Archivo de la categoría: Opinión

Aportaciones de nuestros miembros y seguidores.

MARÍA JOSÉ GUERRA y ANTONIO CAMPILLO

No hay democracia sin pensamiento libre

En los últimos años proliferan partidos y gobiernos de ultraderecha que amenazan la democracia

Estudiantes durante la manifestación contra las políticas de Bolsonaro en São Paulo.
Estudiantes durante la manifestación contra las políticas de Bolsonaro en São Paulo. CAMILA SVENSON

Las revoluciones modernas trataron de crear sociedades libres y justas. Y para ello construyeron las instituciones democráticas y un sistema educativo público. Porque no puede haber democracia sin una ciudadanía bien formada. Desde la escuela hasta la universidad, comenzó a enseñarse todo tipo de conocimientos: humanidades, artes, ciencias sociales y saberes técnicos y profesionales. Si estos últimos son útiles para la mejora de las condiciones materiales de vida, los primeros son imprescindibles para la comprensión de las sociedades y la formación integral de las personas.

Hoy, sin embargo, está ocurriendo lo que hace unos años parecía imposible. Están proliferando gobiernos de ultraderecha que son una amenaza para la democracia y el pensamiento libre. El caso de Brasil es paradigmático. El presidente Bolsonaro y su ministro de Educación pretenden recortar las carreras de filosofía, sociología y humanidades, porque son un lujo para «personas muy ricas» (el argumento populista) y no «generan un retorno inmediato» (el argumento economicista). Apelan al precedente de Japón, cuyo ministro de Educación envió en 2015 una orden a las universidades exigiéndoles «abolir los estudios de ciencias sociales y humanas». Esa orden provocó una oleada de críticas, incluso por parte del empresariado, y enseguida fue anulada. Esperemos que ocurra lo mismo en Brasil. La Red Iberoamericana de Filosofía ya ha exigido una rectificacióny la movilización nacional e internacional no deja de crecer.

Para entender lo que ocurre en Brasil, recordemos la historia europea. Cuando surgieron los regímenes totalitarios del siglo XX, uno de sus objetivos fue la destrucción de la cultura, la quema de libros, la persecución de profesores, artistas y pensadores. El conocimiento se redujo a los saberes técnicos necesarios para mover la maquinaria económica y militar. Se trataba de convertir a la ciudadanía en una masa ignorante y manipulable. Es lo que Ortega y Gasset llamó «la barbarie del especialismo».

El 12 de octubre de 1936, en la Universidad de Salamanca, el general sublevado Millán-Astray, fundador de la Legión, le gritó al rector Miguel de Unamuno, escritor y filósofo: «¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!». Unamuno le respondió: «Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis». Con el apoyo de Hitler y Mussolini, Franco destruyó las instituciones democráticas de la II República y trató de matar la inteligencia de todo un pueblo. No lo logró, pero la represión de los maestros y profesores fue brutal, y muchos intelectuales se exiliaron a países como México. La sociedad española tiene una deuda con todos ellos que todavía no ha sido saldada.

La derrota de Hitler y Mussolini abrió un nuevo ciclo histórico en Europa, durante el cual se construyeron los Estados de bienestar. No fue solo una época de desarrollo económico, sino también de justicia social, democratización de las instituciones, conquista de derechos civiles y generalización de la educación y la cultura. Pero, tras la llegada al poder de Thatcher en Reino Unido y Reagan en Estados Unidos, se inició una nueva etapa dominada por el neoliberalismo. Su objetivo: desmontar todas las conquistas democráticas, sociales y culturales de los Estados de bienestar. Es decir, someter la vida de las personas a una nueva servidumbre: la dictadura del mercado capitalista. Las políticas neoliberales comenzaron a socavar de nuevo el sistema público de educación, ciencia y cultura, y a reorientarlo hacia los saberes técnicos patentables y mercantilizables. Una vez más, se trataba de convertir a la ciudadanía en una masa de productores y consumidores fácilmente manipulable.

Tras la crisis de 2008, las políticas de recortes sociales y la precarización generalizada, hemos entrado en un nuevo ciclo en el que proliferan los partidos neofascistas, eufemísticamente llamados populistas. Este fenómeno recorre Europa y América, de Hungría a Reino Unido, de Suecia a España y de Estados Unidos a Brasil. El neofascismo retoma algunos elementos del pasado (autoritarismo, machismo, xenofobia, etcétera) y los combina con otros del ideario neoliberal (privatización de servicios públicos, precarización del empleo, bajada de impuestos, etcétera). Ambos tienen en común el socavamiento de la democracia y de la educación pública.

Ante los grandes retos sociales, tecnológicos y ecológicos a los que se enfrenta hoy la humanidad, necesitamos renovar y fortalecer nuestra democracia, pero también nuestro sistema educativo, para que la ciudadanía pueda adquirir una formación lo más amplia e integral posible. No podemos permitir que las humanidades y las ciencias sociales sean eliminadas de las escuelas y las universidades. La barbarie se abre camino con medidas como esta. Tenemos que oponernos a los enemigos de la educación y la cultura. Prescindir de la filosofía y de la sociología es una mayúscula aberración.

Fuente:

https://elpais.com/sociedad/2019/05/12/actualidad/1557684038_016957.html

María José Guerra es presidenta de la Red Española de Filosofía (REF) y catedrática de Filosofía Moral de la Universidad de La Laguna.
Antonio Campillo ha sido presidente de la REF y es catedrático de Filosofía de la Universidad de Murcia.

Jaime Rubio

¿Discutir en Internet es una pérdida de tiempo?

Cambiamos de idea no solo cuando esta idea es buena, sino también cuando el ambiente es propicio

¿Discutir en Internet es una pérdida de
tiempo?
GETTY IMAGES

Quizás discutir en redes sociales con desconocidos no sea el mejor escenario para el intercambio pausado y sensato de ideas. Solemos tomarnos por personas muy racionales que examinan argumentos de forma concienzuda y que después toman una decisión lo más objetiva posible. Pero no es así: nuestras opciones son intuitivas, emocionales y sesgadas. No se trata de que las emociones empañen nuestro juicio, sino que forman parte de él. Sin ellas, no podríamos tomar decisiones morales, como prueban los estudios de António Damásio con personas lesionadas en la corteza prefrontal, la zona del cerebro que interpreta y analiza las emociones. Es decir, necesitamos las emociones para tomar decisiones morales. No tiene sentido valorar los pros y los contras de matar a nuestra abuela, por ejemplo. Simplemente, rechazamos la idea. Podemos encontrar razones para no hacerlo, claro, pero eso viene después.

O, como decía Hume hace doscientos cincuenta años, “la razón nos instruye acerca de las varias tendencias de las acciones, y el sentimiento humanitario hace una distinción a favor de aquellas que son útiles y beneficiosas”, ya que “la razón, al ser fría y desapasionada, no motiva la acción y solo dirige el impulso recibido del apetito o inclinación, mostrándonos los medios de alcanzar la felicidad o de evitar el sufrimiento”.

Tampoco evaluamos cuestión por cuestión, sino que adoptamos patrones o, como dice Jonathan Haidt, matrices morales con las que interpretamos todas las cuestiones sociales y políticas. Por ejemplo, si nos consideramos de izquierdas, es muy probable que estemos a favor de la separación entre Iglesia y Estado, de una ley del aborto más abierta que la actual, de una educación y sanidad públicas, de que los catalanes puedan votar en un referéndum y que tanto los toros como las declaraciones de Aznar nos revuelvan el estómago. En cambio, una persona de derechas muy posiblemente defienda la labor social de la iglesia, considere que el aborto es un crimen, crea que las empresas deberían tener más flexibilidad para contratar y despedir a sus trabajadores, y opine que Zapatero ha sido el peor presidente de la democracia.

Estas matrices reúnen las ideas acerca del mundo y de la sociedad que hemos aprendido en familia y con nuestros amigos, y las usamos para examinar de modo intuitivo los hechos posteriores. Es como si hubiéramos comprado un lote de opiniones al que vamos añadiendo complementos que encajan. Por supuesto, hay excepciones y diferencias personales, pero menos de las que cabría esperar si fuéramos tan racionales como creemos.

Esto significa que en el instante en el que se nos presenta una opinión contraria a la nuestra, la rechazamos de plano porque no encaja en nuestra visión del mundo. Es un rechazo instintivo y emotivo, que solo racionalizamos y justificamos a posteriori, convirtiéndonos en víctimas del sesgo de confirmación: los datos que apoyan nuestras ideas nos parecen relevantes y convincentes, pero somos escépticos con aquellos que las contradicen. Es más, según Haidt la razón no habría evolucionado para hacernos más hábiles a la hora de buscar la verdad, sino para justificarnos. Algunas de sus funciones se entienden en el contexto de nuestra relación con los demás, “como salvaguardar nuestra reputación y convencer a los demás de que nos apoyen”.

¿Cuándo fue la última vez que cambiaste de opinión sobre algo importante? Y, cuando ha ocurrido, ¿lo has hecho en público y tras una discusión acalorada o ha sido más bien un proceso gradual y discreto?

