El poder del aforismo filosófico: Nicolas de Chamfort

Juan Ignacio Espel

Nicolas de Chamfort fue el seudónimo que eligió Sébastien-Roch Nicolas (1741-1794) para firmar sus argucias durante el Ancien Régime. Fiel a su nación y a su época, se acopló a una ilustre línea de moralistas, pero destacando siempre por su estilo lúcido, irónico y escéptico.

Nunca supo quién fue su padre, y conoció a la mujer que al menos decía ser su madre. Cursó sus primeros estudios, como becario, en el colegio de los Grassins, en París, donde destacó por su inteligencia y obtuvo varios premios. Aunque sobresaliente, su temperamento fantasioso lo llevó a cometer algunas locuras, o casi. Una vez, por ejemplo, estuvo a punto de embarcarse rumbo a América. El plan no se concretó, fue perdonado y pudo completar sus estudios. 

Para 1781 su trayectoria le valió un sillón en la Academia Francesa. El príncipe de Conde, atraído por la polémica figura de Chamfort, le nombró su secretario, siendo el encargado de redactar sus discursos y órdenes. En 1789, a las puertas de la Revolución, actuaba como lector de Madame Élisabeth, hermana del rey. Para ella compuso un interesante Commentaire sur les fables de La Fontaine; dejó también varias piezas para teatro. Antes del estallido de julio fue uno de los intelectuales más codiciados en los salones por su temperamento brillante y espiritual.

Durante su juventud contrajo una enfermedad venérea que lo condenó a un constante estado de melancolía. Este pesimismo corrosivo y la desilusión permanente se vieron reflejados especialmente en sus últimos escritos.

Aunque en un primer momento celebró el advenimiento de la Revolución francesa, muy pronto condenó sus excesos, promovidos por Robespierre. Por aquellos días, como parte de su denuncia, acuñó una frase que se haría famosa: «Sois mon frère ou je te tue» («Sé mi hermano o te mato»). De 1790 a 1791 ocupó el cargo de secretario del club de los Jacobinos. Amigo del conde de Mirabeau, célebre orador público, redactó varios de sus discursos e informes; también colaboró en la redacción de varios periódicos, entre ellos el Mercure. En 1792 fue nombrado director de la Biblioteca Nacional. Sin embargo, en esos tiempos de agitación social y fanatismo político, el Comité de seguridad general lo persiguió por su oposición al Terror (nunca dejó de condenar los fallos y las violencias del ala más radicalizada). 

Fue detenido y encarcelado en Madelonnettes. Poco después fue liberado, y juró que no volvería vivo. Cuando se presentaron en su casa, un mes después, con la intención de detenerlo nuevamente, se retiró un momento a su despacho. Se dio un pistoletazo en la cabeza, pero no murió y sólo logró destrozarse la cara. Desesperado, se cortó la garganta, el pecho y las piernas con un abrecartas. Fue intervenido quirúrgicamente y sobrevivió. Abandonó su puesto en la Biblioteca Nacional y se recluyó en su sótano para seguir trabajando. Ahí lo sorprendió la muerte el 13 de abril de 1794.

Su obra más célebre, y casi la única leída hoy en día, fue publicada en 1795 por su amigo Pierre Louis Guinguené, bajo el título de Máximes, caractères et anecdotes, a partir de las notas manuscritas que Chamfort había dejado seleccionadas en Maximes et Pensées y Caractères et Anecdotes.

Dentro de ese compendio encontramos diversos ángulos de su pensamiento. Entre ellos, un ojo agudo en lo concerniente a la psicología humana, la realidad social de su tiempo, la naturaleza de sus contemporáneos y la manera en que llevaban sus vidas. Todo regado, por supuesto, de astucia, ingenio y enseñanzas.

Denuncia la poca fe que le inspiran sus semejantes, especialmente cuando actúan colectivamente, en sociedad o en puestos de poder. Deja en evidencia todo el matiz del alma humana. Nos dice:

La sociedad, lo que se llama el mundo, no es más que la lucha de mil intereses mezquinos contrapuestos, una guerra eterna de todas las vanidades, que, a su vez, heridas y humilladas unas por otras, se entrecruzan, chocan, y por la mañana expían el triunfo de la víspera en la amargura de la derrota. Vivir solo, permanecer imperturbable en esta lucha miserable, donde por un momento uno atrae la mirada de los espectadores, para ser aplastado un momento después, eso es lo que se llama ser una nada, no tener existencia. ¡Pobre humanidad!

Y argumenta, desilusionado: «La sociedad sería una cosa hermosa si se interesaran los unos por los otros”. Y al respecto agrega: «Conocí a un misántropo que en sus momentos de buen humor decía: ‘No me extrañaría que hubiera algún hombre honrado oculto en algún rincón, sin que nadie lo notara’».

El intelectual lúcido y sarcástico que descollaba en los salones del Ancien Régime, y que luego formaría junto a los jacobinos, no duda en cargar contra las élites: 

  • Un amigo me dijo a propósito de unos disparates ministeriales: «Si no fuera por el gobierno, no tendríamos nada de lo que reírnos en Francia».
  • Si eres sospechoso de una falta que tus jueces hayan podido cometer, tú eres un hombre perdido.
  • El gobierno despótico es un orden de cosas donde el superior es vil y el inferior está envilecido.
  • Es más fácil legalizar ciertas cosas que legitimarlas.

Arremete contra los academicistas y los gobernantes: «La mayoría de nuestras instituciones parecen tener por objeto mantener al hombre en una mediocridad de ideas y emociones, que lo hace más apto para gobernar o ser gobernado».

Y deja en claro que la opinión de la mayoría nunca podrá traer ningún bien común: 

Sobre cómo enfrentar esa cotidianidad chata y mediocre, a fin de no sucumbir junto al resto, recomienda a sus lectores

  • En el mundo, todo tiende a hacerme descender; en la soledad todo tiende a elevarme.
  • Todos los días aumento la lista de las cosas que no hablo nunca. El mayor filósofo es aquel cuya lista es más larga.
  • La mejor actitud filosófica a adoptar frente al mundo es la unión de un sarcasmo alegre con un desprecio indulgente.

Y no sin cierta resignación, admite: «A dos cosas hay que acostumbrarse, so pena de hallar intolerable la vida: a las injurias del tiempo y a las injusticias de los hombres».

  • Hay que decir que para vivir feliz en este mundo hay partes del alma que debemos paralizar totalmente.
  • Vivir y ver a los hombres hace que el corazón se rompa o se endurezca.

Chamfort dejó a la posteridad varias sentencias, consejos y máximas que descienden hasta las profundidades del alma humana y que, por lo mismo, no pierden validez. A continuación se transcriben algunas de ellas: 

  • El árbol del conocimiento del bien y del mal mencionado en la Biblia es una hermosa alegoría. ¿No quiere decir que cuando se ha penetrado en el fondo de las cosas, la consiguiente pérdida de la ilusión provoca la muerte del alma, es decir, un completo desapego de todo lo que mueve e interesa a los hombres?
  • Es voluntad de la naturaleza que los sabios tengan sus ilusiones lo mismo que los necios, para que su propia sabiduría no los haga demasiado infelices.
  • Lo que aprendí, ya lo olvidé; lo que todavía sé, lo he adivinado.
  • Un hombre sin principios es también, por regla general, un hombre sin carácter, porque si hubiera nacido con carácter, habría sentido la necesidad de tener principios.
  • En las grandes cosas los hombres se muestran tal y como les conviene mostrarse. En las pequeñas, tal y como son.
  • Existen tres clases de amigos: los amigos que nos aman, los amigos que no piensan en nosotros y los amigos que nos odian.
  • «La diferencia entre tú y yo», me dijo un amigo, «es que tú le has dicho a todos los enmascarados: ‘Yo te conozco’, mientras que yo les he dejado creer que me están engañando. Por eso el mundo me favorece más que a ti. Es un baile de máscaras, cuyo interés has estropeado para los demás y para ti la diversión».
  • M. me dijo, a propósito de sus constantes problemas digestivos, y de los placeres a que se entregaba, únicos obstáculos para que recobrara la salud: «Estaría perfectamente si no fuera por mí».
  • Le pregunté a M. N. por qué había dejado de vivir en sociedad. «Porque», respondió, «ya ​​no amo a las mujeres y conozco a los hombres».
  • El mariscal de Biron tenía una enfermedad muy peligrosa; quiso confesarse, y dijo ante varios de sus amigos: «Lo que le debo a Dios, lo que le debo al rey, lo que le debo al Estado…» «Calla, calla’, lo interrumpió uno, ‘o morirás insolvente».
  • Cuanto más se enjuicia, menos se ama.
  • La generosidad no es más que la piedad de los espíritus nobles.
  • Todas las pasiones son exageradas, de lo contrario no serían pasiones.
  • El filósofo que querría extinguir sus pasiones se parece al químico que quisiera apagar su horno.
  • El amor, tal como existe en la sociedad, no es más que el intercambio de dos fantasías y el contacto de dos epidermis.
  • Un hombre enamorado es una persona que quiere ser más amable de lo que puede; he aquí por qué casi todos los enamorados son ridículos.
  • La mente es consuelo y remedio de todo. Si a veces te hace mal, pídele el remedio y te lo dará.
  • Nuestra razón nos hace algunas veces tan desgraciados como nuestras pasiones.

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/2022/11/16/el-poder-del-aforismo-filosofico-nicolas-de-chamfort/

Concepción Arenal

La búsqueda del bien de Concepción Arenal

A pesar de que se ocupó de una multitud de temas, el interés de Concepción Arenal, escritora e intelectual española, se centró principalmente en el campo moral. De sus descubrimientos éticos derivan sus propuestas para la educación, las prisiones o sus ideas feministas. Repasamos su búsqueda del bien y uno de los pensamientos morales más relevantes del siglo XIX.

Por Javier Correa Román

¿Quién es Concepción Arenal?

Concepción Arenal nació en Ferrol en 1820 y murió en Vigo en 1893, ambas en Galicia, España. Fue una de las filósofas más notables del siglo XIX español y sus letras corrieron por múltiples formatos: conferencias, prensa, poesía, ensayo, teatro… Además, Arenal fue una de las primeras mujeres en asistir a la universidad en España. De hecho, se cuenta que los primeros años tuvo que asistir de oyente disfrazada de hombre hasta que pudo realizar el examen de acceso y entrar a la universidad.

Esta anécdota ilustra a la perfección la elevada masculinización del espacio intelectual en el que tuvo que hacerse un hueco Arenal. Su pensamiento se desarrolló, pues, en un terreno hostil para una mujer, siempre puesta en duda y siempre desafiada y obligada a demostrar constantemente su valía.

A pesar de estas dificultades, o quizá precisamente por estas dificultades, la escritura y el pensamiento de Concepción Arenal produjeron ideas originales y multitud de escritos. Al principio su escritura comenzó de una forma más literaria y con unos interés más artísticos hasta arribar más tarde a preocupaciones puramente filosóficas y con un estilo más ensayístico. Aunque, como argumenta Anna Caballé en su introducción a Concepción Arenal, la pasión por el bien. Antología de su pensamiento, siempre hubo una preocupación moral en sus escritos:

«Lo importante es que tanto las Fábulas en verso como antes sus novelas, teatro y versos juveniles dan fe de la temprana inquietud de Arenal por la filosofía ética, el motor de su vida. Desde el comienzo encontramos el grandioso tema kantiano que siempre la inspirará: ser lo que se debe ser y hacer lo que debe hacerse».

A pesar de la multiplicidad de formas literarias y de su escritura prolífica, Concepción Arenal no fue una mujer únicamente de teoría, sino también —y especialmente— una mujer que aunó pensamiento y praxis. A lo largo de su vida participó en multitud de organizaciones sociales y espacios de beneficencia con el fin de incidir en la realidad social de su tiempo.

Es igualmente importante a la hora de examinar su pensamiento tener en cuenta el horizonte cristiano que recorre sus escritos. Concepción Arenal fue una mujer cristiana, una persona creyente que pensó desde estas coordenadas. Pero no por esto fue menos ilustrada o con un pensamiento más atado a los dogmas que sus coetáneos ateos o agnósticos. El suyo fue un cristianismo social (lo que más tarde se llamó «catolicismo social»), un pensamiento que recoge la preocupación cristiana por el otro y su dolor.

Por este motivo, la filosofía práctica tuvo un espacio privilegiado dentro de todas las preocupaciones filosóficas de Concepción Arenal. Más que preguntarse por el ser o por el conocimiento, la primera y principal preocupación de esta pensadora fue el bien, el dolor del que sufre y cómo es (y cómo llegar a) una sociedad justa. Vamos a repasar algunos de los puntos fundamentales de esta original filosofía práctica, tanto moral como política.

A pesar de sus múltiples intereses, la filosofía de Concepción Arenal es una filosofía principalmente moral, una filosofía que se preocupa por el bien y la justicia

Sobre el bien y el ser humano

En primer lugar, la filosofía moral de Arenal se caracterizó por un optimismo antropológico, es decir, por la idea de que, a pesar de las dificultades sociales o psicológicos de los individuos malos, estos pueden realizar el bien. El ser humano tiene siempre la posibilidad del bien y esto es fuente de esperanza para cualquier persona que busque cambiar la sociedad. En La Beneficencia, la filantropía y la caridad, leemos: «La cuestión, pues, se reduce a organizar la Beneficencia de modo que vaya a buscar ese algo bueno que tienen hasta los más malos».

Además del optimismo antropológico, la filosofía moral de Arenal sostiene que realizar el bien o el mal es asunto de la voluntad (voluntarismo moral). En Dios y Libertad escribió la autora: «En la sociedad, como en el individuo, la voluntad precede a la acción». Esto tiene fuertes implicaciones para la concepción moral del ser humano. Entre ellas, la idea de que el bien o el mal que realizamos en el mundo es, al fin y al cabo y de forma irremediable, asunto nuestro («Tengamos por cosa cierta que todo el que quiere hacer el bien puede contribuir a él»).

Como consecuencia de los dos puntos anteriores (del optimismo antropológico y del voluntarismo moral), Arenal postuló una ética del deber: si todos los seres humanos tienen la posibilidad de hacer el bien y la posibilidad de realizarlo reside en su voluntad, entonces esta posibilidad del bien implica el deber moral de hacerlo. Si podemos hacer el bien y hacerlo es asunto de la voluntad propia, entonces sería inmoral no hacerlo.

Además, y esto es algo que tiene una fuerte resonancia actual, el dolor juega un papel fundamental en la ética de Arenal. Según la filósofa española, el dolor es la condición de posibilidad de la moral, es decir, el ser humano es un ser moral porque sufre y percibe el sufrimiento de sus semejantes. En su artículo La Beneficencia, la filantropía y la caridad, Concepción Arenal escribió: «No se concibe sin dolor el mundo moral».

