes universitarios el 30 de junio de 1951, su primer director, que se mantuvo en el cargo durante más de medio siglo, fue el fallecido periodista Lorenzo Gomis, al que sucedió Rosario Bofill en el año 2005, quien estuvo al frente de la publicación hasta su muerte en 2011.

Posteriormente, entre los años 2011 y 2015 quien dirigió El Ciervo fue Jordi Pérez Colomé.

El número 800 corresponde a los meses de julio y agosto pasados, tras una «historia ininterrumpida, tratando todo tipo de temas con rigor intelectual, espíritu reflexivo y sin casarse con nadie«, según apunta el actual equipo.

La revista, que cuenta en su haber con diferentes galardones como el Premio Nacional al Fomento de la Lectura del Ministerio de Cultura, la Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes y la medalla al Mérito Cultural de la Ciudad de Barcelona, invita a sus lectores a participar en el acto conmemorativo.

Está previsto que al acto del próximo martes asistan el alcalde de Barcelona, Jaume Collboni, así como el concejal de Cultura e Industrias Creativas, Xavier Marcé, y que intervengan el escritor Eduardo Mendoza, el periodista y escritor Xavi Ayén, el poeta, músico y traductor José María Micó, y el actual director de la revista, Jaume Boix. Noticias relacionadas

Entre los fundadores de la revista, de periodicidad bimestral, además de Lorenzo Gomis y Rosario Bofill, se encontraban nombres como José María Barjau, Alfonso C. Comín, Joan y Joaquim Gomis, José Ignacio Montobbio, Enrique Ferrán, Jordi Maluquer y Francesc X. Puig Rovira.

Fuente: https://www.elperiodico.com/es/ocio-y-cultura/20231006/ciervo-revista-decana-espana-cultura-93026181

David Hume

David Hume: la cumbre del empirismo

Nacido en plena Ilustración, la filosofía de Hume tuvo en su núcleo la lucha contra el dogmatismo y las supersticiones. Su crítica a la noción de causa, a la noción del yo y a los milagros, entre otras muchas, devolvieron a la filosofía al suelo firme de la experiencia después de siglos especulativos de alto vuelo dogmático. Repasamos las diez claves fundamentales para entender el pensamiento de este autor.

Por Javier Correa Román

David Hume nació el 26 de abril de 1711 en Edimburgo, la capital de Escocia (Reino Unido). Hijo de una familia escocesa de terratenientes, las preguntas filosóficas insuflaron a su alma una curiosidad desmedida desde que era apenas un niño. Las lecturas de los clásicos (como Cicerón o Virgilio) le mordieron siendo ya joven y le llevaron a abandonar su carrera en el derecho para dedicarse únicamente al pensamiento.

Con 23 años, recién tomada la decisión de dedicarse a la filosofía, Hume abandonó su país natal y se trasladó a La Fléche, Anjou (Francia), donde, con una vida austera y dedicada al estudio, completó su primera gran obra y que hoy en día se considera su libro más importante: el Tratado de la naturaleza humana. Este tratado, cuyos aciertos filosóficos se ven empañados por su tosquedad literaria y su desorden expositivo, no levantó siquiera el «murmuro de los fanáticos», como escribió Hume en su autobiografía.

Decepcionado por el poco éxito de su Tratado, y convencido de la valía de sus descubrimientos, Hume escribió varias obras (Investigación sobre los principio de la moral o Investigación sobre el conocimiento humano, por ejemplo) para divulgar el contenido de su primer libro. Lamentablemente, estos escritos tampoco generaron la resonancia deseada. Su ambición se estrelló una vez más cuando, tras publicar los Ensayos sobre moral y política en 1742, solicitó una cátedra en la Universidad de Edimburgo que no le fue concedida.

Con cierta desilusión por la poca acogida de sus trabajos filosóficos, en los años siguientes Hume se dedicó a la tarea historiográfica, publicando la Historia de Inglaterra, de seis volúmenes, entre 1754 y 1762. Con esta obra, Hume alcanzó un éxito relativo que no obtuvo con sus anteriores trabajos y gozó medianamente de la fama literaria con la que soñó desde el principio.

El sosegado éxito que alcanzó en su país natal contrastó con la resonancia y la acogida que su obra tuvo en Francia. Allí, en pleno auge de los philosophes, sus textos encajaron a la perfección con las peculiaridades de la Ilustración francesa. Después de vivir unos años en el país galo, Hume vuelve a Edimburgo en 1768 y muere allí en 1776. En su epitafio, dejó escrito lo siguiente: «Nacido en 1711, muerto en 1776. Dejo a la posteridad que añada el resto». Fue Kant, sin duda, el que avivó el interés por su obra al declarar que leer a Hume le «despertó de su sueño dogmático». Veamos 10 claves para que nos despierte también a nosotros.

1 Filosofía de Hume y la Ilustración

Para comprender la filosofía humeana, es necesario tener en cuenta, en primer lugar, que la vida de Hume corre paralela al movimiento ilustrado. El siglo de Hume es el siglo es el siglo de las luces, el siglo de la lucha contra las supersticiones, el dogmatismo y la apuesta por una ciencia secular y racional.

A pesar de que a su muerte Hume fue leído como un escéptico radical, como un filósofo que desechó todo conocimiento seguro, la duda que Hume presenta en sus escritos no es una duda total, sino la duda propia de la Ilustración. Hablamos, entonces, de una duda renovadora, necesaria para arrancar siglos de escolástica dogmática de una filosofía que empezaba a perder frescura y ligereza. La duda de Hume es una duda sana, llena de vida y deseo, con el férreo objetivo de desechar todo lo que sean supersticiones infundadas (incluidas las supersticiones filosóficas).

Por estos motivos, la lucha contra las supersticiones que llevó a cabo la Ilustración bajo la bandera del método científico y el racionalismo tuvo en Hume su mejor exponente. La crítica humeana a los milagros y a las nociones filosóficas no fundadas en la experiencia, que veremos en los siguientes puntos, dan buena muestra de ello. A su vez, la aspiración liberal de los ilustrados, que buscaban acabar con la imposición absolutista, encuentra en los escritos de Hume un liberalismo renovador.

Así todo, exclamar que Hume supuso la cumbre de la Ilustración escocesa está fuera de toda hipérbole. De hecho, con sus textos, mostró la profundidad y el alcance del movimiento ilustrado más allá de Francia, región que siempre se considera epicentro de las luces de la razón. En fin, en su filosofía, Hume supo aunar el espíritu emancipador de su siglo con la corriente filosófica anglosajona de su tiempo: el empirismo.

Hume es, sin ápice de exgeración, el máximo exponente de la Ilustración escocesa. Su lucha contra el dogmatismo y su apuesta por el liberalismo son claros signos de que Hume era un escritor de su tiempo, el siglo de las luces

2 Empirismo

El empirismo fue una corriente filosófica que se desarrolló en la época moderna y que tuvo como primera figura fundamental a John Locke. El empirismo colocó a la experiencia como fuente de todo conocimiento, en creciente oposición con el racionalismo —dogmático según los empiristas— que triunfaba a comienzos de la Modernidad (y que incluía a autores como Descartes o Leibniz, aunque también a otros como Spinoza).

Así todo, los empiristas se caracterizaron por defender que las ideas de nuestra mente son, en realidad, copias de las impresiones de los sentidos y que, por tanto, la experiencia es fuente de todo conocimiento. Esta postura choca frontalmente con el espíritu racionalista que, según los empiristas, buscaba el conocimiento verdadero en las ideas innatas, en razonamientos abigarrados o en demostraciones barrocas llenas de conceptos abstractos. Este giro empirista respecto al racionalismo continental, liderado por los filósofos ingleses, encajaba perfectamente con la naciente revolución científica y dio solidez filosófica al método científico.

