Darío Sztajnszrajber

Darío Sztajnszrajber: «La filosofía es una gran demoledora de toda firmeza»

   
El filósofo argentino Darío Sztajnszrajber (1968). Foto cedida por él.
El filósofo argentino Darío Sztajnszrajber (1968). Foto cedida por él.

Llevábamos un año siguiéndolo y persiguiéndolo, viendo cómo el filósofo argentino Darío Sztajnszrajber abre de par en par las puertas del pensamiento y llena locales con sus eventos en su país y en otros de Latinoamérica. Y preguntándonos cuándo cruzaría el Atlántico. Parecía evidente que ese día tenía que llegar y ha llegado. Del 7 al 9 de mayo estará en Madrid y Barcelona presentando el libro que ha triunfado en Argentina –está en la lista de los más vendidos de no ficción–, ha llegado recientemente a México y ahora se acaba de publicar en España: Filosofía en once frases. Hablamos con él antes de su viaje.

Por Amalia Mosquera

Gracias, Darío Sztajnszrajber, por aclarar en su perfil de Twitter que su apellido se pronuncia shtain-shraiber.Estupendo dar respuestas… antes incluso de que hagan la pregunta. Pura filosofía práctica (o casi). Nosotros, desde luego, necesitábamos la aclaración para poder hacer esta entrevista. Y si Sztajnszrajber ha decidido dar instrucciones precisas es que no somos los únicos que nos perdíamos entre tanta consonante.

En realidad, todo en este docente de filosofía –dice también su cuenta de Twitter–, no solo su apellido, nos llamaba la atención. Filosofía en teatros. Filosofía y música. Filosofía y rock. Filosofía y espectáculo. Filosofía y carteles de entradas agotadas. Filosofía y locales y eventos al aire libre llenos cada día. Filosofía y miles de oyentes. Filosofía y gira por Argentina, Uruguay, México, Colombia… Filosofía y cientos de miles de seguidores en las redes sociales. Filosofía y best seller. ¿Por qué? ¿Desde cuándo un filósofo es una estrella o un influencer? ¿Y por qué no? ¿Cómo enseña la filosofía Darío Sztajnszrajber? Está claro que sabe cómo divulgarla. Así que nosotros, que también nos dedicamos a eso, teníamos que conocerlo de cerca, a ver si descubríamos sus claves, sus ideas, su cómo y su porqué.

Filosofía en once frases, de Darío Sztajnszrajber, en la edición que Ariel publica en España.
Filosofía en once frases, de Darío Sztajnszrajber, en la edición que Ariel publica en España.

De momento, lo entrevistamos a distancia, con el móvil –perdón, el celular– por medio. Él en Argentina, nosotros desde España. Pero pronto viajará hasta Madrid y Barcelona, la segunda semana de mayo, para presentar el libro Filosofía en once frases –publicado en Argentina por Paidós, con un gran éxito de ventas, editado también recientemente en México y que acaba de llegar a España de la mano de la editorial Ariel– y podremos verlo más de cerca. Hablamos con él sobre esa filosofía «impertinente» que le permite explorar, buscar, no contentarse con lo comúnmente establecido, ir más allá de lo que se presenta como «normal». Y hablamos también sobre su modo de divulgarla, aliándose con el teatro o el rock. En algún momento de la historia, la filosofía, que nació en la calle, en el ágora, dejó de estar libre y se encerró para estar al alcance solo de los más eruditos. Sztajnszrajber se atrevió a sacarla del aula, airearla por la calle, la radio y la televisión y subirla a los escenarios, y de vuelta encontró una gran acogida, un público entregado y una legión de seguidores. Levantemos ya el telón de este espectáculo filosófico.

