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Max Stirner

Max Stirner, en busca de la total libertad: «Tienes el derecho de ser lo que tú tienes poder de ser»

Juan Ignacio Espel

Todas las verdades por debajo de mí son bienvenidas; de verdades por encima de mí, de verdades a las que yo debería doblegarme, no sé nada. No hay verdad por encima de mí, porque por encima de mí no hay nada.

Johann Kaspar Schmidt, más conocido como Max Stirner, nació en Bayreuth, Baviera, el 25 de octubre de 1806. A los doce años, huérfano de padre, regresó de la ciudad de Kulm (donde vivía desde la infancia) a su ciudad natal, donde asistió a la escuela local. Terminados los estudios secundarios cursó Filología, Filosofía y Teología en la Universidad de Berlín (junto a figuras como Hegel, Marheineke y Schleiermacher), continuando su instrucción en Erlangen y Königsberg. En 1829 interrumpió sus estudios y viajó por Alemania, hasta volver temporalmente a Kulm en 1830 para ocuparse de los problemas de salud mental de su madre. Dos años después regresó con ella a Berlín , donde culminó sus estudios en 1834.

A finales de la década del treinta se unió a un grupo de jóvenes hegelianos, Die Freien (Los Libres), una suerte de tertulia literaria y filosófica donde trabó amistad con Friedrich Engels, Bruno Bauer y Karl Marx, y donde muy probablemente conoció la obra de Ludwig Feuerbach, fundador del ateísmo antropológico. En 1841 empezó a escribir textos breves para el periódico Die Eisenbahn y entra en contacto con editores de la época, adoptando el pseudónimo literario de Max Stirner, al parecer en alusión a su amplia frente (en alemán, Stirn).

En 1842 publicó Das unwahre Prinzip unserer Erziehung (El falso principio de nuestra educación), donde ya identificamos la crítica corrosiva y letal que caracterizaría su estilo. Su blanco en este caso, como es de esperar, es la educación. Stirner afirma que el conocimiento o, mejor dicho, la forma de estructurarlo, no puede ni debe ser dada como una merced:

Sin nuestra ayuda, el tiempo no sacará a la luz la palabra adecuada; todos debemos trabajar juntos en ello. Sin embargo, si tanto depende de nosotros, es razonable que nos preguntemos qué han hecho de nosotros y qué se proponen hacer con nosotros; preguntarnos cuál es la educación por la cual pretenden hacernos creadores de la palabra correcta. ¿Cultivan concienzudamente nuestra predisposición a convertirnos en creadores o sólo nos tratan como criaturas cuya naturaleza simplemente permite el adiestramiento? […] Por eso nos preocupa especialmente lo que hacen de nosotros en el tiempo de nuestra plasticidad; la cuestión de la escuela es una cuestión vital.

Y denuncia el célebre principio de autoridad:

Además de cualquier otra base que pueda justificar algún tipo de superioridad, la educación, en tanto poder, elevaba al que la poseía sobre el débil, que carecía de ella, y el hombre instruido contaba en su círculo, grande o chico, como el fuerte, el poderoso, el potentado: pues él era una autoridad.

El germen de toda la obra stirneriana está presente en este texto, como cuando afirma:

La verdad no consiste sino en la revelación que el hombre hace de sí mismo, y a ella pertenece el descubrimiento de sí mismo, la liberación de todo aquello que le es ajeno, la máxima de las abstracciones o liberación de toda autoridad, la naturalidad reconquistada. Ciertamente a los hombres no se les provee nada en la escuela; si están allí, están allí a pesar de la escuela.

Para Stirner, dentro del ámbito pedagógico no existe la libertad: lo que se espera del estudiante promedio es la sumisión: «Nuestro buen trasfondo de obstinación queda fuertemente suprimido y con él la conciencia del libre albedrío. El resultado de la escuela es entonces el filisteísmo», concluye el autor. La única salida es la conquista de la libertad a través de la irreverencia: si se les enseña la idea de ser libres, entonces buscarán liberarse; por el contrario, si sólo se los «educa», se limitarán a acomodarse a las circunstancias de la forma más «educada», degenerando en seres débiles y serviles.     

En 1844, Stirner publicó su magnum opus: Der Einzige und sein Eigentum (El Único y su Propiedad), que le aseguraría un lugar en los anales de la filosofía alemana. Hasta aquel momento, los jóvenes hegelianos estaban poseídos por una suerte de fiebre «feuerbachiana»; sin embargo, el libro del bávaro sería el primer clavo en el ataúd de esa corriente. Por supuesto, la aparición de una obra semejante no estuvo exenta de críticas. El propio Engels, que no le ahorraría observaciones a la obra de Stirner, reconocía en una carta a Marx que del grupo de Die Freien era el que «poseía visiblemente más talento, autonomía y coraje».

Dibujo de Engels en el que retrata a su colega Max Stirner en una de las reuniones del grupo «Die Freien»

Stirner abre su obra capital con la siguiente afirmación: «He basado mi causa en nada»; cita a Feuerbach cuando sostuvo que «el hombre es para el hombre el ser supremo» y a Bauer anunciando que «el hombre acaba de descubrirse». Desea romper con las corrientes que buscaban sus fundamentos en abstracciones perennes e impersonales: el Hombre, el Estado, el Liberalismo, la Naturaleza, la Razón, el Espíritu, Dios. Porque, a fin de cuentas, todas esas ideas «¿quieren otra cosa que entusiasmarnos y que las sirvamos?». 

El ser enigmático e incomprensible que encanta y conturba al universo [escribía Stirner] es el fantasma misterioso que llamamos Ser Supremo. Penetrar ese fantasma, comprenderlo, descubrir la realidad que existe en él (probar la existencia de Dios) es la tarea a la que los hombres se han dedicado durante siglos. Se han torturado en la empresa imposible y atroz… de convertir el fantasma en un no-fantasma, lo no-real en real, el Espíritu en una persona corporal. Tras el mundo existente buscaron la cosa en sí, el ser, la esencia. Tras las cosas buscaron fantasmagorías.

Esto constituyó, a su juicio, un error.

Lo divino es asunto de Dios; lo humano, del hombre. Mi preocupación no es ni lo divino ni lo humano, no lo verdadero, lo justo, lo bueno, lo libre, etc., sino únicamente lo mío, y no en términos generales, sino único, como yo soy único. ¡Nada me pertenece tanto como yo mismo!

El eje, el enfoque necesario, debe ser el Yo. Un yo absoluto, pero no a la manera de Fichte, que se disuelve en la nada a fuerza de querer abarcarlo todo desde la consciencia absoluta, fuente y origen de toda realidad. El yo stirneriano es plenamente terrenal, definido, y sobre todo, individual. «Los nombres no lo nombran» es el Único, es el Ónfalo secreto de la creación. 

Fiel a su estilo, Stirner arremete contra la educación:

Los jóvenes son mayores de edad cuando gorjean como los viejos; se les lleva a la escuela a aprender la vieja canción y, cuando la saben de memoria, se les declara mayores de edad.

Más adelante discurre sobre lo que él llama «ideas obsesivas» y califica de locos patológicos a sus semejantes:

¡Tu cerebro está desquiciado! ¡Tienes alucinaciones! Te imaginas grandes cosas y te forjas todo un mundo de divinidades que existe para ti, un reino de Espíritus al que estás destinado, un Ideal al que sirves. ¡Tienes ideas obsesivas! No crean que bromeo o que hablo metafóricamente cuando declaro radicalmente locos, locos de atar, a todos los atormentados por lo infinito y lo sobrehumano… ¿A qué se llama, en efecto, una idea obsesiva? A una idea a la que está sometido el hombre… ¿Qué son la verdad religiosa de la que no puede dudarse, la majestad (la del pueblo, por ejemplo), que no puede sacudirse sin lesa majestad, la virtud, a la que el censor de la moralidad no tolera el menor ataque? ¿No son otras tantas ideas obsesivas?

Desde que tenemos razón de ser, somos bombardeados con ideas e imágenes extrañas, entre ellas y en primera línea, la religión y el Estado. Es interesante lo que el filósofo observa sobre la libertad. ¿A quién pertenece realmente la libertad? Es absorbida, por supuesto, por aquellas «ideas obsesivas».

La libertad política significa: que la polis, el Estado, es libre; la libertad religiosa: que la religión es libre, así como la libertad de conciencia indica que la conciencia es libre; por lo tanto, no implica que esté libre del Estado, de la religión, de la conciencia, o que esté libre de ellos. No implica mi libertad, sino la libertad de un poder que me gobierna y me subyuga; implica que uno de mis opresores, Estado, religión, conciencia, es libre.

Y esto no representa sino el pináculo de esa locura que devora a la humanidad, porque ¿de dónde emana esa soberanía? ¿Dónde está el origen del poder que revisten las abstracciones que nos gobiernan? En cada uno de nosotros. Al inventar la libertad, también inventamos al opresor. En otras palabras: por inclinación natural, o como resultado de alguna curiosa reflexión, el individuo juzgó que sólo un ente «superior» podía concederle una gracia semejante. Para eso, inventó el Estado, por ejemplo. Entonces sí, utilizándolo como herramienta, a través de él, podía concederse libre albedrío, al menos en la esfera política. Necesitaba, en resumidas cuentas, una autoridad competente, más fuerte y poderosa que él, que lo liberara magnánimamente. Sin embargo, esa fuerza dinámica puede volverse en su contra: «La conducta del Estado es violenta, y a esa violencia la llama ‘ley’; a la del individuo, ‘crimen’». Lo mismo ocurre con la religión y la conciencia, que implican un grado de libertad aún más importante: la libertad ontológica. Lo mismo con la ciencia y la idea del «progreso». Stirner se pregunta: ¿por qué necesitamos esas abstracciones, esas «ideas obsesivas»? La solución debe ser otra, más justa y natural: sólo nosotros podemos y debemos concedernos la libertad, en cualquiera de sus formas. En nosotros está el derecho, respaldado por la fuerza y el poder que poseamos.    

El pensador prioriza la relación al producto de esa relación (por ejemplo, la sociedad). Es preciso estructurar la colectividad de manera dinámica, desplegar sus formas sin establecerlas de manera fija, sin instituir:

La actual lucha universal se dirige contra lo «establecido». Pero esto se suele interpretar mal, como si sólo se debiera cambiar lo ahora establecido con algo establecido que fuese mejor. En realidad se debería declarar la guerra a lo duradero, esto es, al Estado (status), no a un Estado determinado, ni tampoco por ejemplo a la forma actual del Estado; no se aspira a otro Estado (por ejemplo el Estado popular), sino a su unión, a la unificación, esa unificación en continuo flujo de lo existente.

A diferencia de la sociedad, lo que Stirner define como «unión» o «asociación» evita, por su naturaleza cambiante y dinámica, quedar cristalizada. Es decir, convertirse en sociedad.

«Todo lo sagrado es un lazo, una cadena». Es este velo con que recubrimos conceptos y abstracciones heredados el que Stirner exige rasgar de par en par: hunde en él su filosofía como el asesino su cuchillo. En una carta a Moses Hess aclaraba:

No estoy en absoluto contra el socialismo, sino contra el socialismo consagrado; mi egoísmo no se opone al amor ni es enemigo del sacrificio, ni de la abnegación y menos que nada del socialismo, en fin, no es enemigo de los verdaderos intereses, se rebela no contra el amor, sino contra el amor sagrado, no contra el pensamiento, sino contra el pensamiento sagrado, no contra los socialistas, sino contra el socialismo sagrado.

Esta tarea de «derribar ídolos» sería retomada casi medio siglo más tarde por otro pensador de gran calibre: Friedrich Nietzsche (1844-1900). El fin de la trascendencia permitiría a lo inmanente (al Único) liberarse de todos los valores «inmutables» que lo someten; entonces obtendrá el derecho de sacrificar a su vez el mundo para su propio deleite.

La historia antigua se cierra virtualmente el día en que yo consigo hacer del mundo mi propiedad […]. El mundo deja de aplastarme con su poder, no es ya inaccesible, sagrado, divino; los dioses han muerto y yo trato al mundo tan a mi antojo, que de mí solo dependería hacer milagros… Todas las cosas son posibles para el que cree. Yo soy el señor del mundo, el señorío está en mí. El mundo se ha hecho prosaico, porque lo divino desapareció de él: es mi propiedad y yo la utilizo como me place… ¡La primera propiedad, el primer trono, está conquistado!