Sin embargo, entre el empirismo y el racionalismo moderno no solo hubo diferencias. Por ejemplo, los filósofos empiristas heredan de Descartes la primacía de la epistemología frente a la ontología, es decir, los empiristas también creen que primero tenemos que preguntarnos qué podemos conocer para, una vez contestada esta pregunta, preguntarnos por la realidad y el mundo. Rechazaron de Descartes, en cambio, la búsqueda de la verdad en los movimientos de la razón y en las ideas innatas. Respecto a estas últimas, se preguntarán los empiristas: ¿cómo puede una persona ciega tener en su mente la idea de rojo? Todas las ideas, creen los empiristas, derivan de los sentidos.

Además, y esto lo heredará el método científico hasta nuestros días, la filosofía empirista rechaza la deducción (partir de principios generales para llegar a casos particulares) como método de conocimiento. El conocimiento del mundo, dicen estos autores, debe realizarse desde la inducción (aunque presente también ciertos problemas). Es decir, el conocimiento del mundo debe partir del estudio de la realidad particular y, de ahí, se pueden extraer ciertas sentencias generales.

3 Impresiones e ideas

«Todas las percepciones de la mente humana se reducen a dos géneros distintos que yo llamo impresiones e ideas». Así empieza el libro primero del Tratado de la naturaleza humana, la primera obra de Hume. Según el filósofo escocés, las impresiones son las percepciones de los sentidos (como cuando miramos un vestido rojo) y las ideas son copias de las impresiones (como cuando cerramos los ojos y pensamos en ese vestido rojo).

Esta distinción entre impresiones e ideas abarca, escribe Hume, la totalidad de los fenómenos de la mente. De esto se deriva, como buen empirista, que no hay idea alguna en nuestra cabeza que no haya sido previamente una impresión captada por los sentidos internos (por ejemplo: hambre, frío o deseo) o externos (por ejemplo: vista, gusto u olfato). Todas las ideas nacen de una impresión previa y, por tanto, sin experiencia, no hay conocimiento.

¿Qué ocurre entonces cuando pensamos en un unicornio? ¿No es acaso una idea que no deriva de una impresión procedente de los sentidos? Para explicar la formación de las ideas que no son reales, es decir, ideas de objetos o seres que no hemos visto en la realidad, Hume recurre al libre juego de la imaginación. La facultad humana de la imaginación mezcla ideas de nuestra mente (cuerno y caballo, en este caso) para crear ficciones, ideas que no derivan totalmente de la experiencia. Pero la imaginación nunca inventa algo radicalmente nuevo, sino que mezcla impresiones. En otras palabras, la imaginación se caracteriza por juguetear, mezclar, hacer collages, pero no trasciende totalmente el campo de la experiencia.

En fin, la distinción entre impresiones e ideas articula toda la filosofía humeana y es la base de todas sus críticas y propuestas. Considerada esta distinción por Hume como un hecho evidente e indudable, recurrió a ella cada vez que pretendió articular nuevas concepciones o desmontar concepciones clásicas de la filosofía. Con la distinción entre impresiones e ideas, Hume se propuso examinar todas las nociones de la filosofía tradicional para ver si derivan de la experiencia o, en caso negativo, examinar cuál es su origen. Una de las nociones que sometió a este examen empirista es la idea de causalidad.

4 Causa

Antes de examinar críticamente desde el empirismo la noción de causa, Hume necesita esclarecer primero qué es la causa, es decir, qué queremos decir cuando hablamos de causalidad. Después de un riguroso análisis en el Tratado, Hume llega a la conclusión de que afirmamos que un elemento es causa de otro cuando observamos dos fenómenos (causa y efecto) contiguos en el que uno precede a otro temporalmente. Cuando esta observación se repite en el tiempo, y vemos repetidamente que un fenómeno sigue al otro, establecemos una conexión necesaria entre ellos, de tal forma que —pensamos— si volviéramos a percibir la causa esperaríamos percibir el efecto.

Veámoslo mejor con un ejemplo. Cuando toco el fuego (percepción 1), después siento dolor en el dedo (percepción 2). Creemos que una percepción es causa de la otra (es decir, que me duele el dedo porque he tocado el fuego) cuando creemos que son dos percepciones que necesariamente tienen que ir juntas. Sería absurdo pensar que quizá toquemos un día el fuego y no nos quememos, ¿verdad? Esta es la noción de casualidad: dos fenómenos contiguos en el que el efecto sigue necesariamente a la causa.

El núcleo del empirismo humeano se encuentra resumido en el comienzo de su Tratado: «Todas las percepciones de la mente humana se reducen a dos géneros distintos que yo llamo impresiones e ideas»

Hume no problematiza ninguno de los dos fenómenos, pues ambos cumplen la regla empirista: de ambos (tanto del fuego como del dolor) tenemos experiencia, hallamos impresiones. Sin embargo, dice Hume, ¿podemos percibir la necesidad que une a ambos fenómenos? Captamos las dos percepciones (fuego y dolor) y su contigüidad (su estrecha relación temporal), pero ¿cómo podemos estar seguros de que mañana nos quemaremos? Si todo conocimiento parte de la experiencia, ¿no es la noción de necesidad una idea que no deriva de la experiencia? ¿Es que acaso se puede percibir la necesidad? Si limitamos el conocimiento a la experiencia debemos, entonces, rechazar esa noción de necesidad, pues nunca hemos tenido impresión de ella. Tan sólo percibimos el fuego y el dolor, nada más.

Para Hume, la causalidad es un fenómeno psicológico, es decir, a medida que vemos que dos fenómenos van relacionados uno detrás de otro, nuestra mente, y por hábito, empieza a establecer que uno es causa del otro. Así, nuestra mente empieza a pensar que es probable que si pasa uno, entonces pase el otro. Esta probabilidad que augura nuestra mente continúa en nuestro entendimiento hasta que, después de varias sucesiones, nuestra mente da el paso a la necesidad: sin uno no hay otro, si toco el fuego, siempre me quemaré.

Pero sobre la necesidad en el mundo real no podemos pronunciarnos, dice Hume, porque no podemos percibir la necesidad que adscribimos a los fenómenos. Es muy probable que nos queme le fuego mañana, pero podría no hacerlo, argumenta Hume, porque no tenemos experiencia del lazo que une ambas percepciones. Hay que evitar dar peso a las ideas que no se fundamentan en la experiencia y la necesidad, base de la causalidad, es una de ellas.

5 El yo

Otra de las nociones que examina Hume bajo la lupa empirista es la noción del yo. Clásicamente, el yo, la identidad de cada uno, se ha concebido como la sustancia que permanece tras los cambios. Es decir, esté enfadado o esté alegre, clásicamente se ha creído que hay una substancia (Javier) que permanece, aunque algunos estados cambien.

La crítica que hace Hume a la idea del yo es similar a la que realiza a la noción de causa. ¿Tiene la noción de yo una impresión correspondiente? Es decir, si todo conocimiento parte de la experiencia ¿tenemos experiencia de nuestro yo? Cuando buceo en mí, ¿percibo a Javier? ¿Percibo esa sustancia?

La respuesta de Hume es negativa. Podemos tener, dice el filósofo escocés, a lo sumo impresiones particulares: percibo el Javier hambriento o el Javier enfadado, pero no la percepción de la sustancia de mi identidad. Es decir, y en palabras de Hume, tenemos un haz o manojo [bundle] de impresiones, pero nunca tenemos una impresión que trasciende esa particularidad. En román paladino: nunca percibimos nuestra identidad, sino, y a lo sumo, cómo nos sentimos en un momento determinado.