Basta asomarse a Twitter para ver toda esta maquinaria en funcionamiento. ¿Que una encuesta dice que nuestro partido predilecto va a perder las elecciones? Cuidado, probablemente esté manipulada. Si esa misma encuesta nos da la razón, damos la vuelta al argumento sin pestañear: “Incluso las encuestas que publica este medio, que suelen estar manipuladas, me dan la razón”.

No solo ocurre en Twitter, claro. Pensemos, por ejemplo, en las discusiones entre economistas: ¿el empleo crece cuando sube la inversión pública o cuando se recortan los impuestos? Bueno, pues depende de a quién preguntes y de los datos que escoja para probar la teoría en la que ya creía antes de ponerse a trabajar.

Esto no significa que nadie cambie de opinión nunca, economistas incluidos. Pero si echamos un vistazo a nuestras propias creencias, podemos ver que lo hacemos muy pocas veces a lo largo de la vida. ¿Cuándo fue la última vez que cambiaste de opinión sobre algo importante? ¿Cuántas veces lo has hecho? Y, cuando ha ocurrido, ¿lo has hecho en público y tras una discusión acalorada o ha sido más bien un proceso gradual y discreto?

De hecho, solemos mirar con suspicacia a quien cambia de opinión. Y eso que, por poco que lo pensemos, es absurdo mantener las mismas ideas que cuando teníamos veinte años. ¿Cómo es posible que acertáramos con las creencias correctas cuando aún no sabíamos casi nada del mundo? ¿Tan listos éramos que optamos por las ideas más racionales y sensatas ya en nuestra juventud?

Y cuando hemos entrado en una discusión, ¿lo hemos hecho para intercambiar ideas o para defender nuestra postura, rechazando de forma automática cualquier planteamiento de nuestro adversario y buscando razones que justifiquen este rechazo?

Esta última pregunta no es solo una exageración: según sostienen los neurocientíficos Hugo Mercier y Dan Sperber en The Enigma of Reason, la razón evolucionó en gran parte en un contexto social y para ayudarnos a sostener discusiones, persuadir y manipular. La conversación y el debate son las formas en las que evaluamos la fortaleza de nuestras opiniones. Por eso en redes sociales, un espacio público, queremos defender estas opiniones ante lo que a veces interpretamos como un asedio. No vemos muchas conversaciones tranquilas y educadas, sino más bien frasecitas supuestamente ingeniosas con el objetivo principal de que nuestros seguidores vean que somos listos y que estamos en el lado de los buenos. No es un intercambio de opiniones, es un espectáculo. No es extraño, pues, que las discusiones políticas en redes acaben polarizando aún más nuestras ideas.

De entrada, tendemos a unirnos a “equipos políticos que comparten narrativas morales”, escribe Haidt. Y, como recoge un estudio del instituto de análisis estadounidense Pew Research refiriéndose a las discusiones en redes, se acaban formando “dos grupos de debate diferentes que por lo general no interactúan el uno con el otro” y que entre sí están “muy interconectados”.

En esto influye el hecho de que los debates en redes a menudo se articulan en torno a unos pocos «superparticipantes», una minoría muy polarizada, muy activa y muy visible. Estos grupos separados forman lo que Eli Pariser definió en 2011 como “burbuja de filtros”: tendemos a seguir a personas que piensan como nosotros y, además, los algoritmos acaban configurando lo que vemos según nuestras preferencias (y nuestros “me gusta”), encerrándonos en una burbuja en la que cada vez estamos menos expuestos a ideas ajenas. A menudo solo nos llegan opiniones diferentes cuando alguien las comparte para hacer escarnio: “Mirad lo que dice este. Pero qué tonto”.

Esto no significa que crea que las discusiones sean siempre inútiles. Al contrario, el propio Haidt explica que hablar con otras personas es una de las formas más adecuadas para cambiar de opinión. Lo mismo dicen Mercier y Sperber: queremos que nuestras ideas “nos justifiquen en los ojos de los demás”. Y a veces “esto significa revisar las conclusiones que apoyan nuestras razones: cambiar de opinión o de curso de acción para que podamos justificarnos mejor”.

Pero la exposición a las buenas ideas que nos hagan cambiar de opinión ha de tener otro tono: cambiamos de idea no solo cuando esta idea es buena, sino también cuando el ambiente es propicio. Es decir, o bien cuando estamos entre amigos o bien cuando nos lleva la contraria alguien de quien nos fiamos. Vamos, lo contrario de lo que suele ocurrir en una discusión política habitual, y no solo en redes.

Quizás discutir en redes sociales con desconocidos no sea el mejor escenario para el intercambio pausado y sensato de ideas. Solemos tomarnos por personas muy racionales que examinan argumentos de forma concienzuda y que después toman una decisión lo más objetiva posible. Pero no es así: nuestras opciones son intuitivas, emocionales y sesgadas. No se trata de que las emociones empañen nuestro juicio, sino que forman parte de él. Sin ellas, no podríamos tomar decisiones morales, como prueban los estudios de António Damásio con personas lesionadas en la corteza prefrontal, la zona del cerebro que interpreta y analiza las emociones. Es decir, necesitamos las emociones para tomar decisiones morales. No tiene sentido valorar los pros y los contras de matar a nuestra abuela, por ejemplo. Simplemente, rechazamos la idea. Podemos encontrar razones para no hacerlo, claro, pero eso viene después.

O, como decía Hume hace doscientos cincuenta años, “la razón nos instruye acerca de las varias tendencias de las acciones, y el sentimiento humanitario hace una distinción a favor de aquellas que son útiles y beneficiosas”, ya que “la razón, al ser fría y desapasionada, no motiva la acción y solo dirige el impulso recibido del apetito o inclinación, mostrándonos los medios de alcanzar la felicidad o de evitar el sufrimiento”.

Tampoco evaluamos cuestión por cuestión, sino que adoptamos patrones o, como dice Jonathan Haidt, matrices morales con las que interpretamos todas las cuestiones sociales y políticas. Por ejemplo, si nos consideramos de izquierdas, es muy probable que estemos a favor de la separación entre Iglesia y Estado, de una ley del aborto más abierta que la actual, de una educación y sanidad públicas, de que los catalanes puedan votar en un referéndum y que tanto los toros como las declaraciones de Aznar nos revuelvan el estómago. En cambio, una persona de derechas muy posiblemente defienda la labor social de la iglesia, considere que el aborto es un crimen, crea que las empresas deberían tener más flexibilidad para contratar y despedir a sus trabajadores, y opine que Zapatero ha sido el peor presidente de la democracia.

Estas matrices reúnen las ideas acerca del mundo y de la sociedad que hemos aprendido en familia y con nuestros amigos, y las usamos para examinar de modo intuitivo los hechos posteriores. Es como si hubiéramos comprado un lote de opiniones al que vamos añadiendo complementos que encajan. Por supuesto, hay excepciones y diferencias personales, pero menos de las que cabría esperar si fuéramos tan racionales como creemos.

Esto significa que en el instante en el que se nos presenta una opinión contraria a la nuestra, la rechazamos de plano porque no encaja en nuestra visión del mundo. Es un rechazo instintivo y emotivo, que solo racionalizamos y justificamos a posteriori, convirtiéndonos en víctimas del sesgo de confirmación: los datos que apoyan nuestras ideas nos parecen relevantes y convincentes, pero somos escépticos con aquellos que las contradicen. Es más, según Haidt la razón no habría evolucionado para hacernos más hábiles a la hora de buscar la verdad, sino para justificarnos. Algunas de sus funciones se entienden en el contexto de nuestra relación con los demás, “como salvaguardar nuestra reputación y convencer a los demás de que nos apoyen”.

¿Cuándo fue la última vez que cambiaste de opinión sobre algo importante? Y, cuando ha ocurrido, ¿lo has hecho en público y tras una discusión acalorada o ha sido más bien un proceso gradual y discreto?

Basta asomarse a Twitter para ver toda esta maquinaria en funcionamiento. ¿Que una encuesta dice que nuestro partido predilecto va a perder las elecciones? Cuidado, probablemente esté manipulada. Si esa misma encuesta nos da la razón, damos la vuelta al argumento sin pestañear: “Incluso las encuestas que publica este medio, que suelen estar manipuladas, me dan la razón”.

No solo ocurre en Twitter, claro. Pensemos, por ejemplo, en las discusiones entre economistas: ¿el empleo crece cuando sube la inversión pública o cuando se recortan los impuestos? Bueno, pues depende de a quién preguntes y de los datos que escoja para probar la teoría en la que ya creía antes de ponerse a trabajar.

Esto no significa que nadie cambie de opinión nunca, economistas incluidos. Pero si echamos un vistazo a nuestras propias creencias, podemos ver que lo hacemos muy pocas veces a lo largo de la vida. ¿Cuándo fue la última vez que cambiaste de opinión sobre algo importante? ¿Cuántas veces lo has hecho? Y, cuando ha ocurrido, ¿lo has hecho en público y tras una discusión acalorada o ha sido más bien un proceso gradual y discreto?

