Pese a los muchos siglos de religiones modernas, en el fondo de nuestras conciencias alienta un animismo primitivo que tiene que ver con lo natural más que con la filosofía y la ciencia
A coger el trébole (el trébol de cuatro hojas, ese que da buena suerte), encender y saltar hogueras o bañarse en los ríos o en el mar bajo la Luna: millones de personas en el mundo saldrán un año más de sus casas la noche de este domingo, cumpliendo con un rito pagano para unos y cristiano para otros. La noche de San Juan, aunque no coincide exactamente con el solsticio de verano (el de invierno en el hemisferio sur) tiene su origen en él y como tal es tomado por muchísimas personas, que consideran la fiesta una celebración panteísta. Pese a los muchos siglos de religiones modernas, en el fondo de nuestras conciencias alienta un animismo primitivo que tiene que ver con lo natural más que con la filosofía y la ciencia.
A la vez que el mundo avanza hacia la tecnificación robótica, que la informática y la astronomía conectan el conocimiento humano y el universo, cada vez menos ignoto, la humanidad sigue teniendo necesidad de misterio, de algo que la haga sentir viva por encima de la tecnología. Enganchados a móviles y a ordenadores, necesitamos a la vez sentir que estos no lo solucionan todo y que hay algo que se les escapa, algo que nos pertenece y que ya estaba dentro de nuestros espíritus antes de que aparecieran ellos. Algo que tampoco tiene que ver con la religión como nos la presentan, en todo caso con sus antecedentes mágicos. En el fondo de todos nosotros, lo queramos o no, hay un eco de la historia de ese tiempo en el que las preguntas aún no tenían respuestas, o por lo menos no todas ellas.
La noche de San Juan en Occidente va unida a la superstición, una rémora para quienes consideran que todo tiene una explicación científica. Posiblemente estén en lo cierto, pero eso no les faculta para descalificar a quien necesita creer en algo diferente de lo que la tecnología y la ciencia nos presentan como único real. Sin entrar en creencias milenaristas o en fantasías heterodoxas, de esas que las televisiones también nos venden como si fuera una publicidad más, hay gente que necesita seguir pensando para vivir que no todo tiene explicación y que cabe aún el misterio en este mundo, llámese poesía o representación sin más. Por eso, en noches como estas, la de San Juan o la de Navidad, la más corta y la más larga dependiendo de los hemisferios terrestres, todos sentimos un estremecimiento y un desasosiego que tratamos de convertir en fiesta, para no reconocer que nos asusta el misterio del tiempo y nuestro desvalimiento como especie, en medio del gran enigma del universo y de la eternidad que intuimos detrás de él. “El mayor de los soles en un lado / y del otro luna nueva / lejos de la memoria como aquellos pechos / Y en medio el abismo de la noche estrellada, / el cataclismo de la vida”, escribió el poeta griego Yorgos Seferis mirando el cielo de Atenas un solsticio de verano, sin saber que esa noche quedaría para siempre prendida de su poema como de tantos poemas escritos por tantos hombres y mujeres a lo largo de la historia, la mayoría de ellos perdidos para siempre con las luces de la noche, con las hogueras y las ilusiones brotadas al calor de su fantasía, tan fugaz. Otro poeta, este de la pintura, lo escribió con sus pinceles en un lienzo cuyo título, Nocheestrellada, resume todos esos poemas, los conocidos y los por escribir. “Las piedras de molino muelen todo / y todo en astros se convierte / En vísperas del día más extenso”, dejó escrito Seferis.
Omar Khayyam: el hombre que cambio la forma de medir el tiempo
Gran matemático persa, astrónomo, filósofo y poeta, nos dejó la actualización del calendario zoroástrico y los rubaiyat o cuartetos
Alberto López
Si en algunos países de Oriente preguntáramos quién es Omar Khayyam nos encontraríamos con una respuesta que no coincidiría con lo que en Occidente conocemos de él y es su contribución al mundo de las ciencias, en concreto a las matemáticas (las ecuaciones y el quinto postulado de Euclídes), a la astronomía (participo en el nuevo calendario persa conocido como jalaliana o seliuk que se sigue utilizando hoy en día en Irán y Afganistán), y a la filosofía (fue seguidor de Avicena).
Gracias a la traducción del Rubaiyat que hizo Edward Fitzgerald a mediados del siglo XIX comenzó a ser conocido como poeta en Europa y América.
De su vida conocemos que nació en la ciudad de Nishapur (Irán) el 18 de mayo del año 1048 y que falleció en el mismo sitio el 4 de diciembre de 1131. Su nombre fue Omar ibn Ibrahimal-Khayyami y pasó a utilizar Khayyam al dar a conocer sus poemas (en árabe significa fabricante de tiendas).
La provincia donde vivió Omar Khayyamera un lugar próspero (con tierras fértiles) y que estaba situado en la ruta de comercio entre China y el Mediterráneo lo que permitió vivir en un lugar que estaba abierto al mundo, al que llegaban comerciantes que provenían de muchas partes de la tierra y que además de traer mercancías intercambiaban ideas, formas de ver la vida y compartían su cultura, eso le permitió a Khayyam tener una mente abierta y un conocimiento muy amplio de muchas materias.
Antes de dedicarse a la literatura su vida se centraba en la astronomía y las matemáticas y durante muchos años investigo y realizó numerosos descubrimientos. Es en éstas disciplinas donde más nos sorprende. Por ejemplo en matemáticas hay un término que utilizamos para despejar ecuaciones que es la x, pues él la llamó shay (cosa, algo), al pasarse a castellano se pronunciaría xay, y de ese sonido a la inicial x. Otro ejemplo de destreza en matemáticas es que aunque no se demostraría hasta más tarde OmarKhayyamdefendía que no se podían realizar ecuaciones de tercer grado con regla y compás y habría que esperar a Descartes en el siglo XVII que demostraría la teoría de las ecuaciones de tercer grado. Fue también pionero en el tema de las fracciones y de los binomios y nos dejó numerosos tratados y estudios.
Respecto a la astronomía, ya hemos citado anteriormente su participación en la modificación del calendario persa que se basaba en el calendario lunar y en la investigación que llevó a cabo y que le permitió calcular la duración de un año exacto sin errores, desmintiendo la teoría de que el año tenía 365 días, lo cual no era correcto, su cálculo era mucho más preciso que él del calendario gregoriano. También le encargaron dirigir en la ciudad de Isfahán un observatorio astronómico y lo hizo durante muchos años pero a la muerte de su mentor sufrió ataques de los musulmanes ortodoxos.
Otro aspecto que conocemos es que peregrino una vez en su vida a la Meca, y que entre otros trabajos fue profesor de matemáticas, historia, medicina, filosofía y juez en su ciudad natal.
Decís que correrán ríos de vino, ¿Es el paraíso una taberna? Decís que todo fiel tendrá dos huríes(vírgenes), ¿Es el paraíso un burdel?
OMAR KHAYYAM
En cuanto a la poesía se le atribuyen muchas obras (entre quinientas y mil) pero lo más seguro es que unas doscientas sean realmente suyas. Sus poemas hablan de las cosas buenas de la vida, del amor, de los placeres terrenales, del vino, pero si uno ahonda un poco más, se encuentra con una profunda reflexión sobre la existencia humana, sobre la religión, el universo y la naturaleza y detrás de todo ello una visión pesimista del mundo. Aprovechaba en sus escritos para hacer una crítica a la sociedad del momento, a la religión y la educación. Utilizaba estrofas formadas por cuatro versos dodecasílabos con un esquema de rima A-A-B-A escritos en lengua farsí. Sus versos empleaban siempre un vocabulario ingenioso, divertido y un tono sarcástico.
La manera en la que llegó a Europa la obra de Khayyam, es muy curiosa, Cowell un inglés que hablaba persa descubrió uno de los manuscritos de Omar en una biblioteca (Bodleian) y Fitzgerald comenzó a trabajar en ella y darla a conocer. Y tal ha sido su difusión que podemos decir que hay un cráter lunar que se llama Omar Khayyam, y que escritores de la talla de Borges, Wilde, Juan Ramón Jiménez hacen referencia en sus obras al autor persa.