6 El problema de la inducción

En lógica clásica hay dos formas principales de razonamiento que nos pueden aportar nuevo conocimiento: la deducción y la inducción. La deducción consiste en extraer una conclusión particular («Sócrates es mortal») a partir de premisas generales («Todos los hombres son mortales»). La inducción, en cambio, se caracteriza por el camino inverso: extrae conclusiones generales («La madera es inflamable») a partir de premisas particulares («Hemos quemado muchas maderas y hemos visto que todas prenden»). Como es sabido, el razonamiento inductivo es el razonamiento usado por el método científico, que realiza múltiples experimentos particulares para extraer conclusiones de alcance general.

Según todo lo dicho hasta aquí del empirismo humeano, es fácil advertir los problemas de la inducción que Hume va a denunciar. Al igual que ocurre con la noción de causa (que añadía la necesidad a las percepciones de la mente), la inducción es un paso que va allende la experiencia, un paso que trasciende lo que experimentamos.

Con ejemplos lo podemos ver de forma más clara. Aunque todas las maderas que hemos probado hayan prendido, no podemos estar totalmente seguros de que todas las maderas del universo sean así. O viéndolo de otra forma, el problema de la inducción consiste en observar una serie de pájaros verdes (por ejemplo, cien o mil) y extraer de ahí la conclusión de que todos los pájaros del mundo son verdes.

Es cierto que un número alto de casos, por ejemplo, un millón de pájaros, podría darnos un suelo epistémico relativamente estable para hacer tal afirmación general, pero ¿no es un salto demasiado grande afirmar algo así de todos los pájaros? El límite del conocimiento, no se cansará de repetir Hume, es la experiencia. Trascender este límite nos lleva a dogmatismos y fanatismos. Lo sumo que podemos decir es que cien pájaros (o el número que hayamos visto) son verdes y, quizá, y tan solo quizá, los demás lo sean, aunque no es algo que sepamos con certeza.

Para Hume no tenemos impresión alguna de nuestra identidad, únicamente percibimos manojos de impresiones particulares

7 Sentimentalismo

El empirismo epistemológico de David Hume tiene, como no podía ser de otra forma, profundas y marcadas consecuencias en otros ámbitos filosóficos. Dos de ellos de fundamental importancia son la moral y la estética. Ambas disciplinas presentan, después de la crítica empirista, el problema de su fundamentación: ¿cómo hablar de la moral si no tenemos impresión alguna del bien? O, en el caso de la estética, de todo lo que vemos en el cuadro, ¿cuál de esos elementos de la representación corresponde a la belleza? En fin, ¿cómo hacer una moral y una estética empiristas que no abracen conceptos vacíos, conceptos no basados en la experiencia?

La solución de Hume consiste en colocar a los sentimientos (que sí pueden vivirse y de los cuales tenemos experiencia) como fuente epistemológica en relación a la moral y a las artes. Así, el bien para Hume no es otra cosa que el sentimiento de aprobación que sentimos hacia las acciones de los demás. En otras palabras, decir que algo es bueno equivaldría a decir que esa acción nos agrada. ¿Podemos hacer ahora una moral empirista? Por supuesto, se tratará de examinar cuándo y en qué situación emerge este sentimiento (del que sí tenemos experiencia).

Lo mismo ocurre respecto a la belleza. Esta no es una cualidad de los objetos, no consiste en aquella línea o en aquella combinación de colores, sino que, para Hume, la belleza es una sensación de agrado que nos recorre cuando observamos los objetos. Dice Hume a este respecto en el Tratado:

«Euclides ha explicado completamente todas las cualidades del círculo; pero no ha dicho, en ninguna proposición, una palabra de su belleza. La razón es evidente. La belleza no es una cualidad del círculo. Es solo el efecto que esa figura produce sobre la mente».

Con esta solución sentimentalista, Hume roza peligrosamente el sendero del relativismo. ¿Cómo debatir con alguien que siente que lo que hace está bien o que asegura que un bello cuadro impresionista le desagrada? Hume nunca andará este camino relativista, que, sin embargo, es obvio que se deriva de sus escritos, y tratará de buscar una solución intermedia en textos como Sobre la norma del gusto.

Es problemático trascender la experiencia con la inducción. Aunque todos los pájaros que hayamos visto vuelen, nunca podemos dar el paso epistemológico para afirmar que «todos los pájaros vuelan». Siempre puede haber un pájaro desconocido por nosotros que no vuele

8 La razón debe ser esclava de las pasiones

Muy en relación con su sentimentalismo estético y moral, hay una sentencia de Hume que ha hecho historia: «la razón es y solo debe ser esclava de las pasiones». ¿Qué quiere decir esta célebre frase tantas veces manida y malinterpretada?

Hume es un crítico de la razón instrumental avant la lettre. El filósofo escocés muestra en el Tratado que la razón únicamente puede dirimir distintos medios para determinados fines, pero que no puede escoger entre diversos fines. Dicho de otra forma: la razón actúa cuando pensamos cómo ir al cine, si en bicicleta o andando, si por un camino o por este otro, pero la decisión de ir al cine, en vez de estudiar, no es una decisión racional, sino meramente pasional, de nuestras emociones.

En los escritos de Hume, la razón discierne entre los medios y sus cálculos, pero no entre los fines de la voluntad. De esto se deriva que los fines (estudiar o ir al cine) tan solo pueden considerarse irracionales como medios respecto a otro fin mayor (sacarme la carrera de medicina), pero que, en sí mismos, no son ni racionales ni irracionales. De ahí otro célebre y polémico pasaje humeano:

«No es contrario a la razón preferir la destrucción del mundo entero a rascarme el dedo. No es contrario a la razón que yo elija mi ruina total, para prevenir el menor desasosiego de un indio o persona enteramente desconocida para mí. Es igualmente poco contrario a la razón preferir incluso mi propio bien menor reconocido a mi mayor, y tener un afecto más ardiente por el primero que por el segundo».

9 La falacia naturalista

Si seguimos explorando la riqueza filosófica del Tratado, nos encontramos con un pequeño pasaje que ha desencadenado en la historia de la filosofía ríos de tinta, especialmente en la filosofía analítica del último siglo, y que creemos que merece un puesto en la lista de diez claves para entender el pensamiento de este autor. El pasaje es el siguiente:

«No puedo dejar de añadir a estos razonamientos una observación que, tal vez, pueda tener alguna importancia. En todos los sistemas de moralidad con los que me he encontrado hasta ahora, siempre he observado que el autor procede durante algún tiempo de la manera ordinaria de razonar, y establece la existencia de un Dios, o hace observaciones sobre los asuntos humanos; cuando de repente me sorprendo al encontrar que, en lugar de las cópulas usuales de las proposiciones, es y no es, no encuentro ninguna proposición que no esté conectada con un deber o un no deber. Este cambio es imperceptible; pero es, sin embargo, de última consecuencia».

Moore, en su libro Principia Ethica de 1903, llamó falacia naturalista a esta trampa intelectual denunciada por Hume. La falacia naturalista consiste en pasar del ser al deber ser. Este paso en los razonamientos, que puede parecer legítimo, no está justificado en sí mismo, como denunció Hume. Es decir, no se puede deducir la moral de la realidad.

Lo vemos en un ejemplo. Del hecho de que los hoteles estén llenos (juicio de la realidad, juicio sobre el ser) no se deriva que haya que construir más hoteles (juicio moral, juicio sobre el deber ser). Una vez señalado parece evidente la trampa, pero darnos cuenta de esto abre nuevos problemas: ¿de dónde derivan entonces los juicios morales?

«No es contrario a la razón preferir la destrucción del mundo entero a rascarme el dedo. No es contrario a la razón que yo elija mi ruina total, para prevenir el menor desasosiego de un indio o persona enteramente desconocida para mí. Es igualmente poco contrario a la razón preferir incluso mi propio bien menor reconocido a mi mayor, y tener un afecto más ardiente por el primero que por el segundo». Hume

10 La crítica a la religión

Aunque la vehemencia de la prosa debía ser comedida por la censura religiosa, la filosofía de Hume es claramente anticlerical y atea. El empirismo de Hume no permite afirmar que exista Dios, pues si todo conocimiento deriva de la experiencia, entonces ¿cómo fundamentar la fe en un ser del cual no tenemos impresión alguna?

