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Norbert Bilbeny

Un viaje al origen de la modernidad con Norbert Bilbeny

El filósofo regresa a las librerías con una sugerente meditación acerca de lo que nuestra época tiene de barroco: una clase magistral que permite conocer mejor el presente

Manuel Arias Maldonado

Filósofo moral de largo recorrido que ha cultivado con éxito el ensayo culto, el barcelonés Norbert Bilbeny (1953) regresa a las librerías con una sugerente meditación acerca de lo que nuestra época tiene de barroco. El autor sintetiza los elementos definitorios de lo barroco y procede luego a buscar su huella en la sociedad contemporánea.

Moral barroca

Norbert Bilbeny

A su juicio, estaríamos en un “nuevo tiempo barroco”; o en un tiempo donde lo barroco regresa. Salta a la vista que estamos ante una jugada arriesgada, pero ahí reside su atractivo: en proponer una mirada original sobre nuestro tiempo a partir del riguroso conocimiento del pasado y la sagaz observación de sus reverberaciones culturales en el presente.

Bilbeny empieza por caracterizar al Barroco histórico y acierta cuando atribuye una honda significación cultural al que acaso sea el primero de los siglos modernos; contemplarlo desde el punto de vista de una modernidad –la nuestra– que parece haber perdido sus ilusiones reviste por ello especial interés. El autor considera el barroco como una forma de hacer y de pensar que se caracteriza por la unidad de los contrarios, hasta el punto de exaltar al mismo tiempo “la opulencia de la vida y el sentimiento de la nada”.

Pero es también el momento en el que se afirma por primera vez que a los individuos los mueven sus emociones, mientras que las sociedades están condicionadas por sus percepciones y prejuicios: en el Barroco comienza la lenta erosión del ideal clásico. Todo ello en el marco de un contexto socioeconómico que se caracteriza por el impulso contrarreformista, la afirmación de la monarquía católica y el comienzo del declive geopolítico.

Para Bilbeny, el propósito de la cultura barroca española sería el reforzamiento de las viejas autoridades a la vista de su gradual debilitamiento. Para ello, el Barroco recurre a la emoción ritualizada: la oratoria, el teatro, la corte. Y, naturalmente, la pintura.

El autor considera el barroco como una forma de hacer y de pensar que se caracteriza por la unidad de los contrarios

En el interior de esa cultura, el individuo experimenta un primer desengaño a causa de la conciencia de pérdida y al horror existencial que produce una muerte que la Iglesia católica ya no gestiona en régimen de monopolio. Tal como señala Bilbeny, el sujeto del barroco histórico se mueve entre lo viejo (la ley natural) y lo nuevo (la autonomía del yo moderno), sufriendo así un desconcierto del que se refugia en la ilusión: el mundo se concibe como una representación y de ahí que el teatro sea la forma artística definitoria del barroco.

¿Y qué hay de barroco en nuestro tiempo? Bilbeny ofrece una larga lista de rasgos comunes: escasez de oportunidades, desigualdad social, desencantamiento del mundo, vision pesimista de la naturaleza, importancia de la imagen pública del individuo, narcisismo, postureo, la realidad como ficción y la ficción como realidad, confusión entre verdad y engaño.

Menos convincente resulta hablar de las “ortodoxias imperiales” del consumo y la opinión en el siglo XXI o comparar la rivalidad entre España y Francia del XVII con el enfrentamiento que hoy protagonizan China y Occidente.

Estemos o no en una nueva edad barroca, hay algo barroco en nosotros: se manifiesta en la “vana vanidad digital” de las redes sociales, en la cultura de la honorabilidad del puritanismo woke y en la “nueva vigencia del modo teatralizado de conducta”. Pero ni siquiera quien rechace la premisa mayor del libro encontrará razones para aburrirse: escrito con elegancia aforística, este libro notable es una clase magistral sobre el Barroco español y una invitación a conocer mejor –como por refracción– la sociedad en que nos ha tocado vivir.

Fuente: https://www.elespanol.com/el-cultural/letras/20230306/viaje-origen-modernidad-norbert-bilbeny/744925624_0.html

La cortesía del filósofo

La filosofía no recobrará la salud hasta que recupere el sentido de la cortesía e incremente su ambición. No es posible vivir sin ninguna certeza

Rafael Narbona

La filosofía está de moda, pero eso no significa que goce de buena salud. Proliferan las obras de divulgación que acercan el pensamiento de los grandes filósofos a un público no especializado. A veces con gran rigor y transparencia, como es el caso de la Historia de la Filosofía de A. C. Grayling. Sin embargo, ya no hay filósofos de la envergadura de Heidegger, Sartre, Ortega y Gasset, Gadamer o Henri Bergson. ¿Cómo se explica esta paradoja? Desde la posmodernidad, un fenómeno que comienza en los setenta y se agudiza en los ochenta con la caída del Muro de Berlín, se ha desdeñado la posibilidad de elaborar teorías ambiciosas.

Ya nadie se plantea tejer un sistema que ofrezca respuestas a las grandes preguntas de la metafísica, la epistemología, la ética, la política o la antropología. El pensamiento débil vino a decir que las preguntas debían quedar abiertas. Postular valores universales constituía una ingenuidad, pues nada era definitivo ni sagrado. La época de los grandes relatos había acabado. Ya solo podíamos albergar dudas, sabiendo que cualquier certeza era provisional y relativa. La Ilustración había liquidado los dogmas, un paso necesario y altamente liberador, pero la Posmodernidad considera que había que llegar más lejos, descartando la noción de verdad.

Ya solo cabía deconstruir los viejos conceptos o esencias, mostrando su carácter falaz. Ese proceso abocaba a una nueva forma de leer los textos clásicos. Las palabras ya no pueden reducirse a una interpretación referencial y unidimensional. Su naturaleza no es denotativa, sino polisémica. Leer implica generar una red infinita, una constelación inacabable de diseminaciones, que fructifican en forma de nuevas lecturas, donde lo esencial no es la comunicación, sino la autonomía del signo, cuya singularidad consiste en afirmarse y negarse simultáneamente.

El nihilismo de la Posmodernidad promovió un estéril academicismo. La elaboración de nuevas teorías e interpretaciones pasó a segundo plano, cediendo el protagonismo a tediosos ejercicios hermenéuticos salpicados de tecnicismos. Las notas a pie de página crecieron hasta la insensatez, desplazando al texto, que quedó reducido a un tenue hilo cuyo sentido último era enlazar una cita tras otra. La filosofía se convirtió en un juego, pero un juego fatuo y algo grotesco.

Omitiré nombres, pero no he olvidado la jerigonza de algunos de mis profesores de filosofía de la Complutense de Madrid cuando yo cursaba la carrera. Al hablar, rozaban el éxtasis. Parecía que sus ojos iban a ponerse en blanco y que sus gestos desembocarían en convulsiones semejantes a las que acontecían en las fiestas dionisíacas. Muchos alumnos los imitaban, reproduciendo una verborrea que solo producía estupor en los estudiantes de otras facultades.

Ya no hay filósofos de la envergadura de Heidegger, Sartre, Ortega y Gasset, Gadamer o Henri Bergson

Cuarenta años después, las cosas no han cambiado demasiado. La mayoría de los profesores y alumnos continúan despreciando a los filósofos que han cultivado la claridad, como Bertrand Russell, Ortega y Gasset o Voltaire. Parecen olvidar que Platón, el primer gran filósofo de la Antigüedad, desarrolló un estilo elegante, claro y fluido. La Apología de Sócrates, el Banquete o el Fedón son bellísimos textos literarios, donde las ideas conviven con las metáforas y los mitos. Es inevitable conmoverse al leer las páginas dedicadas a la muerte de Sócrates o al seguir los razonamientos de Diotima sobre el amor.

Platón está a medio camino entre la literatura y la filosofía. No es un caso aislado en su época. Aristóteles también fue un gran literato. Según Cicerón, sus diálogos eran un «río de oro», pero desgraciadamente se han perdido. Solo conservamos algunos ensayos, como sus tratados sobre moral o política, y las notas que preparaba para impartir clases en el Liceo, a partir de las cuales se publicó su Física y su Metafísica.

El pensamiento débil vino a decir que las preguntas debían quedar abiertas. Postular valores universales constituía una ingenuidad

El Aristóteles que conocemos, árido y frío, no es el Aristóteles real, lírico y, probablemente, apasionado. Los filósofos latinos —Boecio, Séneca, Marco Aurelio— tampoco descuidaron el estilo. Su prosa es austera, pero no áspera o hermética. Gracias a su sencillez y transparencia, siguen cosechando lectores. Sus enseñanzas han superado la barrera del tiempo, aportando alternativas a los que se debaten con la perplejidad, la angustia o el desaliento.

Si viajamos a la Edad Media, nos topamos con San Agustín, cuyas Confesiones poseen una indudable belleza literaria. Su prosa, vibrante, sincera y profundamente introspectiva, alumbra un género desconocido en la Antigüedad, pues hasta entonces las autobiografías excluían cualquier forma de debilidad o imperfección. La escolástica se alejará de la claridad y la belleza, alegando que solo le interesa el rigor. Habrá que esperar al Renacimiento para que surjan nuevas plumas filosóficas con voluntad de estilo, como las de Pico della Mirandola, Erasmo de Rotterdam o el gran Montaigne. Durante la Edad Moderna, Descartes y Spinoza imitarán el tono gélido e impersonal de la escolástica.