De hecho, solemos mirar con suspicacia a quien cambia de opinión. Y eso que, por poco que lo pensemos, es absurdo mantener las mismas ideas que cuando teníamos veinte años. ¿Cómo es posible que acertáramos con las creencias correctas cuando aún no sabíamos casi nada del mundo? ¿Tan listos éramos que optamos por las ideas más racionales y sensatas ya en nuestra juventud?

Y cuando hemos entrado en una discusión, ¿lo hemos hecho para intercambiar ideas o para defender nuestra postura, rechazando de forma automática cualquier planteamiento de nuestro adversario y buscando razones que justifiquen este rechazo?

Esta última pregunta no es solo una exageración: según sostienen los neurocientíficos Hugo Mercier y Dan Sperber en The Enigma of Reason, la razón evolucionó en gran parte en un contexto social y para ayudarnos a sostener discusiones, persuadir y manipular. La conversación y el debate son las formas en las que evaluamos la fortaleza de nuestras opiniones. Por eso en redes sociales, un espacio público, queremos defender estas opiniones ante lo que a veces interpretamos como un asedio. No vemos muchas conversaciones tranquilas y educadas, sino más bien frasecitas supuestamente ingeniosas con el objetivo principal de que nuestros seguidores vean que somos listos y que estamos en el lado de los buenos. No es un intercambio de opiniones, es un espectáculo. No es extraño, pues, que las discusiones políticas en redes acaben polarizando aún más nuestras ideas.

De entrada, tendemos a unirnos a “equipos políticos que comparten narrativas morales”, escribe Haidt. Y, como recoge un estudio del instituto de análisis estadounidense Pew Research refiriéndose a las discusiones en redes, se acaban formando “dos grupos de debate diferentes que por lo general no interactúan el uno con el otro” y que entre sí están “muy interconectados”.

En esto influye el hecho de que los debates en redes a menudo se articulan en torno a unos pocos «superparticipantes», una minoría muy polarizada, muy activa y muy visible. Estos grupos separados forman lo que Eli Pariser definió en 2011 como “burbuja de filtros”: tendemos a seguir a personas que piensan como nosotros y, además, los algoritmos acaban configurando lo que vemos según nuestras preferencias (y nuestros “me gusta”), encerrándonos en una burbuja en la que cada vez estamos menos expuestos a ideas ajenas. A menudo solo nos llegan opiniones diferentes cuando alguien las comparte para hacer escarnio: “Mirad lo que dice este. Pero qué tonto”.

Esto no significa que crea que las discusiones sean siempre inútiles. Al contrario, el propio Haidt explica que hablar con otras personas es una de las formas más adecuadas para cambiar de opinión. Lo mismo dicen Mercier y Sperber: queremos que nuestras ideas “nos justifiquen en los ojos de los demás”. Y a veces “esto significa revisar las conclusiones que apoyan nuestras razones: cambiar de opinión o de curso de acción para que podamos justificarnos mejor”.

Pero la exposición a las buenas ideas que nos hagan cambiar de opinión ha de tener otro tono: cambiamos de idea no solo cuando esta idea es buena, sino también cuando el ambiente es propicio. Es decir, o bien cuando estamos entre amigos o bien cuando nos lleva la contraria alguien de quien nos fiamos. Vamos, lo contrario de lo que suele ocurrir en una discusión política habitual, y no solo en redes.

Fuente:

https://elpais.com/elpais/2019/04/05/ideas/1554480626_453093.html

Especismo

¿Qué es el especismo y por qué deberíamos rechazarlo?


Supongamos que no supiésemos si fuéramos a nacer como seres humanos o como animales de otras especies: ¿qué clase de mundo elegiríamos?

Cada vez más gente entiende que todos los seres humanos deberíamos recibir pleno respeto. A menudo se asume que esto debería ser así por el simple hecho de que somos humanos. Pero, en realidad, la mera pertenencia a una determinada especie es más que nada una clasificación biológica. No es lo que determina que nos puedan dañar. Lo relevante para esto último es algo mucho más simple: nuestra posibilidad de sentir y sufrir. A esto es a lo que se llama también sintiencia. La sintiencia es la capacidad de tener experiencias, que pueden ser positivas, como el disfrute, o negativas, como el sufrimiento.

Ahora bien, esta capacidad no la poseen exclusivamente los seres humanos. También la tienen muchísimos otros animales. Sin embargo, se asume habitualmente que únicamente los seres humanos merecen nuestra consideración. Como consecuencia, los animales (o, más bien deberíamos decir, los animales no humanos) son tratados como cosas. Son explotados diariamente de las formas más terribles. Y se les deja sufrir a su suerte cuando están en situación de necesidad, sin preocuparnos por darles ayuda.

¿Cómo puede justificarse esta actitud? Muchas veces se afirma que los animales no merecen consideración porque esta solo ha de darse a quienes poseen unas capacidades intelectuales complejas. Pero quienes defendemos que se respete plenamente a todos los seres humanos debemos rechazar este argumento discriminatorio. Los seres humanos con diversidad funcional intelectual significativa, así como los bebés que sufren alguna enfermedad terminal, merecen exactamente el mismo respeto que cualquier otro ser humano, pues pueden sufrir por igual. Asimismo, en otras ocasiones se afirma que solo hemos de respetar a los seres humanos porque únicamente sentimos estima por ellos. Pero la estima tampoco es un criterio justo. Una niña huérfana, sin nadie que la quiera y proteja, necesita y merece el mismo respeto que otra rodeada de seres queridos.

En contraste, hay un método sencillo para juzgar de forma ecuánime a quién deberíamos respetar. Entendemos normalmente que la justicia requiere imparcialidad. Pensemos, pues, en lo siguiente. Supongamos que no supiésemos si fuéramos a nacer como seres humanos o como animales de otras especies: ¿qué clase de mundo elegiríamos? Bajo tales condiciones de imparcialidad, si pensásemos honestamente, seguramente escogeríamos un mundo en el que se respetase a los animales. Esto indica que la actitud de desconsideración hacia estos no está justificada.

Estas razones han llevado a que cada vez más personas vean tal actitud como una forma de especismo. Con este término, acuñado ya hace medio siglo, se llama a la discriminación de quienes no pertenecen a una cierta especie. La idea de que deberíamos rechazar el especismo es todavía novedosa. Por ello, y porque cuestiona el provecho que obtenemos del sufrimiento animal, es aún fácil de ridicu­lizar. Pero lo que importa no es eso, sino que es también una idea muy difícil de rebatir. Y ese es el motivo por el cual el rechazo del especismo y la defensa de los animales han llegado para quedarse.

Fuente:

https://elpais.com/elpais/2019/03/15/ideas/1552654326_316628.html

 

Amelia Valcárcel

Hágase la luz sobre la ontología

Amelia Valcárcel

La filosofía del siglo XX apuntó y no disparó al aire: muchos de los problemas de enjundia ontológica son solo asuntos del lenguaje

 

Vamos a ello, Aristóteles. Hace unos 2.000 años, Andrónico de Rodas hizo la edición de todo lo que el gran filósofo había dejado escrito. A los rollos que eran menos conocidos y que parecían casi apuntes personales los llamó metafísica, porque los puso detrás de los de física. Por raro que nos suene, todos tratamos abundantemente con ese tipo de saber, casi siempre sin saberlo. Cierto que Aristóteles se había preocupado de ello muy pronto. Fue el primero en hacer una historia de la filosofía, de lo que habían dejado dicho quienes le precedieron. Y allí nos cuenta, sobre todo, una parte esencial, la ontología.

Ontología es la colección de cosas que creemos que existen. “Qué es lo que hay” en definitiva. Una de las más vivas y sorprendentes respuestas de todos los tiempos la dio Pitágoras: hay pares y números. Esto necesita aclaración: hay números, que son la esencia de todo lo que existe; pero todo lo que existe consiste en pares que se enfrentan. Si hacemos una bonita serie de ellos se entenderá perfectamente. Existen lo impar y lo par. Lo macho y lo hembra; lo caliente y lo frío; la luz y la oscuridad, lo seco y lo húmedo, lo duro y lo blando…, hasta donde lo queramos llevar. Ahora bien, ¿existen esos pares o simplemente organizamos nuestra experiencia según ellos? El problema de confiar en los pares, esto nos lo dejó dicho Pascal, es que tenemos cierta insana tendencia a ponerlos donde no los hay. Él lo ejemplificó con un par de ventanas y lo llamó “las falsas simetrías”. Hay conceptos o ideas que, simplemente, no tienen contrario. Además de que muchos supuestos “contrarios” no lo son en absoluto. De igual manera que algunos, cuando decoran un muro, ponen una ventana falsa para que resulte más agradable a la vista la pared, tendemos a hacer falsas simetrías cuando no sabemos bien cómo pensar algo.

