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Breve defensa de un agnóstico

Para Hans Magnus Enzensberger, el ateísmo es una idea fija. Prefiere moverse con libertad, sin someterse ni siquiera a ese precepto

No me haría mucha gracia que alguien me instase a responder esa pregunta comprometida que siempre resulta un poco embarazosa. Lo más seguro es que me escabullese declarando que soy un agnóstico católico. Si el interpelante es un individuo poco refinado, este argumento suele desconcertarlo, ya que en parte tiene que ver con el origen de la persona. Así ocurre también en mi caso.

Mi familia procede del sur de Alemania; más concretamente, de Algovia. Excepto por un par de romanos, celtas y francos intercalados aquí y allá, mis antepasados eran campesinos sedentarios. Nada de emigrantes diversos, como hugonotes, mineros polacos, buhoneros judíos u otros refugiados o desplazados. El ambiente era alemán y católico, pero no ortodoxo. Los viernes se comía pescado, y en Cuaresma, unos suflés maravillosos, si bien a mis padres nunca se les ocurrió asistir puntualmente a misa los domingos. Eso sí, en casa había una Biblia, aunque rara vez se leía.

Con todo, tanto en el colegio como en la universidad me interesé por las cuestiones teológicas. Es algo que tengo que agradecer a la hospitalidad de los benedictinos de Neresheim, a su mesa, a su vino y a su magnífica biblioteca. Esta pequeña ciudad del distrito de Ostalb debe su renombre a su abadía, cuya iglesia es un magnífico edificio barroco proyectado por Balthasar Neumann. Las siete horas canónicas, desde los maitines hasta las completas, se cantaban en latín con el acompañamiento del órgano del coro. El encargado de la biblioteca era un hombre atento y de ingenio agudo que me daba a leer toda clase de herejías, entre ellas el gran poema didáctico de Lucrecio De rerum natura en la traducción de Hermann Diels; los pensamientos y opiniones de MontaigneEl sobrino de Rameau, de Diderot, y cosas por el estilo.

Estos autores se encargaron de ilustrarme, mientras que, durante el recreo diario que seguía a la comida, los monjes me hacían ver que los teólogos medievales se habían atrevido con las preguntas filosóficas más espinosas y las habían debatido en una disputa sin fin. La vida de esos hombres perspicaces y cultos era arriesgada. Cabalgaban durante semanas y meses para llegar a París, Basilea, Oxford o Róterdam por caminos plagados de bandidos y soldadesca. También eran capaces de citar de memoria innumerables textos de la Antigüedad, y dominaban todos los recursos de la retórica clásica. Desde Frege hasta Russell o Wittgenstein, los matemáticos han admirado a los escolásticos como Guillermo de ­Ockham o Duns Scoto y los han considerado los fundadores de la lógica moderna. Por aquel entonces, las conversaciones en el claustro de Neresheim me impresionaban profundamente, aunque poco pudiese sacar en claro del opaco latín eclesiástico de los patres. Además, tras la Segunda Guerra Mundial tenía puesta toda mi atención en el presente de Alemania. En la década de 1950, nadie quería saber demasiado del Holocausto nazi, sobre el cual reinaba un silencio obstinado. Las antiguas autoridades no estaban dispuestas a abandonar sus puestos de jueces, jefes de policía y profesores, de manera que empezar a recoger la basura en el desierto político, económico y moral de un país dividido en cuatro resultaba largo, laborioso y agotador.

El concepto fue acuñado en 1869 por T. H. ­Huxley, firme defensor de Darwin y bisabuelo del autor de ‘Un mundo feliz’

Con el tiempo, la tarea se volvió tediosa. Para una minoría de jóvenes amenazaba con convertirse en una ocupación obsesiva. La soberbia acechaba a la vuelta de la esquina. Posiblemente, al final me salvó la idea de que ser alemán no era un oficio muy halagüeño. Prefería escribir.

Que se sepa, nadie, ni siquiera un suizo o un sueco, puede librarse del bagaje histórico que lleva consigo. Una parte de ese legado y de esa carga la arrastramos allí donde vamos a través de la religión. Un hada bondadosa me ha privado del talento para la fe en el monoteísmo. Los dioses son tantos que duele elegir. Los griegos y los romanos nos acompañan en el cielo y en los días de la semana, y las tradiciones egipcias y asiáticas, desde Tutankamón hasta Buda, tampoco se han extinguido por completo. A mi modo de ver, poco daño pueden causar una pizca de Epicuro y la dosis conveniente de estoicismo.

Por eso, para mí el ateísmo no es una opción, sino una idea fija. No quiero pertenecer a ese club. En general, me cuesta decidirme por una filiación. Me faltan dotes para ser un colega de fiar. Naturalmente, habrá quien lo considere una carencia.

Así pues, solo me queda una posibilidad, a saber: ser y seguir siendo agnóstico. El creador del concepto fue el biólogo inglés Thomas Henry Huxley, autodidacta brillante elegido miembro de la Royal Society ya a los 25 años y uno de los más firmes defensores de Darwin y sus teorías.

Huxley acuñó el término agnostic, que desde entonces se ha familiarizado en muchos otros idiomas, en el año 1869. Por cierto, el escritor Aldoux Huxley era su bisnieto. Su famosa novela de ciencia-ficción Un mundo feliz sigue moviendo a la reflexión, ya que predice que, en el futuro, los seres humanos se engendrarán en laboratorios y se los preparará para una vida de consumidores sin la intervención de los padres.

Como es lógico, Thomas Henry Huxley no podía ni tan siquiera imaginar la genética moderna, la clonación, ni la manipulación de la línea germinal. Sin embargo, se daba cuenta de que los detractores de Darwin estaban de acuerdo en un punto. Creían sinceramente que habían resuelto en mayor o menor medida todos los interrogantes de la existencia humana. “Están convencidos de que participan de una gnosis que antaño había sido privilegio de la Iglesia. Yo, por el contrario, no soy uno de esos iniciados”.

Un hada bondadosa me ha privado del talento para la fe en el monoteísmo. Los dioses son tantos que duele elegir

Aunque el concepto sea más reciente, el agnosticismo tiene un pasado venerable. La palabra griega significa “conocimiento”. Los escépticos crearon una escuela propia, iniciada por Protágoras, quien afirmaba: “Respecto a los dioses, no tengo medios de saber si existen o no, ni cuál es su forma. Me lo impiden muchas cosas: la oscuridad de la cuestión y la brevedad de la vida humana”.

Pirrón de Elis, un sofista de la época helenística, optó por la escepsis, es decir, por la reflexión y la duda como categorías centrales de su filosofía. El hombre, postulaba, puede permitirse las opiniones, pero la certeza es inalcanzable. Sexto Empírico, el último y más radical representante de la escuela, ponía asimismo en tela de juicio la capacidad humana de conocer qué mantiene unido al mundo en lo más íntimo.