Podría objetarse que la experiencia de Dios en la Tierra se halla en la experiencia de los milagros, verdadero rastro de la esencia divina. Sin embargo, cree Hume, los milagros son fruto de la mente humana y su facilidad para ver allí donde no hay nada. Cuando observamos un suceso que creemos increíble, ¿cómo podemos estar seguros de que no es un suceso propio de la naturaleza humana que, sin embargo, y por ser poco frecuente, desconocemos sus causas o es simplemente novedoso para nosotros?

Pensemos en los eclipses, por ejemplo. Es fácil ver su carácter único y la facilidad que podría tener la mente humana que no ha visto ninguno para pensar que se debe a un milagro y a una anomalía, pero lo que ocurre en realidad no corre fuera del curso de las leyes de la naturaleza.

Y aunque pasará algo realmente extraordinario, algo que realmente no supiéramos explicar, ¿por qué le damos a un caso (el milagroso, el extraordinario) mayor peso epistemológico que al resto de miles de observaciones que hemos realizado en nuestra vida cotidiana? ¿Por qué dudar de todo lo visto hasta ahora por un simple fenómeno que no se ha repetido más? Además, ¿no es curioso que los milagros se hayan dado con mayor frecuencia en regiones analfabetas o en épocas de menor acceso a la cultura? Esta cita de Hume sigue presente:

«Las ventajas de empezar una impostura entre gentes ignorantes son tan grandes que, aunque el engaño sea demasiado burdo como para imponerse a la mayoría de ellos (lo cual ocurre, aunque no con mucha frecuencia), tiene muchas mayores posibilidades de tener éxito en países remotos que si hubiera comenzado en una ciudad famosa por sus artes».

Fuente: https://filco.es/filosofia-de-hume-10-claves/

Javier Sádaba

¿Cómo debería ser una ética universal?

Se juega en la liga de las decisiones y ahí juega un papel decisivo la opción entre un hedonismo autosuficiente o una vida felizmente solidaria

Javier Sádaba

La ética se está haciendo y rehaciendo siempre. Una ética hecha para siempre no es posible. Los que tenemos las raíces en lo más natural y las ramas en la cultura estamos en un continuum que no se puede cortar. Podemos señalar tramos e idear futuros. Desde ahí voy a mostrar brevemente que entiendo por ética universal para todos.

Se suele distinguir entre ética y moral diciendo que mientras la moral es relativa a una determinada cultura la ética es transversal a todos los códigos culturales. Pero, antes de ver cómo se pasa de lo que relativo a lo que valdría universalmente, es necesario aclarar quién es el sujeto de esas acciones que consideramos buenas o malas. Y ahí tropezamos con la definición de quién es un ser humano. La primera respuesta que hay que dar es que esa definición solo es válida respecto a lo que ahora sabemos sobre nosotros mismos. En caso contrario caemos o en error esencialista que habla anacrónicamente de una esencia humana inmutable o en la ingenuidad de los que creen que la ciencia nos revelará algún día lo que somos. Lo primero peca de viejo y lo segundo de pueril.

Nuestros conocimientos siempre son modificables, probabilísticos y sujetos a los datos que se aporten. Intersubjetivamente. Y ahí el humano aparece con características que varían respecto a describir lo que somos hoy. Tales características las vamos depurando en función de la experiencia histórica y los hechos que descubre la ciencia. Y en una parte del mundo que llamamos occidental pensamos que hay un núcleo de simetría entre los que poseemos lenguaje articulado e intercurso sexual reproductivo. Y que tal simetría posibilita la libertad que nos hace responsables de nuestros actos. El núcleo está rodeado de fronteras desdibujadas. Y eso nos hará dudar muchas veces de lo que pertenece al conjunto de los humanos y de los que sufren. Es desde ahí desde donde nace el primer y fundamental impulso ético-moral.

Somos duales como los hemisferios cerebrales. Nos movemos entre lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo. Todas nuestras acciones consisten en elegir algo rechazando otra u otras posibilidades. En nuestro más profundo yo y de manera más o menos explícita elegimos ser uno mismo por encima de los demás o ser uno con los otros. Elegimos el hedonismo autosuficiente o la vida felizmente solidaria. Esta segunda elección nos lleva a la posibilidad de una ética universal. Yo la deseo y es donde se construye una ética en cuanto tal. Lo veo tan difícil que tal vez no se consiga nunca. Sobre todo porque no todos querrían poner lo mismo en el núcleo que todos aceptemos. Pero se trata de una meta sensatamente utópica, de un deseo, de una orientación, de un paso hacia la consumación de la mentada simetría.

Desde lo dicho añado algo más sobre cómo se configuraría mi ética del presente con la mirada en ese futuro más feliz. Creo que esa ética ha de apoyarse en la gran política, en una institución también universal y que tenga la fuerza suficiente para ser la muleta de la vida ético-moral. Y más concretamente que respete el deber de no dañar y anime a que más allá de tales deberes se genere el mayor bien posible. Así se construiría una vida buena. Pueden poner muchos reparos. Por ejemplo que la debería completar más. Por supuesto, solo se trata de un esbozo. O que no acaba de darnos la clave para actuar así. Por supuesto no es una receta. Y les recomendaría que se acordaran de Gilgamesh, ese rey de Uruk que después de constatar que no era posible la inmortalidad se conformó con su mortalidad. Y si no que lean, estudien y hagan otras propuestas.

Fuente: https://blogs.elconfidencial.com/cultura/tribuna/2023-10-25/como-deberia-ser-una-etica-universal_3755284/

Ralph Waldo Emerson: naturaleza trascendente y resistencia existencial

Gonzalo Pernas

De unos años a esta parte, el interés por Naturaleza (Nature, 1836) texto de Ralph Waldo Emerson (1803-1882) ha experimentado un significativo auge. Señas inequívocas de insostenibilidad medioambiental, e incluso la posibilidad de colapso del modelo desarrollista de nuestras sociedades, han revitalizado igualmente a Henry-David Thoreau, con su clásico Walden (1854), integrado en la nueva Nature Writing –a pesar de las diferencias de talante y sensibilidad respecto a los autores y autoras actuales. Thoreau desarrolló su obra bajo el influjo y la atmósfera del trascendentalismo norteamericano, que no fue exactamente una escuela, sino una efervescencia intelectual que se aglutinó en torno a la figura de Emerson y que se vertebró en la revista The Dial. Rompemos el hielo con el creador moderno del diario de cabaña, ya un cliché libresco, por haber sido la vía de acceso de muchos lectores bisoños a Nature: el manifiesto de Emerson que nunca terminó de llegar al gran público, quizá por su gravedad, quizá por la rebeldía que su discípulo sí supo insuflar al naturalismo norteamericano.

Si hubiese que explicar con sencillez en qué consiste el planteamiento emersoniano, podríamos decir que concibe la Naturaleza como una materialización espiritual, como el cuerpo multiforme y fenoménico de una realidad preexistente y digamos– posexistente. Por supuesto, bebe de muchas y muy dispares fuentes, que van desde el mundo clásico o los profetas de las grandes religiones hasta los idealistas alemanes, y todo ello sin olvidarnos de Swedenborg, por quien Emerson profesó una admiración tan singular como los escritos del propio místico sueco. El clima puritano de Concord, Massachusetts, también imprime un carácter muy concreto a la literatura trascendentalista, especialmente la vertiente unitaria de la que el propio autor participó como pastor antes de una renuncia acaso inevitable. Este sincretismo por otra parte, tan protocontemporáneo es uno de los rasgos más importantes tanto de Nature en particular como del estilo trascendentalista, caracterizado por un tono asermonado y socorrido por referencias libres y a veces licenciosas. No es una exageración otorgar a Emerson y colegas la invención de un género ensayístico totalmente nuevo, así como el arquetipo del intelectual que habría de escribirlo: The American Scholar, aludiendo a la conferencia homónima que dio en Harvard en 1837.