Sin duda alguna Khayyam se adelantó al Renacimiento, fue un hombre completo en todos los sentidos, con una amplia formación, pero sobre todo con un gran interés por desvelar los misterios del mundo, por dar respuestas. Lo que había dentro de él era un deseo de conocer el porqué de las cosas, pero sobre todo una búsqueda del sentido de la vida. Sus palabras y sus versos nos hablan del ser humano en todas sus dimensiones y desde lo más profundo de sus ser. Lo conocemos como poeta, pero su legado es tan inmenso que desde que somos pequeños y cuando comenzamos nuestros estudios sus descubrimientos forman parte de nuestro aprendizaje y nos acompañarán a lo largo de toda nuestra vida.
En los últimos años proliferan partidos y gobiernos de ultraderecha que amenazan la democracia
Las revoluciones modernas trataron de crear sociedades libres y justas. Y para ello construyeron las instituciones democráticas y un sistema educativo público. Porque no puede haber democracia sin una ciudadanía bien formada. Desde la escuela hasta la universidad, comenzó a enseñarse todo tipo de conocimientos: humanidades, artes, ciencias sociales y saberes técnicos y profesionales. Si estos últimos son útiles para la mejora de las condiciones materiales de vida, los primeros son imprescindibles para la comprensión de las sociedades y la formación integral de las personas.
Hoy, sin embargo, está ocurriendo lo que hace unos años parecía imposible. Están proliferando gobiernos de ultraderecha que son una amenaza para la democracia y el pensamiento libre. El caso de Brasil es paradigmático. El presidente Bolsonaro y su ministro de Educación pretenden recortar las carreras de filosofía, sociología y humanidades, porque son un lujo para «personas muy ricas» (el argumento populista) y no «generan un retorno inmediato» (el argumento economicista). Apelan al precedente de Japón, cuyo ministro de Educación envió en 2015 una orden a las universidades exigiéndoles «abolir los estudios de ciencias sociales y humanas». Esa orden provocó una oleada de críticas, incluso por parte del empresariado, y enseguida fue anulada. Esperemos que ocurra lo mismo en Brasil. La Red Iberoamericana de Filosofía ya ha exigido una rectificacióny la movilización nacional e internacional no deja de crecer.
Para entender lo que ocurre en Brasil, recordemos la historia europea. Cuando surgieron los regímenes totalitarios del siglo XX, uno de sus objetivos fue la destrucción de la cultura, la quema de libros, la persecución de profesores, artistas y pensadores. El conocimiento se redujo a los saberes técnicos necesarios para mover la maquinaria económica y militar. Se trataba de convertir a la ciudadanía en una masa ignorante y manipulable. Es lo que Ortega y Gasset llamó «la barbarie del especialismo».
El 12 de octubre de 1936, en la Universidad de Salamanca, el general sublevado Millán-Astray, fundador de la Legión, le gritó al rector Miguel de Unamuno, escritor y filósofo: «¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!». Unamuno le respondió: «Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis». Con el apoyo de Hitler y Mussolini, Franco destruyó las instituciones democráticas de la II República y trató de matar la inteligencia de todo un pueblo. No lo logró, pero la represión de los maestros y profesores fue brutal, y muchos intelectuales se exiliaron a países como México. La sociedad española tiene una deuda con todos ellos que todavía no ha sido saldada.
La derrota de Hitler y Mussolini abrió un nuevo ciclo histórico en Europa, durante el cual se construyeron los Estados de bienestar. No fue solo una época de desarrollo económico, sino también de justicia social, democratización de las instituciones, conquista de derechos civiles y generalización de la educación y la cultura. Pero, tras la llegada al poder de Thatcher en Reino Unido y Reagan en Estados Unidos, se inició una nueva etapa dominada por el neoliberalismo. Su objetivo: desmontar todas las conquistas democráticas, sociales y culturales de los Estados de bienestar. Es decir, someter la vida de las personas a una nueva servidumbre: la dictadura del mercado capitalista. Las políticas neoliberales comenzaron a socavar de nuevo el sistema público de educación, ciencia y cultura, y a reorientarlo hacia los saberes técnicos patentables y mercantilizables. Una vez más, se trataba de convertir a la ciudadanía en una masa de productores y consumidores fácilmente manipulable.
Tras la crisis de 2008, las políticas de recortes sociales y la precarización generalizada, hemos entrado en un nuevo ciclo en el que proliferan los partidos neofascistas, eufemísticamente llamados populistas. Este fenómeno recorre Europa y América, de Hungría a Reino Unido, de Suecia a España y de Estados Unidos a Brasil. El neofascismo retoma algunos elementos del pasado (autoritarismo, machismo, xenofobia, etcétera) y los combina con otros del ideario neoliberal (privatización de servicios públicos, precarización del empleo, bajada de impuestos, etcétera). Ambos tienen en común el socavamiento de la democracia y de la educación pública.
Ante los grandes retos sociales, tecnológicos y ecológicos a los que se enfrenta hoy la humanidad, necesitamos renovar y fortalecer nuestra democracia, pero también nuestro sistema educativo, para que la ciudadanía pueda adquirir una formación lo más amplia e integral posible. No podemos permitir que las humanidades y las ciencias sociales sean eliminadas de las escuelas y las universidades. La barbarie se abre camino con medidas como esta. Tenemos que oponernos a los enemigos de la educación y la cultura. Prescindir de la filosofía y de la sociología es una mayúscula aberración.
María José Guerra es presidenta de la Red Española de Filosofía (REF) y catedrática de Filosofía Moral de la Universidad de La Laguna. Antonio Campillo ha sido presidente de la REF y es catedrático de Filosofía de la Universidad de Murcia.
Hay una tradición masculina en la filosofía. Pero no hay una tradición de las autoras que recupere otros puntos de vista y otras perspectivas. La filosofía feminista se encarga de hacerlo y de dar visibilidad a las mujeres que tuvieron mucho que aportar a la historia de la filosofía y el pensamiento.
Por Amalia Mosquera
En Cenar con Diotima, publicado por Herder, Anna Pagès, su autora, reivindica el papel de la filosofía feminista. Esta, como ella misma explica, es un movimiento de autoras que reconstruyen el canon filosófico incluyendo en él las obras de mujeres que en diferentes épocas han hecho aportaciones a la filosofía, pero estas no han sido incorporadas al contenido clásico que se enseña y se transmite en el ámbito filosófico. “En este sentido, no podemos hablar de una ‘filosofía femenina’ en la medida en que lo femenino no es una esencia que atraviese todas las épocas históricas. Lo femenino es simplemente una atribución y una construcción social, económica, política de un determinado momento. Hablar de filosofía femenina sería una manera de tergiversar la propia inteligencia y sabiduría de las mujeres en diálogo con los autores”.
La feminidad, lo femenino y el feminismo
Recorremos el significado de cada uno de estos conceptos de la mano de Anna Pagès, que imparte Filosofía de la Educación en la Facultad de Psicología y Ciencias de la Educación-Blanquerna, de la Universidad Ramon Llull, de Barcelona.
La feminidad, nos explica Pagès, es una pregunta abierta que tiene que ver con las historias en singular a propósito de qué significa ser mujer en un momento determinado.
Lo femenino, por su parte, es una representación histórica de lo que se considera como tal. La filósofa estadounidense Judith Butler lo llamaría lo “performativo” de cada época, y, por tanto, históricamente variable y cambiante.
El feminismo tiene que ver con la militancia, con la defensa de la justicia y de la equidad entre hombres y mujeres; “el feminismo es una forma de movilización colectiva, lo que hace que salgamos a la calle”, dice Pagès.
“La filosofía feminista es un movimiento de autoras que reconstruyen el canon filosófico incluyendo la obra de mujeres que han hecho aportaciones a la filosofía pero no han sido incorporadas al contenido que se enseña en el ámbito filosófico”
Los tres conceptos están presentes en su libro Cenar con Diotima. De El banquetede Platón, a Pagès le gustó desde la primera vez que lo leyó, hace ya muchos años, que trataba el tema del amor, pero sobre todo, su dimensión teatral, la supuesta ‘juerga filosófica’ de estos hombres que se encuentran para cenar: su grandilocuencia y vanidad. Lo que más le impactó, dice, fue cómo Sócrates introducía a su amiga Diotima atribuyéndole un saber a propósito del mito del nacimiento del amor. Y le sorprendió el hecho de que la figura de Diotima fuera tan importante, pero al mismo tiempo se dijera tan poco sobre ella en el texto. La idea de Diotima estaba presente en aquella cena, sobrevolaba constantemente…, pero ella, Diotima, no estaba.
