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Hacer presente lo ausente: «El jardín de los Finzi-Contini», de Giorgio Bassani

David Galcerá

El historiador Herodoto escribió su obra para que los grandes hechos de la humanidad no pasaran desapercibidos. Siglos más tarde, Alessandro Manzoni decía en el prólogo a Los novios que la historia es una lucha contra el tiempo, y que él escribía para que las vidas de los personajes humildes no quedaran enterradas bajo el peso abrumador de aquella. También Giorgio Bassani siguió la estela del gran maestro de la literatura italiana.

Giorgio Bassani (1916-2000) nació en Bolonia, pero el novelista lo considera casi como un accidente. Es en Ferrara donde vivió antes de trasladarse a Roma. Bassani, como Primo Levi y tantos otros, era un judío asimilado plenamente a la cultura italiana. De joven fue testigo de las leyes raciales de la Italia de Mussolini contra los judíos. Aunque declaró en numerosas ocasiones que su despertar respecto al mundo burgués se produjo antes, sin duda las leyes de discriminación racial, especialmente a partir de 1938, marcaron un punto de inflexión en su vida y en la de sus conciudadanos. Se adhirió al Partido de la Acción, grupo que aglutinó intelectuales y numerosos judíos en la Resistencia contra el fascismo.

Los judíos de Ferrara vivieron un momento especialmente brillante en el siglo XVI bajo la protección de los duques de la Casa de Este, prototipos del príncipe renacentista. A Ferrara llegaron numerosos judíos que habían sido expulsados de España y de Alemania. De hecho, entre 1540 y 1570 Venecia y Ferrara se convirtieron en los centros más importantes de asentamiento de los sefardíes en su camino hacia el imperio otomano. Pero, tras la muerte del duque Alfonso II en 1597, Ferrara fue incorporada a los Estados Pontificios y los judíos fueron recluidos desde 1627 en un gueto del que saldrán brevemente en época napoleónica y, de manera definitiva, con el Risorgimento. Una placa en el edificio de las sinagogas en Via Mazzini conmemora hoy la recepción de los judíos sefarditas, expulsados de España en 1492; en dicha placa se les agradece la aportación cultural que trajeron a la ciudad.

La formación del Estado nacional con el Risorgimento y la emancipación de los judíos fueron paralelas. Éstos estuvieron en la vanguardia de la alfabetización, de la reducción de las tasas de natalidad y de mortalidad, en el feminismo y en la presencia en la vida política. Podríamos decir que la irrupción de los judíos en la vida pública produjo un efecto de asimilación de la sociedad a algunos de los valores de las comunidades judías.

Pero todo cambió con el fascismo. Italia siempre había estado luchando por una identidad nacional, incluso tras el Risorgimento. De hecho, la entrada en la Gran Guerra en 1915 era un medio de buscar su lugar como nación. Tras la guerra, el fascismo se erigió como heredero de quienes habían estado en las trincheras, y siguió con esa labor de formación nacional, de determinar qué significa ser italiano. Aunque no era tanto una posición biológica como de identidad, Mussolini exigía que los judíos clarificaran su adhesión al pueblo italiano. En un principio quedó en eso. Pero el contacto con las colonias hizo aumentar la necesidad de definir la raza italiana. A pesar de la presión alemana una vez que Mussolini se alió con Hitler, el antisemitismo no podía explicarse sólo como una imitación del aliado teutón, como sostuvo el historiador Renzo De Felice.  Michele Sarfatti (Gli eberei nell’Italia fascista), que contradice esa tesis, sostiene que se puede establecer una continuidad del antisemitismo italiano en varias etapas, todas ellas etiquetadas bajo el rótulo de «persecución»: en primer lugar, la persecución de la paridad respecto a los italianos (1922-1936), en el sentido de no ver a los judíos como iguales respecto a los italianos; en una segunda etapa, esta deriva toma cuerpo en la supresión de los derechos de los judíos (1936-1943), siendo un momento clave el Manifiesto de la raza del 15 de julio de 1938 que define, aunque de modo confuso, lo que es la «raza italiana», pero en el que queda claro que los hebreos no pertenecen a ella; finamente, llegamos al trágico momento de la persecución de la vida que culmina en la política de la República de Saló (1943-1945).

La Ferrara de Bassani es la Ferrara de aquel tiempo, de los años del fascismo y de la entrada en la Segunda Guerra Mundial, de la desaparición de muchos de sus ciudadanos, especialmente de judíos. De ello dan testimonio sus obras. Las novelas del escritor italiano tienen algo de autobiográfico, pero son también rememoraciones de una ciudad y de un tiempo en un recorrido que más que invitar al lector a transitarlo es el lector el que se siente visitado por la calles, las plazas y los ambientes en que reviven personajes pretéritos. Eso es mucho más de lo que puede decirnos la cultura memorial, necesaria por otra parte, y muy presente en Italia en las numerosas placas que recuerdan encarcelados, represaliados o desaparecidos. Las novelas de Ferrara son realistas, pero en un sentido muy distinto al uso habitual, porque muestra que de la realidad también forma parte la ausencia.

Bassani escribió y reescribió su gran obra, compuesta por diversas novelas: Intramuros, El círculo de Ferrara. Destaca El jardín de los Finzi-Contini (1962). Su impacto hizo que la novela del escritor italiano fuera llevada al cine por De Sica; y se puede decir que es el primer film italiano que menciona las leyes raciales del 38, el estallido de la guerra, las primeras derrotas de Italia y la deportación de judíos de Ferrara. De hecho, se extiende bastantes minutos en el tema de la deportación que en la novela sólo ocupa el epílogo. Aunque para Bassani la película era una traición a su idea original, al menos fue fiel en mostrar el antisemitismo en Italia, y mostrar por primera vez  la deportación de los judíos por la policía italiana.

El relato de la novela empieza con un prefacio del autor donde explica lo que originó la historia que va a contar. Todo empieza durante una excursión, en una visita con unos amigos a unas  tumbas etruscas en el cementerio  de Cerveteri, cerca de Roma. Giannina, la niña, pregunta por qué dan menos tristeza las tumbas antiguas que las recientes. El padre responde que eso es debido a la lejanía en el tiempo. Sigue así el razonamiento de Aristóteles (Retórica, II), uno de los primeros teóricos de la compasión, quien decía que dicha virtud se ejerce más con los cercanos en el tiempo y el espacio, y disminuye conforme nos distanciamos en ambas coordenadas. La niña rompe esa lógica: aquellos lejanos antepasados de Roma habían vivido el presente en su tiempo, habían vivido su «hoy».

Giorgio Bassani

Los vivos de aquel tiempo podían, como los que lo están haciendo ahora, pasear por el cementerio y ver sus antepasados y ser así conscientes del recorrido vital, de las etapas de la vida de un ser humano que llega a su plenitud, en que la muerte es una de ellas, como sostuvo Séneca. Como si de otra ciudad se tratara, todos allí tenían preparado un lecho para pasar la eternidad junto con sus antepasados cuando les llegara el momento. Allí le vino a la memoria del escritor la tumba de los Finzi-Contini, apartada, imponente, pero sin belleza en el cementerio judío de vía Montebello, en Ferrara. De aquella familia que él conoció, sólo reposa en su tumba Alberto, porque falleció de enfermedad antes de que el resto fuera deportado. Todos los demás no regresaron de los campos de la muerte: Micòl, hermana de Alberto, a la que amaba el protagonista, su padre, el profesor Ermanno, la señora Olga y la anciana señora Regina. Todos ellos fueron deportados a Alemania en el otoño de 1943 después de la estancia en el campo de internamiento transitorio de Fossoli. No pudieron prepararse para la muerte.

La novela se desarrolla especialmente en esa etapa intermedia de persecución. Aunque muchos judíos se habían afiliado al partido fascista, lo cual no era ningún secreto, ahora se veían apartados de la vida pública. Las medidas del Manifiesto de la Raza de 1938 provocaron que los protagonistas no pudieran acudir a los sitios públicos, como espacios deportivos o bibliotecas, por lo cual el protagonista y otros judíos van a practicar el tenis en la casa de los Finzi-Contini, familia judía de muy buena posición, como muchas otras familias judías de Ferrara.

No faltan las discrepancias familiares por lo que está sucediendo, y por esa posición ventajista de muchos judíos respecto al fascismo. Giorgio acusa a su padre, afiliado también al partido fascista, de pasividad. Éste considera que Mussolini no es como Hitler, sosteniendo lo que luego sería la tesis de De Felice. En cambio, para Malnate, comunista, amigo de la familia y del protagonista, en realidad el advenimiento del fascismo es culpa de quienes no dejaron avanzar a la clase obrera, ya desde el mismo Risorgimento, pasando por los gobiernos del liberal Giolitti y la visión de la historia del idealista Benedetto Croce que, a ojos de Malnate, era una forma de celebrar el Estado liberal y burgués en su interpretación de la historia europea. El fascismo, más que un accidente, es un resultado. Prueba de ello es la naturalidad con que Italia asumió el asesinato del socialista y firme opositor del fascismo Giacomo Matteotti en 1924.

Además del exilio que el protagonista sufre como judío, hay otro exilio que hilvana la obra: la expulsión del paraíso que para el protagonista supone el jardín donde siempre ve a Micòl, la hija del profesor propietario de la casa y sus terrenos. El jardín de los Finzi-Contini es una historia de amor no correspondido. El despertar al amor por parte de Giorgio se produce cuando, debido a la lluvia, él y Micòl se refugian en una vieja carroza. Días después, Giorgio se arrepiente de no haberla besado. Pero de ello se da cuenta más tarde, cuando no puede verla durante largos días por las continuas lluvias. Entonces se da cuenta de que estaba enamorado. Después tuvieron pequeños encuentros inocentes, con palabras y besos. Pero cuando tiempo después Giorgio intenta madurar la relación, y en un arrebato intenta hacer el amor con ella, la joven, tornadiza y caprichosa, le rechaza. Y le pide que distancie sus visitas. Para Micòl, ella y Alberto eran demasiado parecidos: para ambos contaba más el pasado que el presente. Ambos vivían en la tradición de una forma de vida heredada, y no mirando hacia el futuro. Como dice gráficamente Micòl, avanzaban siempre con la cabeza vuelta hacia atrás. Giorgio admite que esa actitud lleva a una vida contemplativa en que se ama más el recuerdo que la vivencia presente.

El epílogo que cierra el libro es un pequeño tratado sobre el corazón. El autor se pregunta: «¿Qué sabe el corazón?». Manzoni, en su famosa novela Los novios, usa esa frase cuando el padre Cristóforo pide ayuda a Dios para proteger a la pareja que ve amenazada su felicidad por un tirano que desea a la joven, y les ayuda a desaparecer durante un tiempo y refugiarse bajo el amparo de religiosos de su confianza. Expresa entonces Cristóforo que el corazón le dice que volverán a verse pronto. El narrador dice:

Cierto, el corazón, a quien lo escucha, tiene siempre algo que decir sobre lo que pasará. Pero ¿qué sabe el corazón? Apenas algo de lo que ya ha sucedido.

La frase de la novela Los novios enmarca el recuerdo de Malnate y de Micòl. Parecería que Micòl podría entenderse con Malnate, más activo y vital, que sueña con el futuro paraíso comunista y no con el pasado, como Giorgio. El primero anhelaba el comunismo. Pero «¿qué sabe el corazón?»… Malnate, irónicamente, partió al frente ruso, de donde no volvió. Allí murió y sus sueños se desvanecieron con él. Micòl se reía de sus anhelos políticos. El comunismo que representa Malnate para Bassani no es un comunismo que sueña realmente con el futuro. Aquí parece verterse una crítica contra el anquilosamiento del comunismo, por su incapacidad de ir más allá de la rigidez del partido. Ese desdén lo encarna Micòl. «¿Qué hubo, pues, entre ellos dos? ¿Nada? Quién sabe».

Micól quiere vivir, y se rebela tanto contra el pasado que significa Giorgio como contra el tipo de futuro que anhela Malnate. Pero ello hay que adivinarlo tras sus palabras; pues en realidad dice que no le importa el futuro, sino el pasado. Como nos aclara en repetidas ocasiones el autor y en la narración Giorgio, en realidad Micòl miente, con la mentira que nace precisamente de las ganas de vivir. Eso le servía de excusa para rechazar por similitud a Giorgio, y ahora para distanciarse por disimilitud con el otro. Micòl choca contra lo que representan uno y otro. Es la única que quiere un futuro distinto, tal vez porque presagia su destino. Y Giorgio sabe ahora que ella mentía, con ese saber que los años traen a destiempo. Es en el recuerdo que nace la certeza; de ahí saca su saber el corazón. Y un nuevo eco de Manzoni permite cerrar el libro:

Y, como aquéllas no eran -lo sé- sino palabras, las habituales palabras engañosas y desesperadas que sólo un beso verdadero podría haberle impedido proferir, sean ellas, precisamente, y no otras, las que sellen aquí lo poco que el corazón ha sabido recordar.

Micòl y casi toda la familia desaparecieron en los crematorios de los campos de exterminio. No hay  ninguna señal en su tierra natal que indique esa ausencia, ni siquiera, a diferencia de los antiguos etruscos, queda marca de ella. Si hacemos caso a una posible etimología de «recordar», sólo al hacerlo el corazón graba sobre sí mismo aquello que ya vivió. En su escaso e incierto saber, el corazón hace presente lo ausente. Como los personajes de Manzoni, quienes realmente escriben la historia desde abajo sólo encuentran su «hoy» en las palabras de quienes hacen real el vacío que dejaron.