Ante el que es uno de los grandes problemas filosóficos universales, el de la oposición entre trascendencia e inmanencia, el pensador de Nueva Inglaterra se posiciona en la primera. A diferencia de posteriores escritores de Naturaleza tan materialistas como Edward Abbey (1927-1989), que aseguró que la roca era simplemente roca el expastor acuñó una versión bastante particular del idealismo alemán. El hecho de no haber construido un sistema de pensamiento abstruso y sistemático, a priori una debilidad como filósofo, supone a posteriori su gran aportación al estado de la cuestión. La rigidez kantiana nunca hubiese permitido a nuestro protagonista llegar a los recovecos existenciales a los que llegó: su ingenuidad es su fuerza, su confianza casi ciega en el pensamiento analógico su principal virtud, y en su escritura –clara y fluida– reside su perennidad; la misma que cautivo a Borges, que gustaba de hablar de Emerson siempre que tenía ocasión. Con todo esto se relaciona, además, otra diferencia importante respecto al pensamiento que el trascendentalista importó del Viejo Continente: él no fue tan científico.

En la introducción a una de las ediciones españolas de Nature (Naturaleza. José J. de Olañeta, 2007), Antonio Antón Pacheco incide en que “en la obra de Emerson no hay ni rastro de Naturphilosophie“. Va más allá de esa falta de interés específico por las ciencias “fundamentalmente medicina y geología» para subrayar que, en el bostoniano, de hecho, “encontramos una crítica a la ciencia y a la técnica como instrumentos de alienación del ser humano y de alejamiento de este de la Naturaleza». Esta faceta nos da pie para señalar otro rasgo muy suyo: el del intento casi heroico por hacer encajar las contradicciones de su propio pensar, que acabó siendo a la vez institucional y subversivo, nacionalista y universalista, ruralista y cosmopolita. Tales elementos fueron los que produjeron la dolorosa ruptura con Thoreau, aunque ya senil y demente, en sus últimos momentos, el gurú de Concord no dejase de preguntar por su amigo Henry, de rogar que le recordaran su nombre una vez más, antes de que su vida se apagase por completo veinte años después que la de su discípulo, que falleció a la edad de cuarenta y cinco años a causa de la tuberculosis.

El globo ocular transparente

De pie en la tierra desnuda, bañada mi cabeza por el aire alegre, y elevado en el espacio infinito, todo lo que implica egoísmo se diluye. Me convierto en un globo ocular transparente, no soy nada, veo todo, las corrientes del Ser Universal circulan a través de mi cuerpo, soy una parte o partícula de Dios. El nombre del amigo más cercano suena entonces extraño y accidental: ser hermanos o conocidos, ser amo o ser criado, es entonces nadería y trastorno.

Expuesta en el primer capítulo de Nature, la del Transparent Eyeball quizá sea la imagen más conocida de entre todas las que se despliegan en el manifiesto. De alguna forma, con esta cita se nos invita a ver para dejar de ver, a mirar a través de la roca que simplemente es roca, a dudar metafísicamente de su existencia cerrada. Los ecos de orientalismo son evidentes, lo que no ha de hacérsenos extraño teniendo en cuenta que Emerson fue un buen conocedor de clásicos como el Bhagavad Gita o los Upanishads, entre otras lecturas misceláneas y ajenas a su tradición cultural. La Naturaleza sustituiría a las religiones institucionalizadas –reducidas con el paso de los siglos a sistemas escleróticos de dogmas– y permitirían a cada individuo tener la suya, aunque sobre un denominador común moral. Como sentencia en el capítulo que dedica al idealismo:

… todo ser humano es capaz de ser elevado por la piedad o la pasión, a su ámbito propio, y ningún hombre se relaciona con esas naturalezas divinas sin volverse él mismo, en alguna medida, divino.

A la revelación no le falta una implícita advertencia hölderliniana, porque el extrañamiento del nombre del amigo o la disolución del sentido de pertenencia –por ejemplo– a la familia, remiten sin ninguna duda a una dimensión abisal. De hecho, un poco antes del pasaje, Emerson escribe sobre un paseo crepuscular y dice haber “disfrutado de una alegría perfecta; una satisfacción lindante con el temor». Sería el aspecto de tangibilidad de esa naturaleza trascendente la que acotaría la posibilidad de disolución del Uno. Precisamente, la metáfora de la escoria divina viene a decirnos que la roca no es sólo roca, pero no se identifica exactamente con la divinidad, sino que se entiende como una secreción de la anterior. Ahora bien, si los idealistas convendrían que sería buena idea tomar el cincel de geólogo, Emerson se debe a un temperamento mucho más teológico. Unos y otro creyeron que por lo manifestado podía uno remontarse hacia lo que se manifiesta, pero –como el globo ocular transparente demuestra– en el segundo, la intuición desempeña un papel mucho más importante.

Emerson hoy. Un esbozo rápido

Como quiera que sea, es en el encuentro de las pulsiones unitarias del protestantismo con la naturaleza salvaje donde nace la sensorialidad emersoniana, y en lo contradictorio de ese milagro donde se constata tanto la inteligencia como la profundidad de este legado. Emerson debió de entregarse a un esfuerzo intelectual titánico para hacer que todo cuadrara de la mejor manera posible. Por otra parte, puede considerársele una pieza fundamental en el trasvase del naturalismo decimonónico a la contemporaneidad, lo que deja abierta la puerta a un redescubrimiento futuro más allá de los círculos académicos y de la faceta monumental de este autor. No debemos concluir sin citar el estudio de referencia sobre su vida y obra, que es a la vez una exhaustiva investigación sobre el fenómeno trascendentalista: Emerson entre los excéntricos (Carlos Baker. Ariel, 2008 [Emerson among the eccentrics, 1996]). Allí, Baker –ya fallecido– nos ayuda a comprender más y mejor la figura a partir de sus relaciones con Thoreau, pero también con literatos y literatas tan influyentes como Margaret Fuller, William Ellery Channing (la amistad mejor documentada de Thoreau), Hawthorne o Whitman, entre otros.

Ahora, en plena sociedad posindustrial, alienados hasta extremos que hasta al propio Marx le hubiera costado concebir, la visión del escritor se antoja mucho más moderna que la de los Naturphilosophen, teniendo en cuenta que lo que hay de estrictamente técnico y mercenario en la ciencia se ha impuesto sobre el carácter trascendental que los alemanes proyectaron en ella; esa posibilidad idealista de armonía entre hombre y Naturaleza a partir de la investigación científica, y cuya encarnación más notable fue la de Alexander von Humboldt con su Cosmos (1845) bajo el brazo; con un pie en la historia natural y otro en el Romanticismo.

Emerson también ejerce de bisagra en este sentido, porque su época exacta y contexto, su momento y su lugar, supusieron el escenario en el que una naturaleza retráctil, aún salvaje, cedía ante cruentos movimientos expansionistas y civilizatorios: la ciencia empezaba a perder su inocencia, mostrando su cara menos humana y más lúgubre. Sin duda, Ralph Waldo Emerson secundaría a Novalis cuando éste dijo aquello de romantizar el mundo, pero, habiendo pasado exactamente lo contrario, Nature se ha vuelto un manual de resistencia existencial y hasta un libro posreligioso en el que se ofrece una fe alternativa, una religión sin iglesia ni pasado y un punto de fuga optimista: si hay algo detrás de la roca nada estará realmente perdido. Valgámonos del remate del libro para cerrar con una imagen final, que bien puede valer como síntesis de todo lo que se ha venido exponiendo:

El reinado del hombre sobre la naturaleza, que no procede del examen detallado y que sobrepasa su propio sueño de Dios, se instaurará con el mismo asombro que el del ciego al que gradualmente se le ha devuelto la visión perfecta.