La mayoría de los profesores y alumnos continúan despreciando a los filósofos que han cultivado la claridad

Sin embargo, Pascal desplegará una prosa deslumbrante para expresar sus inquietudes existenciales. Al llegar el Siglo de las Luces, la filosofía y la literatura se confundirán. Voltaire y Diderot demostrarán que pensar no implica cerrar las puertas a lo plástico y creativo. Ya en el XIX, grandes espíritus como Kierkegaard, Schopenhauer o Nietzsche continuarán con ese talante, evidenciando que el pensamiento, la nitidez y la belleza pueden convivir sin estorbarse. No esta de más señalar que los tres sufrieron el desprecio de las academias y universidades de su tiempo.

El siglo XX contó filósofos con un gran estilo literario: Bergson, Ortega y Gasset, María Zambrano, Albert Camus, Sartre, Cioran. El academicismo ha sepultado esa forma de pensamiento. Curiosamente, el tono pedante y erudito prosperó con la irreverente Posmodernidad. No menosprecio las aportaciones de Gianni Vattimo, al que aprecio como filósofo, pero sí las de sus imitadores y las de los que aún mantienen las brasas del posestructuralismo, verdaderos adalides de la solemnidad más indigesta.

El Aristóteles que conocemos, árido y frío, no es el Aristóteles real, lírico y, probablemente, apasionado

La filosofía no recobrará la salud hasta que recupere el sentido de la cortesía e incremente su ambición, intentando proporcionar respuestas convincentes a los grandes enigmas de la existencia. Detesto los dogmas, pero sí creo que son necesarias las convicciones. No es posible vivir sin ninguna certeza. El pensamiento débil no es pensamiento, sino claudicación. Enredarse en filigranas hermenéuticas tampoco es una alternativa. No creo que a Hegel, Kant o Platón les hubiera agradado saber que la filosofía había quedado reducida a la interpretación de sus textos.

La búsqueda de sentido, como advirtió Viktor Frankl, es la pulsión más intensa de nuestra especie. La misión de la filosofía es acompañar al ser humano en esa tarea. Eludir ese reto solo ahondará la crisis que ya sufre la disciplina. Si no surgen voces que trabajen en esa dirección, el saber filosófico quedará reducido a arqueología. Sócrates volverá a morir, pero la causa ya no será la cicuta, sino la afectada retórica de los que identifican el pensamiento con las notas a pie de página y las prolijas bibliografías.

Fuente: https://www.elespanol.com/el-cultural/blogs/entreclasicos/20230307/cortesia-filosofo/746545346_12.html

Steven Pinker y Peter Singer

Steven Pinker y Peter Singer, galardonados con el Premio Fronteras del Conocimiento 2023

Los pensadores, dos de los más influyentes del mundo, son reconocidos con este premio en la categoría de Humanidades y Ciencias Sociales

El Premio Fundación BBVA Fronteras del Conocimiento en Humanidades y Ciencias Sociales ha sido concedido a Steven Pinker (Universidad de Harvard) y Peter Singer (Universidad de Princeton) por haber realizado innovadoras contribuciones académicas en el ámbito de la racionalidad y en el dominio de lo moral, respectivamente, que han logrado un «amplio impacto en la esfera pública».

En el caso de Steven Pinker, el jurado de Fundación BBVA señala que ha compaginado logros muy destacados en psicología cognitiva evolucionista con análisis sumamente perspicaces de las condiciones del progreso humano. Su visión de este progreso ofrece una perspectiva optimista anclada en la razón, la ciencia y el humanismo. Además, BBVA resalta que Pinker ha tenido una gran influencia en la cultura y el espacio público con su defensa de la racionalidad y una visión optimista de la Historia en la que reivindica, apoyándose en herramientas formales de las matemáticas, la estadística y la lógica, la capacidad humana para afrontar retos con la palanca del conocimiento

Peter Singer
Peter Singer Fundación BBVA

Sobre Peter Singer, el acta destaca que es uno de los filósofos morales aplicados más influyentes de la actualidad porque marcó un punto de inflexión al extender y fundamentar la ética aplicándola al dominio de los animales, con notables consecuencias para la legislación internacional sobre el bienestar animal y el progreso moral.

«A ambos pensadores les une la profundidad, la brillantez, el empleo de la racionalidad y el avance de un progreso moral que han sabido destacar en sus libros y han extendido a toda la sociedad», ha asegurado la presidenta del jurado, Carmen Iglesias, catedrática de Historia de las Ideas y Formas Políticas de la Universidad Complutense de Madrid, directora de la Real Academia de la Historia y académica de número de la Real Academia Española.

Por su parte, José Manuel Sánchez Ron, catedrático emérito de Historia de la Ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid y académico de número de la Real Academia Española, que ha actuado como secretario del jurado, ha señalado: “Son dos pensadores muy distinguidos que al mismo tiempo que han contribuido al ámbito académico, se han caracterizado por mirar a aquello que pueda servir para la mejora de la sociedad; en el caso de Singer, centrado en la consideración ética de los animales, entendiéndolos como unos seres con los que los humanos compartimos mucho, y en el caso de Pinker, combinando una serie de disciplinas, desde la psicología al pensamiento evolucionista, pero de nuevo también pensando en el progreso de la humanidad”.

Fuente: https://www.larazon.es/sociedad/steven-pinker-peter-singer-galardonados-premio-fronteras-conocimiento-2023_202303096409da6396c07c0001767bb1.html

Un manifiesto que se enfrenta al mundo moderno

Con Escolios a un texto implícito, Nicolás Gómez Dávila ofreció al público una obra concebida con paciencia y precisión, en la que se enfrentaba al mundo moderno: capitalismo, comunismo, industrialización, secularización, sentido de la historia… Sirviéndose de disciplinas como la historia o la literatura, los textos que contiene esta obra son considerados por muchos algunos de los más originales del siglo XX.

Por Alfredo Abad

Los dos primeros volúmenes de Escolios a un texto implícito vieron la luz en 1977, cuando su autor, después de un amplio silencio, podía ver publicados los dos primeros tomos de su obra magna. En efecto, desde la aparición de su primer libro, Notas, en 1954, y concretamente, Textos I, en 1959, transcurrieron casi dos décadas sin que el desconocido pensador de Bogotá llegase a publicar una línea1. Sin embargo, lo que se gestó durante ese periodo fue la consolidación de una de las más depuradas obras fragmentarias del pasado siglo. Ya en plena madurez estilística y filosófica, el autor de 64 años entregaba al público la crítica más denodada frente al mundo moderno.

Filosofía & co. - 38 davila Portada para Prensa Escolios
Escolios a un texto implícito, de Nicolás Gómez Dávila (Atalanta).

Los Escolios a un texto implícito, título por demás enigmático y del cual no sobran interpretaciones, fueron concebidos con paciencia, con suma cautela y precisión. Aquí la madurez «gomezdaviliana» se concreta con una expresión estilística y un pensamiento bastante particular que derivan de un trabajo cuidadoso al cual el autor consagró su vida. Con esta afirmación no se intenta resaltar una condición que bien puede sonar exagerada. Al estimar que Nicolás Gómez Dávila involucra la vida misma en la escritura de su obra deben precisarse los alcances de esta consideración.

Es claro que el autor tuvo un compromiso supremamente arraigado con el ejercicio escritural, aspecto que se plasma desde sus primeros textos juveniles, algunos de los cuales se reproducen en Notas, concretando así esta actividad dentro de un proceso insoslayable. Es muy importante resaltar esta particularidad en la medida de destacar en ella el compromiso estético y práctico que allí se gesta. En efecto, la vida «gomezdaviliana» se desarrolla a la par de este manifiesto. De esta manera es imprescindible leer al autor sin dejar de destacar el hecho de que su obra no está de ninguna manera desconectada de su vivir, de su contexto inmediato.

La aparición de los Escolios explicita una muy fuerte marginalidad en el sentido del carácter extemporáneo que los envuelve. Y es que, en efecto, la obra da al traste con el pensamiento, las formas, los gustos, las pautas de escritura y el entorno que envolvía al escritor. Sin embargo, excluido él mismo de estos contextos y modelos, los Escolios son un manifiesto que se enfrenta al mundo moderno, al siglo XX, de una manera bastante contundente y precisa. Por eso, al asumir que el autor se aleja, se margina de su entorno, hay que especificar que en ello se establece ante todo un enfrentamiento.

Gómez Dávila fustiga lo que lo rodea, no de una manera abstracta; sus críticas nacen en contacto pleno con el mundo, con la experiencia vivida. Sus fragmentos contrastan el capitalismo, el comunismo, la industrialización, la pedagogía, la secularización (paralela al carácter desacralizado del mundo, la muerte de Dios y del arte), el sentido de la historia; todo esto aunado a una gran cantidad de apreciaciones que nacen de la experiencia íntima, de su muy instaurada conexión con la cotidianidad. Desde esta condición, Gómez Dávila escribe una de las obras más originales del pasado siglo.