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/2022/06/23/hacer-presente-lo-ausente-el-jardin-de-los-finzi-contini-de-giorgio-bassani/

El hijo de Gustave Flaubert y George Sand

Óscar Sánchez Vadillo

En Francia andan conmemorando con mucho regocijo el bicentenario del nacimiento de Gustave Flaubert , y verdaderamente da gusto verlos, al fin y al cabo Francia es el único país que yo conozca en el que hay una conciencia lectora sincera y sólida, es decir, donde al gran público o bien le gusta de verdad leer (“de verdad” significa no leer al último concursante de un reality a quien le han redactado un bodrio, sino a, pongamos por caso, Valery Larbaud, que murió en 1957), o cuanto menos envidia y venera a quien lo hace. Así, nuestra querida Francia es el país que descubrió y entronizó a Borges, pero mucho antes a William Faulkner (“Faulkner es aquí Dios”, decía Sartre, cuando en su nación de origen Bill aún no era nadie…), y el lugar también en que la parte gráfica del cómic se elevó más tempranamente a arte. Los irreductibles galos tienen las más cuidadas editoriales, los mejores programas de televisión sobre literatura y, si no fuese porque Estados Unidos es inmensamente más poderoso, multitudinario y rico, tendrían también a las firmas más vanguardistas e influyentes. La única objeción posible que me viene a la cabeza a esta apoteosis francesa de la cultura libresca es que son tan devotos de le plaisir du texte que hasta son capaces de dar por buena cualquier ocurrencia filosófica que venga servida por una escritura que sepa ser tan sugestiva, hechicera e insinuante de quién sabe qué inciertas y recónditas oscuridades libidinales que persuadan el lector de que va a terminar copulando frenética y delicuescentemente con ellas y cuanto más extrañas mejor (el Otro, hay que ver lo que les pone allí arriba el Otro o la Otredad, ya desde tiempos de Paul Gauguin…), siempre que con ello consiga a la vez enemistarse para siempre con el poder imperante. Un amigo mío que ya murió decía que el defecto de los filósofos franceses posteriores o coetáneos a Mayo del 68 es que comienzan una frase, y les está quedando tan bien, ¡tan rematadamente bien! -de eso no cabe duda alguna-, que no les queda otro remedio que concluirla de un modo igualmente bello, por preferencia a verdadero. Si a eso le sumas la cualidad de que esa frase y las subsiguientes ensartadas con más o menos sentido a ella puedan estar de algún modo proclamando la revolución más radical pero desde el lecho de la coyunda, como en el film Hiroshima Mon Amour de Alain Resnais, entonces ya tienes subyugada a toda la Galia y a gran parte del extranjero diletante también… 

No es el caso exacto de Flaubert, Flaubert fue un escritor como una casa al que le gustaba el efectismo como al que más, pero que aprendió a reprimirse desde aquel día en que dos amigos suyos le echaron al barro la primera versión de La tentación de San Antonio. Después de aquello, algo que nunca suele decirse, quizá porque nadie lo piensa así más que yo, Flaubert se decidió a ser todo menos majo[1]. Naturalmente, Flaubert no fue un político, ni un bufón, ni un comercial de móviles, no tenía por qué ser simpático ni agradable, pero no deja de ser curioso. Guy de Maupassant, Vladimir Nabokov, Vargas Llosa o Julian Barnes, que le rindieron y le rinden eterna y justificada pleitesía, jamás mencionan que yo recuerde esa peculiar dimensión de Flaubert, consistente en que Flaubert era un coloso, en persona y como autor, pero nunca conseguirás que te caiga bien, por mucho que lo admires. Más todavía: también es difícil, dificilísimo, que te caiga bien ningún personaje de Flaubert, todos son necios, fatuos, vanos o ridículos. Para que un lector sea entusiasta de la obra de Flaubert tiene que hacerse cómplice del sadismo de Flaubert, algo que ni el propio y morbosillo Sartre quiso asumir al final de su vida. Una novela de Flaubert siempre implica algo -mucho- del rollito “tú y yo somos genios, nos percatamos perfectamente de la estupidez de la gentuza que nos rodea, y vamos a pasarlo bien riéndonos de manera exquisita de ellos”. Todos caen, incluso Charles Bovary. Dicho con otras palabras: Flaubert fue el anti-Dickens poco antes de Dickens, o a la inversa, Dickens fue el anti-Flaubert poco después de Flaubert, y mi corazón será siempre más del inglés que del francés. Dickens era el portavoz del pueblo, Mr. Sentir Común, en tanto que Flaubert era un misántropo absoluto al que gustaba más la imagen de la realidad que la realidad misma -esto ya lo dijo también en ontológico u ontologiqués Sartre[2]. Flaubert eligió a una de sus amantes para convertir la práctica de la literatura en teoría de la literatura, y en esto fue como el joven Heidegger, que tostaba a la pobre Hannah Arendt con cartas de amor escritas también en ontologiqués; mucho “ser” por aquí y mucho “pensar” por allá, pero del tema que nos traía aquí juntos poquito… 

George Sand y Gustave Flaubert

Hacer teoría de la literatura al tiempo que se hace literatura era algo inevitable, si no lo hubiera hecho Flaubert lo hubiera hecho cualquier otro, y poniéndonos finos Edgar Allan Poe ya lo había hecho décadas antes en un sentido no muy distinto al de Flaubert. En realidad, y en mi opinión, mejor y más honestamente que Flaubert, puesto que Poe reconocía que el culto a la Belleza de la Forma tan sólo puede tener lugar bajo las condiciones del onirismo, las drogas y la fantasía, mientras que Flaubert nos hizo un gran lío con aquello de que sólo se puede construir gran belleza allí donde trabajas con un cañamazo realista cuanto más cutre y anodino mejor. No obstante, luego Flaubert te salía con Salambó o La tentación de San Antonio, el reboot, que ya eran más de coherencia/Poe, o sea, de “el arte por el arte” y por tanto admitir que el arte en su máxima expresión y pureza requiere de un mundo paralelo independiente y en cierta medida superior, y sin embargo y con todo a la desdichada Louise Colet (Julian Barnes la pone voz en un monólogo estupendo de El loro de Flaubert, casi lo mejor de esa novela posmoderna por no decir de esa no-novela…) la seguía friendo con aquello de “Madame Bovary soy yo”… ¿En qué quedamos, Gustave, en que tú eres Madame Bovary, o en la desaparición elocutoria completa del autor en su obra? Porque Flaubert sostenía que el narrador está y no está, como Dios en su Creación, sin perjuicio de no dejar de aseverar al mismo tiempo que el buen autor de la novela del futuro es aquel que se busca a sí mismo en los personajes, y no aquel que los atrae hacia sí, sutil distingo o Giro Copernicano de Kant a la inversa -es decir, ptolemaico- que no hay quien lo entienda, o por lo menos os juro que yo no[3]. A reglón seguido, Flaubert vuelve a marear a Louise Colet en otro enredo paradójico sumamente intelectual, que es aquel que se cifra ahora en que aquellos que no aman son asquerosos burgueses sin sesos ni corazón que sólo flipan con el beneficio material, pero a la vez, y para que te fastidies, Louise, que sepas que el amor es imposible y un fracaso seguro, como el propio arte minucioso, neurasténico y perfeccionista[4] al que estoy dedicando mi tiempo, mis desvelos y mi propia vida. Gustave Flaubert es uno de los grandes maestros de la literatura universal, eso no alberga resquicio alguno de duda, pero también, y siempre bajo mi tonto y despreciable criterio, uno de los grandes maestros del despiste especulativo. Ocurre lo mismo con todos los grandes estetas de la historia, la mayoría posteriores y epígonos de Flaubert, que con una mano nos ofrecen el gozo de la belleza y con la otra el jolgorio de la irresponsabilidad. A Nabokov, por ejemplo, le admira sobremanera la facultad de observación de Flaubert, pero por otra parte no cesa de insistir en que en cuestiones literarias todo reside en la irrealidad de la belleza, con lo cual lo mismo hubiese dado describir con prodigiosa exactitud la vida provinciana de Emma Bovary, a la que te piensas cargar pase lo que pase, que imaginarse comarcas de quimera fastuosa e impersonal como las soñadas tiempo después por Lord Dunsany. El resultado es que es más fácil, para mí, llegar a la página cincuenta del Finnegans wake de Joyce, sin entender ni la mitad de lo que has leído, que llegar a la página cincuenta de Bouvard y Pecuchet, entendiéndolo todo. Y hasta es bueno que sea así, porque Flaubert destiló tanta bilis y tanto pesimismo en Bouvard y Pecuchet o en La educación sentimental que casi me quedo -casi no: seguro…- con la alegría ininteligible de James Joyce[5].   

Propriété de Croisset, imaginada por Thomsen, 1937

Por eso, al margen de su inmortal obra, a mi la parte que más me gusta de la vida de Flaubert fue la de su amistad epistolar con George Sand. Me gusta mucho Sand, que como sabéis era una mujer, y también le gustaba a Heinrich Heine, que es mi ídolo[6]. Flaubert, claro, tuvo que meter la pata dejando para la posteridad aquel comentario de que Sand era “un gran hombre”, y que para ser una mujer menudo pedazo de genio masculino encerraba entre sus carnes pecadoras (para cuando Flaubert la conoció, ella tenía 17 años más que él y una figura que el misógino de Nietzsche calificó de “vaca fecunda”, en referencia también a lo mucho que escribía). Sand, Aurore Dupin, era una mujer demasiado experimentada y demasiado inteligente para tragarse las fanfarronadas de Flaubert con la facilidad con que las ingería Louise Colet, así que le dio guerra. Lo cierto es que no se parecían en nada: ella era la perfecta romántica, creyente de buena fe en el progreso humano y en la fuerza de la fraternidad entre los hombres, mientras que Flaubert… bueno, ya dijo también Nietzsche que Gustave era un nihilista sedentario[7]. Flaubert no quiso saber nada de la Comuna de París, por ejemplo, eso era basura, todo era basura, a él únicamente le importaba el estilo (pero subrayar tu estilo personal desde mi punto de vista es lo opuesto de diluirte en tu historia como un dios panteísta: un lío, ya digo); George Sand no se preocupaba del estilo, escribía como quien habla, pero remató su autobiografía deseando lo mejor para el porvenir de la humanidad. Cuando Flaubert le escribió “siento una repulsión invencible a poner sobre el papel cualquier asunto de mi corazón”, Sand le contestó “no lo entiendo en absoluto, pero en absoluto. A mí me parece que no se puede poner otra cosa.” George Sand declara por escrito amar todo, y amar demasiado todo, “los bosques y los campos, todas las cosas, todos los seres que conozco un poco...”, y le dice a Flaubert que “si no tuviera un gran conocimiento de la especie, no te habría comprendido tan rápidamente, conocido tan rápidamente, amado tan rápidamente”… Flaubert, en cambio, confiesa que “soy insociable, todo el mundo me parece idiota”, y, en cuanto a la totalidad cósmica, no tiene para él más valor que lo que de ella pueda ser transfigurado en arte. “Tú –le escribe Sand, casi al final de su vida– con toda seguridad, vas a continuar en tu desolación, y yo en mi consolación”, pero concluye, como corolario de toda una vida de intercambio de impresiones literarias y de las otras: “habría que encontrar el hilo entre tus verdades de razón y mis verdades de sentimiento…[8] Una madraza, Aurore, sí señor. 

Flaubert salió tan gratamente impresionado de las misivas de aquella a la que denominaba su “maestro” que trató de escribir un cuento a la manera de Sand. No imitando su estilo de escritura, sino su manera de sentir. Un corazón sencillo, que es el fruto del injerto sandiano en el duro cactus flaubertiano, es un relato de la vida de una mujer analfabeta, desde su mocedad hasta su muerte, y en el que realmente Flaubert hace el esfuerzo de ver las cosas a la manera de George Sand. Lo intenta de veras, trata a su personaje con cariño, va colocando en columna todos los amores de su vida para sumarlos al final, y, claro, lo que le sale se parece mucho más al padre que a la madre. Porque la cuenta de una mujer humilde que perdió la oportunidad de tener un hombre pasa para Flaubert por perder también a un sobrino, a unos hijos postizos, a su dueña, y, finalmente, a un simple loro que encima de borde, como el propio Gustave, termina disecado. Flaubert lo intentó, ya digo, quiso tener un hijo con George Sand, y el saldo fue este, esta burla del saldo de la vida de la tonta Félicité:  

Un vapor de azur ascendió en el cuarto de Felicidad. Adelantó la nariz aspirándolo con una sensualidad mística; luego cerró los ojos. Sus labios sonreían. Los latidos de su corazón se fueron amortiguando uno a uno, más tenues cada vez, más espaciados, como un manantial que se va agotando, como un eco que se va extinguiendo; y cuando exhaló el último suspiro, creyó ver en el cielo entreabierto un loro gigantesco planeando sobre su cabeza.  

Gustave Flaubert, escritor, doscientos años de su nacimiento: genio y figura hasta la sepultura…  


[1] Bueno, descubro que también lo pensó Jean Paul Sartre, a quien me referiré poco después, y espero que esta coincidencia no nos sirva a los dos de precedente: https://calledelorco.com/2013/12/12/flaubert-sartre/  

[2] El idiota de la familia: “… Lo que quiere profundamente Flaubert, sin tener de ello una conciencia muy nítida no es producir ser, sino, por el contrario, reducir el ser a un inmenso espejismo que se aniquila al totalizarse. Dar el ser al no-ser con la intención de manifestar el no-ser del ser. El sostén de la obra, por cierto, es material; son las palabras impresas; pero el empleo que hace de ellas las irrealiza y el libro impreso llega a ser un centro permanente de desrealización”.

[3] Hay una pintura de René Magritte, La condición humana, que suele ser relacionada con el Tractatus de Wittgenstein; de manera semejante, Magritte tiene otra tela totalmente flaubertiana, conforme a su teoría, que es La llave de los campos… 

[4] Flaubert escribía como los griegos antiguos, para que el texto “sonase” leído en alto, algo que suele ser propio de la poesía, pero desde luego no de la prosa. De ahí sus famosos cuatro días para colocar una coma, algo que se pierde completamente con la traducción. De hecho, creo que en castellano la prosodia en prosa sólo la ha cultivado Valle-Inclán.  

[5] Flaubert aspiró toda su vida a escribir una novela sobre nada, tal cual, y hay que decir que fue aventajado en esto por Samuel Beckett, secretario personal de Joyce en su juventud y autor de la trilogía de Malone muere. Pero buen intento… 

[6] Entre otros, aunque

[7] Otra relación literaria y epistolar imposible pero fructífera

[8] El poeta argentino Juan Gelman lo contaba hace unos años de excelente manera

Fuente: https://hyperbole.es/2021/10/el-hijo-de-gustave-flaubert-y-george-sand/

La bendición del mundo

Francisco J. Fernández

Acerca de El beso de la finitud de Óscar Sánchez Vadillo

La asociación Filosofía en la Calle tuvo hace poco la feliz idea de montar un sello editorial. Fruto de la misma es Kiros Ediciones, donde se acaba de publicar El beso de la finitud de Óscar Sánchez Vadillo1. Cincuentón y madrileño es, como tantos, profesor de filosofía en un Instituto. Pertenece a esa generación intermedia (y hasta cierto punto perdida) que no encontró acomodo académico en su momento, debido, entre otras cosas, a que la generación precedente alcanzó su cénit demasiado pronto (fue aquel tiempo en que la idoneidad se impuso al mérito, pues había que sustituir a toda prisa los viejos cuadros del régimen), provocando sin buscarlo un tapón en la inmediatamente posterior, condenados al nadir.