Así pues, los agnósticos están bien acompañados. A este pequeño club pertenecieron muchos pensadores del siglo XVIII. Entre ellos cabe destacar a David Hume y Denis Diderot. Se cuenta que, en el salón del barón de Holbach, el filósofo escocés relató la siguiente anécdota sobre los misioneros franceses que se habían internado en los bosques con el propósito de convertir a los nativos de Canadá; uno de los indios hurones fue llevado a Londres, donde se le administró la comunión. “Hijo mío”, le preguntó el sacerdote, “¿no obra en ti la gracia del sacramento?”. “Sí”, respondió el iroqués, “el vino me ha sentado muy bien, pero creo que si me hubiesen dado aguardiente, todavía me habría sentado mejor”.

A la mesa de Holbach estas bromas eran corrientes. Al parecer, el barón pidió a los 18 presentes que se pronunciasen sobre el ateísmo. Quince se declararon ateos; el voto de los otros tres, entre ellos el de Diderot, no nos ha llegado. Presumiblemente eran los agnósticos. No disponemos de ninguna prueba documental sobre la veracidad de este cotilleo que circulaba entre los ilustrados. Puede que sea una invención, aunque, en todo caso, acertada.

El agnosticismo tiene numerosos pros y contras. Te permite moverte con mayor libertad y no tienes que someterte a toda clase de preceptos concebidos por cualquier institución. Desprenderse de la disciplina del partido o la Iglesia en cuestión puede ser un alivio, más si se trata de las trabas de una ideología política. El inconveniente reside en que el agnóstico no acaba de pertenecer a nada.

Me gustaría concluir esta reflexión con una anécdota que cuenta un católico convencido amigo del papa Juan XXIII. Al parecer, un día, en Castel Gandolfo, un científico se confesó pagano. El Papa le respondió que había cosas peores, ya que, por lo menos, él era semicatólico.

Traducción de News Clips.

 

 

Fuente:

https://elpais.com/cultura/2018/06/29/babelia/1530281566_935435.html

Descartes, por los caminos paralelos de la fe y la razón

Descartes intentó conciliar en sus «Meditaciones metafísicas» la existencia de Dios con la defensa de la autonomía de la ciencia

Siempre que pasó por el «boulevard» Saint Germain en París y antes de tomar un calvados en Les Deux Magots, me detengo unos minutos para visitar la tumba de René Descartes, el pensador que más ha influido en mi evolución intelectual. Su lectura cuando tenía 18 años me fascinó porque en las páginas de su «Discurso del Método» y sus «Meditaciones metafísicas» hallé el estímulo que necesitaba para adentrarme en el camino de la filosofía. Cartesius, como rubricaba sus libros, fue para mí un maestro que me ha acompañado toda la vida.

El gran hallazgo de Descartes, que a mi juicio es la base de cualquier intento de explicación racional del mundo, es «la duda metódica», que consiste en cuestionar todo lo que consideramos evidente para partir de una certeza que nos permita pensar sobre bases sólidas. El filósofo francés expresa la mejor formulación de la duda metódica en sus «Meditaciones» sobre la Primera Filosofía en las que se demuestra la existencia de Dios y la inmortalidad del alma, título que el propio autor reformuló en «Meditaciones metafísicas» seis años después de su aparición. Este texto de apenas 90 páginas, que cuenta con una excelente traducción de García Morente, constituye una de las referencias indispensables para entender los orígenes del idealismo moderno.

¿La vida es sueño?

En su segunda meditación, Descartes se interroga sobre la certeza de la propia existencia y la necesidad de hallar un punto de partida para construir «ideas claras y distintas» sobre las que poder discernir entre lo verdadero y lo falso. El pensador de La Haye apunta que todo lo que perciben nuestros sentidos podría ser un engaño inducido por un genio maligno. No es posible descartar que nuestra vida sea un sueño. Pero fuera cual fuera el origen de las nociones y las percepciones que damos por evidentes, hay una certeza de la que podemos partir: «cogito ergo sum» (pienso luego existo).

«No soy sino una cosa que piensa. ¿Más qué cosa? Ya lo he dicho: una cosa que piensa. Soy una cosa verdaderamente existente», concluye. Pero ese yo pensante o res cogitans está recluido dentro de sí mismo, no forma parte del mundo exterior físico que captan nuestros sentidos, que es puramente material. Descartes llegará a decir que todo lo que percibimos es mera extensión, una especie de universo regido por las leyes de la física. Por el contrario, el yo pensante es, en realidad, el espíritu, es el alma de la cual tenemos una idea clara y distinta. Para expresarlo con una metáfora, el espíritu habita como un inquilino en el cuerpo humano, pero no forma parte de él. El cuerpo capta sensaciones mientras que el espíritu es capaz de ascender al reino de las verdades trascendentales como la inmortalidad del alma y la existencia de Dios.

Descartes reivindica la autonomía de la razón y de la ciencia, que él vincula a las matemáticas. No en vano fue un gran científico que estableció las bases de las leyes de la mecánica que luego fueron desarrolladas por Isaac Newton. Pero el dominio de la existencia de Dios trasciende a lo que él llama res extensa, que es el universo de lo visible sobre el que opera el saber experimental.

Placeres de la vida

Para el pensador francés, educado en los jesuitas, la idea de Dios es puramente innata y se deriva de la propia existencia del Ser Supremo. Incurriendo en un nominalismo radical, Descartes concluye que la idea de lo eterno y de lo infinito prueban esa existencia de Dios, dado que es imposible que la mente finita y limitada de los hombres haya podido concebir por sí misma los atributos que definen a ese Ser Absoluto. Por tanto, la idea de Dios demuestra que Dios existe, puesto que sólo Él ha podido formular un concepto que no se halla en la Naturaleza. «Bajo el nombre de Dios entiendo la existencia de una sustancia infinita, eterna, inmutable, omnisciente, independiente y omnipotente, por la cual yo mismo y todas las cosas que existen han sido creadas», escribe.

Descartes, que llegó a batirse en duelo por una mujer y que disfrutaba de los placeres de la vida, se mantuvo firme en sus convicciones hasta su muerte en 1650 por una neumonía cuando residía en Estocolmo y estaba impartiendo lecciones de filosofía a la reina Cristina de Suecia. Tenía solamente 53 años.

Fue un extraordinario filósofo que demolió el escolasticismo todavía dominante y creó las bases del pensamiento moderno, pero también fue un brillante matemático y un pionero de la geometría analítica. Nadie fue tan lejos en la defensa de la autonomía de la razón sin abandonar una fe mediante la que guio siempre sus actos. Su alma descansa hoy en la abadía de Saint Germain.

Fuente:

http://www.abc.es/cultura/cultural/abci-descartes-caminos-paralelos-y-razon-201806070139_noticia.html

Los revolucionarios de la cultura

El arte reaccionó contra la violencia, la desesperanza y la destrucción física y moral de la Primera Guerra Mundial. Un grupo de artistas decidió que la mejor forma de combatir la locura era a través de la locura misma. Y nació el surrealismo. La exposición Duchamp, Magritte, Dalí. Revolucionarios del siglo XX. Obras maestras del Museo de Israel, Jerusalén, en el Palacio de Gaviria, de Madrid (España), nos acerca obras de estos tres y otros artistas influyentes de este movimiento.