Si repasamos la corta lista de pares pitagóricos que se apuntó antes, veremos que hay uno notable: macho-hembra. Puesto que todo lo que existe es una cosa u otra, ¿es la madera hembra o macho?, ¿y el árbol? ¿La piedra es hembra y el hierro es macho?, ¿el agua es hembra y el fuego es macho? ¿Y el aire?, ¿el alma y el cuerpo?, ¿la carne y la sangre? La ontología comienza a realizar sus juegos. Hay una manera de frenarla en seco: eso es meramente lenguaje. Son las simples desinencias de las palabras lo que nos marea y confunde. Pero nadie perspicaz dejará de notar que algunas de esas palabras resuenan con una ancestral atribución de género: son el sonido abisal de los siglos que todavía reverbera. Están cargadas. La filosofía del XX apuntó y no disparó al aire: muchos de los problemas que consideramos de enjundia ontológica sólo son asuntos de lenguaje. A esto lo llamó “el giro lingüístico”. Y aunque no es, como creyeron sus padres, “el más grande descubrimiento de todos los tiempos”, es bastante importante. Entre lo que somos y lo que hay, esto es, la ontología, el lenguaje siempre está haciendo de las suyas. Hay que iluminarlo para que no juegue tanto que nos impida ver lo que realmente existe.

Quizá la filosofía del lenguaje no se puso a ello con la dedicación suficiente, porque, demasiado a menudo, es el caso de que seguimos discutiendo de palabras en el perfecto convencimiento de que discutimos sobre cosas. “Las cosas”, eso que la ontología tiene bajo su mando, se nos dan ordenadas en sentencias. Y las tales sentencias parecen estar posadas sobre un inmenso y profundo continente de sentido en el que nuestros pares son los únicos señores. Allí imperan y siguen marcando las líneas maestras de lo que vamos a entender. No les gusta la claridad y tienen verdadero apego a las falsas simetrías. Una de ellas es espectacular y ya ha salido a escena: macho-hembra. No es como arriba-abajo, antes-después, todo-nada, vida-muerte. No; es completamente distinta. No pretende ordenar el flujo de lo desigual, sino cortar en dos lo que es igual y hacerlo contrario. Pero, probablemente, es una matriz ontológica fundante porque la oímos resonar en partes muy alejadas del mero dominio de la reproducción sexuada. Nos inunda.

De ella debe decirse que, aun siendo arcaica, no es venerable. Resulta en exceso disfuncional, sobre todo cuando se la siente resoplar en el lenguaje político. O, peor aún, en el religioso. Las naciones no se casan ni se divorcian. Tampoco una religión es una mujer ni una esposa, aunque lo diga el santo padre.

Fuente:

https://elpais.com/elpais/2019/02/28/ideas/1551370003_623993.html

 

Manuel Rivas

La vida es un texto con erratas

A GRACILIANO RAMOS, escritor brasileño, autor de una novela que debería figurar en el Antiguo Testamento, la titulada Vidas secas, lo detuvieron varias veces cuando era un joven periodista. A cada poco, lo prendían y le daban tremenda paliza. Él preguntaba por qué, y le gritaban: “¡Por comunista, cabrón!”. Pero Graciliano Ramos no era comunista ni cabrón. Hasta que llegó un día, más que maltrecho por la paliza, en que decidió hacerse comunista. Pensó: “Si me están martirizando por ser comunista, por lo menos tener el carné de comunista”.

No tiene nada que ver, que me perdone Graciliano Ramos, que en paz descanse, pero yo a finales del siglo pasado me hice deconstructivista. No fue por maltrato ni por represión. Era, eso sí, la “paliza” intelectual de moda. La primera gran corriente crítica en los flujos del pensamiento globalizado. La deconstrucción arrasaba en el mundo universitario, sobre todo en Estados Unidos. Si me hice deconstructivista fue por incoherencia, confusión, desasosiego y pura contradicción. No tenía ni tengo idea de en qué consiste de verdad el deconstructivismo. Es decir, era un auténtico deconstructivista cuando me ponía a deconstruir. Casi tanto como Derrida, su creador.

Jacques Derrida, un judío francés nacido en Argelia, es tal vez el filósofo más citado de nuestro tiempo. A su pesar. Era muy autocrítico, alérgico a la fama, y la hubiera deconstruido de buena gana. Cuando falleció, año de 2004, vino en su ayuda un deconstructivista obituario publicado en The New York Times y en el que, cosa rara en el género, quedaba bastante mal parado. Iba en la línea desmitificadora en la que antes se había pronunciado George Steiner. Una mezcla de bluff, charlatanería y de juego retórico absurdo al estilo de los poemas dadaístas. El deconstructivismo sería algo así como una gran broma antiacademicista que había seducido a muchos académicos. De hecho, hubo una reacción furibunda contra el obituario de The New York Times, hasta el punto de que el influyente gran diario tuvo que encargar, de manera excepcional, una segunda nota necrológica en la que Derrida era despedido como un señor filósofo.

Sin querer, la anécdota de los dos obituarios de Derrida explica de manera sencilla la óptica del deconstructivismo. Por una parte, de qué pie cojeaba el pollo. Por otra, era un muchacho excelente. Debería ser una pauta en el periodismo, la de publicar dos obituarios contrapuestos. Incluso una misma persona podría escribir las dos notas necrológicas. No hay nada fuera del texto, decía Derrida. Todo es texto. Un libro, una ciudad, una vida. Sí, la vida es un texto. Pero un texto a interpretar, con varios significados, donde buscar lo otro, lo diferente. Donde rastrear las huellas de lo que se escapa.

Para el buen ojo deconstructivista, lo más interesante de un libro, de un texto, de una vida serían las erratas. Como los lapsus en el habla. Algo de razón tiene esa manera de escudriñar en la diferencia, de búsqueda freudiana del tornillo perdido, como la tenía aquel multado por infracción que le aclaró a la autoritaria autoridad: “Usted me pondrá la multa, pero no puedo pagar, ¡yo soy disolvente!”. Derrida gozaría con ese desliz. Podría dar una lección de confusión magistral sobre polisemia, contexto, represión, en el día de gracia en que el “insolvente” se declaró “disolvente”.

La vida es un texto con erratas, matices y contradicciones. Cuando se borra o desaparece el rastro de esas huellas, cuando se presenta la “verdad” como una línea recta, en un solo sentido, unidimensional, algo muy preocupante está pasando. Con la imaginación y la ironía, el deconstructivismo era, en el fondo, constructivista. Enriquecía la mirada. Hacía visible lo invisible. Jacques Derrida inventó el término deconstrucción o deconstructivismo como transgresión del concepto de “destrucción”.

Todo está en el texto, decía Derrida, y tenía razón. ¿Cómo son los textos que hoy dominan el mundo, cómo se expresan los poderosos? Veamos lo ocurrido con el abandono del tratado para el desarme nuclear clave o INF(Intermediate-Range Nuclear Forces). El lenguaje que se utiliza tiene todas las huellas del autoritarismo. Se corresponde con un tiempo de destrucción, de una nueva “guerra fría” que nos puede dejar achicharrados. Mensajes breves, elementales, viscerales, sin argumentos. Sin erratas. Tuits apodícticos, es decir, que no esperan respuesta. Es muy difícil argumentar contra algo que se impone sin argumentos. Y ese es el estilo que los grandullones enseñan a los pequeños y los pequeños copian de los grandullones.

Y luego se extrañan de que los “insolventes” se declaren “disolventes”.

Fuentes:

https://elpais.com/elpais/2019/02/11/eps/1549885481_150786.html

Los filósofos mas amados y los más odiados

Con docentes de filosofía de toda España y con alumnos de diversas edades (desde niños hasta adolescentes de Bachillerato) nos propusimos descubrir cuáles eran los pensadores que más gustaban en clase y los que menos. Ya tenemos algunos nombres de ‘los más amados y odiados’, pero, por el camino, los docentes compartieron con nosotros algunas de sus inquietudes, estrategias y anécdotas en esto de enseñar filosofía.

 Por Pilar G. Rodríguez

“Creo, sinceramente, que la pasión que un filósofo pueda despertar en un alumno está íntimamente relacionada con la pasión con la que el profesor explica”. ¿Cómo no estar de acuerdo con Gonzalo Muñoz Barallobre, que enseña filosofía en el colegio El Porvenir, en Madrid. Es más, de un modo general, la misma pasión o desgana por la filosofía misma (y esto es aplicable a otras materias) suele corresponderse con las formas de impartirlas. ¿Quién no tuvo un profesor de los que leen o dictan en clase y acabó sin saber a quién odiar más: si a la materia en cuestión o al sujeto en particular?

De esto de enseñar filosofía, renovar sus maneras y adaptarlas a la actualidad sabe mucho Eduardo Infante.Él lo hace de otro modo en el Centro de Enseñanza Secundaria La Salle de Gijón, en Asturias. Y ¿cómo es de otro modo? Pues del modo en que todo se hace en los últimos años: pegado al móvil desde el que alumnos y profesor dan vida a los #filoretos.

“La pasión que un filósofo pueda despertar en un alumno está íntimamente relacionada con la pasión con la que el profesor explica”. Gonzalo Muñoz Barallobre, profesor en el colegio El Porvenir (Madrid)

                                                Eduardo Infante, alias Nietzsche, con uno de sus alumnos del La Salle (Gijón).
Eduardo Infante, alias Nietzsche, con uno de sus alumnos del La Salle (Gijón).