Sigmund Freud cuenta una anécdota de cuando estuvo en América. Se trataba del anuncio de una empresa de pompas fúnebres que le llamó la atención. Decía algo así: ¿Para qué seguir viviendo si le podemos enterrar por cinco dólares? Esta generación sepultada se niega sin embargo a enterrarse del todo. Lo que ha pasado es que ha esperado gentilmente a que se empezaran a morir los maestros para poder descerrajar su propio ataúd. El beso de la finitud es una de esas apariciones de ultratumba: una selección de artículos en principio casuales (publicados la mayoría en revistas digitales), pero que demuestran una notable coherencia por parte de su autor respecto de unos asuntos sólo aparentemente sencillos porque los trata adrede de una manera antiacadémica e ingeniosa, incluso desfachatada.

Algunos autores sirven para estos propósitos: Platón, Aristóteles, Leibniz, Nietzsche o Heidegger, pero también (aunque en relación más problemática) Spinoza o Fichte o Hegel o Marx, entre otros. Curioso este caso a los grandes de la filosofía cuando al mismo tiempo no se pretende ni mucho menos hacer papirología, que es lo habitual en otros ámbitos respecto de los mismos. En efecto, Sánchez Vadillo acude con total naturalidad a ellos una y otra vez para sostener sus tesis. Son como sus baluartes; los que le sirven para interpretar el mundo, pero también para ahormarlo. Y, sin embargo, por cima de todos destaca Kant (para lo bueno y para lo menos bueno). Leyendo este volumen no he podido menos que acordarme del epitafio que este dejó escrito: «el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí» (se menciona explícitamente en el artículo significativamente titulado «Querido mundo tonto»). Estas dos cosas se encuentran aquí casi del mismo modo: reflexiones en torno a la física y el conocimiento empírico del mundo, por un lado, y reflexiones de tipo moral o práctico. El rigorismo moral de Sánchez Vadillo no se queda a la zaga del de Kant. Es más, yo diría que hasta lo supera, aunque superarlo signifique para mí decidirse definitivamente por cómo entender el nosotros kantiano, pues cabe hacerlo, como vio Foucault, insistiendo en la humanidad de lo humano o en la humanidad entendida como conjunto. La empatía humanitaria de nuestro autor llega a hacer suyo «un molesto picor vaginal» (p. 146), pero no me queda claro si tal comezón es propia de la naturaleza humana o de un nosotras al que puede uno incorporarse.

En cuanto al subtítulo con que el libro se presenta; a saber: Ensayos de filosofancia en defensa del mundo, diremos que aprovecha un hallazgo de Agustín García Calvo (filosofancia y filosofantes) para sus propios intereses. La verdad es que si hay algo que aquí se odia es la impostura intelectual de los filósofos, sus abstracciones masturbatorias e inanes, la insignificancia de todas esas ocurrencias que desarrollan con el culo caliente. Lo de menos, a mi juicio, son los abusos que el autor comete en ocasiones llevado por su pasión justiciera, sobre todo porque no se realiza desde la pedantería sino desde sitios menos apedestalados. Es el clamor de un profesor de Instituto que ha de bregar con adolescentes a los que no sólo oye, sino que escucha (esa tarea docente aparece más de una vez y de dos en el libro).

No he podido sentir sino una íntima afinidad con sus posiciones, hasta en pormenores que no deberían sorprenderme tanto si caigo en la cuenta de que pertenecemos a la misma generación y nos dedicamos al mismo oficio en parecidas circunstancias. Y, así, sus autores son también en buena medida los míos o sus canciones (Lou Reed) o sus poetas (Leopoldo María Panero). Es cierto que él está mucho más atento que yo a otro tipo de manifestaciones culturales (como la subliteratura del cómic o ese género menor del arte que es el cine), pero las coincidencias abundan y no puedo experimentar más que una geminación anímica.

Hace muchos años pergeñé una distinción que traigo a colación: la que distingue a las posiciones de las doctrinas. Me sirvió entonces para entender ciertos efectos discursivos: las denegaciones que los pensadores ejercen unos sobre otros. Parecían ir más allá de los desacuerdos concretos sobre tales o cuales cuestiones. Me las explicaba diciéndome que uno se pone a pensar desde un lugar determinado (y hallaba cuatro lugares fundamentales). Sánchez Vadillo me ha hecho recordar aquello porque sólo así entiendo las denegaciones presentes. Es un filósofo porque se pliega antes los gigantes (los sabios), porque se enfurece con los sofistas (que en su caso es el estructuralismo y sobre todo el postestructuralismo francés), porque desprecia el ensimismamiento de los gymnosofistas, dado que no entiende que seamos pura intimidad ni que haya nada que salvar ahí adentro, sino, en todo caso, ahí afuera2. Así han de entenderse las filias y las fobias que recorren las páginas, los argumentos ad hominem (o ad personam, como seguramente me corregiría él) con que se despacha o las opiniones intempestivas que jalonan los textos. Quizá no tan extrañamente estos exabruptos dotan de cierto dinamismo a su estilo y hacen que lo chusco sea un arma formidable contra el espíritu de seriedad, que siempre demora la cosa.

En cuanto al formato elegido, se da una notable uniformidad, no atentando demasiado contra la caja vacía (Ferlosio dixit) del género del artículo no académico. Sólo he encontrado unas cuantas excepciones, una de ellas felicísima por cierto, la titulada «¿Por qué no Platón en el siglo XXI?», pues se atreve a hacer al propio Platón sujeto de la enunciación de un relato tan ucrónico como divertido, lo que significa que abandona por un momento la común estrategia expositiva y pasa a narrar directamente.

Pero las antologías son muy traicioneras. Como el conjunto no comparte un mismo tiempo narrativo, es difícil por no decir imposible dotar al volumen de una unidad orgánica. Eso va de suyo y no hay por qué lamentarse en exceso. Más importancia tienen a mi juicio ciertos sesgos que se repiten. Para empezar su escritura es paratáctica, es decir, prefiere en general la coordinación a la subordinación. Ahora bien, la agilidad paratáctica choca inevitablemente con la lentitud de la hipotaxis. Con la parataxis se llega antes a todas partes, pero el precio es que se dejan muchas cosas en el camino. Además, la parataxis precisa de mucho combustible. Quiero decir que para que el discurso siga adelante y no se detenga necesita incorporar a todas horas contenidos nuevos. El discurso avanza porque en cada momento una nueva representación aparece. Sánchez Vadillo maneja muy bien este estilo de exposición, pero exige tal caudal de información pertinente que no puede sostenerse durante muchas páginas, tanto más cuanto que se renuncia conscientemente a la narración. Es más, creo que el propio autor es de alguna forma consciente de ello. Sólo así me explico la cantidad de veces que remata sus artículos con un poema o una cita exageradamente larga. Lo que se persigue con ello es un colofón que cierre el texto. La culpa no es de lo evocado, interesante por sí mismo, sino del papel que juega en la economía de la estrategia discursiva. A mi juicio, el resultado no es bueno siempre. El lector no quiere leer eso. Quiere seguir leyéndolo a él. Pero no. Óscar Sánchez Vadillo se quita de en medio y trunca los textos porque, al temer que toda peroratio no sea al cabo sino perorata, presta a otros el espacio de la caja vacía (en este sentido el desapego respecto de su propia escritura es para mí incomprensible). El procedimiento me recuerda a los cuadros del aragonés Pepe Cerdá, allá por los noventa. Tras pintar sus cuadros, más o menos convencionales, les colocaba delante un cristal esmerilado que dificultaba la contemplación. El efecto era sorprendente. Provocaba que el espectador plantara sus narices sobre el mismo cuadro. Era una forma de decir: no te lo puedo dar todo; busca por ti mismo.

Por otro lado, no puedo estar más alejado de algunas tesis que Sánchez Vadillo defiende. Entiendo que se debe a algo que nos determinó desde el principio. Él tuvo como maestro a Quintín Racionero (excelente su edición de la Retórica de Aristóteles); yo, por entonces, a Víctor Gómez Pin. La primera vez que hablé con Racionero fue en un Congreso de Jóvenes Filósofos, todavía en mitad de la carrera. Dio una conferencia espléndida. Yo no estaba acostumbrado a ese nivel de exquisitez (creo que todavía no conocía a Francisco Jarauta). Me acerqué para interesarme por algunos detalles y acabó preguntándome de dónde venía, etc. En seguida salió el nombre de Gómez Pin. Hizo un gesto displicente, que no supe cómo interpretar, y dijo algo así como: «¡Víctor es pura lógica!», lo que tampoco me aclaró mucho. Cuando hice la tesis, algunos artículos de Racionero sobre Leibniz me parecieron magníficos y me ayudaron como pocos entonces lo hicieron.

Pero al margen de estas influencias, en mi caso, en vez de Kant, Hegel, no el infinito en potencia, sino en acto, no tanto la parataxis como la hipotaxis, no la velocidad, sino la profundización, no surfear los problemas, sino sumergirse en ellos. Sánchez Vadillo teme más hundirse que tropezar. A mí me pasa lo contrario. Pero, bueno, no exageremos. Ni nuestro autor es tan veloz ni este ignorante tan profundo. Somos unos simples profesores de Instituto (desengañados, pero no exactamente hartos) que aprovechan sus clases para hacer algo de filosofía mientras el mundo mira hacia otro lado.

El libro tiene más de trescientas páginas y es imposible dar cuenta de todos los asuntos tratados. Tengo una docena de objeciones concretas, lo que después de todo tampoco es mucho, pero con ganas me quedo de discutir con él acerca de su visión de los mundos posibles y recordarle que existir en Leibniz significa ser armónico, por lo que en consecuencia el mundo no puede existir (no tanto en cambio su lectura de la place d’autruy, que me parece excelente), o de señalarle cómo el último Althusser, que él no aprecia demasiado, se ocupa del Es gibt y del Il y a, del Hay, con una perspectiva muy parecida a la suya de lo real inmediato, o de relacionar la Wirklichkeit con la Actualitas escolástica o de preguntarle por el concepto de plexo, que me malicio que es de Heidegger… Así las cosas, me concentraré solamente en un par de asuntos que, no obstante, creo que son nucleares.

Todo tiene que ver con la denegación que se realiza sobre el psicoanálisis de Freud (del de Lacan por supuesto no quiere cuentas, por lo que no mencionaré el «Kant con Sade» de este). Se justifica en ocasiones atendiendo a argumentos de tipo metodológico (la imposibilidad de falsar nada, en plan Popper), pero a mi juicio la inquina viene de otro sitio. En otras palabras: es algo posicional más que doctrinal. Seguro que si le digo que todo neurótico cree saber lo que significan sus sueños, se descojonaría, así que no lo diré más que por litotes. El caso es que Sánchez Vadillo niega la pertinencia de la distinción freudiana entre contenido manifiesto y contenido latente del sueño. Como se recordará, a partir del contenido manifiesto (el simple relato del sueño, pues el sueño no es más que su relato) hay que remontarse hasta el contenido latente. Se descubrirá entonces que en el sueño se ha realizado un deseo reprimido. Hasta aquí Freud. Ahora bien, si negamos tal distinción, nada sobrevive de lo anterior: es una feroz enmienda a la totalidad. En conclusión, no puede haber ciencia positiva del sueño. Pero, ¿qué es lo que molesta exactamente? ¿Que haya un intérprete privilegiado (cfr. p. 226)? ¿Que una intimidad se imponga a otra? De hecho, no creo que sea eso lo que el psicoanálisis predica, pero lo que nos importa es más bien que Sánchez Vadillo crea que sí3. Y es que para él se trata en general de que no haya un mundo detrás del mundo, no haya una latencia respaldando una manifestación. Sánchez Vadillo bendice este mundo, el que hay, y no puede soportar que se lo dupliquen: el sentido del mundo, si lo tiene, ha de ser inmanente. Toda transcendencia es una ficción. Creo que Nietzsche apoyaría esta diatriba. Lo curioso es que, cuando el texto se proyecta sobre la epistemología kantiana, hay una vindicación muy acusada y hasta cierto punto sorprendente. En efecto, se disculpa a Kant, frente a Hegel por ejemplo, de haber apostado por la conveniencia de la cosa en sí (Das Ding an sich). El noúmeno es de alguna manera el garante de la finitud. Estoy de acuerdo con esa interpretación y me parece brillante (pues a menudo se pone en el fenómeno esa garantía), pero no puede dejar de reconocerse que aceptamos una duplicidad, exactamente la misma que podemos encontrar en Freud cuando hablaba de la roca a propósito de si un análisis tenía término o no (y parece que no, pues de darse disolvería al sujeto). Tal roca dichosa era Das Ding, lo inanalizable, lo que no puede hacerse nunca presente, pero que resulta que está ahí.

En fin, el texto de Sánchez Vadillo es tan rico, toca tantos palos, que a cada paso tiene el lector la tentación de meter las narices donde no le mandan. Mérito indudable de unos artículos que se defienden defendiendo.

1 Óscar Sánchez Vadillo, El beso de la finitud (Ensayos de filosofancia en defensa del mundo), Almería, Kiros Ediciones, 2022, 354 pp. La bisoñez de la editorial explica algunos feos errores ortotipográficos (erratas, notas a pie de página incorporadas al texto, etc.).

2 La cuestión medioambiental es otro de sus caballos de batalla. Es una versión contemporánea de la ternura común por las cosas de que hablaba Hegel.

