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Nueva edición de «La Viena de Wittgenstein»

Nueva edición de «La Viena de Wittgenstein», un estudio ya clásico en una magnífica edición revisada y prologada por la profesora de la Universidad de Extremadura, Carla Carmona, y con introducción del catedrático de Filosofía y experto en la figura del pensador vienés, Isidoro Reguera.

http://www.athenaica.com/index.php/atn/catalog/book/96

Sinopsis

Este libro es uno de los estudios clásicos sobre aquella «ciudad de genios» de hace un siglo, a la que han convertido en un espléndido paradigma de investigación: la llamada «Viena fin-de-siglo» o «Viena 1900» como marchamo de la decadencia de toda una cultura y forma de vida y del resurgir genial de otras. Ha originado un acervo impresionante de bibliografía de altura digna de esa Viena ya eterna donde la clara conciencia de la extinción inmediata del imperio austro-húngaro y su mundo hizo más evidente que en ninguna parte la famosa «crisis» cuya conciencia había comenzado a reventar con Nietzsche; su paisaje fantasmal: un mar que se vacía, un horizonte que se borra, un sol que gira alocadamente en torno a sí; ser, verdad y bien desvanecidos, desquiciados. Ciudad de gentes hipersensibles también a los signos de los tiempos desde todos los campos de la ciencia, la cultura y el arte, que pusieron sobre nuevas vías una renovada autoconciencia cultural de Europa: crearon la impronta, marca, estilo de lo que hoy somos o al menos de lo que hasta ayer mismo éramos. Junto con Sigmund Freud máximo ejemplo en aquellas cimas: Ludwig Wittgenstein.

Allan Janik
Autor

Allan Janik nació en Chicopee, Massachusetts. Estudió en el St. Anselm College, la Universidad de Villanova y la Universidad Brandeis, donde trabajó con Stephen Toulmin. Enseñó Filosofía e Historia de las Ideas en la Universidad de Innsbruck y la Universidad de Viena hasta 2006. Fue investigador sénior en el Instituto de investigación Brenner-Achiv de la Universidad de Innsbruck. Entre otras obras suyas destacan Wittgenstein’s Vienna Revisited, Assembling Reminders: Essays on the Genesis of Wittgenstein’s Concept of Philosophy y Towards a New Philosophy for the European Union.

Stephen Toulmin
Autor

Stephen Toulmin nació en Londres y estudió Física y Filosofía en la Universidad de Cambridge, donde asistió a las clases de Wittgenstein. Enseñó Filosofía e Historia de las Ideas en las universidades de Oxford y Brandeis, así como en un amplio abanico de universidades americanas, como la de Chicago, la del Noroeste o la del Sur de California. Cabe destacar entre sus obras Human Understanding, Knowing and Acting y sus numerosos estudios sobre la Filosofía e Historia de la Ciencia y el problema de la racionalidad. Murió en 2010.

Carla Carmona
Volume editor

Profesora de la Universidad de Extremadura, es especialista en la obra de Wittgenstein y en el universo cultural de la Viena finisecular.

Isidoro Reguera
Prologuista

Catedrático de Filosofía de la Universidad de Extremadura, fue uno de los primeros introductores de Wittgenstein en España. Ha escrito, hablado y traducido mucho de y sobre Wittgenstein.

¿Por qué los filósofos no tienen hijos?

Pensar y reflexionar  no deja tiempo

hijos

Platón, Hobbes, Locke, Hume, Descartes, Kant, Nietzsche, Sartre… Este pequeño listado, que podría pasar por el temario de una asignatura de Filosofía, tiene mucho en común que va más allá de sus particulares teorías y aptitudes. Estos ocho filósofos son una pequeña muestra de un fenómeno llamativo: ninguno tuvo hijos. Como tampoco los tuvieron Adam Smith, Voltaire, Spinoza o Schopenhauer. Según el filósofo Pierre Riffard (Toulouse, 1943), el 70 % de sus compañeros estaban solteros y sin descendencia cuando publicaron su obra cumbre.

Algunos lectores avezados podrán pensar que quizás estas publicaciones tuvieron lugar cuando los pensadores en cuestión eran aún jóvenes y de ahí su soltería. Pero no, la filosofía no ha dado niños prodigio. La edad media eran los 42 años, según el retrato que realiza Riffard en su libro Vida íntima de los filósofos, tras comprobar las fechas de publicación de sus mejores obras de 21 de ellos.

Decía Nietzsche que un filósofo casado era una figura ridícula. Aunque, según apunta Amelia Valcárcel, catedrática de Filosofía Moral y Política de la UNED y miembro del Consejo de Estado, “Nietzsche intentó casarse por todos los medios con Lua Andreas [escritora rusa y colaboradora de Freud] y ella le dijo que no”.

Luis Arenas, madrileño de 48 años, es director del departamento de Filosofía de la Universidad de Zaragoza. Su decisión de no tener descendencia es meditada. Arguye varias razones. “Quizá la primera y principal es la pérdida de autonomía que implican”, explica. “Por otro lado, hay razones morales: tener un hijo es una extraordinaria responsabilidad moral. Queda en tu mano el destino de un nuevo ser de cuyos éxitos o fracasos vitales, cuyos traumas o potencialidades serás en buena parte responsable”, continúa. Y sigue argumentando razones ecológicas y demográficas mientras aboga por la adopción para “hacerse responsable de los que ya están”.

Valcárcel busca razones para esta querencia a no tener familia: “La filosofía, durante más de mil años, estuvo directamente vinculada a la Iglesia, así que toda esa gente era soltera por oficio”. Aunque la catedrática de Filosofía reconoce que existen varios casos de grandes filósofos que pueden enmarcarse en este ejemplo, no lo considera significativo: “Tenemos varios solteros insignes, lo que no quiere decir que la mayor parte de los filósofos, quizás menos insignes o no, hayan estado casados”.

Para Irene Lozano, escritora, exdiputada de UPyD y directora de la escuela de Filosofía Thinking Campus, tampoco hay una respuesta clara aunque sí se atreve a señalar algunas circunstancias a tener en cuenta. La primera la coge del libro de Riffard, en el que se apunta el curioso dato de que el 68 % de los filósofos quedaron huérfanos antes de los cinco años. “Él los analiza como gente que no ha tenido una seguridad emocional de pequeño porque perdió a su padre, o a su madre o a ambos y eso le ha podido dificultar la vida en pareja e incluso provocar un aislamiento que le haya llevado a la filosofía”, explica Lozano

Ese carácter introspectivo que se les presupone a los filósofos y que les podría haber dificultado las relaciones sociales es otra de las circunstancias que se apuntan. “La filosofía necesita tiempo y un margen para desviarse de la vida diaria y los debates de actualidad. Por eso parece que el filósofo o la filósofa tienden al retiro”, apunta Marina Garcés, filósofa y profesora de la Universidad de Zaragoza. Algo que se va rompiendo con el paso del tiempo. “La gente se sorprende, por ejemplo, de que una filósofa hoy pueda ser joven y tener un trato normal y accesible, incluso simpático”, explica.

También se apunta a una posible reticencia a la mundanidad que ofrecía la vida doméstica en contraposición a lo elevado de su tarea filosófica. Eso opina el filósofo y profesor de la Universitat de Barcelona Nemrod Carrasco en la sección de filosofía que dirige Lozano en la Cadena SER. “No podemos olvidar que si hay algo que ha podido caracterizar la vida de los filósofos es su terrible misoginia y su escasa predilección por la vida doméstica. De hecho, Nietzsche nos dice que la vida en casa estrecha y oprime la capacidad de pensar como si hubiera una especie de impulso último del filósofo que le llevara a decir no a toda sujeción”, afirma Navarro. Para Garcés, la creencia era que “el filósofo o la filósofa no debería tener intereses propios, así podrían pensar por todos». Y, claro, no hay interés más propio que los hijos”, sentencia.

