Para ser un profesional eminente se necesita algo más que ser un profesional; para ser un poeta, uno verdaderamente grande, algo más que un poeta a secas; para llegar a ser un buen padre no basta con ser simplemente padre. Sólo adquiere una maestría absoluta en un arte -arte técnico o arte de la vida- quien trasciende en algún grado sus reglas específicas, pues, merced a esta trascendencia, posee la distanciada objetividad que se requiere para dominarlas y también, en su caso, para renovarlas y fertilizarlas con la inspiración de fuentes externas.
Uno podría preguntarse, en consecuencia, si para ser hombre, en un sentido plenario, habría que ser algo más que hombre. En la visión de la filosofía antigua,ser hombre consiste primeramente en ser feliz. Una fuerza («energeia») trabaja para llevar a los entes de la naturaleza a su coronamiento, a la realización de su finalidad íntima («entelechia»). La felicidad es el nombre que recibe esa peculiar excelencia de la forma humana. El hombre feliz es un ejemplar excelente de su especie («aristos»), como un león melenudo, rugiente y majestuoso lo es de la suya.
Epitafios
En el pecho del hombre moderno, sin embargo, se agita una ambición mayor que la felicidad, porque para él por encima incluso de ser feliz está el deseo de ser individual. «No eres ambicioso y te conformas tan sólo con ser feliz», le dice Crispín a Leandro en «Los intereses creados» de Benavente, porque el buen Leandro se ha enamorado de Silvia y se declara dispuesto a renunciar a la dote del padre a trueque de llevar a su hija al altar. La individualidad añade una novedad sobre la antigua felicidad del mundo y ensancha sus límites. Los epitafios de los más grandes generales romanos elogiaban sus grandiosos logros en vida con estas insuperables palabras: «Amplió los confines del imperio». Una individualidad que verdaderamente lo sea representa una victoriosa ampliación de los confines de la vida humana hasta entonces conocidos.
Pero he aquí que el individuo, esa innovación suntuaria en la evolución de la vida, está condenado a la aniquilación, como el resto de los seres vivientes menos evolucionados. Y al tomar conciencia de la muerte, en el roce cotidiano con una experiencia que se lo anticipa y confirma sin cesar, parece natural que ese individuo empiece a interrogarse por alguna vía de perduración humana.
Una de esas vías la constituye la esperanza en una supervivencia individual tras la muerte más allá de este mundo: esta cuestión fue el tema de otro libro («Necesario pero imposible», Taurus). Queda sin estudiar la otra vía: el deseo de perdurar dentro de este mundo, ese que atenazaba al doctor Zhivago en medio de sus quehaceres profesionales y le llevó a anotar un día en su diario: «Cómo me gustaría, a la par que el trabajo, la fatiga de cultivar la tierra o la práctica de la medicina, llevar a cabo algo que perdurase, algo capital, escribir alguna obra científica o algo artístico». Dado que el hado no distingue entre diferentes clases de vivientes y condena al hombre al mismo destino fatal que a la planta o al insecto, la perduración no será en este caso la del yo individual, al que sólo le espera la tierra por encima, sino la de un objeto que lleve el sello de ese yo y que, debido a su perfección, trascienda la condena de muerte que pende sobre su autor, justamente ese «llevar a cabo algo capital» o bien ese «escribir una obra» registrados en el diario de Zhivago.
Amor y amistad
A diferencia de los dioses griegos, que no son eternos pero sí inmortales, los hombres somos mortales y la mortalidad nos es esencial porque define la clase de ser que característicamente somos. El vivir humano es siempre un vivir en peligro, bajo la amenaza de extinción, y de la conciencia de este peligro brotan los bienes que nos son propios: el amor, la amistad, el arte, la sociabilidad, la compasión, la solidaridad, los derechos, la ciencia, la filosofía o la esperanza religiosa. Prescindamos ahora de la hipótesis de un mundo distinto, poblado de hombres parecidos a dioses inmortales del Olimpo, y consideremos por un momento otra más modesta, la de un mundo sólo mejor. Un mundo donde la humanidad disfrutara de una mortalidad como la nuestra, si bien mejorada.
En este otro mundo no distinto, sólo mejorado, los hombres seguirían siendo mortales y podrían morir, sí, pero de hecho no morirían o sólo lo harían por voluntad propia. Que uno pueda morir no exige que haya de morir por fuerza y siempre, de igual forma que, un ejemplo entre mil, el derecho a divorciarse, que asiste al casado y presta a todas las uniones sentimentales un carácter provisional, no impide que algunas parejas renuncien a ejercitarlo y prolonguen la provisionalidad de su relación por tiempo indefinido.
