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Polémica abierta: Sobre la defensa de las Humanidades y la opinión de Jesús Zamora Bonilla (II)

Tras la publicación en el diario el País de un artículo de opinión del Decano de la Facultad de Filosofía de la UNED, Jesús Zamora Bonilla, las reacciones no se han hecho esperar por parte del profesorado. Sin embargo, acceder al área de opinión de El País es singularmente difícil, así que hemos decidido dar voz aquí a algunos de los que han querido responder al artículo de Zamora. En los próximos días publicaremos una serie de artículos remitidos a nuestra redacción para intentar abrir un debate. Ni que decir tiene que el propio Jesús Zamora puede replicar en cuanto lo desee.

Hoy, segunda respuesta, a cargo de Ángel Vallejo, profesor de filosofía en Bétera (Valencia)

¿DEFENDER LAS HUMANIDADES? BASTA CON QUE NO LAS ATAQUEN (en respuesta a Jesús Zamora Bonilla)

img_20161016_191728Me detengo con interés en la lectura del artículo «Cómo no defender las humanidades» de Jesús Zamora Bonilla. Y lo hago no sólo por el prestigio del autor y por la afinidad intelectual- y laboral- que tengo con él, sino sobre todo porque que algunas de las ideas que apunta me han ido rondando la cabeza desde hace tiempo. Es conocido que casi siempre buscamos confirmación de los más sabios en nuestras modestas intuiciones, y el artículo de Jesús Zamora parecía ofrecer una buena oportunidad para ello. Las ideas con las que estaba de acuerdo eran más o menos estas: la formación en filosofía o cualquier saber humanístico, no otorga per se la capacidad de pensar críticamente, ni estas disciplinas encarnan en sí mismas el espíritu fundamental de la democracia.

Sin embargo, tal y como el propio Bonilla apunta por boca de Aristóteles, mi estima por lo que yo creo verdad ha resultado estar por encima de sus asertos. He de constatar que sus argumentos, aunque apuntan algunos aspectos interesantes, no me convencen lo más mínimo. En honor a esa verdad que amamos, también hay que decir que quizá Jesús esté guardando alguna verdadera defensa de las humanidades para otro artículo, y sería de justicia esperar a ver cómo se sustancia.

Pero decía que tal y como están expresados ahora, no me convencen en absoluto. En primer lugar porque no está claro qué sea eso de las “humanidades”, y porque está menos claro aún que la Filosofía sea uno de estos saberes «de humanidades», tal y como Jesús los presenta. Siendo como es él, Catedrático de Filosofía de la Ciencia, debiera ser mucho más preciso en estas definiciones para no confundir a un público poco versado -y quizá aún menos interesado- en estos asuntos. Si las Humanidades son como él asegura, saberes que aglutinan la Historia o la Literatura, oponiéndose a las “ciencias”, entonces la Filosofía -así en mayúsculas y en general- no debería estar incluida en el grupo, dado que la lógica y la filosofía de la ciencia plantean, por su formalidad, no pocas diferencias en cuanto al objeto y al método de las disciplinas humanísticas así entendidas. Se convendrá conmigo también, en que sólo para deshacer el entuerto y mantener esa artificiosa oposición, no deberían ser las ramas formales caprichosamente podadas del árbol filosófico.

Si por otro lado las “humanidades” son entendidas como una amplia familia en la que, más orientadas a los fines que a sus objetos de estudio, deben entrar las ciencias formales e incluso empíricas, entonces la distinción no tiene sentido y simplemente cabría apelar a la responsabilidad de los educadores para no seguir empleándola. Como Savater y tantos otros, yo me incluiría dentro de este último grupo: tan humanistas son Newton, Descartes o Russell como Dante, Moro o Cervantes, y los itinerarios intelectuales que pueda haber seguido cada uno de ellos, no excluye que los saberes que cultivaron fuesen todos, como asegurara Terencio, humanamente concernientes.

Hay que darle la razón a Bonilla en algunas cosas: dos años de filosofía en la escuela no hacen automáticamente ciudadanos democráticos y críticos, de la misma manera que doce años de lengua, matemáticas o ciencias naturales no consiguen evitar que el 30% de los estudiantes no sepa leer un texto de dificultad media o resolver una regla de tres, o que el 25% de la población en general deje de creer que el sol gira alrededor de la tierra. Tenemos un problema con la educación y es que ésta no responde a los fines para los que fue diseñada ¿o en realidad sí lo hace?

Para responder a esta pregunta, quiero ser justo y señalar que hay una falacia en la última argumentación: he mezclado intencionadamente al grupo de los estudiantes con el total de la población. Es ésta una precaución que todo buen humanista debiera tener, si es cierto que muestra amor por la verdad: no mezclar churras con merinas. No es justo decir que determinadas disciplinas no han conseguido hacer que la población sea menos consumista o más cultivada, en primer lugar porque no toda la población ha estudiado esas disciplinas, en segundo lugar porque no hay una relación radical de causa y efecto entre los dos hechos -y esto es así, entre otras cosas porque la enseñanza o didáctica de unos saberes no es asimilable a estos mismos saberes- , y en tercer y último lugar, porque hay una desequilibrada relación dialéctica entre lo que se enseña en la escuela y lo que se vive en el resto de la estructura política, social y económica. Esta última realidad conforma, desde la práctica, a un individuo dual que se debate entre el tiempo de obligación y el de ocio.  En nuestras sociedades,  ese tiempo de obligación se orienta en los primeros años de la vida a garantizar una formación que asegure un sustento económico futuro, que pueda a su vez revertirse en un ocio fundamentalmente consumista.

¡Ah, el consumismo! Poco importa que los humanistas advirtamos en clase sobre los males del consumismo si la escuela es vista, con respecto a sus fines últimos, como la etapa que debe superarse para garantizarse un futuro laboral. Poco importa que los saberes que se impartan en ella no sean estrictamente economicistas si al cabo la educación se convierte en criterio de selección para acceder a un mundo regido económicamente. Tampoco importa que esta concepción de la educación sea errónea, porque lo que cuenta es la percepción de su certeza en la mayor parte de la población. Esto, y no otra cosa es lo que ha venido a redundar en la profecía autocumplida de la LOMCE, una Ley que, atendiendo a este bien asentado prejuicio, vincula educación y empleo sin el más mínimo escrúpulo.

En este mismo sentido, es perfectamente comprensible que la malhadada Ley Wert se haya ocupado de cercenar los saberes humanísticos y muy en especial la Filosofía. El actual embajador de España para la OCDE se ocupó de dejar claro de que eran saberes que “distraían” -suponemos- del supuesto objetivo final de la educación: ganar empleabilidad. Muchos no creemos en la maldad intrínseca del ex-Ministro Wert. Simplemente constatamos que su concepto de educación y el nuestro no coinciden: el suyo es pragmático, y en él no caben unas disciplinas que se ocupan de la crítica o los saberes  que fomentan el enriquecimiento no crematístico. Desde su punto de vista es natural pensar así, dado que la esfera del cultivo personal pertenece al ocio, no al negocio.

Nuestro punto de vista, por el contrario, es que la educación, en tanto que emancipatoria y autorrealizativa, precisa de estos saberes. Eso sí, bien impartidos. Quizá aquí radique lo esencial del asunto sobre el que hablaba Jesús Zamora Bonilla y que según mi modesta opinión, no ha sido tratado con acierto.

Que la filosofía -o cualquier otra disciplina humanística- fomente el espíritu crítico quiere decir que pone al servicio del alumnado el método según el cual todo elemento cultural -tómese en el sentido más amplio que se pueda- debe ser cuestionado en su radicalidad y consecuencias, obteniendo así una idea general de cuáles son sus presupuestos, a qué intereses sirven y porqué éstos debieran ser considerados lícitos.

La pregunta es si esto podría conseguirse desde la enseñanza de la filosofía -por ejemplo- en las escuelas. Mi respuesta es que hoy por hoy sería difícil afirmarlo, pero sólo en la medida en que nuestros programas están obsoletos: si en clase hacemos una historiografía en lugar de una filosofía crítica propiamente dicha, es normal obtener resultados distintos a los esperados; no importa tanto lo que decían Platón y Aristóteles sino cómo y por qué lo decían. Así, no debiera ponerse el acento en su antidemocratismo y su clasismo sin explicar las causas por las que estos prejuicios impregnaban su filosofía. También cabría decir que para cada antidemócrata o elitista en la historia de la filosofía, hay una némesis ideológica que sostiene viva y racionalmente lo contrario; pretender que el pueblo de los filósofos es abiertamente hostil a la democracia es una falacia que se comenta por su propio nombre: generalización abusiva.

Lo que sí constata acertadamente Bonilla en su artículo, es que aun estando mal programadas en cuanto a su didáctica en el currículum de secundaria y bachillerato, contamos con un gran vivero de vocaciones filosóficas -entendidas en el sentido weberiano- en nuestras facultades. Y esto es así porque esta disciplina, incluso mal impartida, ofrece vías de solución -o más bien simple clarificación- a los interrogantes que casi todo adolescente se intelectualmente sano se plantea. Quizá sólo por eso mereciera formar parte de una educación equilibrada.

La cuestión sobre los pilares de la democracia es así mismo matizable: mi querido Jesús no ignorará que hay muchos tipos de democracia, o mejor dicho, que hay muchísimos modos de organización democrática, con lo que resulta como mínimo aventurado englobarlas a todas dentro de un único concepto sin correr el riesgo de resultar impreciso.  Por ejemplo, nuestra democracia, entendida como el sistema de elección de gobernantes, es puramente formal. Lo que quiere decir que en rigor, casi ninguno de nuestros elementos organizativos e institucionales es estrictamente democrático. Por no ser, nuestra democracia no es – en contra de lo que aseguran muchos- siquiera representativa. Para ser una verdadera democracia representativa los elegidos deberían ejecutar en el gobierno lo transmitido por los electores, y de no ser así, debieran ser sustituidos por alguien que representase realmente sus intereses. Huelga decir que para que esto funcione la ciudadanía debe poseer un mínimo de cultura política, y que ésta se fomenta desde luego, desde el cultivo de las humanidades entendidas en un sentido amplio.

De nuevo volvemos al problema de cómo podría hacerse esto en un aula. Mi respuesta sería que simplemente  debemos obedecer el mandato crítico del método filosófico, haciendo lo que Foucault denominaría una “ontología del presente”, y dejando de lado gran parte de un currículum decimonónico en su estructura y contenidos. Por ejemplo, en mis clases muestro cómo la nuestra es una democracia no representativa, sino de mercado: los partidos ofrecen y los electores compran. Así, no tienen que esforzarse en pedir, proponer y mucho menos, razonar. Nuestro sistema democrático está diseñado para que los ciudadanos no tengan que pensar, sino sólo escoger entre lo dado. Interpelados, los alumnos suelen preguntarse con inmediatez cómo cambiar las cosas para ser verdaderamente responsables. Por ello, es cierto que no hay relación directa entre las humanidades y nuestra democracia, pero nadie duda de que debiera haberla entre el cultivo de las humanidades y una verdadera democracia representativa.

Creo, en fin, que los filósofos y humanistas no podemos arrogarnos el espíritu crítico y la exclusiva legitimidad democrática, pero también creo que desde nuestras disciplinas podemos hacer ver , mejor que nadie, que se trata de elementos que requieren de un aprendizaje modulado en el interés y la práctica. Hoy día el sistema educativo no responde a esas necesidades y quizá quepa reformarlo. Algunos sólo pedimos que se tenga en cuenta  a los buenos humanistas a la hora de hacerlo.

Ángel Vallejo

Esta entrada fue originalmente publicada en Thinking on the razor´s edge el 7-1-2016

 

La Filosofía y sus Facultades


LA POLÉMICA DE LA FILOSOFÍA
ARTURO LEYTE

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Si “todos los hombres aspiran por naturaleza al saber”, como Aristóteles afirma al principio de su Metafísica, presumo que afortunadamente la Filosofía -extraña ciencia- sobrevivirá a su organización académica. Incluso habría que imaginar si fuera de esa organización no tendría mejor vida, si no tan prolífica (por lo mucho que se publica), sí más libre y acertada. Después de todo, la integración de la filosofía en facultades es bastante reciente, por más que hoy parezca su estado natural. De hecho, muchos de nuestra generación no se formaron en una “facultad de Filosofía” sino en una de “Filosofía y Letras” o incluso de “Filosofía, Psicología y Ciencias de la Educación”.