Pero, ¿qué fue antes, el carácter introspectivo o la aversión a la vida doméstica? Porque también hubo insignes filósofas que no tuvieron descendencia, como Simone de Beauvoir, Hannah Arendt, Simone Weil e Iris Murdoch. Es una pregunta que se hace la propia Lozano, con un hijo, quien afirma haber “aprendido mucha filosofía» con su vástago, y quien no cree que “haya algo intrínseco en el mundo de hoy para que un filósofo quiera tener menos hijos que los demás”.

Garcés, con dos hijos, tampoco se planteó nunca “contraponer sus pasiones: pensar, vivir, amar” aunque ello le costase “tener que estar cuatro años de excedencia en la universidad, sin cobrar, y diez años sin publicar ningún libro, entre el primero y el segundo hijo”. Nada que no pase, a cualquier mujer, en la vida académica.

Como estamos hablando de filósofos hay que tener en cuenta que la contradicción y el replanteamiento son unas constantes. Lo demuestra en su última reflexión el director del departamento de Filosofía de la Universidad de Zaragoza, Luis Arenas, que, recuerden, tenía muy meditado no dejar descendencia: “Asumir la decisión de no ser padre de forma consciente no disipa la duda de si uno no estará cometiendo la gran equivocación de su existencia”.

Fuente:

http://elpais.com/elpais/2017/04/27/icon/1493301741_726476.html

Foto:

Imagen de la ‘Escuela de Atenas’, cuadro de Rafael, con algunos de los filósofos más ilustres de la antigüedad, con Platón y Aristóteles en el centro.

¿Adiós al alma?

Preguntas que carecen de respuesta empírica.

Manuel Fraijó
alma

Solemos identificar el término “alma” con palabras como aliento, soplo, respiración, vida. A veces, el alma también es concebida como una especie de fuego, fuego que se apaga con la muerte. Por lo general, todas las culturas se han familiarizado con el concepto de alma. Se habla del alma de las personas, de los pueblos, de los animales, de los ríos, de las montañas, de las obras de arte. Todo lo que tiene vida tiene alma. Sin embargo, hay excepciones: en el pensamiento chino arcaico se partía de que no todos los individuos tienen alma: se pensaba que el alma era una especie de espíritu, de dios menor, que descendía del cielo, se instalaba en el interior de las personas y, si se sentía “a gusto”, se quedaba para siempre; pero también podía “emigrar”.

Se ha sido, pues, muy generoso con el término “alma” asignándole una amplia gama de significados. Henri Bergson murió clamando por un “suplemento de alma” que detuviese la Segunda Guerra Mundial. Estaba convencido de que, si la humanidad no da una oportunidad al alma, al espíritu, quedará aplastada por el peso de su propio progreso tecnológico. Tener alma significaba para él vivir en profundidad, no pasar de puntillas por la vida. Quien no tiene alma, sentenció Søren Kierkegaard, vive en “el sótano de su propio edificio”.

Es un privilegio de la filosofía y de la teología plantear preguntas que carecen de respuesta empírica. El alma es, sin duda, una de ellas. Su permanente presencia en la historia del pensamiento humano se debe, como sentenció Spinoza, al afán por “durar”. Ante la evidencia de que el cuerpo se descompone y desaparece, apelamos a un principio espiritual, no empírico, que nos garantice la duración eterna, la inmortalidad. Es el gran servicio que desde siempre nos viene prestando el alma. Ya Platón la declaró «inmortal». Solo el cuerpo, al constar de partes, se corrompe; pero el alma, al ser una realidad simple, es inmortal. Además, si las ideas que capta el alma son eternas, también esta lo será.

Salta a la vista que la teoría de Platón presupone la separación entre alma y cuerpo, es dualista. Se suponía incluso que el cuerpo era la cárcel del alma; una convicción que fue llevada al extremo por Aristóteles en un diálogo de juventud, el Protréptico. Cuenta allí Aristóteles que los piratas marinos etruscos torturaban a sus prisioneros atándolos vivos a cadáveres, “rostro con rostro”, hasta que morían. Es, pensaba el Aristóteles joven, la situación del alma: está atada al cuerpo como los prisioneros a los cadáveres.

Es obvio que la antropología actual no acepta esta separación entre alma y cuerpo. Tampoco la antropología bíblica conocía el binomio alma-cuerpo. El ser humano era concebido como una unidad psicosomática. En la actualidad, la posible vida más allá de la muerte no se expresa en forma de inmortalidad del alma. Y ello a pesar de que Karl Rahner reconocía que la separación alma-cuerpo se convirtió en la “clásica descripción teológica de la muerte”, es decir, la muerte acontecía cuando el alma abandonaba su pobre morada terrenal.

En nuestros días continúa siendo de especial trascendencia la impronta que Kant asignó a la inmortalidad del alma. La postuló desde el convencimiento de que los seres humanos, al actuar moralmente, se hacen dignos de una felicidad que este mundo nunca ofrece. Según Adorno, a Kant le movía “el ansia de salvar”; postuló la inmortalidad del alma para no tener que “pensar la desesperación”. Y, en la misma línea, tal vez proyectando su propia ansia de inmortalidad, escribió Unamuno: “El hombre Kant no se resignaba a morir del todo”. En realidad, la afirmación kantiana de Dios y la inmortalidad es indirecta: Kant pone el acento en el sombrío panorama que se seguiría si Dios y la inmortalidad fuesen una quimera. En ese caso, la esperanza en un final benévolo para el peregrinar humano quedaría muy ensombrecida, y las posibilidades de encontrar un sentido último a la vida se verían muy mermadas.

Hasta el siglo XVIII, la inmortalidad del alma no pasó grandes apuros. Pero, por aquellas fechas, haciendo gala de un empirismo insobornable, David Hume vinculó indisolublemente el destino del alma con el del cuerpo. Observó que las peripecias del segundo afectan a la primera. Así, en la infancia, la debilidad del cuerpo y la del alma corren paralelas; de la misma forma, el vigor corporal de la edad adulta corre paralelo con el vigor del alma; y, cuando en la vejez declinan las fuerzas corporales, se debilita también el alma. Hume concluyó: cuando muere el cuerpo, muere también el alma.

La filosofía tradicional acusó el golpe. Veníamos de aceptar, con notable placidez que, tras la aniquilación de nuestro cuerpo, el alma corría mejor suerte y alcanzaba el estatuto de “forma separada” del cuerpo. En ese estado permanecía hasta que la resurrección le permitía volver a tomar las riendas del cuerpo resucitado. Pero hace tiempo que ni la filosofía ni la teología saben qué hacer con el “alma separada”. Xavier Zubiri afirma que “quien sobrevive y es inmortal no es el alma, sino el hombre entero”. Algo que recordó Ignacio Ellacuría en su presentación del libro póstumo de Zubiri, Sobre el hombre. Ellacuría dejó claro que, según Zubiri, “con la muerte acaba todo el hombre o acaba el hombre del todo”. Zubiri abandonó, pues, la hipótesis del “alma separada” y se adhirió a la solución de la “muerte total”. Es también la hipótesis aceptada por grandes exponentes de la teología cristiana más reciente. Moriremos, pues, por completo; y resucitará “la persona entera”. A la pregunta “¿cómo sucederá todo eso?”, la teología remite con humildad al insondable carácter misterioso del tema. Estaríamos, en feliz expresión de Laín Entralgo, ante “un saber de creencia, no de evidencia”.