En su libro Filosofía en once frases reúne ideas esenciales y populares de la historia del pensamiento y las explica para que el gran público pueda «filosofar sin ser subestimado». ¿Le presupone a la filosofía un elitismo académico y se ha propuesto liberarla de él?
Los que hacemos divulgación de la filosofía lo que buscamos es recuperar algo de la vocación originaria de una disciplina que no nace acartonada ni aristocrática ni solemne, sino que surge en la antigua Grecia, por un lado, en el intercambio entre culturas, en la calle, en el mercado, en el lugar en el cual se encontraban las diferencias, y exigía un desensimismamiento de lo propio para abrirse a las ideas y las costumbres que traía la extranjería. Y al mismo tiempo, más allá de su origen histórico, nace en lo cotidiano; un origen que tiene que ver con que todos hacemos filosofía permanentemente en nuestra relación con las cosas que nos rodean, de las cuales podemos tomar una distancia y colocarlas en posición de extrañamiento.

«Los que hacemos divulgación de la filosofía buscamos recuperar algo de la vocación originaria de una disciplina que no nace acartonada ni aristocrática ni solemne, sino que surge en la calle y nace en lo cotidiano»

Ese ejercicio de hacer filosofía no es algo que se hace enfrascado en normativas burocraticoacadémicas, sino que lo hace cualquier persona, haya o no haya leído filosofía, en la medida que decide provocar el espacio de la pregunta existencial en relación a cualquier acción práctica. Uno puede hacer filosofía mientras camina, mientras come… Cualquiera de los fenómenos en los que estamos inmersos en el sentido común permite la pregunta incómoda, que es la pregunta por el sentido existencial de todo aquello que no hacemos más que reproducir porque nacimos con el mandato que nos exige seguir haciéndolo. Claramente algo se perdió, porque la filosofía obviamente olvidó su carácter existencial y se volvió una disciplina disciplinada más de las distintas áreas del mundo académico. En general, su institucionalización suele ser vista desde este lugar de la pérdida de sus vocaciones originarias.

Darío Sztajnszrajber durante uno de sus encuentros filosóficos con público al aire libre. Foto cedida por él.
Darío Sztajnszrajber durante uno de sus encuentros filosóficos al aire libre con público. Foto cedida por él.

 

 

 

 

 

 

Usted define la docencia como un acto de inspiración, una tarea transformadora, inspiradora y emancipadora. ¿Qué papel juega la filosofía en las aulas?
Yo creo que el aula ha muerto. El aula tradicional no se sostiene en un mundo hipertecnologizado, donde cambian todos los esquemas, las jerarquías y las asimetrías típicas de una historia de la educación donde el estudiante solo llegaba a la escuela con el objetivo de ser formado. Parece que la escuela como formadora es una idea que hay que deconstruir. El estudiante tiene forma, no necesita que se le imprima una forma, y si se le genera, se hace sobre una forma previa, con lo cual se genera un conflicto también.

El aula es un lugar de conflicto. Se juegan relaciones de poder y en ese sentido solemos sostener que el aula es también un acontecimiento político. Hay que reinventar el trabajo en el interior de una escuela que ya está desbordada de sus cuatro paredes. El trabajo de contenidos en el aula no suma mucho, porque los contenidos circulan por internet. No tiene sentido que un docente trabaje en el aula únicamente contenidos, que se totalice el dictado de clase en términos de contenidos cuando estos están disponibles fuera. Exige también una reinvención de la práctica docente.

La clave de las instituciones es su conservadurismo, que más allá de la cuestión ideológica supone también una cuestión de facilismo. Uno aprende un oficio y después trata de reproducirlo, pero la filosofía es básicamente un acto de incomodidad, incomodidad frente a uno mismo y frente a lo que uno cree que es su virtud. La filosofía nos hace pelearnos todo el tiempo contra nuestros lugares más seguros. Desde ahí, una clase de filosofía ya no puede reducirse a la enseñanza de información, sino que es un espacio para hacer filosofía. Y para ello hay recursos pedagógicos que no son los tradicionales que para una enseñanza más clásica resultan insoportables. Lo que pasa es que la historia misma de la enseñanza filosófica siempre ha sido una historia subversiva; las grandes clases de filosofía siempre han sido aquellas que, por suerte, han podido escapar a ese sentido común institucional.