Filósofas invisibles
“El libro surgió porque, en el año 2005, el Instituto catalán de la Mujer financió una investigación que se llamaba precisamente ‘Proyecto Diotima’ –nos cuenta Anna Pagès–. Para esta investigación hicimos un trabajo de campo que consistió en preguntar a hombres y mujeres filósofos y filósofas, profesores titulares y catedráticos de las principales universidades catalanas, qué pasaba con la mujeres y la filosofía: por qué había pocas autoras, por qué estaban tan poco presentes, cuál creían que era el motivo de la invisibilidad de las autoras filósofas en los programas y planes de estudios del grado de filosofía en las universidades. La mayoría de los hombres contestaron que no se sabía, que era un enigma, un misterio, que a lo mejor había una razón histórica…, pero les resultaba muy difícil formular una pregunta en los términos en que la filosofía formula otras preguntas, como qué es la belleza, que es el bien, qué es la justicia, qué es el amor…. Qué es la feminidad o qué es una mujer era una pregunta que no se atrevían a plantear. En muchos de los discursos de los académicos filósofos descubrimos una especia de ‘escondite’; se escondían de esta pregunta. Y así surgió la idea del libro Cenar con Diotima. A partir de Diotima, esa primera historia que nos sirve de acompañante y ‘cómplice’, quería poder contar otras historias”.
“Qué es la feminidad o qué es una mujer era una pregunta que los académicos filósofos no se atrevían a plantear”
Con Diotima en la cabeza y como hilo conductor principal del libro, la idea era analizar una serie de relatos afines a la conversación con Sócrates y a la cuestión de la filosofía y la feminidad. ¿Qué diferencia hay entre filosofía y feminidad y una filosofía feminista? “Hay que distinguir entre feminismo y feminidad, pero son dos aspectos relacionados. El feminismo es un movimiento colectivo político-social de reivindicación de los derechos de las mujeres en pro de la igualdad de derechos y una mayor justicia social para ellas –explica Pagès–. El momento actual no puede entenderse sin los feminismos ni sin la militancia de los feminismos en nuestro tiempo”. Sí, los feminismos, en plural, porque, aclara, “no es lo mismo el feminismo de Martha Nussbaum que la teoría de género de Judith Butler; el punto de vista de Linda Zerilli o la perspectiva de Julia Kristeva, por ejemplo”.
La feminidad no es una respuesta, es una pregunta
“No hay una esencia de la feminidad sino como pregunta, y tiene que ver con las singularidades en primera persona de cada una de las mujeres que, a partir de su propia historia y de su propio recorrido biográfico, se preguntan sobre la feminidad. A todas nosotras, por la educación que hemos recibido, por el lugar en el que hemos nacido, por la relación que hemos tenido con nuestras madres, nuestras abuelas, nuestras hermanas, nuestras primas, nuestras profesoras, las autoras que hemos leído…., hemos heredado lo que Judith Butler llamaría una ‘performatividad de la feminidad’, que vendría a ser una manera de estar en el mundo”, dice Anna Pagès. “La interrogación sobre esto tiene que ver con la feminidad. La pregunta sobre la feminidad es una pregunta abierta formulada en primera persona, por eso no se puede contestar con una respuesta universal; la respuesta es contar una serie de relatos. En la filosofía, cuando nos hacemos esta pregunta: ¿qué es la feminidad?, la respuesta es: lo que transcurre en múltiples narrativas”. Por eso en Cenar con Diotima Anna Pagès recorre distintas historias de diferentes mujer, en distintas situaciones y distintas épocas, que han, no tanto respondido a la pregunta, sino formulado la pregunta en sus propios términos.
“La pregunta sobre la feminidad es una pregunta abierta formulada en primera persona, por eso no se puede contestar con una respuesta universal; la respuesta es contar una serie de relatos”
El feminismo es hoy un movimiento fundamental; lo femenino está porque tiene que ver con las circunstancias históricas, “pero tal vez hemos abordado poco y no siempre desde la filosofía la pregunta sobre la feminidad”, reflexiona Anna Pagès. La filosofía feminista plantea algo que tiene que ver con el concepto de la tradición, la transmisión y la memoria en femenino. “Esto significa que incorporamos obras de autoras que han sido olvidadas o escondidas, que no han sido visibles. Y eso implica reconstruir la tradición filosófica a partir de huecos o vacíos que no habían sido cubiertos. El trabajo de restitución de la memoria histórica de las mujeres filósofas contribuye también a cuestionar el concepto mismo de tradición, cómo se expresa la tradición, en qué términos, y las modalidades de transmisión académica, escolar, universitaria… de una tradición que se modifica. Esta doble dimensión de transmisión por un lado y reconstrucción por otra es muy característico de la filosofía feminista”.
El filósofo, profesor, escritor y articulista Santiago Navajas nos trae uno de los libros más originales y agradables de lo que llevamos de año: Esto no estaba en mi libro de historia de la filosofía(Almuzara), un acercamiento a esas realidades filosóficas que, por una u otra razón, la historia ha preferido ocultar u obviar.
Por Jaime Fdez-Blanco Inclán
Navajas nos presenta historias que han sido olvidadas en mayor o menor medida en los libros de texto de filosofía, mientras nos explica las figuras protagonistas, los contextos sociales, las relaciones socioculturales y los cambios políticos que están detrás, en la mayoría de los casos, de ese aislamiento.
Así, nos encontramos con un estudio en profundidad que nos explica, por ejemplo, la responsabilidad de la religión cristiana a la hora de tumbar la filosofía griega; un análisis detallado de por qué hay que considerar a Santa Teresa de Jesús (y a Hildegarda von Bingen) como una de las primeras feministas de la historia, las incoherencias de Marx y Engels entre su pensamiento y sus propias vidas, el papel de la fe religiosa en la sociedad actual o las razones que hicieron que, pese a su nazismo confeso, Heidegger enamorara a las masas mucho más que los grandes logros en epistemología y filosofía científica e histórica de Ernst Cassirer.
Historia y filosofía, de la mano
Todas estas afirmaciones de Navajas se realizan bajo una óptica racional y lógica, haciendo referencia a hechos históricos reales, constatables, que enlazan con las ideas filosóficas que fueron, en última instancia, la principal causa de esos hechos, cambios y revoluciones que la historia ha contemplado.
Se agradece en el libro el lenguaje usado, que huye de farragosas explicaciones y reflexiones poco menos que encriptadas (que haberlas, haylas), que permiten al lector, ya sea novato u académico, adentrarse en el texto, sorprenderse y aprender, que es, a fin de cuentas, de lo que se trata.
No es solo un texto de anécdotas; es un libro profundo, capaz de conquistar tanto al novel como al amante de la filosofía pura y dura, muy bien escrito, que une cercanía con academicismo a partes iguales
Desde el principio, el autor incide poderosamente en la importancia por recuperar para la filosofía el papel que le es propio y que tanto peso ha tenido en la historia. Si hay quien dice que la búsqueda de la sabiduría es algo poco práctico y descartable en los planes de estudio, Navajas se encarga de demostrar que no es así, que somos seres racionales y libres que no queremos renunciar a dichos atributos, lo que no haría más que aportarnos miseria y oportunidades perdidas.
Buena parte del encanto del libro de Navajas está en la capacidad del autor para hilvanar las ideas descritas con los sucesos históricos en los que se forjaron y las consecuencias en las que desembocaron. Más allá de la coherencia que eso transmite a las tesis –demostradas por hechos–, lo que de verdad atrapa al lector es el peso que la filosofía, el pensamiento, las ideas han tenido en el devenir de la historia.
Comprender que ideas bajo las que hoy vivimos estaban ya en el pensamiento protoliberal de Juan de Mariana, entre otros, u observar los regímenes totalitarios del siglo XX con el telón de fondo de las ideas políticas de Platón, Hobbes, Marx o Nietzsche, anima al lector a continuar leyendo para, en esencia, comprender hasta qué punto su existencia, la forma en que vive y se desarrolla, son consecuencia directa del auge o decadencia de determinadas tesis filosóficas. El pensamiento establece el rumbo, y los hechos históricos provocadas por esas ideas nos permiten atisbar el fin.