La pregunta es obligada: ¿qué hacer, entonces, con la palabra “alma”? Reina bastante unanimidad: el alma continuará siendo siempre el término de referencia de todo lo que somos y hacemos: sentir, pensar, querer, recordar, olvidar, crear, amar… Joseph Ratzinger lo expresa teológicamente: “alma es la capacidad de referencia del hombre a la verdad y al amor eterno”.

Toda nueva creencia, antes de ser generalmente aceptada, va conquistando su espacio de forma imperceptible. Podría ser el destino del binomio alma-cuerpo. Es posible que estemos ante una creencia desgastada. Ya se sabe que la variada plasmación de las ayudas filosóficas y teológicas es cambiante y suele tener fecha de caducidad. El tema alma-cuerpo no es una excepción. En todo caso, si el desgaste de los siglos se empeñase en jubilar tan ancestral creencia, habría que agradecerle los inmensos servicios prestados. Siglo tras siglo mantuvo la esperanza de que, a pesar de la evidente desaparición del cuerpo, permanecía lo más importante de nosotros, lo más nuestro, el núcleo de nuestra identidad, nuestra alma. Hay palabras “que tiemblan”, reconocía Antonio Machado. Tal vez el alma sea una de ellas. Pero el poeta le echó un conmovedor cable: “quisiera traerte muerta mi alma vieja”.

Manuel Fraijó es catedrático emérito de la Facultad de Filosofía de la UNED.

Fuente:

http://elpais.com/elpais/2017/03/23/opinion/1490298145_103231.html

Foto: RAQUEL MARIN

Voluntad Omniabarcadora

Salvador Pániker, entre Montaigne y Tagore

Manuel Cruz

Paniker

Suele decirse que hay pintores de un solo cuadro (esto es, que en el fondo siempre terminan pintando el mismo con diferentes variaciones: Frida Kahlo sería un caso exasperado de dicha actitud), novelistas de una sola novela y así sucesivamente. Pero no es menos cierto que quien de verdad merece ser apreciado, sea cual sea el campo en el que haya desarrollado su actividad, es quien a lo largo de su obra intentó ir más allá de la confortable reiteración, de la insistencia banal y boba en el “a mayor abundamiento”.

Salvador Pániker, que falleció el sábado, debe ser incluido en este último grupo. Su trabajo, aunque mantenga elementos de continuidad que se dejan pensar bajo determinadas claves, obsesiones e intereses, como podría ser, por señalar una, la relación entre Oriente y Occidente, corrió el riesgo de la aventura y el experimento, actitud que, por sí sola, ya denota su genuina condición de filósofo. Porque si algo define de veras al filósofo es, por encima de cualquier otro rasgo, la curiosidad y la capacidad de poner en cuestión cuanto le rodea. El adjetivo que le añadamos al término (“académico”, “profesional”, “mundano”, “sistemático” o cualquier otro) en cierto modo es lo de menos, ya que de lo que informa es del tratamiento al que somete aquello que finalmente le ha dado que pensar.

Había en el pensamiento de Pániker una voluntad casi omniabarcadora que, precisamente porque resultaba de imposible cumplimiento, constituía el auténtico motor de su pensamiento. No siempre la nombró de la misma manera, pero no resulta difícil de reconocer en los diversos ropajes con los que la fue vistiendo. En concreto lo retroprogresivo —tal vez el vestido que más veces lució dicha voluntad— intentaba dar cuenta de lo que probablemente constituya uno de los problemas mayores que atraviesa por entero el pensamiento occidental.

Me refiero al de la dificultad para proyectar sentido sobre nuestro propio devenir, asunto que preocupó a Pániker en todos los sentidos, del más general de la historia al más particular de la propia vida. En el caso de la primera, siempre tuvo claro que una de las maneras heredadas de interpretarla, como una flecha que apuntara hacia alguna parte pero cuya trayectoria, en todo caso, nos alejaba crecientemente de las miserias del punto de partida, lejos de arrojar alguna luz sobre nuestro pasado, terminaba por convertirlo en una ficción tan grandiosa como ficticia. Lo pensó incluso en momentos en los que hacerlo constituía una rareza porque el entorno parecía conspirar en su contra (los eufóricos, felices y progresistas años sesenta) y, elegante como siempre, renunció a ponerse la medalla cuando el escepticismo al respecto mutó en lugar común.

Probablemente obró así porque de manera previa, y fiel a una de las tradiciones de pensamiento que le conformaban, había renunciado a proyectar sobre la propia existencia narrativas teleológicas o simplemente orientadas en alguna dirección. Su último libro, Diario del anciano averiado, certifica esto con una lucidez tan deslumbrante como cruel. Pero al lector no le podía venir de nuevas tal deriva: sus Diarios eran la desembocadura inevitable de su Autobiografía. Los libros de Salvador Pániker habían ido adquiriendo una creciente ligereza, como si la clara conciencia de que la vida se le iba (como, por lo demás, se nos va a todos) le permitiera ir soltando lastre, y el compromiso que siempre mantuvo con el pensamiento pudiera resolverse con la idea desnuda, con la intuición en crudo, con el gesto inteligente de quien, sabio, se limita a señalar a sus contemporáneos hacia donde deben mirar.

Fuente:

http://cultura.elpais.com/cultura/2017/04/03/actualidad/1491172051_587556.html

Foto: CARLES RIBAS

El sueño de la posteridad

Javier Gomá habla de un tema que le obsesiona: la posteridad

globos-de-dialogo-Para ser un profesional eminente se necesita algo más que ser un profesional; para ser un poeta, uno verdaderamente grande, algo más que un poeta a secas; para llegar a ser un buen padre no basta con ser simplemente padre. Sólo adquiere una maestría absoluta en un arte -arte técnico o arte de la vida- quien trasciende en algún grado sus reglas específicas, pues, merced a esta trascendencia, posee la distanciada objetividad que se requiere para dominarlas y también, en su caso, para renovarlas y fertilizarlas con la inspiración de fuentes externas.

Uno podría preguntarse, en consecuencia, si para ser hombre, en un sentido plenario, habría que ser algo más que hombre. En la visión de la filosofía antigua,ser hombre consiste primeramente en ser feliz. Una fuerza («energeia») trabaja para llevar a los entes de la naturaleza a su coronamiento, a la realización de su finalidad íntima («entelechia»). La felicidad es el nombre que recibe esa peculiar excelencia de la forma humana. El hombre feliz es un ejemplar excelente de su especie («aristos»), como un león melenudo, rugiente y majestuoso lo es de la suya.

Epitafios

En el pecho del hombre moderno, sin embargo, se agita una ambición mayor que la felicidad, porque para él por encima incluso de ser feliz está el deseo de ser individual. «No eres ambicioso y te conformas tan sólo con ser feliz», le dice Crispín a Leandro en «Los intereses creados» de Benavente, porque el buen Leandro se ha enamorado de Silvia y se declara dispuesto a renunciar a la dote del padre a trueque de llevar a su hija al altar. La individualidad añade una novedad sobre la antigua felicidad del mundo y ensancha sus límites. Los epitafios de los más grandes generales romanos elogiaban sus grandiosos logros en vida con estas insuperables palabras: «Amplió los confines del imperio». Una individualidad que verdaderamente lo sea representa una victoriosa ampliación de los confines de la vida humana hasta entonces conocidos.

Pero he aquí que el individuo, esa innovación suntuaria en la evolución de la vida, está condenado a la aniquilación, como el resto de los seres vivientes menos evolucionados. Y al tomar conciencia de la muerte, en el roce cotidiano con una experiencia que se lo anticipa y confirma sin cesar, parece natural que ese individuo empiece a interrogarse por alguna vía de perduración humana.