3 Problemática es asimismo su interpretación del Wo Es war, soll Ich werden, de difícil traducción desde luego («donde está el Ello, allí debe llegar a estar el Yo», se lee en la página 227), pero no hace falta saber demasiado alemán para darse cuenta de que Freud no está diciendo Das Es o Das Ich, como en otras ocasiones, lo que no puede sino significar que tales pronombres no estaban siendo marcados teóricamente, es decir, no remitían a ninguna instancia. Desgraciadamente, no creo que se pueda decir lo mismo de la famosa frase que Bobby Fischer soltó con satisfacción sádica en el Show de Dick Cavett en el verano de 1971: «I like the moment when I break a man’s ego», pues no en vano estuvo en contacto estrecho con el psicoanalista americano Reuben Fine (y talentoso ajedrecista, por cierto), el cual probablemente le metió en la cabeza lo que era habitual en el psicoanálisis prelacaniano: que de lo que se trataba era de fortalecer el ego.

Fuente: https://urdimbre-revista.es/la-bendicion-del-mundo

El mono ansioso: una biografía (crítica) de la melancolía, la angustia y la depresión

Carlos Javier Gonzélez Serrano

Xavier Roca-Ferrer (Barcelona, 1949), escritor, editor y traductor, publica en la editorial Arpa uno de los libros más completos que se han escrito en castellano sobre la angustia, la melancolía, el hastío y la depresión bajo un atractivo título: El mono ansioso.

Escribió el poeta inglés decimonónico Hartley Coleridge, quizá en un tono algo irónico, que «sólo existe una musa: Melancolía». Y decimos «irónico» porque dividía a los melancólicos en tres clases según sufrieran su mal, catalogándolos entonces como filósofos o teólogos, poetas, enamorados, conquistadores, avaros o especuladores y, finalmente, los cómicos, bufones, misóginos y misántropos o los epicúreos y vividores. La melancolía, acaso, como una pose.

Lejos de este enfoque que, desde luego, ha sido uno de los más sostenidos a lo largo de la historia, la melancolía —«esa nada que duele» (como la definió Fernando Pessoa)— es estudiada en El mono ansioso por Xavier Roca-Ferrer con seriedad, detenimiento y —lo más estimable— a través de un enfoque crítico que no duda en posar la mirada sobre nuestro presente. Y es que, como recuerda George Minois (autor de la importante Histoire du mal de vivre: de la mélancolie à la dépression), está claro que «los responsables culturales, morales, políticos y económicos del mundo occidental prefieren no hablar de la melancolía, la depresión, la angustia, el pesimismo, porque su repetición mina la moral de los hogares cuando el lema de la civilización occidental de los últimos cincuenta años era el derecho de todos sus ciudadanos a ser felices».

Tras el éxito de la Revolución francesa, la sociedad europea comenzó a vivir una euforia por la que se convenció de que la libertad, tal y como se defendía, traería forzosamente consigo la felicidad general. A ello hay que añadir, explica Roca-Ferrer, «las esperanzas puestas en el Estado de bienestar«. Todo ello ha chocado, defiende, con una «crisis generalizada de la socialdemocracia, una ideología en su día se tuvo por panacea universal, el retroceso sufrido por las políticas y los planes de educación, el renovado conflicto con el mundo islámico […] y la explosión descontrolada de la informática tanto en la esfera de los servicios como en la de la comunicación», lo cual ha dado como resultado a la «enloquecida y funesta cultura del tuit, el blog y el Facebook».

Habitantes de un mundo en el que, al parecer, se nos obliga a ser felices a fuerza de olvidar que la tristeza no sólo constituye uno de los polos emocionales de nuestra naturaleza, sino que precisamos de ella para poner distancia entre lo que se nos dice y lo que podemos llegar a creer (de eso que se nos dice). No sólo acontece una banalización de la depresión y la melancolía, sino que se produce una absoluta condena. Pero, se preguntaba Minois en la obra mencionada, «¿Qué sería de la cultura occidental si se eliminaran todas las obras que la melancolía ha inspirado?».

El amplio y ameno estudio de Roca-Ferrer nos ayuda a comprender la genealogía del sentimiento melancólico a lo largo de la historia y lo pone en contexto, partiendo de la distinción entre miedo y angustia. Pues, desde que el ser humano «ha tenido conciencia de sí mismo ha conocido la angustia. Cosa distinta es que fuera capaz de entenderla o de darle un nombre y, aún menos, interpretarla».

Pero lo que sin duda hace este libro tan recomendable es la visión crítica del autor, que no se ciñe a presentar los antecedentes históricos de la melancolía, sino a entablarlos en conversación actual con nuestros días. Pues, asegura, «nuestro contexto cultural cada vez más dominado por la todopoderosa web se ha convertido en productor de depresivos, unos depresivos que, cual juguetes rotos, sistemáticamente excluye o amortiza». Por lo general, el depresivo es incomprendido, e incluso éste es incapaz de reconocer el motivo de su tristeza: «Este elemento de autoinfravaloración nos muestra hasta qué punto la sociedad de ‘ganadores’ se muestra implacable con los losers«, con los que son considerados perdedores o detritus de la sociedad del imperativo de la felicidad. Y apunta, con criterio atinado: «los depresivos son la mala consciencia de una sociedad hedonista. Pero hay algo que los hace especialmente odiosos: su lucidez, el hecho de que hayan visto el mundo con excesiva claridad y hayan renunciado a la ventaja ‘selectiva’ de la ceguera».

Una autoinfligida dictadura de la felicidad que, como vemos, Roca-Ferrer identifica con una suerte de cerrazón a ver la realidad tal y como es. Desde todas sus aristas. En toda su pluralidad. Pues, en los últimos cincuenta años, «a las tensiones de la sociedad del narcisismo se han unido las frustraciones propias de la sociedad de consumo que acompañan forzosamente el ideal indiscutido e indiscutible de autonomía y permisividad, un ideal que sigue seduciendo a una parte importante de la población». Predomina un clima de enfermizo hedonismo neoliberal («eres lo que produces», «produce y serás feliz», «consume y serás feliz»), por el que se nos anima a «satisfacer inmediatamente las necesidades (con frecuencia creadas artificialmente) y a rechazar las prohibiciones». Y concluye con una reflexión que recuerda a la que ya trazara el Nobel de Literatura Rudolf Ch. Eucken: «Cada vez importan menos los valores trascendentales religiosos, laicos o estéticos y cualquier noción del sentido de la existencia».

Porque, defiende el autor de El mono ansioso, la existencia transita en una absoluta superficialidad de consumo rápido y de satisfacción perentoria de las necesidades que nos son inyectadas por la sociedad de la publicidad y de la constante comunicación. La sociedad de la insaciabilidad y la no-espera. Como explica la pensadora Victoria Camps, a la que Roca-Ferrer cita:

Hoy la retórica de la felicidad es inseparable del discurso publicitario que trata de vender coches, perfumes, electrodomésticos o viajes. Buscar la felicidad en la sociedad de consumo equivale a consumir. En lenguaje utilitarista, el consumo es el máximo placer capaz de compensar cualquier tipo de dolor.

Un libro muy recomendable por su vertiente crítica, que no se ciñe, en sus más de 400 enjundiosas páginas, a presentarnos el surgimiento de la melancolía, la angustia y la depresión a lo largo de la historia, sino que, a cada paso, examina cuáles son los males de nuestro tiempo.

Hoy todo parece posible. No hay reglas. Nos movemos en un mundo de indiferencia y del «¿por qué no?», en el que las supersticiones más absurdas se consideran tan respetables como las posiciones científicas más rigurosas. En lo intelectual la democracia y la web igualan al sabio y al imbécil.

Una obra ácida, necesaria, actual y rigurosa, que nos acerca al ennui de nuestros días, propiciada por la necesidad de consumo y un dulzón optimismo que nos hace permanecer ciegos frente a lo que, a todas luces, constituye un problema. Un libro enciclopédico que no olvida trazar un juicio sobre nuestro presente. «Paradójicamente son las sociedades más libres las que engendran más depresiones porque sustituyen el sentimiento de culpabilidad por el desprecio de uno mismo. Nada resulta más traumatizante que pensar que uno es incapaz de ser feliz en una sociedad donde la felicidad se ha convertido en un deber y parece al alcance de todos». Es el imperio del mono ansioso…

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/2022/03/24/el-mono-ansioso-una-biografia-critica-de-la-melancolia-la-angustia-y-la-depresion/

Rescatando la voz en la filosofía

A través de diversos autores como Aristóteles, Hélène Cixous, Nietzsche o Jacques Lacan, Anna Pagés construye Queda una voz, un valioso ensayo acerca del paso del silencio a la palabra. ¿Qué es la voz? ¿Cómo construimos la nuestra? La autora congrega a muchos pensadores a lo largo de la historia, poniendo en valor la esencial relevancia de reconocer la propia voz.

Por Cristina Arufe

«La voz es el pistoletazo de salida del auténtico pensar, la forma que tenemos de hacer escuchar qué pensamos verdaderamente». Anna Pagés define su último ensayo, Queda una voz. Del silencio a la palabra, como una operación de rescate del concepto de la voz de las garras del logos filosófico. Nos cuenta que se produce un diálogo con la literatura y el psicoanálisis, «llevo a la Filosofía de excursión, en excursus de sí misma».

La filosofía ha defendido el logos en detrimento de la voz. El logos, ese principio organizador del discurso, es el elemento por el cual la filosofía se ha establecido como disciplina. Pero, con la introducción del logos, la filosofía perdió la voz, estableciéndose una compleja relación entre ambos elementos. La voz es ese elemento que nos permite dar vida a aquello que pensamos, manifestarlo, expresarlo y hacerlo así de algún modo existente.

Cómo construimos nuestra voz

Gracias a este tesoro llamado voz, los humanos somos capaces de dar vida a nuestros pensamientos. Pero ¿cómo construimos nuestra voz? ¿Cómo da comienzo el proceso que lleva del silencio a la palabra? Todo se remonta a nuestra infancia, a ese momento cuando, en la clase, el profesor pide al alumno que lea algo. Así, Pagés afirma que «leer en voz alta es una de las primeras conquistas de la civilización, pero todavía no lees con tu propia voz. Tu voz todavía no suena bien». Esta cotidiana pero importante acción supone el primer paso en el que el individuo comienza a construir su propia voz.

A través de la educación comienza a desplegarse ante nosotros un abanico de voces, tras lo que poco a poco, y teniendo todas estas voces en cuenta, somos capaces de crear la nuestra. «El estudiante que aprende verdaderamente quiere irradiar el saber del que se apropia, incorporándolo a su voz original para escuchar la sonoridad de otras voces con las que discutió y a las que interpeló». Y es que, «el saber está vivo en cuanto se dice en voz alta».

Con la introducción del logos, ese principio organizador del discurso, la filosofía perdió la voz, estableciéndose una compleja relación entre ambos elementos

Aquellas figuras filosóficas que han trascendido su tiempo, y a las que seguimos leyendo y sobre las que seguimos discutiendo, han logrado sobrevivir a lo largo de la historia por la relevancia de su voz, que traspasa las fronteras de su tiempo: «Los grandes autores de la filosofía han permanecido en el tiempo por su propia voz. […] Siguen hablando para el presente, en conversación perenne». Aun ante esta afirmación Pagés es capaz de reflexionar acerca de cómo estas voces han sido elegidas como importantes: «La filosofía ha considerado la posibilidad de construir su propia historia con las voces de los autores del canon. Otras voces quedaron excluidas y se perdieron. En particular las de las mujeres».

A través de pensadores como Aristóteles, Sócrates, Hélène Cixous, Friedrich Nietzsche, Roland Barthes, Anne Carson o Jacques Lacan, se construye este valioso ensayo acerca del paso del silencio a la voz. ¿Quién habla? ¿Dónde ubicamos la voz? Mediante este crisol de autores se permite al lector reflexionar entorno al concepto de la voz. Pagés habla de Sócrates y la voz oracular del Daimon, una voz interior que le habla de manera anticipatoria; de Aristóteles y la función de la voz, distinguiendo la voz de la palabra de la del discurso; o del francés George Perec, cuyo deseo era ser capaz de reconstruir su pasado a través de todas las voces que le acompañaron.

Pero en esta obra Pagés no solo da cabida a diversos autores, concediéndoles espacio y voz, sino que a la vez nos deleita con su propia voz, ofreciendo al lector una interesantísima reinterpretación de las teorías de la voz por parte de la filosofía, la literatura y el psicoanálisis.

Escritura de voces

En el capítulo dedicado a Anne Carson, que lleva por título La letra-voz, se reflexiona acerca de la construcción de una escritura de voces. Carson se pregunta por la información que la voz transporta. Una de sus reflexiones tiene que ver con aquello que se pierde mediante la escritura de la voz, así como en el proceso de traducción, herramienta que concibe como «el pequeño canal entre las dos lenguas donde existe el lenguaje perfecto». El paso de la cultura oral a la alfabetización supone la aparición del límite entre las palabras.

El texto escrito separa los vocablos del entorno, los engancha a la página y produce en el lector una especie de aislamiento respecto de su propia voz, respecto de las voces del poeta, del narrador y sus personajes. ¿Se pierde el mensaje en las palabras? ¿Se pierden matices de la voz en el proceso de dejarlo por escrito? Nos dice Pagés que «Carson es una escritora que pone en el papel lo que escucha. No piensa en qué va a escribir, o en qué palabra elegir, sino que traduce las voces que la alcanzan».

Aquellas figuras filosóficas que han trascendido su tiempo, y a las que seguimos leyendo, han logrado sobrevivir a lo largo de la historia por la relevancia de su voz, que traspasa las fronteras de su tiempo

En la obra se afirma que, para Carson, «la voz es el frasco que contiene la palabra». Carson busca ubicarse en los huecos, buscar voces escondidas, dando voz también a los silencios. De algún modo, la canadiense se sitúa en el medio entre la voz y el silencio, y es desde ese lugar que escribe. «Empieza entonces a escuchar atentamente las voces en plural de los autores muertos, de los antiguos antiquísimos». La investigación de Carson sobre la voz «incluye ese túnel de lenguaje que comunica distintas lenguas, distintos autores, distintas épocas y contextos de significación».