Incluso quien jamás ha prestado especial atención a la filosofía deberá aceptar, tras la lectura de este libro, lo condicionada que está su vida respecto a las ideas que postularon esos principios. Un logro notable, amén de –como el autor explica– un impulso por despertar el ansia de aprender del lector. Y es que, generalmente, la visión que tenemos de los filósofos, como bien indica el libro, es “como si vivieran poco menos que en el aire”. Tan centrados en sus teorías y reflexiones que nos da la impresión de que sus vidas se desarrollaron alejadas de la realidad que a los demás nos toca transitar. Obviamente, esto no es así. Todos ellos fueron personas normales y corrientes fuera de su excelencia intelectual, con sus problemas, sus dudas y sus experiencias al margen de sus elucubraciones teóricas. Algunos se jugaron la vida por sus ideas, otros decidieron abiertamente tomar partido por los sucesos de su tiempo, y no pocos se enfrentaron con aquellos que no compartían sus tesis. La filosofía, y los filósofos con ella, se desarrollaron en la historia como ocurre con la vida de cada uno de nosotros, y eso es uno de los grandes reclamos de este libro: el traer a los pensadores, pero sobre todo a su pensamiento, a la tierra.
“Eliminar asignaturas filosóficas supondría por parte de los ministros la aceptación implícita de que la filosofía supone oposición al sistema democrático, lo que es absurdo, o a la ideología del gobierno, lo que sería revelador”. Santiago Navajas
En defensa de la filosofía en las aulas
Mención aparte merece la introducción del libro, en la que el autor hace una defensa a ultranza de la filosofía como materia necesaria, en estos tiempos en los que el pragmatismo –necesario, sin duda– termina pecando por exageración.
Nos advierte Navajas algo que quizás los políticos no se han parado a pensar con detenimiento y es la faceta que muestran al devaluar esta materia: “Eliminar asignaturas filosóficas supondría por parte de los ministros la aceptación implícita de que la filosofía supone oposición al sistema democrático, lo que es absurdo, o a la ideología del gobierno, lo que sería revelador”.
Si algo ha demostrado la filosofía es que es “la materia que mejor combina el pensamiento crítico con las herramientas para procesarlo”. No es, por tanto, una enseñanza caduca que debe ceder necesariamente el paso a otros conocimientos con mayores posibilidades mercantiles. Es, por el contrario, terriblemente necesaria, tanto para nuestra vida personal como a un nivel colectivo y social. Sin ella no es posible la creencia justificada o la acción razonada, como tampoco lo es la diferenciación entre aquellas que lo son y las que no. No hay ninguna disciplina capaz de abrir mentes como esta que nos ocupa. Hacemos un flaco favor a las nuevas generaciones privándoles o reduciendo su papel en la formación, pues es lo que desarrolla la principal facultad que nos permite enfrentarnos al mundo y habitar en él: la razón instrumental.
A pesar de que, por su título, uno pudiera pensar que el contenido del libro es un mero anecdotario, la realidad de Eso no estaba en mi libro de filosofía es mucho más.El de Navajas es un libro profundo, capaz de conquistar tanto al novel como al amante de la filosofía pura y dura. A su perfecto equilibrio entre filosofía e historia le añade otra virtud remarcable: la legibilidad. Y es que, más allá de su contenido filosófico, se trata de un libro muy bien escrito, que une cercanía con academicismo a partes iguales, lo cual siempre es de agradecer dentro del mundo del pensamiento.
Cambiamos de idea no solo cuando esta idea es buena, sino también cuando el ambiente es propicio
Quizás discutir en redes sociales con desconocidos no sea el mejor escenario para el intercambio pausado y sensato de ideas. Solemos tomarnos por personas muy racionales que examinan argumentos de forma concienzuda y que después toman una decisión lo más objetiva posible. Pero no es así: nuestras opciones son intuitivas, emocionales y sesgadas. No se trata de que las emociones empañen nuestro juicio, sino que forman parte de él. Sin ellas, no podríamos tomar decisiones morales, como prueban los estudios de António Damásio con personas lesionadas en la corteza prefrontal, la zona del cerebro que interpreta y analiza las emociones. Es decir, necesitamos las emociones para tomar decisiones morales. No tiene sentido valorar los pros y los contras de matar a nuestra abuela, por ejemplo. Simplemente, rechazamos la idea. Podemos encontrar razones para no hacerlo, claro, pero eso viene después.
O, como decía Hume hace doscientos cincuenta años, “la razón nos instruye acerca de las varias tendencias de las acciones, y el sentimiento humanitario hace una distinción a favor de aquellas que son útiles y beneficiosas”, ya que “la razón, al ser fría y desapasionada, no motiva la acción y solo dirige el impulso recibido del apetito o inclinación, mostrándonos los medios de alcanzar la felicidad o de evitar el sufrimiento”.
Tampoco evaluamos cuestión por cuestión, sino que adoptamos patrones o, como dice Jonathan Haidt, matrices morales con las que interpretamos todas las cuestiones sociales y políticas. Por ejemplo, si nos consideramos de izquierdas, es muy probable que estemos a favor de la separación entre Iglesia y Estado, de una ley del aborto más abierta que la actual, de una educación y sanidad públicas, de que los catalanes puedan votar en un referéndum y que tanto los toros como las declaraciones de Aznar nos revuelvan el estómago. En cambio, una persona de derechas muy posiblemente defienda la labor social de la iglesia, considere que el aborto es un crimen, crea que las empresas deberían tener más flexibilidad para contratar y despedir a sus trabajadores, y opine que Zapatero ha sido el peor presidente de la democracia.
Estas matrices reúnen las ideas acerca del mundo y de la sociedad que hemos aprendido en familia y con nuestros amigos, y las usamos para examinar de modo intuitivo los hechos posteriores. Es como si hubiéramos comprado un lote de opiniones al que vamos añadiendo complementos que encajan. Por supuesto, hay excepciones y diferencias personales, pero menos de las que cabría esperar si fuéramos tan racionales como creemos.
Esto significa que en el instante en el que se nos presenta una opinión contraria a la nuestra, la rechazamos de plano porque no encaja en nuestra visión del mundo. Es un rechazo instintivo y emotivo, que solo racionalizamos y justificamos a posteriori, convirtiéndonos en víctimas del sesgo de confirmación: los datos que apoyan nuestras ideas nos parecen relevantes y convincentes, pero somos escépticos con aquellos que las contradicen. Es más, según Haidt la razón no habría evolucionado para hacernos más hábiles a la hora de buscar la verdad, sino para justificarnos. Algunas de sus funciones se entienden en el contexto de nuestra relación con los demás, “como salvaguardar nuestra reputación y convencer a los demás de que nos apoyen”.
¿Cuándo fue la última vez que cambiaste de opinión sobre algo importante? Y, cuando ha ocurrido, ¿lo has hecho en público y tras una discusión acalorada o ha sido más bien un proceso gradual y discreto?
Basta asomarse a Twitter para ver toda esta maquinaria en funcionamiento. ¿Que una encuesta dice que nuestro partido predilecto va a perder las elecciones? Cuidado, probablemente esté manipulada. Si esa misma encuesta nos da la razón, damos la vuelta al argumento sin pestañear: “Incluso las encuestas que publica este medio, que suelen estar manipuladas, me dan la razón”.
No solo ocurre en Twitter, claro. Pensemos, por ejemplo, en las discusiones entre economistas: ¿el empleo crece cuando sube la inversión pública o cuando se recortan los impuestos? Bueno, pues depende de a quién preguntes y de los datos que escoja para probar la teoría en la que ya creía antes de ponerse a trabajar.
Esto no significa que nadie cambie de opinión nunca, economistas incluidos. Pero si echamos un vistazo a nuestras propias creencias, podemos ver que lo hacemos muy pocas veces a lo largo de la vida. ¿Cuándo fue la última vez que cambiaste de opinión sobre algo importante? ¿Cuántas veces lo has hecho? Y, cuando ha ocurrido, ¿lo has hecho en público y tras una discusión acalorada o ha sido más bien un proceso gradual y discreto?
De hecho, solemos mirar con suspicacia a quien cambia de opinión. Y eso que, por poco que lo pensemos, es absurdo mantener las mismas ideas que cuando teníamos veinte años. ¿Cómo es posible que acertáramos con las creencias correctas cuando aún no sabíamos casi nada del mundo? ¿Tan listos éramos que optamos por las ideas más racionales y sensatas ya en nuestra juventud?
Y cuando hemos entrado en una discusión, ¿lo hemos hecho para intercambiar ideas o para defender nuestra postura, rechazando de forma automática cualquier planteamiento de nuestro adversario y buscando razones que justifiquen este rechazo?