Lo sagrado, según Stirner, no es un objeto (sagrado), sino que está contenido en la relación de dependencia entre sujeto y objeto. La tesis antropológica de Feuerbach deja intacta esa dinámica: el sujeto (Yo) continúa sometido al objeto (Hombre) que le da confianza y fuerza; es decir, que llena el vacío existencial en el que quedaría sin un objeto universal (antes Dios; ahora, el Hombre). Stirner revela la consecuencia tanto de la muerte de Dios como de la del Hombre, ambos resultado de la falsa concepción del yo: el Hombre no debe volverse el sucesor de Dios porque este cambio dejaría intacto el predicado, o sea, la esencia de lo divino, de lo sagrado. La «esencia suprema» que Feuerbach traslada del cielo a la tierra no deja de ser eso, una esencia, y no la realidad concreta. La esencia, que el alemán también llama Espíritu, no es el yo. El Espíritu es ilusión, corresponde al mundo de las ideas, de lo sacro, y que eso devenga algo humano, incluso lo humano en sí, no cambia nada. Afirmar lo esencial es rechazar el yo palpable. Encontramos aquí el germen de aquella «inversión» del platonismo que Nietzsche iba a tejer con gran esmero décadas más tarde. Es el comienzo del retorno al cuerpo y a la sangre.

Del derrumbamiento de lo sagrado a la desautorización total de cualquier tipo de autoridad religiosa no hay más que un paso, y Stirner lo explicita:

La costumbre de pensar religiosamente nos ha falseado tanto el espíritu, que nos espantamos ante nosotros mismos en nuestra desnudez, nuestra naturalidad. Hasta tal punto nos ha degradado la religión, que nos imaginamos manchados por el pecado original […]. Siglos de cultura oscurecieron lo que son, les hicieron creer que no son egoístas, sino idealistas, buenas personas. ¡Sacúdanse eso de encima! No busquen la libertad en la ‘negación de sí mismo’, sean egoístas, que cada uno se convierta en un Yo Omnipotente. No reconozcan más de lo que realmente son y abandonen sus esfuerzos hipócritas, su manía insensata de ser otra cosa de lo que son… Si la religión proclama que todos somos pecadores, yo digo lo contrario: ¡todos somos perfectos! Porque, en cada momento, somos todo lo que podemos ser, y nunca necesitaremos ser más.

¿Qué quiere decir Stirner cuando habla de «egoísmo»? No es la típica inclinación patológica que repliega al individuo sobre sí mismo en detrimento del resto. El filósofo nos da el ejemplo de un individuo que sacrifica todo con tal de acumular bienes materiales. Este avaro personaje es claramente egoísta, pero Stirner descalifica esta actitud estrecha y obtusa. Porque este tipo de egoísta es igualmente esclavo: su «idea obsesiva» lo encadena, y ese sometimiento es incompatible con el egoísmo propuesto por él. 

Lo que Stirner entiende por egoísmo es la capacidad constante de auto-control, de autonomía existencial y de expansión del propio poderío. La meta del Único es liberarse de cualquier tipo de coerción, ya sea interna o externa, voluntaria o forzada; sólo puede y debe imperar su propio juicio. El Único es singular e irrepetible, la medida justa, libre de ideales y de abstracciones. Funda su causa sobre sí mismo, lo que no le impide amar a los demás hombres: simplemente no lo hace por obligación, sino porque quiere. «El Universo soy yo», debe proclamar orgullosamente. En pocas palabras, Stirner no sólo rechaza de plano someterse a una voluntad ajena, también recomienda cultivar el desinterés por las ideas y deseos propios. O somos absolutamente libres, o no lo somos en absoluto. También nosotros podemos ser una cárcel y un rincón. 

Para el filósofo, propiedad no es posesión; es ejercicio del propio poder. El ejercicio de ese poder vuelve al Único propietario.

Mi propiedad, sin embargo, no es ninguna cosa, pues ésta tiene una existencia independiente de la mía; ‘mío propio’ sólo es mi poder. Este árbol no es mío, sino mi poder o disposición sobre él […]. ¿Qué es mi propiedad? ¡Nada más que lo que está en mi poder! ¿A qué propiedad estoy autorizado? A toda a la que yo me autorizo. Yo me otorgo el derecho de propiedad al tomar posesión de mi propiedad, o al darme el poder del propietario, los plenos poderes, la autorización.     

¿Abre la puerta a una revolución socio-cultural? Todo lo contrario. Incluso, y especialmente, la revolución repugna al alemán. El axioma es simple: para ser revolucionario, hay que creer en algo. El revolucionario es, por necesidad, un idealista. «La Revolución [francesa] ha desembocado en una reacción y eso prueba lo que era en realidad la Revolución». El sometimiento al Hombre no es mejor que el sometimiento a Dios. «Toda revolución es una restauración», denuncia Stirner. Todo «cambio», un simple re-acomodamiento. Para él sólo hay una libertad, «mi poder», y una verdad, «el espléndido egoísmo de las estrellas».

«El chamán y el filósofo luchan contra los aparecidos, los demonios, los espíritus, los dioses». Max Stirner es un despiadado cazador de abstracciones, acérrimo opositor del platonismo, enemigo declarado de la Verdad:

La verdad es una cosa muerta, es una letra, una palabra, un material que yo puedo emplear. Toda verdad para sí es un cadáver; si vive, sólo es como vive mi pulmón, es decir, según la medida de mi propia vitalidad. Las verdades son como el grano bueno y la cizaña: ¿son buen grano, son cizaña? Sólo Yo puedo decirlo.

El inclemente Único desprecia todo esencialismo, escupe sobre cualquier realidad que no sea él mismo, destruye lo que se interpone entre él y su propiedad. La cima del pensamiento de Stirner es la glorificación indiscutida del Yo: niega cuanto niega al individuo, alaba lo que lo exalta y le sirve.

Lo divino es la causa de Dios; lo humano, la causa del hombre. Mi causa no es divina ni humana, no es ni lo Verdadero, ni lo Bueno, ni lo Justo, ni lo Libre, es lo mío, no es general, sino única, como Yo soy Único.

¿Qué es el bien? «Aquello que puedo utilizar». ¿A qué estoy legítimamente autorizado? «A todo aquello de que soy capaz… Tienes el derecho de ser lo que tú tienes poder de ser. Sólo de mí deriva todo derecho y toda justicia: tengo el derecho de hacerlo todo, en tanto que tengo el poder para ello».

¿Qué implica el nihilismo stirneriano? El constante esfuerzo de destruir la tiranía del objeto-obra en sus dos niveles: el de la realidad exterior e interior; el mundo que el individuo lleva dentro, en el cual la ontología se desdibuja y por lo tanto se vuelve más peligrosa. Donde la voluntad del Único intenta distinguir lo que le fue impuesto arbitrariamente pero que, sin embargo, considera inamovible: la moral. Leemos en El Único y su Propiedad:

¿Qué hacer? Nada más que no reconocer deberes, es decir, no atarme ni dejarme atar. Si no tengo deber, no conozco tampoco ley […]. Nadie puede encadenar mi voluntad, y yo siempre seré libre de rebelarme […]. Quien quiere quebrar tu voluntad es tu enemigo, tratalo como tal […]. El derecho absoluto arrastra en su caída a los derechos mismos, y con ellos se derrumba la soberanía del concepto del derecho… ¿Legítimo o ilegítimo, justo o injusto, qué me importa? Lo que me permite mi poder, nadie más tiene necesidad de permitírmelo; él me da la única autorización que me hace falta.

Treinta y cinco años después, por boca de Iván Karamázov, Dostoyevski anunciaba: «Si Dios no existe, todo está permitido». Y sin embargo, el nihilismo de Stirner no puede ni debe ser reducido a la simple apología del delito, sino entendido como un sutil: «Si Dios no existe, algún otro pondrá los límites».

Sólo hubo un culto a lo largo de la historia: el de la eternidad; y fue la mayor de las mentiras. Pero a diferencia de Nietzsche, que se desespera frente al derrumbamiento ontológico que implica la muerte de Dios, Stirner ríe satisfecho en su callejón sin salida. Sólo es verdadero el Único, enemigo de lo eterno, y de todo lo que no ceda a sus ansias de dominio.

Nada excepto un yo alzado contra todas las abstracciones, en guardia contra todas las «fantasmagorías», será capaz de conjurar el apocalipsis donde y cuando sea necesario. Sólo en medio de la devastación absoluta es que el Único encontrará su íntima redención. Junto al crimen, desaparece el pecador. Sobre las ruinas del mundo, la carcajada del Único ilustra la victoria final de su insurrección. «Vencer o ser vencido, no hay otra alternativa». Stirner y su ejército de Únicos corren ebrios de destrucción, se satisfacen en el caos de la noche eterna. Pero descubierto el desierto, debemos aprender a subsistir en él. Ahí es donde Nietzsche empieza su peregrinaje. 

El interés por el pensamiento de Stirner que siguió a la publicación de su libro duró poco. El filósofo enviudó, volvió a casarse, dilapidó la fortuna de su mujer, y finalmente se divorció. Apremiado por los acreedores, intentó montar un negocio y fracasó, quedando reducido a la indigencia. En 1853 pasó breves temporadas en la cárcel por deudas. Max Stirner, el de la fría carcajada en el vacío, el ideólogo de un ser ilimitado, del Único, murió solo y olvidado el 25 de junio de 1856. El empleado del Registro Civil hizo constar en el acta de defunción: «Ni madre, ni mujer, ni hijos». Finalmente, como un último consuelo, o como una broma del destino, Stirner consiguió sacudirse de encima esos «fantasmas», esas ridículas y nocivas «ideas obsesivas» que habían pretendido ponerlo de rodillas.  

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/2022/07/29/max-stirner-en-busca-de-la-total-libertad-tienes-el-derecho-de-ser-lo-que-tu-tienes-poder-de-ser/

Sesenta años de “Primavera silenciosa” de Rachel Carson

Óscar Sánchez Vadillo

Durante la década de los cincuenta, Carson había reunido de forma gradual pruebas científicas acerca del daño que estaban haciendo los pesticidas al medio ambiente. También fue un período en el que la guerra fría creció en intensidad, situación que culminó al mismo tiempo con la publicación de esta obra.

Imagínese el lector que la mañana del 23 de agosto de 1856 la humanidad hubiese recibido la noticia de que debía reducir drásticamente sus emisiones de dióxido de carbono y otros gases a la atmósfera o en caso contrario el planeta se iba a convertir en inhabitable principalmente en la parte más desfavorecida del globo en cosa de no menos de veinte años. Afortunadamente, eso no ocurrió; desgraciadamente, nos ocurre ahora. Pero sí sucedió, aquel día, que por primera vez se dio la alarma al respecto, y lo hizo Eunice Newton Foote, con un informe titulado Circumstances Affecting the Heat of Sun’s Rays que se leyó aquel día en un congreso de científicos que se habían reunido en Albany, Nueva York.

Naturalmente, como la Casandra de turno vestía enaguas y para colmo era sufragista, nadie la tomó en serio pese a su llamativo apellido, y el mérito se lo llevó después un hombre de chistera y monóculo de cuyo nombre no queremos ahora acordarnos. Pero, insisto, sigamos imaginando. Imaginemos que, por ejemplo, en 1876 el cambio climático vaticinado por la señora Newton comenzará a hacerse por fin incómodamente empírico, como hemos padecido en la zona rica del mundo este verano de 2022, y que no nos hubiera quedado otro remedio que reducir nuestra actividad fabril y consumista, tecnológica y explotadora, a gran escala (siempre, por supuesto, en beneficio de una élite a la que casi hasta regocijaría distanciarse aún más de las calamidades del vulgo llano y depauperado).

En tal caso, todos nos habríamos perdido los fines de semana, las vacaciones, la pizza, los automóviles, los preservativos, la aviación comercial, las guitarras eléctricas, el malhadado teléfono móvil, la impresión 3D, la medicina no-invasiva y hasta Internet -bueno, a cambio nos habríamos ahorrado horrores como las armas de la Primera y Segunda Guerra Mundiales, el autotune o las descargas eléctricas administradas al cuello de las vacas en lo que llaman hoy con completa desvergüenza “pastoreo digital”… Pues esa es, creo, nuestra situación en estos momentos. Esta misma mañana, en efecto, nos hemos enterado –por descontado, no por las portadas ni por los informativos– de que se ha vuelvo a perder la penúltima oportunidad de disfrutar de un cierto futuro llevadero para el género humano, ya que el obstruccionismo de determinados individuos de la ultraderecha norteamericana ha impedido que se ponga en marcha el paquete de medidas Build Back Better, gracias al cual Estados Unidos hubiese podido intentar quizá tímidamente ponerse al frente no sin reparos y poquito a poquito de la lucha contra el calentamiento global. La tesitura es ya tan tremenda que John Podesta, ex consejero principal del presidente Barack Obama y fundador del Center for American Progress, nada sospechoso de wokismo o de ademanes antisistema, ha declarado que con esta maniobra se ha “condenado a la humanidad”.