Mientras esta teleología siga avanzando hacia un clímax lejano y en gran medida inconcebible, todo lo que tenemos para mitigar la desazón, el malestar inherente a la civilización tecnocientífica, son libros y compañías como la de los trascendentalistas, con su gurú en la vanguardia y una promesa en el horizonte. Suficiente por ahora.

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/2023/08/27/ralph-waldo-emerson-naturaleza-trascendente-y-resistencia-existencial/

Susan Sontag: cómo visibilizar el sufrimiento

Conocida como la «dama negra» de las letras estadounidenses (Nelson, 2018, pág. 178), Susan Sontag (1933-2004) es una de las autoras más sugerentes del siglo pasado. Con un estilo ecléctico difícilmente clasificable, Sontag abordó temas muy dispares. Gracias al libro que publicó su hijo, el reportero de guerra David Rieff, hoy sabemos que la obra de Sontag es diversa porque toma en consideración los eventos que se abren paso y forman parte de su vida. La revolución sexual, la enfermedad, su oposición a la guerra de Vietnam y su pasión por la literatura aparecen como telón de fondo de toda su obra.

Conocemos lo esencial de su pensamiento a través de 10 ideas clave.

1 Escritura y ficción

La ficción se alimenta de los recuerdos. Escribe Sontag: «Cada detalle de una obra narrativa fue alguna vez una observación o un recuerdo o un deseo, o es el sincero homenaje a una realidad independiente de la identidad» (Cuestión de énfasis, pág. 47). La ficción es un homenaje a una realidad que no ha sido o, mejor, que todavía no es. En este sentido, la recuperación de la memoria es entendida como una obligación ética: «La obligación de persistir en el esfuerzo de percatarse de la verdad» (pág. 94).

Sin embargo, Sontag reconoce una cierta autonomía de la literatura y distingue entre «la ‘yo’ que escribe» y «la ‘yo’ que vive», y hace de la primera una versión diferente a través de la especialización y la mejora según «determinadas metas y lealtades literarias» (pág. 294). Sontag no era, según ella misma escribió, más que una sirvienta de la literatura.

2 Interpretación

Sontag defiende que hay una agresividad inherente al ejercicio de interpretación de un texto. Esta posición va en contra de la idea de que la interpretación vuelve un texto inteligible, que descifra un significado oculto que ya se encontraba en una novela, una película, una obra de teatro… Para Sontag, la búsqueda del «contenido latente» de un objeto cultural intenta «domesticarlo».

La pretensión de la interpretación es reducir la obra de arte a su contenido, que, en función de la época histórica, puede ser interpretado y, consecuentemente, se le puede hacer decir otra cosa que no está en el objeto. Así, en su lugar, Sontag propone una atención a los sentidos para examinar la obra de arte.

«Cada detalle de una obra narrativa fue alguna vez una observación o un recuerdo o un deseo, o es el sincero homenaje a una realidad independiente de la identidad». Cuestión de énfasis, Susan Sontag

3 Pedagogía estética

La crítica de arte ha olvidado la capacidad sensorial del individuo, ha dejado de lado «las experiencias sensuales del arte» (del latín sensualitas, que señala la «cualidad relativa a los sentidos»). Este olvido ha sido posible en un contexto muy particular: el de la sobreestimulación propia del capitalismo tardío, que satura nuestros sentidos.

La capacidad sensorial de los seres humanos no sabe cómo dirigirse hacia la abundancia de los objetos que se producen en un contexto socioeconómico del exceso. Frente a este embotamiento en el que se encuentra la capacidad sensorial, Sontag nos anima a volver a «erotizar el arte» (Contra la interpretación, pág. 25). Esta erotización no tiene que ver con volver a tener sentimientos, pues más bien tenemos un exceso de ellos, sino con recuperar el sentir de las sensaciones.

4 La imaginación pornográfica

En el debate entre defensores de la liberación y adalides de la censura, Sontag se autoexcluye de la discusión. La fuerza del deseo sexual —de los sentimientos sexuales— tiene un potencial incontrolable y puede tener consecuencias nefastas para la sociedad. Sontag incide en la «preparación psicológica sutil y de gran magnitud» (Estilos radicales, pág. 15) para que «expansión de la experiencia y la conciencia» sexual no sea destructiva para la mayoría de la gente. Así como es necesaria una pedagogía estética para poder incluir las fotografías del sufrimiento en su contexto apropiado, es necesaria también una educación sexual que permita acabar con los sentimientos aniquiladores del deseo sexual.

5 La enfermedad y los sentimientos sexuales

En La enfermedad y sus metáforas, Sontag dedica varias páginas a arremeter contra la teoría psicológica del cáncer desarrollada, principalmente, por el «infausto Wilhelm Reich» (y que cuando ella escribe ya estaba más que desacreditada, pues Reich había fallecido en 1957 en la cárcel mientras cumplía condena por fraude en la distribución del «acumulador de orgón» para curar el cáncer).

Sin embargo, Sontag ataca a Riech no solo por la vinculación que este establece entre emociones y enfermedad (las primeras serían las responsables de producir las segundas), sino, sobre todo, porque Reich articula la curación en torno al orgasmo, lo que hace que aparezca entre los autores de la revolución sexual. Para Sontag, a diferencia de Riech, la sexualidad libre no inocula salud al individuo, sino que conlleva riesgos que deben ser examinados para el cuerpo social.

La fuerza del deseo sexual —de los sentimientos sexuales— tiene un potencial incontrolable y puede tener consecuencias nefastas para la sociedad. Sontag incide en la «preparación psicológica sutil y de gran magnitud» para que «expansión de la experiencia y la conciencia» sexual no sea destructiva para la mayoría de la gente

6 El cáncer y la guerra

El cáncer y Vietnam se entrelazan en la obra de Sontag como un nudo imposible de deshacer. En La enfermedad y sus metáforas, de 1978, denuncia las metáforas bélicas con las que la medicina se ha narrado a sí misma. La descripción de la enfermedad como «una invasora de la sociedad», o los esfuerzos por reducir la mortalidad contados como «pelea, lucha, guerra», dan cuenta de la forma en la que la medicina habla de su labor.

El médico es, como fue en una época, quien libra la bellum contra morbum (la guerra contra la muerte). A su vez, la metáfora de la enfermedad en política ha establecido una dicotomía entre enfermedad y salud y ha situado a la primera fuera del cuerpo social como un peligro que amenaza la salubridad de las propias instituciones (que deben librar una guerra).

7 El sida y sus metáforas

Once años después de la publicación de La enfermedad y sus metáforas, Sontag añade una segunda parte titulada El sida y sus metáforas (1989). Los relatos sobre las enfermedades de transmisión sexual, defiende, «siempre inspiran miedo al contagio fácil y provocan curiosas fantasías de transmisión por vías no venéreas en lugares públicos» (pág. 74).

El tratamiento que recibió esta enfermedad a principios de los años ochenta del siglo pasado produjo una fuerte estigmatización de los «portadores de la enfermedad», los «sucios» que ponían en riesgo a «la población en general», a los «inocentes» (pág. 74). La producción discursiva sobre el VIH se centró en reivindicar «un juicio moral» a una sociedad que no respeta las reglas de Dios y en promover el miedo y el desprecio hacia una enfermedad que provenía del exterior —de países más pobres— y que quería confirmar sus prejuicios contra la población homosexual (pág. 95).