Esta sentencia es de una importancia crucial porque sitúa al bien no como una idea etérea cuya mera existencia nos obligue a realizar ciertas acciones, sino que el bien consiste en reducir el dolor y el sufrimiento de los seres humanos aquí y ahora. Si no hubiera dolor, no tendríamos que preocuparnos de la moral. No habría acciones buenas ni malas, de hecho. Es el dolor y el sufrimiento por lo que podemos decir que hay acciones y acciones malas.

Pero el dolor no es únicamente condición de posibilidad de la moral, sino que, además —y aquí asoma su cristianismo—, es parte de las acciones virtuosas. Cuando hacemos el bien, sufrimos, porque hacer el bien no es tarea sencilla. En el mismo artículo, leemos: «Buscad el origen de todas las virtudes, de todas las sublimes acciones que ennoblecen la naturaleza humana, y le hallaréis en el dolor».

Hacer el bien conlleva necesariamente sufrimiento. Cumplir con nuestro deber, procurar una vida mejor para todos los que nos rodean, no es tarea fácil. ¡Ni mucho menos! Conlleva esfuerzo, sufrimiento, dolor. En sus palabras:

«¿Qué es el amor maternal sin sus penalidades y sus sacrificios? Un instinto grosero. ¿Qué es el amor sin sus inquietudes, sus recelos, sus melancolías y sus tormentos? Un deleite que envilece. ¿Qué es la amistad sin días de prueba? Una ilusión. ¿Qué es la virtud sin combate, la abnegación sin sacrificio, la compasión sin penas, el perdón sin ofensas, el arrepentimiento sin amarguras? Otros tantos imposibles».

El bien consiste en reducir el dolor y el sufrimiento de los seres humanos aquí y ahora. Si no hubiera dolor, no tendríamos que preocuparnos de la moral. No habría acciones buenas ni malas, de hecho

Del idealismo cristiano a la práctica moral

Esta filosofía moral, de profunda raigambre cristiana, no se queda en las nubes de la teorización. A diferencia de muchos filósofos, Concepción Arenal tuvo siempre en mente que bajar las ideas a la tierra es un paso crucial para cualquier concepción sobre el bien y el mal. Uno no teoriza sobre el bien en abstracto, sino sobre el bien que se puede aplicar al abuelo, al vecino, al enfermo. ¿Por qué si no hablaríamos del bien si no es para llevarlo cabo?

Así todo, para la filosofía moral de Arenal, lo importante del Bien no es conocerlo, sino hacerlo. Es cierto que el bien es más valorado si se sabe que se hace, es decir, si se hace con conciencia de hacerlo, pero eso da igual para sus efectos (que son los mismos se sepa que se está haciendo el bien o no). En La Beneficencia, la filantropía y la caridad leemos:

«Se hace el bien por noble instinto, por la necesidad de buscar consuelo al dolor que causa ver sufrir a un desdichado, por amor de Dios, por un sentimiento de justicia, por espíritu de orden, por hábito, por vanidad, porque se sepa que se ha hecho, por debilidad, porque no se sepa que ha dejado de hacerse, por imitación. Pero el bien, cualquiera que le haga, es siempre bueno; utilizadle».

La filosofía moral de Arenal es, pues, una filosofía realmente práctica, una filosofía moral pensada desde los efectos. No se busca la mejor teoría, se busca promover el bien y desterrar el mal y sus consecuencias. Como dice Anna Caballé, «la caridad, insistiría siempre Arenal, debe aplicarse con sensatez y sentido común. Decirle al enfermo que tenga paciencia porque Dios así lo quiere, como si fuera una llamada papal, no sirve de nada. Lo que necesita el enfermo es que se le coloque bien la almohada».

Esta primacía de la práctica cristaliza en el deber cristiano de la caridad. La caridad es, según esta filósofa, la praxis del bien, el ejercicio del deber moral. A diferencia de otros grandes filósofos, la presencia del mal y del sufrimiento como elemento vital no la lleva, como ocurre por ejemplo en Schopenhauer, al pesimismo, sino que, cristianismo mediante, culmina en la acción virtuosa para intentar sofocarlo.

A diferencia de muchos filósofos, Concepción Arenal tuvo siempre en mente que bajar las ideas a la tierra es un paso crucial para cualquier concepción sobre el bien y el mal. Uno no teoriza sobre el bien en abstracto, sino sobre el bien que se puede aplicar al abuelo, al vecino, al enfermo

De la moral a la política

La filosofía práctica se compone tradicionalmente de dos aristas: la moral y la política. ¿Cuál es el pensamiento político de Concepción Arenal? ¿Cómo se conjuga con la moral hasta aquí descrita? En el pensamiento de Arenal, la política se piensa desde la moral, es decir, los principios morales sirven para comprender la realidad política y proponer sus soluciones.

Hay, por tanto, un reduccionismo moral de la política, que deriva en Concepción Arenal en un individualismo político («No desdeñemos emplear los medios más insignificantes, los grandes ríos se componen de leves gotas que vemos caer una a una sobre las montañas que tocan el cielo»). En otras palabras, la sociedad será justa si sus individuos son buenos. Por tanto, se tratará de lograr esto último, se tratará de promover la ética entre los ciudadanos. En El pauperismo, escribió: «El objeto principal de la sociedad, su verdadero fin, es la mayor perfección de los que la componen». Así todo, de igual forma que los individuos deben aspirar a las buenas relaciones sociales, las naciones deben aspirar a la paz.  

Dado este reduccionismo, los anteriores conceptos morales tienen una aplicación política. Así, el optimismo antropológico que llevaba a Arenal a formular la posibilidad humana del bien (todos los seres humanos tienen la posibilidad de hacer el bien) deriva en el campo de la política en un optimismo social: no estamos condenados a una distopía, en la sociedad ya es posible la justicia.

¿Por qué no hay justicia, entonces? Porque, a pesar de que se dé la justicia como posibilidad, no se dan las condiciones objetivas que la podrían realizar. Para ello, el deber moral se transforma aquí en deber político. Un deber político que consiste, principalmente, en organizar los elementos dispersos, en formar las condiciones para que de estos elementos (que ya están dados) florezca la justicia.

Por último, en El pauperismo, en su discusión en torno a la miseria (según su definición: falta de las condiciones básicas para la vida), Concepción Arenal llegó a conclusiones tremendamente actuales. El mandato moral de eliminar la miseria de los seres humanos le hizo preguntarse a Arenal por qué estudiar las galaxias y no los problemas del hombre enfermo en las fábricas, es decir, porque emplear dinero en la investigación básica (células, galaxias, materiales) si cada día mueren miles de personas: «Se estudia con más medios la astronomía que la miseria».

Visitadora de prisiones

Entrando ya en temas más específicos, uno de los asuntos en los que Concepción Arenal más destacó como intelectual fue en el de las prisiones. De hecho, en octubre de 1863 fue nombrada visitadora de prisiones, puesto en el que estuvo dos años. A este tema dedicó algunos de sus mejores escritos.

En sus Cartas a los delincuentes, Concepción Arenal apostó por un intelectualismo moral: los delincuentes necesitan conocer la ley para no incurrir en ella porque conocer el bien es condición necesaria para no hacer el mal. Se necesita, por tanto, una política educativa dentro de las prisiones que haga que estos tengan conciencia de sus actos y, así, puedan evitar las indeseadas consecuencias (como la cárcel).

Pero fue su libro Estudios penitenciarios el que le daría cierta proyección internacional. Como hemos dicho, para Concepción Arenal la posibilidad del bien implica el deber moral de llevarlo a cabo. Esta máxima moral se traduce en el tema de las prisiones en que los delincuentes tienen posibilidades de mejora (como todos los seres humanos, optimismo antropológico) y, por esta razón, es un deber llevar a cabo esa mejora de la persona (mandato moral). En sus palabras:

«La tendencia de nuestro siglo es convertir la pena en medio de educación, y ver en el delincuente un ser caído que puede levantarse, y darle la mano para que se levante. Lejos de ser un objeto de desprecio, lo es de meditación».

Por último, una idea políticamente potente que se encuentra en los escritos de Arenal es la idea según la cual el delincuente es el centro de los problemas políticos de un país. No porque los delincuentes sean algún tipo de desgracia o quebradero de cabeza para el Estado, no; los delincuentes son el centro de los problemas políticos porque toda la sociedad está interpelada cuando se comete un crimen. Del hecho de la infracción emanan todos los problemas sociales y morales que afectan a una nación. Es estudiando los delitos y las faltas desde donde podemos comprender las fallas de un país, sus quiebres, sus fugas, sus mayores problemas.

El mandato moral de eliminar la miseria de los seres humanos le hizo preguntarse a Arenal por qué estudiar las galaxias y no los problemas del hombre enfermo en las fábricas, es decir, porque emplear dinero en la investigación básica (células, galaxias, materiales) si cada día mueren miles de personas

Feminismo

Aunque no se reivindicó como tal, los escritos de Arenal son claramente feministas. El feminismo de Concepción Arenal, en comparación con feminismos más contemporáneos, es un feminismo muy ligado a sus preocupaciones morales. De hecho, Concepción Arenal creía en la superioridad moral de la mujer frente al varón.

De sus escritos sobre la mujer, La mujer del porvenir, de 1869, fue el que más éxito tuvo (de hecho, es su obra con más ediciones). La importancia de La mujer del porvenir es altísima porque, como dice Anna Caballé, «nunca en la cultura española se había abordado el pensamiento feminista (aunque ella no se definía como tal) con tal rigor de planteamiento».

En este libro se constata todo el atraso que sufrían las mujeres de su época y las diversas injusticias que sufrían en casi todos los ámbitos. Sin embargo, probablemente lo más importante del libro sea que la vindicación de los derechos de la mujer se plantea como tema universal, es decir, como un tema que compete a toda la sociedad. Concepción Arenal universaliza el problema y lo saca de lo minoritario. Así, una sociedad que lucha por los derechos de las mujeres es una sociedad mejor.

Menos éxito editorial tuvo La mujer de su casa, de 1882. En este libro, Concepción Arenal elimina todo valor a las tareas del hogar. Según ella, ser la mujer de la casa es una tarea sin ningún prestigio, una tarea que nadie quiere hacer y precisamente por eso el hombre encierra a la mujer ahí. Además de este análisis, La mujer de su casa es un libro con aspiraciones más políticas, donde se apuesta, por ejemplo, por el sufragio universal.

Aunque no se reivindicó como tal, los escritos de Arenal son claramente feministas. El feminismo de Concepción Arenal, en comparación con feminismos más contemporáneos, es un feminismo muy ligado a sus preocupaciones morales

Educación

Junto con el tema de las prisiones y el tema de la mujer, la educación conforma el tridente de preocupaciones morales de la filosofía práctica de Concepción Arenal. El ser humano, cree Arenal, no es un ser únicamente material, sino también un ser espiritual. En La Beneficencia, la filantropía y la caridad leemos:

«El niño abandonado por su madre a la puerta de la Inclusa ¿no necesita más que vestido y alimento? ¿No ha menester el alimento del alma, que se llama educación? ¿Es educarle acostumbrar sus manos a ciertos movimientos, enseñarle un oficio? ¿El enfermo, el anciano no deben recibir consuelos y lecciones al mismo tiempo que cuidados materiales?». 

Una concepción antropológica que tuvo mucha influencia en las décadas siguientes en España y que encontramos, medio siglo después, en el poeta español Federico García Lorca. En un célebre discurso, dijo el poeta:

«No solo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan, sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos».

Así todo, la importancia de la educación en la filosofía de Concepción Arenal deriva de su intelectualismo moral, es decir, si las personas hacen el mal por desconocimiento, la educación será la clave para un mundo más justo. La educación no es, desde esta perspectiva, un saber accesorio o algo erudito, ni mucho menos un lujo. La educación en esta filosofía es la llave para abrir las conciencias al bien y, a partir de ahí, sentar las bases de un mundo más justo.

«El niño abandonado por su madre a la puerta de la Inclusa ¿no necesita más que vestido y alimento? ¿No ha menester el alimento del alma, que se llama educación?»

Fuente: https://filco.es/busqueda-del-bien-concepcion-arenal/

La necesidad de pensar(se) desde y con el cuerpo

Carlos Javier González Serrano

El cuerpo es uno de los elementos esenciales de nuestro existir. La vida (orgánica y anímica, material y espiritual) se da desde un cuerpo. Mabel Moraña (Washington University) ha publicado un volumen extenso e imprescindible en el que escudriña todas las vertientes corporales: espacio, raza y nación, saber y verdad, género y sexualidad, capitalismo, enfermedad, dolor o violencia, entre otros muchos aspectos. Pensar el cuerpo significa pensar qué somos desde donde somos: desde nuestro propio cuerpo.

El sociólogo y antropólogo David Le Breton escribió que «Hablar del cuerpo es hablar del mundo». Más certeramente, quizá, habría que decir que hablar del cuerpo es hablar desde nuestro mundo: el mundo que constituimos en y desde nuestra peculiar circunstancia corporal. A lo largo de innumerables siglos, el cuerpo fue vilipendiado y desprestigiado –en una línea metafísico-platónica– en la historia del pensamiento, hasta que fue recuperado definitivamente como elemento insoslayable y fundamental de nuestro vivir y, sobre todo, de nuestro pensar. No puede darse el pensamiento si no es a través de la mediatización y participación activa (o pasiva) de un cuerpo.

Un pensar, y también un actuar, que se erige desde el cuerpo propio. El nuestro. El de cada cual. Si bien hay que tener en cuenta, como apunta Mabel Moraña en su fundamental libro Pensar el cuerpo. Historia, materialidad y símbolo (Herder Editorial), que «el cuerpo es, por naturaleza, problemático», ya que, «por su extrema permeabilidad, absorbe y emite significaciones que apuntan tanto a su materialidad como a sus proliferantes tratos simbólicos». La corporalidad se presta incesantemente a «tensiones y superposiciones entre aparentes polaridades, que fluyen en dinámicas vitales, líquidas».

Por eso se hace necesario, cuando hablamos de pensamiento, pensar el propio cuerpo desde el que pensamos y analizar sus múltiples y multifacéticas perspectivas. Es imposible no contar con el cuerpo, de igual manera que es imposible no contarlo, pues todo lo que contamos lo hacemos desde él. En cualquier caso, y a la vez, como señala muy acertadamente Mabel Moraña en términos paradójicos, solemos hacernos la ilusión «de que hablar del cuerpo es hablar de nosotros y sabemos, sin embargo, que una distancia inaprensible nos separa de su extraña y variable fisicalidad». Inventamos una relación con él que creemos unívoca. Pero lo cierto es que nuestro cuerpo también nos engaña, cambia, muta y se (y nos) modifica una y otra vez. A pesar de todo, también sabemos que referirnos al cuerpo como diferente del yo carece de sentido: no somos solamente cuerpo, pero somos desde el cuerpo, desde una fisicalidad concreta y patentizada.