Ahora figúrese el lector todo lo que nos vamos a perder de un porvenir ya cancelado, yermo: el nuestro y el de nuestro hijos, habida cuenta de que no somos especialmente acaudalados. No experimentaremos nada semejante a la prolongación de la vida más allá de los cien años, no volaremos en una sombrilla como Mary Poppins, no seremos cyborgs sin género como anhela Donna Haraway, no poblaremos los fondos abisales como Jason Momoa, jamás tendrá lugar la Fraternidad Universal o la Gran Chingada invocada por los mejicanos… ¿Qué clase de mundo le vamos a dejar a los buitres, a Keith Richards y a Jordi Hurtado? Y todo porque los mismos cargos públicos con nombres y apellidos que ocupan una magistratura en EEUU para servir cuanto menos a su pueblo han recibido donaciones de la industria del petróleo y del gas y tienen intereses abultados en el negocio del carbón.

Dicho con otras palabras: la humanidad ha sido condenada y nuestros descendientes jamás conocerán el implante cerebral que les haría adquirir las habilidades de Charile Parker o de Michel Jordan con el único fin de que unos cuantos viejos privilegiados del país más poderoso de la historia del hombre puedan presumir ante sus iguales (personas tan rodeadas de lujos como completamente inútiles, a decir de Carlitos Marx) de su cifra de beneficios en la fiesta anual que se celebra -es un suponer, yo qué sé…- en la piscina de la suntuaria residencia de Donald Trump en Mar-a-Lago, Florida.

Así de claro, así de atroz[1]. Interstellar, película de Christopher Nolan de 2014, tiene un comienzo curioso que viene muy al caso. Corre el año 2067, y el desastre ya ha tenido lugar, sea un colapso climático o sea un holocausto nuclear, o ambas cosas, que al fin y al cabo vienen a ser lo mismo, porque el medioambiente queda destruido para siempre. Los terrícolas ya no son más que granjeros tratando de sacar adelante cultivos muy elementales pese a las tormentas de polvo que lo arruinan todo incluyendo los pulmones de los pobres destripaterrones y sus familias.

El guion, en cierto momento, da a entender que hubo un instante en el pasado en que se pensó muy seriamente diezmar selectivamente la población mundial, pero se vio que no iba a servir de mucho. Entonces Michael Caine le dice al protagonista muy clarito que la generación de su hija será la última que sobreviva en nuestro moribundo planeta, y que hay que largarse como sea, la tesis que hoy en día sostienen Elon Musk o Jeff Bezos (Esperanza Aguirre no, a Esperanza la subida de tan solo grado y pico de la temperatura terráquea desde la Revolución Industrial la hace reír, aunque produzca gravísimas sequías, acidificación de los mares y un largo etcétera). En el mundo de Interstellar ya no existen ejércitos, ni artistas, ni científicos ni nada de nada, el esfuerzo de los hombres se dirige tan sólo a sobrevivir. De ahí que el protagonista, Matthew Mcnoséqué, todo un cowboy sideral -conste que el film a mí me gustó mucho-, añore el capitalismo, cuando se podía derrochar en todo tranquilamente y los hombres de verdad eran conquistadores y pioneros. Normal: ese trozo de terreno del que vive él tiene toda la pinta de un puto koljós soviético, y hasta ahí podíamos llegar. Pero bueno, en mitad de la película se toma una decisión realmente laudable, contra Musk o Bezos, y es que pudiera ser éticamente deleznable salvar a unos pocos de la extinción total a costa del sacrificio de la mayoría. Los blockbusters norteamericanos a menudo aprietan, pero no ahogan, dejando como quien no quiere la cosa mensajitos que luego es cierto que la aventura, realmente admirable y bien pensada, termina por borrar, pero que ahí quedan[2].

Después de Eunice Newton Foote, fue otra científica norteamericana la que tuvo a bien advertirnos del inminente peligro, pero a esta sí que se la atendió, aunque sólo fuera para apedrearla, desprestigiarla y tratar de hundirla. Fue la bióloga Rachel Carson, cuyo libro, Silent Spring, cumple ahora sesenta años. Como es muy conocida en su país, pero no tanto en el nuestro, recurro a Peter Watson para que resuma su historia mejor que yo gracias a su gruesa Historia Intelectual del s. XX, editorial Crítica:

“Rachel Carson no era ninguna desconocida para el público estadounidense en 1962, fecha en que apareció el citado libro. Se había formado como bióloga y había trabajado durante muchos años para el Fish and Wildlife Service de los Estados Unidos, creado en 1940. Ya en 1951 publicó su primer libro, El mar que nos rodea, que había aparecido por entregas en el The New Yorker, constituyó una elección alternativa del Club del Libro del Mes y ocupó el número uno de la lista de ventas del New York Times durante meses. Con todo, la obra era un estudio más sincero que controvertido de los océanos, que mostraba hasta qué punto dependían unas formas de vida de las otras para producir un equilibrio natural vital tanto para su existencia como para su belleza. La primavera silenciosa era muy diferente. Según nos recuerda su biógrafa Linda Lear, se trataba de un libro airado, si bien la autora supo dominar su ira. Durante la década de los cincuenta, Carson había reunido de forma gradual pruebas científicas —de diarios y colegas diversos— acerca del daño que estaban haciendo los pesticidas al medio ambiente. Los cincuenta constituyeron una década de expansión económica en la que a muchos de los avances científicos de la guerra se les dio un uso civil. También fue un período en el que la guerra fría creció en intensidad, situación que culminó al mismo tiempo en que salió a la luz La primavera silenciosa. Tras su redacción se hallaba una tragedia personal de la escritora. A ésta la habían operado de un cáncer de mama casi coincidiendo con la publicación de El mar que nos rodea. Mientras investigaba y escribía La primavera silenciosa padeció una úlcera duodenal y una artritis reumática (en 1960 tenía cincuenta y tres años), al tiempo que reaparecía su cáncer, lo que la obligó a someterse a otra operación y a radioterapia. Muchas partes del libro fueron escritas en la cama.

Rachel Carson y Bob Hines
Rachel Carson y Bob Hines conducen una investigación sobre biología marina. Wikimedia Commons

A finales de la década de los cincuenta, era evidente —para todos los que quisiesen darse cuenta— que había un buen número de contaminantes que habían pasado a formar parte de la vida cotidiana y tenían efectos secundarios nocivos. El más preocupante, ya que afectaba de forma directa al ser humano, era el tabaco (…) Las pruebas que estaba recogiendo Carson la convencieron de que había pesticidas mucho más tóxicos que el tabaco. El más conocido era el DDT[3], que se había introducido con éxito en 1945, pero que, tras más de una década, se había descubierto que provocaba no sólo la muerte de aves, insectos y plantas, sino también la de personas a raíz del cáncer. Un ejemplo muy elocuente estudiado por Carson fue el de Clear Lake, en California. Allí se había introducido en 1949 el DDD, una variante del DDT, con la intención de liberar el lago de ciertas especies de mosquito que acosaban a los pescadores y los turistas. Se administró con gran cuidado, o al menos eso se pensaba, en una proporción de una parte por setenta millones. Sin embargo, cinco días más tarde, los mosquitos habían vuelto, y la concentración se elevó a una parte por cincuenta millones. Las aves empezaron a morir, aunque en un principio no se asoció este hecho con el aumento de la proporción de insecticida y en 1957 volvió a usarse DDD en el lago. Cuando se incrementó el número de muertes entre las aves y comenzaron a morir peces, se puso en marcha una investigación que demostró que algunas especies de somormujo presentaban concentraciones de 1600 partes por millón, mientras que las de los peces llegaban a 2500 por millón. Sólo entonces se observó que los productos químicos se acumulaban en ciertos animales hasta causarles la muerte. Sin embargo, no fue esta acumulación inesperada lo que más alarmó a Carson: cada caso era diferente, y en muchas ocasiones estaba involucrada la mano del hombre. Así, el aminotriazol, un herbicida, había recibido aprobación oficial para su uso en campos de arándanos inundados, aunque siempre después de que se hubiese recogido la baya. La importancia de seguir este orden radicaba en que los estudios de laboratorio habían demostrado que el aminotriazol provocaba cáncer de tiroides en ratas. En consecuencia, cuando salió a la luz el hecho de que algunos agricultores fumigaban los arándanos antes de la recogida, es evidente que el herbicida tuvo sólo parte de la culpa. Ésta es la razón por la que, cuando apareció en 1962 La primavera silenciosa y salió por entregas en The New Yorker, el libro provocó tal escándalo: Carson no se limitaba a explorar el aspecto científico de los pesticidas para demostrar que eran mucho más tóxicos de lo que se pensaba, sino que ponía de relieve que las directrices industriales, muchas veces insuficientes de entrada, se incumplían a menudo de forma indiscriminada. Especificaba fechas y lugares en los que habían muerto individuos concretos y nombres de las compañías que empleaban pesticidas causantes de diversos desastres, a las que en ocasiones acusaba de codiciosas, pues anteponían los beneficios al bienestar de la fauna e incluso los seres humanos.

Al igual que El mar que nos rodea, La primavera silenciosa llegó a lo más alto de la lista de libros más vendidos, a lo que sin duda contribuyó el escándalo surgido en torno a la talidomida casi al mismo tiempo, a raíz del descubrimiento de que ciertas sustancias químicas que tomaban como sedante o contra el insomnio algunas madres en los primeros estadios del embarazo podían desembocar en deformaciones de su descendencia. Carson gozó de la satisfacción de ver cómo el presidente Kennedy convocaba una reunión extraordinaria de su comité de asesoramiento científico para discutir las consecuencias de su libro antes de su muerte, ocurrida en abril de 1964. Sin embargo, su verdadero legado llegó cinco años más tarde, cuando, en 1969, el Congreso de los Estados Unidos aprobó la Ley Nacional de Política Medioambiental, que requería que cada decisión gubernamental estuviese acompañada por un documento en el que se declarase el impacto que supondría para el medio ambiente. El mismo año se prohibió de forma efectiva el uso del DDT como pesticida, y en 1970 se fundó la Agencia de Protección Medioambiental de los Estados Unidos y se aprobó la Ley de Contaminación Atmosférica. En 1972 se aprobó la Ley de Contaminación de Aguas, la de Administración de las Zonas Costeras y la de Control de la Contaminación Acústica; un año más tarde le tocó el turno a la Ley de Especies en Peligro de Extinción.”

Final feliz, sin duda, pero no hay que olvidar que la industria química y farmacéutica y el negocio agrícola y ganadero de entonces estuvieron acusándola durante años de las muertes por malaria o dengue en el Tercer Mundo, puesto que todavía hoy las paredes de las chabolas de muchos barrios africanos se pulverizan con DDT de forma regular para combatir estas plagas. No se hace en los países ricos, porque enferma o mata, pero sí en los pobres.

Rachel Carson fue calumniada por consiguiente como terrorista y traidora en potencia, que no es más que el mismo truco que se empleó con Edward Snowden hace diez años cuando puso de manifiesto[4] que el gobierno norteamericano espiaba ilegalmente a medio mundo, o como se hace en España cada vez que la oposición resucita y enarbola el espantajo de ETA. ¿Escriben así los terroristas? ¿Es este el estilo de pensar y de exponer de una insidiosa traidora a su patria?:

La rapidez del cambio y la velocidad con la que se crean nuevas situaciones siguen al impetuoso y descuidado paso del hombre más que al paso pausado de la naturaleza. La radiación ya no es simplemente la radiación de fondo de las rocas, el bombardeo de los rayos cósmicos o la radiación ultravioleta del sol, que existían ya antes de que hubiera ningún tipo de vida en la Tierra; la radiación es ahora la creación antinatural del hombre, consecuencia de su manipulación descuidada del átomo. Las sustancias químicas a las que la vida tiene que adaptarse, ya no se reducen sencillamente al calcio, el silicio, el cobre y los demás minerales lavados de las rocas por las aguas y arrastrados al mar por los ríos; son las creaciones sintéticas de la inventiva de la mente humana, fabricadas en los laboratorios y que carecen de equivalentes en la naturaleza. Ajustarse a estas sustancias químicas requeriría tiempo a la escala de la naturaleza; harían falta no sólo los años de la vida de un hombre, sino los de generaciones. E incluso si, por algún milagro, eso fuera posible, resultaría inútil, porque las nuevas sustancias químicas salen de nuestros laboratorios como un río sin fin: casi quinientas anuales se ponen en uso práctico sólo en los Estados Unidos. La cifra deja perplejo, y sus implicaciones son difícilmente comprensibles…, quinientos nuevos productos químicos a los cuales es preciso que el cuerpo del hombre y de los animales se adapte de algún modo cada año; sustancias químicas que se hallan totalmente fuera de los límites de la experiencia biológica.