Por Jorge Van den Eynde, historiador del arte

“Aquí está la máquina que hace zozobrar los espíritus. Yo anuncio al mundo este suceso de primera magnitud: acaba de nacer un nuevo vicio. Al hombre le ha sido dado un vértigo más: el surrealismo, hijo de la sombre y el frenesí. ¡Pasad, pasad! Aquí empiezan los reinos de lo instantáneo…”. Louis Aragon, Le Paysan de Paris.

La Gran Guerra, contienda bélica sin precedentes para la civilización occidental, generó un aura de desesperanza y tragedia en la sociedad. Jamás habían muerto tantas personas en tan poco tiempo, ni se habían destruido ese número de hogares y ciudades. La ciencia y tecnología puestas al servicio de la muerte habían aniquilado soldados, pero también penetraron en lo más profundo de la mente humana, incapaz de continuar su vida después de la guerra. El escritor francés Maurice Nadeau niega que cualquier tipo de poesía desarrollada anteriormente pudiese ser legítima a esos tiempos, a la situación emocional que vivía la población.

Destrozar el arte a través de la confianza puesta en él 

El arte, lejos de amedrentarse, quiso reaccionar contra la violencia de la Gran Guerra. Un espíritu rabioso y combativo surgió en muchas ciudades europeas, que quisieron denunciar el estado desesperado que vivían, al tiempo que proponían alternativas al pesimismo reinante por aquel entonces. Una serie de grupos surgieron para replantearse cuál era el papel del arte en esta masacre mental; en definitiva: querían revolucionar la cultura. La última muestra realizada en el Palacio Gaviria de Madrid centra su discurso sobre este deseo de cambiar las convenciones artísticas que hasta entonces dominaron la cultura. Duchamp, Magritte, Dalí. Revolucionarios del siglo XX es el título de la exposición que, muestra obras de los tres artistas citados y nos enseña también a otros artistas influyentes en este cambio de paradigma de las artes.

Un espíritu combativo surgió en muchas ciudades europeas proponiendo alternativas al pesimismo reinante. Aparecieron grupos que se replanteaban cuál era el papel del arte en esta masacre mental

Ante la locura que sometió al continente durante la guerra, un grupo de artistas y literatos refugiados en Zúrich (Suiza) dio con el antídoto a tamaña destrucción física y moral. El grupo que cada día se reunía en el Cabaret Voltaire, formado, entre otros, por Tristan Tzara, Hans Arp, Hugo Ball o Richard Huelsenbeck, decidió que la mejor forma de combatir la locura era a través de la locura misma. Debían destruir las nociones sociales y morales del mundo occidental, las cuales habían llevado a la humanidad al grado más ínfimo de crueldad y pesar. Este grupo de intelectuales se autodenominaron Dada, palabra sin significado lógico, que serviría para desafiar las convenciones europeas de lenguaje y cultura. Realizaban conciertos y recitales donde ruidos y palabras inconexas salían de sus bocas, creaban collages realizados a partir de la yuxtaposición de imágenes de la cultura popular con otras provenientes de la academia, desafiaban la creación artística dotando de un sentido conceptual a objetos encontrados en la calle. Tzara afirmó que Dada era el caballo de Troya, que accedía a la fortaleza del conocimiento occidental, para, a través de la confianza puesta en el arte, intentar destrozarlo.

Nuevas bases sobre las que crear y construir

París se convirtió en la posguerra en el centro de las negociaciones de paz, los tratados que debían asegurar la estabilidad política en Europa. Un clima de cordialidad que chocaba con la devastación que la gente cargaba consigo. El gran exponente de Dada en el país galo había sido Marcel Duchamp, cuyos ready-mades habían puesto en entredicho las nociones del arte burgués, creaban nuevas bases sobre las que crear, considerando que cualquier objeto podía ser arte, desde el aire de París hasta un urinario. Las enseñanzas del artista francés, y especialmente los textos dadaístas que llegaban de Zúrich, marcaron a jóvenes escritores como André Breton, Louis Aragon o Paul Élouard. Ellos también querían atacar los cimientos de la sociedad para construir unos nuevos y más convenientes. Para ello, centraron sus estudios en la razón, y la manera en que esta había dirigido las actividades humanas desde la Ilustración.

La imaginación para demoler la razón

En 1924, Breton publicó el primer manifiesto surrealista, obra programática del surrealismo. Afirmaba que la humanidad aún vivía bajo el “imperio de la lógica”, que dominaba los procesos cognitivos, pero también el arte. El realismo, tanto literario como plástico, basaba su estética en estructuras previsibles y aburridas, realidades insulsas donde el análisis dominaba sobre los sentimientos. La imaginación era el arma con la cual pretendía demoler la razón. Los textos que Freud había publicado durante las primeras décadas del siglo generaron en los jóvenes surrealistas la necesidad de volcar sus intereses en los sueños y el mundo inconsciente del ser humano, aquel conjunto de sensaciones y estímulos que habitan bajo nuestra realidad cotidiana, y afloran en determinados momentos para marcar la actividad social del individuo. El psicoanálisis, por ende, se convirtió en la piedra angular del pensamiento y poesía de Breton, en cuyo primer manifiesto declara su predilección por el automatismo y la espontaneidad intelectual.

“Automatismo psíquico puro por cuyo medio se intenta expresar, verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón”. André Breton, Manifiesto del surrealismo.

Los textos que Freud había publicado a principios del siglo XX generaron en los jóvenes surrealistas la necesidad de volcar sus intereses en los sueños y el mundo inconsciente del ser humano

Breton consideraba que la mejor forma de liberarse de los grilletes de la lógica era acudiendo a lo más profundo e indómito de la mente humana, el ello freudiano, para liberar el pensamiento, dejarlo libre y fluido, que no esté constreñido por el tejido de la razón. El automatismo es la herramienta que usan los escritores y pintores surrealistas para liberar sus pensamientos. A partir de la asociación de ideas, del pensamiento automático y de nuevas técnicas como el cadáver exquisito, esta generación de creadores consiguió representar aquello que sus seres escondían bajo todo el armazón racional. El mismo Breton escribió junto a su amigo Phillippe Soupault el Pez soluble, texto creado a partir del automatismo psíquico; esto es, ambos autores escribían todo lo que su mente proyectaba, y el azar se encargaba de componer una suerte de representación del subconsciente de los poetas.