Original en el sentido mismo de su carácter sui generis, pues es justo recordar que el autor se considera arraigado en una tradición, la reaccionaria, que nada nuevo tiene para declarar, sino simplemente constatar y afianzar su compromiso con la lucidez. Ciertos tópicos son reconocibles al adentrarse en la lectura de este pensador a veces inclasificable. Algunos de ellos dan cuenta de los temas que se acaban de señalar, precisando, claro está, el hecho de que estas perspectivas se convierten en rutas que pueden servir de guía dentro del cúmulo de fragmentos, mas no en orientaciones definitivas para un autor que ante todo siempre conserva una alta posibilidad de asombro.

La aparición de los Escolios explicita una muy fuerte marginalidad en el sentido del carácter extemporáneo que los envuelve, son un manifiesto que se enfrenta al mundo moderno, al siglo XX, de una manera bastante contundente y precisa

Filosofía y literatura

La relación entre filosofía y literatura es un campo fértil dentro del entramado de los Escolios «gomezdavilianos». Lo es porque no solo es una preocupación que él mismo aborda, sino porque en su escritura esta conjugación se ofrece de manera explícita. Forma y contenido se manejan pues desde ambas especificidades. Gómez Dávila se preocupa por el tema y, además, lo desenvuelve a través de su estilo mismo. Esta capacidad para destacar la reciprocidad o mejor, la unidad, entre el carácter estético y su materialización en un pensamiento permite poner en evidencia un rasgo altamente significativo de la configuración que el pensador despliega, y de acuerdo a la cual la relación filosofía-literatura no es un asunto menor o baladí.

La relevancia de la orientación estética se plasma en las alusiones que comprometen el valor de una escritura depurada. «La filosofía se vuelve más sensata cuanto más se aproxima a la literatura. La prosa limpia es el escollo de la especulación extravagante». No es una novedad este escolio si se corroboran los énfasis en torno al compromiso «gomezdaviliano» de pulir, casi esculpir las frases. Este ejercicio puede corroborarse al cotejar los Escolios que fueron publicados con los que fueron mecanografiados por él mismo y obsequiados en distintas oportunidades a algunos amigos previamente a su publicación2.

El estilo requiere pues de un trabajo arduo, y compromete el oficio escritural, que ante todo reivindica la claridad del pensamiento al contrastarla con la extravagancia estilística que caracteriza buena parte de la filosofía contemporánea. Esta exigencia es, además, un compromiso vital, pues forma y contenido no son nunca para Gómez Dávila dos aspectos que puedan asumirse cada uno aparte.

Por el contrario, el trabajo de depuración estilística, la búsqueda de una concisión precisa, el hallazgo de una contundente expresión, concuerdan con la motivación por expresar un dominio que logre unificarlos con un contenido. Por eso puede decir: «Forma y fondo son una sola cosa, pero no nacen como una sola. En su fusión perfecta culmina un largo proceso laborioso». Sin embargo, no es solamente en el atributo que logra unificar el aspecto estético con el contenido contundente de su pensamiento en donde pueda rastrearse el fuerte vínculo que constituye la relación entre filosofía y literatura.

En efecto, la proximidad es más estrecha, va más allá de la comparación o de la necesidad de hacer explícitas las semejanzas entre una y otra. Lo que se precisa en el pensamiento «gomezdaviliano» al respecto es el hecho de que la literatura permite revelar un tipo de esclarecimiento particular, una inteligencia que solo ella puede entregar. Dos escolios lo confirman de manera muy precisa: «La literatura es la más sutil, y quizá la única exacta, de las filosofías»; igualmente este: «La inteligencia literaria es la capacidad de pensar lo concreto».

Como buen lector, sin desdeñar la capacidad que la literatura brinda para la comprensión del mundo, se permite apreciar y valorar la posibilidad que ella confiere al identificar con precisión aspectos sutiles, contextuales, de la realidad humana. Su exactitud radica en la pertinencia de sus juicios, pues sus abordajes determinan una connotación que solo puede brindar aquello que se margina del universalismo derivado de las concepciones generales.

La literatura piensa, pues, lo concreto; y lo hace generalmente desde un marco eximido de la necesidad de establecer una regularidad, un patrón. Además, entonces de asumir que la filosofía es un género literario, Gómez Dávila señala también el carácter filosófico propio de la literatura. Esta filosofa a su manera, de ella se extrae una comprensión en donde el terreno de la exactitud no se ve lacerado por la vacuidad abstracta de las generalidades. Integrado a estas reflexiones, no pasa desapercibido el hecho de que Gómez Dávila inmiscuya una reflexión implícita sobre el lenguaje, y específicamente sobre la facultad retórica del mismo.

Justo a partir de esta sospecha logra concretarse de una manera más arraigada el sentido de una constitución literaria de la filosofía. Y es justamente eso, una sospecha. No se trata de encontrar una consideración definitiva o contundente al respecto. Así lo revela cuando consigna: «Muchos son los argumentos que nos mueven a risa porque apelan altivamente a la lógica, cuando quizá nos inquietarían si comparecieran humildemente como retórica». La puesta en escena de una duda como la que sugiere este escolio identifica gran parte del talante de este pensador.

Al filosofar de esta manera confronta la comodidad a la que suele habituarse quien vive entre certezas, y sobre todo, las que ofrece la seguridad ofrecida por la contundencia de todo dogmatismo. Probablemente nos circunda de manera más amplia la retórica que la lógica, y sea la primera el fundamento de nuestras reflexiones. De esta manera logra plasmar una vez más la importancia del carácter formal, las implicaciones que tiene el estilo y su relación indistinguible con el contenido, aludiendo al hecho de que la retórica constituye y cimienta una nada despreciable manifestación de nuestras argumentaciones.

Quizá por eso pueda sentenciar con su muy acostumbrado humor, pero también con certera crítica: «La filosofía es la parte de la retórica donde orador y auditorio se confunden en una sola persona. Filósofo es el que no adopta sino los argumentos con que se convenció a sí mismo». Justamente desde este tipo de consideraciones Gómez Dávila realza su papel como filósofo, agente crítico y desmitificador, aspecto que vale la pena destacar y precisar desde asuntos en los que inmiscuye ciertas alusiones de lo que bien puede catalogarse como filosofía de la sospecha.

«La filosofía se vuelve más sensata cuanto más se aproxima a la literatura. La prosa limpia es el escollo de la especulación extravagante»

Nicolás Gómez Dávila
Brevario de Escolios, de Nicolás Gómez Dávila (Editorial Atalanta).

Gómez Dávila, «filósofo de la sospecha»

De un espíritu escéptico, de una obra de estirpe moralista, de alguien que recomienda mirar con malicia, pueden extraerse no pocas apreciaciones en las que está de por medio una consideración crítica en torno a la racionalidad, los valores ilustrados y en general, los alcances del hombre. Esta característica, desde la cual más que afirmar se intenta poner en tela de juicio muchos de los proyectos que legitiman y afianzan la modernidad, es frecuente en el pensador colombiano. Por eso la actitud de sospecha, de inquisitivo examen ante muchos de nuestros afianzamientos.

Gran parte de los fragmentos que dan cuenta de la desconfianza «gomezdaviliana» se centran en torno a la discrepancia para con los atributos de la razón, aspecto que logra desplegarse en la manera como se increpa la posibilidad de encontrar un dominio esclarecedor y legítimo en ella. «El modelo contemporáneo de bobo se caracteriza por el apasionamiento con que se proclama libre de prejuicios». Agudo discernimiento que recuerda en gran medida la experiencia hermenéutica del círculo de interpretación.

En efecto, este escolio da cuenta de la imposibilidad de extraerse de los cimientos que fundan todo juicio, y corrobora la imprecisión del prejuicio más frecuente: creer estar al margen de cualquiera de ellos. Por supuesto, el énfasis del autor no radica en este caso en hacer explícita la imposibilidad de extraerse de todo juicio previo, sino en ridiculizar la visión de quien así lo crea.

Y no serán pocos, si atendemos a la muy amplia lista de quienes llegan a considerarse agentes y exponentes de la clara razón. Sin embargo, la lucidez del autor va más allá, pues la confianza en esta última está definida por él a partir de lo que la contradice: «Nunca hubo conflicto entre razón y fe, sino entre dos fes». Semejante ataque a los presupuestos del racionalismo, especificado en la reducción de la racionalidad a una fe que tiene entre otras cosas su clímax en la modernidad, corrobora el talante de quien ve en ella y específicamente en el ideal demócrata una opción religiosa3.

Al configurar la razón no como lo opuesto a la fe, sino como un ámbito paralelo en el que se cree, con las mismas características de una religiosidad que ve en ella la única esfera que legitima nuestras opciones de interpretación del mundo, Gómez Dávila contrasta la muy acogida legitimidad de la razón y sus prerrogativas.  

Que la razón deje de tener ese hálito de supremacía en el andamiaje de la interpretación del mundo es por supuesto una explícita expresión de la gran sospecha que se instituye en la obra «gomezdaviliana». «Temblemos si nos dan la razón. Hemos coincidido con los prejuicios del auditorio». Así, se contradice la ingenuidad racionalista de posicionarse más allá de cualquier prejuicio para establecer un canon ideal de la razón. Tener razón es coincidir con los prejuicios del prójimo.