Fuera de la opaca disposición ministerial, desconozco la razón de tales vinculaciones, en el segundo caso quizá más motivada por la aspiración al poder (de la Pedagogía) que al saber (de la Filosofía). Porque, bien pensado, ¿qué tiene que ver la Filosofía con la Psicología, con la Pedagogía o incluso, si vamos al fondo del asunto, con las Letras? Ya que en su momento se volvió necesidad organizar institucional y administrativamente los saberes, ¿no hubiera gozado nuestra extraña ciencia de mejor fortuna en una facultad de “Filosofía y Ciencias”? Seguro que su destino hubiera sido, además de influyente, más abierto y decisivo. Pero no por la falta de importancia de las llamadas “Letras”, sino por su actual declive, ligado a su aparente improductividad frente a una emergencia industrial indisociable de las ciencias que la alimentaban. Definitivamente, la Física (mecánica, atómica) se volvió modelo teórico y metodológico de las llamadas “ciencias duras”, al parecer las únicas relevantes para el sostén de las sociedades complejas.

De hecho, esos saberes comenzaron a llamarse “ciencias”, y a separarse de la Filosofía, porque esta última dejó de tener propiamente un contenido que la ligara a la realidad empírica. Su único reducto exitoso quedó reducido a su condición formal, de ahí su supervivencia en la lógica, la metodología y el análisis del lenguaje. Comienza así el ocaso de la filosofía refugiada en las humanidades, reconvertidas a su vez, en el marco de la nueva sociedad burguesa, en la mera administración de una tradición (histórica, literaria y artística) en el fondo irrelevante fuera de su papel como entretenimiento dentro de la industria cultural.

Fue una pena, ciertamente, que los estudiantes de las nuevas ciencias y tecnologías se volvieran analfabetos filosóficos, porque eso les hurtó una comprensión más adecuada de sus respectivas investigaciones, cualesquiera que fueran. Recíprocamente, mayor pena fue que los estudiantes de Filosofía se quedaran sin conocer ninguna de esas ciencias; es decir, que se quedaran sin saber nada de nada. Pero tampoco hay que escandalizarse por esta doble “pérdida”, en cierto modo inevitable una vez que las ciencias se volvieron autónomas, sin necesitar ya la reflexión que las aupó a su posición de dominio.

Ninguna decisión administrativa hubiera podido reparar un horizonte que superaba con mucho lo que cualquier plan de estudios hubiera pretendido corregir, incluso bajo sus mejores intenciones: la retirada del saber (ligado a la reflexión) se había hecho inevitable para que pudieran triunfar las ciencias. Pero tampoco nos engañemos respecto a las reivindicadas “bondades” de la Filosofía, pues su señal de identidad más visible, que es el conocimiento “reflexivo”, no hubiera inhibido el camino de la investigación que llevó a desarrollar la bomba atómica ni tampoco frenado la decisión de lanzarla, como tampoco hubiera impedido el establecimiento de regímenes totalitarios.

Definitivamente, el estudio de la Filosofía no nos hace más “buenos” ni tampoco nos “enseña a pensar”, como argumentan de modo mostrenco muchos de sus defensores, a quienes habría que recordarles que difícilmente podría iniciar su estudio alguien que no supiera ya pensar. Ciertamente, la Filosofía no produce esas virtudes, ni su estudio nos hace automáticamente filósofos. Pero entonces, ¿qué nos enseña, si es que nos enseña algo más allá de eso tan difícil de identificar como la reflexión?

Antes de contestar tan decisiva pregunta, puesto que imposible resulta su respuesta, toda vez que quizá ocurra que no nos enseñe nada (la reflexión no es nada, sino la distancia respecto a su objeto de estudio), permítasenos afrontar un asunto más accesible: la vinculación de los estudios de Filosofía a las ciencias habría tenido una ventaja decisiva: que la Filosofía no se enroscara sobre sí misma y sus estudiantes conocieran al menos otros saberes, desde la Física y la Biología a la Lingüística, la Historia o incluso el Arte, y no se volvieran a su vez analfabetos en todo, incluso en Filosofía, pues, ¿cómo se puede estudiar esta última desconociendo los elementos imprescindibles para su puesta en marcha, las lenguas en las que fue escrita y los temas a los que ineludiblemente dedicó su atención? ¿De qué pobreza, en fin, se tiñó la Filosofía cuando se enclaustró en sus “facultades” sin la habilidad (facultad) para entender qué se jugaba de verdad en aquello de lo que ésta habló durante siglos: el espacio, el tiempo, la política, la lengua, la sociedad, la economía, la cosmología?

Pongamos las cosas en su lugar antes de escandalizarnos porque desparezca el título “Facultad de Filosofía”, que no la Filosofía, de una determinada institución como la universidad, algo de lo que ciertamente no me alegro en absoluto, porque sus motivaciones no guardan relación alguna con el fondo del asunto. Pero aunque no podamos alegrarnos, seamos honestos: ¿es ese hoy el verdadero problema de la filosofía o no reside, en cambio, en algo fatal, y mucho más difícil de solucionar por procedimientos administrativos, a saber, que pocos se encuentran dispuestos a “leer” en serio una obra de filosofía porque ni se está dispuesto a invertir sin contrapartida social un larguísimo tiempo en ello ni se está facultado técnicamente para hacerlo? ¿Acaso los estudiantes de Filosofía disponen de los instrumentos imprescindibles para leer esas obras y de los conocimientos para descubrir qué y cómo pensar hoy? ¿Qué propuesta puede proceder de una escolástica vacía que ni siquiera incluye en sus planes de estudio las lenguas en las que se escribió el texto filosófico, aspecto tan decisivo para su interpretación?

Al igual que los estudiantes de Ingeniería, Físicas o Económicas tienen que conocer y dominar las matemáticas correspondientes para construir un puente, reconocer qué pasa en un acelerador de partículas o simplemente hacer la auditoria de una empresa, también los estudiantes de Filosofía, incluso restringidos al mundo de las letras (qué le vamos a hacer, extender la filosofía, al menos en nuestro país, al reino de las ciencias, sería tarea divina), harían muy bien estudiando simultáneamente Filología clásica o moderna, Historia antigua, Historia moderna y contemporánea, Ciencias humanas y sociales, Lógica, pero también, rebelándose así contra el sistema administrativo, estudiando Matemáticas, Geología o cualquier otra ciencia.

Seguramente ahí se encontraría una leve esperanza de salvación, que desde luego tampoco vendrá de la mera reorganización facultativa programada, la cual de seguro no obedece a los argumentos expuestos. Porque la verdadera pregunta que deberían hacerse hoy los profesionales de la filosofía es si, de seguir desconectada de cualquier otro estudio, la filosofía no se perderá definitivamente en esa complacencia narcisista de su propio aislamiento, entendido como una heroicidad, y por ende, en el reconocimiento de sí misma como la “reina de todas las ciencias”, la única que no tiene que rendir cuentas ante nadie. Los que luchamos por la filosofía tampoco deberíamos engañarnos con la falacia de que sin ella el mundo se precipitaría hacia la barbarie, ni con la ilusión de que pueda transformarlo. Quizá deberíamos conformarnos con que su estudio ayudara a interpretarlo, aparentemente resultado menor, pero si cabe de más largo alcance.

Pero que no cunda el pánico: la filosofía sobrevivirá a las condiciones a las que su complejo de inferioridad y, sobre todo, sus defensores la han conducido. Ciertamente el juego ya se juega en otra parte. A ver si adivinamos en cuál.

En todo caso siempre habrá que distinguir entre la “facultad de Filosofía” y las facultades de la filosofía.

Fuente: http://elpais.com/elpais/2016/07/22/opinion/1469205378_170990.html

Foto: Angela Barnés González, estudiante diplomada en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid en 1936, examina una fotografía de su promoción. Samuel Sanchez

Polémica abierta: Sobre la defensa de las Humanidades y la opinión de Jesús Zamora Bonilla

Tras la publicación en el diario el País de un artículo de opinión del Decano de la Facultad de Filosofía de la UNED, Jesús Zamora Bonilla, las reacciones no se han hecho esperar por parte del profesorado. Sin embargo, acceder al área de opinión de El País es singularmente difícil, así que hemos decidido dar voz aquí a algunos de los que han querido responder al artículo de Zamora. En los próximos días publicaremos una serie de artículos remitidos a nuestra redacción para intentar abrir un debate. Ni que decir tiene que el propio Jesús Zamora puede replicar en cuanto lo desee.

Os dejamos, en primer lugar, la opinión de Juan Antonio Negrete Alcudia, profesor de filosofía en Sax y amigo de Jesús.

Enlazamos, asimismo, el artículo de Jesús Zamora Bonilla:

Cómo no defender las humanidades, en respuesta a mi amigo @jzamorabonilla

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Hace unos días, mi buen amigo Jesús Zamora Bonilla, filósofo, escritor y profesor, publicaba en El País un artículo titulado “Cómo no defender las humanidades”, en el que, haciendo gala de su espíritu escéptico (sanamente escéptico), intentaba delatar algunas de las principales falacias que predominarían entre los defensores del valor social y personal de la educación en las humanidades (entre estas disciplinas Jesús incluye, junto a la Historia, la Literatura, etc., también a la Filosofía, cosa que muchos filósofos considerarían discutible, pero que no discutiré aquí). Jesús nos advierte de que su ataque a esas presuntas falacias no significa que él no crea que no haya manera de defender correctamente las humanidades, aunque (como buen escéptico, encargado más de demoler que de ofrecer una construcción) deja eso para otro día. A mí me resulta intrigante cómo podría él, si se pusiera a ello el día de mañana, defender las humanidades, una vez que vemos cuáles piensa que no son maneras de hacerlo. En efecto, resulta que para defender la pertinencia educativa de la Historia o la Filosofía, no vale decir, según Jesús, que son un “pilar” de la democracia, ni que nos hacen más críticos, ni que contribuyen de manera relevante a realizarnos como personas. ¿Para qué son buenas, entonces? Quizás -especulo por lo que dice- las defendería él, en su (para sus amigos, conocida) vena hedonista, como una buena manera más de entretener las horas muertas. No obstante, mi intención no es especular sobre su futuro trabajo en este asunto. La cuestión es que yo me identifico con esas personas que, como Martha Nussbaum (Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades) y varios otros, defienden las “humanidades” de la manera que Jesús (con algunos otros de nuestros filósofos e intelectuales) considera falaz. Sin embargo, yo no veo las falacias que ve Jesús Zamora en ese tipo de defensas de las humanidades. Antes bien, creo que pueden detectarse falacias en su ejercicio de “deconstrucción” (que él me perdone el término, porque sé que Derrida no es uno de sus santos). Por eso me siento obligado a replicar a los argumentos de Jesús y entregarme así a una especie de “deconstrucción de la deconstrucción” (remedando la expresión del teólogo árabe Al-Ghazali). Vayamos a ello:

La primera falacia que denuncia Jesús Zamora es la siguiente: la educación en humanidades sería un pilar de la democracia. Jesús contra-argumenta, en primer lugar, que la inmensa mayoría de los sabios humanistas que en el mundo han sido, eran contrarios a la democracia; además, añade, es muy paradójico que eso que siempre ha constituido un haber de la élite en el poder (“un privilegio de caballeros”) y un elemento de diferenciación social, se convierta ahora en herramienta de emancipación y democracia. Empecemos por esto último: creo que lo que se deduce del hecho histórico aducido por Jesús es más bien justo lo contrario de lo que él deduce: puesto que el conocimiento humanístico (todo conocimiento, en verdad) es y ha demostrado históricamente ser una herramienta esencial del poder, si queremos “empoderar” (como se dice ahora) a todos los ciudadanos, se sigue que tenemos que proveerles (tenemos que proveernos), necesariamente, de tal conocimiento.

Pero –yendo a lo primero- ¿cómo es posible que lo que es una herramienta de empoderamiento, le haya sido negada por los sabios a la mayoría de los seres humanos? Bien: en primer lugar, esto es discutible. La lucha contra la teocracia ha sido históricamente larga y lenta, pero se ha llevado a cabo solo o principalmente gracias a la universalización de la racionalidad, hasta llegar a la teoría del Contrario Social y la idea kantiana de que todo ser humano posee en sí la ley “práctica” (ética y jurídica), fundamento ideológico (aunque sea pese a sus autores) de la democracia actual. La razón por la que Platón (de quien Jesús, con Aristóteles, dice sensatamente ser menos amigo que de la verdad), Kant y tantos otros despotistas ilustrados se opusieron a la democracia, es precisamente porque creían que nunca, o muy difícilmente, la inmensa mayoría de las personas sería capaz de poseer el conocimiento “humanístico” (o el conocimiento, en general) necesario para ejercer el poder, no porque creyesen que el conocimiento no tiene por qué ir ligado a la detentación de la soberanía y el poder.