Imágenes sacadas del mundo de los sueños

Esta representación de las inquietudes y sensaciones que Breton y Soupault experimentaban cuando realizaban el escrito tiene un carácter sumamente realista. En su afán por negar la razón y su proyección artística, el realismo, los surrealistas consiguieron mostrar al mundo otras realidades y experiencias ocultas, que para ellos exponían mejor su personalidad, y, por tanto, sus realidades. Durante el periodo de las vanguardias, como afirma Rosalind Krauss, nace el llamado inconsciente óptico, que es un proceso de reestructuración de la naturaleza de la obra de arte. Los artistas que dinamizaron el comienzo de siglo, entre los cuales destacan Picasso, Braque o Kandinsky, tenían un deseo de superar la esencia clásica del arte, es decir, la representación mimética de la naturaleza. Para ello, algunos de los movimientos desarrollados por aquel entonces comenzaron a interesarse por representar aquello que era oculto, que nuestros ojos no pudieran ver. El surrealismo es una de las corrientes artísticas que más apuesta por la ruptura del canon clásico, y propone la representación directa del subconsciente. No obstante, ciertos autores fueron un paso más allá, afirmando una mayor veracidad en lo que ellos hacían que en los bodegones naturalistas del siglo XVII. Es una nueva forma de comprender el realismo, que supera cualquier precedente y avanza ciertos procesos del arte después de la Segunda Guerra Mundial.

Los surrealistas consiguieron mostrar al mundo otras realidades y experiencias ocultas

Algunas manifestaciones de la pintura surrealista contienen rasgos altamente fotorrealistas, lo cual podemos ver en los lienzos de Dalí, Tanguy o Dorothea Tanning. Una de las formas que tenían los pintores de liberar el subconsciente era realizando obras tan realistas que resultasen inquietantes, que desafiasen la comodidad del espectador para adentrarle en su propio subconsciente. Era un realismo que mezclaba muchas representaciones oníricas y fantasiosas, que parecían sacadas del mundo de los sueños. Otros artistas preferían emplear métodos automáticos, técnicas como el grattage, frottage o la decalcomanía, que confiaban en el azar para que este rematase los puntos más importantes de la composición. Max Ernst u Óscar Domínguez creaban sus universos surrealistas a partir de estas técnicas, dando estas un aspecto improvisado e irracional a sus pinturas y grabados. Alberto Giacometti, Hans Bellmer o Joseph Cornell trabajaban con escultura y objetos encontrados, a los que dotaban de nuevas perspectivas estéticas al establecer el dominio del subconsciente sobre ellos.

Todas estas prácticas artísticas comparten el mismo interés por representar nuevos sujetos, realidades ocultas al ojo humano que además resultan más esclarecedoras para conocer el comportamiento de este. El surrealismo plantea en este sentido una nueva relación entre el artista y su obra, que desde ahora son un reflejo el uno del otro. Una conexión tan marcada que, a partir de sus creaciones, podemos conocer mejor al autor que si consultamos su biografía. Se trata de una relación arte-creador nueva. Décadas más tarde, a la lumbre del súperdesarrollo capitalista y la aparición de una sociedad de consumo, se generan cambios en las artes que promulgan una nueva concepción del objeto artístico. John Cage, en su pieza musical sin sonido (4’33’’), experimenta con nuevos modelos de realismo, creando una pieza que capta en su totalidad todas las sensaciones materiales acontecidas durante la grabación de la obra. Jasper Johns reestablece nuevas objetividades políticas en la bandera de los Estados Unidos, al tiempo que captura en su brocha elementos de la cotidianeidad. Son artistas cuyas prácticas se realizan en sintonía con sus entornos, considerándolos desde perspectivas sociales, políticas o filosóficas.

Una de las formas que tenían los pintores de liberar el subconsciente era realizando obras tan realistas que resultasen inquietantes, que desafiasen la comodidad del espectador para adentrarle en su propio subconsciente

La deuda que los artistas del arte-vida tienen con Dada es innegable. En muchos de ellos, los ready-mades duchampianos generaron una influencia capital, marcada sobre todo en el uso de objetos cotidianos. No obstante, en las obras de creadores surrealistas también se aprecian rasgos que tienden a una unión entre las personas que las realizan y el objeto en cuestión. Es una conexión bastante más individualista y ajena a realidades externas al poeta. Breton y Soupault expusieron sus pensamientos al máximo exponente cuando escribieron Pez soluble. René Magritte, pese a tratarse de un artista que utilizó en menor medida el automatismo psíquico, también reflejaba sus más ocultas inquietudes. Como todo artista de las vanguardias artísticas, Magritte mira el mundo con la intención de desenterrar aquello escondido bajo la percepción humana. En El castillo de los Pirineos, obra con la que cierra la exposición del Palacio de Gaviria, el artista establece elementos contradictorios y opuestos, como el mar y una roca gigante, para abrir una brecha en su subconsciente y liberar deseos reprimidos y preocupaciones vitales, así como provocar en el espectador una sensación onírica que lleve a su mente al mismo lugar cognitivo en el que el artista se sitúa.

Los surrealistas querían terminar con el mandato de la razón, y para ello crearon una poética capaz de reinventar el mismo concepto de realismo, adalid de la lógica en las artes. Liberaron sus mentes de la estructura canónica y las prepararon para volcar todo su contenido sin filtros de ningún tipo; consiguieron crear sin barreras y exponer sus realidades al completo. Este grupo de artistas fue capaz de desentrañar los más oscuros secretos de sus mentes y exponerlos, con la intención de promover este tipo de prácticas, y, a través de ello, amedrentar el dominio de la razón en la cultura occidental.

Fuente:

https://blogs.herdereditorial.com/filco/revolucionarios-de-la-cultura/

 

CEGUERA MORAL

La ceguera moral nos conduce directamente a la caverna si no abrimos la mente a tiempo»

Antonio Guerrero

 EN el célebre libro «Carta sobre los ciegos para uso de los que ven», de Diderot, aparece un tema muy atractivo: «la ceguera moral». El libro está situado en el siglo de las luces y fue bastante refutado entonces, hasta el punto de costarle la cárcel al autor. En este trabajo aparece una simetría perfecta entre los problemas físicos que tenían los pacientes de ceguera y los problemas políticos franceses del momento. En el momento de ser escrito el libro, había una invidencia de los que veían respecto a la aristocracia y el despotismo ilustrado que otorgaba cánones de excelencia. Era la ilustración, entonces, (el siglo de las luces) y existía una amplia ceguera política y ética. Diderot dio ciertas claves en este trabajo para salir de la oscuridad ética: la razón, la crítica, la libertad, la fraternidad y el furor igualitario de la Revolución Francesa como motor de la modernidad. Además, se dio la coincidencia histórica de ser el momento en el que los estudios sobre cataratas avanzaron mucho, hasta el punto de lograr dar la vista a algunos ciegos, hecho que aprovechó el autor. No obstante este tema esta vigente hoy día. Hay más filósofos que han argumentado sobre ello. En un momento más presente está, por ejemplo, Zygmunt Bauman, en tanto y en cuanto la ceguera moral es una característica de la modernidad líquida. Este es un término creado para referirse al cambio de nuestra sociedad, donde hay transitoriedad, desregulación y liberación de los mercados. Dicho cambio ha generado una gran precariedad en las relaciones humanas, marcadas por un excesivo individualismo y unos principios morales inciertos. Cuando Bauman habla de ceguera moral, nos está diciendo una de las consecuencias a donde nos conduce la modernidad liquida. Hemos perdido el rumbo de la moral y los principios fundamentales donde estaban inspirados. Nuestra vida acelerada, marcaba por la banalización de la cultura y el consumismo radical, está vacía de sensibilidad hacia los problemas de los demás. No hay solidaridad. Además, en algunos campos la ética ya ha sido descartada como por ejemplo en política. La ética se ha debilitado tanto (líquida) que estamos ciegos y no vemos los problemas a nuestro alrededor. En su lugar solo nos importa el placer personal y el individualismo excluyente. La ceguera, como otras tantas cosas del momento presente, nos ha devuelto de lleno a la caverna. 