Con rigor y profundidad, la autora de Pensar el cuerpo desmenuza a lo largo de más de 360 páginas (que se hacen cortas, por amenas y apasionantes), paso a paso y faceta a faceta, todas las aristas desde las que nuestra corporalidad puede pensarse: históricamente, en términos de espacio, raza y nación, diferencia, deporte, tecnología, biopolítica, enfermedad, afecto, violencia, frontera, dolor y cadáver o poshumanidad. Y es que el cuerpo, escribe Moraña,

… es el rompecabezas que se descompone en fisicalidad y pensamiento; la corporalidad y su fantasma; humores, esqueleto y carne perecedera […]. Se siente, a veces, que el cuerpo es todo lo que uno tiene para dar, y sin embargo se sabe que, aun al darlo, el resto que se puede retener es más que él.

Por tanto, el cuerpo se supera a sí mismo en su propia materialidad: el cuerpo es más que carne, más que objeto y más que lo que presentifica. Pues es, también, lo que representa: un resto, un elemento postfísico que escapa a su propia fisicalidad, se hace símbolo y se inscribe en diversos escenarios. Entre ellos, el social. En este sentido, explica Moraña en términos que recuerdan a Foucault, que la ilusión de que tenemos un cuerpo nos hace olvidar en ocasiones…

… el hecho de que nuestro organismo está inscrito en lo social, le pertenece. La sociedad y la cultura lo regulan desde la concepción, e incluso antes, al definir las normas de la sexualidad y la reproducción; lo adiestran y lo educan; lo controlan y lo reprimen; lo administran y lo desechan cuando se lo considera un surplus que no vale el espacio que ocupa.

La polivalencia simbólica del cuerpo es inacabable. En su permanente darse esconde innumerables e irreductibles formas de presentarse y, con ello, infinitas maneras de pensar y pensarse desde él. «El cuerpo nos trasciende y lo trascendemos. Algo, mucho, al hablar de él, se escapa: es intraducible, incomunicable, un vacío, una presencia sin peso ni medida, un abismo, una totalidad oscura que no admite ni ecos ni retornos», defiende Moraña, y añade: «La historia de sus narrativas es la de los intentos de saltar ese vacío, de tender un puente precario de palabras e imágenes que simule llegar al otro lado».

Este libro, imprescindible en los estudios sobre el cuerpo, es uno de esos intentos. Uno de los más logrados en las últimas dos décadas. Un volumen accesible para quienes comienzan a estudiar el cuerpo en términos filosóficos, sociales y antropológicos, pero también y a la vez un estudio relevante y de mucha altura para quienes estén familiarizados con el asunto. Justamente porque en el cuerpo nada es fijo ni definitivo, todo es cambiante y temporal, es necesario hacerlo objeto de pensamiento para conocer a qué tipo de dinámicas está sujeto su uso, tanto propio como ajeno. Porque el cuerpo es también un lugar político, un sitio regulado por y en la comunidad que esconde «relaciones de poder» que «condicionan y relativizan el lugar del sujeto, su asentamiento corporal, el espacio que ocupa sobre los planos convencionalizados de la casa, la ciudad, el territorio, la nación, el planeta».

Aunque nuestra condición no es sólo corporal, mientras permanecemos en la existencia viva (en términos biológicos), somos presencialidad, fisicalidad: patentización de un objeto al que llamamos cuerpo y que, simultáneamente, es más que objeto. Al fin y al cabo, «el cuerpo aloja diversas formas de verdad, verdades múltiples, contradictorias o complementarias, alternativas o antagónicas, relativas, contingentes o provisionales, que afirman en la corporalidad su derecho a existir». En definitiva, uno de los mejores y más recientes textos para estudiar la plurifacética dimensión del cuerpo, siempre inaprensible y fascinante y en el que se abre un continuo haz de significaciones que se pliegan, despliegan y repliegan, «revelando contenidos ocultos y disipando otros, según las épocas y las culturas». Un libro que guía en el proceso de revelación y desencubrimiento progresivo que el cuerpo ha seguido a lo largo de la historia y que nos pone sobre la pista de la importancia de estudiarlo como fenómeno filosófico.

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/2022/08/26/la-necesidad-de-pensarse-desde-y-con-el-cuerpo/

Andrea Soto Calderón

Andrea Soto Calderón: «Me parece un error valorar la cultura de la imagen desde una crítica a su narcisismo»

«Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo», escribió Fredric Jameson. Su frase, ya célebre, parece ser la que mejor resume las imposibilidades de nuestra época. El capitalismo no solo ha colonizado toda nuestra vida material, sino también toda nuestra vida mental: ya no podemos siquiera pensar en otros mundos posibles. ¿Cómo activar nuestra práctica imaginativa? ¿Cómo disparar el potencial creativo del pensamiento para soñar con otros mundos posibles? La filósofa Andrea Soto Calderón plantea en su nuevo libro, Imaginación material, respuestas originales a estas preguntas. En esta entrevista nos explica algunas de las líneas que abre.

Por Javier Correa Román

En la teoría marxista, clásicamente se ha dividido la realidad en dos elementos: la infraestructura y la superestructura. La infraestructura de una sociedad vendrían a ser, de forma sucinta y harto simplificada, las relaciones económicas, es decir, el desarrollo de los medios de producción y la relación de la sociedad con estos medios (con la propiedad como la relación fundamental). La superestructura sería, según la ortodoxia del marxismo, el resto de elementos de una sociedad: las ideas, la religión, el arte, la filosofía… La tesis de algunos marxistas es que es la infraestructura la que levanta, influye y modela la superestructura, o en otras palabras, son las relaciones económicas las que producen la sociedad.

Por eso, desde la tradición crítica, abordar ciertos elementos «supraestructurales» como el arte o la imaginación se consideraban una pérdida de tiempo, un planteamiento erróneo. De lo que se trataba, pensaban, era de cambiar las relaciones económicas de la sociedad. Sin embargo, la forma actual del capitalismo dista enormemente de ser el capitalismo de la revolución industrial. Ahora, casi todos los ámbitos de nuestra vida han sido mercantilizados. Como consecuencia, la cultura de nuestra sociedad ya no está producida por polos dispersos y múltiples, sino por un único centro de gravedad: la industria cultural.

Como consecuencia, nuestro panorama cultural está producido desde unos intereses (de clase) concretos y nuestra isla de utopía se ha secado completamente. Bombardeados por miles de imágenes —imágenes sin ninguna potencia simbólica, sin ninguna utopía que construir—, nuestra imaginación se ha secado o, al menos, tiene serias dificultades para plantear nuevas salidas. ¿Cómo vamos a cambiar las formas de producción si ni siquiera podemos imaginar otros mundos?

Este es el punto de partida del nuevo libro de la profesora Andrea Soto Calderón, Imaginación material. Soto Calderón es doctora en Filosofía y ha desarrollado sus investigaciones en Chile (en Valparaíso), España (Barcelona), Portugal (Lisboa) y Francia (París). Sus líneas de investigación se centran en las transformaciones de la experiencia estética en la cultura contemporánea, la crítica, la investigación artística, el estudio de la imagen y los medios, así como en la relación entre la estética y la política. Sus libros más recientes son Le travail des images, junto a Jacques Rancière, Les presses du réel y La performatividad de las imágenes, este último de 2020.

La tesis de Imaginación material (y solución a la encrucijada en la que nos encontramos) es la siguiente: para (re)activar la imaginación es necesario pensar y encontrar las prácticas que disparan la capacidad imaginativa. No todas las prácticas tienen el mismo potencial imaginativo (compárese trabajar ocho horas frente a un ordenador con una fiesta), así que una posible solución a este encallamiento de la imaginación es centrarnos en su componente material, en las prácticas que la disparan, en sus condiciones materiales de posibilidad. Sobre esta teoría novedosa, y sobre otros asuntos derivados, charlamos con ella en esta entrevista.

El título de su libro, Imaginación material, recoge un concepto homónimo de Bachelard, pero con nuevos matices. En su concepción, el término refiere a las prácticas materiales que disparan la imaginación (entendida siempre en un sentido crítico, como imaginación crítica de nuevas formas de vida). ¿Cómo influye los procesos materiales, lo que hacemos y cómo lo hacemos, en las prácticas imaginativas?

En realidad, Gaston Bachelard no es una referencia demasiado decisiva para el desarrollo de este ensayo, aunque suene paradójico dado que tomo una de sus formulaciones conceptuales para dar título al libro. Su investigación está orientada hacia la imaginación literaria y a mí lo que me interesa es cómo se forma una situación.

Me parece que Bachelard articula un nudo problemático que, por una parte, señala un desvío de la imaginación entendida como un lugar donde proyectar un significado previo; y, por otra parte, altera una comprensión —que es bastante habitual en lo que se entiende por «material»—, lo que me permitía pensar desde un campo diferente del plano desarrollado por los nuevos materialismos. Por lo tanto, diría que lo que motiva esta escritura, precisamente, tiene que ver con esto que señalas, con atender a los modos de hacer, a las prácticas que pueden abrir un acontecimiento. Lo que comporta una suerte de contraintuición, porque se supone que un acontecimiento no se puede trabajar, adviene. En efecto; pero que no se pueda anticipar no quiere decir que no se pueda preparar el terreno para los cambios.

Por ello, me interesa someter a consideración crítica la comprensión según la cual la imaginación sucede en un plano ideal y argumentar que la apertura de una imaginación crítica requiere un movimiento infraestructural, no solamente discursivo. De ahí la cuidada atención a los procesos, porque son los procesos los que hacen posibles los acontecimientos. No porque ellos nos permitan caminar en una dirección específica, en un orden de causas y efectos; al contrario, porque exigen estar atentos a lo que se está haciendo. Lo primero, pensar en un orden de causas y efectos supone un tipo de racionalidad que concibe un tiempo después de otro. Una racionalidad que está muy arraigada en nosotros, en nuestros gestos cotidianos, como, por ejemplo, recibir la paga después del trabajo o la jubilación después de años de vida laboral.

Como sostiene J. Rancière, «el discurso crítico parece haberse adaptado bien a ese tiempo y plegarse a sus exigencias, ya sea interiorizando pasivamente sus valores de libertad de consumo y personalidad flexible u oponiéndole valores libertarios que limiten el libre mercado»[1]. Es en este sentido que considero que existe un vínculo íntimo entre imaginación y maneras de hacer, entre gesta y gesto. Si el movimiento crítico no se conforma con denunciar, entonces ha de generar las consistencias imaginarias e infraestructurales para sus procesos de transformación.

«A mí lo que me interesa es cómo se forma una situación […], atender a los modos de hacer, a las prácticas que pueden abrir un acontecimiento. Lo que comporta una suerte de contraintuición, porque se supone que un acontecimiento no se puede trabajar, adviene»

Como bien dice en su libro, parece que se hubiera proclamado el fin de la imaginación, el fin de sus posibilidades; pareciera que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. En esta línea, muchos de los movimientos sociales caracterizan sus prácticas desde la pura negatividad: como movimientos anticapitalistas, movimientos antirrepresivos etc. ¿Cómo limita esta negatividad la potencialidad de los movimientos sociales?


Entiendo que el antagonismo es un lugar necesario de desidentificación, de disputa y, en muchos casos, una forma eficaz para abrir espacios de interrupción de un engranaje opresivo. Sin embargo, considero que muestra sus límites y puede tornarse paralizante si solo se queda en un movimiento reactivo.

No sabría decir si es el caso de los movimientos anticapitalistas o antirrepresivos. Diría que el problema surge, principalmente, cuando el «anti» se transforma en un lugar de identidad estable y no se encuentra manera de salir de ahí, no permite transitar o explorar otras formas, cuando falta inventiva a la hora de considerar lo «otro». Incluso me parece insuficiente pensar el capitalismo como un campo dado. «Lo otro» necesita ser construido y la narrativa dada impugnada, y en ese espacio de indeterminación es donde se pueden abrir los posibles. No tanto en reafirmar una posición, sino en poder alterar el orden que se impone como único.

Al mismo tiempo, considero que un imaginario político no tiene como desafío principal trazar un programa aglutinante. Los litigios que somos capaces de configurar están atravesados por batallas afectivas y sensibles, por relaciones económicas, no solo en términos monetarios, sino de una negociación ininterrumpida de miradas, ruidos, palabras, cuerpos y de disposiciones que ellas organizan. De ahí que considere necesario explorar una creación social, artística y conceptual que trabaje desde una imaginación material, que es siempre un trabajo desde los bordes, los restos, los fragmentos, lo accidental que se produce en las nuevas formas de contacto.


La imaginación, como capacidad humana que trasciende la realidad y crea mundos posibles, es fundamental en cualquier devenir revolucionario. Sin embargo, personalmente me inquieta que el turbocapitalismo actual también apele a ella y pugne por dominarla mediante exhaustas lógicas culturales: con sus llamadas a reinventarnos, a buscar novedades, a emprender… ¿Cómo podemos potenciar la imaginación sin caer en las lógicas mercantiles que todo lo devoran?


Precisamente por esto indicaba la importancia de la transformación infraestructural y no solamente discursiva. De hecho, si nos fijamos, las infraestructuras del capitalismo no disponen de metodologías donde la imaginación germine. Al contrario, si bien sus discursos son los de la innovación, los modos en que se articula su producción —y no solo el pensamiento— son los de una cultura enlatada, en donde todo nos viene hecho o prehecho, reduciendo nuestro margen de acción y de indeterminación al mínimo, intentando reducir al máximo la capacidad de lo accidental.

De ahí que sea tan importante crear mecanismos de predictibilidad no solo de nuestras conductas, también de nuestros deseos, de nuestros afectos, modos de organización y goce, tanto individual como colectivo. Esto ha sido analizado de modo muy fecundo por el pensamiento crítico del capitalismo de plataformas. Afortunadamente, los cuerpos siempre exceden a su normatividad, no se ajustan a su mandato, de ahí las sofisticadas tecnologías de control. Si fuera tan fácil fagocitar todo espacio de creación, no serían tan complejas sus infraestructuras y mecanismos de control.

Considero que en esto es fundamental alterar esa creencia de que existe un único mundo y que el capitalismo todo lo devora, lo que Mark Fisher nombraba como el realismo capitalista [la creencia de que no existe alternativa al capitalismo]. Hay muchísimas prácticas que el capitalismo no puede capturar. La mayoría de ellas tienen que ver con lo incontable, lo inconmensurable, lo que no se deja predecir. Por eso, la importancia crucial de generar otras formas de conocimiento, de reunión y de prácticas que no se reduzcan a una unidad de sentido. Así como la caverna de Platón es una construcción política que instituye una jerarquía entre los que piensan y los que ignoran, la creencia de que el capitalismo todo lo puede y todo lo asimila es una creación política de una fuerza impresionante.

Pero si atendemos a la vida, esta nos muestra lo contrario. Aprendemos que pequeños desvíos pueden abrir un mundo y que nuestra fuerza puede horadar ese flujo, pero debemos poder imaginarlo. Por eso, no basta con crear buenas políticas, es necesario crear las condiciones para que acontezcan nuevos procesos de subjetivación donde la gente se reconozca. Crear un imaginario es crear las condiciones para que se articule otro tipo de deseo en donde una comunidad vea esas políticas como deseable.