“Hace unos años puse en marcha un proyecto educativo en el que uso Twitter para plantearles retos filosóficos a mis alumnos –explica Eduardo Infante–. Así que aproveché esta plataforma para lanzarles la pregunta por su filósofo favorito. Para añadirle un poco más de aliciente, me jugué con ellos a que iría disfrazado a clase del filósofo que más y mejor admirasen. Afortunadamente me lo pusieron fácil, porque la mayoría escogió a Nietzsche y era cuestión de tiempo llegar a alcanzar el tamaño del mostacho prusiano de nuestro querido pensador alemán”.

Aparte de descubrirles el mundo de sus ideas, Infante presentó a Nietzsche diciendo que se llamaba como su perro y les puso la película El día que Nietzsche lloró. “Al hablar de él en clase me entró la curiosidad y me puse a indagar por internet. Descubrí bastantes cosas, pero la que mas me llamó la atención fue que es considerado unos de los tres maestros de la sospecha”. Bien, bravo, aplauso y ovación para Noemí Cembranos que en esa respuesta cumple el sueño de todo profesor: suscitar el interés y la curiosidad por aquello que les han contado y que los alumnos se pongan a ello por su cuenta, con las herramientas de su inquietud y su curiosidad. Un 10.

Pero, ojo, que lo siguió de cerca Diógenes por motivos como estos que subraya Gacizo Malaico (el nombre elegido en su cuenta de Twitter): “En vez de predicar complejas teorías sobre el origen de la physis o sobre la realidad simplemente vivía de la manera menos invasiva, menos ambiciosa y más mundana posible. Sin maldad alguna ni dobles intenciones, honestidad pura o “porque creo que habría que vivir de forma más sencilla”, señala Pablo Valdés. Infante confiesa sus miedos: “Me asusté un poco porque hacer de cínico en pleno otoño-invierno asturiano requiere una imperturbabilidad que aún no domino”.

Eduardo Infante, profesor en La Salle (Gijón), convirtió la pregunta por el filósofo favorito en #filoreto, la manera que ha encontrado de enseñar filosofía en Twitter: ganó Nietzsche

¿Qué es un #filoreto?

En la plataforma creada para organizar este juego para el que hay que tener una cuenta en Twitter se explica así: “Los #filoretos son algo parecido a los programas de fidelización que tienen las grandes compañías. Irás sumando puntos conforme vayas superando pruebas. Cada prueba te dará una puntuación dependiendo de su dificultad. Acumulando estos puntos podrás ir subiendo de nivel y en cada nivel ganarás beneficios y habilidades que podrás canjear en clase durante este curso”. Tiene reglas, niveles, puntuaciones y hasta insignias y medallas. Y sobre todo, tiene –ofrece más bien– la posibilidad de conectar la filosofía con problemas, noticias, personajes, declaraciones sacados de la actualidad.

 Las filósofas que amamos

“Ya que nuestros libros no le dan la importancia que se merecen a las mujeres, se la tendremos que dar nosotros”, comenta Paula Vega. Nadie podría decirlo mejor que esta alumna de Infante. Ella reivindica a Simone de Beauvoir, “que defendió los derechos de las mujeres creando la segunda ola feminista”.

El asunto está en la calle, en los medios y en las escuelas. “Les interesa muchísimo –señala Daniel Rosende, profesor de filosofía en el IES La Cabrera, en Madrid–. Pienso que es un tema que los alumnos están viviendo, del que forman parte y le prestan muchísima atención, de modo que es muy fácil para nosotros organizar un debate o actividades porque están muy implicados. No les cuesta nada, al contrario que con otras materias y autores”.

Daniel Rosende, profesor en el IES La Cabrera, en Madrid: “El feminismo interesa muchísimo en clase. Es muy fácil organizar un debate o actividades porque los alumnos están muy implicados”

Obviamente, la figura del docente en este sentido es definitiva; no solo para explicar que sí hubo filósofas a lo largo de la historia del pensar, sino para analizar qué significa que las hubiera y no estén año tras año en los libros que han de estudiar o que toman por referencia.

                                                 Ilustración de Luis Nahuel Sanguinet.para el libro "¿Habrá mujeres allí? (Apeiron), de Myriam García.
Ilustración de Luis Nahuel Sanguinet para el libro “¿Habrá mujeres allí?” (Apeiron), de Myriam García, profesora en Oviedo, Asturias.

Mientras que Lola Manzano, alumna en el IES Dr. Fleming (Oviedo), vota también por Simone de Beauvoir, “por sus ideas feministas y marxistas, el activismo y su razonamiento de lo que significa ser mujer”, Ana Gómez y Sergio Cabrero prefieren a Olimpia de Gouges, “porque escribió el libro de los Derechos de la mujer y la ciudadana, y fue guillotinada injustamente”. “Y el que menos gracia me hace –prosigue Cabrero– es Schopenhauer: parecía que no tenía sentimientos”. Y son más los que coinciden en esta opinión. A Eugenia Ugarte no le dan confianza, en general, los “misóginos; uno de ellos es Rousseau que, pese a ser el padre de la democracia, veía a la mujer pasiva y débil y alegaba que ponía poca resistencia y estaba hecha para complacer al hombre”. Quienes hablan son alumnos y alumnas de Myriam García Rodríguez. Además de profesora en el mencionado centro es autora de la novela ¿Habrá mujeres allí? Una misión de espionaje, que muestra la relevancia del pensamiento de las filósofas a lo largo de la historia. Sus alumnos están, por tanto, en una situación de privilegio a la hora de rastrear esos rincones un poco perdidos o selectivamente mal iluminados en la historia de la filosofía. Pero ese privilegio está dejando de serlo porque cada vez son más quienes les dan el espacio y la relevancia que merecen. Como dijo la feminista Angela Davis, “no estoy aceptando las cosas que no puedo cambiar; estoy cambiando las cosas que no puedo aceptar”. Recuerda la cita Paula Pérez Menéndez al elegir a Davis entre las filósofas que ama.

Myriam García, profesora en el IES Dr. Fleming (Oviedo), ha investigado la relevancia de las mujeres filósofas que han permanecido ocultas o invisibilizadas en la historia de la filosofía. Y eso se nota en las respuestas de los alumnos

Razones para amar a…

Entre los gustos filosóficos de los alumnos que los profesores nos trasladaron destacamos estos que vienen con nombre, apellidos (o con nick) y las razones de sus juicios:

Epicuro: “Porque comparto sus opiniones y sus pensamientos sobre la búsqueda de la felicidad”. Claudia Álvarez 

Boecio: “Porque relaciona la música con los estados de ánimo. Piensa que la música afecta a nuestra manera de ser y une el aprendizaje con la música”. Carlos García

Demócrito: “Principalmente por su pensamiento de que ‘quien ríe se hace sabio’ ,y yo creo que no hay cosa que más haga que reirme :D”. Asur Álvarez

Sócrates: “Por ser uno de los filósofos más brillantes de la historia sin haber escrito ningún libro, ya que decía que no sabía nada. Esa frase suya me parece brillante y su capacidad para saber preguntar también”. Miguel González

“Por sus ideas revolucionarias para la época que le llevaron a ser ejecutado”. Gonzalo Rodríguez

“Porque dice que quienes hacen el mal no lo hacen pensando en hacer daño y es lo que me pasa a mí cuando mi madre me riñe por algo. También por su forma de hacer pensar a la gente: con el sentido de la ironía no me extraña que ganase todos los debates”. Iris Varillas

Platón: “Porque es apasionado. Para Platón, lo verdaderamente esencial es la idea de justicia y a esta idea dedica todas sus energías y su intelecto; todo para crear un mundo en el que su maestro Sócrates, a quien considera el más justo de los hombres, jamás pudiera haber sido condenado a muerte. De paso, desarrolla un pensamiento muy moderno y defiende la liberación de los esclavos y de la mujer. Por todo resulta una figura tan sumamente clásica y a su vez tan sumamente actual y atractiva”. Antón Diego

Aristóteles: “Porque mantiene una posición crítica con los sofistas y defiende la existencia de verdades objetivas, algo con lo que estoy de acuerdo. También lo admiro porque clasificó todos los saberes”. Abel Díaz

Hipatia de Alejandría: “Por ser una de las primeras científicas de quien tenemos referencia. Maestra de prestigio en la escuela neoplatónica, realizó importantes contribuciones a la ciencia en los campos de las matemáticas y la astronomía”. Marta Casado.

“Por no dejarse intimidar por la religión de su época y acabar muriendo por sus principios” Carla Berros.