Fuente:

http://lamiradazurda.blogspot.com.es/2018/03/ceguera-moral-revistablue.html

http://www.diariodealmeria.es/opinion/articulos/Ceguera-moral_0_1224777821.html

El pensador antifranquista

A Millán Astray no le irritaron solo las palabras de don Miguel en defensa de vascos y catalanes

Miguel de Unamuno (con barba blanca), a la salida de la Universidad de Salamanca en 1936.

Un extenso reportaje se hizo ayer en este periódico eco de las investigaciones de Severiano Delgado, bibliotecario de Salamanca. Estamos ante un intento de desmitificación, que desestima el famoso discurso de Unamuno del 12 de octubre de 1936, enfrentándose al general legionario Millán Astray, quien supuestamente habría pronunciado los gritos de “¡Mueran los intelectuales!” Y “¡Viva la muerte!”. Delgado realiza un minucioso trabajo en el cual prueba, y aquí el título del reportaje es explícito, que Unamuno nunca pronunció las conocidas palabras de respuesta a Millán Astray.

Solo que las palabras no serían esas, pero los contenidos estaban ahí. A Millán Astray no le irritaron solo las palabras de don Miguel en defensa de vascos y catalanes, unidas nada menos que a la condena de quienes hablaban de la Antiespaña, condena no pronunciada por el legionario, sino la evocación de José Rizal. Y no solamente por ser un heroico patriota filipino a quien conoció y estimaba, sino por denunciar el crimen cometido en 1896 por el general Polavieja en Filipinas, culminando una represión contra todo adversario real o supuesto, ejemplo de “la brutalidad agresiva e incivil de los militares” (relato de Vegas Latapie). Era un discurso esópico, donde el blanco inequívoco era el militarismo franquista. Lógica la reacción de Millán Astray: “¡Mueran los intelectuales traidores!”. ¿Y qué decir de la referencia en el discurso unamuniano a las mujeres que en Salamanca iban a contemplar los fusilamientos, con sus escapularios y crucifijos. Por fin, una vez limpiado de envolturas retóricas, su proclamación de “vencer no es convencer”, dicho en tales circunstancias, suponía un jaque al rey contra la conducta de los sublevados, a quienes apoyó con fuerza inicialmente. Si cambió de ideas, no fue para redimirse: esta actitud no cabía en Unamuno, tan próximo a su adversario Azaña en cuanto a la exigencia de autenticidad. No menos al denunciar el peligro de “suicidio moral” de España. José Luis Gómez acierta.

La foto de la salida del acto evita cualquier disquisición ulterior y el escrito tardío reproducido por Delgado elimina toda duda. Unamuno rechaza el “régimen de terror” en la otra zona, y también el “bárbaro, anticivil e inhumano régimen de servidumbre totalitaria” que ve nacer. Es un antifranquista.

Fuente:

https://elpais.com/cultura/2018/05/08/actualidad/1525800229_294166.html

La vigencia de la filosofía de Habermas

Tras la entrevista a Jürgen Habermas, comienza a hacerse necesario un repaso a sus consideraciones éticas en favor de un mundo mejor. Hace algunas décadas, él concibió una nueva forma de ética. Una manera de entender las costumbres que pudiera mejorar las relaciones entre los seres humanos, que estuviera basada sobre algo inherente de cada persona: el lenguaje. Este filósofo propuso la teoría acerca de la “ética discursiva”. La sociedad iba a tener un progreso en diversos ámbitos si es que se establecía una ética regulada por las normas lingüísticas por las cuales nos regimos. Hay algo en el lenguaje que también está en nuestro pensamiento. Esas reglas implícitas ayudarían a establecer mejores vínculos comunitarios con los demás. Lo principal era el uso del lenguaje como parte primordial de espacios de debate en la sociedad: la existencia de argumentaciones razonadas en cada individuo contribuiría a fortalecer la democracia y a tomar mejores decisiones en conjunto. Hoy en día vivimos en una realidad con argumentos falaces que apelan a los sentimientos, a autoridades erróneas e, incluso, a razones sin cuestionar. El cambio se debe generar desde esa disonancia de ideas que tanto tememos.— Juan Francisco Osores Pinillos. Lima (Perú)

Fuente:

https://elpais.com/elpais/2018/05/11/opinion/1526053872_172715.html

Más Séneca y menos ansiolíticos

Vanidad sin control, obsesión por la seguridad, aceleración tecnológica, … ¿Qué tiene que decir el renovado interés editorial por el estoicismo sobre el mundo en el que vivimos?

Juan Arnau

Cultiva el espíritu porque obstáculos no faltarán. El consejo de Confucio podría haberlo firmado cualquiera de los filósofos estoicos. Una versión moderna de esta máxima se la debemos a Woody Allen: “Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”. Un poeta barcelonés la remató con un verso lapidario sobre el inexorable juicio del tiempo: “Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde”. Esos son, a grandes rasgos, los tres vértices del estoicismo antiguo, que parece resurgir en nuestros días. ¿Se trata de un espejismo? Las sociedades modernas se encuentran dominadas por la rentabilidad tecnocrática del selfie, la autoindulgencia (todo nos lo merecemos, sobre todo si hay desembolso) y el capricho. Se trata de fabricar un ego frágil e injustificadamente vanidoso. Una situación que supuestamente podría remediar una buena dosis de estoicismo. Dado que no podemos controlar lo que nos pasa y vivimos totalmente hacia afuera, atemorizados y estresados, dado que somos más circunstancia que nunca, quizá pueda ayudarnos esta antigua filosofía que inspiró a Marco Aurelio, un hombre que, dada su posición, conoció el estrés mejor que nadie.

No quedan muy lejos algunos ejemplos de estoicismo moderno. Wittgenstein cuenta que de joven experimentó esa sensación de que “nada podía ocurrirle”. Era un modo de decir que, ocurriera lo que le ocurriera (una bala perdida, un cáncer), sabría aprovechar la experiencia. Una actitud que le permitió asumir el puesto de vigía en medio del fuego cruzado durante la primera gran guerra. Algo parecido encontramos en Simone Weil, siempre arriesgándose, ya fuera en la fábrica de la Renault o en los hospitales de Londres, con la humildad como valor supremo, que hace que el ego no apague la llama de lo divino. Curiosamente, la actitud de estos dos grandes filósofos, en los que reviven los viejos ideales grecolatinos, contrasta con algunas obsesiones actuales. Desde el miedo al propio cuerpo, que requiere un examen continuado, hasta la obsesión por la seguridad (to feel safe, to feel at home). Como si un escáner o un refugio pudieran otorgar esa tranquilidad, como si hubiera que encerrarse para sentirse seguro. Mientras un mandatario reciente se preguntaba cuánto dinero necesitaba para sentirse seguro y, al no hallar la cifra, se consagró a amontonar capitales, Wittgenstein se exponía en la trinchera y Weil en la columna de Durruti.