Esta última pregunta no es solo una exageración: según sostienen los neurocientíficos Hugo Mercier y Dan Sperber en The Enigma of Reason, la razón evolucionó en gran parte en un contexto social y para ayudarnos a sostener discusiones, persuadir y manipular. La conversación y el debate son las formas en las que evaluamos la fortaleza de nuestras opiniones. Por eso en redes sociales, un espacio público, queremos defender estas opiniones ante lo que a veces interpretamos como un asedio. No vemos muchas conversaciones tranquilas y educadas, sino más bien frasecitas supuestamente ingeniosas con el objetivo principal de que nuestros seguidores vean que somos listos y que estamos en el lado de los buenos. No es un intercambio de opiniones, es un espectáculo. No es extraño, pues, que las discusiones políticas en redes acaben polarizando aún más nuestras ideas.
De entrada, tendemos a unirnos a “equipos políticos que comparten narrativas morales”, escribe Haidt. Y, como recoge un estudio del instituto de análisis estadounidense Pew Research refiriéndose a las discusiones en redes, se acaban formando “dos grupos de debate diferentes que por lo general no interactúan el uno con el otro” y que entre sí están “muy interconectados”.
En esto influye el hecho de que los debates en redes a menudo se articulan en torno a unos pocos «superparticipantes», una minoría muy polarizada, muy activa y muy visible. Estos grupos separados forman lo que Eli Pariser definió en 2011 como “burbuja de filtros”: tendemos a seguir a personas que piensan como nosotros y, además, los algoritmos acaban configurando lo que vemos según nuestras preferencias (y nuestros “me gusta”), encerrándonos en una burbuja en la que cada vez estamos menos expuestos a ideas ajenas. A menudo solo nos llegan opiniones diferentes cuando alguien las comparte para hacer escarnio: “Mirad lo que dice este. Pero qué tonto”.
Esto no significa que crea que las discusiones sean siempre inútiles. Al contrario, el propio Haidt explica que hablar con otras personas es una de las formas más adecuadas para cambiar de opinión. Lo mismo dicen Mercier y Sperber: queremos que nuestras ideas “nos justifiquen en los ojos de los demás”. Y a veces “esto significa revisar las conclusiones que apoyan nuestras razones: cambiar de opinión o de curso de acción para que podamos justificarnos mejor”.
Pero la exposición a las buenas ideas que nos hagan cambiar de opinión ha de tener otro tono: cambiamos de idea no solo cuando esta idea es buena, sino también cuando el ambiente es propicio. Es decir, o bien cuando estamos entre amigos o bien cuando nos lleva la contraria alguien de quien nos fiamos. Vamos, lo contrario de lo que suele ocurrir en una discusión política habitual, y no solo en redes.
Quizás discutir en redes sociales con desconocidos no sea el mejor escenario para el intercambio pausado y sensato de ideas. Solemos tomarnos por personas muy racionales que examinan argumentos de forma concienzuda y que después toman una decisión lo más objetiva posible. Pero no es así: nuestras opciones son intuitivas, emocionales y sesgadas. No se trata de que las emociones empañen nuestro juicio, sino que forman parte de él. Sin ellas, no podríamos tomar decisiones morales, como prueban los estudios de António Damásio con personas lesionadas en la corteza prefrontal, la zona del cerebro que interpreta y analiza las emociones. Es decir, necesitamos las emociones para tomar decisiones morales. No tiene sentido valorar los pros y los contras de matar a nuestra abuela, por ejemplo. Simplemente, rechazamos la idea. Podemos encontrar razones para no hacerlo, claro, pero eso viene después.
O, como decía Hume hace doscientos cincuenta años, “la razón nos instruye acerca de las varias tendencias de las acciones, y el sentimiento humanitario hace una distinción a favor de aquellas que son útiles y beneficiosas”, ya que “la razón, al ser fría y desapasionada, no motiva la acción y solo dirige el impulso recibido del apetito o inclinación, mostrándonos los medios de alcanzar la felicidad o de evitar el sufrimiento”.
Tampoco evaluamos cuestión por cuestión, sino que adoptamos patrones o, como dice Jonathan Haidt, matrices morales con las que interpretamos todas las cuestiones sociales y políticas. Por ejemplo, si nos consideramos de izquierdas, es muy probable que estemos a favor de la separación entre Iglesia y Estado, de una ley del aborto más abierta que la actual, de una educación y sanidad públicas, de que los catalanes puedan votar en un referéndum y que tanto los toros como las declaraciones de Aznar nos revuelvan el estómago. En cambio, una persona de derechas muy posiblemente defienda la labor social de la iglesia, considere que el aborto es un crimen, crea que las empresas deberían tener más flexibilidad para contratar y despedir a sus trabajadores, y opine que Zapatero ha sido el peor presidente de la democracia.
Estas matrices reúnen las ideas acerca del mundo y de la sociedad que hemos aprendido en familia y con nuestros amigos, y las usamos para examinar de modo intuitivo los hechos posteriores. Es como si hubiéramos comprado un lote de opiniones al que vamos añadiendo complementos que encajan. Por supuesto, hay excepciones y diferencias personales, pero menos de las que cabría esperar si fuéramos tan racionales como creemos.
Esto significa que en el instante en el que se nos presenta una opinión contraria a la nuestra, la rechazamos de plano porque no encaja en nuestra visión del mundo. Es un rechazo instintivo y emotivo, que solo racionalizamos y justificamos a posteriori, convirtiéndonos en víctimas del sesgo de confirmación: los datos que apoyan nuestras ideas nos parecen relevantes y convincentes, pero somos escépticos con aquellos que las contradicen. Es más, según Haidt la razón no habría evolucionado para hacernos más hábiles a la hora de buscar la verdad, sino para justificarnos. Algunas de sus funciones se entienden en el contexto de nuestra relación con los demás, “como salvaguardar nuestra reputación y convencer a los demás de que nos apoyen”.
¿Cuándo fue la última vez que cambiaste de opinión sobre algo importante? Y, cuando ha ocurrido, ¿lo has hecho en público y tras una discusión acalorada o ha sido más bien un proceso gradual y discreto?
Basta asomarse a Twitter para ver toda esta maquinaria en funcionamiento. ¿Que una encuesta dice que nuestro partido predilecto va a perder las elecciones? Cuidado, probablemente esté manipulada. Si esa misma encuesta nos da la razón, damos la vuelta al argumento sin pestañear: “Incluso las encuestas que publica este medio, que suelen estar manipuladas, me dan la razón”.
No solo ocurre en Twitter, claro. Pensemos, por ejemplo, en las discusiones entre economistas: ¿el empleo crece cuando sube la inversión pública o cuando se recortan los impuestos? Bueno, pues depende de a quién preguntes y de los datos que escoja para probar la teoría en la que ya creía antes de ponerse a trabajar.
Esto no significa que nadie cambie de opinión nunca, economistas incluidos. Pero si echamos un vistazo a nuestras propias creencias, podemos ver que lo hacemos muy pocas veces a lo largo de la vida. ¿Cuándo fue la última vez que cambiaste de opinión sobre algo importante? ¿Cuántas veces lo has hecho? Y, cuando ha ocurrido, ¿lo has hecho en público y tras una discusión acalorada o ha sido más bien un proceso gradual y discreto?
De hecho, solemos mirar con suspicacia a quien cambia de opinión. Y eso que, por poco que lo pensemos, es absurdo mantener las mismas ideas que cuando teníamos veinte años. ¿Cómo es posible que acertáramos con las creencias correctas cuando aún no sabíamos casi nada del mundo? ¿Tan listos éramos que optamos por las ideas más racionales y sensatas ya en nuestra juventud?
Y cuando hemos entrado en una discusión, ¿lo hemos hecho para intercambiar ideas o para defender nuestra postura, rechazando de forma automática cualquier planteamiento de nuestro adversario y buscando razones que justifiquen este rechazo?
Esta última pregunta no es solo una exageración: según sostienen los neurocientíficos Hugo Mercier y Dan Sperber en The Enigma of Reason, la razón evolucionó en gran parte en un contexto social y para ayudarnos a sostener discusiones, persuadir y manipular. La conversación y el debate son las formas en las que evaluamos la fortaleza de nuestras opiniones. Por eso en redes sociales, un espacio público, queremos defender estas opiniones ante lo que a veces interpretamos como un asedio. No vemos muchas conversaciones tranquilas y educadas, sino más bien frasecitas supuestamente ingeniosas con el objetivo principal de que nuestros seguidores vean que somos listos y que estamos en el lado de los buenos. No es un intercambio de opiniones, es un espectáculo. No es extraño, pues, que las discusiones políticas en redes acaben polarizando aún más nuestras ideas.