«El aula ha muerto. La tradicional no se sostiene en un mundo hipertecnologizado; cambian los esquemas de una educación donde el estudiante solo llegaba a la escuela con el objetivo de ser formado. La escuela como formadora es una idea que hay que deconstruir»

Filosofía en 11 frases, de Darío Sztajnszrajber, en la edición argentina de Paidós.
Filosofía en 11 frases, de Darío Sztajnszrajber, en la edición argentina de Paidós.

 

 

 

 

 

 

 

 

Tiene más de 280.000 seguidores en Twitter, 320.000 en Instagram, llena teatros con espectáculos musicales entremezclados con filosofía, lleva la filosofía a la televisión y la radio… ¿Cómo surgió en usted la idea de sacar la filosofía del aula y llevarla a los escenarios?
La explosión de estos proyectos de divulgación de la filosofía en la Argentina tuvieron que ver con que hace algunos años se creó un canal de televisión [se refiere a Canal Encuentro] que apostaba por la televisión educativa y cultural desde un punto de vista absolutamente revolucionario, trabajando muchísimo más enfáticamente la cuestión de los formatos y apostando a hacer del medio audiovisual un medio para que los grandes temas de conocimiento pudieran masificarse y llegar desde una realidad más entretenida, despertando emoción, incluso cuestionando esa idea más fría y analítica del conocimiento como algo desafectado.

Justamente hay algo de la transferencia que se da en el aula que tiene que ver con lo erótico y que, en la medida en que pudimos llevarlo a programas de televisión, o de radio, o a escenarios teatrales, o incluso a Filosofía en once frases –que es un libro que entremezcla la filosofía con la ficción–, ahí hay un añadido, un excedente, que tiene que ver con recuperar algo que es muy propio de la filosofía en términos originarios: que la filosofía no solo se comprende racionalmente, sino que nos conmueve, nos estremece. Las grandes preguntas existenciales no alcanza con anotarlas en un papel. Genera en uno una zozobra, una desubicación de nuestros lugares más sólidos, y diríamos con Nietzsche que esos martillazos desestabilizan nuestras sensaciones afectivas más primarias. En ese sentido, la filosofía está más cerca del arte que de la ciencia, o en todo caso entiende que la ciencia no deja de ser también un arte, no solo un acontecimiento racional, sino también emotivo.

Anteriormente a Filosofía en once frases publicó en Argentina Para qué sirve la filosofía. ¿Ha llegado a alguna conclusión?
No, no llegué a ninguna conclusión en ninguno de los dos libros, porque en Filosofía en once frases tampoco llego a la conclusión de que toda la filosofía pueda reducirse, imagínense, a once frases. Las frases son disparadoras de miles de paradojas que vamos planteando a lo largo del libro.

En el primer libro, Para qué sirve la filosofía, el eje vertebral es que la filosofía no sirve para nada. En realidad es un saber inútil, parafraseando la cita sobre el arte que enuncia Oscar Wilde, en la medida en que la filosofía se pregunta por qué todo tiene que ser útil. Ante la pregunta: ¿para qué sirve la filosofía?, la respuesta que entrama el libro es: ¿por qué todo tiene que servir para algo? La filosofía nos reconcilia con los aspectos existenciales más improductivos, más inútiles, más inservibles y, por lo tanto, más del margen, de las sobras. Yo creo que se hace filosofía siempre ahí, desde las sobras, desde los restos, desde esos lugares que no cuajan, que no garpan, decimos acá en Argentina, no «pagan» para lo que es el sentido común hegemónico. Entonces nos despiertan como otro sentido y otra búsqueda del mismo por fuera de los lugares establecidos.

«La filosofía es impertinente, es básicamente un acto de incomodidad frente a uno mismo y frente a lo que uno cree que es su virtud»

¿Para qué sirve la filosofía?, de Darío Sztajnszrajber, edición de Paidós en Argentina.
¿Para qué sirve la filosofía?, de Darío Sztajnszrajber, edición de Paidós en Argentina.