«El antagonismo es un lugar necesario de desidentificación, de disputa y, en muchos casos, una forma eficaz para abrir espacios de interrupción de un engranaje opresivo. el problema surge, principalmente, cuando el ‘anti’ se transforma en un lugar de identidad estable y no se encuentra manera de salir de ahí»

En su ontología de la imagen, si la he leído correctamente, el deseo juega un papel central y se coloca como un componente activo de las imágenes, el motor que nos impulsa a ellas. Casi podríamos decir que es la frontera entre la imagen y lo real. Me gustaría que desarrollase, si pudiese, un poco más todo esto: ¿qué papel tiene el deseo en el poder de la imaginación?


Uno de los intentos principales de mi investigación ha sido el de generar un desplazamiento de la ontología de la imagen a una atención por su performatividad, que es lo que desarrollé en un ensayo anterior que titulaba La performatividad de las imágenes. Ahí me preguntaba no tanto por lo que las imágenes son, sino por lo que hacen, los mundos que configuran y los procesos formativos a los que contribuyen.

En esa configuración de las imágenes, tal como dices, el deseo juega un lugar preponderante, de ahí que en este libro dedique un capítulo a lo que denomino una erótica de las imágenes. Desde la Antigüedad, antes que Eros se estabilizara en el amor ágape [el amor fraternal], Eros era concebido como lo que empuja a darse forma, como una fuerza que desborda y que insiste.

Ya en el Malestar en la cultura, Freud se preguntaba por qué la cultura se comporta de manera tan hostil con nuestro deseo, con las exigencias enmarañadas que tanto malestar nos generan. Al mismo tiempo se preguntaba cómo es que los extraordinarios progresos en las ciencias y su aplicación técnica no han contribuido de modo significativo en nuestra economía de la felicidad. De hecho, al contrario: han formado un tejido más complejo al margen del cual no podemos regular nuestros vínculos.

Así, para adecuarnos a las nuevas exigencias de la cultura, hemos de desplazar las condiciones de satisfacción de nuestro deseo, dirigirlo por otros caminos de los que ya ahí (fundamentalmente, como dirá más adelante Theodor Adorno, por aparatos de consuelo que derivan en formas de consumo). De hecho, Freud llegará a decir que «la cultura se edifica sobre su renuncia a lo pulsional»[2]. De esta forma, se supone que somos compensados económicamente por esta renuncia. La gran fuerza que preserva la vida, ya formulada por Nietzsche, y que vincula libidinalmente a los individuos, desvía su objeto de satisfacción para dirigirse a fines socialmente útiles. Así todo, considero que cualquier esfuerzo de poiesis no se articula sin deseo. De ahí provienen nuestras formas de resistencia y la potencia de nuestros afectos, para configurar otro campo de la experiencia a partir de lo que hay.

Hablemos de la mirada. Me interesa especialmente profundizar en las distintas modalidades de inervación que unos determinados medios imponen a nuestra mirada. Pienso, por ejemplo, en el modelo perceptivo que Benjamin otorga a la arquitectura como un modelo perceptivo que configura siempre una mirada distraída, perdida, sin capacidad para focalizar en un punto determinado. Le quería preguntar si cree que las tecnologías visuales de hoy en día tienen este mismo modelo perceptivo o en qué se diferencia nuestra mirada distraída de la que pudo ver Benjamin en la arquitectura.


Gracias a una invitación de Amador Fernández-Savater y Oier Etxeberria, que vienen desde hace tiempo pensando en torno a la problemática de la atención, pude pensar un poco en torno a esto que me preguntas, desarrollando una reflexión en torno a la necesidad de generar una atención dispersa.

Dentro de los diversos diagnósticos críticos de las imágenes, existe un amplio análisis sobre la complicidad de las imágenes con las crisis de la atención de las sociedades contemporáneas, ya sea en sus formas de multitasking, el zapping, la intolerancia al aburrimiento o lo que se ha denominado distracción crónica. En estos análisis, se señala la responsabilidad que las imágenes tienen en este empobrecimiento sensible.

En el contexto de un análisis de diversos procesos de transformación, tanto de las distintas relaciones de la mirada como de cambio profundo de las formas de percepción y de los modos en que se configura la experiencia, Walter Benjamin, en su conocido ensayo La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica(1936), no solo realiza un agudo análisis sobre la atrofia de las capacidades perceptivas y de las formaciones dominantes del espacio colectivo, sino que, además, lo hace por medio de ellos, introduciendo hábitos, ideas y costumbres, de ahí su profunda ambivalencia. Sus análisis operan en la captura y empobrecimiento de la experiencia, pero, al mismo tiempo, lo hacen sobre su capacidad de inventiva.

Para adecuarnos a las nuevas exigencias de la cultura hemos de desplazar las condiciones de satisfacción de nuestro deseo, dirigirlo por otros caminos de los que ya ahí (fundamentalmente, como dirá más adelante Theodor Adorno, por aparatos de consuelo que derivan en formas de consumo)

Esa misma inestabilidad está presente en el análisis que hace Benjamin en torno a las masas, de ahí sus esfuerzos en desfigurar la idea de masa burguesa como una masa compacta. Pero, al mismo tiempo, sostiene Benjamin que «el público es un examinador, es un examinador que se dispersa»[3]. Desde luego que hay otros textos en donde Benjamin adopta otras posiciones. En algunos incluso vincula la distracción [perceptiva] a los procesos de autoalienación destructivos del capitalismo, introduciendo la posibilidad de pensar en otras formas de experiencia descentrada, de acoger rigurosamente al movimiento que introducen los nuevos medios en las formas de organización e infraestructuras de lo cotidiano, modificando el modo y la manera en que operan.

Jonathan Crary, en Suspensiones de la percepción. Atención, espectáculo y cultura moderna (1999), sostiene que la atención tiene una naturaleza paradójica. Por una parte, las diversas crisis de atención de la sociedad contemporánea afectan a la creatividad y la experiencia; pero, por otra parte, «nuestra manera de contemplar y escuchar es el resultado de un cambio crucial que se produjo en la naturaleza de la percepción en la segunda mitad del siglo diecinueve»[4]. Esta transformación está íntimamente vinculada a la formación subjetiva necesaria para poder focalizarse en los requerimientos y exigencias de las nuevas formas de producción.

Es más, la capacidad de prestar atención, tal y como se formula en el imaginario colectivo, esto es, poder concentrarnos en algo, es «la capacidad para poder desconectarse de un amplio campo de atracción, con el fin de centrarse en un número reducido de estímulos»[5]. Formar la habilidad de poder desarrollar retazos y estados inconexos implica una profunda y compleja rearticulación subjetiva que se hace necesaria en un momento histórico en que la percepción debe adaptarse a la fragmentación y la parcialización de la experiencia. Quizás la cuestión sea cómo nuestras prácticas imagéticas puedan desarrollar diversos tipos de atención, de escucha al contexto, en la dispersión.

Siguiendo con la mirada, en otra parte del libro escribe: «Se trata de cómo desvincular la mirada de una determinada tecnología de dominio». Está claro que cualquier petición de recetas es una mala lectura del libro, pues las recetas tienen que imaginarse desde unas coordenadas y geografías particulares. Sin embargo, y perdone el pesimismo, me preocupan los efectos devastadores de este nuevo régimen de mirada (ahora con aplicaciones como TikTok, BeReal), porque generan, además de un dominio y un recorte de la mirada, una anestesia general sobre las imágenes. ¿Cómo recuperar la capacidad de ser afectados por las imágenes, para poder imbuirnos así de nuevos imaginarios, sin caer en la saturación de las imágenes del capitalismo y sus tecnologías?


Sí, comparto contigo la preocupación por la reducción imaginaria que generan este tipo de plataformas y su escaso margen de indeterminación, pero creo que el problema tiene una densidad tal que no tenemos categorías críticas para comprender. Me parece un error valorar esta cultura de la imagen desde una crítica a su narcisismo, pues no logramos entender la profundidad estructural de las imágenes. Se ha insistido mucho en afirmar que no hay cuerpo sin inscripción que lo narre, pero no se ha prestado tanta atención a la función que han ocupado las imágenes en esa configuración. En esto me parece que es crucial la afirmación de Marie-José Mondzain, según la cual «no hay sujeto sin imagen»[6].

De ahí la necesidad de explorar el potencial que tienen las apariencias en la construcción de nuevos imaginarios y en la creación de otras formas de sentido de lo común. En particular, es necesario levantar imágenes que puedan componer un vínculo con aquellos que solo tienen una imagen de sí mismos a través de los objetos, es decir, «que no tiene forma de hacerse reconocer en un campo social que consumiendo objetos que le dan una identidad. En donde el consumo de marcas se convierte en un marcador de  identidad»[7]. Nos hacemos objeto, como forma de obtener la mirada de los demás y un proceso de reconocimiento. Esta es una de las tantas formas de violencia del capitalismo. Por ello la urgencia de crear una crítica que no sea contra las imágenes, sino que pueda generar imágenes que tengan una función curativa, que articulen miradas que no pasen por el consumo de objetos o por nuestra empatía con las mercancías.

Pasemos ahora al diagnóstico de nuestra capacidad imaginativa actual: la miseria simbólica. Pienso mucho en la contradicción que habitamos: padecemos de una miseria simbólica, a pesar de vivir en el momento histórico en el que más imágenes producimos (aunque un porcentaje relativamente bajo comparado con las que consumimos). A raíz de esta contradicción, me pregunto si es viable crear nuevos imaginarios con los medios existentes o la exploración requiere también de una búsqueda material nueva, de nuevos medios, de otras tecnologías. ¿Qué cree usted?


Me siento muy próxima a aquellos pensadores y pensadoras que se han interesado por cómo pensar en la clausura, esto es, a partir de lo que existe y no en la espera de una utopía por venir. Desde luego es simplificar mucho los términos, pero creo mucho en la potencia de los pequeños gestos.

Michel Foucault afirmaba que la disciplina se implementa no por abstracciones generales, sino desde una anatomía del detalle, y tiendo a pensar que es precisamente desde intervenciones menores pero persistentes y múltiples desde donde se puede fisurar no solo un imaginario, sino los modos de organización de lo común.

Por ello, creo que establecer una relación nueva con algo conocido es quizás lo más difícil, pero también en esos pliegues se anida la posibilidad de encuentro con la memoria, los afectos y se articulan los vínculos por construir. Desde luego, la historia de las creaciones nos muestra que toda revuelta sensible siempre ha transformado sus medios y sus tecnologías, los materiales y los conceptos. Con todo, pienso que en una búsqueda por un hacer desestereotipado, muchas veces inútil, en un estar intenso y tenso, puede formarse lo imprevisto, lo que nunca fue visto.

«Nos hacemos objeto, como forma de obtener la mirada de los demás y un proceso de reconocimiento. Esta es una de las tantas formas de violencia del capitalismo. Por ello la urgencia de crear una crítica que no sea contra las imágenes, sino que pueda generar imágenes que tengan una función curativa»

Volvamos a la performatividad de las imágenes y a su propia historia. Históricamente, en la tradición occidental, el poder de la imaginación ha sido minusvalorado, viéndose reducida a mera yuxtaposición de imágenes y percepciones (pienso en Hume, por ejemplo). El ejemplo clásico es el del unicornio que se forma, imaginación mediante, al sumar un cuerno al caballo. Sin embargo, la imaginación tiene un potencial mucho mayor, un potencial verdaderamente creativo, que encuentra nuevas conexiones y genera nuevas imágenes, antes incluso de que estas tengan sentido. Me gustaría preguntarle por algunas de las manifestaciones de este chorro imaginativo, algunas de las cuales han sido históricamente denostadas, como por ejemplo: el delirio, la mentira o incluso la ficción. ¿En qué fenómenos cotidianos encontramos, en su fondo, el potencial creativo de la imaginación?


Precisamente por esto que señalas es que me parecía tan importante volver sobre los desarrollos conceptuales que realiza Cornelius Castoriadis, por esta dimensión de hacer-ser que instituye la imaginación, no solo como un añadido de percepciones anteriores.

En este sentido, yo creo que tenemos un potencial creativo escasamente explorado. En parte, porque la mayoría de nuestras epistemologías castigan el error y anticipan los efectos. Por otra, porque tenemos muy pocos espacios para la experimentación. Como decía Godard, solo acierta en ocasiones quien se arriesga. Pienso que, sin lugar a dudas, la necesidad y el deseo activan la imaginación, pero también poner el cuerpo allí donde no se nos espera, ni donde nosotras mismas lo esperamos: en el trabajo por mantener un vínculo afectivo con nuestra memoria (que cada vez delegamos más a nuestros aparatos desde los que se articula también la imaginación —o tecnoimaginación como gustaba llamarlo Vilém Flusser—), en la capacidad de visualizar nuestros recuerdos, de poner juntas cosas que nunca se habrían encontrado y de probar movimientos entre las cosas. Pero, sobre todas estas cosas, en el contacto intenso con nuestros materiales.

Recuerdo que en un diálogo que tuvimos con Pedro G. Romero nos preguntó cuál era nuestra manera-de-hacer básica, aquello que estábamos haciendo siempre, pero que no tiene que ver necesariamente con nuestro oficio o práctica artística o de pensamiento, aquello que desencadena el trabajo de una manera profunda. Era una invitación a atender cómo operamos con nuestros saberes, pero allí donde se suspende la intencionalidad, para lo que a veces hay que someter al cuerpo a ejercicios, una suerte de saber paralelo que nos va llevando, que es también lo que nos permite retomar caminos desde otros lugares y articular desde ahí economías subalternas de las imágenes. Pero, sobre todo, creo que hay un inmenso potencial creativo en poder jugar, diría que no sabemos lo que es jugar hoy.

«La mayoría de nuestras epistemologías castigan el error y anticipan los efectos»

Para acabar, me gustaría preguntarle por el componente colectivo de la imaginación. En esta situación, el término «colectivo» no puede significar únicamente yuxtaposición de gentes, pues hay procesos colectivos que nos individualizan y que impiden que aparezca una comunidad imaginativa (pienso, por ejemplo en algunas dinámicas de las redes sociales). ¿Cómo diferenciar lo colectivo de la mera suma de gentes? ¿Por qué elementos se caracteriza esa colectividad emancipadora?


Pienso que la imaginación siempre es colectiva, son los vínculos colectivos los que nos liberan. Considero que lo que define las posibilidades de una comunidad es su capacidad de tejer lazos que los articulen, no sin conflicto. Lazos que articulen percepciones, afectos, ideas, pero que no sea una unidad consensual, como sostenía Platón.

Como afirma Christian Ruby, «[…] lo común se hace en el movimiento mismo donde es puesto en cuestión el seno del conflicto»[8]. Por eso no hay algo propio de una comunidad. No existe lo propio, sino poéticas de comprensión y anudamiento. Por lo tanto, no sé si se puede hablar de comunidad en el caso de colectivos que se reúnen en las redes sociales, pero tampoco creo que sea posible afirmar que ahí no se pueda producir un encuentro que genere una comunidad.