San Agustín: “Por ayudar en la difusión de la cultura romana, sobre todo en aquellos temas relacionados con la música. Lo elegí como mi filósofo favorito ya que me gusta mucho la música y además toco un instrumento. San Agustín fue uno de los personajes que permitieron el desarrollo de la música al distinguir la belleza de la música como algo aparte del texto. Y es que durante la Edad Media la música solo servía para acompañar al texto”. Mario Queipo

María Zambrano: “Por su preciosa frase ‘Amar es verse como otro ser nos ve’”. Marina

Hannah Arendt: Porque tiene una actitud de denuncia ante el totalitarismo y siente la necesidad de interrogar al prejuicio hasta desarticularlo e intentar lograr que la libertad entendida como búsqueda sea la tarea principal de la filosofía. Según Arendt: “no hay pensamientos peligrosos, el pensamiento es peligroso”. Eugenia Ugarte

Sartre y Bakunin: “Coincido con Sartre en muchos aspectos y me gusta mucho su razonamiento, al igual que el de Bakunin, sobre todo por sus ideas anarquistas”. Elena Álvarez

Ortega y Gasset: “Por su manera de entender el razonamiento y la verdad, que nunca es absoluta y que no existe un mundo sin un ser que piense en él”. Nuria García

Lo que quieren los alumnos

Más allá de nombres o de sistemas filosóficos cerrados o completos, para algunos profesores es más útil y reconfortante centrarse en determinados aspectos o propuestas de su filosofía. “Por mi experiencia –habla de nuevo Gonzalo Muñoz Barallobre–, es lo que más hemos disfrutado en clase. Por ejemplo: el Mito de la caverna, de Platón, y su relación con los medios de comunicación; la aritmética entre el dolor y el placer de Epicuro; la demostración de que el universo es eterno a través del argumento de la flecha de Lucrecio; la libertad de espíritu y valentía de Giordano Bruno; la apuesta por Dios de Pascal; el concepto de alegría nietzscheano; la teoría del amor de Aynd Rand; el concepto de banalización del mal de Hannah Arendt; la doctrina del shock de Naomi Klein; la revisión de la estructura panóptica por parte del filósofo Byung-Chul Han…”. De esta manera es más fácil hacer comprender a los alumnos que lo que otros han pensado pueden seguir completándolo ellos o usándolo o haciendo lo que mejor les parezca con ello. “En cualquier caso, la idea es entregar a los alumnos no tanto un cuerpo teórico como unas herramientas conceptuales de las que puedan servirse en su día a día”. He ahí la palabra clave: “herramienta”. Para servirse, para hacer uso de ella, a ser posible bueno…

Y cuando eso pasa, los alumnos de filosofía son de los más entregados, motivados que dicen en las aulas… “Una asignatura como esta te da la posibilidad de plantear infinitos puentes transversales –explica Juan Miguel Contreras, profesor en IES Diego de Siloé, de Albacete–, tanto con su vida como con todas las demás asignaturas. Una vez sobrepasada su perplejidad, son ellos lo que te piden materiales. Películas, libros, series, canciones, cuadros, más libros”. ¿Sobre los nombres? “A unos les gustan más unos pensadores y a otros, otros; a unos les gustan más ciertos aspectos de unos y a los demás de otros. Con que no los vean como algo viejo y extraño a mil años luz de sus vidas ya es suficiente. Con ver cómo se les desamueblan las cabezas e incorporan cosas nuevas deberíamos darnos por satisfechos. ¿Increíble? Posiblemente, pero es lo que estoy viviendo”. Lo vive desde hace no demasiado tiempo (es profesor interino), de modo que está nuevo, más que de refresco, atento a todo aquello que quieren, necesitan e incluso exigen los alumnos y ha detectado que algo exigen: “Que te los tomes en serio, que no se sientan como aliens frente a ti, que bajes a la tierra con ellos. Si consigues eso, la avidez y profusión que muestran resulta casi tierna”. 

Juan Miguel Contreras, profesor en IES Diego de Siloé (Albacete), afirma que los alumnos quieren “que te los tomes en serio lo primero, que no se sientan como aliens frente a ti, que bajes a la tierra con ellos”

 

Me enseñas, luego lo practico

Hasta ahora esta revisión se ha referido a alumnos adolescentes o casi (como son los de Bachillerato o 4º de la ESO), pero a la hora de enseñar filosofía hay experiencias muy interesantes con niños que se están poniendo en marcha dentro y fuera de los centros educativos. Eva Galera hace filosofía con niños desde primero de Primaria hasta sexto en el centro CEIP Pla y Beltrán de Ibi (Alicante), donde se concibe como actividad extraescolar, pero dentro del horario lectivo, de modo que todos los alumnos reciben las clases. Se trata de un modelo de filosofía que ha diseñado ella misma, nada que ver con el de Matthew Limpan, uno de los habituales en el terreno de la filosofía con niños. Una anécdota explica bien algunos de los puntos que Galera trabaja: “Siempre les digo a los niños que no se crean las cosas que les dicen, que hay que investigar por su cuenta y comparar opiniones. Pues bien, pusieron esto en práctica en la clase de Descartes y, cuando yo hice un comentario diciendo que ‘Descartes era un poco feo’, todos contestaron que querían ver una fotografía de él. Aprovechándonos de las tecnologías en el aula y de la pizarra digital, buscamos una imagen suya en la web y un niño contestó: ‘Pero nos has mentido, ahí pone que se llama René, y tú nos has dicho que se llama Descartes’. El niño tenía toda la razón, así que tuve que explicarles que la mayoría de filósofos tomaban su apellido en vez de su nombre”.

Eva Galera hace filosofía con niños de primaria en el centro CEIP Pla y Beltrán de Ibi (Alicante): “Les digo que no se crean las cosas que les dicen, que hay que investigar por su cuenta”. Le hacen caso al pie de la letra

Esa toma de distancia, esa actitud de sospecha y de enjuiciar lo que se nos diga venga de donde venga (y para un niño pequeño su profesor es una de las máximas autoridades) es la actitud inaugural de la filosofía. Se le podrá añadir nombres, conceptos y teorías para puntuar más, pero en entrenamiento filosófico a los pequeños de la clase de Galero no les gana nadie. De hecho, son un ejemplo para adultos perezosos o incrédulos ante las bondades (si no necesidades) de poner las cosas en cuestión.

Pero ¿y los nombres? ¿Y los temas? ¿Se podrán tratar como si los interlocutores fueran más creciditos? Galera confirma la increíble receptividad de los niños. Si ellos están abiertos a lo que les echen, ¿por qué no probar con contenidos de primera? “A los niños le gusta todo lo que conocen –explica la profesora–; todo les parece interesante, así que todos los filósofos que van conociendo les van gustando: Platón, Freud, el mencionado Descartes… Con Kant es cierto que han hecho algún comentario de ‘me va a explotar la cabeza’. Sobre los temas hay uno de los que no les gusta nada hablar, es el tema del amor, porque tienen mucha vergüenza. Por lo demás, si les planteas qué cosa le preguntarían a un filósofo, teniendo en cuenta que un filósofo es una persona muy inteligente y que podría contestar a prácticamente todo, o al menos intentarlo, optan por alguna cuestión sobre la muerte o la existencia. Aunque siempre hay algún ‘espabilado’ que pregunta: ‘¿Alguien va a contestar a todas mis preguntas?’”.

Razones para no amar a…

Los sofistas: “En desacuerdo con su pensamiento filosófico y que, en lugar de decir su verdadera opinión, digan lo que la gente quiere oír”. Claudia Álvarez
“Porque considero que las personas deben tener una ideología clara y seguirla en todas las situaciones”. Lola Manzano

Descartes:  “No me gusta su razonamiento y dos de sus verdades me parecen una gran tontería. No me gusta su forma de pensar, salvo por “Pienso, luego existo”. Elena Álvarez
“Porque decía que había que dudar de todo”. Ana Gómez

Schopenhauer: “Porque era extremadamente machista y escribió una serie de frases que son realmente despectivas hacia la mujer”. Mario Queipo
“Por su visión del amor muy confundida, desde mi punto de vista. Dice que el amor solo sirve para procrear y para recibir y dar placer. Yo veo que en el amor es más importante tener una buena relación con la otra persona”. Ángel Martínez

Ayn Rand: “Porque no me gusta la idea de que cada uno se ocupe de sí mismo sin preocuparle los demás”. Pablo Valdés

Maestro de maestros

Una… ¿curiosidad? Entre los filósofos más amados y más odiados, hasta ahora no aparece ninguno vivo. No será porque los docentes no se empeñan en llevar a las clases temas de actualidad y opiniones que sobre ellas vierten filósofos y sociólogos contemporáneos. Guardamos la excepción para el final. Luis Alfonso Iglesias Huelga habla así de la experiencia de sus alumnos el IES Escultor Daniel de Logroño (La Rioja) con Emilio Lledó. “Cuando los alumnos le escuchan decir que somos memoria y lenguaje o que llamamos lengua materna al conjunto de palabras que nos conforman porque nos acarician como una madre también escuchan el gran crujido de esas cadenas hostiles que les sujetan contra los muros de la caverna. En él ven un filósofo nada encorsetado, ágil y joven de pensamiento al que atienden cuando dice que le gustaría ser maestro de escuela para enseñar a los niños a mirar una naranja. Así comprenden que la filosofía y el pensamiento en general consiste en mirar más allá de la niebla que nos impone la costumbre”.