 

 

 

 

 

 

 

 

Hemos leído sobre usted que es un “explorador impertinente”. ¿Se reconoce en esta definición?
Yo creo que la filosofía es impertinente y que eso hace la diferencia con otras formas de hacer filosofía que son más cómplices del sentido común. No hay una filosofía, hay filosofías muy diversas, en conflicto entre sí. Creo que el campo de la filosofía es un campo de batalla donde distintas formas de hacer filosofía crujen y pugnan.

A mí lo que más me interpela de la filosofía es su carácter deconstructivo, pero entiendo que hay otras formas de hacer filosofía que pasan por otro lado, que hay un montón de gente que acude a la filosofía para encontrar fundamentos firmes. A mí me pasa todo lo contrario: la filosofía me parece una gran demoledora de toda firmeza y en algún punto ese abismo al que nos arroja me resulta convocante. No digo que me haga feliz, pero me realiza en su invocación a la incertidumbre. Y me permite también cuestionar la idea de por dónde pasan la felicidad o la realización.

Creo que la filosofía explora. El sentido etimológico de buscar el saber o amar el saber tiene que ver con eso, con que hacer filosofía es no contentarse con lo que se presenta como «normal», sino que quiere saber qué hay detrás, cómo se juega esa normalidad, cómo se ha estructurado, qué tramas oculta, con qué otros conceptos se vincula. No puede no haber una exploración, pero es una exploración que no va en busca de la verdad, sino que va a cuestionar las verdades establecidas. A mí me parece que invierte un poco el sentido de lo que es el preguntar en general, y de ahí también su impertinencia, porque no cuaja con lo que se espera de una disciplina.

El ser humano siempre se ha hecho preguntas sobre sí mismo y sobre el mundo que le rodea, siempre ha buscado respuestas que le satisfagan o le ayuden a hacerse nuevas preguntas. ¿Son preguntas eternas, o las que nos hacemos hoy difieren de las que se hacían nuestros antepasados y de las que se harán las generaciones venideras?
Creo que es una mezcla. Siempre me gustó esa idea de Baudelaire, de El pintor de la vida moderna, en la que, hablando de la modernidad y la belleza, muestra el contraste entre lo eterno y lo efímero. Yo creo que la filosofía tiene esas dos características. Por un lado, los temas de la filosofía son los mismos, pero siempre acaecen bajo el ropaje de su tiempo; y ese ropaje también disuelve la idea de que hay una categoría que se reproduzca idéntica a sí misma. Solo queda el nombre, la palabra… Si dijéramos, por ejemplo, el amor… Desde El banquete de Platón hasta hoy seguimos leyendo libros sobre el amor y es muy probable que en la lectura que hagamos en un tema tradicional o clásico en El banquete diga y no diga nada de lo que nos sucede hoy en relación al amor. Cómo explicar hoy… no sé…, la seducción que se provoca a través de las redes sociales leyendo el modo en que Pausanias, en el segundo discurso de El banquete, nos explica la transferencia que hay entre el amante y el amado. Todo depende de lo que uno quiera, porque pueden considerarse dos situaciones inconmensurables o no; puede reinterpretarse o releer una situación a la luz de los otros tiempos.

«La filosofía no sirve para nada, es un saber inútil, parafraseando la cita sobre el arte que enuncia Oscar Wilde. Ante la pregunta: ¿para qué sirve la filosofía?, la respuesta es: ¿por qué todo tiene que servir para algo?»

El otro elemento es que la filosofía es extemporánea y eso le hace tener esa condición intempestiva, que sus metáforas nos permiten, más allá de su origen histórico, hablarnos e interpretar lo que queramos. En esa misma lógica, todas las teorías del amor que hay en El banquete, aunque hablan del amor de su tiempo, uno puede utilizarlas extemporáneamente como narrativas que de algún modo nos ayudan a repensar el modo de vivir el amor hoy, no desde lo propositivo, sino desde la deconstrucción. No dejan de ser metáforas que en realidad nos impulsan a cuestionar los modos en que se construye el sentido del amor contemporáneo. Lo mismo con el resto de las situaciones. El avance tecnológico trae nuevas temáticas, pero esas nuevas temáticas están siempre en esa relación dialéctica con lo tradicional. La gran revolución de la informática obviamente supone una novedad, pero la discusión entre lo real y lo aparente está ya en Heráclito y de algún modo una cuestión está entramada con la otra. El tema es cómo trabajar esa tensión.