Diría que una comunidad es más que estar juntos o compartir un lugar donde vivimos y nos movemos. Al mismo tiempo, lo que es una comunidad no puede ser definido con anterioridad a su configuración, porque se forja en su aparecer. Como ha desarrollado de maneras diversas Rancière, el sensorium común no es solo lo que une a una comunidad, es también su poder de la separación, de desindentificación para crear otra comunidad de sentido. De ahí que la adherencia a una red social por sí misma no constituye para mí una comunidad.

Lo que abre una comunidad germina en los pliegues de lo existente. Siguiendo a Jean-Louis Déotte, podemos decir que «los sin-parte no acceden a una escena pública ya existente: el sitio sobre el cual van a aparecer deben ellos mismos hacerlo surgir»[9]. El conflicto se expone creando la escena de esa exposición. Por ello, es también una alteración, una interrupción en el orden de la cultura entendida como formación por medio de la imaginación.


Notas bibliográficas

[1]    Jacques Rancière, En quel temps vivons-nous? Conversation avec Eric Hazan, Paris, La Fabrique, 2017, p. 31.
[2]    Sigmund Freud, El malestar en la cultura, Amorrortu, Buenos Aires, 1992, p. 96.
[3]    Walter Benjamin, La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica, Discursos interrumpidos I, Taurus, Buenos Aires, 1989, p. 55.
[4]    Jonathan Crary, Suspensiones de la percepción. Atención, espectáculo y cultura moderna, Akal, Madrid, 2008, p. 11.
[5]    Ibidem.
[6]    Michaela Fiserova, Marie-José Mondzain,  Image, sujet, pouvoir. Entretien avec Marie-José Mondzain. 2008. Sens public. Disponible aquí.
[7]    Ibidem.
[8]     Christian Ruby, L´interruption. Jacques Rancière et la politique, La Fabrique, París, 2009, p. 38.
[9]     Jean-Louis Déotte, Qu’est-ce qu’un appareil? Walter Benjamin, Jean-François Lyotard, Rancière, L’Harmattan, París, 2007, p. 105.

Fuente: https://www.filco.es/andrea-soto-calderon-imaginario/

La filosofía como eje de la educación en democracia

La revista Paideia tuvo la gentileza de publicar en su último número nuestro artículo «La filosofía como eje de la educación en democracia«. En él sostenemos la idea de que la formación filosófica es un componente fundamental de la educación en y para la democracia. La razón es que tres de las propiedades más importantes de las ideas de democracia y de educación (la orientación axiológica, la dimensión dialéctica y la autorreferencialidad) son las mismas que caracterizan específicamente a la actividad filosófica, una disciplina que contribuye como ninguna otra al aprendizaje de tres competencias análogas a dichas propiedades (la especulación en torno a las ideas, el diálogo crítico y la actitud reflexiva) y que resultan necesarias tanto para el ejercicio pleno de la ciudadanía como para el desarrollo de una educación articulada en torno a la autonomía del alumnado. 

Entrada publicada en el blog Filosofía para Cavernícolas

Pere Lluís Font

Pere Lluís Font: «Me deslumbró la potencia intelectual y creadora de Pascal»

Pere Lluís Font ha editado recientemente los Pensamientos de Pascal en catalán para la editorial Adesiara. Es uno de los principales expertos de nuestro país en este autor. En esta entrevista nos habla de Pascal y de la influencia que este tiene en la filosofía contemporánea.

Por Miguel Seguró

Pere Lluís Font (1934) es profesor en la UAB, la Universitat Autònoma de Barcelona, y vicepresidente del Patronato de la Fundación Joan Maragall. Licenciado en Filosofía por la Universidad de Toulouse (Francia), ha dedicado gran parte de su vida como profesor al estudio de autores modernos como Pascal, Montaigne, Spinoza, Kant y Descartes, y ha realizado diversas traducciones de sus obras al catalán. Ha sido miembro del Colegio de Filosofía y de la sección de Filosofía y Ciencias Sociales del Instituto de Estudios Catalanes. En 2003 recibió la Cruz de San Jordi y en 2005 fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad de Lleida.

Pere Lluís Font es uno de los principales expertos en Pascal y recientemente ha editado sus Pensamientos en catalán en la editorial Adesiara.

Para el gran público, es mucho más conocido Descartes o Spinoza que Pascal. ¿A qué cree que se debe esta situación?
Puede que al gran público le suenen más Descartes o Spinoza que Pascal en la medida que una parte de la población ha pasado por alguna clase de filosofía en la enseñanza media, en la que es más probable que haya oído hablar más de los primeros. El nombre de Pascal, en ese grado de la enseñanza, ha quedado asociado, a lo sumo, al conocido principio de la hidrostática.

En otros tiempos, saber que Pascal era autor de los Pensamientos y de las Provinciales formaba parte de la «cultura general» (concepto ahora venido a menos), como lo era saber que Descartes es el autor del Discurso del método y de las Meditaciones metafísicas, o Spinoza lo es de la Ética y del Tratado teológico-político.

Para el reducido público filosófico, Descartes y Spinoza son indiscutiblemente filósofos de primerísimo orden, mientras que a Pascal algunos le regatean esa condición porque es un pensador inclasificable, que rompe todos los esquemas. La crisis de la cultura general y el carácter atípico de Pascal como filósofo podrían explicar la supuesta situación actual.

La figura de Pascal, sin embargo, parece muy contemporánea. Por ejemplo, en su obra se escribe en forma de aforismos o flashes, en la que se destila una racionalidad muy emotiva. ¿Estaría de acuerdo con que se trata de una figura que podría sernos más próxima?
Pascal puede parecer a algunos un contemporáneo por esas razones, que no estoy seguro de que sean las buenas. El Pascal de los Pensamientos no es un autor de aforismos a la manera de algunos coetáneos suyos, como por ejemplo François de La Rochefoucauld, sino de textos fragmentarios y de notas que iba escribiendo mientras meditaba la que había de ser su gran obra en defensa de la religión cristiana (aunque esas notas tengan a veces apariencia aforística). 

En cuanto a la «racionalidad emotiva», la expresión podría aceptarse si con ello se quiere decir que conocemos no solo con la razón, sino también con el corazón, como escribe Pascal. Pero es verdad que esos fragmentos funcionan a veces como flashes, y algunos críticos consideran que como tales son incluso superiores a lo que imaginan que habría sido la obra acabada, que creen que habría perdido viveza. En este sentido, tiene un aire literario que puede sernos muy próximo.

A mi parecer, lo que hace de Pascal un contemporáneo es, tanto o más que la forma expresiva o la supuesta emotividad, el fondo de su pensamiento filosófico. La obra de Pascal se mueve críticamente dentro del espacio mental abierto por Descartes y anticipa ideas importantes de Kant, que es el filósofo que abrió el espacio mental en el cual todavía nos movemos nosotros. No en vano la crítica le ha considerado a menudo como un existencialista avant la lettre.

Por otro lado, el tiempo lo ha consagrado como un clásico, y los clásicos, si bien escriben para los lectores de su tiempo, parece como si hubiesen escrito para nosotros.

«Pascal no es un autor de aforismos, como algunos coetáneos suyos, sino de textos fragmentarios, escritos a medida que meditaba»

¿Cree usted que el hecho de que un autor escriba en forma de pensamientos o aforismos (a pesar de que esta no fuese la intención última de Pascal) lo hace más enigmático e interesante?
Depende de la calidad de esos pensamientos o aforismos,porque creo que un aforismo, como un poema, solo es bueno si es muy bueno. Un tuit no es un aforismo.

La edición catalana de los Pensamientos de Pascal preparada e introducida por usted que acaba de publicarse es un trabajo de muchos días y muchas noches. ¿Qué relación ha tenido a lo largo de su vida con los Pensamientos de Pascal?
Descubrí en mi época de estudiante de Filosofía en Francia la maravillosa tríada de pensadores-escritores formada por Montaigne, Descartes y Pascal, que me ha acompañado toda la vida. Son autores que he leído, releído, estudiado y explicado en la universidad y cuyas obras me llevaría a una isla desierta.

Centrándome en Pascal, puedo decir que quedé deslumbrado por su formidable potencia intelectual y creadora y por la abundancia de ideas luminosas sobre casi todo: sobre Dios y el hombre, el universo y el terruño, la naturaleza y la cultura, el individuo y la sociedad, el pensamiento y el lenguaje, la sabiduría y la locura, la estética y la política, la ciencia y la religión…

Luego fui descubriendo que era la primera figura europea del momento especialista en cuatro campos: en la ciencia, en la filosofía, en la literatura y en el pensamiento religioso, caso único en la historia universal de la cultura. En particular, me impresionó la originalidad de su filosofía, y me sorprendió (y sigue sorprendiéndome) que tantos supuestos filósofos no se lo reconozcan. Por eso, en esta edición lo reivindico como un filósofo de primera magnitud.

Últimamente está dándose un mayor interés por la filosofía. ¿Cree usted que la filosofía está de moda?
Eso parece, en parte porque se ha aguado el sentido del vocablo. Por ejemplo, se habla de la filosofía de una empresa o de un partido, y en los estantes de filosofía de algunas librerías se encuentran hasta los libros de autoayuda.

Pero hay la filosofía «dura», que siempre será minoritaria, y la filosofía como entrenamiento en el pensamiento crítico (con recurso a las grandes figuras históricas), que siempre habrá que reivindicar para todo ciudadano y que periódicamente los gobiernos parecen interesados en reducir al mínimo.

«Lo que hace de Pascal un contemporáneo es el fondo de su pensamiento filosófico: anticipa ideas importantes de Kant, que es el filósofo que abrió el espacio mental en el que todavía nos movemos nosotros»

En este sentido, hay también un creciente interés, también académico, por la filosofía desarrollada en los tiempos del Barroco. ¿Comparte usted la idea de que nuestros tiempos son un poco barrocos también, por su emotividad o sensación de crisis, por ejemplo?
¿Tiempos barrocos, los nuestros? Depende de qué entendamos por «barroco», que es un concepto complejo y escurridizo. Definirlo a partir de la emotividad lo acercaría al Romanticismo. En cambio, la idea de crisis sí que parece convenirle a la época del Barroco y a la nuestra.

Es indiscutible que hay un gran potencial filosófico en la época del Barroco. Y, si las tendencias filosóficas del siglo XX pueden parecernos escurriduras de las del XIX, no estaría mal que las del XXI mirasen más hacia el XVII, que es un saeculum mirabile de la filosofía.

¿En qué nos puede interpelar directamente hoy la lectura de la filosofía de Pascal?
En el libro que da pie a esta entrevista presento a Pascal filósofo como uno de los grandes poscartesianos, por los que supuestamente hay ahora entre nosotros un renovado interés.

Creo que Pascal es digno de figurar al lado de los racionalistas continentales (Spinoza, Malebranche y Leibniz) y de les empiristas británicos (Locke, Berkeley y Hume), y que, además, como ya he apuntado, anticipa muchas de las ideas de la filosofía crítica de Kant, en cuya estela todavía nos encontramos.

Creo que poner a Pascal en esa nómina aportaría al estudio del conjunto una coloración crítica avanzada. En todo caso, se puede aprender mucho de su filosofía de la ciencia, de su filosofía de la religión, de su axiología y de su antropología filosófica, sin olvidar su filosofía política y su estética.

Por otra parte, puede que haya algo de verdad en la afirmación de Bergson según la cual Descartes y Pascal originan dos estilos de filosofía que perduran hasta la actualidad. Hay en Pascal una dimensión de frescura y de conciencia de los factores no intelectuales que intervienen en el pensamiento, capaz de ablandar y de poner en un aprieto cualquier sistema cerrado.

Además de la de Pascal, usted es un gran conocedor de la filosofía de Descartes y de Kant, que son las dos referencias en el tiempo de lo que se ha considerado que es la filosofía moderna. Hoy en día, ¿es la filosofía moderna una filosofía válida para entender nuestro mundo?
Tradicionalmente se distingue entre Edad Moderna y Contemporánea, poniendo el punto de separación en la Revolución francesa. Esa idea restringida de «Edad Moderna» lleva a considerar que la filosofía moderna acaba con Kant y que la filosofía contemporánea comienza con los poskantianos.

Pienso que toda gran filosofía, leída desde la actualidad, nos puede hacer entender aspectos importantes de nuestro mundo. Y que, por otra parte, ninguna filosofía basta por sí sola para ese objetivo. En todo caso, la filosofía moderna (en el sentido restringido del término), obviamente, ha de ser completada con la contemporánea. Aunque, con permiso de Hegel, pienso que las filosofías se suceden, pero que difícilmente se puede decir que son superadas.

«Hay en Pascal una dimensión de frescura y de conciencia de los factores no intelectuales que intervienen en el pensamiento, capaz de ablandar y de poner en un aprieto cualquier sistema cerrado»

Fuente: https://www.filco.es/pere-lluis-font-pascal/

El mito de la Inteligencia Artificial

El mito de la Inteligencia Artificial: por qué las máquinas no pueden pensar como nosotros lo hacemos.

Un libro contracorriente que desmonta los mitos que envuelven a la Inteligencia Artificial, unos mitos que anuncian logros excepcionales con los que superará en breve a la inteligencia humana.

Los mesías del futuro insisten en afirmar que la Inteligencia Artificial pronto eclipsará las capacidades de las mentes humanas con más talento. Según ellos, no queda ninguna esperanza, pues el avance de las máquinas superinteligentes es imparable. Pero la realidad es que ni estamos en el camino hacia el desarrollo de máquinas inteligentes ni sabemos siquiera dónde podría hallarse ese camino.

Erik J. Larson es un científico e investigador pionero en el procesamiento del lenguaje natural, además de empresario tecnológico que trabaja a la vanguardia de la IA. En este libro nos acompaña en un recorrido por el panorama actual de este ámbito para demostrar lo lejos que estamos realmente de la superinteligencia y qué sería necesario para llegar a ella.

Desde Alan Turing, los entusiastas de la inteligencia artificial han caído en el profundo error de equipararla con la inteligencia humana. Pero la IA trabaja con el razonamiento inductivo, procesando conjuntos de datos para predecir resultados, mientras que los humanos no correlacionamos conjuntos de datos: hacemos conjeturas a partir de la información del contexto y de la experiencia. No tenemos ni idea de cómo programar este tipo de razonamiento basado en la intuición, conocido como razonamiento abductivo.

El verdadero problema es que la exageración alrededor de la IA no solo es mala ciencia, sino que también es mala para la ciencia. La cultura de la innovación florece cuando explora lo desconocido, no cuando exagera las virtudes de las tecnologías existentes. La IA inductiva seguirá mejorando en la realización de tareas específicas, pero si queremos lograr un progreso real, debemos comenzar por apreciar plenamente la única inteligencia verdadera que conocemos: la nuestra.