De entrada, tendemos a unirnos a “equipos políticos que comparten narrativas morales”, escribe Haidt. Y, como recoge un estudio del instituto de análisis estadounidense Pew Research refiriéndose a las discusiones en redes, se acaban formando “dos grupos de debate diferentes que por lo general no interactúan el uno con el otro” y que entre sí están “muy interconectados”.
En esto influye el hecho de que los debates en redes a menudo se articulan en torno a unos pocos «superparticipantes», una minoría muy polarizada, muy activa y muy visible. Estos grupos separados forman lo que Eli Pariser definió en 2011 como “burbuja de filtros”: tendemos a seguir a personas que piensan como nosotros y, además, los algoritmos acaban configurando lo que vemos según nuestras preferencias (y nuestros “me gusta”), encerrándonos en una burbuja en la que cada vez estamos menos expuestos a ideas ajenas. A menudo solo nos llegan opiniones diferentes cuando alguien las comparte para hacer escarnio: “Mirad lo que dice este. Pero qué tonto”.
Esto no significa que crea que las discusiones sean siempre inútiles. Al contrario, el propio Haidt explica que hablar con otras personas es una de las formas más adecuadas para cambiar de opinión. Lo mismo dicen Mercier y Sperber: queremos que nuestras ideas “nos justifiquen en los ojos de los demás”. Y a veces “esto significa revisar las conclusiones que apoyan nuestras razones: cambiar de opinión o de curso de acción para que podamos justificarnos mejor”.
Pero la exposición a las buenas ideas que nos hagan cambiar de opinión ha de tener otro tono: cambiamos de idea no solo cuando esta idea es buena, sino también cuando el ambiente es propicio. Es decir, o bien cuando estamos entre amigos o bien cuando nos lleva la contraria alguien de quien nos fiamos. Vamos, lo contrario de lo que suele ocurrir en una discusión política habitual, y no solo en redes.
Jean Starobinski, el intelectual que armonizó la historia cultural y las ciencias
El pasado lunes 4 de marzo murió Jean Starobinski, importante historiador de la literatura, las ideas y la medicina. Era ya casi centenario —nació en Ginebra en 1920—, y su vida se desarrolló en torno a su ciudad. En ella dirigió durante 30 años los importantísimos Encuentros de Ginebra, creados en 1946 y abiertos al público, donde fueron confluyendo los más diferentes especialistas e intelectuales. Con ese nuevo enciclopedismo de posguerra, Starobinski se caracterizó por practicar, y enseñar, una historia cultural en la que al fin se armonizaban las ciencias y las humanidades.
Como toda interpretación histórica requiere también la «máxima especificidad individual» —lo reconocía en La relación crítica (1970)—, conviene recordar que su familia fue aniquilada en Polonia y que, como resistente, escribió crónicas precoces en defensa de Europa y de la sensatez política: están recopiladas, desde 1999, en La poésie et la guerre, 1942-1944.
En 70 años de trabajo, la energía de su obra logra fundir crítica literaria y psiquiatría (mayormente analítica), con un explícito escepticismo frente a todo dogma metodológico; si bien reafirma sin desmedirse la función poética del lenguaje y la fecundidad de la inmersión en detalles singulares que puedan suponer, en última instancia, un corte revelador de cierto aspecto histórico.
La Ilustración y su crisis constituyeron el hecho sociocultural más frecuentado por Starobinski. En su primer y magnético Jean-Jacques Rousseau: la transparencia y el obstáculo (1957) —título que define ya la expresividad de su propio estilo—, Starobinski desvelaba las contradicciones insalvables del idealismo rousseauniano. Fue un tema recurrente en él, que culminó en 2012 con Accuser et séduire. Essais sur Rousseau. Y esa misma indagación reiterada se halla en sus catas diderotianas aparecidas ese mismo año, en un volumen sutil e impresionante. Pues, al fin, Starobinski publicó un gran libro, que venía anunciando a lo largo de su vida —Diderot, un diable de ramage—, y que es una obra mayor de entre las dedicadas al gran genio del siglo XVIII.
Su atracción por la civilización de las Luces brilla en dos trabajos complementarios entre sí, La invención de la libertad (1964) y 1789, los emblemas de la razón (1973), o en los estimulantes y civilizadores capítulos de su paradójico El remedio en el mal (1989). Pero su ámbito de pensamiento fue más amplio, y nunca olvidó el clasicismo francés ni los hitos de la literatura contemporánea, desde Baudelaire. Tampoco dejó de lado su mirada médica como lo muestra un gran recorrido, Acción y reacción: vida y aventuras de una pareja (1999), donde se integran política, ciencias modernas y formas literarias.
En otro ensayo central, que seguía nuevos derroteros, El ojo vivo (1961-1999), confesó: «Me atraía una investigación sobre las máscaras, en el sentido propio y en sentido figurado. Y me interesaba muy especialmente por quienes se declaraban sus enemigos: moralistas, denunciadores de la hipocresía y del engaño». El tema lo trató en Retrato del artista como saltimbanqui (1970) o incluso en La tinta de la melancolía(2012) —un libro fundador que se remonta a 1960-2004—, pues la historia de la tristeza que fundó implica desenmascaramiento personal y colectivo.
Sorprende que haya libros suyos sin traducir, como Interrogatoire du masque (2014); o un monumento como Montaigne en mouvement (1982), más aún por cuanto Starobinski es el gran heredero hoy de Montaigne. En fin, las mil páginas de La beauté du monde. La littérature et les arts de 2016 darían la medida de su gracia y su talento por afrontar con viveza nuestra cultura desde Virgilio o Dante hasta Kafka o su amigo Bonnefoy, que desapareció en ese mismo año.
Una visita al monumental archivo del latinista y filósofo, en proceso de ordenación en su casa de Zamora. Un libro póstumo y una obra de teatro recuperan su contestataria figura
“Agustín se pasaba el día escribiendo. Nosotros le fisgábamos en la máquina para ver en qué andaba. Cuando daba algo por terminado lo metía en una carpeta y lo dejaba en esa estantería”, cuenta Sabela García Ballestero, hija de Agustín García Calvo, en una luminosa habitación de la casa familiar de Zamora. La estantería de la que habla está ahora ocupada por enciclopedias, pero cuando murió su padre —en 2012, con 86 años— encontraron allí varias carpetas con inéditos. Entre ellos estaba el original de Desnacer, un relato de 170 páginas narrado por una voz femenina anónima que realiza un viaje hacia atrás en el tiempo para ir convirtiéndose en un ser “más niño, más fresco, menos cargado de saberes”.
El libro es un alarde de construcción que resume bien el pensamiento de su autor: la crítica a una realidad formateada por el dinero; la aversión a sacrificar el presente en el altar del futuro. “Cualquier cosa es posible mientras no se le empiezan a poner nombres”, escribe en Desnacer. “Todos los días os cambian la vida por futuro”, decía megáfono en mano a los jóvenes reunidos en la Puerta del Sol durante el 15-M. “Os dicen que tenéis mucho futuro. Para el poder futuro significa muerte”.
¿Tenía miedo a la muerte Agustín García Calvo? “No decía nada. Era el futuro. No hacía proyectos”, responden completando la frase Sabela y dos de sus tres hermanos, Víctor y Ruth, que viven en la misma casa. A ellos se ha sumado en los últimos meses Silvia, hija de Sabela, encargada de la digitalización de los cientos de originales, notas, cuadernos, recortes y cartas dejados por su abuelo al morir en estas habitaciones, en su casa de Madrid y en la de su pareja, la poeta Isabel Escudero, fallecida hace dos años. De esos papeles salieron dos poemarios inéditos ya publicados —Sermón del dejar de ser y Yo misma—, dos ensayos pendientes de revisar y el mecanoscrito de Desnacer, al que precede una hoja de instrucciones “por si alguna vez mereciera la pena hacer una copia decente” de ese, dice, “astroso original”.