8 El dolor de los demás

La exhibición del sufrimiento puro en la fotografía, en la literatura o en las noticias, si no va acompañada de un intento de movilizar la conciencia, se transforma en un tipo de anestésico. Escribe Sontag: «Cuando sentimos simpatía, sentimos que no somos cómplices de la causa del sufrimiento. Nuestra simpatía proclama nuestra inocencia así como nuestra impotencia» (2014, pág. 88). La compasión precisa de una dirección hacia la acción, que tiene que comprender que nuestros privilegios se encuentran «en el mismo mapa» que el sufrimiento de los otros.

No es suficiente con visibilizar el horror para crear conciencia, sino que es necesario que esta se ponga en su contexto y consiga explicar el papel que desempeñan los privilegios del que observa. Así, Sontag subraya que el dolor de los otros no ocurre en abstracto, sino que responde a unas dinámicas de poder que deben ser visibilizadas y deben acompañar a los artefactos artísticos que las quieren narrar.

La compasión precisa de una dirección hacia la acción, que tiene que comprender que nuestros privilegios se encuentran «en el mismo mapa» que el sufrimiento de los otros

9 La fotografía normaliza la miseria

La exposición fotográfica en el MoMa (Museo de Arte Moderno) de la obra de Diane Arbus tuvo una amplia recepción (alrededor de 250 000 espectadores fueron a visitarla). Sontag valora ese dato desde la asunción de «un mundo unido por el dolor» (Nelson, 2018, pág. 187) que, sin embargo, es inherentemente anestético.

A pesar de que la exposición recogía imágenes sobrecogedoras, entre las que se encontraba La niña del napalm, que ganó el premio Pulitzer, el exceso de representación del dolor privaba al espectador de su potencial transformador. Las fotografías no consiguieron dar forma a un movimiento antibélico articulado, sino que pasaron a sobresaturar el imaginario social y normalizaron la miseria de la guerra.

10 Ecología de las imágenes

La fotografía que se concentra en las víctimas, en los desafortunados, en última instancia, en plasmar el retrato del horror, se enfrenta a varios problemas. En primer lugar, corre el riesgo de estetizar la realidad que quiere denunciar, se arriesga a volver «hermosa la miseria humana» (Nelson, 2018, pág. 201). Además, la sobresaturación de imágenes cumple un efecto anestésico que desactiva su potencial movilizador.

En otras palabras, la fotografía del sufrimiento no produce una respuesta política porque «el contenido ético de las fotografías es frágil. (…) La mayor parte de las fotografías pierde su peso emocional» (2008, pág. 39). Precisamente por esto, concluye Sontag, es recomendable reducir el número de imágenes que anestesian sobre el dolor en el mundo; es necesaria una ecología «no solo de las cosas reales, sino también de las imágenes» (pág. 251).

Bibliografía

  • Sontag, S., Sobre la fotografía, Penguin Random House. Barcelona, 2008.
  • Sontag, S., Contra la interpretación y otros ensayos, Penguin Random House. Barcelona, 2007.
  • Sontag, S., Cuestión de énfasis, Penguin Random House. Barcelona, 2010.
  • Sontag, S., La enfermedad y sus metáforas, Penguin Random House. Barcelona, 2008.
  • Sontag, S., Ante el dolor de los demás, Penguin Random House. Barcelona, 2014.
  • Nelson, D., Las implicables. Arbur, Arendt, Didion, Mcarthy, Sontag, Weil, Montehermoso. Buenos Aires, 2018.
  • Rieff, D., Un mar de muerte. Recuerdos de un hijo, Penguin Random House. Barcelona, 2008.

Fuentes: https://filco.es/susan-sontag-10-claves/

Francesc Orella

El actor catalán Francesc Orella fue durante tres temporadas el profesor de Filosofía más famoso gracias a la serie «Merlí». Su interés por esta disciplina le viene de antes de que ese personaje llegara a su vida, pero interpretarlo le sirvió para recuperarla.

1 ¿Por qué se acercó usted a la filosofía?

Por cuestionar las verdades que nos venden, dudar, e intentar tener distintas perspectivas sobre las cosas.

2 ¿Ese interés repercute en su profesión o forma de ser?

Me ha hecho más tolerante, pero más exigente y crítico. Asumir y gestionar las propias contradicciones ya es en sí el trabajo filosófico de tu vida.

3 ¿Qué libro filosófico le ha marcado y por qué?

Los ensayos de Montaigne. Guía humanística, una biblia para el conocimiento del ser humano.

4 ¿Qué idea suya debería materializarse?

Actuar con coraje y decisión para intentar salvar nuestro planeta de la destrucción a la que está siendo sometido. Y recuperar y reforzar el aprendizaje de filosofía y materias humanísticas en la educación pública desde la enseñanza primaria.

5 ¿Qué idea establecida en la sociedad debería desaparecer?

La indiferencia hacia los asuntos públicos que afectan a todos, y la insolidaridad hacia los más débiles y vulnerables.

6 ¿Un pensador actual?

Zygmunt Bauman, por su concepción del mundo, la naturaleza líquida del ser humano y la sociedad. Su compromiso ético y capacidad analítica son referenciales.

7 ¿Frase que le represente?

La duda es el principio de la sabiduría (Aristóteles).

Fuente: https://filco.es/7-preguntas-filosoficas-a-francesc-orella/

El fin del mundo

REFLEXIONES SOBRE EL FINAL

¿Cómo se imaginaron el fin del mundo los filósofos antiguos? Las teorías de Platón o Aristóteles

La pregunta por el fin de todo lleva con nosotros desde el inicio de la historia. ¿Cómo se imaginaban Platón o Aristóteles el último día? ¿Tenían realmente esperanza?

Foto: Escuela de Atenas. (iStock)
Escuela de Atenas. (iStock)

Por E. Zamorano

Los malos augurios están viviendo un boom, sobre todo desde la pandemia. No son pocas las series, las películas y los libros publicados en los últimos años que ofrecen su propia receta del apocalipsis, generalmente protagonizado por epidemias (el escenario más realista, sin duda, a raíz de lo sucedido), fallos en las telecomunicaciones y crisis energéticas (como El Colapso), desastres climáticos (otra de las causas más plausibles) y hasta invasiones extraterrestres. Y, de alguna forma, la ficción de nuestro tiempo siempre refleja los conflictos más acuciantes a los que se enfrenta la humanidad en el momento presente, conflictos que plantean preguntas, pues siempre hay algo que se avecina y para lo que tenemos que estar preparados si queremos sobrevivir.

Y estas preguntas, evidentemente, las hace la filosofía. En un mundo cada vez más secularizado, la filosofía puede formularlas desde un punto de vista objetivo que varía de lo más profano a lo más catedrático, de los autores más elevados a los más propios del género de la autoayuda, casi a modo de ‘coach’. Y, en este sentido, cabe dirigir la mirada hacia los pensadores clásicos para saber cómo ha cambiado esa visión del apocalipsis, no solo para descubrir si dista mucho de la de ahora, sino para conocer de primera mano cómo veían y qué opinaban los padres del pensamiento occidental sobre la hora postrera.