Pero incluso si hubiera que rebajar aún más la pretensión inicial, seguiría representando una mejora significativa de nuestra actual mortalidad aquella en la que, aunque mujeres y hombres sin excepción, como ocurre ahora, hubieran de morir por funesto decreto del hado, lo hicieran en un trance suave y pacífico parecido a ese blando abandonarse al dulce sueño, serena la conciencia por la comprensión del normal acabamiento de un ciclo vital en su persona y respetado el decoro que su cuerpo merece, en lugar de obligarlos a afrontar la conocida sucesión de decadencia, desesperación, espantosa agonía, corrupción y pudrimiento que componen hoy, en la mayoría de los casos, el espectáculo de la muerte, espectáculo odioso, innecesario y humillante, que hubiera sido muy fácil humanizar con sólo una pizca más de imaginación.
¿Qué esperabas?
De manera que, mientras no cambien las cosas -y sobre este punto no soy portador de buenas noticias-, hemos de esperar todos la muerte y una muerte, por añadidura, poco amable, inhumana. Conviene no olvidarlo para evitarnos la sorpresa de Stoner, el protagonista de la novela de John Williams, quien, agonizante de cáncer terminal, aún le queda un poco de tiempo antes de morir para repasar los recuerdos de su vida, de una grisura sin contrastes, y casi como un reproche por su difuso exceso de expectativas frustradas, preguntarse tres veces, desengañado, casi furioso contra sí mismo: «¿Qué esperabas? ¿Qué esperabas? ¿Qué esperabas?». No hay mucho que esperar, bueno es recordarlo, no pidamos a la vida lo que ésta no puede darnos, porque la muerte nos sobreviene como ese diluvio universal que anega cuanto vive, arrasándolo todo a su paso.
Ahora bien, precisa el relato bíblico, hubo un hombre, llamado Noé, que en previsión del diluvio construyó prudentemente un arca destinada a rescatar algunos bienes de la destrucción inminente. Y este cuento sirve para centrar la cuestión que ahora interesa, que no es la de qué subiría uno a bordo de la nave si le fuera dado elegir a su capricho, sino, otra vez con más modestia, la de lo que el mundo «de facto» le permite subir para asegurar a lo embarcado algún modo de perduración no sujeta a plazo.
Destino final
La conciencia de la muerte, el saber contestar cabalmente a la pregunta formulada por Stoner acerca de qué esperar en este mundo, no apaga el deseo de perdurar y seguir siendo, sino que, al contrario, lo aviva aún más, porque se hace manifiesta la desproporción entre la dignidad de origen de esa individualidad magnífica y la indigna sordidez de su destino final. Ya sabemos que nosotros, los hombres, no estamos autorizados a subirnos a nosotros mismos a la nave salvadora y que la subjetividad nuestra, bajo el signo de la caducidad, será barrida por una ola imparable de destrucción. La carga admitida a bordo ha de ser, por tanto, una objetividad que trasciende al sujeto y que al mismo tiempo lleve su marca.
Ésa es precisamente la definición de monumento. Hay vidas humanas que merecerían durar más allá del breve tiempo que les es concedido y que se esfuerzan por elevar, con los materiales de este mundo, una obra pública y patente que, gracias a su consistencia, burle ese mezquino plazo. Uno querría darle a su vida una perduración semejante a la de las pirámides egipcias, que siguen conmemorando el nombre del faraón en cuyo honor se levantaron siglos, milenios después de su muerte. Una pirámide, en su sobria perfección, simboliza la perpetua primavera de una realidad constante, emancipada de los vaivenes de una mudable actualidad. La actualidad reclama nuestra excitada atención unos pocos instantes, mientras que la realidad es aquello que se mantiene actual mucho, mucho tiempo, porque atañe a los aspectos permanentes de lo humano. La experiencia enseña que cualquier empresa que uno intente en este mundo, cuando verdaderamente vale la pena, cuesta mucho trabajo y cansa. Vivir es el arte de elegir la forma de nuestro cansancio futuro. Unos se consumirán en los afanes de una actualidad transeúnte, espuma de los días, mientras que otros preferirán comprometerse a largo plazo con la realidad durable y poner su cansancio al servicio de una pirámide en construcción.
No es monumento todo lo que dura. También duran mucho una piedra o un esqueleto y no por ello hay que atribuirles un carácter monumental. Lo decisivo no es tanto si el objeto perdura como si es digno de perdurar, si merece esa permanencia en la estimación de los hombres, aunque en ocasiones, por algún accidente, quizá pueda no producirse. Y lo que en este mundo verdaderamente merece perdurar es la perfección, lo juzgado mejor en cada género y más perfecto. La vida y la obra bien hechas.
La ejemplaridad
Desde esta perspectiva, las dos modalidades fundamentales de monumento que nos es dado levantar aquí, sobre nuestro suelo, son la peculiar perfección moral -la ejemplaridad- que puede uno prestar a su propia vida y la invención original de una perfecta obra de arte.