Rachel Carson
Rachel Carson, autora de Primavera silenciosa (1962), el libro que obligó a EEUU a enfrentarse a los efectos de los pesticidas en el medio ambiente. Carson comenzó su carrera en el Servicio de Pesca y Vida Silvestre de los Estados Unidos. Un refugio en la costa sur de Maine lleva ahora su nombre. Wikimedia Commons

En condiciones primitivas de agricultura, el granjero tenía pocos problemas de insectos. Éstos surgieron con la intensificación de la agricultura: la dedicación de inmensas extensiones de terreno a un solo tipo de cultivo. Este sistema preparó el escenario para los aumentos explosivos de poblaciones de insectos específicos. La agricultura de los monocultivos no saca partido de los principios por medio de los cuales opera la naturaleza; se trata de una agricultura como podría concebirla un ingeniero. La naturaleza ha introducido gran variedad en el paisaje, pero el hombre ha exhibido una verdadera pasión por simplificarlo. De este modo, deshace los frenos y equilibrios inherentes mediante los cuales la naturaleza mantiene a raya a las especies. Un freno natural importante es un límite a la cantidad de hábitat adecuado para cada especie. Es obvio, por consiguiente, que un insecto que vive a base de trigo pueda aumentar su población a niveles muy superiores en una explotación agraria dedicada a trigales que en una en la que el trigo se cultiva junto con otros cultivos a los que el insecto no está adaptado. Lo mismo sucede en otras situaciones. Hace una generación o más, las ciudades de extensas áreas de los Estados Unidos alineaban en sus calles nobles olmos. Ahora, la belleza que fue creada con esperanza se ve amenazada por la más completa destrucción, pues la enfermedad se abate sobre los olmos, extendida por un escarabajo que sólo hubiera tenido una oportunidad limitada de constituir poblaciones numerosas y de pasar de un árbol a otro si los olmos hubieran sido sólo árboles ocasionales de una plantación ricamente diversificada.

El símil de la Primavera silenciosa, a la que corresponde este pasaje, hace alusión a la posibilidad de que un día nos levantemos y ya no se oiga el canto de los pájaros. Lo que acontece hoy, sesenta años más tarde, es mucho más grotesco, pues consiste en que ciudades enteramente artificiales y construidas con petrodólares y mano de obra esclava como Doha o Dubái, como no cuentan con súbditos aéreos a causa del excesivo calor (ese en el que vamos a empaparnos en adelante en la hasta ahora afortunada Europa), lo que han hecho es colocar en los postes de las calles megafonía ornitológica.

No hay pájaros, pero nos quedamos con lo mejor de ellos, para no ser menos que los demás… Pronto se hará lo mismo con la gente, y una calle vacía en mitad de un desierto carísimo sonará a pasos, carcajadas, increpaciones, bocinas de coches y voces de mercado, como si estuviéramos en la medina de El Cairo, con la diferencia de la medina de El Cairo será ya una sartén crepitando al aire libre. En el último capítulo de Primavera silenciosa, titulado Otro camino, Carson no pudo evitar incurrir en el perroflaustismo típico de ecologistas (hoy los llaman “radicales) y otros conspiranoicos de sensibilidad exacerbada, cuando escribe:

Ahora estamos en ese punto en que los caminos se dividen en dos. Pero… ambos no son iguales. El camino que llevamos largo tiempo recorriendo es más fácil, es una suave autopista, vamos a gran velocidad pero al final está el abismo. El otro -el que menos se utiliza-, nos ofrece la última oportunidad de llegada a la meta que permite conservar nuestra Tierra, la única oportunidad…

Notas

[1] “Buena parte de los problemas de nuestra sociedad tienen que ver con unas élites cuadriculadas, incapaces de salirse de los esquemas aprendidos, de los lugares comunes, que generalmente son aquellos que les han abierto las puertas. Es mucho más fácil ascender si haces lo que te dicen, sigues los ‘habitus’ del espacio en el que te desenvuelves, aprendes las normas implícitas y recitas el pensamiento que circula por ellas. En esas circunstancias, hemos criado a nuestras élites, y la decadencia española tiene mucho que ver con sectores de la economía, de la política y de la intelectualidad que son incapaces de pensar por sí mismos y que analizan las situaciones en función únicamente de sus intereses. Y, cuando van más allá de su situación personal, se limitan a repetir las ideas dominantes entre las élites internacionales, a las que aspiran a pertenecer; en esencia, repiten la ortodoxia, que eso no les perjudica nunca, y a menudo les beneficia. Ocurre en todos los ámbitos: en el político es evidente, en el intelectual resulta muy preocupante y en el económico muy dañino. El resultado es un mundo aplanado, gris, pobre, del cual la sociedad se aleja cada vez más, y que no es capaz de ofrecer soluciones a los problemas sistémicos. Y ahí radican buena parte de las tensiones políticas, económicas y culturales de los últimos tiempos”, Esteban Hernández en Las clases particulares, el oscuro camino al éxito para las nuevas generaciones

[2] Es interesante, también, la idea formulada por Anne Hathaway de utilizar el tiempo relativista como “un recurso más”, al modo del instrumental o del combustible, algo que sin duda hemos hecho siempre los humanos con el mero paso del tiempo -medirlo, cuantificarlo, asignarle contenido antropológico-, pero que irá a mucho más con la digitalización y algoritmización de la realidad y el uso de dispositivos de Inteligencia Artificial en ordenadores cuánticos. Digamos que el tiempo ya no “pasará” más o que no lo “perderemos” tontamente, como decíamos y practicábamos antes, sino que ahora “desfilará” manu militari a la orden de los grandes intereses en todos y cada uno de los intersticios de nuestras vidas. Por cierto, que sobre esta posibilidad aterradora también existe película de Hollywood: In time, Andrew Niccol, 2011.

[3] También Miguel Delibes en Un mundo que agoniza se hacía eco de esto, mencionando, si no recuerdo mal, que la leche materna del pecho de las mujeres de la segunda mitad del siglo contenía ya una gran y preocupante porcentaje de DDT.

[4] “De manifiesto” porque en realidad nadie podía dudarlo, como hemos corroborado después en los casos de Cambridge Analytica o el reciente del Pegasus; todo lo que tecnológicamente es posible hacer se hará indefectiblemente.

Fuente: https://dialektika.org/2022/08/27/sesenta-anos-de-primavera-silenciosa-de-rachel-carson/

Nueva red de científicos

Una nueva red de científicos para afrontar los retos de la biología del futuro.

Una veintena de investigadores de la red colaborativa LifeHub.CSIC ha analizado diferentes perspectivas e implicaciones que conlleva la investigación sobre los orígenes, (co)evolución, diversidad y síntesis de la vida durante el encuentro “Retos, impactos e implicaciones sociales de la investigación sobre la vida. Pensemos, y reflexionemos juntos para actuar” celebrado en la Casa de la Ciencia de Sevilla. En este marco se desarrolló una línea de trabajo multidisciplinar de análisis comparado que impulsa el diálogo entre investigadores, incluidos los de ciencias sociales y humanidades, para fomentar el diálogo entre ciencia y sociedad.

Durante el encuentro, los participantes realizaron una propuesta abierta para el análisis y actuación frente a los retos, impactos e implicaciones de la investigación sobre los orígenes, (co)evolución, diversidad y síntesis de la vida, atendiendo a sus repercusiones, seguridad, riesgos, implicaciones culturales y participación social.  

El encuentro provocó un diálogo entre investigadores de diferentes disciplinas para generar análisis críticos de las corrientes de pensamiento actual mediante respuestas a los grandes problemas sociales y así como la contribución a la preservación e interpretación del patrimonio cultural e intelectual en todas sus manifestaciones. LifeHub.CSIC pretende unir diferentes puntos de vista y percepciones de investigadores de todos los ámbitos para mejorar el entendimiento sobre la vida. Cabe destacar la aportación de las ciencias humanas y sociales para afrontar las complejidades y contradicciones sociales actuales, donde la ética y filosofía acompañan a la investigación científico-técnica en una perspectiva interdisciplinar que sirve para analizar diferentes aspectos de las investigaciones sobre la vida. 

El proyecto iniciado en el CSIC, aunque está abierto a otras instituciones e investigadores que se adhieran a esta red de colaboración, tiene como objetivo responder las preguntas fundamentales de la biología relacionadas con el origen, (co)evolución, diversidad y síntesis de la vida para estimular la generación de ideas y proyectos transversales para responderlas, a la vez que atender los planteamientos éticos que surjan como fruto de la investigación.

Al encuentro acudieron investigadores del Instituto de Filosofía del CSIC: Jesús Rey, Astrid Wagner, Concha Roldán y Emilio Muñoz; los coordinadores de LifeHub CSIC: Eva García y Fernando Casares. Además, participaron también investigadores de diferentes disciplinas pertenecientes al Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas (CIEMAT), Ana Muñoz Van den Eynde; Centro Regional de Investigaciones Biomédicas de la Universidad de Castilla-La Mancha, Marta Velasco; Centro de Investigación Manuales Escolares de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, Margarita Hernández; Universidad de Oviedo, Armando Menéndez; Instituto de Biología Integrativa de Sistemas, centro mixto del CSIC y la Universitat de València, Juli Peretó; Real Jardín Botánico, María Paz Martín; Estación Biológica de Doñana (EBD, CSIC), Miguel A. Fortuna, Sebastiano de Franciscis y Francisco García; departamento de Genética de la Universitat de Barcelona, Nacho Maeso; Universidad de Sevilla, Carlos Tapia y Sabina Rossini; Asociación Española para el Avance de la Ciencia (AEAC), Victor Ladero; Universitat de València, Isabel Mendoza; Instituto de Biomedicina de Sevilla (IBiS), Patricia Ybot; Universidad de Salamanca, Ibán Revilla; Institute for Advanced Chemistry of Catalonia (IQAC), Ramón Crehuet; Centro de Biología Molecular Severo Ochoa (CBMSO, CSIC), Miguel Manzanares; Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN, CSIC), Rafael Zardoya;  Unidad de Comunicación del Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas, Fernando Torrecilla y la periodista científica y medioambiental, Rosa M. Tristán.

LifeHUB.CSIC

LifeHub.CSIC es un instrumento para incrementar la visibilidad de la investigación que realiza el CSIC como vehículo de divulgación a la sociedad. Esta red tiene como misión principal estimular el establecimiento de conexiones científicas de larga distancia, dentro del CSIC y con otras organizaciones, así como contribuir a la formación científica y la diseminación de la actividad del CSIC dentro del área origen, (co)evolución, diversidad y síntesis de la vida. Desde la red se aborda una aproximación a la vida desde el punto de vista de la investigación multidisciplinar, integrativa y colaborativa con científicos de múltiples áreas, sin olvidar la necesidad de la implicación de la ética y la filosofía paralelamente al avance científico para desentrañar sus aspectos más destacados. 

Para los integrantes de la red LifeHub del CSIC y en consonancia con la Conferencia General número 41 de la UNESCO se señaló la importancia de una ciencia cada vez más abierta a la sociedad, más transparente, inclusiva y democrática. Por este motivo, la comunicación científica de calidad es base para el desarrollo de las sociedades actuales y futuras para que puedan enfrentarse mejor a los retos y fomentar la ciencia abierta como derecho a la población a beneficiarse de los avances de la ciencia. Los organizadores del encuentro, Emilio Muñoz y Jesús Rey, afirmaron que, para quienes trabajan en ciencia, trabajar por el acercamiento entre ésta y la sociedad es una cuestión de responsabilidad, convicción y generosidad.

Fuente: http://cchs.csic.es/es/article/nueva-red-cientificos-afrontar-retos-biologia-futuro

Los filósofos pioneros del bienestar personal

Saber lo necesario para llevar una vida feliz conforme a la naturaleza humana fue la misión de los representables de la corriente helenística de la filosofía. De ahí que se diga que, en el periodo comprendido entre la muerte de Alejandro Magno (323 a.C.) y la batalla de Actium (31 a.C), el esplendor alcanzado por el estudio del pensamiento llegó a su declive pues se pasó del culto a la especulación idealista y del rigor científico de Platón y Aristóteles –es decir, a la ambición teórica– a un afán ético del conocimiento.