¿Por qué creían esos grandes hombres que la mayoría de los mortales no era capaz de tal educación? Hoy tenemos elementos para pensar que estaban desencaminados por los prejuicios de su época: Kant creía, por ejemplo, que las mujeres no podían tener carácter moral, Aristóteles creía que algunos humanos nacen esclavos por naturaleza, Platón creía que tenemos almas de diferentes metales… Eran, todas ellas, creencias de tipo fáctico y (hoy estamos casi seguros) completamente erradas. Si Platón y otros sabios estaban equivocados en eso, y toda persona puede alcanzar un grado de conocimientos históricos y filosóficos como para participar del debate público, entonces tenemos que deducir que lo que ellos creían que era posible y necesario solo para algunos, lo es en realidad para todos: en eso consiste la conquista de la democracia. El mismo Platón creía que no hay que dar por supuesto de qué material es el alma de cada uno al nacer, de modo que solo los hechos, en el contexto de una educación lo más igualitaria posible, podrían ayudar a descubrirlo. No puede, pues, excluirse a priori que, en un contexto de educación igualitaria, todos resultásemos tener igual tipo fundamental de almas y ser, por tanto, igualmente dignos de pertenecer a la élite gobernante. En resumen: los sabios pensaban, acertadamente, que el conocimiento humanístico debe estar intrínsecamente ligado al poder, pero creían, erróneamente, que la masa del pueblo es incapaz de ese conocimiento.

En realidad, el (contra-)argumento de Jesús Zamora tiene un carácter extrínseco (se basa en presuntos hechos, pero la política y la educación no tienen por objeto describir el mundo, sino criticarlo y, al fin, cambiarlo, según la famosa tesis de Marx). Y ¿no resulta enigmático qué creerá Jesús Zamora que constituye la competencia necesaria para la democracia, si no lo es el conocimiento de la Historia y el ejercicio crítico de las ideologías? Quienes defendemos las humanidades como elemento cívico esencial, lo hacemos, en efecto, porque (en una vena “republicana” –en el sentido filosófico-político de este término, que se remonta a Rousseau y Kant, y recientemente a Pettit, Rawls, Habermas y varios otros-) creemos que no hay democracia sin ciudadanos competentes en la crítica de las ideologías. Si prescindimos de esto, ¿qué pensamos que hace mejor a una democracia? Dejemos que el propio Jesús nos conteste a este extremo.

Pasemos a otra de las falacias que diagnostica Jesús en la defensa de las humanidades (cambio el orden en que la enumera él, porque creo que esta está estrechamente ligada a la anterior): algunos creemos, en efecto, decíamos, que las humanidades son elementales en la formación de una ciudadanía crítica, y que esa es una razón (más o menos consciente) por la que el sistema de mercado las relega en el currículo sustituyéndolas por una formación en lo más económico y mercantil. Sin embargo, Jesús señala, como contra-argumento, que ni es verdad que en el itinerario educativo se enseñe a ganar dinero (“ni siquiera a gastarlo”), ni que los muchos años de formación fundamentalmente humanística en países como el nuestro, hayan tenido el efecto de aumentar la masa crítica de la ciudadanía. Este argumento escéptico, en la medida en que apela, una vez más, a los hechos, implica muchas variables que lo hacen, como todo hecho sociológico, discutible y sujeto a la interpretación. Una de esas variables es el asunto de hasta qué punto el éxito o no en la formación de ciudadanos críticos es culpa de las humanidades y no, más bien, de un sistema educativo que en ningún momento ha dejado de estar controlado por las élites de una democracia imperfecta y contra el que ha habido que luchar casi heroicamente desde dentro. Con todo, creo que es difícil negar que, por ejemplo en nuestro país, hemos crecido exponencialmente en educación, también en educación cívica. No hay que olvidar que venimos de una dictadura, y que en la mayoría de países de nuestro entorno existe una educación humanística, una bildung, muy superior a la formación del espíritu nacional que reinó en la reserva espiritual de Occidente.

Quienes creemos que se está produciendo una (mayor) mercantilización de la educación, no necesitamos caer en una burda versión de la teoría del complot del malvado capitalismo (ni añoramos cualquier pasado libertinaje de cátedra). La cosa es algo más sutil: el hecho es que, tanto en los contenidos como en las formas, los estudios, desde la educación primaria hasta la universitaria, van siendo regidos cada vez más y en más países (desde EEUU a Japón, pasando por nuestro país y su infausto Wert) por criterios productivistas, lo que no tiene nada de extraño si se piensa que son las instituciones económicas las que, por encima de criterios culturales y políticos, determinan cada vez más qué recurso económico se destina a qué actividades. ¡Claro que las escuelas enseñan, y cada vez más, a ganar dinero, o, más bien, a trabajar para que lo ganen otros!: la inflación de formación técnica (incluso las ciencias se justifican solo por sus réditos productivos “y” armamentísticos), y la deflación de las educaciones artísticas y críticas, tienen como misión (más o menos consciente, y más o menos exitosa) producir productores y consumir consumidores.

Vayamos, por fin, a la otra falacia que cree ver Jesús Zamora en las típicas defensas de las humanidades (dejo aparte la última que menciona él brevemente, y que consistiría en que los intelectuales exigen educación humanística porque viven profesionalmente de ello: como dice el propio autor del artículo que comentamos, esta es una argumentación que se comenta sola…). La otra falacia, decimos, sería esta: la educación humanística –según creemos algunos- es un elemento esencial de la realización o del crecimiento integral de la persona. En contra señala Jesús que quienes nos dedicamos a las humanidades no somos ni menos “imbéciles” ni más felices que quienes apenas tienen un mero barniz de ellas. Es decir, la educación humanística no (pero… ¿alguna otra sí?) nos haría ni más inteligentes ni más felices, aunque sí son una fuente de inocente placer. Este argumento (lleno de una encomiable humildad) entra, a mi juicio, en colisión frontal con el primero que hemos sopesado: si la educación humanística no sirve para realizarnos ¿cómo es que se la han quedado siempre para sí las élites del poder? ¿Acaso eran “imbéciles” y no se dieron cuenta de que siendo rudos analfabetos podrían haber sido igual de sabios y felices con bastante menos esfuerzo mental? ¿Solo obtenían, esas élites cultas, un cierto placer (que no podía, sin embargo, repercutir en la felicidad, según el argumento de Jesús)? En cualquier caso, este argumento denota una concepción muy austera de la “realización” humana… si bien no extrema: podríamos ir un poco más allá y preguntarnos: ¿qué hemos ganado aprendiendo a hablar? ¿Somos algo menos imbéciles y más felices que una muy bien adaptada ameba?

Toda esta cuestión es difícil, porque ya no atañe a lo político y lo público, como las anteriores falacias, sino que se introduce en el terreno de la ética y el de lo que quiera que sea una buena vida. Y ya sabemos que nuestra sociedad liberal es muy reacia a hablar de qué constituye una buena vida: solo entiende de lo que se puede comprar y vender. Podría ser que el asunto de qué constituye una vida realizada, sea algo del todo subjetivo, y entonces no sería utilizable como argumento en defensa de la educación pública en humanidades. Sin embargo, hay algo esencial que señalar en este respecto: sea lo que sea de todo esto de la realización personal, parece evidente que la discusión acerca de ello solo puede hacerse, con competencia, desde una preparación humanística. En efecto, no es una mera casualidad que Jesús (y yo) poseamos una cierta educación humanística: ¿estaríamos manteniendo este debate, sin ella? ¿Puede mantenerse un debate competente acerca de lo que debe ser una buena educación, sin el conocimiento de la Historia, la Literatura “y” la Filosofía, sin la “herramienta” de las humanidades? O, para no doblegarnos siempre al lenguaje instrumental, ¿podemos hablar de una educación allí donde faltan, no ya como medios, sino simplemente como fines, algunas de esas “materias”?

¿No será (planteo como hipótesis hermenéutica un tanto osada) que todo lo que nos quiere enseñar el artículo de nuestro amigo y colega Jesús Zamora es que, en efecto, no es posible siquiera discutir de qué es lo que importa, si se carece de educación humanística? ¿Nos está diciendo Jesús, con su simple acto de escribir acerca de cómo no defender las humanidades, algo como “fijaos en mí: solo porque tengo educación en humanidades puedo hacer una crítica de cómo no educar en ellas”? Esto sería un gran ejercicio de ironía, de reducción al absurdo de la negación del carácter esencial de las humanidades para la crítica; un ejercicio de lo que los teólogos llamaban “vía negativa”: incluso hablar de cómo no defender las humanidades es un ejercicio de su defensa sustantiva… Por eso, seguramente, Jesús no necesitará escribir nunca la segunda parte, su “cómo sí defender las humanidades”.

Esta entrada fue originalmente publicada en el Blog «Dialéctica y analogía«, De Juan Antonio Negrete Alcudia, el día 7 de enero de 2017

¿La humanidad progresa adecuadamente?

Michel Serres: el mundo vive su mejor época desde hace 3.000 años

Borja Hermoso
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¿Es el hombre un lobo para el hombre? Y en caso afirmativo, ¿supone eso una tragedia? Si lo es, ¿por qué la loba amamantó a Rómulo y a Remo y continúa haciéndolo en el estandarte de la Roma eterna? ¿No será que, en algún momento, hemos interpretado mal conceptos como el lobo, la manada, la defensa común y la solidaridad? Son preguntas que Michel Serres (Agen, Francia, 1930) se hace y nos hace. El viejo profesor de Stanford, conferenciante en La Sorbona y miembro de la Academia de Francia, uno de los grandes pensadores europeos vivos y autor de multitud de ensayos sobre la historia de la filosofía y de la ciencia como El hermafrodita, La leyenda de los ángeles, Génesis, Los cinco sentidos o el ciclo de Hermés, lanza ahora no ya nuevas preguntas, sino unas certezas demoledoras como puñetazos en su nuevo libro, Darwin, Bonaparte et le Samaritain, recientemente publicado en Francia por Le Pommier, el pequeño sello editorial en el que publica desde 1999.

Serres carga de manera recurrente contra Thomas Hobbes y su manía del lobo peligroso y de contemplar, así, únicamente el lado negativo de las cosas. “Por lo que yo sé, los lobos conviven en manadas organizadas de forma coherente y racional y practican la solidaridad entre ellos, y las lobas son unas educadoras formidables”, apunta el ensayista francés en conversación telefónica desde su casa de París.

Al mismo tiempo también arremete contra lo que considera un legado abusivo de aquella máxima de Hegel que hablaba de “la labor de lo negativo”. No tiene problema Michel Serres en tirar del gran archivo de la Historia y reconocer que la Humanidad fue en efecto, durante al menos 3.000 años, un baño de sangre permanente y que sí, que hubo mucha materia para “la labor de lo negativo”. Pero lo que le interesa ahora, y en eso coincide con el autor sueco Johan Norberg y su reciente y muy ruidoso libro Progress: Ten Reasons to Look Forward (Progreso: diez razones para mirar hacia adelante), es subrayar lo contrario: el género humano, en contra de lo predicado a los cuatro vientos por “muchos profesionales del desastre” nunca ha vivido una época tan larga y tan intensa de paz. Y muy especialmente la Europa occidental que, a su juicio, “vive un verdadero paraíso , con una paz que dura ya 70 años, ¡70 años, algo nunca visto desde la guerra de Troya!”.

Interpretaciones como esta le han hecho merecedor de fuertes críticas en Francia, un país todavía marcado a hierro por los atentados yihadistas de París y Niza. Sin embargo, el discurso de Michel Serres acerca del terrorismo es tajante, y apoyado en datos fríos y tercos, no solo en intuiciones filosófico-sociológicas: “Si usted busca en Internet ‘causas de mortalidad en el mundo”, argumenta, “le saldrán las cifras oficiales facilitadas por la Organización Mundial de la Salud. No son datos de Michel Serres, sino de la OMS. Bueno, pues verá usted que la causa menos frecuente de muerte en la actualidad es ‘guerras, violencia y terrorismo’. Muere infinitamente más gente a causa el tabaco y de accidentes de coche. Así que hay una gran contradicción entre el estado real de las cosas y la forma en que lo estamos percibiendo, porque vivimos como si estuviéramos inmersos en un estado de violencia perpetua, pero eso no es real en absoluto”.

Es en la tercera parte de Darwin, Bonaparte et le Samaritain donde Michel Serres mete el dedo en incómodas llagas. Acude a un concepto que soliviantará a los que prefieren establecerse en el desastre histórico como fatalidad: lo que él llama “la edad dulce”. Leamos, página 93: “Lo mismo que hubo tres maneras de entredegollarse –militar, religiosa y económica- lo que yo llamo la edad dulce se declina en tres maneras que tratan sobre la vida y el espíritu: médica, pacífica y digital” (la tercera manera, la digital, el autor la equipara a un “renacimiento de la humanidad a pesar de los abusos que con ella se cometen”, y sostiene que sus efectos en un futuro no muy lejano serán parecidos a los de la invención de la escritura y la imprenta).