Filosofía en 11 frases, de Darío Sztajnszrajber, en la edición en México de Paidós.
Filosofía en 11 frases, de Darío Sztajnszrajber, en la edición en México de Paidós.

 

 

 

 

 

 

 

 

¿Cómo nos puede ayudar la filosofía a afrontar importantes asuntos actuales como la inmigración, el resurgimiento de las ideas xenófobas, el rechazo al otro que viene de fuera?
Fundamentalmente depende del tipo de filosofía que uno haga. Hay filosofías fascistas y xenófobas. Hitler tuvo su filósofo de cabecera, Rosenberg, en la Alemania nazi. Una filosofía de la deconstrucción es una filosofía que obviamente va a insistir en la necesidad de desapropiarse de lo propio, entendiendo desde un marco teórico, con autores como Derrida, Lévinas o el mismo Foucault, que la filosofía es siempre un ejercicio de hospitalidad, porque la filosofía es la apertura justamente a lo otro; la prioridad infinita de lo otro se da en que la filosofía supone un ejercicio de otredad. La filosofía es la otredad del sentido común. Por eso es incomprensible, es molesta, o no se la entiende, o se la considera una pelotudez. Porque de algún modo cuaja en ese lugar de la otredad.

Una filosofía bien encarada va a estar en la defensa de todas aquellas minorías o todos aquellos sujetos discriminados, violentados u oprimidos, sobre todo aquellos que lo han sido en términos de su propia exclusión por naturalización. La deconstrucción no solo supone una reivindicación de la figura del extranjero, sino de aquellas extranjerías solapadas. No es casual que hoy la filosofía más puntera sea la filosofía de género, que saca a la luz los modos de la alianza entre el saber y el poder que no ha hecho otra cosa que promover una sociedad de sujeción donde la mujer siempre ha tenido que ocupar roles que se supone que le corresponden por naturaleza, justificando así una asimetría social.

«La filosofía no solo se comprende racionalmente, sino que nos conmueve, nos estremece. Las grandes preguntas existenciales no alcanza con anotarlas en un papel. Genera en uno una zozobra, una desubicación de nuestros lugares más sólidos»

¿Cuál es el estado de la filosofía hoy en su país, Argentina?
En estos años hay un reimpulso de la filosofía. Acá en Argentina ha sido muy fuerte Canal Encuentro. Podríamos decir que hay una «moda» de la filosofía que incluye también su presencia en los grandes medios. En la medida en que la filosofía tenga mayor alcance masivo y logre llegar a más gente, va a ser un lenguaje que rápidamente va a ser asimilado. Sobre todo porque, en tanto que su lenguaje sea sano, interesante, seductor, es muy difícil que el ciudadano medio no se enganche a ella.

Después sí, siguen las instituciones académicas tradicionales que de alguna manera, salvo algún que otro caso, no se ven afectadas por ese fenómeno. Está muy escindido. Los que hacemos divulgación no estamos en la academia y los que están en la academia de algún modo le temen a la divulgación, se inmunizan frente a ella. Hoy día hay muchos programas de radio, columnas de filosofía en la prensa, la filosofía se entremezcla con otros géneros… El trabajo que nosotros hacemos es ese. En ese sentido hay una reivindicación de la filosofía. También hay filosofía en la política y en el mundo de la empresa. Se va diseminando por lugares extraños.