A toda una constelación de notas, márgenes y tipografías García Calvo añadía su tendencia a ajustar la ortografía al habla, de ahí que escriba “esplicación” y “esperiencia”. “Trasgresiones de ostáculos subcoscientes”, dice Sabela citando el título de un artículo de su padre, al que ella, como el resto de la familia, llama siempre Agustín. Todos los libros que publicó en su última década de vida los firmó en la cubierta con el nombre y los apellidos entre signos de interrogación. “Estaba en contra del nombre propio”, explica Silvia, que recuerda cómo su abuelo les grababa a ella y a su hermano cuando aprendieron a hablar para estudiar el modo en que construían las frases. García Calvo fue poeta, filólogo, dramaturgo, traductor y ensayista pero a él le gustaba hablar de sí mismo como gramático. Gran defensor de la tradición oral, solía comenzar sus recitales con una advertencia: todo lo que los lectores encontraran de bueno en sus versos —“todo lo que les hiera”—, eso no era de Agustín García Calvo. Todo lo malo —“lo obediente”—, sí.
Iris murdoch le mandó un poema escrito en Zamora; él lo tradujo al castellano
La dificultad de hacer entender a las editoriales su forma de escribir y de componer los libros fue lo que le llevó a crear en 1978 su propio sello. Lo puso en marcha con la ayuda de su hijo mayor, Joaco, que ahora vive en Sevilla, y lo bautizaron con el nombre de la diosa romana de los partos: Lucina. La mariquita roja y negra que le sirve de logotipo preside discreta la puerta del caserón de la Rúa de los Notarios, en el puro centro de Zamora. En la planta baja está la oficina de Víctor, que ejerce de director editorial y —40 años después de que apareciera el primer lucino:Del lenguaje (1979)— lamenta la dificultad de reeditar títulos clave como el Tratado de rítmica y prosodia y de métrica y versificación (2006), un volumen de 1.700 páginas inaudito en la cultura española. “Lucina es un desnegocio”, explica con cierta sorna. El libro más vendido de la editorial —Canciones y soliloquios—, no ha pasado de los 10.000 ejemplares pero muchos no paran de reeditarse. Ahora espera la última revisión de la edición que su padre hizo de De Rerum Natura, de Lucrecio, uno de sus hitos como traductor junto a la versión rítmica de la Ilíada. “Lo dejó muy corregido y ahora lo revisan los filólogos de la tertulia”, dice en referencia a los encuentros que todavía se celebran en el Ateneo de Madrid cada miércoles.
García Calvo promovió esa tertulia en 1997, cinco años después de jubilarse de la cátedra de latín de la Universidad Complutense de Madrid, de la que fue expulsado durante el franquismo —junto a Enirque Tierno Galván, José Luis Aranguren, Santiago Montero y Mariano Aguilar— por apoyar las protestas estudiantiles de 1965. Tras enseñar en una academia de la calle del Desengaño en la que tuvo como alumno a Fernando Savater, se exilió en Francia e impartió clases en Nanterre y Lille. Su hija Sabela recuerda cómo poco antes de morir volvió a París para participar en un congreso mundial sobre Homero: “Recitó de memoria tiradas enteras de la Ilíada en griego. Y eso que ya estaba tocado. La gente se quedó pasmada”. No es difícil encontrar en Internet vídeos de García Calvo declamando sus propios versos, a los que pusieron música Chico Sánchez Ferlosio o Amancio Prada.
La biblioteca de Agustín García Calvo se compone de cuatro estanterías. La primera conserva los libros de trabajo —Herodoto, Platón o Tito Livio en la edición de Oxford— y un remo de La perla del Duero, la barca en la que solía remar por el río. Se la llevó una crecida. La segunda, los libros dedicados y revistas como Archipiélago o Un ángel más. En las otras dos se agolpa un millar de libros en inglés con el lomo gastado por el uso. Son lo que la familia llama “las damas inglesas”, las novelas que el latinista leía cada noche.
Ahí están Edna O’Brien, Anita Brookner, Margaret Drabble, Patricia Highsmith y, por supuesto, Iris Murdoch. Impresionado con The Philosopher’s Pupil, García Calvo dedicó a su autora —“que ha pintado compasivamente la miseria del filósofo contemporáneo viejo y malenamorado”— su traducción de los fragmentos de Heráclito: Razón común, de 1985. Entre ese año y los dos siguientes Murdoch escribió a “profesor Calvo” cinco largas cartas que completó con el envío de un poema escrito de su puño y letra: ‘John ve una cigüeña en Zamora’. La Rúa de los Notarios comunica la catedral con la iglesia de San Ildefonso, en la que todavía hoy puede verse un nido. De ahí el envío y la alusión a los impresionantes tapices de la guerra de Troya que cuelgan en el museo catedralicio. Su destinatario se lo devolvió traducido: “Al salir entre tranquila gente de la misa, / vio una cigüeña repentina / de su nido volar sobre una casa / —el cielo tan azul, tan blanca el ave—, / suceso acostumbrado para aquellas gentes: / él, de pura sorpresa, se quitó el sombrero, / se paró allí y abrió de par en par los brazos / dejando que la gente le pasara / por uno y otro lado, / atento a nada más que al vuelo de cigüeña. // Ahora (en el museo), sobre una tapicería negra / ese gesto de gozo, / tan absolutamente tú”.
El relato ‘Desnacer’ es el tercer inédito publicado desde su muerte en 2012
Aunque en la casa de Zamora se conservan algunos borradores de las cartas de Agustín García Calvo, la familia rastrea en Oxford las enviadas a Murdoch. Las recibidas por él a lo largo de toda su vida ocupan 12 cajones en un armario. Están pendientes de una revisión detenida, explica Sabela, que reconoce que su carrera como filólogo y su larga amistad con autores como Carmen Martín Gaite o Rafael Sánchez Ferlosio tienen su reflejo en esos cajones. Ella, por ahora está transcribiendo los textos de su padre, que lo guardaba todo: desde un cuaderno escolar con apuntes sobre Tucídides hasta un recibo para una colecta contra la OTAN pasando por los guiones de los temas abordados tertulia tras tertulia. Ahora, de hecho, anda enfrascada en las llamadas “cartas circulares”, una suerte de ensayos epistolares con destinatario colectivo —Ferlosio, Dacio Rodríguez, Eugenio Gallego…— en los que García Calvo proseguía con sus amigos la discusión sobre un asunto concreto debatido en un encuentro pasado. El 18 de julio de 1960, por ejemplo, el tema es la idea de belleza partiendo de “los cristales de la nieve, el orden de los planetas, la simetría y gracia del cuerpo, el ritmo de los días y noches o del galope de un caballo”.
Reconocimiento
Cuenta su familia que Agustín García Calvo se quejaba de que se le hacía poco caso. “No tanto porque no se le diera reconocimiento”, aclara Sabela, “como porque no veía interés por los temas que le interesaban a él. ‘Se me da por supuesto’, solía decir”. También solía decir que era el precio que pagaba por negarse a salir en televisión, un “medio de formación de masas”. ¿La veía? “Algún partido de fútbol” ¿Fútbol? “Le gustaba por lo que tiene de coreografía y de cálculo de probabilidades. Por eso le daba igual que el partido fuera de hacía dos años. También le gustaban el ajedrez y los solitarios. Barajaba las cartas con tanta energía que las dejaba redondas”.
Silvia, la nieta, que actualiza continuamente la enciclopédica web de Lucina, matiza esa falta de reconocimiento: ella rastrea las muchas alusiones que se hacen en todo el mundo a los trabajos de su abuelo. “Los honores oficiales le horrorizaban”, cuenta. Se negó a que le pusieran una calle en Zamora y a que bautizaran con su nombre la estación del tren, de la que era habitual por su aversión al automóvil. Además de la labor de Lucina, Anagrama y Penguin Clásicos reeditan con frecuencia sus traducciones de Shakespeare y Ediciones del Salmón acaba de rescatar el ensayo ¿Qué es el Estado? con epílogo de Luis Andrés Bredlow, uno de sus grandes colaboradores. Por su parte, el Centro Dramático Nacional pone en escena su farsa trágica Pasión. De puertas para adentro, el orden en su archivo crece a diario aunque Sabela, bibliotecaria jubilada, no sabe si serán capaces de llevarlo a buen puerto con sus escasos medios: “Tal vez haya que plantearse crear una fundación. La idea es conservarlo para que se pueda trabajar en él. ¿Ofertas de instituciones? Ninguna. Agustín estuvo siempre al margen de lo institucional, despotricando contra los poderosos. Se entiende que nadie se haya preocupado”.