En muy buena medida, los Escolios exigen cuestionar muchas de las valoraciones que pueden asumirse válidas por la mentalidad imperante. El cuestionamiento, la puesta en suspenso de ciertas consideraciones, el proceso de percepción crítica de la cultura y tópicos reinantes, hacen parte de las consignas de este escéptico contemporáneo en quien se puede cifrar el paradigma de execración del pensamiento moderno. Marginado de los condicionamientos y modelos expresados y luego exigidos por la mentalidad iluminista de la modernidad, Gómez Dávila representa fielmente la actitud filosófica que niega, subvierte, increpa.

Y, por supuesto, advierte sobre la pretensión humanista de consolidar una autonomía que el colombiano contrasta rotundamente. «La ética que pierde su dureza heteronómica acaba en onanismo sentimental». Kant y Nietzsche hipotéticamente impugnados en un mismo fragmento. El primero, a partir de su inmersión en una autonomía moral de ascendencia pietista; el segundo, a través de su pretensión de consolidar una legislación propia que termina para Gómez Dávila en un sentimentalismo banal. Pero ¿qué sustenta esta perspectiva? ¿Qué motiva este rechazo y esta afirmación del carácter heteronómico que circunda la existencia y por ende la praxis humana?

Indefectiblemente, la conciencia de un sentido que sobrepasa la permanencia del hombre. «El hombre moderno se encarceló en su autonomía, sordo al misterioso rumor de oleaje que golpea contra nuestra soledad». El rechazo a la autonomía del hombre no deriva de una simple negación de los presupuestos que la modernidad ha legado. En el anterior escolio, como derivación de la vida contemplativa que tanto merece la atención de Gómez Dávila y que no pocas veces comenta, es palpable el sentido de inquietud metafísica que respalda su crítica a partir de la inmersión del hombre en un universo inexplicable desde el racionalismo.

Marginado de los condicionamientos y modelos expresados y luego exigidos por la mentalidad iluminista de la modernidad, Gómez Dávila representa fielmente la actitud filosófica que niega, subvierte, increpa

La consideración trágica de la condición humana

Centrado en un sentido inmanente, individual, explicable y autónomo, el hombre moderno da la espalda al misterio del mundo, al amplio espectro de su incertidumbre. La impugnación pues de la autonomía, de la divinización del hombre, está precisada a partir de la asimilación del hombre dentro de una consideración trágica que da al traste con las orientaciones teleológicas que la modernidad lega. Por eso puede afirmar: «Razón, Progreso, Justicia, son las tres virtudes teologales del tonto». Y lo cree así porque, en efecto, Gómez Dávila postula una idea enteramente trágica de la experiencia humana.

Vana sería la tarea de explicitar ciertos asuntos «gomezdavilianos» si se excluyera la representatividad que tiene dentro de sus asertos el carácter dependiente, heterónomo, trágico, en fin, de la vida y posibilidades del hombre. El griego antiguo, al considerar su posición ante la divinidad, se reconoce como inmerso en la αναγκή (necesidad), ese carácter envolvente del destino que contrasta su libertad. No se niega esta última, pero, por supuesto, logra involucrar los límites que condicionan su desenvolvimiento. De igual manera, Gómez Dávila no está tan lejos de establecer una comprensión del puesto del hombre en la historia desde estos mismos parámetros.

«El griego estima que solo se hallan en situación trágica ciertos individuos, o ciertas familias que subleva privativamente un acto inicial de soberbia. El cristianismo enseña, en contra, que la condición humana es, universalmente y en sí, una situación trágica. El cristianismo es interpretación de la condición del hombre mediante las categorías de la tragedia griega».

Valdría la pena apreciar con mayor detenimiento la idiosincrasia «gomezdaviliana» con respecto al cristianismo y a su conexión con el pensamiento griego y en general con el ámbito trágico; no siendo el caso en este momento es imprescindible destacar al menos el hecho de que su aprehensión de lo que define al hombre pasa por la ineludible manifestación de una contradicción, de una serie de situaciones conflictivas que conforman la nada lineal realidad humana.

Si bien varios escolios aluden a la explicitación de esta relación estrecha entre el destino del hombre y lo expuesto en la tragedia griega, es en el aspecto de la impredecible constitución de nuestra existencia, en lo inexplicable que la rodea, en el ámbito oscuro que configura la imagen del mundo, en donde Gómez Dávila acentúa el proceso que instituye los límites que nos envuelven.

En el enigma del mundo, en los énfasis sobre la imagen poco clara en que nos desenvolvemos, en el carácter incierto y restringido de nuestras propias posibilidades, este escoliasta reconoce la condición humana, ligada a la imagen que expresa cuando afirma: «Tragedia griega o dogma cristiano son meditaciones de adulto sobre el destino del hombre, frente al sentimentalismo adolescente de la filosofía moderna».

De nuevo nos topamos con dos concepciones antagónicas que ocupan las preocupaciones «gomezdavilianas». Ese sentimentalismo que caracteriza, según el autor, la percepción moderna sobre el destino humano impregna las concepciones de la modernidad afianzadas en la acentuación de la libertad como ejercicio pleno de las posibilidades del hombre. Más que reclamante, el hombre para Gómez Dávila aparece como mendigo.

Se trata, pues, de una apreciación antropológica de dependencia que el hombre moderno sustituye a través de su propia divinización. Una antropología que representa un sentido de subordinación y acatamiento no solamente frente a Dios, sino ante la percepción de la dependencia explícita que recae sobre el hombre dentro de las márgenes que le son impuestas. También en este mismo contexto, la situación del hombre frente al misterio, al abismo insondable que se despliega ante él como derrotero incierto.

El rechazo «gomezdaviliano» de la modernidad se centra fundamentalmente en las anteriores líneas. Es la imagen del hombre incapaz de reconocer su condición trágica la que constituye el objeto de esta animadversión, y por ello se sitúa en el contexto de una apreciación antigua en la que el hombre se siente condicionado y no condicionante de su realidad.

En esta concepción, la idea del hombre emancipado de sus condicionamientos se torna una quimera que solo puede desvelarse a través de un contacto descarnado con la historia. «El hombre moderno lleva adelante su noviazgo con una fábula, mientras lo casan con la historia». El anterior escolio ofrece una muy acertada explicitación de la idea que conecta la consideración trágica, ausente del ideario moderno, con la experiencia que la historia brinda en términos de su impredecible, laberíntica e insondable transitoriedad.

Como lector asiduo de textos históricos, Gómez Dávila no solo ofrece en sus Escolios una comprensión amplia y minuciosa de los mismos, sino una interpretación fundamental de lo que representa la historia

Historicidad: cómo contradecir un sentido de la historia

Como lector asiduo de textos históricos, Gómez Dávila no solo ofrece en sus Escolios una comprensión amplia y minuciosa de los mismos, sino una interpretación fundamental de lo que representa la historia, su sentido, su sistematicidad (en este caso negadas), su condición constituida desde una historicidad marginada de cualquier cohesión racional y teleológica que la determine (historicismo). De igual manera, aparecen algunas consideraciones en torno a la historiografía, referidas a los procesos subjetivos, a los intereses, a los manejos que acontecen dentro del oficio del historiador.

Derivable entonces del apartado anterior, la imagen que Gómez Dávila ofrece de la historia está conectada totalmente con una apreciación trágica de la misma. Ajeno a cualquier concepción teleológica, el pensamiento del autor se inserta por el contrario en una visión de la historia en la que solo es considerable su desenvolvimiento, no su sentido. Es interesante esta apreciación en la medida de estar sujeta al condicionamiento ideológico que Gómez Dávila expresa con respecto al cristianismo. Interesante, porque la negación del sentido de la historia desde la comprensión de la propia linealidad histórica que tiene en la encarnación su punto de referencia y fundamento, es a veces o malinterpretada o se torna un tanto oscura.

Varios escolios dan cuenta de este problema y lo asumen de manera clara y precisa. Al identificar la encarnación como aspecto central del desenvolvimiento histórico —«La historia, para el cristiano, no tiene rumbo, sino centro»—, se estipulan dos condiciones dentro de la precisión «gomezdaviliana». En primer lugar, se identifica el hecho central en la figura de Cristo, aspecto que fundamentalmente sostiene la visión que el autor establece con respecto al carácter fortuito del desenvolvimiento histórico. En efecto, la transitoriedad, el movimiento, los accidentes, las referencias concretas circunscritas al devenir están marginadas de un proceso definido, dirigido a partir de leyes que rijan desde un sentido unívoco.

«Si la historia tuviera sentido, la encarnación sobraría», y justamente porque desde este presupuesto (la encarnación) se condiciona la visión del proceso histórico a partir de la negación de una línea definible que lo cohesione. En efecto, la puesta en escena de un presupuesto tal exime o hace inviables las condiciones de un proceso atado a factores como los que promulga cualquier teoría que haga del devenir histórico una fuente de racionalidad y coherencia, pues, si las tuviese, el presupuesto referido no tendría por qué ser necesario.

Completamente ajeno a la promulgación de leyes que rijan sobre la historia, el pensamiento «gomezdaviliano» aprecia el desarrollo a partir de su propia manifestación empírica, no a partir de una conceptualización coherente de lo que pueda ser asimilado como historicidad y mucho menos un historicismo. Ninguna sustancialidad se mueve bajo el terreno histórico, tal es el dictamen al cual llegan las pautas que dejan revelar los escolios referidos a este ámbito. «La historicidad no es evolución, ni dialéctica, ni progreso. Ni germen que crece, ni aproximación a una meta. La historicidad no es definible. Meramente ejemplarizable».