Algo parecido se narra en el episodio dedicado a Cixous y Lacan, El grito. Para la francesa, el escritor debe esperar a que aparezca una voz que lo llame, una voz que le haga sentarse a escribir. Señala Pagés que, a causa de esto, Cixous cuenta con dificultades a la hora de firmar un texto, ya que, de algún modo, ella simplemente plasma lo que la voz le indica. Sin esa voz no es posible el acto de escritura, carece de sentido. Pagés narra el proceso de escritura para Cixous de la siguiente forma:

«Escribir es como deslizarse por un tobogán o en trineo por la nieve: es el libro quien escribe, mientras ella copia el libro, transcribe la voz del libro a través de las múltiples voces que resuenan por él. La escritura así concebida es muy rara. Ella dice que se parece a la filosofía, en el sentido que produce incertidumbre. Cixous compara escribir con tocar un instrumento (violín, piano, viola). La ejercitación en el papel resulta fundamental: el papel sirve de lugar para un viaje, es una dirección: ‘No puedo cruzar el desierto en bote, por eso mi texto debe convertirse en un camello‘».

En el momento en que esta voz aparece, el escritor la escucha mientras transcribe lo que le cuenta. «La tarea de Cixous, con su voz pequeña, consistirá en transformar la Nada (en francés: Néant) en otra cosa: ‘Nacido en’ (Né en)». A través de esta voz, Cixous no da cabida solo a su propia voz, sino que escribe también con voces de otros, acerca de estos. La escritura es la manera de apelar a la ausencia: «La literatura puede rehacer la vida de las cenizas». Así lo hace Cixous, por ejemplo, con su padre. Muy acertadamente, la autora del ensayo la compara a un guía turístico.

Tanto en las reflexiones de Anne Carson como en la de Hélène Cixous, las voces se entrecruzan. Nos dice Pagés que «Carson es una escritora que pone en el papel lo que escucha. No piensa en qué va a escribir, o en qué palabra elegir, sino que traduce las voces que la alcanzan»

Pagés es capaz de establecer una cierta cronología no solo acerca del nacimiento natural de la voz, sino de la concepción de esta acerca de los filósofos a lo largo de la historia. Este ensayo constituye una interesantísimo y bello relato que pone en valor no solo el paso del silencio a la voz, sino la esencial relevancia de reconocer la propia voz, la subjetividad con la que contamos. «La voz es lo que empuja en el tiempo, vertebrándolos, los ideales, las divinidades, la dimensión trascendente por dentro mismo de la contingencia mortal del humano».

Fuente: https://www.filco.es/anna-pages-queda-una-voz/

Nicolás Salmerón exhumado por Antonio Guerrero

«La tradición no es la adoración de las cenizas sino la preservación del fuego», Gustav Mahler

Óscar Sánchez Vadillo


Resulta que hay una especie de Benedetto Croce español, hombre polifacético que como el italiano  se consagró a todo tipo de actividades públicas pero que reservaba un rincón en su azacaneada vida para la filosofía, y ese hombre fue el almeriense Nicolás Salmerón, presidente durante unas pocas semanas de la Primera República. La diferencia entre ambos, al margen de que Croce fue más joven, es que también escribió inmensamente más que Salmerón, mejor conocido por artículos cortos y por la transcripción de su oratoria política. Por lo demás, ambos fueron idealistas, en el doble sentido de filántropos y de cultivadores del espíritu -nunca mejor dicho- del Idealismo Alemán, del que bebieron más del lado de la izquierda hegeliana que de la otra, la cual tal vez apenas alentó hasta que la rehabilitó Francis Fukuyama (lo que estos meses estamos viviendo en el plano internacional no es, por cierto, más que “el fin del fin de la Historia”, en mi opinión). En concreto, Salmerón había abrevado el krausismo directamente de los labios de Sanz del Río, y como escribió Quintín Racionero –La Filosofía en la España de hoy, inédito-.

 (…) filosofía de Krause era sometida a una crítica histórica en la que se intentaban fijar las peculiaridades del acceso de España a la modernidad. Pero, en todos ellos también, se valoraba el peso de sus proyectos y realizaciones prácticas, así como, sobre todo, el talante pacífico y razonador de sus conductas, lo que, trasladado a la situación del presente (y este es un punto, creemos, sobre el que se ha llamado poco la atención), terminaba postulándose como una suerte de imperativo moral, capaz de instituir una atmósfera de sensatez y cordura para las nuevas tareas que se esperaban de la filosofía.

Antonio Guerrero se inspira en Racionero entre otros para elaborar su tesis, que no es otra que la de que Salmerón, en efecto, representa un jalón ineludible de la filosofía ibérica, pero prácticamente desconocido como tal. Lo que se pretende, pues, en La obra no escrita (editado en Edual Arte y Humanidades) es nada menos que reconstruir el texto virtual de ese pensamiento salmeroniano que no llegó a obrar negro sobre blanco, pero que sin duda guiaba y justificaba las acciones del prohombre del Sexenio Democrático. Fue una buena etapa de nuestra historia, aquella, una de esas de la que casi no cabe avergonzarse, hasta el punto de que el propio Ortega y Gasset se sentía décadas después en comunión con ella promulgándolo en los siguientes términos (en Gumersindo Azcárate ha muerto, El Sol en 1917): 

Así hemos habitado el mismo girón del tiempo los hombres de la República, los hombres de la Restauración y los que aún tenemos blanco y sin armas el escudo. Pues bien, nada acaso indica mejor cuál será el futuro español, como notar el hecho de que los hombres con el escudo blanco sentíamos mayor afinidad con los hombres de 1869 que con los restauradores. Y no era, ciertamente, su República lo que nos atraía, eran su sentido moral de la vida, su anhelo de saber y de meditar. Frente a ellos, los hombres educados en la Restauración parecían desmoralizados y frívolos, exentos de curiosidad y de estudio. Aquéllos fueron profesores, escritores, amigos del libro y la idea. Estos eran, y son, abogados, negociantes, aficionados a mínimas intrigas. 

El krausismo fue la importación de un Hegel aguado hacia España, un Hegel más místico y sublime aún que el Hegel original y en cierto modo moralizado, como si Kant hubiese tenido la oportunidad de apostillar a su formidable sucesor. Pero supuso para España una cierta Ilustración, una Ilustración tardía, vicaria y casi espectral en su duración, pero lo suficientemente fructífera como para retoñar en la Institución Libre de Enseñanza, la Residencia de Estudiantes, el primer PSOE de Pablo Iglesias y, según Gustavo Bueno, alcanzando incluso el “pensamiento/Alicia” (yo es que soy muy pensamiento/Alicia, qué le voy a hacer….) del zapaterismo. No obstante, el krausismo tuvo sus detractores, como Marcelino Menéndez Pelayo, el reaccionario más genial de la cultura hispánica. Menéndez Pelayo había sido alumno directo en la actual Universidad Complutense de Salmerón, y siempre opinó que el maestro no decía más que paparruchas y que el krausismo era -carta de juventud a un amigo- “una especie de masonería en la que los unos se protegen a los otros, y el que una vez entra, tarde o nunca sale. No creas que esto son tonterías ni extravagancias; esto es cosa sabida por todo el mundo”. Pese a ello, Don Marcelino, en Los orígenes de la novela, tomo 4, y ya curado de los furores de la insolente juventud, escribe que Salmerón era “persona de noble corazón y de purísimas intenciones”…  
De lo que se trataba, al fin y al cabo, en el krausismo español, era de la heroica empresa de sacudirse de encima el que ha sido el gran baldón de la historia de España, es decir, la Iglesia Católica. Hemos sido más fervorosos que nadie, y por ello mismo más atrasados que nadie en Europa, digan lo que digan los buenistas. Ortega y Gasset, en su España invertebrada, cuyo centenario se cumple este año, no mencionó este factor, para que se vea hasta qué punto la santa institución ha sido siempre intocable por estas tierras. Sin embargo, Castelar, Salmerón, Pi y Margall y unos cuantos más se atrevieron con ella, trataron de “aplastar a la infame”, como rugía un siglo antes Voltaire. Guerrero refiere todo esto con sumo respeto y afán didáctico, además de situar a Salmerón en tanto antecedente de Antonio Gramsci (Salmerón, con gran anchura de miras, se propuso conceder validez a la Primera Internacional), como defensor de la libertad de expresión y de la libertad de cátedra, y como el hombre que osó predicar la moralización de las instituciones españolas en el marco de una “ética civil” -dicho con otras palabras: kantianizar un tanto a Hegel, como digo, anticipándose con ello a nuestro actual Estado de Derecho, me temo que ya en trance de derribo. Guerrero cuenta como la Institución Libre de Enseñanza fue el embrión del programa educativo de la Segunda República, y uno entiende al leerlo que algo como eso en la muy católica España no podía durar. Y eso que la otra pata del krausismo consistía en renegar también de la Revolución marxista, por tanto ni Iglesia ni Revolución, ni Cielo ultramundano ni Cielo cismundano, tan sólo armonía construida paciente, diligentemente, en el Espíritu Objetivo de Hegel, o sea, en el estado jurídico y moral (en el sentido de costumbre cívica, de “eticidad”) real de las cosas político-sociales de un tiempo. Salmerón llevó a cabo así un intervencionismo moderado, como expone Guerrero, una ética del compromiso con la realidad de su entorno y una suerte de filosofía práctica que no dejó apenas tiempo, ni lugar, para convertirse en escritura y publicaciones, como en el caso de Croce, pero que halló un espacio de inscripción sumamente fecundo en la praxis pública de su época. 
Nicolás Salmerón fue, en fin, un hombre recto, alciónico y grave (tan recto que dimitió de la jefatura de gobierno en gran parte por negarse a firmar sentencias de muerte) que quiso realizar “la idea superior de la vida, que hace del hombre su propio Dios” -1902. Naturalmente que este propósito es de una ingenuidad superlativa, como diría Ortega, o de una santidad laica, casi naïveté, amén de totalmente blasfema desde el punto de vista clerical, pero Salmerón era completamente consciente de ello, y, según parece, se justificaba a sí mismo valiéndose de las palabras de su maestro Julián Sanz del Río, el primer krausista hispánico, cuando dijo que “el filósofo es un loco pacífico, en paz consigo y con todos; mas su locura de hoy para el mundo es la razón de este mundo mañana” (1874: 71). O enunciado a la manera hegeliana, contra todos los sedicentemente “realistas” y pesimistas que en el mundo han sido, incluido el sin par Gustavo Bueno: la filosofía, vista desde fuera,  parece en efecto el mundo puesto del revés, pero tal vez sólo poniendo el mundo bajo una perspectiva inusual, casi contra-natura, como hiciera Galileo Galilei con la Física, se halle la manera de ir poniéndolo al derecho… El estupendo libro de Antonio Guerrero, explorando y exhumando esa “senda perdida” de la tradición española que es tan nuestra, que forma parte de nuestra raíz tanto como las fuerzas restauracionistas que están resurgiendo ahora, contribuye espléndidamente, a mi parecer, a una tal noble tarea, como lo hubieran expresado a la sazón.  

Fuente: https://comunaslitoral.com.ar/nota/7498/nicolas-salmeron-exhumado-por-antonio-guerrero

Byung-Chul Han: la filosofía se rebela contra la sociedad del cansancio

Byung-Chul Han: la filosofía se rebela contra la sociedad del cansancio

Carlos Javier González Serrano

El profesor surcoreano Byung-Chul Han (Seúl, 1959) se ha ganado a la fuerza, durante varios años de constantes apariciones en medios y rotundos éxitos editoriales con libros en los que nunca ha dejado de pensar imperativamente nuestro presente, el apelativo de filósofo. Y se lo ha ganado con justicia. Es sin duda una de las figuras intelectuales más conocidas, citadas y respetadas del mundo y, sea para elogiarlo o criticarlo, su nombre se ha impuesto en el imaginario colectivo. Uno de sus últimos libros, La sociedad paliativa, analiza el papel del dolor (y de su desaparición) en la sociedad contemporénea, y promete volver a convertirse en todo un best seller.

Desde que aparecieran sus primeros libros traducidos al español (gracias a la labor de la editorial Herder), Byung-Chul Han no ha dejado de cosechar éxitos. Y lo que es más importante, el profesor y pensador surcoreano ha lograzo alzarse y mantenerse como una de las voces más autorizadas para analizar los distintos males de nuestro tiempo. Para denunciarlos. Para reflexionar sobre ellos. Para invitar a pensar inexorablemente a partir de ellos. Y para, llegado el caso, actuar.

Aunque, por supuesto, Han ha publicado obras muy enjundiosas, extensas y de muy hondo calado teórico y filosófico (como Muerte y alteridad, Hegel y el poder o Caras de la muerte), su filosofía no es la del erudito encerrado entre las paredes de la Academia. Sus libros, sus ideas, han conseguido traspasar el muro de la pura erudición y conceptos como «sociedad del cansancio», «expulsión de lo distinto», «enjambre», «psicopolítica», «sociedad de la transparencia» o «sujeto de producción» se han impuesto como nociones de uso normal en los debates filosóficos y culturales de nuestros días.

Las distintas reflexiones y tensiones que pueblan los libros de Han están impregnadas por una preocupación constante: la del poder. Un poder que se nos hace cada vez más omnímodo pero que, paradójicamente, cada vez es más difícil de detectar y aminorar, porque, de alguna forma, silenciosa y subrepticiamente, nos hemos hecho partícipes de él. Nosotros mismos lo sostenemos cada día a través del uso de las redes sociales, del empleo indiscriminado de tarjetas bancarias, de la aceptación de que nos graben en casi cualquier lugar como viandantes, de nuestra no-resistencia ante los poderes económicos y los emporios empresariales, etc. Nos hemos convertido, nosotros mismos, en ese mismo poder. No somos sus instrumentos: somos sus ejecutores.

Ello nos ha convertido, por otra parte, en empresarios de nosotros mismos. El «sujeto neoliberal», a juicio de Byung-Chul Han, se encuentra (consciente y voluntariamente) encerrado en un sistema muy eficiente que explota su libertad y hace de él un esclavo funcional en el que el rendimiento continuo se ha convertido en la piedra de toque a partir de la cual se configura su actividad, tanto consigo mismo como con los demás. Somos esclavos absolutos porque ni siquiera tenemos amo, o no tenemos a quién señalar (la perversidad de la burocracia, como ya señalara Hannah Arendt); y de tenerlo, somos nosotros mismos. Somos nosotros quienes de continuo nos autoexplotamos.