Una de esas vías la constituye la esperanza en una supervivencia individual tras la muerte más allá de este mundo: esta cuestión fue el tema de otro libro («Necesario pero imposible», Taurus). Queda sin estudiar la otra vía: el deseo de perdurar dentro de este mundo, ese que atenazaba al doctor Zhivago en medio de sus quehaceres profesionales y le llevó a anotar un día en su diario: «Cómo me gustaría, a la par que el trabajo, la fatiga de cultivar la tierra o la práctica de la medicina, llevar a cabo algo que perdurase, algo capital, escribir alguna obra científica o algo artístico». Dado que el hado no distingue entre diferentes clases de vivientes y condena al hombre al mismo destino fatal que a la planta o al insecto, la perduración no será en este caso la del yo individual, al que sólo le espera la tierra por encima, sino la de un objeto que lleve el sello de ese yo y que, debido a su perfección, trascienda la condena de muerte que pende sobre su autor, justamente ese «llevar a cabo algo capital» o bien ese «escribir una obra» registrados en el diario de Zhivago.

Amor y amistad

A diferencia de los dioses griegos, que no son eternos pero sí inmortales, los hombres somos mortales y la mortalidad nos es esencial porque define la clase de ser que característicamente somos. El vivir humano es siempre un vivir en peligro, bajo la amenaza de extinción, y de la conciencia de este peligro brotan los bienes que nos son propios: el amor, la amistad, el arte, la sociabilidad, la compasión, la solidaridad, los derechos, la ciencia, la filosofía o la esperanza religiosa. Prescindamos ahora de la hipótesis de un mundo distinto, poblado de hombres parecidos a dioses inmortales del Olimpo, y consideremos por un momento otra más modesta, la de un mundo sólo mejor. Un mundo donde la humanidad disfrutara de una mortalidad como la nuestra, si bien mejorada.

En este otro mundo no distinto, sólo mejorado, los hombres seguirían siendo mortales y podrían morir, sí, pero de hecho no morirían o sólo lo harían por voluntad propia. Que uno pueda morir no exige que haya de morir por fuerza y siempre, de igual forma que, un ejemplo entre mil, el derecho a divorciarse, que asiste al casado y presta a todas las uniones sentimentales un carácter provisional, no impide que algunas parejas renuncien a ejercitarlo y prolonguen la provisionalidad de su relación por tiempo indefinido.

Pero incluso si hubiera que rebajar aún más la pretensión inicial, seguiría representando una mejora significativa de nuestra actual mortalidad aquella en la que, aunque mujeres y hombres sin excepción, como ocurre ahora, hubieran de morir por funesto decreto del hado, lo hicieran en un trance suave y pacífico parecido a ese blando abandonarse al dulce sueño, serena la conciencia por la comprensión del normal acabamiento de un ciclo vital en su persona y respetado el decoro que su cuerpo merece, en lugar de obligarlos a afrontar la conocida sucesión de decadencia, desesperación, espantosa agonía, corrupción y pudrimiento que componen hoy, en la mayoría de los casos, el espectáculo de la muerte, espectáculo odioso, innecesario y humillante, que hubiera sido muy fácil humanizar con sólo una pizca más de imaginación.

¿Qué esperabas?

De manera que, mientras no cambien las cosas -y sobre este punto no soy portador de buenas noticias-, hemos de esperar todos la muerte y una muerte, por añadidura, poco amable, inhumana. Conviene no olvidarlo para evitarnos la sorpresa de Stoner, el protagonista de la novela de John Williams, quien, agonizante de cáncer terminal, aún le queda un poco de tiempo antes de morir para repasar los recuerdos de su vida, de una grisura sin contrastes, y casi como un reproche por su difuso exceso de expectativas frustradas, preguntarse tres veces, desengañado, casi furioso contra sí mismo: «¿Qué esperabas? ¿Qué esperabas? ¿Qué esperabas?». No hay mucho que esperar, bueno es recordarlo, no pidamos a la vida lo que ésta no puede darnos, porque la muerte nos sobreviene como ese diluvio universal que anega cuanto vive, arrasándolo todo a su paso.

Ahora bien, precisa el relato bíblico, hubo un hombre, llamado Noé, que en previsión del diluvio construyó prudentemente un arca destinada a rescatar algunos bienes de la destrucción inminente. Y este cuento sirve para centrar la cuestión que ahora interesa, que no es la de qué subiría uno a bordo de la nave si le fuera dado elegir a su capricho, sino, otra vez con más modestia, la de lo que el mundo «de facto» le permite subir para asegurar a lo embarcado algún modo de perduración no sujeta a plazo.

Destino final

La conciencia de la muerte, el saber contestar cabalmente a la pregunta formulada por Stoner acerca de qué esperar en este mundo, no apaga el deseo de perdurar y seguir siendo, sino que, al contrario, lo aviva aún más, porque se hace manifiesta la desproporción entre la dignidad de origen de esa individualidad magnífica y la indigna sordidez de su destino final. Ya sabemos que nosotros, los hombres, no estamos autorizados a subirnos a nosotros mismos a la nave salvadora y que la subjetividad nuestra, bajo el signo de la caducidad, será barrida por una ola imparable de destrucción. La carga admitida a bordo ha de ser, por tanto, una objetividad que trasciende al sujeto y que al mismo tiempo lleve su marca.

Ésa es precisamente la definición de monumento. Hay vidas humanas que merecerían durar más allá del breve tiempo que les es concedido y que se esfuerzan por elevar, con los materiales de este mundo, una obra pública y patente que, gracias a su consistencia, burle ese mezquino plazo. Uno querría darle a su vida una perduración semejante a la de las pirámides egipcias, que siguen conmemorando el nombre del faraón en cuyo honor se levantaron siglos, milenios después de su muerte. Una pirámide, en su sobria perfección, simboliza la perpetua primavera de una realidad constante, emancipada de los vaivenes de una mudable actualidad. La actualidad reclama nuestra excitada atención unos pocos instantes, mientras que la realidad es aquello que se mantiene actual mucho, mucho tiempo, porque atañe a los aspectos permanentes de lo humano. La experiencia enseña que cualquier empresa que uno intente en este mundo, cuando verdaderamente vale la pena, cuesta mucho trabajo y cansa. Vivir es el arte de elegir la forma de nuestro cansancio futuro. Unos se consumirán en los afanes de una actualidad transeúnte, espuma de los días, mientras que otros preferirán comprometerse a largo plazo con la realidad durable y poner su cansancio al servicio de una pirámide en construcción.

No es monumento todo lo que dura. También duran mucho una piedra o un esqueleto y no por ello hay que atribuirles un carácter monumental. Lo decisivo no es tanto si el objeto perdura como si es digno de perdurar, si merece esa permanencia en la estimación de los hombres, aunque en ocasiones, por algún accidente, quizá pueda no producirse. Y lo que en este mundo verdaderamente merece perdurar es la perfección, lo juzgado mejor en cada género y más perfecto. La vida y la obra bien hechas.

La ejemplaridad

Desde esta perspectiva, las dos modalidades fundamentales de monumento que nos es dado levantar aquí, sobre nuestro suelo, son la peculiar perfección moral -la ejemplaridad- que puede uno prestar a su propia vida y la invención original de una perfecta obra de arte.