Imaginen a Zuckerberg abrazando esta filosofía; pues bien, eso es lo que hizo el emperador Marco Aurelio

El estoicismo supone, como apuntó Zambrano, la recapitulación fundamental de la filosofía griega. En este sentido fue y es tanto un modo de vida como un modo de estar en el mundo. Zenón de Citio, natural de la colonia griega de Chipre, figura como fundador de la escuela. Tenían algo en común con los cínicos, sobre todo la vida frugal y el desprecio de los bienes mundanos, y reflexionaron sobre el destino y la relación entre naturaleza y espíritu. Hubo un estoicismo medio (platónico, pitagórico y escéptico), pero los que dieron fama a la escuela fueron sus representantes romanos: un emperador, un senador y un esclavo. Todos ellos surgieron, como ahora, al abrigo del Imperio. Aquel imperio era militar, el de hoy es tecnológico. Imaginen ustedes a Zuckerberg abrazando el estoicismo; pues bien, eso es lo que hizo el emperador Marco Aurelio. Séneca nació en la periferia del Imperio, en la colonia bética de Hispania, pero fue una figura fundamental de la política en Roma, senador con Calígula y tutor de Nerón. Epicteto había llegado a la ciudad siendo un esclavo. Cuando fue liberado fundó una escuela, y aunque, siguiendo el ejemplo de Sócrates, no escribió nada, sus discípulos se encargarían de transmitir su legado.

Moralistas y contemplativos, todos ellos defendieron la vida virtuosa, la imperturbabilidad y el desapasionamiento, sentimientos todos ellos muy poco rentables para una sociedad del entretenimiento. El estoicismo conquistó gran parte del mundo político-intelectual romano, pero, a diferencia del 15-M, no cristalizó en “partido”, sino que se decantó en norma de acción y su influencia alcanzaría a grandes filósofos como Plotino o Boecio. No entraremos a describir su refinada lógica, pero merece la pena recordar que la subordinaban a la ética. Al contrario de hoy, al menos en el mundo financiero, donde el algoritmo domina la moral. Destaca en ella su doctrina de los indemostrables, probablemente de origen indio. Concebían el alma como un encerado donde se graban las impresiones. De ellas surgen las certezas (si el alma acepta la impresión) y los interrogantes (si es incapaz de ubicarla). Para los estoicos, el mundo era, como para nosotros, sustancialmente corporal, pero su física no niega lo inmaterial. Concibe la naturaleza como un continuo dinámico, cohesionado por el pneuma, un aliento frío y cálido, compuesto de aire y fuego. Heredaron de Heráclito el fuego como principio activo y primordial, del que han surgido el resto de los elementos y al que regresarán. Como el humor o el llanto, el pneuma no se desplaza, sino que se “propaga”, contagiando alegría o enfermedad.

Hoy no estaría de más poner en práctica algunos de sus principios. El imperativo ético de vivir conforme a la naturaleza, que nuestro planeta agradecería. El ejercicio constante de la virtud, o eudemonía, que permite el desprendimiento. Y, finalmente, lo que Nietzsche llamó el amor fati, la aceptación y querencia del propio destino, remedio eficaz para todo aquello que produce desasosiego. No puede decirse que estos principios proliferen en nuestros días. Si un viejo estoico pudiera asomarse a nuestro tiempo, vería, en las grandes desigualdades propiciadas por la economía financiera, un descuido de sí, un olvido de esa autonomía moral que evita que se desaten emociones como el miedo y la vanidad, que crean la codicia. Emociones contrarias a la razón del mundo que, en nuestro caso, es la razón del planeta.

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https://elpais.com/cultura/2018/04/27/babelia/1524838978_764302.html

Crónica de la ilusión comunista

El historiador británico Gareth Stedman Jones sitúa en una monumental y rigurosa biografía las ideas de Karl Marx más allá del mito y en el contexto en que surgieron

La alienación, la lucha de clases, la plusvalía, el capital. El trabajo como valor, el materialismo histórico, el choque entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción. La dictadura del proletariado, el comunismo. Esta ensalada de conceptos remite, sobre todo, a un pensador, Karl Marx (el otro, siempre en segundo plano, es su amigo Friedrich Engels). Vino al mundo en Tréveris, al sureste de Renania, el 5 de mayo de 1818, y doscientos años después de su nacimiento su descomunal obra sigue sometida al escrutinio. La biografía de Gareth Stedman Jones tiene el enorme valor de quitarle al personaje los lastres que lo han convertido en el gran mito de la revolución para devolver su pensamiento al mundo en el que surgió. Karl Marx. Ilusión y grandeza(Taurus; traducción de Jaime Collyer), más de 800 páginas, transita de su vida privada a la pública, de sus estudios a barullo de la política, bucea en sus referentes, da cuenta de sus desafíos, y muestra las contradicciones y los logros de aquel lejano filósofo y hombre de acción, cuya ideas terminaron por transformar radicalmente el mundo en una dirección que ni siquiera llegó a imaginar.

Prusia, hacia 1835. Es la época en la que Marx estudia en Bonn y Berlín y entra en contacto con las ideas de los jóvenes hegelianos. “La crítica de todos estos pensadores radicales a las limitaciones del cristianismo para transformar el mundo prenden en el joven Marx”, explica Stedman Jones, catedrático de Historia de las Ideas en la Universidad de Londres. “Hay también otros elementos que influyen en un ambiente cargado por el interés en la cuestión social. Ni la revolución de 1830 en Francia, que no conduce a una verdadera república sino a una monarquía que solo facilita mayores derechos a una minoría, ni las reformas en Inglaterra, que no logran ampliar el sufragio a amplias capas de la población, han producido cambios considerables”. Así que los obreros empiezan a organizarse. El joven Marx empieza a escribir en revistas

La familia de Marx era judía, pero su padre se bautizó en la Iglesia evangélica de Prusia en algún momento entre 1816 y 1819. Karl se casó en 1843 con Jenny Westphalen, una joven de una familia aristocrática que luego formó también parte de la Liga de los Comunistas. Tuvieron siete hijos, de los que murieron cuatro siendo niños y solo sobrevivieron tres mujeres, dos de las cuales terminarían más adelante suicidándose. Desde muy pronto vivió con ellos Lenchen, una criada que heredaron de la familia Westphalen, y que tuvo un hijo con Marx. La pobreza fue la gran pesadilla que los acompañó durante largos trechos de su vida. Sin la ayuda económica de Engels, que procedía de una familia de un rico industrial, Marx no hubiera podido consagrarse a su obra.