La indagación por la existencia humana condujo al apetito helenístico en torno s los diferentes tipos humanos (estoico, epicúreo, cínico y escéptico) y guio a sus mentes más destacadas (como Epicuro y Zenón) al hombre en sí; pero vale la pena tener presente que aún en los tiempos de las raras avis de la filosofía (Platón y Aristóteles) sus doctrinas teóricas también daban indicios de una aproximación al análisis ético del pensamiento.

(Lea además: Rousseau, el que casó a la razón con la emoción).

“También Platón había buscado en su indagación filosófica lo bueno para el hombre. Sus más diversas investigaciones –ontológica o metafísica, epistemológica, lingüística– confluyen en la encrucijada del ser humano. Y Aristóteles había dedicado buena parte de su obra (al margen de su abundante trabajo en ciencias naturales, lógica y metafísica) a la esfera antropológica: ética, política, poética”, explica J.A. Cardona en su libro ‘Filosofía helenística. Estoicos, epicúreos, cínicos y escépticos’.

Sin embargo, la brecha entre la concepción antropológica platónico-aristotélica y la estoico-epicúrea es amplia. Mientras para la primera solo existe el hombre como parte de la polis (el llamado zoon politikón, animal político y social, que es además excluyente pues solo reconoce como tal al ciudadano varón, dejando por fuera a las mujeres, los esclavos y los bárbaros ), para la segunda corriente, el hombre no está engastado a la polis, sino que es un ser individual, subjetivo y singular.

Y dicha singularidad dota a este hombre helenístico de sentimientos particulares que inclusive, le permitirían elegir si quiere, o no, unirse a una colectividad. “Emerge por tanto una concepción muy moderna del ser humano, algo que, si bien introduciendo algunas pequeñas o grandes modificaciones, podría equipararse básicamente con lo que un bípedo pensante respondería a un encuestador que le preguntara en la calle por la opinión que tiene de sí mismo”, añade Cardona.

Dejando atrás los presupuestos de la naturaleza humana incrustada a la polis, la concepción del hombre desde las filosofías helenísticas sienta sus bases en la modernidad y por ello, se dice de la visión platónico-aristotélica que no supo adaptarse a los nuevos aires de cambio acaecidos en Atenas hacia el año 300 a.C. como reacción a la profunda crisis social, política y económica que terminó arrastrando consigo nuevas necesidades espirituales e intelectuales, “sin arriesgarnos a la acusación de que esto sea moralizar más que filosofar”, en palabras del escritor R.W. Sharples, experto en filosofía griega antigua.

Si bien fueron dos las más destacadas, las escuelas helenísticas fueron cuatro: el estoicismo (fundado por Zenón de Citio en Atenas, cerca del año 300 a.C, veintidós años después de la muerte de Aristóteles y veinticinco más de la de Platón), el epicureísmo fundado por Epicuro; el cinismo establecido en Atenas entre los siglos IV y III a.C y el escepticismo que, se considera, se originó con Pirrón entre los años 360 y 270 a.C.

Todas estas corrientes que integraron las escuelas helenísticas se unificaron bajo el ideal de aprender a vivir mediante una ética que le permite al individuo (ya como ser independiente. libre y autónomo de la polis) alcanzar la felicidad; propósito helenístico que sitúa al filósofo no como intelectual, científico, ni teórico sino como un sabio que, como tal, desea vivir bien.

(Además: Heidegger: un pensador no apto para cardíacos).

Filosofía helenística, en cuatro tiempos

Cada una de las corrientes que le dan forma a la escuela helenística del pensamiento tiene sus propios cimientos, guiados por el interés de la búsqueda de la felicidad del hombre en una época en la que los vínculos sociales se desbarataban mientras surgían nuevas señas de identidad personal.

1. El estoicismo. Basaba su búsqueda de la felicidad en el descubrimiento del individuo como parte del cosmos y del mundo; de ahí su carácter cosmopolita, libre del orden de la polis y dejándolo en situación de vulnerabilidad al tener que buscar su propio camino sin tener una guía clara de elección, como sucedía en la filosofía griega.

2. El epicureísmo. Hallaba la plenitud del individuo en el calor de un selecto grupo de amigos sinceros. “Su espacio no era ya automáticamente el de la ciudad, su destino no era cívico”, escribe Cardona en el tomo número 17 de la colección Descubrir la Filosofía, dedicado a la filosofía helenística.

3. El cinismo. La palabra cínico se usaba como sinónimo de ‘perro’. De hecho, el fundador de esta corriente del pensamiento filosófico, Diógenes, no podía sentirse más honrado de que lo llamaran así pues para él y sus adeptos indicaba el interés por ser sinceros y nobles, por satisfacer sus necesidades naturales físicas y espirituales sin pudor, de frente y con desparpajo. El cinismo aplicado al bienestar humano supone a un individuo disciplinado y consciente de la importancia de realizarse plenamente, viviendo conforme a la naturaleza. “Defendía un tipo de vida en que un hombre obre de la manera que lo que de veras es valioso para él su bienestar interior, no pueda ser afectado por juicios convencionales y morales, ni por cambios de fortuna; solo así se alcanza la verdadera libertad”, cita J.A. Cardona a Anthony A. Long en su libro Estoicos, epicúreos, cínicos y escépticos.

(Lea además: Schopenhauer, el epítome del ‘anticoach’).

4. El escepticismo. Se basa en la búsqueda de la felicidad mediante tres cuestionamientos: ¿cómo son realmente las cosas?, ¿qué actitud debemos adoptar ante ellas? Y ¿qué consecuencias trae dicha actitud? Así, su principal teórico, Pirrón y su discípulo Timón no describieron un escepticismo absolutista, es decir, no duda de la existencia de la realidad ni del mundo; sino que niega que podamos saber algo realmente cierto de él. De ahí, su máxima: “ni siquiera sé que no sé nada”.

‘Filosofía helenística. Estoicos, epicúreos, cínicos y escépticos’, entrega número 17 de la colección Descubrir la Filosofía, circulará esta semana con EL TIEMPO, con un precio de 26.900 pesos. Los interesados en adquirir la colección completa a un precio de 589.000 pesos para suscriptores y de 787.000 pesos para no suscriptores (este precio tendrá un descuento especial para los no suscriptores quienes, al comprar los treinta libros en una misma transacción, pagarán 719.000 pesos) podrán hacerlo a través de tienda.eltiempo.com/filosofia o llamando en Bogotá al 4 26 6000, opción 3, y en la línea nacional gratuita 01 8000 110 990

PILAR BOLÍVAR
​@lavidaentenis

Fuente: https://www.eltiempo.com/cultura/musica-y-libros/descubrir-la-filosofia-los-filosofos-pioneros-del-bienestar-personal-693603

¿Quién fue Sócrates? Biografía, pensamiento y frases

Sócrates fue un filósofo clásico griego que vivió entre los años 470 a.C y 399 a.C. Fue maestro de Platón, quien a su vez tuvo como discípulo a Aristóteles. Los tres son los representantes más importantes de la filosofía de la Antigua Grecia.

Hasta la fecha no se ha hallado ninguna evidencia de que publicara algún escrito de su autoría, y los detalles de su vida se conocen en gran medida gracias los diálogos de Platón. Pasó buena parte de su vida discutiendo con los habitantes de Atenas sobre temas como la justicia, la verdad o la belleza.

Sócrates luchó por la obediencia de las leyes al tiempo que criticó algunos aspectos de la democracia. Tenía una visión muy particular de la religión, y defendía que era más importante vivir las virtudes que el culto a los dioses.

La mayeútica es un método que él mismo aplicó que se basa en que el maestro hace que el alumno descubre por él mismo los conocimientos a través de una serie de preguntas.

Militar

Nunca participó activamente en la política, aunque sí cumplió con sus deberes como ciudadano de Atenas. Sirvió como soldado de infantería en diferentes batallas.

Muerte

En el año 399 a.C fue condenado por su postura contra el Estado y la religión establecidas. Sus creencias metafísicas planteaban la existencia del ser humano sin la necesidad de tener el consentimiento de ningún dios, aunque él tenía una gran devoción por los dioses. Le acusaron de corromper la moral de los jóvenes y de ir en contra de los principios democráticos, y en el juicio fue declarado culpable y condenado a muerte. Murió a los 71 años envenenado por cicuta.

Las mejores frases de Sócrates

  • «Un hombre honesto es siempre un niño».
  • «Una moral que se basa en valores emocionales relativos es una mera ilusión». 
  • «Si yo me hubiese dedicado a la política habría muerto hace mucho». 
  • «Mantén un buen ánimo acerca de la muerte, y haz tuya esta verdad: que nada malo le puede pasar a un hombre bueno, ni en vida ni después de morir». 
  • «Desearía que el conocimiento fuese de ese tipo de cosas que fluyen desde el recipiente que está lleno hasta los que permanecen vacíos». 
  • «El conocimiento empieza en el asombro». 
  • «Una vida que no ha sido examinada no merece ser vivida». 
  • «Me llamo a mí mismo guerrero pacífico, porque las batallas que libramos se producen en el interior». 
  • «Prefiero el conocimiento a la riqueza, ya que el primero es perenne, mientras que el segundo es caduco». 

Fuente: https://okdiario.com/curiosidades/socrates-biografia-1652866

Vivir en el absurdo

La pregunta por el sentido de la vida ha sido recurrente en la travesía del pensamiento occidental. Dos mil años después, manida y exhausta, la pregunta da síntomas de agotamiento y empieza a atisbarse una respuesta que siempre quisimos esquivar: quizá la vida no tenga un sentido fijo. Aceptar el absurdo de la vida, su sinsentido, es difícil, pero el reto yace en encontrar la belleza que crece, silenciosa, en el alfeizar de la vida, en la carretera de nuestra existencia.

Por Pablo Fernández Curbelo

«Dios ha muerto. (…) Y nosotros lo hemos matado. ¿Cómo nos consolaremos, asesinos entre los asesinos?». Así anunció Nietzsche la muerte de Dios en La gaya ciencia. Su significado, la pérdida de todo un sistema de valores y de creencias, fue devastador. El vacío que dejó condujo a la irrupción del nihilismo, al ascenso del totalitarismo durante el siglo XX y a las mayores atrocidades cometidas por el hombre. Y ahora ¿cómo encontrar sentido en un mundo que, a primera vista, se muestra frío, caótico y misteriosamente absurdo?

Como bien postuló Nietzsche, gran parte de lo que acontece en el mundo es fruto del azar. El movimiento rige el transcurso: las personas vienen y van, el presente se vuelve pasado y el pasado cae en el olvido. Nos movemos en un mundo solitario que nos es ajeno y parece movido por aquello que el escritor francés Albert Camus denominó «el absurdo». Incluso el Ser se escapa de nuestro propio entendimiento: al arrojar luz sobre el origen de nuestros deseos, Freud, uno de los filósofos de la sospecha, mostró sus ambivalencias y su densa oscuridad.

Hay algo, sin embargo, que desbanca al pensamiento, que lo deja inservible, y que nos abalanza sobre el vacío: el sufrimiento. Cuando sufrimos la traición, el engaño, la infelicidad o la enfermedad, la existencia se vuelve intolerable. Puesto que no creemos en un mundo mejor y eterno después de la muerte, nos vemos abocados a buscar con desenfreno algún modo de justificar nuestra existencia en este mundo y, puesto que solo tenemos una, de hacerla no solo soportable o llevadera, sino agradable y placentera.

Nuestra cultura ha sabido cómo hacer de esta búsqueda un auténtico mercado: libros de autoayuda, coachings o vídeos motivadores. Pero, en este caso, el quehacer filosófico debe guiar al hombre no para encontrar sentido a la vida, puesto que carece de sentido objetivo alguno, ni para imponérselo, sino para enseñarnos a vivir pese a la falta de sentido, en el amplio espacio del absurdo.

La vida no tiene sentido y se nos presenta como un absurdo. Pero en esta existencia absurda hay dolor, sufrimiento, y nos vemos obligados a explicar esto de una u otra forma

Haruki Murakami, autor japonés y eterno candidato al Nobel, ha construido sobre ese espacio del absurdo toda su literatura. En ella, Murakami nos muestra la abrumadora capacidad que tiene el mundo de sorprendernos en medio del caos y la aleatoriedad. En Flor y nata, uno de los relatos que conforman la antología Primera persona del singular, un joven emprende el camino hasta «lo alto de un elevado promontorio en Kobe» para acudir a un recital de piano.