Serres no solo insiste en recordar la importancia que la fundación de las instituciones europeas tuvo de cara al establecimiento de un régimen de paz posterior a la Segunda Guerra Mundial: también quiere destacar una y otra vez, sin desmayo, el alud de progreso y avances científicos iniciados con la penicilina y que hoy, “con la química, la biología, la farmacia, la higiene y las políticas sanitarias, la seguridad social y la OMS” han permitido constatar el aumento vertiginoso de la esperanza de vida en todo el mundo y las victorias sucesivas en la lucha contra el dolor de los enfermos.

“Deberíamos escribir”, prosigue, “una verdadera historia del dolor. No nos damos cuenta de verdad de hasta qué punto sufrieron nuestros antepasados y no somos conscientes de todos los medicamentos que tenemos y que nos ayudan a vivir mejor y a combatir el dolor mejor. ¡Pero si el rey Luis XIV tenía los mejores médicos a su alrededor y se pasó la vida chillando de dolor porque tenía una fístula anal incurable! Hoy, eso se arregla con una pequeña intervención quirúrgica y tres días de antibióticos”.

Auschwitz, primero e Hiroshima después constituyeron para él las definitivas bisagras entre el horror y la esperanza. “Con la explosión de Hiroshima”, escribe, “triunfa y a la vez se acaba la edad de la muerte”. Al pilón, pues, con los grandes carniceros de la Historia –héroes para muchos- y bienvenida la era de los científicos y de los médicos que salvan vidas: Pasteur, Fleming, Albert Schweitzer. Michel Serres propone fundir las estatuas de Luis XIV, de Napoleón, de Julio César, de Aquiles, del mariscal Foch… y hacer cacerolas con ellas. Sacar a los grandes héroes de Francia del Panteón de Hombres Ilustres y ponerlos ante un tribunal de crímenes contra la humanidad.

Lo que el autor de Noticias del mundo quiere decir es que la humanidad vive en paz y en progreso a pesar de las evidentes, numerosas y sangrantes excepciones y facturas por pagar. Que Uganda, Botswana, Kenia o Etiopía tienen más esperanza y calidad de vida que hace 25 años a pesar de seguir masacradas por las injusticias. Que la investigación ya sabe cómo combatir enfermedades infecciosas que antes parecían fatales, aunque sigue muriendo gente. Que no hay guerras salvajes/globales en el mundo a pesar de la carnicería de Siria o los atentados yihadistas. Que la Edad Media o la Inquisición eran un poco peor que el siglo XXI. Que pese al paisaje funesto, progresamos adecuadamente. ¿Alguien puede rebatir esto? Sí. Algunos profetas del apocalipsis. Un reciente sondeo de Gallup revelaba que el 81% de los simpatizantes de Donald Trump creen que el mundo ha empeorado en los últimos 50 años.

Fuente:

http://cultura.elpais.com/cultura/2016/12/20/actualidad/1482191374_699382.html

Foto: Gerard Julién.

Unamuno, último acto

Unamuno, demasiado Unamuno

Miguel Barrero

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Si son las acciones las que definen a los hombres, aquel día Miguel de Unamuno se mostró ante los demás con todas las de la ley. Corría el 12 de octubre de 1936 y la Universidad de Salamanca celebraba en su paraninfo el solemne acto de apertura del curso. Francisco Franco había excusado su asistencia, pero sí acudía en representación suya su mujer, la ovetense Carmen Polo. También estaban allí, entre otros, el obispo de la diócesis, Enrique Plá y Deniel, el poeta José María Pemán y el general africanista Millán-Astray, quien llegó escoltado por un grupo de legionarios armados con metralletas. Los sublevados del 18 de julio tenían instalado su cuartel general en la ciudad del Tormes, convertida en epicentro de los fascismos ibéricos.Habían convertido el Día de la Raza en una ceremonia de exaltación nacional. El evento universitario era una parte más, acaso la más relevante, del programa diseñado para la ocasión.

La ciudad donde habían impartido sus clases Fray Luis de León o Elio Antonio de Nebrija era un lugar peligroso en aquellas fechas. Escribió Luciano G. Egido un gran libro, Agonizar en Salamanca (Tusquets), que recrea a la perfección el ambiente a la vez hostil y estrafalario que se respiraba por sus calles en aquellos días inciertos. El general Franco tenía instalado su despacho en el palacio episcopal, se preparaba una gran ofensiva sobre Madrid —de donde se apresuraban a salir las autoridades republicanas ante la inminencia de un ataque— y parecía que la guerra se pondría pronto del lado de los rebeldes. En la trastienda comenzaban las represalias contra aquellos que, con más o menos entusiasmo, se habían adherido a la defensa del sistema legalmente establecido y, en consecuencia, veían cómo se les declaraba enemigos acérrimos de la nueva España que estaba por nacer.

Mientras ocurría todo esto, Miguel de Unamuno, rector de la Universidad de Salamanca y uno de los intelectuales totémicos de la Generación del 98, se sumía en el desconcierto. Nunca había sido un hombre que rehuyera los inconvenientes de la duda, pero la situación política del país le estaba poniendo contra las cuerdas. Él, que llegó a izar la bandera de la II República en el Ayuntamiento de Salamanca en el cada vez más lejano abril de 1931, había acabado por desencantarse ante el rumbo de los sucesivos gobiernos y se vio apoyando el alzamiento militar, por entender que abriría una revolución humanista en la que la lógica y la razón acabarían triunfando sobre el cerrilismo cainita. Cuando en la mañana de aquel 12 de octubre de 1936 abandonó su casa y se puso a caminar, calle Compañía arriba, hacia la Universidad, ya estaba seguro de cuánto se había equivocado, aunque aún no se atreviera a confesarlo abiertamente. No era sencillo. Incomprensiblemente, se había identificado demasiado con una causa que no le pertenecía. A diario llegaban desde Madrid las pullas que le lanzaban quienes, creyendo tenerlo a bordo de su barco, le habían sorprendido navegando en compañía de la tripulación contraria, y él mismo iba viendo cómo, lejos de perseverar por la senda de la regeneración, los que se habían levantado en armas aprovechaban las posiciones que iban ganando para tomarse la revancha contra quienes abrazaban la causa opuesta e imponer sus odios y rencores sobre cualquier idea de reconciliación.

Aquella mañana, en el paraninfo, Unamuno no tenía previsto intervenir. Su cometido se limitaba a abrir el acto y distribuir los turnos de palabra, según le correspondía por su condición de rector. Sí hablaron José María Pemán, que pronunció un discurso de corte ultracatólico y fascista, y también el profesor Maldonado, que en la misma línea llegó a tildar de «anti-España» a los vascos, los catalanes y, en general, todos aquellos que se mostraban desafectos a la cruzada cuyo inicio había tenido lugar unos meses antes en Marruecos. El viejo rector había escuchado en silencio mientras tomaba notas en un papel que sacó del bolsillo interior de su chaqueta. Luego se supo que se trataba de una carta que pocos días atrás le había remitido la esposa de Atilano Coco, un íntimo amigo suyo que había sido arrestado tras la sublevación y cuya liberación él mismo había solicitado, sin ningún éxito, ante el gobernador civil. Cuando Maldonado puso fin a su intervención, Unamuno respiró profundamente. El autor de aquel ensayo titulado Del sentimiento trágico de la vida, que tanta repercusión había tenido, estaba viendo cómo el último tramo de su existencia se convertía en toda una tragedia a la que urgía escribir un final acorde con su desarrollo. Por eso, en vez de limitarse a clausurar el acto, se levantó de su asiento en la mesa presidencial y caminó lentamente hacia el estrado, con aquel papel en el que había garabateado algunas anotaciones inconexas bien apretado entre los dedos de su mano derecha.

—Estáis esperando mis palabras, me conocéis bien y sabéis que sois incapaz de permanecer en silencio; a veces, quedarse callado equivale a la aquiescencia —dijo tras ubicarse ante el atril, la mirada fija en los asistentes—. Quiero hacer algunos comentarios al discurso, por llamarlo de algún modo, del profesor Maldonado, que se encuentra entre nosotros. Se ha hablado aquí de guerra internacional en defensa de la civilización cristiana; yo mismo lo hice otras veces. Pero no, la nuestra es sólo una guerra incivil. Vencer no es convencer, y hay que convencer, sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión. Dejaré de lado la ofensa personal que supone su repentina explosión contra vascos y catalanes llamándolos «anti-España»; pues bien, con la misma razón pueden decir ellos lo mismo. El señor obispo —añadió mirando a Plá y Deniel—, lo quiera o no lo quiera, es catalán, nacido en Barcelona, y aquí está para enseñar la doctrina cristiana que no queréis conocer. Yo mismo, como sabéis, nací en Bilbao y llevo toda mi vida enseñando la lengua española, que no sabéis.

Cuentan que, en ese instante, Millán-Astray empezó a gritar: «¿Puedo hablar? ¿Puedo hablar?». Sus escoltas enarbolaban las metralletas como si el mando les hubiese requerido que presentaran armas. Alguien desde el público gritó: «¡Viva la muerte!». Justo después, en lo que Dionisio Ridruejo, que estaba presente, calificaría como «un exhibicionismo fríamente calculado», el militar alzó la voz: «¡Cataluña y el País Vasco, el País Vasco y Cataluña, son dos cánceres en el cuerpo de la nación! ¡El fascismo, remedio de España, viene a exterminarlos, cortando en la carne viva y sana como un frío bisturí!». La excitación le impidió seguir hablando. Se cuadró, alguien desde la bancada profirió un «¡Viva España!» y el paraninfo quedó sumido en un silencio sepulcral. Unos sonreían orgullosos. Otros dirigían angustiadas miradas de soslayo al anciano rector, que seguía de pie en el estrado y retomó pronto la palabra.

—Acabo de oír el necrófilo e insensato grito de «¡Viva la muerte!» —dijo con la misma serenidad con que Fray Luis de León había referido, unos siglos atrás, su «Como decíamos ayer» al iniciar su primera clase tras la condena impuesta por los tribunales inquisitoriales—. Esto me suena lo mismo que «¡Muera la vida!». Y yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. Como ha sido proclamada en homenaje al último orador, entiendo que va dirigida a él, si bien de una forma excesiva y tortuosa, como testimonio de que él mismo es un símbolo de la muerte. El general Millán-Astray es un inválido —el aludido, tuerto y cojo como consecuencia de varias heridas que había sufrido en la guerra de Marruecos, se revolvió en su asiento—. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no sirven como norma. Desgraciadamente en España hay actualmente demasiados mutilados. Y si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta el pensar que el general Millán-Astray pudiera dictar las normas de la psicología de las masas. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, que era un hombre, no un superhombre, viril y completo a pesar de sus mutilaciones, un inválido, como he dicho, que no tenga esa superioridad de espíritu es de esperar que encuentre un alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su alrededor. El general Millán-Astray desea crear una España nueva, creación negativa sin duda, según su propia imagen. Y por eso quisiera una España mutilada.

Hubo testigos presenciales que aseguraron que, tras escuchar esto, Millán-Astray se llevó la mano a la pistola, y que si no abrió fuego contra el rector fue porque Carmen Polo, con un leve gesto, le hizo abandonar sus intenciones. Preso de la furia, el militar gritó: «¡Muera la inteligencia!», a lo que un sorprendido Pemán opuso: «¡No! ¡Mueran los malos intelectuales!». Sobre el alboroto de insultos y proclamas patriotas, Unamuno continuó su intervención sin amilanarse:

—Éste es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Vosotros estáis profanando su sagrado recinto. Yo siempre he sido, diga lo que diga el proverbio, un profeta en mi propio país. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis, porque para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho.

Algunos se encararon con Unamuno e intentaron agredirle. Millán-Astray, que logró contener sus impulsos, le ordenó que se cogiera del brazo de Carmen Polo para abandonar el lugar sin incidentes. Él así lo hizo. Una fotografía célebre le muestra saliendo de la sede universitaria rodeado de individuos que escenifican el saludo fascista. Es una imagen curiosa: si algo abunda en ella son las figuras humanas, pero hay algo que mueve a quien la observa a concluir, aun desconociendo su contexto, que el rector anciano y exhausto, que ocupa el centro de la composición, se encuentra terriblemente solo.