De esta forma, asegura Han, a través del ejercicio de esta aparente libertad individual se lleva a cabo -es decir, se expone y materializa- la libertad del capital, y apunta en una expresión digna de ser recordada: «De este modo, el individuo libre es degradado a órgano sexual del capital. La libertad confiere al capital una subjetividad ‘automática’ que lo impulsa a la reproducción activa». Y así es como el capital «pare» a sus criaturas, que fomentan y reproducen una y otra vez la diabólica dinámica de la autoexplotación, que el individuo acepta de buen grado al considerarse enteramente libre.

Vivimos en una ilusión: la proporcionada por una falsaria libertad que nos arroja a un mundo en el que somos trabajadores que se explotan a sí mismos en su propia empresa. La empresa del yo, de la individualidad, la del enjambre en el que no se puede lograr comprender la dinámica del conjunto, sino que cada individuo se particulariza y embebece de sí mismo sin atender a los problemas comunes. Es el imperio de la idiotez en el sentido etimológico griego, de quienes no pueden ver más allá de sus narices porque están demasiado ocupados explotándose a sí mismos, lo que convierte al sujeto contemporáneo, en expresión de Han, en alguien que ejerce una «autoagresividad» que nos convierte en individuos depresivos y tendentes a un insano aislamiento.

De esta manera, los ingredientes para ejercer un poder invisible, peligrosamente despótico, están servidos. Los grandes imperios económicos y las políticas gubernamentales al servicio del neoliberalismo más despiadado, defiende Han, nos han sumido en el funcionamiento de un panóptico digital, en cuyo desarrollo participamos activamente:

La sociedad del control digital hace un uso intensivo de la libertad. Es posible sólo gracias a que, de forma voluntaria, tienen lugar una iluminación y un desnudamiento propios. El Big Brother digital traspasa su trabajo a los reclusos.

Ese omnipresente poder que ha sido trasvasado al sujeto compone una amenaza añadida, y es la imposibilidad de que exista espacio entre unos individuos y otros. La comunicación digital ha hecho que las distancias se deshagan, y esta erosión de la distancia espacial va de la mano de la corrosión de las distancias mentales: nos pensamos acompañados cuando, en realidad, estamos más abandonados que nunca, más aislados que nunca, mientras nos exponemos «pornográficamente», en expresión de Han, de manera impudorosa ante los demás: mostramos nuestros intereses, nuestras acciones, nuestra cotidianidad. Exponemos, pero no compartimos. La masa de individuos se ha convertido, finalmente, en masa de objetos que se venden y promocionan en el inmenso escaparate del panóptico digital.

Y este punto, uno de los centrales en el pensamiento de Han, es también una de nuestras grandes lacras contemporáneas: la descentralización de un poder que ejercemos, en forma de falsa libertad, contra nosotros mismos. Explica Han: «Al enjambre digital le falta un alma o un espíritu de la masa. Los individuos que se unen en un enjambre digital no desarrollan ningún nosotros». El enjambre sólo produce, al fin y al cabo, ruido. Un ruido ensordecedor que no dice nada coherente: sólo grita y pervierte la relación de la ciudadanía consigo misma. El ciudadano ha devenido en consumidor: de sí mismo, de todo lo demás. El «me gusta» como el amén digital, como el credo de nuestro tiempo:

Cuando hacemos clic en el botón de me gusta nos sometemos a un entramado de dominación. El smartphone no es sólo un eficiente aparato de vigilancia, sino también un confesionario móvil.

Byung-Chul Han es una referencia imprescindible de la filosofía de nuestra actualidad. Acompañado de un hondo conocimiento de la historia del pensamiento, y en paralelo al examen minucioso de la realidad contemporánea, Han ha conseguido, como pocos, crear una visión de conjunto que permite mirar a los ojos a la realidad. No para hacerle frente como quien lucha contra un hambriento y descomunal titán, sino como quien, ante él, examina las posibilidades de erosionar su gigantesco poder a través de pequeñas, constantes y cotidianas acciones.

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/2022/05/09/byung-chul-han-la-filosofia-se-rebela-contra-la-sociedad-del-cansancio/

“Heidfucker”: vida (sexual) de los filósofos ilustres

Óscar Sánchez Vadillo

Si eres profesor de filosofía siempre hay quien te pregunta por los chismes relativos a las cositas íntimas de los grandes autores. Es tal el respeto que infunden o pretenden infundir, con esa tal alta consideración del alma o del pensamiento (y no es otra cosa que un Barrio Chino, el alma…), que es inevitable que incluso al menos frecuentador de los programas del coure se le levante un poco la curiosidad. Lo que yo sé acerca de esa picante e intrascendente materia cabe en dos o tres páginas únicamente, pero que no se diga que me lo reservo[1]. Al fin y al cabo, si me he enterado yo es porque algún otro lo ha investigado, y si ese que lo ha investigado y ha encontrado chicha es porque algún otro hace ya mucho tiempo se fue de la lengua, tal vez el propio interesado. “No eches la culpa al viento de lo que tú antes confesaste a los árboles”, dice un viejo refrán con el que siempre he estado de acuerdo. Quien de verdad fue discreto, como William Shakespeare, ha mantenido a salvo su secreto. Así que al lío. 

El “amor platónico” es una expresión muy desafortunada que en realidad describe mejor, tal como se entiende coloquialmente, al matrimonio intelectual entre Sartre y Beauvoir que al propio Platón. A Sartre, en efecto, no le gustaba físicamente su compañera, la cual no tuvo su primera relación satisfactoria hasta entrados los cuarenta, y no precisamente con el hombre bajito de la pipa (leí una biografía de Sartre en la que la autora no paraba de referirse a él como “el hombrecillo”). No obstante, Simone no paró de enviarle alumnas devotas o discípulas enganchadas a la “erótica del saber” que en algunas ocasiones Jean-Paul devoraba disciplinadamente y en otras, la mayoría de ellas, se limitaba a intentar hacerlas disfrutar a ellas, porque las anfetaminas según parece ayudan a trabajar mucho y con gran lucidez pero producen impotencia. De modo que ese fue el más intenso amor platónico que conoce la filosofía, ya que el propio Platón se trajo novio de su tercer viaje a Siracusa y vivieron juntos y en paz hasta la muerte de él. Algo de pasión venérea debía sentir sin duda Platón hacia su pareja, ya que en un diálogo hace decir a un personaje suyo que la vejez es una bendición, justamente porque aplaca a ese “furioso tirano” que son los afrodisia –que no el Eros: aquí Freud o bien patinó parcialmente en su griego o bien lo mezcló todo-, es decir, los placeres sexuales. Parece claro que un señor (nada enclenque, que Platón había sido púgil en su mocedad) que denomina como “tiránico” un vehemente deseo suyo es que ha hecho grandes e inútiles esfuerzos por librarse de él, es decir, que lo ha gozado y sufrido a fondo. Lo mismo le ocurría, por cierto, a Agustín de Hipona, un tipo fuertote, moreno, de la etnia bereber, el “semental de Dios”[2], un auténtico león que en su juventud había sembrado de hijos bastardos todo el norte de África, pero al que en la madurez piadosa y célibe seguía atormentando esa mecánica elevación del miembro viril que tiene lugar en el momento más insospechado incluso cuando uno es obispo y futuro Padre de la Iglesia…  

Juan Goytisolo, Simone de Beauvoir y Nelson Algren. Almería 1960

Aristóteles, en cambio, fue más moderado, además de genitor. Tuvo esposa y luego concubina, aunque su relación estrechísima con su colaborador Teofrasto pudiera hacernos sospechar. Aristóteles fue un hombre sensato en su existencia mundana que de verdad practicaba su idea de que no existe vida mejor que la del hombre de conocimiento, siendo, para él, eso de la jodienda más bien locura animal propia de los jóvenes. Su gran comentador, el fraile que le bautizó sin su consentimiento, Tomás de Aquino, con toda seguridad fue virgen, al igual que el bravo Spinoza y el pobre Kant. La diferencia estriba en que a Kant sí que le gustaba mucho eso que entonces se denominaba “el bello sexo”, mientras que a Tomás le resultaba completamente indiferente, por no decir repulsivo. ¿Fue el santo lo que hoy llamamos “asexual”, o es que redirigía sus ansias hacia el arte del buen comer? Un servidor, con tal de no recibir nunca la horrenda noticia de que fue aficionado a los niños como la inmensa mayoría de sus colegas de gremio, se conformaría hasta con el burdo chiste de que estaba tan gordo que ni se la veía. Descartes, por su parte, no muy admirador de Tomás, tuvo una hija a la que perdió a la edad de cinco años. Con quién y cómo no lo sabemos, o al menos no lo sé yo, pero lo mismo le envío mis tardías condolencias. Daba comienzo la época en que los grandes filósofos resultaban atractivos a las damas de alcurnia, y tanto Descartes como después Leibniz visitaron y se cartearon con poderosas señoras con las que tal vez –Leibniz no, Leibniz fue homosexual, me parece, igual que su rival Newton[3]– hubiera algo de tema. La coyunda hombre intelectual/dama de rango alcanzó en el siglo XVIII y en París el carácter de fenómeno social casi aceptado y arrollador, del que se beneficiaron uno tras otro y a la vez todos los enciclopedistas. Rousseau enviaba el fruto de sus efusiones al hospicio, Diderot escribía obras picantes y Voltaire resolvía revolcones matemáticos y echaba teoremas magníficos, o al revés, con Madame de Châtelet[4]. Con respecto al Siglo de las Luces, el s. XIX supuso un cierto atraso en lo que toca a libertades eróticas. Buenos burgueses, como Hegel, y hasta anti-burgueses, como Marx, se avinieron a relaciones estrictamente ceñidas al código matrimonial. Marx, ya se sabe, tuvo un hijo con su criada, pero hay que decir que aquella mujer era como de la familia y además bastante instruida. Engels, que tapó el escándalo con la aquiescencia de Jenny, la mujer de Marx, tampoco le hizo ascos a algunas amantes obreras una vez que murió su mujer, así mismo obrera textil en sus orígenes. Proletarios del mundo, copulemos. Mucho peor se lo montó Kierkegaard, que, de modo semejante a Kafka décadas después, jugó a plantar a su prometida en nombre de la sacrosanta misión literaria, pero luego casi como que se arrepintió un poco. La vida del casado, escribió, es la vida verdaderamente ética, no como la forma de vida del esteta o del religioso. Nietzsche, el más desgraciadito de todos estos, estaba loco por fornicar dionisiacamente, pero para una vez que lo hizo, en los burdeles de la guerra franco-prusiana, pilló la sífilis que acabaría por matarle. Al menos dos mujeres rechazaron su petición de matrimonio, la primera por verle demasiado desesperado y suplicante –Lou Andreas Salomé, que enseguida dijo que sí al mucho más sibilino seductor Rilke-, y la segunda al contrario, por entender que la oferta estaba redactada de un modo demasiado pragmático y desapasionado. Entre una y otra se concibió a toda prisa el Así habló Zaratustra, del que se ha dicho no sin un tantico de razón que es el manual del machito despechado… 

Lou Andreas-Salomé, Nietzsche y Paul Rée en 1882

Visto lo visto, sin duda la historia de amor más profunda de la historia del pensamiento, hasta donde yo sé, es la de Harriet Taylor y John Stuart Mill[5], una veneración admirable que sobrevivió a la muerte. Wittgenstein tuvo alguna que otra pareja, pero no siempre se sentía bien por ello, dado que todavía había que disimular la amistad entre hombres, pero como seguro que nunca se sintió bien fue con la masturbación, que anotaba puntualmente en su diario a modo de penitencia. Sin embargo, el más lanzado, el filósofo más ligón de todos los tiempos, que se sepa (y hablando siempre varios escalones por debajo de San Agustín, pero Agustín a cierta edad se rajó) no fue Pedro Abelardo, ni mucho menos, sino el montaraz, oracular y no muy apolíneo Martín Heidegger. Heidegger -“Heidfucker”, en adelante- tuvo su famoso affaire con Hannah Arendt, o Hannah Arendt con él, en 1925, y ambos quedar realmente prendados de por vida. Se ha escrito mucho sobre esto en unos términos más bien frívolos, pero lo cierto es que fue un cuelgue de los buenos. Dos años después se publicó Ser y tiempo, y allí se hablaba poco de amor, pero se hablaba. Más tarde, en ¿Qué es metafísica?, también se hablaba de amor, mucho más en primer plano, como algo (ni siquiera una emoción, Heidfucker no era amigo de psicologismos ni antropologismos) semejante a una disposición existencial capaz de revelar la auténtica esencia de la relación del Dasein con el tándem ser/nada[6]. Martín ya estaba casado con la rubia Elfride, una mujer que realmente le convenía mucho más en principio, primero porque era más rabiosamente nacionalista que él, y luego porque supo sacrificar su vida personal en aras del trabajo inmortal del genio. No obstante, Elfride tuvo un desliz al poco tiempo de casarse con Martín, y él se llevó tal disgusto (o tal mazazo en su amor propio, si es que hay diferencia) que sólo supo perdonárselo cuando se percató de hasta qué punto ese pecadillo iba a servirle a él para devolvérselo con creces. Ojo por ojo y diente por dentadura entera con coronas incluidas. Entre eso, y que Heidfucker continuó toda su vida atesorando el recuerdo incendiario de Arendt -y ella de él, también ella sin duda alguna un filósofo ilustre-, se pasó el resto de su vida de famoso pensador yendo de alumna atractiva a admiradora fervorosa, como abejita que va de flor en flor. No lo parece, no, lo sé, sobre todo si ves las fotos de Martín vestido con el traje tradicional bávaro, pero se lo hacía muy bien. Él se enamoraba de verdad, se declaraba de rodillas, y luego las convencía de que amarle a él era colaborar en la gran tarea del pensar, un poco como Rainer María Rilke años antes con el sagrado dichtung de la poesía. Y era realmente un plan estupendo, porque cuando se les pasaba el calentón ambos podían excusarse alegando no el deber hacia a sus respectivas esposas, que les cuidaban los hijos, sino su compromiso con una causa más alta, la más alta posible en realidad. Entre tanto, como su entusiasmo había sido veraz, y no subterfugio de Don Juan de pocos vuelos, lograban sobradamente lo que querían, es decir: adoración, folleteo e inspiración, todo en un mismo y feliz saco…  