No es definible porque ninguna cohesión o carácter sustancial permea su movimiento, solo ejemplarizable porque en el desenvolvimiento histórico da cuenta de la multiplicidad de fenómenos, hechos o acontecimientos que pueden mostrarse mas no comprenderse desde un foco de interpretación universalista y omnicomprensivo. Que esta visión de la historia esté plenamente enraizada en la naturaleza trágica, en el carácter ininteligible del movimiento en el que nos desenvolvemos, es algo que queda plenamente clarificado al dimensionar la específica improcedencia de precisar causas que esclarezcan la aparición de lo acontecido y mucho menos de lo que esté por acontecer.

Gómez Dávila ofrece así un minucioso discernimiento en torno a las posibilidades de una hermenéutica histórica, puesto que conlleva a hacer manifiesta la improcedencia de ubicar las causas de cualquier suceso. En otras palabras, Gómez Dávila cuestiona la posibilidad de una genealogía constitutivamente asertiva. Marginado de la posibilidad de establecer una lógica, una razón, un orden, un progreso, una linealidad definida, entonces los marcos de la propia historiografía se ven sacudidos.

De una interpretación como esta deriva entonces la posibilidad de establecer un principio historiográfico, que cuestione la búsqueda de una clarificación de las causas que en este caso se asimilan como estipulaciones metafísicas. «La historia se emancipa al fin, como las ciencias, cuando renuncia a buscar ‘causas’. La búsqueda del porqué, en historia como en física, esconde metafísicas vergonzantes». Este escolio cuestiona la búsqueda genealógica-determinista, contradice toda consideración exegética esclarecedora. No porque ella se dé desde una determinada postura —que, por supuesto, estará condicionada y sesgada— la negación se sustenta en la imposibilidad de dar claridad a lo que de por sí es un movimiento emancipado de sustancialidad y racionalidad.

Darle claridad a ese movimiento, o una orientación sujeta a leyes, a condiciones racionales, sería entonces asumir un historicismo que, para el autor, impide el acercamiento a la historicidad, es decir, a las condiciones en las que en el devenir se desarrollan los acontecimientos sin más regla que su pertenencia a la temporalidad, sin sujetarse a una regulación preestablecida que siempre deriva de una comprensión metafísica de la historia. Con claridad lo expresa Gómez Dávila al precisar: «El historismo es Hegel digerido. El historicismo es Hegel indigestado».

El primero, las diferentes configuraciones o fenómenos históricos dados en un proceso en el que todos estamos insertos, del cual se ha de tomar conciencia en tanto el tiempo es la posibilidad de configuración para la comprensión de un saber, sujeto siempre a su entorno y época. El segundo, la pretensión de hallar un sentido en esos fenómenos, un sentido que los determina y los regula; una teleología de claro talante racionalista y metafísico. Tomando partido por el primero, Gómez Dávila exime a la historia de la necesidad, de la sujeción metafísica a un programa, y consolida su movimiento dentro de las contradicciones del devenir. Impregna, pues, de condición histórica nuestra realidad, vierte sobre la historia su indefectible constitución temporal.

Los anteriores temas no agotan a un autor tan amplio. Son rutas, ellas se encuentran con otras, se superponen, se mueven paralelas a vertientes más o menos relativas, se cruzan, se desplazan. Gómez Dávila declaró haber escrito no un libro lineal, sino concéntrico. ¿Y el centro? ¿Lo tiene? No sería prudente precisar cuál sea. Encontrarlo, a pesar del ímpetu que motiva a hacerlo, implicaría una reducción. Mejor no hacerlo, mejor adentrarse, fluir, pensar, meditar, sentirse estupefacto en algunos casos, reír (no poco), habitar la riqueza de un escoliasta cuyo texto afortunadamente fluctuará entre el enigma implícito y el esfuerzo de darle un sentido.

Notas

1 Exceptuando algunos fragmentos que previamente publicó en 1955 en la revista Mito. Allí aparecieron ciertos apartados de Textos I y también algunos escolios todavía con el nombre de Notas, que en algunos casos modificaría estilísticamente si se comparan con la versión definitiva de 1977.

2 De estos Escolios mecanoescritos se conservan los que fueron obsequiados por Gómez Dávila a Ernesto Volkening. La importancia de estos escolios, además de la posibilidad de contrastación estilística, radica en el diálogo que gestaron a partir de los comentarios, bastante importantes, por cierto, que de ellos realizara Volkening.

Estos comentarios (redactados a mano en cuadernos escolares), al igual que los mecanoescritos, se encuentran en la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá. Los dos primeros cuadernos fueron publicados como Diario de lectura de los Escolios de Nicolás Gómez Dávila, Universidad de los Andes, Fondo Editorial Eafit, 2020. Edición académica a cargo de Francia Goenaga, Efrén Giraldo, Alfredo Abad.

3 Sobre la idea de religión democrática puede consultarse: Serrano, José Miguel, Democracia y nihilismo. Vida y obra de Nicolás Gómez Dávila. Eunsa, 2015, pp. 205ss; igualmente, Rabier, Michaël, Philosophie, Gnose et modernité Nicolás Gómez Dávila lecteur d’Eric Voegelin Thèse doctoral Université Paris-Est 2016. Y, por supuesto, el texto capital sobre el tema, el sexto ensayo de Textos, en el cual Gómez Dávila define y fundamenta la idea de la democracia como religión antropoteísta.

Sobre el autor

Alfredo Abad es doctor en Filosofía por la Universidad de Antioquia (Medellín, Colombia), traductor y editor. Profesor titular de la Escuela de Filosofía de la Universidad Tecnológica de Pereira (Colombia) y director del grupo de investigación de Filosofía y escepticismo, ha publicado los libros Dispersiones y fugacidad. Al margen del substancialismo (2022), Cioran en perspectivas (2009), Pensar lo implícito en torno a Gómez Dávila (2008) y Filosofía y literatura. Encrucijadas actuales (2007).

Fuente: https://filco.es/escolios-nicolas-gomez-davila/

La música es un lugar

Laura Barrachina

El problema, creía Wallace Stevens, es que la vida es una cuestión de lugares cuando solo debería ser una cuestión de personas. Sobre esta idea del poeta estadounidense gravita Barrio Venecia (Lengua de Trapo), la nueva novela de Alberto Santamaría que, como reza el subtítulo, es casi una historia obrera. El barrio del escritor, filósofo y poeta, se construyó en Santander sobre un terreno cenagoso y en torno a la fábrica que en realidad daba nombre al vecindario, Candina. Irónicamente, porque se inundaba con frecuencia, los vecinos bautizaron el barrio como Venecia.

Las palabras, a las que vuelve obsesivamente Santamaría, haciendo de las suyas. El lenguaje, escribe el poeta, es una forma de descenso por una cuerda que se agita. El escritor recuerda -así que distorsiona- su infancia y juventud atrapado en un barrio que odiaba, que había heredado odiar, como forma de pertenecer a esa comunidad.

La vida es cuestión de lugares así que la vida es ese barrio, ese terreno inundable, los desguaces a los que acude con su padre los fines de semana el escritor y que conforman, de algún modo, un lenguaje entre el hijo y el padre que se comunican con poleas, colectores y llantas. El padre cree en lo viejo, en recuperar lo roto, es su forma de resistencia y Alberto lo hace suyo en esta novela de iniciación a la vida y a la música, que es otro lugar, dice el escritor, como el gotelé de su casa, como la cama que se ha de desplegar cada noche en ese cuarto en el que viven, comen y duermen.

El protagonista descubre lo que piensa y pone palabras a su malestar escuchando a La Banda Trapera del Río cuando cantan: “Vivís en cuatro paredes agobiados del mal olor (…) Creéis que estamos salvados pero estáis en un rincón”. Desde Cataluña la banda de El Morfi habla exactamente sobre lo que pasa en Santander, se sorprende Santamaría, pero él, en su libro, retratando su barrio y su vida, retrata, también, esa historia obrera que trenza nuestro país; su casa de ladrillos baratos es la casa de toda la clase obrera española de los años 70 en la que Mari Trini canta que el amor es una barca con dos remos en el mar, un remo aprieta en mis manos, el otro lo mueve el azar.

RECUERDOS

Con quince años lo normal era odiar el barrio, la fábrica que ha echado a tu padre y a Mari Trini. Ahora, a los cuarenta y siete años, lo único que ha cambiado es que Santamaría entiende las letras de Mari Trini, entiende lo que se pregunta en Amores: ¿Y quién cuando la vida se apaga y las manos tiemblan ya, quién no buscó ese recuerdo de una barca naufragar? Lo entiende porque es lo que está haciendo él, buscar ese recuerdo, ahondar en él, explicarse y explicarnos de dónde venimos y él viene de ese lugar que es la música y que le permite escapar y que suena en Barrio Venecia: Ilegales, Ramones, Mari Trini o El Manifiesto Comunista al que, dice Alberto Santamaría, llega por estética, como a la poesía, que también es un lugar. Noticias relacionadas

Se fascina con las palabras, se las aprende, las tararea, las repite y las palabras dejan de ser sólo algo físico para calarle y cambiar su mirada sobre el mundo. Esa es otra idea bonita de esta acertada novela: los libros y las canciones nos eligen a nosotros. Una tarde, el joven Alberto pasea aburrido por el Pryca del barrio y ve un libro que le llama, tanto como para robarlo, es Hijos de la ira de Dámaso Alonso.