Según Carlos Guardían….

Un investigador de vanguardia en el campo de la IA y empresario tecnológico desmiente la fantasía de que la superinteligencia está a unos pocos clics de distancia, y argumenta que este mito no sólo es erróneo, sino que está bloqueando activamente la innovación y distorsionando nuestra capacidad para dar el siguiente salto crucial.

Los futuristas insisten en que la IA pronto eclipsará las capacidades de la mente humana más dotada. ¿Qué esperanza tenemos contra las máquinas superinteligentes? Pero en realidad no estamos en el camino de desarrollar máquinas inteligentes. De hecho, ni siquiera sabemos dónde puede estar ese camino.

Erik Larson, empresario tecnológico e investigador científico pionero que trabaja en la vanguardia del procesamiento del lenguaje natural, nos lleva a recorrer el panorama de la IA para mostrar lo lejos que estamos de la superinteligencia y lo que haría falta para llegar a ella. Desde Alan Turing, los entusiastas de la IA han equiparado la inteligencia artificial con la humana. Esto es un profundo error. La IA trabaja con un razonamiento inductivo, calculando conjuntos de datos para predecir resultados. Pero los humanos no correlacionamos conjuntos de datos: hacemos conjeturas informadas por el contexto y la experiencia. La inteligencia humana es una red de conjeturas, teniendo en cuenta lo que sabemos del mundo. No tenemos ni idea de cómo programar este tipo de razonamiento intuitivo, conocido como abducción. Sin embargo, es el corazón del sentido común. Por eso Alexa no puede entender lo que le preguntas, y por eso la IA sólo puede llevarnos hasta cierto punto.

Fuentes:

-https://www.alibri.es/libro/861039/el-mito-de-la-inteligencia-artificial-por-que-las-maquinas-no-pueden-pensar-como-nosotros-lo-hacemos

-https://carlosguadian.net/2022/02/23/the-myth-of-artificial-intelligence-why-computers-cant-think-the-way-we-do/

Isidore Ducase

El enigmático Isidore Ducase, conde de Lautréamont, y «Los cantos de Maldoror»

Juan Ignacio Espel

La obra de Isidore Ducase, también conocido como conde de Lautréamont, es breve y oscura, como su vida. Esa vida que, al decir de Rubén Darío, parecería ser la «pesadilla de algún triste ángel». Pero su obra iluminaría el horizonte poético, como una estrella fugaz que surca la noche en silencio. Ducasse llevó al extremo el culto romántico del mal, y a pesar de su prematura muerte, Los cantos de Maldoror Poesías (extremos de tensión artística y ontológica) lo catapultaron como un mito de la lírica francesa moderna. En su obra latía solapadamente el movimiento surrealista que marcaría el arte europeo de posguerra. André Breton llegó a decir que en Los cantos vio «la expresión de una revelación total que parece exceder las posibilidades humanas».

Isidore-Lucien Ducasse nació en Montevideo, Uruguay, el 4 de abril de 1846. Hijo de François Ducasse, diplomático francés destinado en el consulado, y de Celestine Jaquette Davezac, también francesa. Su madre murió cuando Isidore tenía pocos menos de dos años.​ Según algunos estudiosos, ciertas experiencias de su niñez, durante la Guerra Grande (1839-1851), habrían influido fuertemente en su carácter.

En octubre de 1859 fue enviado al Liceo de Tarbes y después, en 1863, al Louis Barthou, en Pau, donde cursó retórica y filosofía. Paul Lespés, uno de sus compañeros de curso, lo recordaba años después: «Lo veo todavía como un muchacho delgado, alto, con la espalda un poco curvada, la tez pálida, los cabellos largos que le caían sobre la frente, la voz algo fría. Su fisonomía no tenía nada de atractiva… Era de ordinario triste y silencioso y como replegado sobre sí mismo… A menudo, en la sala de estudio, se pasaba horas enteras con los codos apoyados en su pupitre, las manos en la frente y los ojos sobre un libro clásico que no leía; se veía que se hallaba sumergido en un sueño». Más adelante menciona: «En 1864, hacia el final del curso, Hinstin (el profesor), que con frecuencia reprochaba a Ducasse lo que él llamaba sus exageraciones de pensamiento y de estilo, leyó una composición de mi condiscípulo. Las primeras frases, muy solemnes, excitaron enseguida su hilaridad, pero pronto se sintió molesto. Ducasse no sólo había cambiado de maneras, sino que singularmente las había exagerado. Jamás hasta entonces había dado tanta rienda suelta a su imaginación desenfrenada. No había una frase en la que el pensamiento, formado en cualquier caso de imágenes acumuladas, de metáforas incomprensibles, no estuviera oscurecido por invenciones verbales y formas de estilo que no respetaban siquiera la sintaxis». Y termina confesando: «… su actitud distante, si puedo emplear esta expresión, una especie de gravedad desdeñosa y una tendencia a considerarse como un ser aparte, las oscuras preguntas que nos hacía a quemarropa y a las cuales teníamos dificultad en responder, sus ideas, las formas de su estilo, en fin, la irritación que a veces manifestaba sin ningún motivo serio, todas esas extravagancias hacía que nos inclináramos a creer que su cerebro carecía de equilibrio».

Tras una visita al Uruguay en 1867 regresó a París y se instaló en la calle de Notre-Dame-des-Victoires. Su padre, que moriría en Montevideo en 1889, le ayudaba enviándole algún dinero. Su obra clave fue, sin duda, Los cantos de Maldoror, un libro «diabólico y extraño, burlón y aullante, cruel y penoso» donde se oyen a un tiempo los «gemidos del dolor» y los «siniestros cascabeles de la locura, al decir de Darío.  

Los primeros fragmentos aparecieron en 1868 (la obra completa sería publicada un año más tarde en Bélgica). Temiendo ser acusado de blasfemia u obscenidad, el editor Albert Lacroix hizo poco o nada por difundir el libro. Desesperado, Ducasse escribió a Auguste Poulet-Malassis, el editor de Las flores del mal, pidiéndole que enviara copias de su libro a los críticos. 

La genealogía de Los Cantos puede rastrearse hasta el Manfred de Lord Byron, el Konrad de Adam Mickiewicz o el Fausto de Goethe. Ducasse heredó el arquetipo del antihéroe, en lucha abierta con Dios; el estilo tiene reminiscencias épicas. Cada uno de los cantos está dividido en estrofas, con excepción del sexto y último, que componen una nouvelle que cambia abruptamente la estructura empleada hasta entonces.

La atmósfera es grotesca: se ensalza el homicidio, la crueldad, la violencia, la perversión, la corrupción. Dios es un viejo sádico que asesina desde un burdel; los objetos y los animales hablan; se multiplican las metamorfosis; los personajes se agigantan. Leemos en el Canto II:

Mi poesía consistirá, sólo, en atacar por todos los medios al hombre, esa bestia salvaje, y al Creador, que no hubiera debido engendrar semejante basura».

Una voz crítica sobrevuela la obra constantemente, acompañando al lector. Lo invita al espectáculo de hacer y deshacer la obra. A partir del cuarto canto la voz se impone: su narrativa se apodera de la sustancia del poema. 

El «héroe» ducassiano es un enemigo acérrimo de Dios y de la humanidad. Dice del primero:

… levanté mis párpados asustados más arriba, aún más arriba, hasta que percibí un trono formado de excrementos humanos y de oro, sobre el cual se pavoneaba, con idiota orgullo, el cuerpo, envuelto en un sudario hecho con sábanas sin lavar de hospital, de aquel que se denominaba a sí mismo el Creador. Tenía en la mano el tronco podrido de un hombre muerto, y lo llevaba, alternativamente, de los ojos a la nariz y de la nariz a la boca; una vez en la boca, se adivina qué hacía con él. Sus pies se hundían en un vasto charco de sangre en ebullición, en cuya superficie se alzaban bruscamente, como tenias a través del contenido de un orinal, dos o tres tímidas cabezas que volvían a sumergirse en seguida con la rapidez de una flecha: un puntapié bien aplicado en el hueso de la nariz era la conocida recompensa por incumplir el reglamento, dada la necesidad de respirar otro ambiente, pues, en modo alguno, esos hombres no eran peces.

De sus congéneres no espera mucho más:

¡Que sea yo tan generoso como para amar a mis semejantes! ¡No, no! Lo he resuelto desde el día de mi nacimiento. ¡Ellos no me aman! Se verá a los mundos destruirse, y al granito deslizarse, como un cormorán, sobre la superficie del oleaje, antes de que yo estreche la mano infame de un ser humano.

Declara la guerra a cuchillo a la humanidad:

Y lo mismo si alcanzo una victoria desastrosa como si sucumbo, el combate será hermoso: yo solo contra la humanidad… Esta guerra terrible arrojará el dolor sobre las dos partes: dos amigos que intentan obstinadamente destruirse, ¡qué drama!

Maldoror es un amoral que «cuando besaba a un niño pequeño de rostro rosado hubiese querido rebanarle las mejillas con una navaja, y lo habría hecho con frecuencia si Justicia, con su largo cortejo de castigos, no se lo hubiera impedido cada vez». Capaz de coserle los ojos a una niña, para «privarla del espectáculo del universo». No lo oculta, e incluso es parte de su orgullo: «No era mentiroso, confesaba la verdad y decía que era cruel». «La hipocresía será expulsada sin titubeos de mi morada. En mis cantos existirá una imponente prueba de fortaleza, al despreciar de esa manera las opiniones aceptadas. Él canta para él solo, y no para sus semejantes. El no coloca la medida de su inspiración en la balanza humana. Libre como la tempestad, ha venido a encallar, un día, en las playas indómitas de su terrible voluntad. ¡No teme a nada, sino a sí mismo! En sus combates sobrenaturales, atacará con ventaja al hombre y al Creador, como cuando el pez espada hunde su estoque en el vientre de la ballena». ¿Qué más podía ser, si eso le indicaba su naturaleza? «¿Querrá la piedra sustraerse a las leyes de la gravedad? Imposible».  

Maldoror simboliza la rebelión adolescente y la victoria de lo ideal sobre lo terrenal: rechazar la realidad (que llama «El Gran Objeto Exterior») lo aleja de sus semejantes, y por eso sufre. Sólo un orgullo miltoniano, luciférico, lo hace más poderoso y le permite sobreponerse al entorno prosaico que pretende aplastarlo.

El escritor argentino Mario Satz recordaba la lectura de Los cantos en su adolescencia en un fragmento que merece la pena reproducir: 

Podía  ver  solamente  su  rostro,  del  cuello para abajo era puro océano, caos y lágrimas. Sin embargo, el verle los ojos era ya demasiado para mí. Eran los ojos del poeta, del demiurgo, del hierofante, del sacrificador, del verdugo y de la pobre víctima humana que engendra todos esos oficios. Nunca sufrí tanto, gemí tanto como ese primer día, sentado en  el banco de una plaza, a la misma edad – casi – de ese adolescente que se ahoga en el Sena. Bebía de golpe toda la opresión de nuestra civilización, sus fulgores y vergüenzas, en la cristalina copa que me tendía Lautréamont, héroe mitológico en un mundo desprovisto de  mitos. Sus frases se curvan bajo mis párpados como cables de alta tensión.

Entonces yo tenía los bolsillos llenos de pólvora y contemplaba el mundo con la avidez de  un samama hindú. Mi vicio era la iluminación, el horadar, como un rayo de sol cada una de las formas que me rodeaban.

Lautréamont guiaba mis apetitos, patrocinaba mis delirios, lanzaba contra mí su poderosa mirada didáctica, seductora, como indicándome el valor dionisíaco de la embriaguez a la que hay que llegar, ese amor por todo, ese éxtasis que subleva la sangre a la altura de la piel.

Lautréamont es Hércules, Prometeo, es el verbo que narra el descuartizamiento divino, la inmersión en los instintos, en la abominación de la muerte. Aún hoy, después de algunos  años, ese adolescente que yo era, me mira con los mismos ojos de Lautréamont: impávidos en mi memoria, impávidos bajo esta noche azul y fría, frente a un espejo que jamás traicionará lo ilusorio de nuestra condición, por más que ladremos al infinito. 

La novela que cierra la obra es rocambolesca, casi folletinesca; por eso mismo inundó los periódicos de la época. En ella se desenvuelve una intriga sugerida en la primera parte de la obra. A través de violentas escenas, donde brillan la desdicha y el mal, Ducasse ajusta el tono, combinando la amplitud del ritmo y el desengaño, creando así una suerte de principio de antigravedad, implacable e ineludible.

Como para Max Stirner en la filosofía, la clave poética de Ducasse es la irreverencia: todo puede y debe ser desacreditado; tenemos que reírnos de todo. La existencia es la prueba que nos impone el universo para saber si podemos aprender a reír. Hay una especie de (a)moralidad fisiológica en su obra, al estilo nietzscheano. Ética y estética por igual son arrastradas por el barro. Nada queda en pie. Se burla, o más bien yuxtapone, conceptos perennes como la belleza: «El búho de Virginia, bello como un recuerdo sobre la curva que describe un perro al correr tras su dueño, se introdujo en las grietas de un convento en ruinas. El buitre de corderos, bello como la ley que detiene el desarrollo del pecho de los adultos cuya propensión al crecimiento no está en relación con la cantidad de moléculas que su organismo asimila… El escarabajo, bello como el temblor de las manos en el alcoholismo, desapareció en el horizonte». «Bello como el suicidio», dice en otra parte. Y, sobre todo, bello «como el encuentro fortuito en una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas». Esta frase sería la punta de lanza de los surrealistas, herederos directos del oscuro Ducasse.

El poeta relativiza la moral: «¿Qué es entonces el bien y el mal? ¿Es la misma cosa, por medio de la cual testimoniamos con rabia nuestra impotencia y la pasión de alcanzar el infinito, incluso por los medios más insensatos? ¿O bien son dos cosas diferentes? Sí… es mejor que sean una misma cosa… pues, si no, ¿en qué me convertiría el día del Juicio Final?». Poco después confiesa: «Yo hice un pacto con la prostitución a fin de sembrar el desorden de las familias».