Por un lado, la imagen de la vida, entregada a título póstumo a la posteridad. Cuando uno muere, quienes sobreviven guardarán el recuerdo de su imagen, no todos los infinitos pormenores de su biografía, sino los elementos tipificados de la experiencia humana combinados bajo la ley de su individualidad. La ejemplaridad de una persona, gestada lentamente mientras vivía, se ilumina tras la muerte en la imagen que deja actuante en la conciencia de los demás: allí se hace general, definitiva, paradigmática. El destino, que nos hurta maliciosamente los bienes que dan la felicidad, no puede expropiarnos el derecho a vivir nuestra vida con ejemplaridad y, tras nuestra muerte, legar una imagen luminosa digna de perduración en la memoria de la gente. La responsabilidad por la continuada influencia civilizadora del propio ejemplo sobre los otros no se limita a los soleados días de nuestra existencia sino que alcanza a las profundidades de la tumba. Quien desatiende esa llamada a la responsabilidad se parece a las «almas tristes» de esos que, según explica Virgilio a Dante al traspasar las puertas del infierno, vivieron en el mundo «sin vituperio ni alabanza»: el cielo los rechaza por no ser bastante buenos, el infierno tampoco quiere admitirlos, el mundo no guarda recuerdo de ellos, y la misericordia y la justicia los desdeñan. Y concluye Virgilio con aspereza: «No hablemos de ellos más: míralos y pasa».

Después de la muerte

Por otro lado, la obra artística que, debido a la perfección de su forma, permanece vigente y fecunda para gran número de generaciones, después, en ocasiones mucho después, de la muerte de su autor. Como al resto de los seres vivientes, también a los seres humanos nos arrastra la corriente de la vida, que primero nos empuja a la plenitud orgánica de nuestra especie y luego, ganada esa cima, nos desampara en la pendiente inclinada de la vejez, la decadencia y la muerte. Cuanto más avanza en el camino de la vida, más manifiesto resulta para cualquiera que todo pasa, nada permanece… y entonces el artista actúa y, usando el poder hechicero de su arte, detiene el instante representándolo en un objeto -lienzo, partitura, piedra, papel- cuyo soporte material no perece, o lo hace sólo muy despacio. «Vita brevis, ars longa», cabría decir ahora, invirtiendo los términos usuales del adagio latino. El artista fabrica una «copia de seguridad» de un mundo en fuga para levantar valiente testimonio de su belleza, grandeza y desconcertante injusticia horas antes de desvanecerse en la nada. Y así, aunque el cuerpo del artista se corrompa un día, exactamente como el de los demás hombres y mujeres destinados a morir, su alma sobrevive en el cuerpo resucitado de su obra artística, donde disfruta ya en este mundo de la gracia inaudita de una mortalidad prorrogada.

Fama que no muere

No es infrecuente, por último, que las dos modalidades de perduración -la imagen de la vida, la obra artística- se alíen entre sí y que el artista, cautivado por la extraordinaria perfección de vida de una persona, componga una obra igualmente perfecta con el ánimo de levantar un monumento perdurable a su imagen póstuma, como hizo Platón con el griego Sócrates o los cuatro evangelistas con el judío Jesús, visto que ni el griego ni el judío dejaron palabra escrita y lo fiaron todo a la fuerza de su existencia poderosa. Y en nuestra literatura, el caso del caballero don Rodrigo Manrique, fallecido en 1476, cuyo epitafio rezaba: «Aquí yace muerto el hombre / que vivo queda su nombre». Y así fue, en efecto, porque su hijo Jorge, caballero también y además poeta, escribió las «Coplas» que han mantenido vivos en los siglos siguientes, no ya su nombre, sino la entera imagen de su vida, fijada en una secuencia de estrofas tan bellas como exactas. Ahora bien, el hijo erigió el monumento poético de sus coplas porque antes había sido testigo del monumento humano que había edificado su padre en vida -con «ese vivir que es perdurable» (XXXVI, 1)- y que le había hecho acreedor, con independencia de cualquier literatura, a una fama que no envejece.

De entre las cosas nuestras que merecen perdurar, ¿cuáles pondríamos en primer lugar?

Las que son como el fuego, luminoso y cálido. Aquellas cuya perfección posee el don doble de iluminar el entendimiento y de encender el corazón con la llama del gozo y la esperanza, bienes escasísimos que la cultura, en su actual estado, se empeña en negarnos con necia ligereza.

Vulgaridad y tristeza

Queden con nosotros para siempre, como tesoros preciadísimos, aquella imagen póstuma y aquella obra artística que nos ayudan a vivir con nobleza, que nos elevan a un ideal superior de lo humano y que, en fin, nos descubren el camino que conduce a escondidas reservas de inteligencia y alegría aún existentes en este viejo mundo, donde todo desengaño, vulgaridad y tristeza parecen tener su asiento.

La naturaleza regala la tristeza a cualquiera que pasa mientras que la alegría inteligente es un arte raro, más que humano, casi divino. Elogio eterno a quien sepa practicarlo.

Fuente:

http://www.abc.es/cultura/cultural/abci-sueno-posteridad-201702260108_noticia.html

Apuntes de viaje 2

Antonio Guerrero

aguerrrero-tres

RECIPROCIDAD

«El mayor mal moral es la ausencia de reciprocidad, al no evitar el mal ajeno no podemos impedir el mal propio»

LLEVO un tiempo preocupado por esa palabra, la que figura en el título este artículo. Por su ausencia me parece la más importante para definir el estado actual de la moral de nuestro occidente contaminado de individualismo sin contenido ni finalidad. Se definía como la «correspondencia mutua» de una persona hacia otra. Algo recíproco era aquello que se daba como intercambio, devolución o compensación, de otra cosa; lo que exponía acertadamente otro concepto: la solidaridad u hospitalidad. Gracias a ella se vertebraban las relaciones interpersonales humanas. Teníamos algo llamado «ética de la reciprocidad». Esta tuvo origen en la antigua Grecia y en la figura de Epicuro. Decía el filósofo que para conseguir la felicidad había que eliminar todos los posibles daños, de donde extrajo que para evitar el mal propio era imprescindible impedir el mal a lo ajeno. La ética de la reciprocidad se hizo estructural desde entonces en la cultura. En la revolución francesa fue elemental para provocar los cambios políticos. Por ello siempre hemos tenido asociado a nuestros conceptos de justicia e igualdad la importancia de «recíproco». Lo justo siempre fue para nosotros aquello que también lo era para el semejante, ya que así llegábamos a un equilibrio moral. No obstante algo ha pasado en nuestro mundo. Ya nos somos recíprocos los unos con los otros. Ahora tenemos algo llamado «reciprocidad negativa» que sería, según la antropología, cuando alguien obtiene un bien de otra persona sin estar dispuesto a una devolución y a través de trampas y engaños. Nuestros valores han cambiado y ya no nos fiamos de los semejantes. Es más, como damos por hecho que nadie va a ser recíproco nosotros nos esforzamos en no serlo tampoco. El problema es que la desconfianza mutua nos hace reservados, esquivos, individualistas y ausentes. La guerra de todos contra todos, y en cualquier momento, ya no nos hace personas libres ni felices. Peor aun, al final de nuestros días pensaremos por qué. ¿Por qué perdimos el tiempo de esa manera? ¿Por qué se fue la vida sin intentar si quiera ser mejor persona porque sí, sin más, porque ser mejor cada día hubiera reforzado nuestra identidad y porque eso nos hubiera introducido en grupos de confianza para sentirnos a salvo. ¿Por qué no lo intentamos? ¿Por qué? ¿Por qué caímos en la enfermedad moral de nuestro tiempo: la ausencia de reciprocidad?