Heidegger y su familia

Martín pasó 17 años sin ver ni cartearse con Hannah, pero cuando volvieron a encontrarse el viejo ardor seguía allí. Heidfucker fue tan hábil que consiguió convencer a Elfride para formar un terzetto con Hannah, si no sexual, al menos amistoso. Naturalmente, la cosa duró poquísimo, ante todo porque Elfride no tragaba a Hannah por ser judía[7] –y, me barrunto yo, por puros celos de constituir el primer y más subido amor de su erotómano marido. Pero oye, allí estuvo Hannah, valiente y moderna, dispuesta a jugar a lo que hubiese que jugar, estando como estaba felizmente casada. Lo siento, pero a mi me parece una historia bonita. Hannah acuño su concepto de “perdón comprensivo” seguramente para aplicarlo a las estupideces políticas de Martín, dedicó algún seminario al análisis de su obra, y cuando murió escribió elogiosamente de él. Heidfucker, cuando aún era un muchachote rendido al amor, le había escrito a Hannah la típica pedantería de filósofo en formación: “amo significa volo, ut sis, dice San Agustín[8] en un momento: te amo – quiero que seas lo que eres”. Pues bien: tal vez no por casualidad, Hannah Arendt acabó escribiendo su tesis doctoral sobre el concepto del amor en el pensamiento del divino semental… 

Fuera de la filosofía, sólo el apetito sexual y amoroso del físico cuántico Erwin Schrödinger supera al de Martín Heidfucker, contemporáneo suyo. Algo que nunca se ha dicho, pero que acaricio como tesis mía, es que la Kehre, el viraje, ese supuesto golpe de timón que llevó a Heidegger (abandono ya la broma y vuelvo al apellido correcto) de la inquisición por el ser desde la explanación del Dasein a la del Dasein desde la historia del ser -así me lo explico yo, y quien me entienda que me compre- consistió también en la maduración personal del filósofo, una maduración sentimentalmente a peor, en cierto sentido. Porque el joven y novicio Heidegger era muy ingenuo en sus teorías del amor romántico, sin duda, del que hablaba de un modo risiblemente ontológico que poco tenía que ver con la realidad corporal y concreta del sexo como tal y de la agradable compañía, pero al menos eso le hacía comerse la cabeza en torno al dilema de la vida auténtica o inauténtica, propia o impropia, resuelta o irresuelta. Fueron esas unas temáticas un tanto adolescentes que luego le perjudicarían mucho respecto de la comprensión del ascenso nazi, pero que delataban un talante enamoradizo, pleno de promesas y listo para la acción, como el de Camus. En cuanto se produce la Kehre, sin embargo, se acabó la tontería individualista, arrastrando con ella la pasión irrefrenable. Heidegger se hace mayor, y entonces ya únicamente consagra todo su arrobo al ser, aunque corteje a tantas y tan encantadoras damas por el camino. “Encaminarse a una estrella; solamente eso”; solamente eso y la rememoración, el An-denken de la Hannah Arendt joven… 

Martin Heidegger y Hannah Arendt

Los filósofos, a diferencia de los blancos de la película de Woody Harrelson, sí la saben meter, con perdón por el sexismo. Otra cosa es que se hagan un lío tremendo, como el resto de los mortales, entre el sexo, el amor y el ente en tanto ente. Sobre el error del amor, que un epicúreo sensato debiera siempre evitar, en el siglo I a.C. Tito Lucrecio Caro versificaba lo siguiente, en De rerum natura, IV, 1097-1120: 

Así como cuando en sueños el sediento busca beber y no le es dado el líquido que puede apagar el ardor de sus miembros, pero busca imágenes de agua y en vano se esfuerza y aun bebiendo en medio de un torrentoso río siente sed,  

así también en el amor Venus se burla de los amantes por medio de las imágenes, y ellos no pueden saciar sus cuerpos, aunque contemplen el cuerpo amado frente a frente, ni pueden con sus manos arrebatar algo de los tiernos miembros al errar vacilantes por todo el cuerpo. 

Al fin, cuando con los cuerpos unidos ellos disfrutan de la flor de la edad, cuando ya el cuerpo presagia sus goces  

y Venus está a punto de sembrar los campos femeninos, ávidamente estrechan sus cuerpos y unen la saliva de sus bocas y respiran profundamente apretando los labios con sus dientes;  

pero todo es inútil, ya que no pueden arrebatar nada de allí ni tampoco penetrar o fundirse en un cuerpo con todo su cuerpo; pues a veces parecen querer y luchar por hacer eso: con tanta pasión se adhieren en las junturas de Venus, hasta que los miembros se derriten abatidos por la fuerza de su placer.  

Por último, cuando el deseo reunido se expulsa fuera de los nervios, se produce una pequeña pausa del ardor violento por un instante. Luego vuelve el mismo frenesí, retorna aquel delirio, cuando ellos buscan encontrar qué es lo que desean palpar junto a sí,  

pero no pueden encontrar el medio que venza ese mal: a tal punto vacilantes se consumen a causa de su secreta herida.[9]

(Traducción de Eduardo Molina Cantó Pontificia Universidad Católica de Chile)  https://www.youtube.com/embed/qUpGe03Y8q8?feature=oembed


[1]Mis fundamentos teóricos para tales maleducados excesos en https://revistatarantula.com/asi-hablaba-kamasutra/  

[2] Ortega llamaba a Agustín “la fiera de Dios”, y decía de él el gigantesco disparate de que era el primer espíritu moderno, pero supongo yo que no lo hacía en el sentido en que estamos viéndolo aquí; los datos, claro, en Confesiones…  

[3]Más o menos bien argumentado en https://hyperbole.es/2016/05/a-los-300-anos-de-la-muerte-de-leibniz/  

[4] A Voltaire, por cierto, le invitaron una vez a una orgia, y allá fue, pero cuando le invitaron por segunda vez rehusó, con el argumento, si no recuerdo mal, de algo así como que la primera vez acudió como filósofo, pero toda reiteración de esa conducta sería ya entendida no como prurito de conocimiento, sino como manifiesta incontinencia y lubricidad…  

[5]Relatada someramente por ejemplo en https://cuartopodersalta.com.ar/amores-necesarios-taylor-y-stuart-mill/  

[6] Con mucho mayor detalle -pero pasando curiosamente por encima de ¿Qué es metafísica?, que es el texto más claro y directo de todos- en el siguiente artículo:  https://www.redalyc.org/journal/809/80946586011/html/ 

[7] Fragmento de carta de Heidegger a Arendt, antes de la Guerra: para aclarar mi actitud frente a los judíos, bastan los siguientes hechos. […] Quien puede venir a verme mensualmente para informar de un trabajo importante en curso (que no es ni el proyecto de una tesis ni de una habilitación), es otro judío. Quien hace unas semanas me envió un extenso trabajo para que lo revisara con urgencia, es judío. Los dos becarios de la comunidad de asistencia cuyo nombramiento conseguí en los últimos tres semestres son judíos. Quien recibe a través de mí una beca para Roma, es un judío. Quien quiera llamarlo “antisemitismo furibundo”, que lo haga. Por lo demás soy hoy en día tan antisemita en cuestiones universitarias como lo era hace diez años y en Marburgo, donde incluso conté para este antisemitismo con el apoyo de Jacobsthal y Friedländer. Esto no tiene nada que ver con las relaciones personales con judíos (por ejemplo, Husserl, Misch, Cassirer y otros). Y menos aún puede afectar a la relación contigo”. Sí, sí, ya sé que suena al “no soy homófobo, tengo varios amigos gay”, pero hablamos de pleno periodo nazi, no de un intercambio garrulo actual en las redes sociales. 

[8]El único predecesor a su altura, como hemos visto, que en el mejor momento de su obra escribió aquello de que el único mandamiento ético realmente importante para el verdadero cristiano es “ama y haz lo que quieras…”

[9] Ut bibere in somnis sitiens cum quaerit et umor 

non datur, ardorem qui membris stinguere possit, 

sed laticum simulacra petit frustraque laborat 

in medioque sitit torrenti flumine potans, 

sic in amore Venus simulacris ludis amantis 

nec satiare queunt spectando corpora coram 

nec manibus quicquam teneris abradere 

membris possunt errantes incerti corpore toto. 

Denique cum membris collatis flore fruuntur 

aetatis, iam cum praesagit gaudia corpus  

atque in eost Venus ut muliebria conserat arva, 

adfigunt avide corpus iunguntque salivas 

oris et inspirant pressantes dentibus ora, 

nequiquam, quoniam nil inde abradere possunt 

nec penetrare et abire in corpus corpore toto; 

nam facere interdum velle et certare videntur; 

usque adeo cupide in Veneris compagibus haerent, 

membra voluptatis dum vi labefacta liquescunt.  

Tandem ubi se erupit nervis collecta cupido,  

parva fit ardoris violenti pausa parumper.  

Inde redit rabies eadem et furor ille revisit, 

cum sibi quid cupiant ipsi contingere quaerunt, 

nec reperi re malum id possunt quae machina vincat: 

usque adeo incerti tabescunt vulnere caeco. 

Fuente: https://hyperbole.es/2021/10/heidfucker-vida-sexual-de-los-filosofos-ilustres/

El pasado de la anticipación: Science-Fiction, Double Feature

Óscar Sánchez Vadillo

Se ha dicho mil y una veces: el futuro ya no es lo que era. Hemos aterrizado por fin en el futuro y resulta que tiene tantas luces como sombras. ¿Qué esperábamos, si no? Pues esperábamos el progreso indefinido de Auguste Comte, en el que aún creía Isaac Asimov, y digo creía porque tiene mucho de fe, o mucho de magia de la mala, de la de pitonisa de verbena, pensar que el paso del tiempo por sí solo arregla las cosas, nos mejora y nos conduce al paraíso recobrado, en una suerte de plan B de Dios tras habernos expulsado del Edén (donde, por cierto, una conservadora Biblia no contempló ninguna variedad sexual LGTBI+). Todavía más si lo que creemos es que esa perfectibilidad sin fin del espécimen humano la vamos a conseguir mediante el desarrollo de la tecnología, que es como poner una motosierra en manos de un niño (no es casualidad, sino ideología, que en todas partes se hable ahora de herramientas para hacernos creer que los chismes técnicos y discursivos que nos venden son neutros y servidores de nuestra voluntad, cuando cualquiera puede ver a su alrededor que es completamente lo contrario). Esperábamos, también, que el futuro fuera como lo narraban en la ciencia-ficción de antes, esa en la que pululaban alienígenas tentaculares con dientes de tiburón, pero en la que al menos habíamos colonizado otros planetas, los buenos iban de uniforme, las aventuras seguían siendo posibles en un universo abierto y en la Enterprise de Star Trek llevaban a bordo a Kant en la figura del Doctor Spock.

En vez de eso, tenemos, por ejemplo, el Cosmópolis de Don DeLillo, trasladado al cine diálogo a diálogo por David Cronenberg en 2012. Cosmópolis es tan nihilista que ya ni trata de ser distopía ni de ambientarse en ningún cercano futuro. Es tan terrible que representa nuestro presente pero llevado hasta el extremo, allí donde se habrían agostado todas las esperanzas de la humanidad. El protagonista, un millonario con ennui como el de ese pestiño pretencioso del Knight of cups de Malick, es incapaz no ya de avanzar hacia adelante con su limusina-burbuja, sino incluso de retroceder hacia la calidez de su pasado como ocurría en Ciudadano Kane gracias a un trineo. Toda la película es una huida, disparate tras disparate, tejida a retazos, dejándose buenas intuiciones por el camino[1], desde el cibercapitalismo más cínico hasta una especie de escena original, freudiana, en la que comparece la lucha de clases, esa que Warren Buffett reconoció que existía pero que los ricos habían rematado definitivamente. Así es, hermanos míos (por evocar al Alex de La naranja mecánica: eso sí que era una obra maestra, y Anthony Burgess un gran autor): las últimas secuencias de la película intentan dejarnos ver lo que sería el conflicto marxista por antonomasia en la forma de un duelo de western, es decir, el delirio absoluto. La dialéctica del amo y el esclavo de Hegel convertida en puro teatro, tramada con frases inconexas, mucho tormento interior y un interrogante final que sugiere que el gran problema de nuestro mundo actual es que los esclavos estarían encantados de seguir siéndolo a condición de que el amo fuera más paternal y cariñoso. Es difícil saber si DeLillo es un apocalíptico de esos que decía Umberto Eco o simplemente un imbécil[2]. Cronenberg, tan rarito también él, se limita a trascribirlo en imágenes, muy impresionantes desde luego.

Para mí, Gattaca sigue estando en la cúspide del cine de anticipación del siglo XXI, junto con la serie entera de Black Mirror (excepto el 05/03, que es muy malo), aunque se rodase en 1997. Su factura es perfecta en todos los sentidos, incluida la música, la ambientación vintage y el grandísimo papel que hace Jude Law de secundario (uno no termina nunca, además, de apreciar nuevos detalles impagables de guion: me di cuenta anteayer, viéndola con mis alumnos, de que la escalera que Law tiene que trepar solo con sus manos es helicoidal y sus travesaños completan la imagen del ADN). Pero es tan excelente también porque parece ciencia ficción de la del siglo XX, cuando el futuro todavía estaba emplazado en el futuro. Yo la llamaría ciencia-ficción marca Jack Kirby, el gran dibujante de Marvel a quien Stan Lee hizo todo lo posible por robar el mérito. Algo de ese espíritu sigue quedando hoy, en esa riada de series que HBO ha lanzado sobre mutantes, mutantes por doquier y mutantes de toda variedad morfológica, como en un anticipo de la ingeniería genética transhumanista que nos aguarda. Pero pienso más bien en ciencia-ficción viejuna y entrañable como la que teoriza y glosa Patrick Moore en su excelente Ciencia y ficción, publicado en Taurus en 1965. El señor Moore, en plena década psicodélica, era también comtiano, o por lo menos encantadoramente ingenuo, y se burlaba así de todos aquellos que se negaban a ver la capacidad del ingenio humano para poderlo todo, veinte años después del artefacto atómico:

En una famosa carta dirigida en 1934 a la Sociedad Interplanetaria Británica, el Subsecretario del Aire decía que, si bien se seguían con interés las investigaciones llevadas a cabo en otros países, «la investigación científica de las posibilidades existentes no ha probado que este método pueda competir con el sistema hélice-motor. En lo que a nosotros respecta, no consideramos justificable, bajo ningún concepto, gastar tiempo o dinero en ello». El tal funcionario, como se ve, era un digno descendiente de los ingleses retratados por Verne. En fecha aún más cercana, en enero de 1956, el doctor Woolley, astrónomo real, decía, con displicencia, que la idea de los vuelos interplanetarios era «una completa estupidez» y «bastante majadera». Viene aquí a cuento el recordar que, solo unos años antes de que Orville Wright efectuase el primer vuelo de la historia, el profesor Newcomb, un eminente astrónomo americano, demostraba de modo irrefutable que el vuelo en un aparato más pesado que el aire era una quimera (pág. 67).