Por un lado, la imagen de la vida, entregada a título póstumo a la posteridad. Cuando uno muere, quienes sobreviven guardarán el recuerdo de su imagen, no todos los infinitos pormenores de su biografía, sino los elementos tipificados de la experiencia humana combinados bajo la ley de su individualidad. La ejemplaridad de una persona, gestada lentamente mientras vivía, se ilumina tras la muerte en la imagen que deja actuante en la conciencia de los demás: allí se hace general, definitiva, paradigmática. El destino, que nos hurta maliciosamente los bienes que dan la felicidad, no puede expropiarnos el derecho a vivir nuestra vida con ejemplaridad y, tras nuestra muerte, legar una imagen luminosa digna de perduración en la memoria de la gente. La responsabilidad por la continuada influencia civilizadora del propio ejemplo sobre los otros no se limita a los soleados días de nuestra existencia sino que alcanza a las profundidades de la tumba. Quien desatiende esa llamada a la responsabilidad se parece a las «almas tristes» de esos que, según explica Virgilio a Dante al traspasar las puertas del infierno, vivieron en el mundo «sin vituperio ni alabanza»: el cielo los rechaza por no ser bastante buenos, el infierno tampoco quiere admitirlos, el mundo no guarda recuerdo de ellos, y la misericordia y la justicia los desdeñan. Y concluye Virgilio con aspereza: «No hablemos de ellos más: míralos y pasa».
Después de la muerte
Por otro lado, la obra artística que, debido a la perfección de su forma, permanece vigente y fecunda para gran número de generaciones, después, en ocasiones mucho después, de la muerte de su autor. Como al resto de los seres vivientes, también a los seres humanos nos arrastra la corriente de la vida, que primero nos empuja a la plenitud orgánica de nuestra especie y luego, ganada esa cima, nos desampara en la pendiente inclinada de la vejez, la decadencia y la muerte. Cuanto más avanza en el camino de la vida, más manifiesto resulta para cualquiera que todo pasa, nada permanece… y entonces el artista actúa y, usando el poder hechicero de su arte, detiene el instante representándolo en un objeto -lienzo, partitura, piedra, papel- cuyo soporte material no perece, o lo hace sólo muy despacio. «Vita brevis, ars longa», cabría decir ahora, invirtiendo los términos usuales del adagio latino. El artista fabrica una «copia de seguridad» de un mundo en fuga para levantar valiente testimonio de su belleza, grandeza y desconcertante injusticia horas antes de desvanecerse en la nada. Y así, aunque el cuerpo del artista se corrompa un día, exactamente como el de los demás hombres y mujeres destinados a morir, su alma sobrevive en el cuerpo resucitado de su obra artística, donde disfruta ya en este mundo de la gracia inaudita de una mortalidad prorrogada.
Fama que no muere
No es infrecuente, por último, que las dos modalidades de perduración -la imagen de la vida, la obra artística- se alíen entre sí y que el artista, cautivado por la extraordinaria perfección de vida de una persona, componga una obra igualmente perfecta con el ánimo de levantar un monumento perdurable a su imagen póstuma, como hizo Platón con el griego Sócrates o los cuatro evangelistas con el judío Jesús, visto que ni el griego ni el judío dejaron palabra escrita y lo fiaron todo a la fuerza de su existencia poderosa. Y en nuestra literatura, el caso del caballero don Rodrigo Manrique, fallecido en 1476, cuyo epitafio rezaba: «Aquí yace muerto el hombre / que vivo queda su nombre». Y así fue, en efecto, porque su hijo Jorge, caballero también y además poeta, escribió las «Coplas» que han mantenido vivos en los siglos siguientes, no ya su nombre, sino la entera imagen de su vida, fijada en una secuencia de estrofas tan bellas como exactas. Ahora bien, el hijo erigió el monumento poético de sus coplas porque antes había sido testigo del monumento humano que había edificado su padre en vida -con «ese vivir que es perdurable» (XXXVI, 1)- y que le había hecho acreedor, con independencia de cualquier literatura, a una fama que no envejece.
De entre las cosas nuestras que merecen perdurar, ¿cuáles pondríamos en primer lugar?
Las que son como el fuego, luminoso y cálido. Aquellas cuya perfección posee el don doble de iluminar el entendimiento y de encender el corazón con la llama del gozo y la esperanza, bienes escasísimos que la cultura, en su actual estado, se empeña en negarnos con necia ligereza.
Vulgaridad y tristeza
Queden con nosotros para siempre, como tesoros preciadísimos, aquella imagen póstuma y aquella obra artística que nos ayudan a vivir con nobleza, que nos elevan a un ideal superior de lo humano y que, en fin, nos descubren el camino que conduce a escondidas reservas de inteligencia y alegría aún existentes en este viejo mundo, donde todo desengaño, vulgaridad y tristeza parecen tener su asiento.
La naturaleza regala la tristeza a cualquiera que pasa mientras que la alegría inteligente es un arte raro, más que humano, casi divino. Elogio eterno a quien sepa practicarlo.
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