CONFUSIONES

«El capitalismo global nos controla a través de falsas creencias: la dignidad y la identidad»

De forma sucinta hay dos paradigmas del neoliberalismo que deben ser revisados lo antes posible. El barullo dogmático de ambos ha dejado implícito en la praxis social un repertorio de costumbres y usos encaminados hacia la destrucción del individuo. El primero de ellos está basado en la asociación conceptual entre «Trabajo y dignidad». Se han creado una serie de confusiones y cortinas de humo en torno a la idea de «Derecho al trabajo» que muy lejos de garantizarlo lo han convertido en un método de control poblacional. La principal falacia al respecto consiste en hacer creer que la única manera posible de obtener la dignidad es a través de un buen puesto de trabajo; vendiendo así la idea de que es bueno estar integrado en el sistema para disponer de los recursos y la protección del juego capitalista, porque la postura contraria sería la marginación – no ser digno-. Pero eso no puede ser así. La dignidad es la cualidad de hacerse valer como persona respecto a los demás como acto de responsabilidad hacia uno mismo, lo cual está vinculado a la libertad individual. Todo ser humano por el hecho de serlo tiene derecho a su propia autonomía y a ser respectado por ello. O sea todo lo contrario de lo que nos han hecho creer. El trabajo – aunque no todos- nos hace ser seres bastantes indignos porque nos arrebata la libertad. Salvo situaciones de precariedad se ha convertido en una fuente de alienación que nos aleja del respeto que todos nos merecemos. Y bien… el otro paradigma viene de la asociación de ideas como «Trabajo e Identidad». En occidente la identidad se confunde con el estatus social. El perfil social está muy relacionado con la prestación laboral y con las zonas de confort que algunas profesiones proporciona. De ahí que la identidad se disuelva en el estatus. No obstante la identidad es otra cosa: es el conjunto de rasgos de una persona que permiten distinguirla del conjunto, su singularidad. Dicho así es lo autentico de cada uno, lo que no puede tener nada que ver – salvo excepciones- con la profesión (común y repetida). Con ello volvemos a la libertad individual y a la autonomía del individuo, los temas de fondo. A la sazón, el capitalismo global nos confunde tanto que en ningún caso nos hace seres emancipados o independientes. Todo lo contrario nos controla a través de quimeras razonables como una falsa dignidad y una equivocada identidad. 

Fuente:

http://www.elalmeria.es/antonio_guerrero/

http://lamiradazurda.blogspot.com.es/

 

 

Filosofía en la calle

La Máquina de Guerra

Iñaki Urdanibia

guerra« Cuando alguien pregunta para qué sirve la filosofía, la respuesta debe ser agresiva, ya que la pregunta se tiene por irónica y mordaz. La filosofía no sirve ni al Estado, ni a la Iglesia, que tiene otras preocupaciones. No sirve a ningún poder establecido. La filosofía sirve para entristecer. Una filosofía que no entristece o no contraria a nadie no es filosofía. Sirve para detestar la estupidez, hace de la estupidez una cosa vergonzosa. Sólo tiene éste uso: denunciar la bajeza del pensamiento en todas sus formas».  (Gilles Deleuze)

Desde sus orígenes griegos, y baste mirar la etimología, la filosofía se ha mostrado como amor a la sabiduría e igualmente como un aprendizaje para la vida, para una vida buena y feliz. Podría decirse más, ya desde los tiempos de Platón y su maestro Sócrates se da una división a la hora de ejercer tal actividad: el segundo filosofa en la calle conduciendo a sus interlocutores a impasses lógicos, lo que venía a significar una política de resistencia a la flojera de las palabras secuestradas por el uso público y político, lo que hacía que tal diálogo, filosófico, exigiese interlocutores dispuestos a no tragar las ruedas de molino que se les ofrecían por doquier, sino que estuviesen dispuestos a una búsqueda común, en vez de conformarse con la asunción de una doctrina inflexible, y dispuesta para ser repetida una y otra vez, hasta el desgaste de las propias palabras. Si esta es la vía propuesta, y puesta en práctica, por Sócrates y su ironía mayéutica -de ahí que se le conociese como el “tábano de Atenas”- su seguidor, Platón introdujo la filosofía en su Academia, centro de enseñanza en la que se formaba a quienes optaban a dominar la filosofía y a gobernar lapolis.

Más tarde, en la Edad Media- y que se me excuse este repaso a vuelo de pájaro- la filosofía se convirtió en ancilla theologiae y más tarde, con el surgimiento en el siglo XIX de las ciencias sociales, se propone que la filosofía se dedique a facilitar , clarificar y articular los métodos de los trabajos científicos.

Tanto en uno como en el otro caso la filosofía pierde su autonomía o se subordina a una razón supuestamente superior , status que refuerza la permanente tarea-desde su propio nacimiento- por definir los límites de su campo de actividad ( ¿ hay algún saber humano que haya dedicado tantos esfuerzos en definirse a sí mismo?), a la vez que sus ramas se dispersan en la misma medida en que la complejidad del mundo y sus habitantes alcanza cotas más profundas, y el conocimiento de tales origina nuevas disciplinas y saberes . Es precisamente, si damos por buena la concepción de Deleuze, la admisión de un objeto propio lo que conduce a la filosofía a dejar de ser un saber subordinado al tiempo que pierde su complejo de superioridad como saber que engloba todos los demás, al modo de una ciencia de las ciencias.

La especialización a la que aludo ha supuesto que la enseñanza -muy en concreto la de la filosofía- se haya recluido a los recintos académicos; dejando de lado -lo que no cabe duda que es mucho dejar- las limitaciones en aumento de los planes de estudio hasta la propia desaparición en algunos, no pocos, casos.

Entre los dos polos señalados – la calle y los pagos académicos- no se han de buscar tajantes separaciones sino que pueden / deben ser complementarios, ya que el aprendizaje de los conceptos filosóficos ( no se aprende filosofía sino que se aprende a filosofar que decía Kant) puede ayudar indudablemente a la hora de focalizar las preguntas y críticas con respecto a los problemas de este mundo que nos rodea, al tiempo que si la filosofía no sale de las aulas al final queda convertida en una repetición insulsa del panteón de los destacados filósofos que constan en las historias ( el ponerlo en masculino no es un desliz sino una mera constatación de la indebida marginación a que se ha sometido a las mujeres en tales historias ; idea más de una vez recalcada por la profesora Marina Garcés, cuya última obra es la que incita estas líneas); Marina Garcés es consciente , y denuncia, tal estado de cosas, que ella ha padecido en su propia persona cuando tuvo que escuchar, amén de alguna descalificación, como un viejo profesor al leer su tesis de doctorado comentó que ella pensaba como los hombres, o a nivel más general cuando señala con tino cómo , refiriéndose a los filósofos griegos, la dedicación al pensamiento ,interrumpiendo la actividad del mundo, « sólo se la podían permitir los hombres ( machos), libres de las servidumbres del inacabable trabajo doméstico, y los ricos, libres de la necesidad de ganarse la vida trabajando », dominio masculino que ha perdurado a lo largo del tiempo y no precisamente por cuestiones de parné ( * ).