Alberto se lo esconde en el pecho y pedalea de vuelta a casa con los versos empezando a acompasar sus latidos. Los lee compulsivamente sin entender nada, se los aprende como había hecho con La Banda Trapera del Río, hasta que cobran vida y las palabras danzan y así es como el escritor va aprendiendo lo que termina escribiendo en esta novela: “Ser poeta: orientarse, como esa luz dudosa cruzando el descampado y en vez de una existencia brillante, tener alma o piedras en el bolsillo. Poesía es lanzar piedras”.

Fuente: https://www.epe.es/es/abril/20230219/musica-lugar-82923679

Roland Barthes

La función social del mito según Roland Barthes

El mito es un concepto filosófico central. Hasta tal punto ocupa un lugar privilegiado que la propia filosofía se ha construido en contraposición a él. Para el filósofo francés Roland Barthes, el mito va mucho más allá de las tradiciones de la mitología clásicas. Los mitos, para este autor, son también algo inserto en nuestra sociedad de masas.

Por Irene Gómez-Olano

Roland Barthes (1915–1980) es un filósofo, ensayista y semiólogo francés perteneciente a la corriente estructuralista. Esta corriente, influida por los lingüistas Saussure, Benveniste y Jakobson y por el antropólogo Lévi-Strauss, supuso un antes y un después en el análisis de las sociedades. En contraste con el antropocentrismo de muchas posiciones filosóficas, el estructuralismo atiende a las estructuras (lingüísticas, sociales, económicas) y deriva de ellas al sujeto, y no al revés.

Filosofía & co. - 9788415555001
Mitologías, de Roland Barthes (Siglo XXI Editores).

La recopilación de artículos presentados en la revista Les lettres nouvelles se convirtió, en 1957, en su libro Mitologías. En este libro, analiza sistemáticamente la influencia de la pequeña burguesía europea para comprender cómo su imaginario y aspiraciones se habían convertido, ya a mediados de siglo, en una aspiración humana universal. Es decir, el objetivo de Barthes consistía en averiguar cómo un pequeño grupo de la sociedad había conseguido hacer pasar sus intereses particulares en el interés de la mayoría. Y en esta operación los mitos tienen un papel clave.

Barthes escribe al comienzo de esta obra que «acababa de leer a Saussure y, a partir de él, tuve la convicción de que, si se consideraban las ‘representaciones colectivas’ como sistemas de signos, podríamos alentar la esperanza de salir de la denuncia piadosa y dar cuenta en detalle de la mistificación que transforma la cultura pequeño burguesa en naturaleza universal». El camino de Barthes otorgó a los mitos, pues, una naturaleza fundamentalmente política: los mitos no son meras representaciones colectivas, sino representaciones que sirven para, es decir, que cumplen una determinada función social.

El punto de partida de Barthes es la mistificación. Lo que consideramos como natural y cotidiano es a menudo interesado, una «mitología», que debemos desvelar para entender el carácter convencional (y, por tanto, transformable) de los significados que nos rodean. En otras palabras: nuestras creencias más instauradas (por ejemplo, que el amor es para toda la vida o que la familia debe primar por encima de lo demás) constituyen mitos, narraciones y creencias convencionales y no verdades evidentes por sí mismas.

En Mitologías, Barthes analizó la influencia de la pequeña burguesía europea para comprender cómo su imaginario y aspiraciones se habían convertido en una aspiración humana universal

Estructuralismo: una revolución en la lingüística

Como hemos señalado, Roland Barthes bebió de la tradición estructuralista. El enfoque puntero en aquel momento del método estructural, según el cual el lenguaje debía ser entendido por un todo compuesto por partes interrelacionadas, fue aplicado a la sociedad por entero. Los hechos sociales se explican desde esta corriente no desde instancias externas a ellos, sino desde su organización interna. Visto de esta forma, el todo no es la suma de las partes, sino que las partes adquieren una significación particular por su participación en el todo.

Los hechos sociales tienen significados para los seres humanos que se ven involucrados en ellos. Por «significado», el estructuralismo entendió que, más allá de lo que implican en su literalidad, los hechos sociales tienen sentidos para el ser humano que emergen del hecho de haber sido construidos intencionalmente. Los hechos sociales (es decir, todo aquello hecho, configurado o modificado por el ser humano) no son algo natural que el ser humano absorbe, sino que en ellos hay intereses, relatos y conflicto. Existe todo un sistema subyacente de convenciones sociales por desvelar que hace posible la emergencia de significados.

El objetivo del estructuralismo es, por tanto, hacer explícito el conocimiento implícito y desmitificar lo social, y mostrar que los significados que consideramos naturales son producto de un sistema cultural. Para ello, esta corriente redujo los fenómenos sociales a un sistema de signos. Barthes apuntó que la sociedad de masas estructura lo real precisamente a través del lenguaje, de los signos.

La noción de «significado» será central para el estructuralismo, porque involucra una intencionalidad en los hechos sociales: no son algo natural, sino que en ellos hay intereses, relatos y conflicto

Todo lo que nos rodea tiene un carácter mitológico

La noción de mito surge para describir el carácter de ocultamiento que imprime la sociedad sobre determinados hechos. Es un habla que justifica un cierto discurso dominante (aunque puede justificar cualquier discurso). Para Roland Barthes, el mito puede estudiarse a partir de sus elementos, que constituyen un todo interrelacionado.

El primer elemento del mito es el significante o forma. Se trata de aquello que el ser humano percibe y ha de interpretar, ya sea un hecho, una imagen, una acción o un objeto. Es el objeto en su literalidad, desprovista de interpretaciones. El significante nunca aparece aislado. De hecho, solo podemos aislarlo como ejercicio intelectual, porque siempre se nos aparece en relación con los otros dos elementos.

El segundo elemento del mito que identifica Barthes es el significado o concepto. Se trata de aquello que no está presente en la literalidad del objeto dado y que el sujeto que lo percibe añade a la interpretación. Por ejemplo, el dibujo de un animal nos puede referir a algunas de las asociaciones que se hacen en la sociedad con él, más allá de la naturaleza de ese animal en abstracto.

El tercer elemento es la significación o signo. Este es el mito como tal y es la síntesis de los otros elementos. La significación es la combinación entre la literalidad de lo percibido y las interpretaciones que se añaden a esa literalidad.

Con este esquema, podemos alcanzar ciertas conclusiones. En primer lugar, un mito es un habla, pero no cualquier tipo de habla, sino aquella cuyos signos y símbolos sirven para justificar un cierto discurso velado que tiende, a menudo, a asentar unos roles sociales preexistentes.

El paso del mito al logos

Un elemento interesante del análisis del mito de Roland Barthes es que permite desvelar la irracionalidad de los valores contemporáneos. Estos no son la síntesis perfecta de una historia siempre progresiva y cada vez más racional, sino estadios en que operaban diferentes mitologías.

A menudo, la historia de la filosofía abre con una discutible afirmación: su origen se debe al paso del mito (conocimiento irracional y deísta) al lógos (conocimiento racional científico). Sin embargo, esto es profundamente falso. El mito no es un momento previo y negativo, sino que se encuentra inmerso en todo tiempo y lugar de la historia humana, bajo diferentes manifestaciones y de forma más o menos explícita.

Por tanto, el mito y el logos han convivido durante siglos y siglos. El origen de la filosofía en Grecia no puso punto y final al mito, sino que lo subsumió dándole una nueva forma.

La filosofía incorporó el mito, pero rechazándolo; es decir, ocultándolo bajo una pretendida racionalidad. Esto fue así de dos formas: en primer lugar, los filósofos utilizaron y utilizan explícitamente mitos e historias, como Platón con el mito de la caverna. Pero, además, utilizan discursos interesados y basados en supuestos sobre los que cabe interpretación subjetiva.

Un mito es un habla, pero no cualquier tipo de habla, sino aquella cuyos signos y símbolos sirven para justificar un cierto discurso velado que tiende, a menudo, a asentar unos roles sociales preexistentes

Ejemplos y conclusiones

Roland Barthes analizó algunos ejemplos de mitos actuales, a los que se podrían sumar muchos otros. Desveló, por ejemplo, el carácter mitológico de los juguetes infantiles, que sitúan al niño como usuario de un producto y no como creador, de forma que lo prepara así para su futura vida adulta.

Estos mismos juguetes, además, reproducen una mitología relativa a los roles de género, enseñando a niños y niñas algunas de sus funciones en la vida adulta. Se desvela así que, para el adulto, el niño solo es una persona de menor tamaño y necesita, por tanto, juguetes que recreen objetos adultos, pero de forma reducida.

Barthes señaló también el carácter mitológico del espectáculo de la lucha libre, donde lo de menos es el resultado del combate. La gesticulación exagerada de la lucha libre desprende significados agregados a los que caben en el propio combate como tal. La gestualidad y los disfraces refieren al viejo combate entre el bien y el mal.

Roland Barthes nos invita a preguntarnos qué otros mitos recorren la sociedad actual. Cabría preguntarse, por ejemplo, qué significados subyacen a los realities en los que se separa a una pareja para «tentarla» por separado con tener relaciones extramatrimoniales. Mientras el significado implícito es el que refiere a la historia de estas personas (¿resistirán a la tentación o caerán en ello?) si atendemos a su carácter mitológico desvelan unos discursos concretos de defensa de un cierto tipo de amor, se sexualidad y una mentalidad del sacrificio y represión del deseo.