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Apenas tres años después, cuando se disponía a salir con sus familiares camino del exilio, el poeta Antonio Machado dejó acuñadas unas palabras cuya resignación no esquivaba la esperanza en una futura justicia poética: «Para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo está claro: hemos perdido la guerra. Pero humanamente, no estoy tan seguro… Quizá la hemos ganado». En la mañana del 12 de octubre de 1936, Miguel de Unamuno se redimía ante la Historia al mismo tiempo que daba por finiquitada su propia biografía. Tras los sucesos del paraninfo —Franco, tras enterarse de lo ocurrido, dictaminaría que Millán-Astray había actuado correctamente—, se le despojó de su cargo de rector y se le condenó a un arresto domiciliario que le mantendría confinado en su vivienda de la calle Bordadores hasta el final de sus días. El mismo Unamuno que había sido presentado como uno de los adalides intelectuales del levantamiento pasó a convertirse en un despojo al que convenía evitar y cuya memoria debía relegarse forzosamente al ostracismo. Murió poco después, el 31 de diciembre de 1936, en medio de una gran nevada que convertía las calles de la ciudad en una alfombra blanca sobre la que se iban dibujando las huellas indelebles del oprobio. La casa donde exhaló su último suspiro aún existe. En su fachada se grabaron hace tiempo las últimas estrofas de la conmovedora oda que dedicó a su tierra adoptiva.

Del corazón en las honduras guardo
tu alma robusta; cuando yo me muera
guarda, dorada Salamanca mía,
tú mi recuerdo.

También acertó en eso. Cuando se cumplen ochenta años de su muerte, la figura de Miguel de Unamuno resulta imprescindible para comprender la literatura y el pensamiento en la España que atravesaba atónita la primera mitad del siglo XX. Su recuerdo jamás ha dejado de estar presente en el acontecer diario de la ciudad que baña el Tormes. El eco de aquel «Venceréis, pero no convenceréis» con que rubricó el último acto de su vida aún resuena de cuando en cuando, como resuenan los ecos de esas profecías que, por mucho tiempo que pase.

Fuente:

 http://www.zendalibros.com

Entrevista a Antonio Campillo en ABABOL, revista cultural de La Verdad de Murcia

«¿Qué preferimos, el final del capitalismo o el de la Humanidad?»

ANTONIO ARCO

Paseando por Murcia, leyó en una plaza de Murcia: «La frontera está en los ojos». Lo cuenta el filósofo Antonio Campillo (Santomera, 1956) en su nuevo ensayo, ‘Tierra de nadie. Cómo pensar (en) la sociedad global’ (Herder). Una obra en la que el autor, decano de la Facultad de Filosofía de la UMU, presidente de la Conferencia Española de Decanatos de Filosofía y presidente de la Red Española de Filosofía, propone «repensar radicalmente las relaciones entre lo privado y lo público, lo personal y lo político, la tutela de los más vulnerables y el contrato entre los iguales; en resumen, la ética del cuidado y la política de la justicia social».

-¿En qué punto, como Humanidad, estamos?

-La Humanidad -somos ya 7.400 millones de personas- está fragmentada en muchos estados, países, continentes, religiones…; pero al mismo tiempo, el grado de interdependencia al que hemos llegado hoy no tiene precedentes en la Historia. Somos una sola Humanidad y creo que todavía no nos hemos dado cuenta de que eso exige, lógicamente, contar con una ‘razón común’, unos valores y una cultura compartida a escala global. Independientemente de toda la pluralidad de lenguas, costumbres, creencias, etcétera, tenemos que contar con unos criterios básicos de convivencia porque estamos condenados a convivir en el mismo barco, aunque unos viajan en primera, otros en segunda y otros en tercera. Es curioso que vivamos como si unos y otros habitásemos en planetas diferentes: los del Norte queremos desentendernos de los del Sur, y así. Es lo que llamo la ‘globalización amurallada’, no queremos asumir que necesitamos enfrentarnos juntos a desafíos comunes: el cambio climático, las migraciones, el terrorismo, la brutal desigualdad Norte-Sur; son problemas que no solo conciernen a Estados Unidos, Alemania o España. Nos conciernen a todos, pero todavía seguimos pensando, equivocadamente, en clave nacional.

-Todavía y, curiosamente, cada vez más.

-Así es. Estamos sufriendo una involución en ese sentido porque, ante los numerosos problemas que nos plantea la globalización, creemos que regresando a una especie de hogar nacional y encerrándonos en él, metiendo la cabeza como el avestruz dentro de nuestro pequeño terruño, vamos a poder sobrevivir y liberarnos de los riesgos globales. Y no es así.

-¿Qué caracteriza esa ‘Tierra de nadie’ de la que usted habla en su nuevo ensayo?

-En nuestra tradición occidental, el vínculo del ser humano con la tierra ha estado justificado por dos grandes vías: la idea de la propiedad privada -«esta tierra es mía porque la he ocupado yo, o porque la he trabajado yo»-, y la idea de soberanía estatal -‘España de los españoles’, ‘América de los americanos’, etcétera-. En el caso de la soberanía nacional, hemos conocido dos grandes mitos. Uno es el de la autoctonía, que es un mito griego; es decir: esta tierra es nuestra porque hemos nacido aquí, porque la habitamos desde tiempo inmemorial o porque hay un vínculo sagrado entre un pueblo y una tierra, como si hubiésemos brotado de ella como hongos. El otro mito es el de la tierra prometida, que es de origen judío: «Dios nos ha prometido una tierra virgen en la que, cuando lleguemos, construiremos nuestra morada». Estados Unidos, por ejemplo, se fundó sobre ese mito.

El caso es que, por una vía o por otra, se establece una especie de pertenencia entre un territorio y una persona o un grupo de personas, un pueblo, una nación o una sangre. Eso ha causado dos guerras mundiales en el siglo XX y múltiples genocidios. La idea de que puede haber una copertenencia entre un pueblo y una tierra, entre la sangre y el suelo, es el argumento básico de todo nacionalismo. Qué curioso: cuando pensábamos que nos habíamos librado de ellos después de la Segunda Guerra Mundial, tras la experiencia vivida durante la primera mitad del siglo XX, nos hemos olvidado de ella y estamos volviendo a una renacionalización.

-¿Y qué propone frente a esa renacionalización?

-Lo que defiendo es que tenemos que pensar la Tierra como tierra de nadie; y no es que sea de nadie porque pueda ser conquistada -que era la idea que tenían los romanos-, sino que es de nadie para que pueda ser de todos. Una idea que tiene que ver con la de patrimonio común, de bienes comunes de la Humanidad; y no solo referido a los bienes naturales -bosques, mares, ríos…-, sino también al genoma humano, el conocimiento, internet, etcétera.

Por eso digo que tenemos que empezar a pensar la Tierra en su conjunto, como un patrimonio común que está por encima tanto de la propiedad privada como de la soberanía estatal. Necesitamos empezar a pensar que la Tierra no es de nadie, que nadie puede decir que tiene una especie de derecho natural a, por ejemplo, vivir en España, por el hecho de que haya nacido aquí, frente a un señor que viene de otro país y que quiere instalarse aquí, trabajar aquí y vivir aquí. Yo no tengo ningún derecho superior a vivir aquí que otra persona, porque la Tierra no es de nadie. Todos somos transeúntes, inquilinos pasajeros, y tenemos que legarla a las generaciones venideras. La Tierra no es de ningún pueblo, ni de ninguna generación. Somos usufructuarios. La idea de usufructo, frente a la de propiedad y soberanía, supone un cambio de mentalidad y un cambio jurídico porque significa que el derecho humano a la movilidad, a fijar tu residencia donde buenamente puedas -sobre todo si tratas de huir de la guerra y del hambre-, tiene que estar por encima del derecho a la propiedad privada y a la sobería estatal. Hablamos del derecho humano básico, lo que Hannah Arendt llamaba el derecho a tener un lugar en el mundo.

-Defiende usted que la ‘globalización amurallada’, y en particular la política migratoria adoptada por los países de la Unión Europea, es una nueva modalidad de régimen xenófobo y genocida.

-Este asunto me parece especialmente terrible: este goteo incesante de muertos. En 2016 estamos batiendo el récord de los últimos años: más de cuatro mil personas han muerto en el Mediterráneo. Miles de personas muertas, ¿por qué? Simplemente por querer encontrar un lugar en el mundo, en Europa. No eran delincuentes, no eran terroristas, y la mitad de los muertos son niños y mujeres. Y todo porque Europa ha cerrado sus puertas, por una política migratoria que considero responsable de esas muertes. No tenían que haber ocurrido, porque Europa ha firmado todos los pactos internacionales sobre el derecho de asilo, que es un derecho de todo ser humano que sufre una guerra, y este es el caso de sirios, afganos, etíopes… Tienen derecho a ser acogidos porque están en peligro sus vidas. Si Europa no ejercita esa obligación jurídica está realizando un acto criminal, y si hubiera un Tribunal Penal Internacional imparcial podría juzgar a Europa por responsabilidad criminal en esas muertes.

Hablo de la misma Europa que presume de ser el continente más civilizado del mundo; el que da lecciones de moral, de civilización y de Derecho al resto de los pueblos de la Tierra. En el caso de la crisis de los refugiados, lo que estamos viendo es que el proyecto de una Europa civilizada, regida por principios de justicia social, solidaridad internacional, etcétera, está colapsándose de modo alarmante.

-¿Cuándo comenzó este proceso de colapso?

-Con la crisis, con la aplicación de las llamadas políticas de austeridad. Lo que hicieron fue, precisamente, renacionalizar el problema de la deuda, y que cada palo aguante su vela: Grecia, España, Portugal… Tenemos una moneda común, pero no tenemos una política económica y fiscal común. Eso es lo que alimentó esa renacionalización a la que antes me refería: los ingleses, los daneses, los alemanes. Se alimentó desde las propias élites políticas ese sentimiento de competición entre las naciones europeas, ese establecer jerarquías en lugar de un principio de mutualidad, de solidaridad. Pero es que si se hicieron las cosas mal con la política económica, se han hecho todavía peor con la de asilo.

Y, bueno, ¿cuál es el resultado? Pues el incremento de partidos xenófobos, de ultraderecha o directamente neofascitas, que están proliferando en toda Europa; además de la salida de Reino Unido, el primer país que abandona una Unión Europea en deconstrucción. De nuevo esa idea de soberanía, de vínculo entre un pueblo y una tierra que marca claramente sus fronteras. Es asombroso que cuando cayó el Muro de Berlín lo celebrásemos como el final de la Guerra Fría, como la caída del muro de la vergüenza y un símbolo de lo que nunca más debería volver a pasar, e inmediatamente después empezásemos a construir nuevos muros. Ya contamos con más de 25.000 kilómetros de muros, vallas metálicas… De manera que, de forma simultánea, por un lado estamos hablando de liberalizar los movimientos de capital y de mercancias, y por otro estamos cerrando las fronteras a las personas, sobre todo a las más débiles, a las más vulnerables. Y no creo que debamos desentendernos del hecho de que millones de personas sufran una guerra, una hambruna o los efectos del cambio climático, porque parte de la migración que viene de todo el Sahel es ya migración climática.

-Y los ciudadanos, que con sus votos apoyan unas políticas u otras, ¿qué responsabilidad tienen?

-Los ciudadanos votan libremente, por supuesto, pero también hay que tener en cuenta que llevamos décadas, desde los años 80, en los distintos países occidentales y por lo que respecta a la política de la Unión Europea, de desmontaje de las grandes conquistas del Estado de Bienestar y de las democracias liberales, que se habían asentado en Occidente porque había un gran pacto social. Un gran pacto social que contemplaba, por ejemplo, que los ricos pagaban impuestos con los que se financiaban las pensiones, el desempleo, la sanidad, los servicios públicos… Había un mecanismo de redistribución de la riqueza más o menos suficiente para generar unas clases medias y, por tanto, un cierto consenso en torno a la bondad de la democracia. Durante varias décadas funcionaron más o menos unos mecanismos de redistribución social de la riqueza, de justicia social, de solidaridad nacional, etcétera. Y eso es lo que ha sotenido durante todo ese tiempo a las democracias y a los grandes partidos, tanto de izquierda como de derecha. ¿Qué ocurre? Que a partir de los años 80, con lo que se conoce como neoliberalismo, se produce la ruptura del pacto social. Los ricos, los grandes propietarios de capital, los llamados mercados dicen ‘se acabó, ya no pagamos impuestos. Y no solo eso, sino que también queremos que se privaticen las empresas y los servicios públicos, el mercado de trabajo, los intercambios internacionales’. Ponen toda una serie de condiciones que supone, en la práctica, la ruptura del gran pacto social que estaba vigente.

Y eso lleva a un incremento de la desigualdad económica, a un empobrecimiento de las clases medias, una precarización de las condiciones de trabajo y de vida y, por tanto, a una crisis de la democracia. La gente deja de creer en la democracia, deja de creer en los líderes políticos y en los grandes partidos porque, además, las élites políticas se alían con los grandes poderes económicos y ya no cumplen su función de representación de los ciudadanos.

-¿Y entonces?