Para enseñar filosofía y ética, Luis Alfonso Iglesias, profesor en el IES Escultor Daniel (Logroño) echa mano de Emilio Lledó: “En él ven un filósofo nada encorsetado, ágil y joven de pensamiento al que atienden cuando dice que le gustaría enseñar a los niños a mirar una naranja”

Con él aprenden que la filosofía es, en gran medida, liberarse del miedo y atreverse a saber, a pensar y a jugar con las palabras y conceptos. Si no están inventadas, pues que se inventen. “A nuestro filósofo –explica Iglesias Huelga– le gusta inventar términos como amigantes (un compuesto lingüístico formado de amigos y mangantes) o asignaturismo (“esa manía de hacer exámenes continuamente, que es la muerte de la cultura”) y a los alumnos les fascina encontrar un pensamiento tan fresco y avanzado en alguien que les supera en edad y, muchas veces, en entusiasmo”.

Con él, además, se puede explicar y aprender ética: “Si conocen que Emilio Lledó rechazó recibir la Medalla de Oro de la Comunidad de Madrid, tras la polémica del máster de la expresidenta Cristina Cifuentes, entonces asumen el significado de términos como coherencia o decencia. Y, así, desde esa ética de mínimos van llegando a darle la importancia que contienen las preguntas básicas que todo ser humano puede hacerse y debe hacerse para empezar a recorrer el camino hacia el intento de ser libres: “¿Por qué pienso lo que pienso? ¿Por qué tengo la ideología que tengo? ¿Quién ha determinado lo que yo soy?”. Obviamente, pronunciadas por Emilio Lledó los estudiantes comprenden, definitivamente, la utilidad y el valor importancia de las cosas que, aparentemente, no parecen tenerlo, como detenerse a mirar una naranja”. Pronunciadas por Lledó o todo por aquel que se acerque con ánimo de extender el conocimiento, rastrear la verdad, jugar a saber, descubrir otros mundos y equipar con ellos a personas en plena formación. ¿Son estas las características de un buen maestro? Otro día les preguntaremos a los alumnos cómo son los profesores que aman. Por hoy ya sacaron buenas notas ayudándonos a saber quiénes son sus pensadores favoritos. Gracias a los docentes, alumnos y alumnas que participaron.

Epílogo: A veces… veo más filósofos todavía

Tanta filosofía, tanta apertura y tanto mirar alrededor que al final uno acaba viéndola… donde también existe. Diego Jiménez la ve en las letras de las canciones de Eskorbuto, así que Iosu Expósito es su filósofo favorito. ¿Sus razones? Frases como “Creéis que todo tiene un límite, así que estáis todos limitados, o “Trabajos sucios se convierten en arte si tienes la ley de tu parte. Que la ley no es justa, nadie lo duda. Ser pobre, ese es el delito… ¿O lo dudas”. “Para mí –explica Diego Jiménez–, además de mi filósofo favorito es un referente por mostrar la vida como era y como es”.

Fuente:

F+ Los filósofos más amados (y los menos) y por qué

La culpa metafísica

Karl Jaspers: El Problema de la Culpa

A simple vista, “El Problema de la Culpa”, escrito por el filósofo y psiquiatra alemán Karl Jaspers (1883-1969), nos hace pensar en algo meramente interno, propio del individuo en los mas interno de su ser: su conciencia, evocando personajes llevados por la culpa como Raskolnikov o el corazón delator. Sin embargo, de eso no se trata, enteramente el texto de Karl Jaspers.

Al leer el título completo, “El Problema de la Culpa: Sobre la Responsabilidad Política de Alemania”, ya nos ubicamos en un entorno más amplio que el de la propia psiquis del individuo, comenzamos a pensar en el entorno histórico y más específicamente en la Alemania de la posguerra que estaba agobiada por una culpa insondable por haber dejado que todo pasara y que les sería restregada en la cara cada vez que se quisiera poner un ejemplo de las atrocidades más inhumanas.

Creo que el llamado de Jaspers en el Prólogo para “restablecer la disposición para la reflexión” (pág. 44) para “aprender a hablar unos con otros” sin “ceder siempre a la menor resistencia” es lo que me inspiró a seguir leyendo. Con estas primeras palabras, el autor, nos llama la atención y evita que, o nos sumamos en el debate irascible e irracional; o por otro lado, en una discusión pasiva e inconcluyente, llena de muy buenas intenciones.

Este llamado a pensar es inspirador porque nos hace tomar responsabilidad por nuestra posición política en una sociedad en la que, como seres que a través del diálogo en el que todos “son al mismo tiempo acusado y juez”, seamos responsables individual y colectivamente por las consecuencias a las que como cómplices, colaboradores o espectadores hemos dado lugar. Igualmente, este llamado nos invita a tener la conciencia histórica de la famosa y vieja consigna: “Quien olvida su historia, está olvidado a repetirla”.

Jaspers distingue cuatro tipos de Culpa: criminal, política, moral y metafísica. Y de cada uno de este tipo de culpa se implicaría la responsabilidad individual o colectiva y evita que se trivialicen las discusiones y se generalice peligrosamente, o inculpando a los inocentes o exculpando a los culpables. De este modo, a un individuo se le imputaría la culpa criminal luego de demostrarse en juicio que cometió un delito, como la culpa imputable a Garavito que conllevaría un castigo o pena.

Los pueblos serían culpables políticamente cuando por medio de sus acciones o de sus omisiones dieron lugar a la comisión de los más grandes crímenes de forma directa o a través de sus líderes, conllevando su responsabilidad. Como los alemanes de la segunda posguerra, serían igual de condenables los argentinos de la “Historia Oficial” y las masivas desapariciones llevadas a cabo por la Junta; serían condenables los ciudadanos que se hicieron de la vista gorda ante los crímenes del régimen de Pinochet mientras vivían en la abundancia económica; serían condenables las personas de uno y otro partido durante la “Violencia”; serían condenables… Seríamos responsables política y moralmente, como ciudadanos, no actuar cuando se cometían crímenes que habríamos podido evitar como sociedad y por olvidar tan fácilmente lo que pasó.

De la misma manera sería ese sentimiento de haber hecho algo malo, y que conlleva el arrepentimiento y la renovación. Ese sentimiento de culpa moralque carcomía al protagonista de Crimen y Castigo, pero que estaba ausente de la mente de los alemanes de la posguerra quienes actuaron dentro de lo legal y todo lo que sucedió fue a sus espaldas.

Más allá de la culpa moral, se encuentra la culpa metafísica que conlleva una transformación de la conciencia de sí humana ante Dios, y que según la extraña y confusa definición de Jaspers, muy confundible con el tipo anterior de culpa (moral), implica una transformación y renovación del alma.

Sin embargo, Jaspers hace una excepción que en la época actual tendemos a olvidar y que creo implica el verdadero problema de la culpa: “Es absurdo inculpar por un crimen a un pueblo entero. Solo es criminal el individuo”. Como fue absurdo inculpar a los Judíos de todos los males del mundo y por ello condenarlos al Holocausto, es absurdo condenar a todas las personas blancas por la esclavitud de los negros como es más condenable condenar, válgase la redundancia, a todos los hombres por un “patriarcado” imaginado y “opresor” sobre las mujeres.

La Culpa más allá de un sentimiento, que sentido por un individuo o una colectividad e imputado desde sus adentros o desde fura, es un yerro que conlleva una responsabilidad individual o colectiva. La culpa no es buena ni mala, sino que cumple una función junto con la ley y la ética: regular el comportamiento humano.

 

Fuente:

Karl Jaspers: El Problema de la Culpa (Reseña)

 

Marina Garcés

Romper las reglas, una lucha política

 

Quería titular este artículo ‘El lenguaje y sus ausentes’. Quería apuntar hacia todos aquellos que no caben en nuestras palabras ni en sus usos gramaticales. Quería señalar a los ausentes, a las ausentes. Pero en el gesto mismo de señalar empiezan ya los problemas: ¿“sus” ausentes son ellos?, ¿son ellas?, ¿son las características, condiciones y relaciones que ni siquiera son de ellos o de ellas? En cada pronombre estamos tomando una decisión. En cada terminación, una posición. En cada ausencia se esconde una violencia. Y toda violencia puede ser rastreada y contestada.

El sexismo lingüístico es una de las violencias que recorren nuestro lenguaje. Una entre muchas otras: raciales, morales, de clase… Desde un punto de vista filosófico, incluso podemos hablar de violencias ontológicas, pues hay modos de ser que están excluidos de nuestros modos de decir. Que haya violencias lingüísticas no significa que haya soluciones meramente lingüísticas para ellas. La justicia lingüística no existe sin justicia social y la corrección política es “política de escaparate”, según la expresión de la filóloga Neus Nogué, si no implica un verdadero ajuste de las relaciones de poder. Porque de eso va el juego entre el lenguaje y la violencia: de relaciones de poder.

Actualmente, vivimos bajo la angustia permanente de la falsedad. En inglés: el fake. El fake es la sombra que pone en entredicho todos los discursos, opiniones, informaciones. Incluso el cuerpo de una mujer maltratada o de unos manifestantes golpeados pueden ser neutralizados en su condición de posible fake, contra toda evidencia. También podemos consumir apariencias de igualdad, simulacros de democracia, incluso espectáculos de activismo fake. Pero ante la dificultad para establecer dónde empieza la verdad y dónde la falsedad, la pregunta crítica a la que no debemos renunciar es: ¿quién tiene el poder de imponer sus mentiras y quién puede constituir contrapoderes que las desmientan?