Sin duda, el mayor aporte de Roland Barthes fue dar herramientas para el análisis de un presente en el que abundan los discursos ideológicamente marcados. Las mitologías siguen permeando en nuestras sociedades, tan pretendidamente racionales.

El mensaje inserto en las imágenes que vemos cada día se genera al entrar en contacto con nosotros y nos pone en relación con las intenciones del emisor de ese mensaje. No hay significados inherentes a lo real, sino relativos a la percepción humana y construidos por ella. Tanto es así que, para Roland Barthes, una práctica es social precisamente cuando libera mensajes, no necesariamente de forma verbal. El público privilegia de los objetos, no su utilidad o valor de uso, sino, según el autor, su valor semiótico.

Fuente: https://filco.es/que-es-el-mito-roland-barthes/

Prisiones mentales

Alejandro Gándara

Las prisiones mentales: vivimos en ellas, pensamos con ellas, pero no somos conscientes de estar en ellas. Son más que imágenes del mundo, son nuestra forma de mirar el mundo. Más aún: son nuestros ojos. La perspectiva central, la trasparencia comunicativa, la cuantificación de la realidad, cualquier clase de creencia, son algunas de las prisiones en que nos desenvolvemos cotidianamente, pero sin las cuales estaríamos ciegos o, más bien, nos sentiríamos ciegos. La paradoja es que solo dentro de la prisión –de estas prisiones– nos sentimos libres. En la libertad del exterior, por el contrario, no nos sentimos libres, sino desnudos.

Bien, una de estas prisiones, si es que he llegado a explicar lo que es una prisión mental, resulta ser nuestro lenguaje, nuestra forma de hablar, la construcción expresiva, digamos, y también el pensamiento hecho con palabras. (El pensamiento lingüístico, en concreto, es para muchos el único existente, prescindiendo de otros de honda raíz filosófica como el intuitivo o el que se produce en imágenes).

Nuestro modelo lingüístico para escribir y para comunicarnos verbalmente es el de la imprenta, basado en términos generales en el principio de no contradicción. Aspectos subsidiarios o derivados son la coherencia, la claridad expositiva, la progresividad, la economía, el valor de la síntesis. Hablamos siguiendo un orden del lenguaje que es cultural, es decir, convencional. Convencional no debe confundirse con arbitrario ni con superficial. Orden del lenguaje: el sujeto se convierte en centro de la frase y en protagonista -activo o pasivo- de la acción, que recae en un verbo dotado de una temporalidad estrictamente lineal.

El ejercicio de introducirse en el hebreo o el griego hace posible escapar de la prisión mental de nuestro modelo lingüístico

Al cabo, las circunstancias y las condiciones de ese sujeto y de esa acción cierran la frase o se acumulan durante un párrafo, siempre dentro de la exigencia del modelo antes citado que, por mucho que se retuerza, siempre es de obligado cumplimiento. Es decir, en el modelo de la imprenta lo importante son los sujetos, seguido de las acciones de los sujetos y culminado todo con las condiciones en que ese sujeto y esas acciones han sido llevadas a cabo.

Resumido todo en la conocida fórmula expositiva de Descartes: claridad y distinción. Lo que no sea claro y distinto no forma parte, propiamente hablando, del discurso. En ese sentido nos diferenciamos profundamente de nuestras fuentes culturales, tanto de la hebrea como de la griega, por no ir más lejos. A los hebreos no les importaba contradecirse a propósito de una misma historia, ni dar inexplicables saltos temporales en un mismo relato ni contraer el tiempo de manera que protagonistas distintos, pareciendo el mismo y con el mismo nombre, acarrearan una determinada acción, por lo demás de fondo oscuro.

En el caso griego, la construcción de la frase no sigue precisamente una lógica cartesiana y más bien el que traduce ha de ir buscando rastros del sujeto e indicios de lo que hace en textos que son como palabras lanzadas al aire, en los que no hay asomo de literalidad ninguna.

Traducir un texto griego palabra por palabra solo es una tarea preliminar. Una vez obtenidos todos los significados, con sus sujetos y acciones, hay que encajarlo todo en una temporalidad que no suele ser lineal y en un sentido que casi nunca es unívoco, sino ambiguo. El ejercicio de introducirse en estas lenguas, de aprenderlas en la medida en que se dejan, o al menos tomar contacto con ellas hace posible que podamos mirar nuestro pensamiento y nuestra lengua desde fuera. Es decir, hace posible escapar de la prisión mental de nuestro modelo lingüístico. Atreverse, en resumidas cuentas, con una libertad diferente a la del prisionero resignado.

Alejandro Gándara es narrador y ensayista y profesor. En febrero publicará la novela Primer amor (Alfaguara).

Fuente: https://www.elespanol.com/el-cultural/opinion/puerta-abierta/20230131/prisiones-mentales/736306366_13.html

Con esperanza y con miedo

Javier Gomá

Nos llegan de la tradición aforismos que parecen condensar tesoros de sabiduría en fórmulas de un latín conciso y elegante. Uno de los más admirados es la locución: nec spe, nec metu (ni esperanza ni miedo). La soltó de pasada Cicerón en un discurso en el Senado a la vuelta del exilio y después se convirtió en máxima del estoicismo, resumen en cuatro palabras de su ideal de sabio imperturbable.

Plutarco ilustraba esta filosófica ausencia de pasiones con una anécdota de Anaxágoras, maestro de Pericles: estaba enseñando a unos discípulos cuando un mensajero se acercó y anunció en alto que su hijo había muerto. Todos lo oyeron horrorizados, menos el filósofo, que explicó su impasibilidad: “¿Pero es que no sabíais que era mortal?”. Nunca había temido la noticia porque nunca se había dejado engañar por una falsa esperanza sobre el destino humano. En el Renacimiento, el mote fue adoptado como divisa por la Marquesa de Mantua, Isabella d’Este –con quien Maquiavelo mantuvo un célebre encuentro–, y por el mismísimo Felipe II.

Nada menos que la Ética de Spinoza le dedica la proposición 47 de la parte tercera. “No hay afecto de esperanza o de miedo sin tristeza, pues el miedo es una tristeza y la esperanza no será sin miedo”. Y remata: “Cuanto más nos esforcemos por vivir conforme a la guía de la razón, más prescindiremos de estos afectos, que revelan falta de conocimiento e impotencia del alma”.

Quien no es nadie en concreto, ha dejado de sentir y de sufrir. Ahora bien, ¿queremos esa vida abstracta, anestesiada, indiferente?

Este desafiante aforismo ha encandilado a ilustres ingenios a lo largo del tiempo y, sin embargo, es manifiestamente falso. ¿Realmente hemos de renunciar a esperar algo para así no tener miedo a su pérdida? Por supuesto que no.

Epicúreos, estoicos y spinozistas entronizan como principio absoluto de su filosofía la serenidad del alma, ganada por vía de despersonalizarse a sí mismo: su yo despojado de pasiones no es individual porque se asimila a una generalidad llamada cosmos, naturaleza o Dios. Quien no es nadie en concreto, ha dejado de sentir y, por ende, de sufrir. Ahora bien, ¿queremos esa vida abstracta, anestesiada, indiferente? Yo no. Y, francamente, la reacción de Anaxágoras se me antoja inhumana.

[Teoría general del acto público]

Lo humano hubiera sido sumirse en duelo inconsolable por la pérdida del hijo. Lo humano es amar turbulentamente la vida “que tienta con sus frescos racimos”, militar a favor de lo bello palpitante en ella y contribuir activamente a que ocurra. No quiero ser divino a precio de no ser humano, no añoro la ataraxia del camposanto. Temer no poseer algún bien o, poseído, perderlo, no solo es natural, sino también racional: lo contrario equivale a estar muerto en vida. Hay, desde luego, temores neuróticos o irracionales sin fundamento en la realidad, pero hay cosas que son objetivamente temibles, luego lo más inteligente es temerlas. A veces, es un deber.

Así sucede con una cierta clase de miedo, primicia en la formación del carácter. Todos pasamos en algún momento de tener conciencia de la propia dignidad a tenerla de la dignidad de los otros. El miedo del que hablo está relacionado con la plena comprensión de lo que se les debe a los demás: también ellos son acreedores de universal respeto. El respeto ajeno es sagrado: violarlo es el único pecado que no perdona el Espíritu Santo y esa profanación debería infundirnos un santo temor.

Haga cada uno con su libertad lo que mejor le parezca, viva si quiere artísticamente, compórtese como un rebelde excéntrico si es su gusto, pero no falte el respeto a los demás. Quien obra ignorando su deuda original al otro es un niño o simplemente un necio, mientras que quien la reconoce tiende a ser cortés con su digno acreedor. La cortesía es ideal filosófico más bello y profundo que la helenística tranquilidad de espíritu.

Hay, pues, temores debidos. No tengas miedo a temer.