-Lo estamos viendo: se corrompe la propia ciudadanía. Se genera una ciudadanía muy miedosa, muy precarizada en sus condiciones de existencia, que busca un chivo expiatorio; y lo encuentra, muchas veces, en el inmigrante, por ejemplo. Las clases sociales que están sufriendo más la precarización de las condiciones de vida, el debilitamiento del Estado de Bienestar en los paises occidentales, son las que han virado en su voto; incluso en Francia, territorios donde las clases trabajadoras votaban a la izquierda, ahora votan a Marine Le Pen. Por tanto, hay una especie de vasos comunicantes entre políticas neoliberales de precarización de las condiciones de existencia e incremento de las expectativas de voto neofacista. No tiene sentido que las élites políticas y financieras se escandalicen del aumento de lo que llaman populismos, cuando han sido ellas mismas las que han creado las condiciones para que eso ocurra. Y no aprenden la lección, no han entendido el mensaje.

-¿Qué mensaje?

-Como sigamos en esta dirección volvemos a los años 30: una crisis económica brutal y un aumento de los movimientos fascistas. No estamos en las mismas condiciones históricas, pero se están produciendo fenómenos cada vez más alarmantes. Claro que los ciudadanos tienen su parte de responsabilidad, pero las élites gobernantes tienen que ser conscientes de que sus decisiones tienen efectos muy perniciosos.

Ahí está China

-Sostiene usted que asistimos a un «nuevo retorno de la barbarie» que, en buena parte, se traduciría en «un capitalismo cada vez más globalizado, desregulado y depredador».

-Sí. Hemos visto, como dice [el Nobel de Economía] Thomas Piketty, que el neoliberalismo ha supuesto la recuperación de la tendencia secular del capitalismo a la concentración de la propiedad y al incremento de la desigualdad. En cierto modo, el capitalismo se ha desvinculado de la democracia; bueno, ahí está China. Hoy, la gran fábrica del mundo es un régimen de partido único. Ese mito neoliberal de que hay un vínculo escencial entre capitalismo y democracia, históricamente es falso. Por tanto, ¿qué hacer ante eso? Tenemos que empezar a preguntarnos: ¿qué preferimos, el final del capitalismo o el final de la Humanidad? Porque las dos cosas no son compatibles. Al hecho de haber generado el mayor nivel de desigualdad de la Historia de la Humanidad, se añade el colapso ecológico. Nos hemos convertido en una fuerza geológica capaz de alterar los equilibrios de toda la biosfera terrestre; somos como una plaga de langostas que está saqueando el planeta. Y ni podemos seguir esquilmándolo, porque no es sostenible en el tiempo, ni podemos seguir manteniendo este nivel de desigualdades económicas y sociales porque eso es lo que genera las guerras, los conflictos, las migraciones… Es llamativo que, hoy, quienes son más críticos con el sistema capitalista no son los partidos de la izquierda, no, son los científicos, que nos dicen: «Esto es insostenible, está en riesgo la supervivencia de muchos millones de personas que morirán en las próximas décadas». Pero seguimos viviendo de espaldas a la realidad.

Insisto en la necesidad de recuperar la idea de los bienes comunes. Tiene que haber una serie de bienes no mercantilizables, todos lo que consideramos derechos básicos de los seres humanos tienen que estar garantizados por instituciones públicas, por un patrimonio público que no sea mecantilizable. En el siglo XIX se pensaba que históricamente se avanzaba siempre hacia mejor, hacia un final feliz; ahora, lo que tenemos delante son distopías: las cosas están mal pero podemos ir a peor. Por tanto, lo que tenemos que adoptar son medidas de protección, de conservación de los recursos naturales, de la vida de las personas, de los derechos; preservar lo que consideramos que son bienes inalienables. Ya no toca ser tan prometeicos, ya sabemos que no nos vamos a comer el mundo, que no vamos a dominar la Tierra. Ahora necesitamos, como especie, adoptar una actitud mucho más modesta y prudente. Habitamos un planeta del que no somos dueños.

-¿Cómo valora la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca?

-Es un síntoma muy significativo de la situación de deterioro, de retroceso histórico en el que estamos. Estados Unidos, que presume de ser la democracia más antigua del mundo, ha sido capaz de elegir a un individuo maleducado, racista, machista, xenófobo, a un ignorante que presume de su ignoracia, a un multimillonario arrogante que se presenta como antisistema. Está claro que Donald Trump es el efecto de un deterioro que se ha venido produciendo en la política de los países occidentales desde la década de los 80. Es la consecuencia de ese neoliberalismo que es una nueva forma de barbarie. Fíjese, no es ninguna casualidad que todas las políticas educativas que están llevando a cabo los gobiernos neoliberales -en España, en Latinoamérica, en Europa, en Estados Unidos…- vayan en la misma dirección: destrucción de las artes y de las humanidades, y reducción de la educación al objetivo de preparar a los chicos para la competencia en el mercado de trabajo. Ahora resulta que la educación ya no es también educación en la sensibilidad artística, moral, cívica… El hecho de que se estén planteando políticas educativas que asumen que la educación tiene como única finalidad crear mano de obra cualificada para el mercado, indica que estamos en un grave retroceso cultural, civilizatorio; y esto es lo que están promoviendo las élites bárbaras. Ya no estamos ante una lucha entre la izquierda y la derecha, sino entre fuerzas cada vez más bárbaras -élites neoliberales y partidos de extrema derecha- y lo que queda de fuerzas democráticas más o menos civilizadas.

Esta entervista fue originalmente publicada el 20 de diciembre de 2016 en ABABOL, la revista cultural de La verdad de Murcia. Foto de Enrique Martínez Bueso.

Prohibido pensar en las aulas

Prohibido pensar en las aulas

Lucía Hernández (https://elmonoculo.wordpress.com/)

Entre pesados libros de Anaya, interminables clases soñando con el bocadillo del recreo y exámenes con más trampas que la declaración de la renta de Jorge Mendes, ha nacido un nuevo tabú: el de pensar. A jugar con la pelota en el aula o copiarse de los deberes del compañero se suma, de esta forma, una nueva prohibición, que llega con la ley educativa que se cierne sobre las cabezas pensantes de esos adultos potenciales que algún día serán como usted y como yo.  Desde su atalaya de cartón, los políticos -da igual el partido- han acordado castigar, como se castigó a la Música y a la Plástica en su día, a la Filosofía, cuyo estatus han relegado en segundo de bachillerato a la categoría de materia optativa.

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Plan de estudios de 2º de Bachillerato. Fuente: magnet

A través de esta decisión logran boicotear –ahora que está tan de moda- una disciplina con más de tres mil años de historia, capaz de desarmar día tras día la arrogancia humana, poniendo de relieve que verdaderamente no sabemos nada.

Sin embargo, estas medidas estatales no son más que el reflejo de lo que piensa la sociedad, que no concibe la Filosofía como algo útil o incluso divertido, sino como una asignatura de relleno a la sombra de otras más importantes como las Matemáticas o la Historia, olvidando su poder para incentivar la imaginación y el razonamiento en unos alumnos adiestrados, a partir de ahora, para aprender de carrerilla fórmulas y lecciones.

Mientras los ciudadanos tilden de frikis o de fumaos a quienes se atreven a leer a Kant o a Nietzsche e ignoren lo necesario que es en estos tiempos convulsos de selfis y pactos el pensamiento crítico, los que dicten las leyes tratarán a la Filosofía como a un cliente en lista de espera que, no obstante, continuará presente -dada su naturaleza inmortal e intrínseca al ser humano- hasta en los propios chavales; quienes, pese a todo, seguirán rehuyendo de los típicos diálogos que todo padre, en un intento por desarrollar la mayéutica socrática, se anima a mantener con su hijo y atendiendo, pendientes de los entresijos políticos que hace más de 2000 años preocuparon a Aristóteles, a diversos enfrentamientos entre errejonistas y pablistas, que se oponen como antaño lo hacían los empiristas y los racionalistas. Porque, no lo olvide, usted y yo somos contingentes, pero la Filosofía es necesaria.

Esta entrada fue originalmente publicada por Lucía Hernández en el blog El Monóculo  el día 11 de diciembre de 2016. Todas las imágenes pertenecen al mismo blog.

Nueva generación

¿Qué piensan los nuevos filósofos españoles?

nueva-generacon Jorge Fernández Gonzalo, José Sánchez Tortosa, David Casacuberta, Eduardo Maura, Belén Altuna, Luis Sáez, Inmaculada Murcia, Joaquín Fortanet y Domingo Hernández

Las engañosas sombras de la caverna entenebrecen nuevamente la realidad. A lo largo de la historia, distintas escuelas de pensamiento abordaron las sucesivas crisis, pero nunca esa reflexión se impuso más necesaria. ¿Hacia dónde va el pensamiento nuevo español, hacia donde debe ir? ¿Ofrece alternativas, se atreve con los retos del presente? Nuestro crítico, el filósofo Jacobo Muñoz, señala el lugar de la filosofía española hoy y los nuevos y pujantes pensadores españoles -Jorge Fernández Gonzalo, José Sánchez Tortosa, Rocío Orsi, David Casacuberta, Eduardo Maura, Belén Altuna, Luis Sáez, Inmaculada Murcia, Joaquín Fortanet y Domingo Hernández, que apenas rondan los 40 años- disparan sus respuestas.

Jorge Fernández Gonzalo

Jorge Fernández Gonzalo (Madrid, 1982) es doctor en Filología y especialista en las imbricaciones de Literatura y Filosofía. Se siente deudor de Foucault, Blanchot o Deleuze y, en España, de José Luis Pardo o Beatriz Preciado. En 2011 ha sido finalista del Anagrama de Ensayo con Filosofía zombie.

“La Filosofía debe abandonar la academia. Y dentro de unos años, la escuela. No se puede mantener una crítica y reflexión sobre el sistema si es el sistema quien gobierna las herramientas para la crítica. Ya cayeron todos los sistemas filosóficos y el único sistema estable en la actualidad es el capitalismo, tan capaz de adaptarse al cambio. La postmodernidad gobernará mientras no gobierne un sistema único, porque propone la desconexión de diferentes juegos de lenguaje, la caída de los grandes relatos, etc., aunque esos restos fragmentarios que componen nuestra realidad sean distintos a los de los años 70 y 80. Platón se quejó de la escritura tanto como hoy viejos (y nuevos) académicos se echan la mano a la cabeza por la rapidez de la información y la mala calidad de los textos que pasan por la red. Hay muros de Facebook que no tienen nada que envidiar de El Fedón o La República, y tweets que alcanzan en excepcionalidad y condensación a los aforismos de Nietzche y a los fragmentos de Benjamin. Internet es una máquina emocional, una complejidad en sí misma que debe ser pensada. Y eso es ya filosofar”.

José Sánchez Tortosa

José Sánchez Tortosa (Madrid, 1970) es profesor de Filosofía en el FUHEM. Discípulo de Heráclito, Aristóteles, Marx o Arendt, defiende hoy el magisterio de Gustavo Bueno, prueba, afirma, de un sistema filosófico que resiste la “aniquilación postmoderna”. Es autor de El profesor en la trinchera (La Esfera, 2008).

“El heroísmo de la filosofía, aunque resulte decepcionante para el idealismo y el voluntarismo, esos infantilismos del pensamiento, groseros y hegemónicos, radica exclusivamente en describir la realidad, en mostrar sus miserias, en analizar las causas que permitan entender la idiotez que nos rodea, que nos constituye, y en ocasiones también su belleza. Sin olvidar que los grandes discursos han sido sepultados mediáticamente por la hegemonía del relativismo postmoderno que neutraliza y anula la posibilidad misma de pensar al haber devastado las bases de la racionalidad finita sin la cual no hay manera de entender nada. Hoy hay que estudiar. Está muy bien tener cuenta en Facebook y Twitter, pero con eso no basta. Lo que pueden ofrecer las redes es poner en contacto a los sujetos y difundir referencias. El problema es que debido a la ausencia de un sistema de instrucción pública digno de tal nombre, la masa de la población condenada a la escuela pública está sin defensas intelectuales y a expensas del propagandista más hábil”.

David Casacuberta

David Casacuberta (Barcelona, 1967) es profesor de Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Barcelona. Tan interesado por la cognición hipertecnológica como por las nuevas formas de exclusión social. Y Wittgenstein es su profeta.

“El huracán postmoderno no resistió. Al final, sólo eran generalizaciones apresuradas acerca de cuestiones sobre las que cualquier pensador contemporáneo decente había llegado ya a conclusiones profundas y sugerentes. Y no paralizaron el proyecto de la modernidad, simplemente nos obligan a repensarlo. Con Owen Flanagan, pienso que la filosofía ha de regresar a the really hard problem: cómo volver a darle sentido filosófico a nuestra existencia y abordar la ‘espiritualidad’ en un mundo material y sin diseño intrínseco. Respecto a los medios digitales, los filósofos tenemos mucho que decir. Yo en Twitter sigo a gente muy interesante que cuelgan referencias de filosofía y ciencias cognitivas casi cada día. Hace 10 años cuando lanzaba la idea de investigar sobre ello la respuesta era: ‘eso no es filosofía’. Pero sé que hay que compaginar esa búsqueda con el trabajo sistemático de siempre”.