Sin embargo, al llegar a la cima, no ve rastro del recital. Cansado e inmerso en la decepción, se sienta a descansar. En ese momento se le aparece un anciano que habla de un círculo con varios (o infinitos) centros, es decir, una figura incongruente e imposible. Cuando el joven se vuelve a girar, ya no hay rastro del anciano.

El joven se queda pensando sobre el círculo, metáfora de lo absurdo, de los acontecimientos incomprensibles que nos sobrevienen a diario y de nuestra innata necesidad de buscar respuesta a lo que quizás resulta inexplicable. «Cuando me sucede algo —reflexiona el joven— me acuerdo del círculo y pienso, por un lado, en todo aquello inevitable, fútil y banal que acontece con descaro y azarosamente en nuestra vida».

Si bien intentar racionalizar el absurdo y darle explicación resulta una tarea inútil y sin fin, una tarea que gira sobre sí misma de forma circular, aceptar plenamente el espacio que nos cede el absurdo nos brinda un enorme lugar de sensaciones. Sensaciones que, por cierto, los griegos menospreciaron y atribuyeron al mundo aparente de Platón y que siglos más tarde Nietzsche reivindicó como único mundo real. Pero el mundo material y sus sensaciones nos sugieren que, pese al sufrimiento, quizás seamos capaces de contemplar las flores hermosear en primavera, meciéndose al viento.

No podemos racionalizar el absurdo de la vida. Es una tarea inútil y sin fin. El sinsentido de la vida nos abre todo un mundo de sensaciones que, pese al sufrimiento, esconden belleza

Pese al sufrimiento, quizás disfrutemos de los cálidos rayos de sol en una tarde de verano. Pese al sufrimiento, quizás quedemos fascinados por el brillo de unos ojos, de una mirada, o por el tacto de una mano y conozcamos el significado de la ternura. A esto se refirió Emil Cioran cuando escribió en sus Cuadernos, reivindicando el absurdo y, naturalmente, jugando con la dialéctica: «No soy un pesimista, me gusta este mundo horrible».

Abrazar la vida terrenal y a nosotros como eternos extranjeros y partícipes de ella es un modo de burlar la falta de sentido. Abrirse al mundo de la experiencia y al devenir no es desdeñar la importancia y la valía del pensamiento, sino señalar sus límites. Al preguntarnos por el origen de los acontecimientos, de nuestras dichas y de nuestras desgracias, pronto llegamos al abismo que supone la aceptación de nuestra ignorancia y a la falta de respuestas para las grandes preguntas.


Encontrar consuelo en un vaso de leche fría con azúcar, en los abrazos que se dan con demasiada fuerza o en una hermosa pieza musical es, ante todo, un ejercicio de suma modestia y apertura. Los mejores poetas comprendieron esto, pues el cuerpo poético nace de este mismo impulso de apertura y de una búsqueda desaforada por lo verdadero. En el poema Vida, Alfonsina Storni escribió:

«Es que abrí la ventana hace un momento
y en las alas finísimas del viento
me ha traído su sol la primavera
».

Abrir la ventana al mundo es un modo de que entre la luz.

Fuente: https://www.filco.es/vivir-absurdo/

La defensa humanista del existencialismo

Luis López Galán

Una tarde de octubre de 1945, los alrededores del parisino club Maintenant hervían con un público impaciente a la espera de la apertura de puertas del local; la Segunda Guerra Mundial había terminado y la fila de gente aguardaba con temple para asistir al discurso de un Jean-Paul Sartre que, cuando llegó el momento, necesitó abrirse paso entre la multitud a empujones y con alguna que otra silla rota a su alrededor. Ya sea mito o realidad lo que ocurrió entre el gentío aquella tarde, lo cierto es que ese discurso de Sartre en París se acogió con expectación y se entendió como un propósito: el de buscar una reflexión independiente, una nueva meta moral que se diferenciara de la metafísica tradicional y de las dos grandes corrientes de su tiempo, comunismo y cristianismo. Su discurso surgió desde una base concebida previamente, que se creó para simplificar de alguna manera lo que él ya había expuesto en El ser y la nada (1943).

¿Quién puede decidir sobre el valor de enseñanza de un viaje, sobre la sinceridad de un juramento de amor, sobre la pureza de una intención pasada, etc.? Yo, siempre yo, según los fines por los cuales los ilumino.

En El existencialismo es humanismo, como se tituló a esta conferencia, Sartre comienza apuntando a las críticas realizadas en contra del existencialismo, corriente planteada en aquellos momentos por él mismo junto a otros pensadores, como Simone de Beauvoir o Albert Camus. Dice que, en el devenir del desarrollo de su planteamiento existencialista, se han venido dando una serie de análisis erróneos a los que pretende dar respuesta, razón principal para el evento filosófico de aquella tarde en París. Estas críticas al existencialismo, enumeradas en el discurso, son: que se empeña en el lado negativo de la vida, en su «lado malo»; que no lleva a actuar y quiere que el individuo se quede «quieto»; que no da pie al desarrollo del espíritu comunitario de la humanidad; que, al negar la existencia de valores a priori, conduce a una especie de anarquía. Sartre llegó al Maintenant dispuesto a dar respuesta a todas a ellas.

El existencialismo, basado en el «yo pienso» de Descartes, es definido por él como la filosofía que entiende que la existencia precede a la esencia. Ahora bien, ¿qué quiere decir con esto? Podemos explicarlo negativamente: la naturaleza humana (o su esencia) no existe antes que el humano, así como no existe una idea de Dios creador o demiurgo-artesano que haya construido el mundo con sus manos, ni tampoco una lista de valores naturales que debamos cumplir siguiendo una ley moral-natural. El individuo se da cuenta de que piensa, se da cuenta de sí mismo, y de esa nada comienza a construir y definir su vida: «empieza por existir, se encuentra, surge en el mundo y después se define» (El existencialismo es un humanismo). Con ello se apunta a que el individuo va a llegar a ser lo que elija para sí mismo que ha de ser, que su «proyecto de vida» depende de él. Al darse cuenta de sí mismo, al pensarse, el individuo también se percata de su soledad (ausencia de un dios padre, de un ente preexistente) e incluso de su abandono. Soledad y abandono, sin embargo, se transforman en Sartre en la libertad del individuo para conseguir una interpretación de lo que le rodea y tomar decisiones propias. Una libertad que, por otro lado, no deja de ser condenatoria: estamos obligados a ejercerla, a elegir entre la tesitura del bien y del mal. Queramos o no, incluso si nos desentendemos, estamos tomando una elección. Dice Sartre:

La vida no tiene sentido a priori. Antes de que ustedes vivan, la vida no es nada; les corresponde a ustedes darle un sentido, y el valor no es otra cosa que ese sentido que ustedes eligen.

Con lo anterior, dos de las críticas han sido ya negadas: el existencialismo no invita a la quietud, sino que estima que se deben tomar acciones precisamente porque nadie más las puede tomar por nosotros, y no está empeñado en el lado negativo de la vida, sino que se percata de que somos nosotros quienes debemos construírnosla y asumir las consecuencias de lo construido. Pero ¿dónde queda el carácter comunitario del ser humano y cómo explica que el existencialismo no lleve a la anarquía? Sartre defiende que el individuo toma sus decisiones de manera responsable con respecto al resto de individuos; cuando elegimos el tipo de persona que queremos ser, el resultado no sólo nos afectará individualmente: lo hará a toda la humanidad. De ahí que hayamos de hacerlo preguntándonos siempre qué pasaría si todos eligiésemos tal camino; entonces estamos haciéndolo con carácter comunitario y, todos juntos, estamos construyendo una escala de valores, algo que se aleja de lo anárquico.

Un último planteamiento se vislumbraba para Sartre a la hora de realizar su discurso en París: ¿por qué vincular el existencialismo con el humanismo? Quedaba claro que el suyo no era un pensamiento como el del discurso de Pico della Mirandola (vid. Carlos Goñi, Pico della Mirandola. Discurso sobre la dignidad del hombre), que posiciona al individuo como centro del universo, o el de Kant, donde la humanidad se determina desde la moral, desde la «buena voluntad» (vid. Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres), pero no dejó la oportunidad de llamarlo también así porque en el existencialismo el mayor proyecto es el que hace el ser humano, es el ser humano en sí mismo:

Humanismo porque recordamos al individuo que no hay otro legislador que él mismo y que es en el desamparo donde decidirá de sí mismo.

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/2021/12/24/la-defensa-humanista-del-existencialismo/?fbclid=IwAR3g36q2V0VKWMl_dAn4J77j5gNdWNVpNzcsAZgt4m7W6Paa06UHmKNk-gc

¿Debe tomar partido el intelectual?

La discusión pública está vacía de pensamientos profundos. Algunos filósofos piden más compromiso con la actualidad y otros escritores exigen que se lea más: para elegir (y votar) hay que leer.

Juan Carlos Laviana

«¿Qué está sucediendo con el pensamiento humanístico para que se le desprecie de esta manera?», se plantea Irene Vallejo en conversación con Eduardo Madina (Ethic). Hablan sobre la marginación de las «maltrechas humanidades» en nuestro sistema educativo. «¿Por qué se pregunta tan poco a los filósofos?», insiste la escritora, que cree que las humanidades son esenciales para evitar el deterioro de nuestro sistema democrático. Lo explica con un ejemplo muy gráfico. «Me gusta mucho una etimología que dice que el elector, el que elige en unas elecciones, lleva dentro el concepto de lector. El elector es alguien que lee la realidad, lee los conceptos, los interpreta y así sabe cómo elegir. Solo crearemos una comunidad de electores si somos buenos lectores de la realidad».

Diego Garrocho es de los que cree «urgente» que la ética y la filosofía
estén más presentes en la discusión pública. Se lo trasmite a David Mejía (The Objective). «La participación en la esfera pública no debería ser una opción. Es legítimo que haya gente que no quiera tomar partido […], pero sí creo que de alguna manera debemos estar presentes y debemos transferir el conocimiento que se genera en la academia y llevarlo a un público más amplio».

«El feminismo funciona mejor cuando es divertido». Caitlin Moran

«Muchas veces –continúa Garrocho– desde la academia se piensa que opinar sobre cuestiones de actualidad es un descenso desde esas grandes preguntas aladas, alambicadas y barrocas. Pero yo no creo que haya un descendimiento, lo que hay es un compromiso con la actualidad, un compromiso con la circunstancia en el sentido más propiamente orteguiano. La obligación de un pensador, con toda la modestia que entraña la palabra pensador, es pensar lo que pasa y por qué pasa en esta circunstancia concreta». El profesor sugiere que la columna periodística puede ser un buen vehículo.

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Manuel Jabois no es filósofo y tal vez por eso tiene un concepto distinto de la columna, según le cuenta a César Suárez (Telva). «Yo creo que la gracia de las columnas de opinión es que no opines. Para mí contar una historia es dejar una pregunta en el aire, aportar un punto de vista pero sin demasiada contundencia. Mi verdadera cultura es la de la calle, la de la gente que he conocido. No te puedo citar a Cicerón, pero sí al chico que vive debajo de mi casa, y en general es más interesante que Cicerón».

«La gracia de las columnas de opinión es que no opines». Manuel Jabois

El productor de cine Enrique Lavigne considera «un error politizar la cultura». Así se lo deja dicho a Mirian San Martín (Vozpópuli). «Se ha usado como moneda de cambio y se ha empleado mal. Somos prisioneros de esa etiqueta y hemos sacrificado parte de nuestra identidad y de nuestra independencia con este tipo de manipulaciones políticas. Hay que saber separarlo totalmente. Es un enorme error del que nos arrepentiremos».

Quien sí participa mucho en la vida pública es Luis García Montero. En Esquire responde así a la pregunta ¿qué le ha enseñado la poesía? «Que la verdad es un punto de llegada, no de partida, que hay en el ambiente muchas corrientes de opinión, muchos prejuicios, muchas modas y quien se dedica a subirse a una moda, acaba repitiendo como un loro lo que flota en el ambiente. Por eso la verdad hay que buscarla y es un punto de llegada, hay que hacerse dueño de las opiniones propias, de los sentimientos propios y de las propias palabras».