En Los cantos no sólo encontramos el germen del surrealismo; hay fuertes destellos existencialistas:

Al claro de la luna, cerca del mar, en los aislados lugares de la campiña, se ve, cuando uno está sumido en amargas reflexiones, que todas las cosas revisten formas amarillas, indecisas, fantásticas… Entonces, los perros, enfurecidos, rompen sus cadenas, se escapan de las lejanas granjas, corren por la campiña, aquí y allá, presas de la locura. De pronto, se detienen, miran a todos lados con hosca inquietud y los ojos encendidos, levantan la cabeza, hinchan el terrible cuello y rompen a ladrar, unas veces, como un niño que grita de hambre; otras, como un gato herido en el vientre sobre un tejado; otras, como una mujer que va a dar a luz; otras, como un moribundo apestado en el hospital; otras, como una muchacha que canta una sublime melodía contra las estrellas; contra la luna; contra las montañas; contra el aire frío que aspiran y que vuelve rojo y ardiente el interior de su nariz… Comienzan de nuevo a correr por la campiña, saltando con sus patas ensangrentadas por encima de los fosos, los caminos, los campos, las hierbas y las escarpadas piedras. Diríase que sufren de la rabia, que buscan un gran estanque para apaciguar su sed. Sus prolongados aullidos aterrorizan a la naturaleza. ¡Ay, del viajero rezagado! Los amigos de los cementerios se arrojarán sobre él, le desgarrarán, le devorarán con su boca de la que chorrea sangre; pues sus colmillos no están dañados. Los animales salvajes, sin atreverse a acercarse para participar en aquel banquete de carne, huyen, temblorosos, hasta perderse de vista. Pasadas algunas horas, los perros, rendidos de correr de aquí para allá, casi muertos, con la lengua afuera, se precipitan unos sobre otros, sin saber lo que hacen, y se desgarran en mil pedazos con una rapidez increíble. No obran así por crueldad. Un día me dijo mi madre con ojos vidriosos: «Cuando estés en tu lecho y escuches los ladridos de los perros en la campiña, ocúltate bajo tus mantas, no te burles de lo que hacen: tienen una sed insaciable de infinito, como tú, como yo, como el resto de los mortales de rostro pálido y alargado. Hasta te permito que te coloques delante de la ventana para contemplar ese espectáculo, que es sublime». Desde entonces respeto el deseo de la muerte. Yo, como los perros, siento la necesidad del infinito… ¡Y no puedo, no puedo satisfacer esa necesidad! Soy hijo del hombre y de la mujer, según me han dicho. Me extraña… ¡creía ser más!

Al final de la trayectoria literaria (y de la vida) del poeta tuvo lugar una metamorfosis, un giro copernicano. Mientras esperaba que Los cantos fueran distribuidos, empezó a trabajar en un nuevo escrito: Poesías, publicadas tras su muerte en 1870 y comentadas en la Revue populaire de París. 

El estilo cambia radicalmente: máximas y aforismos, como los Pensamientos de Pascal o los «dardos» de Nietzsche. El libro está principalmente compuesto por apreciaciones estéticas sobre la poesía y la literatura, desde las tragedias griegas, pasando por Poe y deteniéndose en Baudelaire, Dumas y Victor Hugo. En síntesis: crítica literaria. Pero también sirve como una continuación de su «descripción fenomenológica del mal», en la que planeaba cantar al bien. «Quiero proclamar lo bello con una lira de oro». Quizá de ambas obras surgiera la unidad: la dicotomía entre el bien y el mal. En otras palabras, el ser humano como un todo. Neruda opinó al respecto: «Fue más allá del mal para llegar al bien».

He renegado de mi pasado –confesaba el poeta–. Ya no canto más que a la esperanza; pero, para ello, es preciso primero atacar la duda de este siglo (melancolías, tristezas, dolores, desesperos, lúgubres relinchos, maldades artificiales, orgullos pueriles, cómicas maldiciones, etc.). En una obra que llevaré a Lacroix a primeros de marzo, tomo en consideración las más bellas poesías de Lamartine, de Victor Hugo, de Alfred de Musset, de Byron y de Baudelaire, y las corrijo en el sentido de la esperanza; señalo qué habría hecho falta hacer. Al mismo tiempo corrijo seis piezas de las peores de mi santo libro. 

Experto conocedor de la senda satánica que había recorrido, el poeta advierte a sus lectores: «La melancolía y la tristeza son ya el comienzo de la duda; la duda, el comienzo de la desesperación; la desesperación, el comienzo cruel de los diversos grados de la maldad… La pendiente es fatal, una vez que alguien se empeña en ella. Llegar a la maldad es seguro. Desconfía de la pendiente. Extirpa el mal de raíz». Y agrega: «No acepto el mal. El hombre es perfecto. El alma no cae. El progreso existe. El bien es irreductible. Los anticristos, los ángeles acusadores, las penas eternas, las religiones, son producto de la duda».

En Poesías el autor expone con más detalle el mecanismo que lo llevó a variar de perspectiva y de método:

Me dije, que habiendo llegado la poesía de la duda a un punto tal de perversidad teórica, resulta, en consecuencia, radicalmente falsa; porque se discuten en ella principios y no hay que discutirlos, es más que injusta. Los lamentos poéticos de este siglo no son más que horribles sofismas. Cantar al hastío, los dolores, las tristezas, lo sombrío, etc., es no querer mirar, a toda fuerza, sino el pueril reverso de las cosas. Lamartine, Hugo, Musset se han metamorfoseado en mujercitas. Son las Grandes Cabezas Fofas de nuestra época. Siempre gimoteando. Esta es la razón por la que he cambiado totalmente de método. 

Ducasse, que consideraba el «plagio» necesario para el progreso, fue más allá: intervino los Pensamientos de Pascal, las Máximas de La Rochefoucauld, la obra de La Bruyère, Luc de Clapiers, Dante, Kant y La Fontaine. Incluso, como menciona en la carta ya citada, corrigió parte de Los cantos. «Reemplacé melancolía por coraje, duda por certeza, desesperanza por esperanza, malicia por bondad, queja por deber, escepticismo por fe, sofismas por tranquila ecuanimidad y orgullo por modestia».  

En Poesías el autor declara: «No dejaré Memorias«, contribuyendo así a la leyenda en torno a su persona, a la ambigüedad que rodeó y aún rodea su propia existencia. La identidad del poeta –quizá intencionadamente– fue siempre un misterio: Isidore Ducasse –o el conde de Lautréamont– existía sólo parcialmente o no existía en absoluto. El intelectual argentino Miguel Ángel Virasoro señaló que el poeta «no dejó siquiera el testimonio del confidente más convencional, como si hubiera sido un visitante de otro mundo, confundido entre los humanos con la apariencia de un cuerpo, que desapareció en el espacio vacío sin dejar huellas». La edición parcial de su libro no llevaba nombre y la edición completa sólo un pseudónimo, una tirada más escasa que la otra; datos biográficos escasos y contradictorios; y, durante mucho tiempo, incluso faltó un retrato del poeta. Esto avivó la imaginación de críticos y colegas, que durante décadas intentaron esculpir esa curiosa fantasmagoría. León Bloy, por ejemplo, define a Lautréamont como el autor de un libro monstruoso, «lava líquida, insensato, oscuro y abismal»; agrega que el poeta murió encerrado en un manicomio. Sin embargo, sabemos que Ducasse murió en su domicilio, y, en honor a la verdad, su locura consistía en leer con avidez, dar largos paseos bordeando el Sena, tomar mucho café y tocar el piano, para enojo de los vecinos.

Ducasse, esa ilusión llamada conde de Lautréamont, desapareció finalmente el 24 de noviembre de 1870 en una París sitiada por los ejércitos prusianos, en pleno derrumbe del Imperio. Quizá en sus últimos días volvieran a él escenas y emociones hace tiempo sepultadas, de su infancia en plena guerra, mirando la luna desde otra ciudad sitiada: su Montevideo natal. El escenario que lo recibió fue el mismo que lo despidió.

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/2022/09/02/el-enigmatico-isidore-ducase-conde-de-lautreamont-y-los-cantos-de-maldoror/

Jean-Luc Nancy

Jean-Luc Nancy: el ser como aparición entre y ante los otros en la fragilidad del mundo

Carlos Javier González Serrano

Acercarse por vez primera a los textos de Jean-Luc Nancy (1940-2021) y su terminología no es tarea nada sencilla. Arthur Schopenhauer explicó en uno de los prólogos a El mundo como voluntad y representación la impresión que ejerce la lectura de los escritos de Kant: «El efecto que producen […] a quien le hablan realmente sólo lo encuentro comparable […] con la operación de cataratas en un ciego…»; Nancy obra en sus lectores de manera similar, a pesar de las dificultades de sus formas, de su doctrina y de su hondura filosófica y literaria.

Tras los pasos de otros gigantes como Derrida, Heidegger, Bataille o Blanchot, Nancy siempre intentó presentar (y ejercer) la actividad filosófica como un imperativo por pensar nuestro presente. Pensar para trans-formar. Como leemos en La frágil piel del mundo, Nancy presenta una filosofía que, en medio de una situación muy preocupante en términos comunitarios y medioambientales, ofrece como salida evitar el catastrofismo y repensar lo común.

Una de las cuestiones centrales y más actuales que Nancy (fallecido en agosto de 2021) tomó como suyas adquiere la siguiente forma: ¿qué se escribe cuando se escribe uno mismo? O mejor: ¿no es escribir-se lo mismo que ex-cribir, que pasar a formar parte del afuera desde un adentro? ¿Cómo sucede esta operación? Y en último término, ¿supone escribir un excribirse sin retorno, en tanto que salida fuera de sí? Cuestiones de amplio calado en tiempos de redes sociales, de continua exposición, de ser para los otros.

En Corpus (1992), una de las obras fundamentales de Nancy (tan enigmática como compleja y relevante), se nos dice que todo cuerpo, toda apariencia (o exposición), entra en la realidad –en tanto que pasa a formar parte del tiempo: su hacer es su ser, y ese ser se constituye como un aparecer–. El ser alcanza su sentido en la aparición de los entes particulares: ser es devenir-aparecer en sus múltiples diferencias. Además, explica Nancy, todo cuanto se da, se da sin el respaldo de un trasfondo que remita a una totalidad o completitud. Es decir, no se trata de la comparecencia de un ser inalterable, definitivo –por cuanto de en sí pudiera ocultar, al modo hegeliano–. Ser es ser-en-el-mundo, carencia de un sentido último de respaldo, de seguridad última que aluda a un sentido más allá del propio devenir. Es en el propio devenir donde se pone de relieve la enjundia del mismo discurso sobre el ser: no hay idea sino en su realización.

No hay ‘el’ cuerpo, no hay ‘el’ tacto, no hay ‘la’ res extensa. Hay lo que hay: creación del mundo, téchne de los cuerpos, pesaje sin límites del sentido, corpus topográfico […]. Las imágenes no son apariencias, aún menos ilusiones o fantasmas. Son el modo en que los cuerpos se ofrecen entre sí…

Ese devenir –al que Nancy llamó destino– se da en el tiempo y acontece en gerundio, o lo que es lo mismo, sin verse nunca concluido, dándose en el mundo como algo que no se encuentra completo (la inquietud de lo negativo a la que se refirió la filosofía del XIX), y se encuentra inmerso en un dinamismo continuo. Leemos en Corpus:

Expuesto, por tanto: pero no es la puesta ante la vista de lo que primero estuvo oculto, encerrado. Aquí, la exposición es el ser mismo (léase: el existir). […] El cuerpo es el ser-expuesto del ser.

Como nota característica del ser encontramos, pues, la incompletitud. Desde esta perspectiva, el pensamiento surge de esa misma incompletitud, de la conciencia de la partición del sentido, que no es dado unitaria y absolutamente, al modo de las ideas platónicas. La nota fundamental que acompaña a la incompletitud, por tanto, es la que se refiere a la ruptura del sentido, a lo no-acabado: ser es ser en el tiempo, y la finitud es el carácter esencial del devenir. En una palabra: la finitud es inherente al mismo darse del ser.

Si todo cuanto es trae consigo una pura donación –o darse– de singularidades, de diferencias, no hay entonces un ser en-sí, sino más bien un ser-hacia (en terminología de Nancy, être-à): el ser se da en direccionalidad. El sentido que pudiera albergar el mundo es su misma direccionalidad: remitencia, dirección, donación o presentación a o hacia. Para el autor francés, la expresión «sentido del mundo» encierra una tautología, en la medida en que no hay un ser y sus diferencias, sino que el sentido es el mismo devenir o hacerse diferencia, y esta misma diferencia es lo que se ofrece precisamente a ser pensado. Es la diferencia, el continuo darse de la realidad, el elemento propio del pensamiento: de la filosofía.

La existencia queda así traducida en términos de un estar fuera, y el darse del ser se traduce en la noción de partición (partage), central en Nancy. Esta partición se expande: es el explanarse de las diferencias. La partición es íntima al ser. El ser es ya pluralidad, y venir a ser constituye un entrar a formar parte de una trama de relaciones: «el discurso del cuerpo no puede producir un sentido del cuerpo, no puede dar sentido al cuerpo. Debe más bien tocar lo que, del cuerpo, interrumpe el sentido del discurso. Ése es el gran asunto», escribió Nancy. Y proseguía:

Sentimos, más o menos oscuramente, que el cuerpo del cuerpo –el asunto del cuerpo, el asunto de lo que llamamos cuerpo– tiene que ver con cierta suspensión o interrupción del sentido, en la cual estamos y que es nuestra condición actual, moderna, contemporánea, o como se quiera.

Un análisis sin duda revelador de nuestras actuales circunstancias, en las que constituir una comunidad (de sentido, de acción social o política) se hace casi imposible a causa de la continua fragmentación del ser que somos: es, en terminología de Nancy, la «comunidad inoperante».

En este contexto es fácil recordar algunas tesis de Heidegger. Éste nos abre igualmente a la observancia del ser como relación: el propio acontecer abre una realidad, que es un acontecer en relación, ser en el tiempo, ser como ser-en-el-mundo. La interpretación no es captación sin supuestos de algo dado (pre-comprensión). Lo dado es la existencia del ser-ahí (Dasein), verdadera fuente de toda comprensión y posterior interpretación. Lo que se comprende está en función de la existencia, del tiempo propio de la existencia. Lo fundamental es, de este modo, introducirse en la analítica del Dasein, explorada en Ser y tiempo (1927). De ello extrajo Heidegger la idea de que el ser del Dasein (del ser que somos) alberga una preeminencia a la hora de acercarse al ser y cuestionarse o interrogarse acerca de él.

Retomando el pensamiento de Nancy de que no hay cosas en sentido substancial, sino que éstas son tramas de relaciones (entramados), puede decirse que el juego que tales tramas constituyen son ya las cosas: este devenir en relación es su ser. La aludida direccionalidad (être-a) significa que no hay un sujeto que se personifique de una vez para siempre, sino que su ser es su permanente estar en el mundo. No hay un más-allá del ser: todo se da en un constante más-acá del cuerpo que se excribe (expone) a sí mismo a través de su acontecer y aparecer en el mundo. Por eso, el sentido de las cosas, del ser que es sus diferencias, no es completo, pues se da en el tiempo, en lo escurridizo por definición. Que el sentido no sea completo o definitivo se debe a que no posee un carácter unitario; no hay una significación unívoca. No hay el sentido. Somos fragmento, fracción: «Pero corpus no es nunca propiamente yo mismo. […] Desde que yo es extendido, queda también entregado a los otros». El sentido es fracción y finitud, por lo que decir «sentido» es también decir «sinsentido», algo falto de sentido –y que por ello no queda cerrado, no es saturable–. Lo que la tradición filosófica occidental ha llamado «el sentido» esconde en su despliegue una permanente interrupción de sí mismo que remite a la infinitud en tanto que indefinición, en tanto que continuo exponerse del ser.