Pues bien, si anteriormente di cuenta de su filosofía inacabada ( http://kaosenlared.net/la-filosofia-y-la-vida/ ) en la que además de presentar a algunos filósofos, exponía su concepción de la filosofía como forma de pensamiento autónomo y crítico y que, respondiendo a su propia definición resta inacabada ya que se destacaba el amor / el deseo que impulsa una actividad ante el saber, más que un saber acabado del que se está en posesión, en la presente ocasión , en su « Fuera de clase. Textos de filosofía de guerrilla» ( Galaxia Gutenberg, 2016) profundiza en su concepción de la filosofía, poniéndola en práctica, y traza mapas de aspectos inexplorados , impensados, no transitados, haciendo que las reflexiones filosóficas desborden las aulas de la academia para salir a la calle para tratar asuntos nada técnicos, sino pegados al día a día; la filosofía como guerrilla, abriendo caminos nuevos, elaborando nuevas cartografías, realizando movimientos / preguntas inesperados, liberando zonas y tomando sucesivas casamatas . De hecho las píldoras, más de ochenta, que se nos entregan fueron publicadas, a lo largo de dos años, en el suplemento dominical del diario catalán Ara; lo cual hace que su lectura esté al alcance de todo dios aun no perteneciendo al colectivo de profesores de, o de filósofos En las rumias presentadas se tratan uno y mil asuntos, y se estrujan para sacarles el jugo que contienen, con vistas a implicar a quienes se acerquen a sus reflexiones, con lo que se parte de la constatación de que la filosofía no es una actividad solitaria sino que exige diálogo, interrelación y que tiene mucho que ver con la vida y no con ideas que se mueven en la nebulosa del hiperhuranós platónico.

Lejos pues de la jerga habitual, las diferentes, y múltiples en su variedad temática, entradas que componen el libro nos muestran una filosofía en acción que nos interpela y que nos hace pensar con la autora, no suponiendo ello que se pida ni resulte una aceptación de lo que ella expone, ni un acuerdo con sus posturas sino que se abren sendas por las que pensar, enfocar las cuestiones lejos de las ideas recibidas y de los lenguajes anquilosados por el uso y el abuso. Se refiere Marina Garcés, en más de una ocasión, a unos de los textos clásicos del taoísmo, Zhuang Zi, y a la búsqueda del olvido de las palabras para que se dé un diálogo virgen, no contaminado -en la medida de lo posible, claro, ya que no es posible hacer tabula rasa empezando de un hipotético cero- , de modo y manera que se dé un ejercicio de repensar, de volver a pensar lejos de las concepciones heredadas, ya que « las ideas no son teorías que sobrevuelan la realidad, sino que son tomas de posición en el mundo. Pensar una idea es hacerla propia y situarse. Por eso siempre hay alguna que determina de manera más fundamental que las otras nuestra forma de ser y de pensar ». No hace falta ni decirlo que la autora no cae en la falaz ilusión de que la filosofía per se sea una postura crítica, al menos si nos atenemos a los posicionamientos de muchos de los integrantes del gremio, sino que es la concepción que de ella se tenga la que conducirá a unas posturas o a otras: algunas, como queda dicho, manteniéndose lejos del mundanal ruido, otras repitiendo el karaoke ambiente, y todavía las que se posicionan en el campo de batalla –como la propia de Garcés- en una postura crítica, de dar paso al penser autrement foucaultiano y en un empeño constante por dañar la estupidez que diría Nietzsche. [ Recuerdo un comentario de Jacques Derrida en el que subrayaba que a pesar del supuesto espíritu crítico atribuido al quehacer filosófico, la filosofía en su enseñanza, estaba en manos de conservadores…No gustó mucho la afirmación a la corporación de Sócrates-funcionarios– que los que hablase Pierre Thuillier-].

Y mientras corres, coge un arma decía Gilles Deleuze. La lectura de Marina Garcés nos suministra un variado y surtido arsenal.

( * ) Me permito, de pasada, indicar algunas obras que resultan de interés en el asunto que señalo, sin ningún afán de orden ni exhaustividad. Obras en la que se subraya la marginación de las mujeres filósofas en las historias de tal quehacer, convirtiéndolas encosa de hombres, y dejando ver además, salvo honrosas excepciones, unas descaradas inclinaciones misóginas :

+ AAVV. « Filosofía y género. Identidades femeninas» ( Pamiela, 1992 )

+ Alicia H. Pueyo ( coord..) «La Filosofía contemporánea desde una perspectiva no androcéntrica» . Secretaría del Estado de Educación, 1993)

+ AAVV. «Cabellos largas e ideas cortas » ( Akal, 1993)

+ AAVV . «L´exercice du savoir et la différence des sexes» ( L´Harmattan, 1995)

+ Giulio de Martino y Marina Bruzzese, «Las filósofas» ( Cátedra, 1996
+ Rada Ivekovic, «Le sexe de la philosophie. Essai sur Jean-François Lyotard et le féminin » ( L´Harmattan, 1997)

+ Rosa Mª Rodríguez Magda ( ed.), «Mujeres en la historia del pensamiento» ( Anthropos, 1997)

+ Françoise Collin / Evelyne Pisier / Eleni Varikas. «Les femmes de Platon à Derrida. Anthologie critique» ( Plon, 2000)

Fuente: http://kaosenlared.net/filosofia-en-la-calle/

Foto: timetoast.

El arte de vivir y el arte de morir

Javier Gomá reflexiona en ‘La imagen de tu vida’ sobre la posteridad, la ejemplaridad y la figura del padre

Borja Hermoso

javier gomaAsí a priori, en la dictadura viscosa e hiperconectada del corto plazo que rige hoy las cosas no parecen ni la posteridad ni lo perdurable conceptos ganadores. Es cierto: los adalides de lo primero tienen a su favor la falta de tiempo, o peor, el hecho irrebatible de que este se ha ido diluyendo hasta que –como contaba un día en su casita de Cambridge el sabio profesor George Steiner- “los jóvenes ya no tienen tiempo de tener tiempo: una tragedia”. Pero los militantes de lo segundo, entre los que está Javier Gomá (Bilbao, 1965), porfían en el intento.

La palabra mágica es “quedar”. Que algo quede, y si es posible bueno, frente a la fatalidad de la nada o, peor, de un algo indecente. Viene a ser una cuestión de orden moral: tender a… tratar de… esforzarse por… No está garantizado el éxito, pero sí –considera el autor de La imagen de tu vida– la satisfacción personal e intransferible de esos últimos días, esas últimas horas, delante de los tuyos, quien los tenga, que esa es otra.

Este librito (en la forma) de complejas confrontaciones (en el fondo) editado por Galaxia Gutenberg consta de cuatro partes. La primera de ellas, Humana perduración, fue escrita ex profeso para la ocasión. La segunda parte, La imagen de tu vida, tiene su germen en una conferencia pronunciada por Gomá en Módena (Italia) en 2014. La tercera, Cervantes. La imagen de su vida, habla del autor del Quijote como el compendio moral –idealismo, cortesía y humor- que para sí quisiera el propio autor. Fue publicada dentro del catálogo de la exposición Cervantes: de la vida al mito organizada el año pasado por la Biblioteca Nacional. Por último, el monólogo Inconsolable, escrito por Gomá tras la muerte de su padre, fue publicado íntegramente por el diario El Mundo en el verano de 2016 y llegará al escenario del teatro María Guerrero el próximo 28 de junio.

Militancia de lo perdurable, frente a todo y contra todos, parece decir el ensayista y director de la Fundación Juan March: “Lo importante no es tanto perdurar como hacer algo digno de que perdure, extraer de lo humano aquellos gérmenes que tienen dignidad y que hacen de la muerte una injusticia”.

Un modo de posteridad ejemplar que alude a lo que podría llamarse perspectiva sobrevuela las páginas del volumen. Arte de vivir, arte de morir. “El arte de vivir es sacudirte las tentaciones del escepticismo, el descreimiento, el cinismo, a los que parece que estamos abocados con el paso del tiempo. Y luego está el arte de morir. Es decir, que la última gran contribución que puedas proporcionar a tus hijos sea un arte de morir si es posible matando un poco a la muerte, ahorrándoles angustia, desterrando de sus corazones el exceso de pavor ante la muerte”, explica Javier Gomá.