“Era un pater familias que quería controlarlo todo”, cuenta Stedman Jones. “Una de sus hijas se enamoró de un communard francés, pero Karl y Jenny preferían que se casara con alguien más respetable. Así que no le permitían verlo. La muchacha tuvo que encontrar un trabajo en Brighton para mantener la relación, pero hasta allí llegó la mano de su madre. Y aquello no prosperó. Quisieron siempre mantener la imagen de una familia burguesa respetable. Cuando Lenchen quedó embarazada, los Marx decidieron contar que el responsable era Engels. Y este, en su lecho de muerte y como no podía hablar porque tenía un cáncer de lengua, escribió con tiza en una pizarra: ‘Yo no fui el padre, el padre fue Marx”.

Transformar el Estado prusiano en un Estado racional no termina de funcionar, los periódicos radicales son cerrados, y Marx se traslada a París. Allí va a soldar su amistad con Friedrich Engels durante unos intensos días del verano de 1844. Marx es el editor de una publicación en el exilio, los Anales franco-alemanes, donde llega un texto de Engels que cuestiona la economía política del capitalismo y donde recoge la crítica a la propiedad de Proudhon. Sus ideas le interesan. Van a conectar: es hora, no solo de interpretar el mundo, sino de transformarlo. “Son personas muy distintas en lo que toca a su formación política y teórica. Engels conecta con las inquietudes sociales del socialista utópico Robert Owen y no sabe nada de Hegel, inspiración central de Marx. Pero a ambos les interesa Feuerbach, que ha mostrado las limitaciones del cristianismo y considera que es tarea del movimiento obrero la de restaurar el verdadero humanismo”. Ha llegado la hora de emancipar a la clase obrera. Marx y Engels empiezan a trabajar en el Manifiesto comunista, que el primero completa en enero de 1848.

En febrero estalla la revolución en Francia, y poco después se proyecta por otros lugares de Europa. “No es tanto lo que quiera hacer el proletariado sino lo que le toca hacer como clase, eso es lo que defienden”, observa Stedman Jones. Pero otro pensador, Max Stirner, critica esa lectura: “¿Cómo que es una prioridad de los trabajadores emancipar a la humanidad? Eso suena a cristianismo. Marx se afana en responderle, pero no llega a ser convincente. Es cosa de la lucha de clases, viene a decir, pero es no es más que un anhelo. No una realidad, como pretende su teoría”.

Fracaso y comuna

La revolución fracasa. “Los trabajadores lucharon entonces por el sufragio universal y por tener empleo, aquello no tuvo nada que ver con un alzamiento del proletariado contra la burguesía. Lo que pretendían era ser reconocidos como ciudadanos de la república”, dice Stedman Jones. Marx se traslada entonces a Bruselas, empieza a trabajar en El capital, sigue vinculado a los movimientos obreros. Con el tiempo surge la Primera Internacional, las luchas del proletariado empiezan a canalizarse con los socialdemócratas. Marx se convierte en un mito cuando defiende, en 1870, a la Comuna de París. En 1883 muere en Londres, donde se había instalado definitivamente en 1849.

“Es Engels el que defiende que el capitalismo va a derrumbarse por sus propias contradicciones”, explica Stedman Jones. “Marx no cree que la revolución vaya a ser un acontecimiento. No es la toma de la Bastilla, sino más bien un proceso, una transición que se parece más bien a la que hubo del feudalismo al capitalismo».

¿Y cómo imaginaba el comunismo? “Los que se llamaban comunistas, allá por 1840, eran los que creían en compartir la propiedad. Engels era uno de ellos. Marx, no. Él pensaba, más bien, en un regreso a los orígenes de la sociedad. Cuando entre aquellos lejanos cazadores y recolectores había más recursos que personas, una cierta abundancia, no tenía sentido hablar de propiedad, que es algo que solo surge cuando hay escasez. Todo esto es de Adam Smith. La fantasía de Marx era que la sociedad industrial generaría tantos recursos que ya no haría falta ni propiedad, ni leyes, ni gobiernos, ni Estado”. De ese proyecto, ya luego vino todo lo demás.

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https://elpais.com/cultura/2018/04/04/actualidad/1522865179_665829.html

Michel Onfray, el filósofo superventas que irrita y fascina a Francia

Criticado por populista, mediático y reaccionario, el prolífico autor prepara su libro número cien

Michel Onfray —el filósofo más popular, el más mediático, el más detestado también y el más prolífico en la Francia del siglo XXI— lo deja caer en medio de la conversación, como si fuese lo más natural del mundo. “Este año publicaré mi centésimo libro”, dice.

Han leído bien: cien. Cien libros ya, desde el primero en 1989, en la bibliografía del autor del Tratado de ateología, un autodidacta de 59 años alejado de los cenáculos intelectuales de París pero que continúa la tradición tan francesa del intelectual comprometido con el debate público. Se define como «socialista libertario, pero no liberal», con ideas alejadas de la centralidad política, pero tiene más lectores y seguidores que ningún otro intelectual vivo en Francia. Parece capaz de escribir de todo, y a una velocidad y con un éxito —si no siempre de crítica, sí de público— que muchos de sus colegas envidian.

De Decadencia, el segundo volumen de la aún inconclusa trilogía Breve enciclopedia del mundo, ha vendido más de cien mil ejemplares. Sus cursos en la Universidad Popular de Caen —un centro educativo gratuito fundado hace 16 años para llevar la alta cultura a los franceses de a pie— congregan a auditorios multitudinarios.

La popularidad de Onfray es tan intensa como el rechazo que suscita. El presidente Emmanuel Macron, según le explicó al novelista Philippe Besson, lo incluye en la categoría de autores que no le interesan porque “viven encerrados en viejos esquemas” y “miran el mundo de ayer con los ojos de ayer”. Polemista, grafómano, populista, reaccionario son algunos de los adjetivos que le han dedicado sus críticos.

La historiadora y especialista en psicoanálisis Elisabeth Roudinesco publicó en 2010 un libro, Pero, ¿por qué tanto odio?, dedicado a rebatir el “panfleto trufado de errores y plagado de rumores” que Onfray había dedicado a Freud. En 2016 el filósofo de izquierdas Alain Jugnon publicó Contra Onfray, en el que sostenía que Onfray, con quien hace años simpatizó, ya no era un pensador de izquierdas sino de derechas, y lo definía como “un puritano hedonizante, un revolucionario dandyzante, un banquero anarquizante”, encarnación del filósofo que “decide no saber nada, no leer nada, no escribir nada, no vivir nada: vende libros, interviene en los medios”.

Onfray, que cita como referentes ideológicos e intelectuales a Proudhon, Orwell o Camus, cifra en “una quincena” los libros dedicados a atacarle. “Tengo éxito, y esto es un pecado mayor. Además, no soy parisino. Mi padre era obrero agrícola. Mi madre, mujer de la limpieza. No fui a la Escuela Normal Superior [centro donde se forman las élites académicas de Francia]. No soy catedrático. No pertenezco a ninguna tribu. Me he hecho a partir de los libreros y los lectores”, dice en la cafetería el hotel Normandy, en Deauville.