La gran lección de Nancy es que el sentido no es completo, no sólo porque todo se da en el tiempo y pierde, en su perpetuo acontecer, su univocidad, sino porque en una cosa siempre hay otras cosas, la huella de «lo otro». Esta huella remite al factor tiempo como propiciatorio de la disolución de la metafísica de la presencia o de la representación.

El ejemplo del tacto es para Nancy paradigmático: el tacto se halla unido a la noción de límite, pues el tocar remite a lo que está a los dos lados del límite (al tocar el teclado del ordenador, también yo soy tocado por él y, es más, me siento tocado): no hay tacto, por tanto, sin atención a la alteridad, sin experimentar lo «al-otro-lado». «Algo me toca» quiere decir que eso algo me afecta: se da un juego de límites. Tocar supone el quedar afectada la propia identidad, que por eso no puede ser unitaria, definitiva: dada de una vez por todas. En un fragmento de Las musas en que Nancy cita a Derrida, aquél explica que «Lo que produce el tacto es ‘esa interrupción que constituye el tocar del tocarse, el tocar como tocarse’. El tacto es el intervalo y la heterogeneidad del tocar. Es la distancia próxima».

La producción del (imposible) sentido definitivo queda así constituida como una tensión; en palabras de Nancy:

la producción, en singular y en términos absolutos no es otra cosa que la producción del sentido. Pero se revela con ello como pro-ducción, tensión literalmente insostenible hacia un adelante (o un atrás) del sentido, toda vez que aquello que lo «produce» como tal es, ante todo, el hecho de ser recibido, experimentado y, en resumen, sentido como sentido.

Nancy muestra que la finitud –al contrario de lo que se pensó durante largos siglos– no es una privación, sino una apertura a la infinitud relacional y fragmentaria de cuanto acontece: lo infinito es experimentado continuamente en nuestra finitud. Pero… siempre hay algo que resta, que queda, una «restancia», algo que en definitiva arrebata al sentido la posibilidad de una «explicación total». Siempre se da una disociación o extrañamiento que, además, es inevitable, que no cesa. Leemos en Las musas:

El sentido que es el mundo directamente en sí mismo, ese sentido inmanente de ser ahí y nada más, viene a mostrar su trascendencia: que consiste en no tener sentido, en no inducir ni permitir su propia asunción en ninguna suerte de Idea ni de Fin, sino en presentarse siempre como su propio extrañamiento.

Nancy afirmó en esta misma obra que la Idea de Hegel –totalizadora, en la que termina toda diferencia, todo extrañamiento– no supone más que un deseo infinito de sentido, y que nos remite a una «finalización infinita», si bien «ese modo paradójico de la per-fección es sin duda lo que toda nuestra tradición exige y evita a la vez pensar. […] Propongo ver de qué tipo de ‘per-fección’ o de ‘finalización finita/infinita’ es capaz lo que queda cuando una consumación se exhibe e insiste en exhibirse. Mi propuesta es, entonces, esta: de una per-fección finita o vestigial«.

Este «vestigio» nos conduce a la huella más arriba mencionada, a la acción de los otros y del tiempo. Que las cosas «resten» y dejen vestigios o huellas apunta a la consideración de que no es posible una totalización de la experiencia, porque tal totalización conllevaría la negación de la propia experiencia, siempre en movimiento, siempre fragmentaria y en vías de concluirse (sin jamás llegar a hacerlo). Sin distancia no puede darse el tocar –y el ser tocado–: todo se juega en ese espacio, en ese entre. En la fractura del sentido. En Corpus leemos:

Desde los cuerpos, nosotros tenemos los cuerpos como nuestros extraños. Nada que ver con dualismos, monismo o fenomenologías del cuerpo. El cuerpo no es ni substancia, ni fenómeno, ni carne, ni significación. Sólo el ser-excrito. […] Hace falta, pues, escribir desde ese cuerpo que nosotros no tenemos y que tampoco somos: pero donde el ser es excrito. –Cuando escribo, esta mano ajena ya se ha deslizado en mi mano que escribe.

En una cosa siempre hay –la presencia de– otras cosas, una huella imborrable, insorteable. Por eso no hay, ni puede haber, cosas substanciales, porque toda cosa siempre incorpora e involucra una vacancia de sí misma (restan, decíamos), de tal modo que su sentido no es saturable. Con Nancy, nuestro yo, nuestro mundo y nuestra mismidad quedan rotos, inconclusos, siempre pendientes de hacerse, de venir a constituirse. Vacíos de sentido pero anhelantes de él. Ninguna cosa es idéntica a sí misma y se da siempre como partición y, al mismo tiempo, como un repartir: en cada cosa hay un fraccionamiento, una relación con (lo) otro, por lo que lo que se da es siempre un haber con otro. El darse en el mundo es un juego de exposición(es) y, así, la noción misma de sentido queda rota, fracturada. Interrupción íntima de lo que hay que nos remite a lo infinito comprendido en lo finito:

El cuerpo expone la fractura de sentido que la existencia constituye, sencillamente y absolutamente. […] El cuerpo es expositor/expuesto: ausgedehnt, extensión de la fractura que es la existencia.

La alteridad y la fragmentación, dejó escrito Nancy, viven en el corazón de todas las cosas. En ello se juega el futuro de la filosofía. Y de la humanidad. En ir en busca de un inagotable sentido que se da, precisa y permanentemente, en su inútil pero tan fértil búsqueda. En el hueco. En la quiebra. Porque «Uno se siente siempre como un afuera», como «una tensión», como «la continua conmoción del ser».

En sus últimos años, Nancy hizo mucho hincapié en la necesidad de reconfigurar los senderos por los que a su juicio la humanidad camina hacia una «catástrofe generalizada». A su juicio, hemos perdido el sentido del mundo y hemos dejado de experimentarlo, de hacerlo presente en términos de pensamiento y de acción. Como explican los traductores de La fragilidad del mundo, Jordi Massó Castilla y Cristina Rodríguez Marciel, el sentido es sin duda «un concepto clave del pensamiento de Nancy. Para aprehenderlo en toda su complejidad hay que remitir a su opuesto, el ‘significado’, que es lo que suele presentarse como algo ya dado y acabado, completo». Hemosllenado nuestro imaginario de significados (petulantes, pretenciosos y cerrados) y hemos abandonado nuestra capacidad para buscar un sentido (abierto, pluriforme). «Se ha perdido el sentido que es el mundo para, en su lugar, rodearse de incesantes significaciones insatisfatorias, de fines que obligan a dirigir la mirada permanentemente hacia el futuro […]. De ahí que el olvido del mundo sea también un olvido del sentido del presente, del sentido que es el presente», glosan Massó y Rodríguez en el prefacio.

Nancy nos invita a permanecer atentos a cuanto está sucediendo en el presente, es decir, a la creación incesante de sentido, y no tanto a las significaciones (fijas, definidas, definitivas) que queramos dar al mundo. Porque el mundo es lo-que-pasa: en términos cronológicos, sí, pero también en términos factuales. Los hechos pasan porque pasan en el tiempo; y de ese tiempo que pasa debemos hacernos cargo: actuando, en permanente gerundio. Resulta curioso, argumenta Nancy, que en una época repleta de urgencias de todo tipo no tengamos el tiempo necesario para hacernos cargo de ellas. Ir muy deprisa implica perder los detalles más importantes del trayecto.Por si fuera poco, el progreso nos ha adelantado y somos víctimas de nuestra obsesión por antecedernos a lo-que-pasa. Así lo denunciaba el autor francés:

El capitalismo constituye la exposición en términos de valor de la proliferante infinitud de fines y de sentido en la que la técnica nos ha introducido.

Los grandes problemas de nuestro presente se cifran en lo que Nancy denominó la «catástrofe del sentido», es decir, la incapacidad para generar nuevas posibilidades de acción que se hagan cargo del mundo en su acontecer presente. Sólo hay pasado inamovible o futuro utópico: el presente se ha desdibujado hasta convertirnos en sujetos inoperantes. En una palabra: nos hemos olvidado del mundo. El tiempo del presente es el único en el que es posible que se abra el (y nos abramos al) sentido. Así lo expresa Nancy, de manera tan bella como contundente:

Habría que vivir, que pensar el presente, en la inquietud ante lo que viene, pero prestando atención al sentido de lo que sigue pasando en el presente, esos momentos de verdad, de belleza, de amor, aun cuando hayamos dejado de confiar en el porvenir.

Olvido del mundo que, por otro lado, puede equipararse el olvido de la filosofía: sin pensamiento activo que se haga cargo del presente no será posible modificar las dinámicas que nos conducen hacia el inminente desastre social, ecológico y económico. Por eso, Nancy expone la necesidad de centrarnos en el cuidado: del planeta, del mundo, de la humanidad, pero también de nuestro propio cuerpo y del encuentro de este propio cuerpo con el resto de cuerpos, de los seres vivos que pueblan una naturaleza cada vez más desmejorada y envilecida en nombre de la técnica y el progreso. Resulta curioso, argumenta Nancy, que en una época repleta de urgencias de todo tipo no tengamos el tiempo necesario para hacernos cargo de ellas. Y ello pasa por cultivar la propia sensibilidad:

Lo decisivo sería pensar en el presente y pensar el presente. No el fin o los fines que están por venir, no tampoco una dispersión anárquica de los fines, sino el presente en cuanto elemento de lo próximo. […] El presente es el lugar de la proximidad -proximidad con el mundo, con los otros sí-mismos-.

Como culminan el prólogo los traductores de La frágil piel del mundo, se trata de dirigir nuestra estima hacia cuanto nos rodea: «A este mundo en su fragilidad que lo hace, sí, vulnerable, y que por ello apela a nuestra responsabilidad, a la de todos nosotros, para acoger este presente que se presenta como aquello que aún tiene sentido porque es, precisamente, lo que hay que sentir ahora, cuando el tiempo aún no ha venido». En la urgencia del ahora.

Queda, pues, la urgencia de ocuparnos del ahora desde el cuidado por nuestro entorno:

Solamente entenderemos en qué consiste nuestra ceguera frente al apocalipsis —comenta Nancy— cuando consigamos concebirla como un elemento de la situación actual del hombre actual, es decir, como una de las cosas de las que tenemos el derecho, la posibilidad, de hacerlas o de no hacerlas.

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/2022/09/11/jean-luc-nancy-el-ser-como-aparicion-entre-y-ante-los-otros-en-la-fragilidad-del-mundo/

Mercedes López Mateo

Mercedes López Mateo: «La filosofía debe ocuparse del dolor del mundo»

¿De qué debe ocuparse la filosofía? Diferentes filósofas y filósofos de distintos países del mundo nos aportan sus reflexiones. Partiendo de esa pregunta, unos plantearán el cometido de esta disciplina, otros nos hablarán de dónde han de estar sus límites, si es que los tiene, o de hasta dónde pueden llegar sus análisis, etc.

Mercedes López Mateo. Filósofa española

Mercedes López Mateo es graduada en Filosofía, Política y Economía por la Alianza 4Universidades (universidades Pompeu Fabra y Autónoma de Barcelona y universidades Autónoma y Carlos III de Madrid). En la actualidad estudia el Máster en Crítica y Argumentación Filosófica de la Universidad Autónoma de Madrid, donde realiza sus investigaciones en torno a la figura de Simone Weil. Ha publicado en revistas especializadas como Bajo Palabra y participado en el Congreso Internacional «Pensar nuestro tiempo: modernidad/postmodernidad», de la Cátedra Internacional de Investigación HERCRITIA.

Antes de preguntarnos por aquello de lo que debe ocuparse la filosofía, su objeto, preguntémonos por el origen de todo: el verbo. ¿En qué consiste ocuparse? La ocupación parecería hablarnos de una faena: un empleo de nuestro tiempo, energía y dedicación para acercarnos a un horizonte. De este modo, la ocupación de la filosofía tendría que ver con una direccionalidad y «progreso» del pensamiento y su civilización.

Sin embargo, existe otra acepción que puede resultarnos mucho más provechosa. Ocuparse también es responsabilizarse, es decir, hacerse cargo. La línea que separa ambos sentidos es delgada y muy sutil, pero, si de nuevo lo visualizamos mentalmente, comprobaremos que de esta manera la filosofía toma un carácter profundamente distinto.

Que la filosofía «se haga cargo» de algo significa que ya no tendríamos la mirada fija en un punto lejano y futuro hacia el cual nos aproximamos. Por el contrario, la filosofía pasaría a cargar a sus espaldas el peso que arrastre hoy —ahora, en nuestro tiempo— la humanidad. Ese peso es un inmenso dolor que, tomando múltiples formas, acaba siempre por ser desatendido: precariedad en un sistema que ataca la vida y nuestra salud mental, racismo, opresiones por expresión de género, falta de sentido…

La ocupación de la filosofía tendría que ver con una direccionalidad y «progreso» del pensamiento. Pero ocuparse también es responsabilizarse, hacerse cargo. La línea que separa ambos sentidos es muy sutil, pero de esta manera la filosofía toma un carácter profundamente distinto

Cada día, el desarraigo que ya denunciaba el siglo pasado Simone Weil toma una mayor presencia. Nos encontramos en un momento histórico en el que la soledad física se ha vuelto una imposibilidad (precariedad, sobrepoblación, espacios inhóspitos por guerras, calentamiento global o desafección política…) y la soledad interior casi una certeza. También Weil fue consciente de que la tarea de la filosofía era y es aligerar el peso de la desgracia propia de nuestra existencia.

No obstante, la liberación de tal carga tiene un precio. A la reflexión pausada de la filosofía no se le pueden otorgar poderes sobrenaturales: el dolor que asfixia a nuestro mundo no va a desaparecer solo porque hoy continuemos escribiendo. La escritura puede llegar a ser muy valiente, pero siempre será escritura. Es más, probablemente no esté en las manos de los filósofos eliminar ese dolor, aunque sí enseñarnos a hacerlo más liviano.

A cambio, nosotros, los visitantes de sus páginas, deberemos valorar con seriedad las hojas de ruta que nos indica e incita la filosofía. Creo que esto comienza por levantar la vista más allá de nuestro individualismo, en ese encuentro con la alteridad, con el otro que también carga su propio dolor.

A la reflexión pausada de la filosofía no se le pueden otorgar poderes sobrenaturales: el dolor que asfixia a nuestro mundo no va a desaparecer solo porque hoy continuemos escribiendo

No sé si el fin último de la filosofía es este, pero, sin duda, quienes nos consagramos a ella debemos hacernos cargo mientras exista. Sea desde la rama que sea —a través de la epistemología, la metafísica o la filosofía política, entre otras—, la filosofía debe ocuparse del dolor del mundo.

Fuente: https://www.filco.es/mercedes-lopez-mateo-filosofia-ocuparse-del-dolor/