Sin embargo… ¿no estará cayendo en un narcisismo inconsciente (o no) quien considere que puede o debe legar algo al mundo? Dicho de otro modo: ¿Quién soy yo para pensar en legar nada? En su más celebrada obra, Tetralogía de la ejemplaridad, el ensayista ya tocaba este tema y aludía a una irremediable red de influencias mutuas: “No nos podemos sustraer al hecho de que, nos guste o no, nuestra vida es una propuesta positiva o negativa para tu mujer, para tus hijos, para tus vecinos, para tus amigos, para tus compañeros de trabajo… por eso yo he llegado a argumentar que no existe la vida privada”.

Y detrás de todo, la figura del padre. Y la relación con el hijo. Los silencios. Y esa corrosiva dilución del tiempo. Quien no cuente con él para leer este libro revelador siempre podrá echar un vistazo a esa foto de un Javier Gomá adolescente rodeado por el brazo de su padre. Se hará una idea de por dónde van los tiros. “El padre es el último animal mitológico”, sostiene el autor, “un héroe de existencia poderosa ya antes de que puedas decir ‘papá’, y que no es solo una persona que tú puedes ver sino que es más bien las gafas que te permiten ver el mundo porque él te ha configurado antes de que tú puedas gestionar nada. Así que cuando muere parece que regresas a ese momento original en el que el ser y la nada tiemblan, en el que el héroe que siempre había vencido al dragón, de repente, es derrotado por el dragón. Es volver al caos”.

El hijo del monólogo Inconsolable puede que no sea exactamente el mismo que el autor de esta obra. Pero se le parece demasiado como para obviar ciertas cuestiones. Por ejemplo, las relacionadas con lo que Gomá llama “la literatura maleducada”, esa cuyo fabricante nunca sabemos si pidió permiso al padre o a la madre para ajustar sus cuentas pendientes a título póstumo o para dar rienda suelta a sus masturbaciones creativas, ni si pidió perdón de antemano al público por ejercer de llorica. “Rehúyo la exhibición pornográfica de sentimientos”, anota Javier Gomá, “esa que confía en que los demás sientan compasión por mi gran tragedia y que les obliga a ser testigos de mi terapia y de mis demonios interiores. Cuando se escribe, hay que ir ya llorado”.

Fuente:

http://cultura.elpais.com/cultura/2017/03/01/actualidad/1488403421_382271.html

Foto: ÁLVARO GARCÍA

 

Sobre el silencio

‘El Roto’ y Frédéric Pajak conversan sobre el silencio

Germán R. Páez
silencio

“En una sociedad que nos ensordece continuamente, necesitamos el silencio más que nunca”. El viñetista de EL PAÍS Andrés Rábago, El Roto, y el dibujante y escritor francés Frédéric Pajak debatieron este miércoles en Madrid sobre cómo se aíslan del ruido y de los formatos digitales y la tecnología para trabajar. “Nos movemos siempre en el círculo del papel, que parece que está en trance de desaparición”, ha contado Rábago, que coincide con el ilustrador francés en sus fuentes de inspiración: la pintura, la fotografía, la lectura en papel…que luego vuelcan en este mismo formato en sus creaciones.

Ambos autores buscan el silencio para trazar líneas que se asemejan a “aforismos”, como ha apuntado el escritor Jesús Ruiz Mantilla, moderador del encuentro El dibujo, de la creación a la relflexión, organizado por la asociación Diálogo. Si Pajak vive frente a un convento en París, el español se recluye de cuando en cuando en un pueblo cántabro. «Cuando eliminamos todos los elementos accesorios, aumentamos la riqueza de la realidad inmediata, que es la única realidad que existe. La otra es una realidad hipnótica que nos están suministrando y que nos está convirtiendo en zombis», ha reflexionado Rábago, ganador del Premio Nacional de Ilustración en 2012 por “su visión crítica, poética aguda e inteligente que nos ayuda a reflexionar sobre cómo somos y cómo vivimos”.

“Si alguien de hace 20 años volviese a la sociedad actual y caminase por las calles, se quedaría asustado de qué ausencia de presencia se produce en nuestra sociedad”, ha reflexionado El Roto, que opina que la gente “está adormecida” por las nuevas tecnologías. Pajak, por su parte, ha asegurado que ello se debe en parte a que “la izquierda está dividida, exactamente igual que en 1933”, lo que podría llevar a la victoria de Marine Le Pen en su país e incluso a “una guerra civil”.

De trazo en blanco y negro que invita a la reflexión, las obras de Rábago y Pajak comparten un mismo espiritu. “Hay algo que une nuestros dibujos, y es que son algo atemporal”, ha dicho Pajak, que alaba de la obra de El Roto que “parece algo salido de otra época, que no tiene nada que ver con el cómic”. El francés alumbró en 2015, con La inmensa soledad, lo que muchos consideran un nuevo género: el ensayo gráfico, a medio camino entre el dibujo y la filosofía. “Intento reconciliar dos enemigos aparentemente irreconciliables, como son la literatura y el dibujo”.

En aquella obra,que le dio la fama, el dibujante entretejía las biografías de Cesare Pavese y Friedrich Nietzsche, una constante de su trabajo, donde mezcla las biografías de grandes figuras del pensamiento con la suya propia. En el primer volumen de su Manifiesto Incierto, Pajak narraba la vida de Walter Benjamin, ese “soñador abismado en el paisaje”. Ahora acaba de publicar la quinta entrega de este proyecto, una biografía del pintor holandés Vincent Van Gogh. “Lo que me interesaba era hablar de un fracasado exitoso como Van Gogh. Toda la vida se consideró un fracasado, pero creía en su destino. Tenía la profunda convicción de ser un eslabón perdido en la historia del arte”, ha dicho el escritor e ilustrador, que trabaja desde 2012 en esta serie, por la que recibió el Premio Médicis de Ensayo 2014 y el Premio Suizo de Literatura 2015.

Foto: Kike Para

Fuente: http://cultura.elpais.com/cultura/2017/02/16/actualidad/1487202770_787835.html

Novedades editoriales

                                                      LIBROS DE FILOSOFÍA  

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¿Qué permanece en este mundo donde todo pasa? ¿Qué consigue salvarse de la inflexible ley de caducidad que condena a todo lo viviente, incluido el ser humano, a la extinción y al olvido? Dos son las modalidades de perduración humana a nuestro alcance: la obra artística y la imagen de la vida, cuando una y otra alcanzan la forma de perfección, estética y ética, que les es peculiar.

«La imagen de tu vida». Javier Lomá Lanzón. Galaxia Gutenberg 2017.

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Alain Finkielkraut, con el rigor que le caracteriza, toma una serie de hechos políticos, sociales, filosóficos, mediáticos…, de los últimos años y, apoyándose en otros pensadores como Hannah Arendt, Albert Camus o Milan Kundera, los analiza y reflexiona buscando entender lo que está pasando, comprender el desequilibrio permanente al que nos empuja el presente.

«Lo único exacto». Alain Finkielkraut. Alianza 2017.

4La filosofía es un modo de ver la densidad de la realidad. Platón pensaba que la inteligencia podía ir subiendo desde las cosas más pequeñas hasta el gran mundo de las ideas. De esto trata este libro, de la filosofía de las pequeñas cosas, de una «filosofía zoom» que medita sobre esos acontecimientos pequeños, desde la altura de un sistema. O que construye un sistema a partir de la humildad de lo real.

«Tratado de filosofía zoom». Jose Antonio de Marina. Ariel 2016.