Eduardo Maura Zorita

Eduardo Maura (Valladolid, 1981) es doctor en Filosofía por la UCM. Resalta que los filósofos jóvenes españoles “beben de más fuentes y son más plurales que nunca”. Su última obra es Walter Benjamin. Crítica de la violencia (Biblioteca Nueva, 2010).

“La crisis se agudiza cuando las ideas se retrasan respecto de la sociedad, la cultura, la economía y la política que, en todo tiempo y lugar, las configuraron, y al revés, cuando la abrasiva civilización actual se vuelve incompatible con las ideas que la animaron en el pasado. La filosofía podría dotar de consistencia a los intentos de pensar hoy la totalidad social, pensar la relación entre la realidad y las configuraciones del mundo que los poderes realmente existentes construyen y difunden. Hoy la postmodernidad multiflexible y post-hedonista no sólo sigue viva, sino que crece sin mesura. Y es curioso lo de las redes, porque uno ya podía leer agudos diagnósticos filosóficos, menores de 140 caracteres, en los aforismos de Kraus o de Nietzsche”.

Belén Altuna

Belén Altuna (Zarautz, Guipúzcoa, 1969) es profesora de Filosofía de la Cultura en la UPV, y su revelación y encantamiento le llegaron leyendo a Lévinas. Ha publicado en 2011 Una historia moral del rostro (Pre-Textos).

“La filosofía tiene que… ¡hacerse oír! Entre tanto ruido y tanta charlotada, hacerse oír. Para pensar el mundo con honestidad, hasta el fondo, sin atajos ni trampas; aceptar la complejidad y afrontarla con coraje; convertir los prejuicios en juicios razonados; aprender y enseñar a ser más libres, más compasivos y más valientes. La filosofía ha sobrevivido y sobrevivirá a todo tipo de modas que anuncien su debilitamiento, derrumbe o defunción. La razón sigue siendo fuerte y sigue buscando una validez intersubjetiva universal; no podría ser de otra manera. ¿Se acabaron los grandes relatos, vivimos en una era postmetafísica? Tal vez para la mayoría de los filósofos sí, pero para el conjunto de la humanidad, lo dudo. ¿Pero de verdad ha habido en el pasado épocas mejores para la reflexión? ¿Cuándo, dónde, para quiénes? Gracias a Internet, la información es mucho más horizontal y disponible para todos”.

Luis Sáez Rueda

Luis Sáez (Macael, Almería, 1965) imparte Filosofía en la Universidad de Granada. Profesor invitado en Berlín, Francfourt o México, su último libro es Ser errático. Una ontología crítica de la sociedad (Trotta, 2009).

“El filósofo, si lo es de verdad, alcanza su dignidad si experimenta su trabajo como un modo de crear conceptos y de emitir juicios capaces de traducir este modo de ser crítico que habita, aunque sea potencialmente, en toda persona. Así, el mayor reto de la filosofía hoy consiste en vincularse con su tiempo, pensando el presente desde las experiencias del pasado y en vista a un porvenir diferente. Ofrecer resistencia a esta crisis de “espíritu”, sacando a la luz sus razones de fondo y mostrando cómo, bajo las apariencias, nos encontramos en un mundo enfermo… ésa es la tarea hoy más urgente de la filosofía. Sin semejante desmantelamiento de la fe en que nos encontramos en el mejor de los mundos posibles, no habrá para el futuro un amanecer y un despertar cualitativos, sino sólo una repetición de variantes que no cambian lo esencial bajo el imperio del progreso tecnológico”.

Joaquín Fortanet

Joaquín Fortanet (Castellón, 1978), de la Universidad de Zaragoza, ha trabajado el hilo tendido entre Nietzsche y el pensamiento francés contemporáneo: “la oscuridad de Bataille, la inventiva de Deleuze, la ligereza de Rorty y la altura moral de Foucault”.

“Existen demasiadas voces que afirman con rotundidad los caminos a seguir, las maneras de ser, los modos de pensar, hasta tal punto que puede llegar a parecer que nuestra vida nos es ajena. Frente a toda esa legión de respuestas fáciles y caminos trillados con los cuales el poder nos dibuja el rostro, la tarea de la filosofía debería consistir en decir no. Intentar abrir el camino a diferentes modos de ser, de pensar, de sentir, en definitiva, de ser. Tanto Auschwitz como la derrota del sueño marxista vedaron los caminos de la filosofía. Por ello, en los 70, toda una serie de filósofos comenzó a poner en cuestión palabras como universalidad, verdad, sistemas, objetividad… Puede que este impulso se haya olvidado demasiado y de que estemos volviendo a los viejos recursos, a la viejas palabras gastadas”.

Inmaculada Murcia

Inmaculada Murcia (Alcalá la Real, 1977) es profesora de Estética en la Universidad de Sevilla. Siente predilección por Ortega, Kant y Schiller y destaca que en la filosofía española conviven “inquietudes comunes y puntos de vista dispares”.

“Sólo formular determinadas preguntas puede traer consigo el derrumbe de las creencias enquistadas y nunca puestas en cuestión, que, precisamente por eso, nos hacen más fácil la vida. La filosofía es incómoda por naturaleza. Lo cierto es que los sistemas filosóficos se derrumbaron mucho antes de la llegada de la posmodernidad, pero eso no quiere decir que con ellos se desmoronase la filosofía. Incluso el que firma tantos certificados de defunción termina muriendo. Y ya hemos pasado hasta el velatorio. Pienso que las redes sociales deberían ser sometidas y desdramatizadas. No son sino un medio de comunicación como cualquiera. Y no son el mejor cauce para la filosofía (más allá de servir para poner a prueba el ingenio o practicar el aforismo), pero tampoco pienso que se pueda hacer hoy filosofía sin tenerlas en consideración”.

Domingo Hernández

Domingo Hernández (Ciudad Rodrigo, 1970) es filósofo y profesor de Teoría de las Artes en la Universidad de Salamanca. Autor de La comedia de lo sublime (Quálea, 2009). No le gusta citar nombres propios: “Sucede como en el arte: mejor piezas concretas que artistas”.

“Los filosofos estamos determinados a pensar nuestro tiempo, cuestionar sus insoportables bana- lidades y obviedades, encontrar sus grietas, poner en duda todo tipo de absolutos y sublimidades. Hoy, bastante tiempo después del final de la posmodernidad, cuando podemos dejar de tomarla en serio y observarla desde cierta distancia, he de decir que, sinceramente, yo cada vez le tengo más cariño. Es una época, un contexto, algo que sucedió… Y si, por ejemplo, Eco tenía razón, entonces volverá a aparecer, aunque lo llamemos de otra manera. Hoy, los filósofos no debemos olvidar pensar sobre la instantaneidad de la comunicación, o sobre la agresividad que en muchos casos encierra, o, incluso, decidir de una vez ir más allá, mucho más, de aquel ‘contra la comunicación’ que examinaba Perniola”.

Nuevos filósofos

Jacobo Muñoz

nuevos

Pensar para sobrevivir en un mundo globalizado

Durante los años de la Transición los filósofos “jóvenes” más activos concentraron sus esfuerzos en la “normalización” de la filosofía española. O lo que es igual, en su puesta al día, percibida por ellos como un auténtico imperativo categórico profesional. Fueron los años de la introducción en España de los grandes paradigmas de la filosofía contemporánea tras decenios de rígido menú escolástico: el Análisis, el pensamiento negativo de inspiración nietzscheana, los diferentes marxismos, la hermeneútica y el posestructuralismo. Pero también fueron años de renovación de la filosofía académica que pasó a centrarse, en lo esencial, en la interpretación de los textos histórico-filosóficos valorados como “canónicos”.

Varias décadas después, y cumplido con éxito entonces difícilmente imaginable el proyecto renovador -o “modernizador”, como con tanto optimismo fue adjetivado- , el pensamiento que hoy despunta en España, que no necesita ya partir desde cero, tiene que hacer frente a retos muy distintos. Esto es, a los retos y patologías del presente, lo que explica que la “ontología del presente” -obviamente crítica- ocupe en los últimos tiempos buena parte del territorio. El catálogo temático abarcaría desde el descrédito de lo político a las más recientes teorías de la materia, pasando por el impacto de las nuevas tecnologías y, muy especialmente, de la biotecnología, por la desmoralización social y la (complementaria) estatización de la vida, por las nuevas formas de explotación, por el imponente proceso de banalización de los códigos culturales, por la creciente desintegración social, por los nuevos fundamentalismos, por la pérdida de vigencia de valores ayer indiscutidos y, en fin, y sin ánimo de agotar la lista, por los devastadores efectos de la actual crisis y de una globalización percibida por muchos como una amenaza.

Los filósofos hoy emergentes en nuestra sociedad cultural no parecen, por otra parte, sentirse tan condicionados como sus antecesores por las constricciones tanto sustantivas como metodológicas de los grandes paradigmas, lo que en ocasiones puede dar cierta impresión de eclecticismo. O de transversalidad, si se prefiere. Sea como fuere, los temas tienen hoy más capacidad definitoria que los paradigmas, salvo, tal vez, en el estrecho marco académico. Hijos ya emancipados de las sucesivas crisis de la filosofía durante el siglo XX, inseparables de sus crisis y revoluciones científicas y sociales, los nuevos filósofos a los que El Cultural interroga en las siguientes páginas parecen compartir, en cualquier caso, el interés por las “impurezas” de la razón, por su imbricación en la cultura y la sociedad, por sus nexos con el poder y por el carácter corpóreo, sensual y prácticamente comprometido de sus portadores. Como parecen también reclamarse todos ellos, con cuantas matizaciones tendrían que hacerse, de la idea de que la razón ha de entenderse como encarnada, mediada culturalmente y entretejida con las prácticas sociales y de que, consiguientemente, la circunstancialidad y variabilidad de las categorías, principios o procedimientos básicos obligan a la crítica de las formas dominantes de racionalidad a ser ejercida en conjunción con análisis sociales, culturales o históricos muy precisos.

Las coincidencias no deberían ocultar, por último, el pluralismo vigente en este grupo generacional. Por un lado están, en efecto, y por concretar un poco, los que ponen el énfasis en lo particular, lo variable y lo contingente y anteponen a lo universal, lo particular e irreductible, y a la identidad, la diferencia. Más cerca del ideal clásico de la universalidad están, por otro, los que buscan, a pesar de todo, estructuras formales con valor universal. Y prefieren recomponer un sentido a la Modernidad antes que seguir socavando sus cimientos. O dotarla, al menos, de una dimensión reflexiva y de un horizonte normativo eficaz. Algo que no pocos consideran particularmente urgente en un presente -ese presente que debe ser pensado- en el que nos estaría dando asistir, a lo que parece, al declive, en un escenario globalizado, de una noción de temporalidad marcad por las ideas de progreso, desarrollo y revolución, con la consiguiente tiranía de la inmediatez.

Ordenar con conceptos la realidad y enseñar a habérselas creativamente con ella en un marco global de complejidad ya casi inabarcable: esa es, o podría ser, una vez más, la tarea.


Fuente:
http://www.elcultural.com/revista/letras/Que-piensan-los-nuevos-filosofos-espanoles/29967

El paseo del escéptico

Diderot, el paseante

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«Imponedme silencio sobre la religión y el gobierno y no tendré nada más que decir» (Diderot, El paseo del escéptico).

 «Es en este período, comprendido entre los años 1746 y 1747, cuando redacta un breve pero compendioso y descarnado opúsculo hasta ahora inédito en español: El paseo del escéptico, obra de la que ya podemos disfrutar en español gracias a la fantástica edición publicada por Laetoli en su colección de Los ilustrados […]. Diderot ensaya en este librito —que se lee con auténtica fruición debido a su doble impronta literaria y filosófica— un intento por examinar lo que él llama ‘los tres jardines’ o avenidas: la religión, la filosofía y los placeres (o sensualidad). Tres ámbitos que estuvieron siempre muy presentes en la vida del filósofo francés… y en la vida de cualquier ser humano» (Carlos Javier González serrano, blog El vuelo de la lechuza).

Tenemos ante nosotros tres avenidas por las que pasear: la de los espinos, la de los castaños y la de las flores, es decir: la de la religión, la de la filosofía y la del placer. El primer capítulo es una andanada sin contemplaciones contra el cristianismo. El segundo es un diálogo de sabor platónico donde charlan deístas, espinozistas, materialistas, escépticos y ateos. El Diderot de El paseo es espinozista.