LA PASIÓN DE UN SÓCRATES CONTEMPORÁNEO
Agustín García Calvo recibió a lo largo de su vida tres premios nacionales: el de traducción por toda su trayectoria, el de ensayo por Hablando de lo que habla y el de literatura dramática por Baraja del rey don Pedro, estrenadaen 2000 en el Teatro de la Abadía con dirección de José Luis Gómez. En la Abadía se formó Ester Bellver, que el próximo 26 de abril llevará a las tablas del teatro Valle-Inclán Pasión (Farsa trágica). Bellver recuerda que García Calvo le pedía con frecuencia que hiciera algo por sus obras teatrales: “Lo decía con un hilo de voz y a mí me parecía una injusticia que no se representara más su teatro porque es una verdadera revolución”. Ella asistió a sus talleres de métrica y a las tertulias políticas del Ateneo y, siguiendo su magisterio, ha convertido el texto de Pasión en “una partitura” en la que cada frase está “marcada rítmicamente”. “Para mí, Agustín era un Sócrates contemporáneo, un maestro empeñado en devolver al teatro la prosodia perdida y en hacer patente la guerra de tiempos que se da entre la realidad y la representación, obligándonos a quitarnos las máscaras”. Era uno de sus géneros favoritos. Con solo 13 años escribió una pieza sobre la invasión persa titulada Los bárbaros se acercan. Décadas después, sus hijos la representaron ante los vecinos durante unas vacaciones.
Ahora bien, esta capacidad no la poseen exclusivamente los seres humanos. También la tienen muchísimos otros animales. Sin embargo, se asume habitualmente que únicamente los seres humanos merecen nuestra consideración. Como consecuencia, los animales (o, más bien deberíamos decir, los animales no humanos) son tratados como cosas. Son explotados diariamente de las formas más terribles. Y se les deja sufrir a su suerte cuando están en situación de necesidad, sin preocuparnos por darles ayuda.
¿Cómo puede justificarse esta actitud? Muchas veces se afirma que los animales no merecen consideración porque esta solo ha de darse a quienes poseen unas capacidades intelectuales complejas. Pero quienes defendemos que se respete plenamente a todos los seres humanos debemos rechazar este argumento discriminatorio. Los seres humanos con diversidad funcional intelectual significativa, así como los bebés que sufren alguna enfermedad terminal, merecen exactamente el mismo respeto que cualquier otro ser humano, pues pueden sufrir por igual. Asimismo, en otras ocasiones se afirma que solo hemos de respetar a los seres humanos porque únicamente sentimos estima por ellos. Pero la estima tampoco es un criterio justo. Una niña huérfana, sin nadie que la quiera y proteja, necesita y merece el mismo respeto que otra rodeada de seres queridos.
En contraste, hay un método sencillo para juzgar de forma ecuánime a quién deberíamos respetar. Entendemos normalmente que la justicia requiere imparcialidad. Pensemos, pues, en lo siguiente. Supongamos que no supiésemos si fuéramos a nacer como seres humanos o como animales de otras especies: ¿qué clase de mundo elegiríamos? Bajo tales condiciones de imparcialidad, si pensásemos honestamente, seguramente escogeríamos un mundo en el que se respetase a los animales. Esto indica que la actitud de desconsideración hacia estos no está justificada.
Estas razones han llevado a que cada vez más personas vean tal actitud como una forma de especismo. Con este término, acuñado ya hace medio siglo, se llama a la discriminación de quienes no pertenecen a una cierta especie. La idea de que deberíamos rechazar el especismo es todavía novedosa. Por ello, y porque cuestiona el provecho que obtenemos del sufrimiento animal, es aún fácil de ridiculizar. Pero lo que importa no es eso, sino que es también una idea muy difícil de rebatir. Y ese es el motivo por el cual el rechazo del especismo y la defensa de los animales han llegado para quedarse.
La filosofía del siglo XX apuntó y no disparó al aire: muchos de los problemas de enjundia ontológica son solo asuntos del lenguaje
Vamos a ello, Aristóteles. Hace unos 2.000 años, Andrónico de Rodas hizo la edición de todo lo que el gran filósofo había dejado escrito. A los rollos que eran menos conocidos y que parecían casi apuntes personales los llamó metafísica, porque los puso detrás de los de física. Por raro que nos suene, todos tratamos abundantemente con ese tipo de saber, casi siempre sin saberlo. Cierto que Aristóteles se había preocupado de ello muy pronto. Fue el primero en hacer una historia de la filosofía, de lo que habían dejado dicho quienes le precedieron. Y allí nos cuenta, sobre todo, una parte esencial, la ontología.
Ontología es la colección de cosas que creemos que existen. “Qué es lo que hay” en definitiva. Una de las más vivas y sorprendentes respuestas de todos los tiempos la dio Pitágoras: hay pares y números. Esto necesita aclaración: hay números, que son la esencia de todo lo que existe; pero todo lo que existe consiste en pares que se enfrentan. Si hacemos una bonita serie de ellos se entenderá perfectamente. Existen lo impar y lo par. Lo macho y lo hembra; lo caliente y lo frío; la luz y la oscuridad, lo seco y lo húmedo, lo duro y lo blando…, hasta donde lo queramos llevar. Ahora bien, ¿existen esos pares o simplemente organizamos nuestra experiencia según ellos? El problema de confiar en los pares, esto nos lo dejó dicho Pascal, es que tenemos cierta insana tendencia a ponerlos donde no los hay. Él lo ejemplificó con un par de ventanas y lo llamó “las falsas simetrías”. Hay conceptos o ideas que, simplemente, no tienen contrario. Además de que muchos supuestos “contrarios” no lo son en absoluto. De igual manera que algunos, cuando decoran un muro, ponen una ventana falsa para que resulte más agradable a la vista la pared, tendemos a hacer falsas simetrías cuando no sabemos bien cómo pensar algo.
Si repasamos la corta lista de pares pitagóricos que se apuntó antes, veremos que hay uno notable: macho-hembra. Puesto que todo lo que existe es una cosa u otra, ¿es la madera hembra o macho?, ¿y el árbol? ¿La piedra es hembra y el hierro es macho?, ¿el agua es hembra y el fuego es macho? ¿Y el aire?, ¿el alma y el cuerpo?, ¿la carne y la sangre? La ontología comienza a realizar sus juegos. Hay una manera de frenarla en seco: eso es meramente lenguaje. Son las simples desinencias de las palabras lo que nos marea y confunde. Pero nadie perspicaz dejará de notar que algunas de esas palabras resuenan con una ancestral atribución de género: son el sonido abisal de los siglos que todavía reverbera. Están cargadas. La filosofía del XX apuntó y no disparó al aire: muchos de los problemas que consideramos de enjundia ontológica sólo son asuntos de lenguaje. A esto lo llamó “el giro lingüístico”. Y aunque no es, como creyeron sus padres, “el más grande descubrimiento de todos los tiempos”, es bastante importante. Entre lo que somos y lo que hay, esto es, la ontología, el lenguaje siempre está haciendo de las suyas. Hay que iluminarlo para que no juegue tanto que nos impida ver lo que realmente existe.
Quizá la filosofía del lenguaje no se puso a ello con la dedicación suficiente, porque, demasiado a menudo, es el caso de que seguimos discutiendo de palabras en el perfecto convencimiento de que discutimos sobre cosas. “Las cosas”, eso que la ontología tiene bajo su mando, se nos dan ordenadas en sentencias. Y las tales sentencias parecen estar posadas sobre un inmenso y profundo continente de sentido en el que nuestros pares son los únicos señores. Allí imperan y siguen marcando las líneas maestras de lo que vamos a entender. No les gusta la claridad y tienen verdadero apego a las falsas simetrías. Una de ellas es espectacular y ya ha salido a escena: macho-hembra. No es como arriba-abajo, antes-después, todo-nada, vida-muerte. No; es completamente distinta. No pretende ordenar el flujo de lo desigual, sino cortar en dos lo que es igual y hacerlo contrario. Pero, probablemente, es una matriz ontológica fundante porque la oímos resonar en partes muy alejadas del mero dominio de la reproducción sexuada. Nos inunda.
De ella debe decirse que, aun siendo arcaica, no es venerable. Resulta en exceso disfuncional, sobre todo cuando se la siente resoplar en el lenguaje político. O, peor aún, en el religioso. Las naciones no se casan ni se divorcian. Tampoco una religión es una mujer ni una esposa, aunque lo diga el santo padre.