Para entender esta relación intrínseca entre el lenguaje y el poder, no se me ocurre mejor reflexión que la Lección inaugural de Roland Barthes, el crítico que demostró que la crítica no es un arte menor ni un oficio de personaje secundario, sino una condición indispensable para que el aparato de la cultura, con los medios de comunicación incluidos, no colapse en la irreflexión. Decía Barthes en 1977, tres años antes de ser atropellado por una furgoneta en las calles de París, que no hay usos lingüísticos inocentes porque el lenguaje es una legislación y cada lengua un código. Recogiendo las tesis del lingüista ruso Roman Jakobson, nos recordaba una idea muy importante: que una lengua no se define tanto por lo que permite expresar sino por lo que nos obliga a decir. Por ejemplo, nos obliga a escoger entre el masculino y el femenino en determinados casos, o a no poder hacerlo en otros. Nos obliga a clasificar según un determinado reparto de categorías, a jerarquizar según un determinado orden sintáctico, a excluir lo borroso y a ratificar lo representable hasta convertirlo en cliché.

El lenguaje como legislación y cada lengua como código nos traslada, pues, a las conquistas de los vencedores y, con ellas, nos obliga a repetir sus olvidos: los sentidos borrados, las formas de vida excluidas, las existencias no reconocidas. Un ejemplo que está en el centro de los debates contemporáneos: cuando hablamos de humanismo, de humanidades, del hombre y de la humanidad, actualmente denunciamos reiteradamente que en estos términos se perpetúan las violencias del patriarcado, que ha encumbrado al hombre masculino (blanco y occidental) a modelo de lo universal. Y es así. Y hay que denunciarlo. Pero en esta historia violenta del humanismo se esconde un olvido que podemos rastrear: hombre viene de homo, que viene a su vez de humus, es decir, lo que surge del suelo o de la tierra. El latín homo no es aún el vir de varón. Es el ser terrestre, por contraposición al carácter celestial de los dioses. ¿Cuándo y cómo sucedió esta masculinización de los seres terrestres? ¿Podemos deshacer sus efectos sin renunciar a nuestra común humanidad, compartida incluso con los demás seres de la tierra?

Más que duplicar los términos, pienso que la apuesta verdaderamente política es multiplicar las voces y las lenguas, incluso dentro de una misma lengua. Frente a la apariencia de igualdad, pues, la batalla por la diversidad de las formas de vida en sus irresueltas relaciones de poder y de contrapoder. ¿Quién ha dicho que sólo los varones pueden encarnar las medidas del ser terrestre modélico y trasladarlas como parámetros supuestamente neutrales de la lengua universal y su gramática? ¿Por qué no las niñas, o los pájaros o los gusanos? ¿Cuáles serán entonces las flexiones de género y los plurales inclusivos de estos seres? Multiplicar las voces es multiplicar los mundos. Para ello es necesario hacerle muchas trampas al lenguaje instituido, aceptado, normalizado. Roland Barthes habla de tricher, hacer trampas que abran grietas libres de poder en la legislación del lenguaje. Es el juego que violenta las reglas para combatir la violencia legal del poder.

Fuente:

https://elpais.com/cultura/2018/11/30/actualidad/1543578831_135812.html

 

Y tú, Leonardo, ¿eres de ciencias o de letras?

Exigimos a los adolescentes que sepan pronto lo que quieren hacer. Tal vez demasiado

Decimos que nuestro sistema educativo obliga a chicos y chicas de 14 o 15 años a optar demasiado pronto por un camino concreto de su formación. “Ciencias o letras” le llamamos (aunque los de letras deberíamos contraatacar diciendo: “Humanidades y números”, pero eso es otro artículo). En realidad, los padres, tíos o invitados que pasan/pasamos por ahí también colaboramos en el carácter forzado de la elección. Vemos a un familiar de esa edad, no sabemos qué decir y seguro que antes de treinta segundos soltamos: “Y tú, ¿de ciencias o de letras?” “Ni idea”. “Pues ya te toca elegir” Es verdad que hoy en día los jóvenes tienen más recursos para dejar fuera de juego a quienes les preguntan “¿Y tú qué quieres ser?” “Youtuber, streamer, o influencer en general. Y si tiene que ver con Fornite, mejor”. “Hummm… Ahhh, creo que voy a la cocina a buscar algo”.

Imaginemos ahora que abordamos a un adolescente en una reunión familiar y tras las dos frases de rigor, y sin saber qué añadir, le hacemos la pregunta fatídica. Y él o ella, sin mirar a los ojos —son así— nos dice: “Ni idea… me gusta saber cómo funcionan las cosas y tengo algunas ideas sobre máquinas que podría construir. Pero también me gusta pintar. No se me da mal. Y me encanta hacer cosas con las manos. Mira, de este yogur que tengo en la mano acabo de sacar la cara de la abuela. ¡Ah! Adoro escribir. Escribo sobre todo; lo que pienso, lo que hago y lo que podría hacer. Como mis hermanos son unos cotillas (perdona, pero creo que lo han heredado de tu rama familiar) escribo de forma que solo se pueda leer en un espejo. Y lo hago con ambas manos. También me fascina la medicina y cómo funciona el cuerpo humano. Toco tres o cuatro instrumentos. No pongas esa cara. En realidad es fácil, solo hay que comprender el código matemático de las partituras. Claro que no estaría mal tratar de hacer más fácil la vida a los demás. ¿Sabes? El lío del tráfico tiene mucho que ver con el trazado urbanístico… o tal vez con los políticos que se creen muy importantes; deberían leer a Marco Aurelio…”.

Florencia ha comenzado a celebrar el quinto centenario de Leonardo da Vinci. Un italiano universal cuya vida merece la pena conocer, y al que afortunadamente nadie preguntó: “Tú, ¿ciencias o letras?”.

Fuente: https://elpais.com/elpais/2018/11/08/opinion/1541693112_297528.html

 

 

Congreso

Filosofía del Congreso

El verdadero lugar de debate ya no está en las cámaras, sino en los medios de comunicación y, desde hace ya algún tiempo, en las redes sociales

El pasado miércoles se produjo una situación curiosa en el Congreso de los Diputados. Por la mañana, en el control del Gobierno, tuvimos una de esas intervenciones chocantes a las que ya nos vamos acostumbrando —me refiero a la de la diputada Montserrat—. Por la tarde, sin embargo, como si quisiera enmendarse a sí misma, la cámara aprobó por unanimidad la recuperación de la asignatura de filosofía en el bachillerato. Mañana de desconsuelo, tarde de gozo. De gozo, porque permite imaginar un futuro no demasiado lejano en el que la formación de los políticos, y la de los ciudadanos en general, favorezca otro tipo de discurso. Desde luego, supone poner demasiadas expectativas en una asignatura escolar; sobre todo, porque me temo que eso que U. Beck llamaba la “política de los políticos” ya casi no tiene redención.

Puede que todo tenga que ver con el extraño rol al que ha sido relegado el parlamento. El verdadero lugar de debate ya no está en las cámaras, sino en los medios de comunicación y, desde hace ya algún tiempo, en las redes sociales. La política resuena por todas partes y carece, por tanto, de un lugar en el que centrar la conversación pública. Sólo en ocasiones muy escogidas estamos todos atentos a lo que acontece en las Cortes. Y en ellos se “representa” la política siguiendo más la lógica de la confrontación propia de las tertulias televisivas que la de la discusión racional. De ahí que la selectividad que hacen los medios de la vida parlamentaria se reduzca casi a los momentos del control del Gobierno o a la variedad de gamas discursivas que permiten algunos debates legislativos o las grandes mociones. Y los momentos estelares se programan pensando más en el impacto mediático de cada acto del habla que en la formulación de políticas concretas; politics without policy, que diría un politólogo.

La disputa política se reduce así cada vez más a una lucha lingüística por la presencia pública como fin en sí mismo; la elocuencia se mide por el impacto mediático, no por la fuerza de la argumentación. De ahí que los retóricos pasen a un segundo plano y dejen el camino expedito para que se implante la dictadura de los asesores en comunicación. Todo es comunicación, y la más efectiva es la que toca alguna fibra sensible, acentúa los antagonismos o contribuye a fortalecer la distinción nosotros/ellos. El giro populista deviene, por tanto, en algo casi inevitable.

Lo peor de todo es que de esta manera se alimenta el circo mediático y el Congreso acaba convirtiéndose en un plató más, en el ágora de “la clase discutidora”, que más que discutir entre sí escenifica un permanente simulacro de debate político donde lo que se busca no es convencer al adversario, sino a nosotros los espectadores. Rectifico, no se trata de convencer, sino de reafirmara cada cual en las posiciones que ya en todo caso sostenía con anterioridad. No envidio la tarea que les queda por delante a los bravos profesores de filosofía.

Fuente:

https://elpais.com/elpais/2018/10/19/opinion/1539950861_843795.html