Denis Diderot nació en Langres, cerca de París, en 1713 y murió en 1784. Educado por los jesuitas, como tantos ilustrados radicales y ateos, Diderot escribió filosofía, teatro, novela, poesía, historia… Es autor de una de las grandes novelas modernas, Jacques el fatalista. Su obra es enorme, dispersa y a menudo anónima. Fue el director, desde el primero hasta el último volumen, de la Encyclopédie, la obra magna de la Ilustración, en la que Diderot hizo de todo: escribió, corrigió y revisó todos los volúmenes, esquivando de modo magistral a la censura. Durante varias décadas colaboró con su amigo Holbach en las obras que este publicaba anónimamente en Holanda, y que se están publicando en esta colección, en las que era algo más que un simple corrector. Diderot es la figura más brillante de la Ilustración europea.

 Una de sus obras más sugerentes, un tanto enigmática, es El paseo del escéptico, que debió de escribir en 1747, reconocida desde hace tiempo, según Jonathan Israel, como «un paso clave en la formación intelectual de Diderot». Para el autor de Una revolución de la mente, es la obra en la que Diderot abandona el deísmo de sus primeros libros y pasa a un materialismo ateo. «Dentro del parti philosophique, el giro decisivo hacia las ideas radicales, tanto en relación con el desarrollo intelectual personal de Diderot como del grupo entero, tuvo lugar en los años 1745-1748, después de la publicación de sus Pensamientos filosóficos. Fue entonces cuando Diderot escribió su alegoría filosófica El paseo del escéptico (1747), un texto que proporciona luz sobre los tensos debates filosóficos, crucialmente formativos, que ocupaban al ala radical de los philosophes» (Jonathan Israel, Enlightenment Contested. Philosophy, Modernity, and the Emancipation of Man).

«Diderot fue la figura principal de su época, el centro de condensación e irradiación del enciclopedismo ilustrado […], el centro del ambicioso proyecto de creación y difusión de las bases de una nueva cultura […], la principal cabeza dirigente que supo y pudo dar cierta homogeneidad y coherencia al difuso y un tanto espontáneo movimiento ilustrado» (José Manuel Bermudo, Diderot).

«Se dice que, la víspera de su muerte, Diderot pronunció estas palabras en forma de máxima antigua: ‘El primer paso hacia la filosofía es la incredulidad’. Esto merece ser recordado hoy, cuando las industrias de la credulidad han adquirido un poder que amenaza ese ‘primer paso’ tan difícil» (Dominique Lecourt, Diderot).

«La Encyclopédie […], una treintena de volúmenes de buen tamaño que comprenden todo el saber humano, una de las maravillas del mundo moderno, comparable a las pirámides de Egipto, a la Divina Comedia, a la Capilla Sixtina, al descubrimiento de América, una obra que ha revolucionado el modo de pensar de su propia época y de los siglos posteriores, y que se consideró causa lejana de la Revolución francesa…» (Umberto Eco, prólogo a P. N. Furbank, Diderot).

Traducción de Elena del Amo
Epílogo de Roberto R. Aramayo
Apéndice de Mario Bunge

Fuente:

http://www.laetoli.es/los-ilustrados/141-el-paseo-del-esceptico-de-diderot-9788492422883.html

Cómo llegar a ser filósofo

 

Nietzsche en Italia

Carlos Javier González Serrano

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En 1876, la vida de Friedrich Nietzsche dio un vuelco radical, un momento en el que, a la vez, la biografía del filósofo de Röcken estuvo asediada por profundos sufrimientos relacionados con su salud y con la quiebra de algunas de sus más asentadas convicciones morales. Con apenas 32 años, y tras un fulgurante encumbramiento universitario, Nietzsche se sitúa ante su vida como un severo crítico.

Hacía ya siete años que ocupaba una cátedra en la Universidad de Basilea, gracias a algunas útiles amistades que le facilitaron el camino para alcanzar el grado de doctor; una cátedra que, como apunta Paolo D’Iorio (El viaje de Nietzsche a Sorrento), “le pesa cada día más. Pero más grave todavía es el fervor de su compromiso de propagandista wagneriano que cede poco a poco el lugar al desencanto y la duda”. Tan sólo cuatro años antes había publicado, no sin juicios en su contra, El nacimiento de la tragedia, texto en el que Nietzsche apostaba por una reforma de la cultura alemana, que habría de encontrar su fundamento en una atractiva metafísica del arte apoyada en el resurgimiento y desarrollo del mito trágico. En esta obra se muestra aún deudor del sistema schopenhaueriano y de la teoría del drama de Wagner: el mundo, el universo en su conjunto, sólo puede justificarse como fenómeno estético.

La piedra de toque del viraje en la vida de Nietzsche hay que buscarla, sin duda, en el festival wagneriano de Bayreuth, celebrado en el verano de 1876, del que el pensador extrajo un hondo descontento: comprendió que el arte wagneriano había derivado, a causa de su fondo netamente cristiano, en una suerte de espectáculo decadente, deprimente y del todo artificial. El mito de Wagner había caído, el templo se había desplomado. Por aquel entonces, en feliz coincidencia, su amiga Mawilda von Meysenbug, figura fundamental, le propone dirigirse una temporada hacia el sur para poder recuperarse de sus males físicos y anímicos. El filósofo no duda en aceptar.

Ese sur no sólo trae consigo un cambio en el paisaje, en la atmósfera y en el clima, sino también y sobre todo una modificación de sus costumbres, de sus hábitos, de las obligaciones diarias a las que se siente atado desde muy joven por su cátedra. El propio Nietzsche es consciente de todo cuanto quería dejar atrás, y así lo confiesa en un fragmento póstumo (23 [159]): “A los lectores de mis escritos precedentes quiero manifestar de forma expresa que he abandonado los puntos de vista metafísico-artísticos, que en esencia dominaban en ellos: son agradables, pero insostenibles”. Un shock que, algunos años antes, también provocó el país italiano en el ánimo de un joven filósofo al que precisamente Nietzsche leería en su etapa sorrentina: Philipp Mainländer.

Fue en Sorrento donde Nietzsche redactó la mayor parte de Humano, demasiado humano, obra que, definitivamente, dio un giro a la trayectoria intelectual y moral del filósofo, publicada en 1878 y dedicada a la memoria de Voltaire. Un escrito que le separó teóricamente del universo wagneriano y de las doctrinas de Schopenhauer, pero que también le deparó numerosos enfrentamientos académicos y personales: gran parte de su círculo de amistades quedó roto, quienes sentían devoción por Wagner le dieron enseguida la espalda y rompieron su relación con Nietzsche. Aunque tal era el precio, asegura, de pertenecerse a sí mismo: él era consciente de que manifestando ciertas opiniones consideradas ignominiosas, “hasta los amigos y conocidos se mostrarán esquivos y medrosos. También he de atravesar este fuego. Tras ello, cada vez me perteneceré más a mí mismo” (5 [190]). Más tarde, en Ecce homo (§ 3), el propio Nietzsche da cuenta de aquel cambio fundamental:

«Lo que entonces se decidió en mí no fue, acaso, una ruptura con Wagner […]. Una impaciencia conmigo mismo hizo presa en mí; yo veía que había llegado el momento de reflexionar sobre mí. De un solo golpe se me hizo claro, de manera terrible, cuánto tiempo había sido ya desperdiciado -qué aspecto inútil, arbitrario, ofrecía toda mi existencia de filólogo, comparada con mi tarea-. […] Habían pasado diez años en los cuales la alimentación de mi espíritu había quedado propiamente detenida, en los que no había aprendido nada utilizable […]. Me vi, con lástima, escuálido, famélico: justo las realidades eran lo que faltaba dentro de mi saber, y las “idealidades”, ¡para qué diablos servían! -Una sed verdaderamente ardiente se apoderó de mí: a partir de ese momento no he cultivado de hecho nada más que fisiología, medicina y ciencias naturales […]. Entonces adiviné también por vez primera la conexión existente entre una actividad elegida contra los propios instintos, eso que se llama “profesión” (Beruf), y que es la cosa a la que menos estamos llamados, -y aquella imperiosa necesidad de lograr una anestesia del sentimiento de vacío y de hambre por medio de un arte narcótico, -por medio del arte de Wagner, por ejemplo»

Su viaje a Italia, por tanto, permite a Nietzsche descubrir su auténtica vocación, la de convertirse en filósofo. Alejado del a su juicio poco fértil pesimismo de Schopenhauer y del cada vez más acendrado cristianismo de Wagner, Nietzsche propone su más fuerte deseo: desarrollar un pensamiento que reflexione no sobre el sufrimiento y la muerte, sino sobre la vida. En Italia descubre el valor de la verdadera amistad, acompañado de su inseparable Paul Rée, y será allí donde, junto con éste y Mawilda von Meysenburg, decidan crear una asociación de espíritus libres que, guiados por un sano y vital sentimiento, deseen desentrañar los vericuetos más enrevesados que conducen a la verdad; o como ellos lo llamaban, un “ministerio internacional de educación”.

Nietzsche sentía, como relata Paolo D’Iorio, que “el norte de Europa había agotado toda su juventud, pero también que él tenía bastante espíritu para recomenzar una nueva vida en el sur”. Fue también en Italia donde Wagner y el filósofo se encuentran por última vez, donde aquél confiesa a éste sus delirios musicales y estéticos sobre el mito del grial y la última cena, lo que provocó en Nietzsche un inmediato y contundente rechazo. La amistad y afinidad intelectual existente en otro tiempo entre ambos quedaba así disuelta, y no tendrían dudas en atacarse mutuamente en lo sucesivo. Cuando fallece el compositor, Nietzsche dirige estas elocuentes palabras a su amiga Mawilda von Meysenburg (21 de febrero de 1883): “La muerte de Wagner me ha afectado terriblemente; y aunque me he levantado de la cama, todavía me resiento. Creo, sin embargo, que este acontecimiento a la larga supondrá un alivio para mí. Ha sido duro, muy duro, tener que ser durante seis años el adversario de alguien que uno ha estimado y querido tanto como yo he querido a Wagner […]. Wagner me ha ofendido mortalmente -¡quiero que usted lo sepa!- su lento retorno a rastras al cristianismo y a la Iglesia lo he sentido como un insulto personal: toda mi juventud con sus aspiraciones me parecía contaminada, porque había rendido homenaje a un espíritu capaz de este paso. […] Ahora considero ese paso como el paso de un Wagner que envejecía; es difícil morir en el momento justo”.

En algunos de los borradores (1886) de Humano, demasiado humano, Nietzsche repasa este capital episodio y se refiere a él como una “huida”: “Yo quería sólo al Wagner que yo he conocido, un ateo honesto e inmoralista, que inventó el personaje de Sigfrido, el de un hombre perfectamente libre”. En la versión final del prólogo, se referirá a Wagner como una suerte de desesperado que se postra ante los pies de la cruz, fatalmente vencido por el fanatismo del idealismo romántico. Un suceso doloroso que, sin embargo, hizo al pensador mucho más fuerte, y que lo empujó a buscar y seguir más fervientemente el hilo de su vocación filosófica. En definitiva, como reza otro de sus fragmentos póstumos (41 [2]), Nietzsche había comenzado a transitar el camino de “aquel que se independiza de su maestro y finalmente encuentra su propio camino“.

Arthur Schopenhauer y Richard Wagner, aunque nunca olvidados, quedaban atrás en el itinerario teórico -pero sobre todo vital- de Nietzsche. Italia le mostró una nueva faceta del ser, de tratar con su entorno y consigo mismo, de vivir y morir. En carta a Louise Ott (diciembre de 1876), el filósofo escribe que “En nuestro pequeño círculo hay mucha reflexión, amistad, proyectos, esperanzas, en suma, una buena porción de felicidad; lo percibo a pesar de los muchos padecimientos y las malas expectativas de mi salud”. Unos meses más tarde mostraba su miedo a que aquella experiencia expirara: “lo que más temo es el momento en que esto se termine. El nuestro es un modo singular de vida en común, que quizás sea único; pero se ejecuta a la perfección, y nosotros formamos una familia tan unida que nadie se lo puede imaginar”.

Como más tarde escribiría en el Zaratustra (“La canción de los sepulcros”), donde Nietzsche se refiere a una sana voluntad que avanza silenciosa a través de los años, “sólo donde hay sepulcros hay resurrecciones”: sólo cuando se tiene el valor de acabar con lo heredado, con lo muerto, con lo frecuentado, surge la valentía de pensar por sí mismo, de destapar las mentiras y construir la verdad. Y es que, como leemos en Aurora, “El hombre sigue siendo el dios que se ha perdido a sí mismo”. Fue en Italia donde Nietzsche inició la recuperación de esa divinidad interior, perdida a fuerza de seguir, en sus palabras, “insanos instintos”.

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