Fuente: https://www.elespanol.com/el-cultural/opinion/fuera-de-carta/20230111/esperanza-miedo/732806724_13.html

Entrevista a Esperanza Rodríguez en MAGISNET

La presidenta de la Sociedad Española de Profesorado y Plataforma de Filosofía (SEPFi), Esperanza Rodríguez Guillén, lleva libradas muchas batallas en defensa de las humanidades en la escuela y otras causas, como la presencia de la mujer en la sociedad y en el ámbito científico en particular. En su triple dimensión de docente, filósofa y activista no evita ningún charco, como el del transhumanismo, al que, dice, «hay que mirar a los ojos sin miedo».

Atiende amablemente la videollamada de MAGISTERIO con motivo de la celebración del VI Congreso Iberoamericano de Filosofía, organizado por la Sociedad Portuguesa de Filosofía (SPF), el Instituto de Filosofia da Universidade do Porto y la Red Iberoamericana de Filosofía (RIF), cuyo presidente Maximiliano Prada también nos atiende en esta entrevista.

JOSÉ Mª DE MOYA Martes, 17 de enero de 2023

Esperanza Rodríguez (SEPFi) y Maximiliano Prada (RIF) andan haciendo las maletas para participar en el VI Congreso Iberoamericano de Filosofía, que se celebrará en Porto (Portugal) del 23 al 27 de enero y que reflexionará sobre la importancia de la verdad, la justicia y la libertad en estos tiempos colapsados por la banalidad mediática. Basta ver qué información ha llenado tertulias y debates los últimos días (sic).

También participarán en el I Encuentro Iberoamericano de Profesores de Filosofía, que se celebrará en CaixaForum (Madrid) los próximos 22 y 23 de abril con el objetivo de impulsar las humanidades en la escuela y ofrecer pautas a los docentes para hacer apasionante la Filosofía a los alumnos de nuestro tiempo.

¿Cuál es la situación de las humanidades en la enseñanza y cuál debería ser?

Esperanza Rodríguez. —No han desaparecido, cosa que se escucha con frecuencia. Sí que es verdad que durante mucho tiempo las humanidades han tenido más peso en la enseñanza y últimamente han disminuido. Entendiendo, por perder peso, perder espacio y horas. Pero esto no es un problema exclusivo de la educación, sino de la sociedad. He tenido bastantes alumnos y alumnas que han querido hacer Humanidades o Sociales y ha sido en su propia familia donde se les ha dicho aquello de “haz algo que tenga salida”. Por eso, creo que no es un problema solo de la educación… Me parece que deberíamos mirarnos todos hacia dentro y hacia nuestro entorno.

Maximiliano Prada. —La formación escolar es el momento de la formación en la que los estudiantes reciben herramientas, orientaciones, conocimientos y pautas y formas de vida que son necesarias y fundamentales para llevar una vida ciudadana digna, creativa, crítica y participativa de los procesos sociales y culturales de la época. Esto requiere que los jóvenes reciban conocimientos que no solo los habiliten para insertarse en el mundo laboral, sino conocimientos que les permitan comprender su momento histórico, su participación en la sociedad, que les permitan el autoexamen, los abran a la comprensión del otro, de otras culturas y épocas y les permitan asumir de manera crítica las situaciones y contextos en los que viven. Esta es tarea fundamental de la formación humanística.

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Andrea Wulf relata el nacimiento del «yo» en «Magníficos rebeldes», la historia del círculo filosófico de Jena, integrado por Goethe, Hegel y Schiller

Javier Ors

Andrea Wulf llegó al siglo XVIII después de una accidentada biografía personal trabada de vicisitudes, tumbos y recorrer mucho siglo XX y XXI por sus senderos más insospechados. Abandonó su país, Alemania, adoptó Inglaterra como casa, y los años de juventud los gastó leyendo y, como manda el momento, acertando y equivocándose con mucha ciencia. La peripecia vital desembocó en una apropiada calma intelectual y sedimentó en ella una mirada literaria que le llevó con posterioridad a publicar un libro con mucho calado: «Humboldt. La invención de la naturaleza» al que ha sucedido ahora este «Magníficos rebeldes» (Taurus), donde da cuenta de aquellos pensadores que integraron el círculo de Jena, desde Goethe hasta Schiller, Novalis, Schelling, Hegel, Fichte y la olvidada, pero no menos impresionante y también influyente, Caroline Schlegel, una mujer olvidada, de una valentía insospechada y criterio indomable, que aglutinó a su alrededor a grandes admiraciones y que fue una de las principales impulsoras de ideas hoy tan frecuentadas como «identidad» y «libertad».

Todas estas personalidades, que forman parte del panteón de las letras y el pensamiento, coincidieron a lo largo de sus días en una ciudad de reducido pequeño, pero enorme influencia: Jena. Pusieron las bases del «yo», como elemento de reafirmación del ciudadano (estamos en los ambientes de la revolución francesa), elemento esencial para liberar la conciencia de ataduras atávicas y uno de los vehículos primordiales para despertar el ánimo crítico.


La libertad conlleva una obligación moral y esto es lo que hemos olvidado

Pero la propia Andrea Wulf tiene viva constancia de hacia dónde han derivado los enunciados de estos primeros románticos. «El núcleo del libro es una meditación sobre el libre albedrío y el «yo». Es un acto de malabares que centra la disyuntiva entre esa idea y el egoísmo. Todos ellos concibieron el «yo» con la intención de encontrar una sociedad mejor y más justa, la realidad es que el «yo» ha permanecido en el escenario central de nuestras sociedades desde entonces, todo el tiempo. Desde que Fichte lo colocó en la diana de su filosofía, hemos tenido que enfrentarnos con este «yo» más audaz, aunque disiento de que fuera en ese momento una celebración narcisista», explica la escritora.

Sociedad o individuo

Andrea Wulf, que no rehúye la confrontación con los dilemas del presente y que considera que la filosofía continúa siendo una herramienta vigente a pesar de los intentos de marginación, sostiene que «la libertad conlleva una obligación moral y esto es lo que hemos olvidado. Esta responsabilidad de la libertad. Nuestra libertad llega hasta donde empieza la del prójimo. Durante la pandemia, hemos cedido parte de nuestros derechos no por capricho o de una manera arbitraria, sino por una causa: el bien común. Para otros sus libertades personales van antes que el bien común, y por eso no estaban de acuerdo. Este es el dilema: quién soy yo y quién soy yo como miembro de una sociedad. Es una pregunta esencial y lo que me inspiró este libro».


Hemos confundido lo que son las libertades del individuo con las responsabilidades hacia la sociedad

La autora repasa la vida de estos intelectuales que «rompen las convenciones sociales establecidas y provocan una revolución de la mente». Da cuenta cómo con sus poemas, reflexiones, novelas, «conflictos personales, matrimonios abiertos, amantes que van y vienen, se convierten en rebeldes y se revuelven contra la visión tradicional de que vivimos en un mundo regido por la mano divina en lugar de por una verdad absoluta». Para ellos, asegura la escritora, «la única certidumbre es el «yo», y por eso son los responsables de reequilibrar y reordenar la manera de percibir el mundo y abogan por la libre determinación».

Pero, ¿no hemos caído en el narcisismo?

La historia es pendular. En aquel momento liberar el «yo» era esencial para evolucionar, aunque ahora veamos consecuencias negativas. Estamos pensando en una época donde existía el absolutismo, los siervos no eran libres, los que mandaban podían decidir con quién te casabas y de qué se podía hablar. En este contexto era importante liberar el «yo». Es lo que llamó una revolución. Pero ahora el péndulo se ha ido justo al otro extremo. Estamos hipnotizados con nuestra propia imagen. Por eso es crucial entender en la historia de dónde proviene un «yo» libre. Pero claro el «yo» libre necesita ser también una persona moral en el seno de una sociedad, y no vivir solo para sí mismo. Hemos confundido lo que son las libertades del individuo con las responsabilidades hacia la sociedad. Este «yo» está llevando a destruir las comunidades democráticas por intereses propios.

La ilustración, ha caído en que la gente quiere un coche caro.

Es la sociedad que vivimos actualmente. Creo que la única manera de revertir esta tendencia es impartir una buena educación, inculcar el placer del conocimiento. Creo que ya existe una generación de jóvenes dispuestos a cambiar para mejor, que quieren rescatar el planeta, que lee y lucha por ideales. Es curioso que ahora dependamos de jóvenes de veinte años para enmendar muchos problemas del mundo. La educación es el gran motor de la sociedad. Esta idea de que los ricos son cada vez más ricos y los pobres, más pobres, se compensa impartiendo una educación igualitaria. La educación es un herramienta poderosa. Todavía hay mujeres que se casan contra su voluntad y en Irán se han cortado el pelo y luchan y muren por su libertad. Nos hace mucha falta hoy una sociedad igualitaria y la esencia de eso es la educación.

El pulso entre la filosofía y la política

Una de las ideas que vertebra el libro es cómo se enhebran la filosofía y la política, y cómo se alimentan entre sí a través de ideales. «Si lo ves con perspectiva, la revolución de Jena empodera a los filósofos revolucionarios. Al afirmar que todos los hombres son iguales, abrían la posibilidad de un nuevo orden social. Es el poder de las ideas. La filosofía salía de la torre de marfil y entraba en las personas normales, a las que dan poder y las realiza. Observamos entonces cómo surge Estados Unidos y la Francia de la revolución. Siempre ha habido filosofía política y porque la filosofía es política, porque tiene que ver con la conducta de los demás.

Fuente: https://www.larazon.es/cultura/20221214/cwnmwhxosnacrdhwztx2f3cvhm.html