P.S. La escritora Caitlin Moran entra en un debate candente con Leticia Blanco (El Mundo): «Creo que el feminismo funciona mejor cuando es divertido y puedes hacer bromas, como yo. Y esa idea de que algún día podrías ser una mala feminista y hacerlo mal y ser eliminada del feminismo para siempre no nos está haciendo ningún favor. […] Pero no me gusta esta narrativa de que las mujeres tienen que ser increíbles, que tenemos que ser el doble de inteligentes que un hombre y trabajar el doble de duro. El futuro que quiero es que las mujeres puedan ser tan estúpidas y perezosas y tontas y simples como los hombres. […] Realmente espero que las mujeres de la próxima generación puedan ser un poco más promedio, que puedan ir caminando por la calle sin pensar en nada, como un hombre».

Fuente: https://www.elespanol.com/el-cultural/opinion/jardines-colgantes/20220711/debe-tomar-partido-intelectual/685551447_12.html

Jorge Freire: «Solo es libre quien sabe gobernarse»

Jorge Freire, filósofo y escritor, publica Hazte quien eres. Y advierte: no es un libro de autoayuda, a la que califica como «una ideología neoliberal envuelta en un discurso bobalón y complaciente, que ofrece soluciones fáciles apoyándose en el mito del individuo libérrimo y decisionista». Muy al contrario, su obra es «una requisitoria contra el narcisismo individualista», dice.

Por Gonzalo Muñoz Barallobre

La obra del filósofo y escritor Jorge Freire (Madrid, 1985) comienza con dos ensayos, uno sobre Edith Wharton y otro sobre Arthur Koestler. Pero es su obra Agitación. Sobre el mal de la impaciencia (Páginas de espuma, 2020) la que le lleva al gran público (fue uno de los libros más vendidos durante la cuarentena) y al reconocimiento de la crítica (El Confidencial y El Cultural lo incluyeron entre los mejores libros de 2020). Ahora publica Hazte quien eres. Un código de costumbres (Deusto, 2021), un libro lleno de sabiduría que recomendamos de manera activa a nuestros lectores.

En la portada leemos: Hazte quien eres. Un código de costumbres. Lo primero de todo, ¿qué diferencia a un libro de filosofía de uno de autoayuda? 
La autoayuda no es más que ideología neoliberal envuelta en un discurso bobalón y complaciente. Ofrece soluciones fáciles apoyándose en el mito del individuo libérrimo y decisionista. Aunque su título llame a engaño, Hazte quien eres es una requisitoria contra el narcisismo individualista. Sobra decir que no hay en él respuestas mágicas. La filosofía, si se inscribe en la vieja tradición de las consolatione, como es el caso, ora te pone una mano en el hombro y te infunde ánimo, ora te agarra de la pechera y te zarandea. Quiero que este código de costumbres sea un aldabonazo para el lector.

¿Quién es el hartosopas y por qué lo considera el símbolo de nuestro tiempo?
La democratización del señoritismo corre pareja al empobrecimiento de la clase media. Nos damos «lujos» como cenar unas salchichas premium o una hamburguesa gourmet, y después de comernos un menú de nueve euros en Casa Emilio, ponemos en TripAdvisorque el servicio era mediocre. ¿Cómo no va a ser el hartosopas el santo patrón de nuestra época? Este castizo personaje, en tiempos idos, nunca salía de casa sin llenarse el jubón de migas y engrasarlo con tocino, aun cuando no tuviera dos reales. Era su forma de patentizar que no era pobre, puesto que iba harto de sopas. Hoy se pringaría el blusón de salpicaduras y lo enseñaría en Instagram.

«La democratización del señoritismo corre pareja al empobrecimiento de la clase media. Nos damos ‘lujos’ como cenar unas salchichas premium o una hamburguesa gourmet»

Menciona que hoy la gente practica una sinceridad a discreción… ¿Qué opinas de aquellos que se autodenominan «sincericidas»? 
No puedo con ellos. Cuando alguien pretexta que es muy sincero, es que va a soltar alguna grosería. Ya decía Ortega, con razón, que lo espontáneo del hombre es el mono. ¡Qué manía tienen algunos de hablar «sin pelos en la lengua» y decir «las cosas claras»! ¿Sinceridad a discreción? Mejor practicar la discreción a secas y que la sinceridad se la guarde uno donde le quepa.

Heráclito escribió que «el carácter es destino». ¿Cree que la gente sabe distinguir entre temperamento y carácter? 
El carácter no cambia. Cosa bien distinta es el temperamento, cuyas aristas conviene limar. Por supuesto, muchos no se atreven a hacerlo, y por eso lucen pétreos, uniformes y desgastados, como cantos rodaos. Si no lo haces tú, ya lo hace la vida por ti. El otro día, viendo un vídeo de Jero García en el que reconvenía a un chaval con un genio terrible, me preguntaba por qué no se enseña a nuestros adolescentes a controlar la impulsividad. Cuando es incapaz de empuñar las riendas del caballo díscolo, el auriga se expone a un castañazo.

En el capítulo Despierta del letargo dice: «Le encantaría plantar un árbol, pintar un cuadro, montar una maqueta del Titanic o escribir un libro, o al menos eso dice, pero, mira tú por dónde, se pasa el día mirando el WhatsApp». ¿No decía Spinoza que la impotencia era una forma de tristeza? 
Quien renuncia a cultivar los dones que le han sido otorgados es como el campesino que lanza semillas fuera de surco, haciendo que se agosten; pero el campo, en este caso, es uno mismo. Cultura es cultivo. Por eso quien renuncia a cultivarse rápidamente se llena de yerbajos y se enmaleza. Nada hay tan malo, a este respecto, como la pereza. Acertaron los Padres del Desierto cuando la declararon pecado mortal. El perezoso es una caricatura de sí mismo.

En otro capítulo, Domínate, habla de la importancia de postergar la gratificación. ¿Por qué es tan importante? 
Porque solo es libre quien sabe gobernarse. Como decía hace unos días Juan Arnau, si la libertad se redujese a satisfacer deseos, un bebé satisfecho sería libre. Sócrates llamaba enkrateia al dominio de uno sobre sí mismo. Quien carece de ello sufre de akrasia y es, en consecuencia, un incontinente, como ese bebé que se hace pis encima. Que la sociedad consumista no nos engañe: cumplir voliciones no nos hace ser quienes somos. La liebre siempre corre más que los lebreles.

Habla del thymos, del coraje, y su importancia en el día a día de todos nosotros. ¿No le parece que la educación de hoy crece de espaldas a esta noción?
El thymos era, según Platón, la tercera parte del alma. Puede traducirse como honor, como arrojo, como coraje… Palabras, todas ellas, que hoy no están bien vistas. Por eso el sujeto contemporáneo, compuesto de razón y deseo, no es más que un zampabollos consumista. El homo economicus no da para más. ¿Por qué tantos docentes renuncian a educar a sus catecúmenos en la fortaleza de carácter, en la valentía, en la nobleza? Porque son hijos de su tiempo. Ante eso solo queda seguir el consejo de Schiller: vive con tu siglo, pero no seas obra suya. Seamos, pues, extemporáneos.

«Sócrates llamaba enkrateia al dominio de uno sobre sí mismo. Quien carece de ello sufre de akrasia y es, en consecuencia, un incontinente. Cumplir voliciones no nos hace ser quienes somos»

En el capítulo 3 del libro señala que la naturaleza humana es mimética. ¿Qué importancia tiene para usted la capacidad de admirar? 
Es bueno tener un superior ante el que velar armas. Hasta Julio Cesar derramó lágrimas en Cádiz ante la estatua de Alejandro. Poner la proa hacia el ideal no basta para llegar a puerto, pero al menos avanzas un buen trecho.

Escribe: «[…]el pobre viejo no era más que un ejemplar típico, y su vergüenza resultaba insignificante: no tenía siquiera el ingenio de inventar un vicio nuevo.» ¿Cuál es el vicio principal de nuestra sociedad?
Cuando la virtud mengua, el vicio se desdibuja. Y el vicio de nuestra sociedad es, precisamente, su falta de sustancia. Quienes son ajenos a la voluptuosidad, el azar y la ebriedad tienen que contentarse con el porno, las tragaperras y el botellón. En sus pecadillos, que son veniales, llevan la penitencia.

En el libro habla sobre la necesaria búsqueda del placer y al hacerlo menciona el placer inútil. ¿No estamos ante un oxímoron? 
La vida es un juego, y por ello la observancia de sus reglas resulta preceptiva. De igual manera, hay placeres que son inútiles, y ello no les resta importancia; son, de hecho, los mejores. ¿Cómo disfrutar de ellos? Educando el gusto. Para los ilustrados, tan importante era consultar la Enciclopedia como ejercitar la conversación en los salones. Convendrás conmigo en que es bueno que algunas cosas se sustraigan de lo instrumental. 

Me gusta mucho el concepto que aparece en el capítulo Desconfía de los expertos: tecnodicea. ¿Puede explicarlo?
Es uno de los mitos de nuestro tiempo. Con ese concepto —que antes habían usado Patxi Lanceros y Manuel Luna, cosa que entonces yo desconocía— aludo a la creencia según la cual la tecnología solucionará todos nuestros problemas. De esta superstición se sirven los expertos cuando proyectan un futuro ineluctable en que, al calor de la Cuarta Revolución Industrial, nuestras condiciones laborales se verán seriamente alteradas. Ocioso es añadir que, por mucha jerga con que disfracen su cháchara, media poco trecho entre dichos expertos y el arúspice romano que escrutaba las entrañas de una oca. 

A propósito de la tecnodicea, ¿qué opinión le merece el transhumanismo? 
Chatarra averiada del capitalismo avanzado. Se afianza en un mito, cuando menos discutible, según el cual la naturaleza humana es infinitamente dúctil. Y cuenta con un elemento escatológico, también harto cuestionable, que establece la superación de la humanidad por sí misma. Qué quieres que te diga… Me encantaría que, como al final de 2001, pasásemos de ser el atribulado David Bowman a ser ese bebé cósmico tan rozagante y tan luminoso. Pero me cuesta tomar en serio toda esta mitología redentorista. Conque a otro perro con ese hueso.

«Pensar que uno se basta y sobra, que a nadie debe nada, es como marcar gol y pensar que no precisas del concurso de los otros diez jugadores. Desconozco si la ingratitud está de moda, pero goza de muy buena salud»

¿Qué es la turbonormalidad? 
La realidad hormonada y tumefacta que muestran las redes sociales. Nada hay más turbonormal que meterle filtros a la vida hasta que pegue el cantazo. El turbogusto, que es la deformación del gusto por adecuación a la turbonormalidad, establece un canon de belleza formado por los ojos de anime, las pestañas magnéticas y el bronceado artificial. Por eso el españolito medio ya no es Alfredo Landa, sino un tronista de Mujeres, hombres y viceversa

Los futbolistas se dedican a sí mismos los goles; los músicos, los premios… ¿Está de moda la ingratitud? 
Pensar que uno se basta y sobra, que a nadie debe nada, que es el único artífice de su ventura, es como marcar gol y pensar que no precisas del concurso de los otros diez jugadores. Desconozco si la ingratitud está de moda, pero goza de muy buena salud.

La Academia se fundó sobre el gimnasio de Academo. Nietzsche escribió: «El cuerpo es una gran razón». ¿Por qué el cuidado del cuerpo no aparece en este código de costumbres?  
El «culto al cuerpo» es una gran mentira. Lo que hoy cunde es el odio al cuerpo. ¿Qué tiene que ver el deporte con el olimpismo? Ya no se trata de un ideal de perfección, interior y exterior, sino una mera competición reducible a números. Y no me refiero a los atletas profesionales. Uno sale más o menos satisfecho del gimnasio en función del número de calorías quemadas, de kilómetros recorridos y de litros de líquido cefalorraquídeo exhudados. Competir, competir, competir… El deporte limitado a lo cuantitativo no es más que otra cadena con la que nos aherrojamos.

Fuente: https://www.filco.es/jorge-freire-hazte-quien-eres/

El valor de (atreverse a) pensar

Carlos Javier González Serrano

«El camino de la belleza conduce a la libertad.»
Schiller, Cartas sobre la educación estética de la humanidad

Con el dominio de la tecnocracia y la omnipresencia de las pantallas, cada vez estamos más sujetos emocionalmente a un sinfín de estímulos superfluos que luchan por acaparar nuestra atención y, por tanto, nuestro tiempo. Los grandes imperios económicos procuran mantenernos permanentemente ocupados a través de numerosos incentivos y alicientes que parecen interpelarnos personalmente. Hay una clase de ruido (causante de un existir acelerado, anestesiado y sin sentido de la autonomía) que sólo puede interrumpirse lejos de una pantalla. Hoy la auténtica lucha es por nuestra atención: sobre a quién permitimos que se adueñe de ella. Hay que educar la atención.