Este año, el centro de convenciones de este elegante pueblo de la costa de Normandía acoge los cursos de la Universidad Popular de Caen. Es domingo y Onfray acaba de disertar durante una hora —más 45 minutos de turno de preguntas y respuestas— ante un público de mil personas sobre San Pablo y el origen de la civilización judeo-cristiana. Podría parecer un predicador americano, por la magnitud del local y la devoción del público, pero al sentarse en la mesa colocada en el escenario y comenzar a impartir la elección recuerda más a un institutor republicano que a un gurú.

Se ha emocionado cuando, al terminar, un hombre cuya profesión era camionero le ha pedido que le firmase un libro. “Para mí es un título de gloria que me lea un camionero. Claramente prefiero esto a cualquier otra cosa. No sé, lo prefiero a una invitación de Emmanuel Macron”.

Onfray siente una conexión particular con la Francia popular, que considera su Francia. “Vi a mis padres humillados, y no soporto la humillación. Recuerdo que me prometí lavar la ofensa”, explica.

¿Populista? “Un populista, ¿qué es? Es alguien que habla al pueblo, que se preocupa por el pueblo, y cuyos libros los compra el pueblo”, responde.

¿Mediático? “Sí, voy a los medios. Pero, ¿qué filósofo, cuando le invitan, no va los medios? ¿Qué problema hay con verme en televisión? ¿Les gustaría no verme, no oírme, que no hablase? Qué bien estaría si no escribiese mis libros y artículos. Cuando dicen este, me piden que no exista”.

¿Reaccionario? “Yo no me he vuelto reaccionario, sino que he dejado de ser de izquierdas como lo era antes. Cuando veo que la izquierda defiende hoy el alquiler del útero de las mujeres para hacer niños, me digo: ‘Yo no soy de esta izquierda’. Cuando la izquierda dice que no necesitamos aprender a leer, a escribir, a contar y a pensar en la escuela, ya no pertenezco a esta izquierda. Cuando la izquierda consiste en elogiar los méritos de Bernard Tapie como hombre de negocios, ya no soy de esta izquierda”.

Así transcritas, las palabras de Onfray parecen las de un hombre airado y desafiante, pero las pronuncia con calma, y de cerca transmite una bonhomía que podría parecer humildad. Probablemente sea esta una de las causas de su éxito: la capacidad para hacer sentir a su público que le habla de cuestiones profundas y serias pero en un lenguaje claro y comprensible, que le habla no desde un pedestal sino de igual a igual.

“Me gusta que se apoye sobre una cultura y unos conocimientos enciclopédicos, y que sepa ponerlo todo en perspectiva”, dice Francine Danin, una profesora jubilada tras escuchar la conferencia de Onfray en Deauville. “Y es un excelente pedagogo. Sabe ponerse al alcance del auditorio, hacerse entender por todo el mundo”.

Cómo encuentra el tiempo para dictar las conferencias, grabar videoblogs comentando la actualidad y escribir al ritmo que escribe, es un enigma. Una vez calculó que podía escribir 40.000 caracteres diarios. Sólo en 2017 publicó nueve libros, de géneros tan dispares como la literatura de viajes, la crónica política, el ensayo (sobre filósofos y escritores Tocqueville, Thoreau, Houellebecq), un alegato en favor de la descentralización de Francia, o las 600 páginas de prosa filosófica de Decadencia. Sabe que en 2018 publicará su libro número cien, pero todavía ignora cuál será. No es extraño, tratándose de Onfray. “Tengo 6 o 7 preparados este año”, adelanta. “Será uno de estos”.

Fuente:

https://elpais.com/cultura/2018/02/27/actualidad/1519765780_456559.html

Simone de Beauvoir: 10 frases para recordarla

Simone de Beauvoir, nacida un 9 de enero de 1908 en París, hoy se cumplen 110 años de su nacimiento. Pareja del también escritor Jean-Paul Sartre, fue una de las grandes representantes del feminismo francés. Escribió, entre otras obras, «El segundo sexo», «Los mandarines» y «Una muerte muy dulce». Recopilamos algunas de sus mejores frases en el aniversario de su muerte:

Vivir es la voluntad de vivir:

«El hombre no es ni una piedra ni una planta, y no puede justificarse a sí mismo por su mera presencia en el mundo. El hombre es hombre sólo por su negación a permanecer pasivo, por el impulso que lo proyecta desde el presente hacia el futuro y lo dirige hacía cosas con el propósito de dominarlas y darles forma. Para el hombre, existir significa remodelar la existencia. Vivir es la voluntad de vivir».

La muerte, violencia indebida

«No hay muerte natural: nada de lo que sucede al hombre es natural puesto que su sola presencia pone en cuestión al mundo. La muerte es un accidente, y aun si los hombres la conocen y la aceptan, es una violencia indebida».

El hombre y Dios

«La perfección de su ser no deja ningún lugar al hombre porque el hombre no podría trascenderse en Dios si Dios ya está todo entero dado. En tal caso el hombre no es más que un accidente indiferente a la realidad del ser; está en la tierra como un explorador perdido en el desierto; puede ir a la derecha o a la izquierda, puede ir a donde quiera; jamás irá a ningún lugar y la arena cubrirá sus huellas».

El eterno femenino

«No creo en el eterno femenino, una esencia de mujer, algo místico. La mujer no nace, se hace. No hay un eterno femenino desde el origen, son roles. Y eso se aprecia muy bien cuando se estudia la sociología. El papel de los hombres y de las mujeres no está determinado de forma absoluta en todas las civilizaciones, hay grandes cambios».

La dicha del amor

«El secreto de la dicha del amor consiste menos en ser ciego que en cerrar los ojos cuando hace falta».

Amar sin sentir miedo

«En sí, la homosexualidad está tan limitada como la heterosexualidad: lo ideal sería ser capaz de amar a una mujer o a un hombre, a cualquier ser humano, sin sentir miedo, inhibición u obligación».

Feminismo

«Sólo después de que las mujeres empiezan a sentirse en esta tierra como en su casa, se ve aparecer una Rosa Luxemburg, una madame Curie. Ellas demuestran deslumbrantemente que no es la inferioridad de las mujeres lo que ha determinado su insignificancia».

Oprimidos y opresores

«Uno de los beneficios que la opresión ofrece a los opresores es que el más humilde de ellos se siente superior: un pobre blanco del sur de los Estados Unidos tiene el consuelo de decirse que no es un sucio negro. Los blancos más afortunados explotan hábilmente este orgullo. De la misma forma, el más mediocre de los varones se considera frente a las mujeres un semidiós».

El poder y los medios

«No nos engañemos, el poder no tolera más que las informaciones que le son útiles».

La escritura

«Escribir es un oficio que se aprende escribiendo».

Fuente:

http://www.abc.es/cultura/abci-simone-beauvoir-palabras-201604141257_noticia.html