Es cierto: se puede, lo podemos todo, podemos incluso convertir el mundo en inmundo, al modo de la famosa y brillante primera frase que abre el Neuromante de William Gibson, de 1984: «El cielo sobre el puerto tenía el color de una televisión sintonizada en un canal muerto». El afable Moore no lo veía así de oscuro, él contemplaba los horizontes abiertos por la ciencia-ficción (y toda ficción tiene mucho de verosímil, así como toda ciencia contiene ficción) de modo optimista, prometeico y hasta picaresco:

No hace mucho tiempo que un caballero de la industria, en los EEUU, ha estado muy ocupado vendiendo parcelas de terrenos en la Luna, con los correspondientes derechos de caza y pesca, consiguiendo deshacerse de más de cinco mil lotes, de cuatro mil metros cuadrados cada uno, a dólar la pieza. Sin embargo, a duras penas podríamos incluir tales episodios en los límites de la ficción científica, y podemos descartarlos, reflexionando que suelen picar más peces en la Tierra que en la Luna (pág. 159).

La pregunta es si hemos llegado al límite de la ciencia-ficción, si ya la fascinación y el mesianismo de Ultimátum a la Tierra se ha degradado en el nihilismo y obliteración (forclusión, por decirlo con el lenguaje ocultista de Lacan) total de Cosmópolis. Es como si el mundo mismo hubiese doblado la apuesta de la ciencia-ficción y esta se hubiera tragado el farol. Yo estaba más a gusto en el futurismo marca Kirby, todo magma de color, dioses rotos y rayos cósmicos. El pasado del futuro era mucho mejor que este futuro sin pasado, y tiene toda la razón el bueno del señor Moore cuando escribe, ingenuo y tecnófilo como él debía ser, que no es culpa de los científicos que se haga mal uso de sus descubrimientos, pero cada hombre y cada mujer debe compartir la responsabilidad de haber permitido que unas pocas docenas de estadistas profesionales (y empresarios avispados, habría que añadir) puedan atreverse a arriesgar cuanto la raza humana ha levantado (pág. 210). Ya entonces quedaba menos tiempo (ahora que nos hemos enterado que alguna petrolera sabía del cambio climático desde 1985 y que pagó durante décadas para ocultarlo[3]), pero, ¡oh, hermanos míos! parecía estar todo por delante…


1 Prometía lo del dinero canjeado por unidades-rata, o las protestas en la calle en términos de un manifiesto comunista tergiversado, o la recién casada que niega sexo al prota porque es poetisa, pero todo eso la cinta lo olvida por completo.

2 Y no es que yo esté de a favor de ninguna revolución en sentido clásico. Más bien pienso como Chesterton, cuando escribía, entre burlas y veras, que «es posible que la expresión dictadura del proletariado no tenga sentido alguno. Tanto valdría decir; «la omnipotencia de los conductores de autobús». Es evidente que si un conductor fuese omnipotente, no conduciría un autobús”.» Aquí sobre otros de DeLillo.

3 La realidad supera con mucho la imaginación barroca y negra de Don DeLillo y David Cronenberg juntas.

Fuente:

https://lasoga.org/el-pasado-de-la-anticipacion-science-fiction-double-feature/

«Cómo podré vivir sin ti». Historia de una amistad: las cartas entre Hannah Arendt y Hilde Fränkel

Olga Amarís Duarte

La amistad crea un espacio de comunicación en donde dos o más personas se comprometen a la búsqueda conjunta de la verdad. «La verdad sólo se encuentra entre dos» es la premisa de Nietzsche que Hannah Arendt hace suya, eligiendo entre sus amigos a interlocutores idóneos que sepan llegar sin vértigo a la cima de su pensamiento. De ahí que no sea extraño que la mayoría de sus amigos estén vinculados al mundo de la intelectualidad de una u otra manera. Hay un caso, sin embargo, que se sale de la norma por su carácter extraordinario. Y es justo por la absoluta particularidad del acontecimiento que podría denominarse la amistad perfecta de la que habla Aristóteles en donde el amigo es, en efecto, otro «sí mismo».

Hilde Fränkel no es una intelectual a los ojos de Arendt, pese a la obviedad de haber recibido una formación académica filosófica y teológica en la Universidad de Frankfurt, en donde ambas se conocen a principio de los años 30 del siglo XX. Según Arendt, no puede ser una intelectual porque es una «bohemia», queriendo dar a entender un espíritu que danza libre sin las cadenas de un discurso opresor que imprime sus rigores con métodos de adiestramiento. Devolviendo el halago, Fränkel contesta a su amiga: «Me alegro de que tú no seas tan sólo una intelectual».

La gran fortuna de esta amistad tiene como vértice un no-ser-intelectual que pone al descubierto la atracción incomprensible e irracional de dos personalidades. El concepto de philia, antes de pasar a los asuntos humanos, fue utilizado por los primeros filósofos, los físicos, para referirse a las leyes de atracción que rigen la naturaleza. La amistad se entiende como una fuerza natural que une a las personas de forma inevitable en el movimiento arbitrario del cosmos. En las pocas cartas que atestiguan la estrecha relación entre las dos mujeres, Arendt incide en la importancia de haber encontrado gracias a Fränkel una conexión con esa parte más personal, alejada de las disquisiciones racionales y vinculada a su verdadero ser:

No llego a imaginarme cómo podré vivir sin ti. Como si de repente a alguien, nada más haber aprendido a hablar, se le condenase a callar sobre aquello realmente importante por medio de una inconcebible privación.

Los primeros titubeos de esta amistad extraordinaria no se precipitan en Alemania; y es muy probable que, de no haberse dado el derrumbe de la historia humana, ambas mujeres nunca hubieran mostrado el menor interés en conocerse. El viraje de la subjetividad encuentra su exponente más significativo en la autonomía de un ser forzado a encontrar nuevas formas de comunicarse con la realidad que le rodea. Allí, en el acto de regeneración tras la disolución, das Werden im Vergehen de Hölderlin, dos judías llegan a Nueva York en 1941 y deciden, en plena consciencia de su contingencia, emprender el camino público de una amistad que pronto, muy pronto, desembocará en la senda menos transitada de la intimidad.

De la nueva vida en Estados Unidos se sabe que Fränkel trabaja de secretaria de Paul Tillich, teólogo evangélico alemán de la Universidad de Frankfurt, y se convierte en su amante. También se sabe, porque lo desvela Arendt, que Fränkel tiene una fenomenal disposición para el erotismo. Ella misma se denomina «genio de Eros», haciendo alusión a una fantasía especialmente dotada para el juego sexual. Jugando, imaginando, comparte con Tillich una colección pornográfica que Arendt, desde su condición de «vulgar mortal», califica de un aburrido intento por encontrar imposibles «variaciones de lo mismo».

Las escasas cartas conservadas de las dos amigas son la crónica de un viaje a través de las ruinas. El de Arendt atraviesa los deshechos de una Europa convaleciente de 1949 a 1950. En su cargo de directora de la organización para la Reconstrucción Cultural Judía (JCR), tiene el cometido de recuperar el material cultural robado como motín de guerra durante el nacionalsocialismo para traerlo de vuelta, primero a los Estados Unidos y, finalmente, a Israel. El recuerdo sumergido de Alemania vuelve carta a carta, escombro a escombro. Un país nada excitante, «ni una iniciativa, ni un tono nuevo», tan sólo la monótona letanía de un resentimiento que se afana en reproducir el pasado hasta el último detalle para empezar desde el antes como si nada hubiese sucedido.

El periplo de Fränkel se encuentra marcado por un lento cáncer que devora el cuerpo y las ganas de seguir viviendo. En una batalla que no encuentra razones para mantenerse en la lucha, Fränkel se fuerza a mecanografiar la ingente Teología sistemática del amante como único acto de resistencia. Sola, dopada de morfina para acallar el dolor, trabajar hasta en los momentos de mayor languidecimiento de su enfermedad. Dos obsesiones se reflejan en las cartas enviadas a Arendt: terminar la Teología y tener a la amiga de vuelta antes de morir. Cada día de demora supone para Arendt una traición hacia aquella que le pide que regrese antes de la primavera. A modo de disculpa, las cartas de la politóloga empiezan siempre con el mismo saludo, darling, y se despiden con un mantra que va perdiendo su efecto a fuerza de repetición: «Mi más querida, aguanta, enseguida estoy de vuelta». Anuncios Informa sobre este anuncioPrivacidad

Hilde tiene 52 años y va a morir. Arendt es nueve años más joven y está a punto de publicar la obra que le dará reconocimiento, Los orígenes del totalitarismo. El amor es nostalgia de lo que algún día ya no existirá. La excepcionalidad del momento que se agota convierte la amistad en un acontecimiento inigualable, como subraya Arendt:

La felicidad de haberte encontrado es aún más intensa por el hecho de que te estés yendo, porque en ella el dolor está comprendido.

Para Fränkel, por su parte, en esa sensibilidad enardecida del cuerpo hecho pedazos, todo y todos resultan demasiado, también el «oso torpe» de Tillich. Solo la amiga, desde la distancia, sabe darse en su justa medida. En una medida, por otra parte, que no encuentra reemplazo. Nadie es capaz de llegar a la dimensión absoluta de Arendt. Les falta altura:

Hannah, eres la más encantadora del mundo y sabes hacer feliz como nadie. Ayer llegaron tus flores rojas, tan especiales y maravillosas.

No solo rosas, sino prímulas en invierno y frutas olorosas y «estéticas» llegan de parte de la amiga. Arendt es pródiga en esencia y sabe hacerse útil en los tiempos de precariedad. A la amiga de la infancia, Anne Weil, le envía ropa y zapatos nuevos, a su maestro Karl Jaspers, café y viandas que escasean en Europa, y a la mujer de éste, Gertrude Jaspers, aquella blusa que tanto alabó él día que Hannah la llevaba puesta.

En consonancia con los relatos de amistades sublimes, Arendt pierde a su amiga como Michel de Montaigne a su inestimable amigo-hermano, Étienne de La Boétie. Y ninguno de los dos, aunque les preguntasen, acertarían a explicar en qué reside la singularidad de esa amistad incomparable. Arendt, como Montaigne, tan sólo balbucearía: «Porque ella era ella, porque yo era yo».

Pese a la amenaza del inminente abandono, no hay ningún rasgo de zozobra en el intercambio epistolar entre las amigas, sino la manifestación directa del goce de haberse encontrado. La dimensión erótica y espiritual que exhala esta correspondencia trasciende la dualidad que rige las pulsiones de los hombres con las mujeres y de las mujeres entre sí. El eros de la relación entre las amigas se articula en esa libertad que no atiende a lugares comunes ni a patrones de comportamiento. No hay nada preestablecido, sino aquello que ambas van haciendo lícito en el juego amoroso de la amistad. Y lo permitido, en la práctica del amor, es todo lo posible.

Los arrebatos líricos de tan intensa profundidad emocional no son comparables con ninguna otra correspondencia de Arendt, ni siquiera con las cartas a su marido Heinrich Blücher. Una de las manifestaciones más conmovedoras de esta entrega sin fisuras a la personalidad de la amiga se encuentra en las palabras que Fränkel le dedica a Arendt en el Año Nuevo de 1950:

Eres la única persona en mi vida a la que de forma rotunda le digo sí. Siempre falta lo humano o lo espiritual. Tú tienes todo al completo. Lo que me has dado y has sido para mí es algo tan grande.

Arendt le responde en términos muy semejantes, rubricando la gran fortuna de haberse encontrado en uno de esos cruces que traza el exilio:

No puedo llegar a expresarte lo mucho que tengo que agradecerte. No sólo la distensión que procede de la intimidad entre mujeres, nunca antes experimentada por mí de tal manera, sino por el inconfundible gozo de tenerte cerca.

La felicidad de la cercanía se traduce también en la seguridad de haber encontrado una confidente a quien todo puede ser relatado sin temor al reproche o a la incomprensión. Con desprendida naturalidad, Arendt le habla de su último flirteo en el vagón restaurante del tren de París a Wiesbaden y de su enojo por el retraso de cuatro semanas de la carta de Blücher.

Los hombres, esa «pesada maleta sin importancia» que ambas arrastran y sin la cual, en opinión de Arendt, la mayoría de mujeres no podría vivir, es uno de los temas recurrentes de la conversación. Al mal de amores de Fränkel por un amante incapacitado que retrasa sus visitas, se suman las peripecias de Arendt con los hombres de su pasado. Fränkel opina al respecto: «Encuentro encantador que tengas hombres por todas partes del mundo». En una de estas cartas, para amenizar la convalecencia de la amiga, Arendt relata con gran jocosidad la tragicomedia escenificada por Heidegger en Friburgo tras más de diecisiete años de separación.

Ajeno a la burla, la «bestia de la Selva Negra» dedica un poema a la «amiga de la amiga» como disculpa por retener a Arendt a su lado, haciendo la ausencia aún más larga:

Muerte es la cordillera del Ser 
en el poema del mundo. 
Muerte rescata lo tuyo y mío, 
dándolo al peso que cae –
a la altura de una calma, 
puro, hacia la estrella de la tierra. 

En la espera, lo esperado se presenta. El estado súbito de estar-muerto (que no de morirse) llega el 6 de junio de 1950. Dichosa de haber cumplido el último deseo de tener a la amiga a su lado, Fränkel se desprende de la consciencia y, al igual que hiciera el moribundo Sócrates, sube sola la cordillera remota del ya-no-ser. Arendt, el miembro abandonado de la unidad, se refugia en los otros amigos para poder seguir viviendo dentro de una realidad repentinamente despoblada. Y así, en una carta a Jaspers fechada el 25 de junio de 1959, confiesa: «Me resulta difícil volver a acostumbrarme al mundo».

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