Esta preocupante y nociva circunstancia conecta de modo directo con la manera en que buena parte de la sociedad está siendo empujada a vivir. Me refiero a la hiperproducción del sujeto contemporáneo, tan bien caracterizada por el pensador surcoreano Byung-Chul Han en todas sus obras. En uno de sus libros más contundentes y recomendables (Psicopolítica), Han asegura que «hoy creemos que no somos un sujeto sometido, sino un proyecto libre que constantemente se replantea y se reinventa», postura ilusoria que el autor destapa de esta forma: «Pues bien, el propio proyecto se muestra como una figura de coacción, incluso como una forma […] de sometimiento«.

No sólo la juventud (como suele denunciarse bajo prejuicios edadistas), sino la sociedad tomada como un todo ha caído en una coacción mediante la cual los dispositivos móviles se han convertido en instrumentos de sometimiento y regulación de nuestro tiempo. En este sentido, se nos ha hecho esclavos voluntarios de una autoinducida hiperproductividad en la que el amo y el esclavo son el mismo usuario: es el sujeto del rendimiento el que se obliga a trabajar en sí mismo, a lo que Han llama «el sujeto neoliberal». La aparente libertad nos convierte en esclavos, pues –en expresión de Han– «el neoliberalismo es un sistema muy eficiente, incluso inteligente, para explotar la libertad. Se explota todo aquello que pertenece a prácticas y formas de libertad, como la emoción, el juego y la comunicación».

La filosofía, como ejercicio en el que se pone en juego la palabra activa y donde se lleva a cabo un libre intercambio de pareceres argumentados, fundados en un conocimiento o aparataje intelectual (el propio de la historia de la filosofía), ha de propiciar –y de hecho propicia, si no se presenta de una manera dogmática– la toma de conciencia de esta peligrosa deriva antropológica contemporánea mediante la cual el sujeto queda transformado en una suerte de órgano sexual de reproducción del capital. La filosofía como revolución intelectual. Como rebelión de la inteligencia.

Mediante un sucedáneo de libertad, se nos insta a participar de continuo en un plural y entretenido juego de mercadeo en el que se ponen en venta nuestros intereses, gustos, relaciones y apetencias. Nuestra intimidad. Resulta casi imposible hacer una pausa entre tanto ruido, y cuando esa pausa se lleva finalmente a cabo es señalada y causante –en no pocas ocasiones– de una particular culpa: la de sentirse aislados o apartados del sistema. Byung-Chul Han también apunta en este sentido:

Quien fracasa en la sociedad neoliberal del rendimiento se hace a sí mismo responsable y se avergüenza, en lugar de poner en duda a la sociedad o al sistema. En esto consiste la especial inteligencia del régimen neoliberal. No deja que surja resistencia alguna contra el sistema.

A través de las herramientas que proporciona la filosofía en su vertiente de aprender a filosofar (es decir, a pensar consciente, libre y responsablemente), quien se inicia en el proceder filosófico es capaz –o al menos se pone en condiciones– de percatarse de que mediante tales dinámicas tecnocráticas ha acabado por ser un explotador voluntario de sí mismo. A ello podemos añadir estas palabras de Emilio Lledó (Sobre la educación):

Enseñar a pensar quiere decir, fundamentalmente, dejar que la inteligencia, con el cultivo de las preguntas elementales, de las informaciones elementales alejadas de los intereses con que la autoridad entremezcla sus instituciones educativas, alcance su libertad y, con ella, su autarquía.

Es a esto y no a otra cosa a lo que se refirió Kant en sus escritos sobre la Ilustración cuando aludió a la minoría o mayoría de edad de la población. Quien se atreve a pensar por sí mismo es quien, con ello y a la vez, se atreve a caer en la cuenta de que uno se encuentra en un mundo, y lo habita, pensándolo desde una configuración previa que le viene dada. En nuestro caso, el imperio de la tecnología. La filosofía, pero sobre todo el ejercicio del filosofar, invita a cuestionar esa configuración previa, preestablecida o masticada para reflexionar activamente sobre el escenario que habitamos. No por el hecho vacuo o diletante de pensar por pensar, sino por el compromiso de pensar para actuar.

Otro punto importante, sugiere Kant, es que cuando este movimiento de ilustración personal se ha iniciado, no puede detenerse, es imparable, porque la razón se percata de la importancia de encontrar evidencias objetivas y autónomas de cuanto se piensa y se hace. Tal es la exigencia que la propia razón se impone a sí misma, como Kant sugiere en el primero de los prólogos de la Crítica de la razón pura:

La razón humana tiene el destino singular, en uno de sus campos de conocimiento, de hallarse acosada por cuestiones que no puede rechazar por ser planteadas por la misma naturaleza de la razón…

Pero si queremos elegir un fragmento que culmine estas ideas, acaso el más certero sea este:

Lo primero de todo es hacer madurar el entendimiento y acelerar su desarrollo, ejercitándolo en juicios de experiencia y llamando la atención [del estudiante] sobre todo aquello que le puedan aportar las contrastadas impresiones de sus sentidos. […] En una palabra: [el profesor]No debe enseñar pensamientos, sino enseñar a pensar. Al alumno no hay que transportarle sino dirigirle, si es que tenemos la intención de que en el futuro sea capaz de caminar por sí mismo (Kant, “Nachricht von der Einrichtung seiner Vorlesugnen in dem Winterhalbenjahre, 1765-1766”).

O quizá, como hacemos habitualmente en El vuelo de la lechuza, debamos volver a María Zambrano (Hacia un saber sobre el alma, «La vida en crisis»):

Lo grave es resbalar sobre la propia vida sin adentrarse en ella, y puede ocurrir con suma facilidad.

La continua sobreestimulación a la que la vida contemporánea se encuentra expuesta nos impide, en muchas ocasiones, hacer un alto en el camino para pensar en la nociva dinámica que la hiperaceleración de numerosos procesos ha impuesto –y hemos permitido que nos impongan– en nuestras vidas.

Detenerse es hoy sinónimo de pasividad; frenar supone quedar relegados, atrasados: a veces, incluso, ninguneados. Des-aparecer es sinónimo de no-ser. Esto ha conducido a un cambio, morboso y muy perjudicial, de nuestra percepción del tiempo, que se nos antoja insuficiente para, precisamente, poder estar presentes en todos lados y en cualquier momento. La permanente disponibilidad es otro de los valores contemporáneos en alza, y junto con ella, la hiperproducción del sujeto, en quien se ha delegado el ejercicio de una mediatizada libertad que ha hecho de él un producto que se consume a sí mismo. De mano de estas circunstancias, se ha incrementado la sensación de cansancio y hastío: bajo una engañosa apariencia de cambio, llevamos a cabo las mismas tareas una y otra vez al amparo del imperativo del scrolling, en busca de lo nuevo que, sin embargo, no es más que una continua repetición de lo mismo. Como reza el dictum latino: eadem, sed aliter. Es decir: lo mismo, pero de distinta manera.

Arthur Schopenhauer hizo uso de este lema para referirse a la eterna dinámica de la naturaleza, que, a su juicio, transcurre de manera circular: las escenas siempre son las mismas; sólo cambian los personajes y los decorados. Dejando ahora a un lado el pesimismo del autor alemán, y sin ahondar en la pesadilla nietzscheana del eterno retorno (en su versión más terrorífica o lovecraftiana), su diagnóstico sobre la tiranía de lo aparentemente novedoso resulta más actual y espantosa que nunca. Es cierto que Schopenhauer se refería a la dinámica de la historia, que, a su juicio, no hace más que repetirse sin descanso en un proceso sin fin del que todo lo existente es víctima propiciatoria. Pero fue también el filósofo de Danzig quien, por primera vez en la Modernidad, puso sobre la mesa la naturaleza incandescente de nuestro deseo, la esencia insaciable de nuestra voluntad, siempre expuesta al ilusorio ejercicio de continuas satisfacciones que nunca llegan a colmarnos.

Cuando dejamos de desear, llega entonces –sostenía Schopenhauer– el aburrimiento, y por eso «uno será suficientemente afortunado si queda todavía algo por desear y anhelar, para que se mantenga el juego del perpetuo tránsito del deseo a la satisfacción, y de ésta a un nuevo deseo», escribía el filósofo: todo, a fin de cuentas, para no topar con «esa parálisis que petrifica la vida y se muestra como temible aburrimiento». Un análisis que, sin duda, podría haber sido escrito hoy mismo.

Frente a estas instigadoras apetencias y frente a estos insidiosos empeños que se ven acompañados, por otro lado, por la continua fuga de las cosas, por el carácter pasajero de nuestra vida y de los avatares mundanos, hace aparición una disciplina, tan denostada en ocasiones en nuestros sistemas públicos de educación, que ensalza nuestra condición intelectual sin desmerecer, por ello, nuestra condición sensitiva. Más aún: premisa para saborear en toda su amplitud las mieles corporales (como fueron llamadas por el poeta latino Lucrecio) es la de desarrollar, y fomentar el desarrollo, de nuestras potencias intelectuales.

Ya escribió una de nuestras poetas más universales, la gallega Rosalía de Castro, que, como la sed del beodo, que nunca se sacia, así también es la sed del alma, que jamás encuentra definitivo consuelo o rotunda consumación. O la apasionada pensadora Simone Weil, para quien, tan comprometida con asuntos sociales y políticos, siempre queda un resto que no puede ser saldado por las fuerzas físicas, y que debe ser escrutado por lo que el mismísimo Goethe llamó geistige Kräfte: potencias o fuerzas espirituales. O la mencionada malagueña María Zambrano, cuando reivindicó el conocimiento poético-musical de la realidad como entrada privilegiada a un universo, el universo intelectual humano, que no puede prescindir del poder de lo mítico, de lo melódico (frente a lo armónico, lo ordenado): en definitiva, de cuanto resuena más en el corazón que en la cabeza.

Esa disciplina a la que me refiero, ya se habrá adivinado, es la filosofía. Una filosofía que no tiene que ver en exclusiva con las aulas universitarias ni con sesudos tratados teóricos; tampoco con pomposos despachos o cátedras intocables, ni mucho menos con un reducto académico circunscrito al ejercicio de mentes conspicuas. La Academia, como atalaya en la que se salvaguarda el conocimiento, es del todo necesaria; pero eso no significa que aquello que sucede entre sus paredes haya de permanecer oculto o aislado.

La filosofía, y más que nunca en tiempos de crisis antropológica, debe pertenecer al acervo cultural común. Sobre todo, en su vertiente más social. La filosofía se convierte en rebelión intelectual frente a los yugos de nuestro tiempo: redes sociales, exceso de información, polarización política, ghosting, adicción a un entretenimiento superfluo, difuminación de la frontera entre trabajo y ocio… En su vertiente práctica, la filosofía encierra y promueve la valentía para detenerse y detener el tiempo y poder convertir su dimensión cronológica en dimensión kairológica: es decir, en sentido.

Inmersos en un curso del mundo que no deja espacio para la desposesión de ese mismo mundo, en el que nos vemos abocados a una opresiva e insistente demanda de participación (que no es activa, sino crudamente pasiva y paciente), la filosofía invita, primero, a reflexionar sobre ese costoso dinamismo –en términos personales y sociales– y, después, a actuar sobre él para entorpecerlo y crear un ineludible paréntesis. La filosofía es esa terra incognita, siempre por explorar, que media entre nuestro deseo y su satisfacción; entre el presente y un futuro que nos presentan como lo distinto en medio de una atroz homogeneidad. La filosofía, en definitiva, es la disciplina que nos ayuda a esgrimir argumentos para llevar a cabo una defensa de todo aquello que ha quedado soterrado, cuando no olvidado, en virtud de los requerimientos de una contemporaneidad que nos aleja cada vez más de nosotros mismos. Claro síntoma de esta desposesión de nuestra mismidad es el terrible miedo que se cierne, en nuestros días, sobre todo lo tocante a la soledad: somos aguijoneados, de continuo, por la imposición de compartir, de estar en persistente contacto con los otros. Un otro desdibujado que, en realidad, es un cualquiera. Las relaciones se han convertido en conexiones. Y esto sí es el infierno sartreano del Otro.

La filosofía, al fin, como herramienta intelectual milenaria que sobrevive a los embates de quienes desean que sólo miremos hacia delante sin reparar, nunca, en lo que ocurre: aquí y ahora. Para hablar sobre ello. Para pensarlo. Y, llegado el momento, para transformarlo.  

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/2022/07/01/el-valor-de-atreverse-a-pensar-la-urgencia-de-la-filosofia-y-del-pensamiento-comprometido/