«A diferencia de la tradición bíblica, los antiguos filósofos griegos y romanos veían el final como proceso natural que formaba parte del cosmos»

Apocalipsis ha habido muchos a lo largo de la historia. El final de la Antigua Grecia o del Imperio Romano, sin ir más lejos; si no, no habríamos dado grandes pasos en la historia. A un final siempre le sigue un inicio, e incluso aunque nos extinguiésemos de repente de la faz de la Tierra, el mundo seguiría sin nosotros. Tal vez este sea uno de los mayores errores de nuestro tiempo, que no descartan los pensadores de la corriente del realismo especulativo: el extremo antropocentrismo que rige nuestra cosmovisión y nos hace situarnos en el centro de la creación, una naturaleza (natural y artificial) que es muy diversa y podría tener distintos niveles de conciencia opuestos a la nuestra. En definitiva, no le importamos al universo tanto como creemos. Esta sin duda es una posición muy atractiva y poderosa, pero a la vez puede pecar de negativa o nihilista en comparación con otras. Ello no quiere decir que esta corriente pueda usarse en un sentido positivo, pero lógicamente pocas esperanzas quedan para nosotros si estamos seguros de que nuestros avances científicos y tecnológicos no sirven para parar el fin del mundo o, en su defecto, podrían jugar en nuestra contra.

Los Cuatro Jinetes (y alguno más)

¿Qué opinaban los antiguos sobre esto? Podríamos intuir que muchos de los riesgos existenciales que ahora amenazan con llevarse todo por delante no existían, ya que no había tantos avances médicos, científicos o tecnológicos. La propia palabra «apocalipsis» tiene una connotación cristiana que nos lleva, precisamente, a la Biblia. Cuando pensamos en los Cuatro Jinetes, ninguna es una pandemia (aunque sí que se suele asociar uno de ellos a la peste), ya que por aquel entonces no se conocían las causas de que tantas personas en tan poco tiempo enfermaran hasta la muerte. Pero sí que está el de la Guerra, el Hambre y la Muerte. Estos bien podrían ser los grandes temores que se cernían sobre la humanidad cuando la fe cristiana comenzó a extenderse por el mundo, pero antes de ellos había muchos más, sobre los que incidieron especialmente los griegos.

Para Platón y Aristóteles, «el mundo persiste indefinidamente», pero «no explican qué causa estos ciclos de creación y destrucción»

A filósofos como Anaximandro o Jenófanes les preocupaba el agua, por ejemplo. Como materia esencial para la vida, les inquietaba que en algún momento una gran sequía secase los mares y ríos, dejando el mundo entero yermo y estéril. Algo llamativo, ya que se contrapone con el mito bíblico del diluvio universal, el cual es justamente lo opuesto: basándose en un principio moral de que los seres humanos se corrompieron, Dios inunda todo lo habido y por haber. No había principio moral en los griegos, ya que pensaban que si un final había de llegar, era debido al puro antojo de las fuerzas cósmicas, como relata Christopher Star, profesor de Cultura Clásica en el Middlebury College de Vermont, en un artículo reciente de Aeon que explora esta temática.

«A diferencia de la tradición bíblica, que comprende el fin del mundo como un día de ira y juicio divino en el que los elegidos se salvan y el resto muere condenado, los antiguos filósofos griegos y romanos veían el final como un proceso natural que formaba parte del funcionamiento regular del cosmos», asegura. «En su mayoría, postularon que el desarrollo humano es limitado y que la humanidad y la catástrofe están inexorablemente unidas, como si la naturaleza pusiera unos límites fijos al crecimiento y desarrollo humano». Una idea bastante actual, para nada demodé, ya que muchos de los fenómenos atmosféricos adversos vienen agravándose por culpa del calentamiento global impulsado por los humanos, como no dudan en recordar los científicos de nuestra época, y que también conecta con la creencia pagana en Gaia, aquel ente sagrado que precisamente proviene de la mitología griega y que viene a recordarnos que si osamos ofender o estropear el orden natural, ella nos los devolverá con creces.

Como decíamos anteriormente, la idea de que no hay un final definitivo, sino que el tiempo es cíclico, no es nada nueva, y ya está presente en Platón y su discípulo, Aristóteles. Como repasa Star, para estos dos filósofos, «el mundo nunca se destruye y persiste indefinidamente», pero «no explican qué causa estos ciclos». Sobre esto también meditaban los estoicos, quienes abogaron por el eterno retorno (que más tarde recuperarían filósofos contemporáneos como Nietzsche). Al parecer, estaban del lado de Platón y Aristóteles porque pensaban que los períodos de destrucción se sucedían en el tiempo, provocados y avivados por el fuego (a diferencia de lo que pensaban los ya citados Anaximandro y Jerófanes) en un proceso al que se referían por el término «ekpyrosis«.

En el caso de Demócrito, «pensaba que la destrucción total llegaba como fruto del choque de un mundo contra otro»

En contraposición, otros como Demócrito y Epicuro, pensaban que sí que había un solo final, y obviamente era definitivo. «Si bien ambos argumentaron que hay múltiples mundos formados por átomos», repasa Star, algo que congratularía a los físicos cuánticos defensores de los multiversos, «todos los mundos se dirigen hacia un final definitivo». En el caso de Demócrito, pensaba que la destrucción total llegaba como fruto del choque de «un mundo contra otro». Imposible no acordarse del final de los dinosaurios, y de lo a merced que nos encontramos de meteoritos y demás cuerpos celestes que viajan allí arriba, en el espacio estelar.

Un mundo contra otro bien puede ser un mundo cargado de vida (la Tierra) contra un mundo inanimado (un meteorito). Y, si fuéramos más allá, recuperando la teoría de la panspermia, a veces el choque de dos mundos puede dar lugar a un principio y no un final. Sea como sea, la pregunta por el fin del mundo sigue siendo una incógnita. La propia física más avanzada está dividida en torno a distintas posiciones sobre si realmente el Universo se volviera a contraer después de tanto expandirse, o poco a poco las estrellas se apagarán como fruto de la erosión de la gravedad y del tiempo. Nosotros no estaremos allí para verlo (ni este propio artículo para ser leído). Es lo que sucede con las grandes preguntas, las cuales suscitan dudas universales que ni los mejores filósofos, de ahora o del pasado, pueden resolver.

Fuente: https://www.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/2023-03-29/historia-filosofia-fin-del-mundo-filosofos-antiguos_3600414/

Javier Sábada

El mal (cada vez más extendido e intratable) del ‘porquerismo’

El filósofo Javier Sádaba reflexiona sobre los ‘porqueleros’, esas personas que esquivan los hechos, que tienen justificación para todo y que nunca asumen su responsabilidad

l porquerismo es una muestra de ignorancia que se esta convirtiendo en una enfermedad intratable. El porquelero esquiva los hechos y rapidamente huye hacia lo que considera las causas de tales hechos. Si miente dira que se debe a que la situacion le obligaba a mentir. Si pone los cuernos dira que tuvo un arrebato de testosterona. Si se enamoró de un idiota dirá que es el patrón paterno el que está detrás. La particula causal «porqué» hace milagros. Los hechos desaparecen ante la avalanchas de porqués que usa el porquelero.Todo se justifica, no hay responsabilidad y el yo queda salvado.

Al porquelero habría que contestarle que, cobardemente, quiere salvarse, haya hecho lo que haya hecho. Al final lo que le importa es su pobre yo. Y eso es hipocresía.

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Javier Sádaba, catadrático emérito de Ética de la Universidad Complutense de Madrid.

Habría que añadir que comete un conjunto de falacias. Ante datos que son reales contrapone unas supuestas causas. Pone la carreta delante de los bueyes. Confunde interpretar con explicar. Y se defiende con el escudo de una interesada justificación para ocultar lo que,en realidad,es.

Al porquelero le suele ayudar una psicología barata y la complicidad de quienes le doran la píldora. Y es que hay porqueleros de oficio. Son los que van mirando siempre debajo de las alfombras. A los que fácilmente les ciega la luz.

Mas que una plaga, son unos pesados. Y, por supuesto,abunda la ignorancia respecto a uno mismo y la falta de capacidad para razonar correctamente. Si un porquelero lee lo que he escrito ya encontrará una cuasidivina causa que me ponga en mi lugar. Me doy por vencido.

Fuente: https://redfilosofia.es/atheneblog/wp-admin/post.php?post=358025&action=edit