El otro fenómeno importante que se dio en la Argentina fue la serie Merlí [se refiere a la serie catalana, que en España se pudo ver primero en TV3, luego en La Sexta y finalmente en Netflix, que compró los derechos para su emisión internacional]. Más que ensalzar la filosofía, lo que hace Merlí es posibilitar otra lectura del rol de la escuela y sobre todo del docente. Es una serie muy interesante que puso en evidencia otra forma posible de vínculo en la relación entre el docente y el trabajo en el aula, un trabajo que lo podemos dejar ya de lado en su formato tradicional y pensarlo como espacio de transformación.

«No hay una filosofía, hay filosofías muy diversas, en conflicto entre sí. Yo creo que el campo de la filosofía es un campo de batalla donde distintas formas de hacer filosofía crujen y pugnan»

La filosofía convertida en best seller

Y lo destacamos como valor. La Filosofía en once frases, de Darío Sztajnszrajber, lleva vendidos hasta el momento más de 80.000 ejemplares. Y la cifra sigue subiendo. Mucho mérito, porque recordemos que estamos hablando de un libro sobre filosofía. Seguramente en su éxito tiene bastante que ver la novedad que aporta: no se trata simplemente de una sucesión de frases filosóficas explicadas para que el lector las contextualice y las entienda mejor, sino que las combina con una trama novelada. Por ahí andan Sócrates, Aristóteles, Heráclito, Descartes, Marx, Nietzsche, Foucault…, pero también la muerte de un joven en el metro de Buenos Aires. Sztajnszrajber se propone averiguar la causa de esta muerte y para ello se basa en las ideas de once pensadores, los autores de esas once famosas frases, de toda la historia de la filosofía. Un camino de preguntas en el que el argentino nos acerca a la filosofía y nos hace sentir que todos podemos filosofar.

«La filosofía angustia. La pregunta angustia. No nos hace felices, o por lo menos no nos brinda el sosiego de la certeza. Nos obliga a replantearnos todo, incluso la misma idea que tenemos de felicidad. La filosofía nos golpea de lleno con nuestras propias limitaciones. Interrumpe el fluir de una cotidianeidad segura donde todo funciona, y pone por eso todo entre paréntesis. Todo; en especial la noción de funcionamiento como supuesto último de todas nuestras acciones. Al interrumpir, la filosofía hace que todo lo que venía funcionando normalmente se detenga».

Fuente:

https://www.filco.es/dario-sztajnszrajber-filosofia-demoledora-de-toda-firmeza/

Esto no estaba

Esto no estaba en mi libro de filosofía

   
Sócrates a punto de beberse su...¿ cubo de Rubik? Las sorpresas de este libro empiezan en su misma portada.
Sócrates a punto de beberse su… ¿cubo de Rubik? Las sorpresas de este libro empiezan en su misma portada.

El filósofo, profesor, escritor y articulista Santiago Navajas nos trae uno de los libros más originales y agradables de lo que llevamos de año: Esto no estaba en mi libro de historia de la filosofía(Almuzara), un acercamiento a esas realidades filosóficas que, por una u otra razón, la historia ha preferido ocultar u obviar.

Por Jaime Fdez-Blanco Inclán

Navajas nos presenta historias que han sido olvidadas en mayor o menor medida en los libros de texto de filosofía, mientras nos explica las figuras protagonistas, los contextos sociales, las relaciones socioculturales y los cambios políticos que están detrás, en la mayoría de los casos, de ese aislamiento.

Así, nos encontramos con un estudio en profundidad que nos explica, por ejemplo, la responsabilidad de la religión cristiana a la hora de tumbar la filosofía griega; un análisis detallado de por qué hay que considerar a Santa Teresa de Jesús (y a Hildegarda von Bingen) como una de las primeras feministas de la historia, las incoherencias de Marx y Engels entre su pensamiento y sus propias vidas, el papel de la fe religiosa en la sociedad actual o las razones que hicieron que, pese a su nazismo confeso, Heidegger enamorara a las masas mucho más que los grandes logros en epistemología y filosofía científica e histórica de Ernst Cassirer.

Historia y filosofía, de la mano

Todas estas afirmaciones de Navajas se realizan bajo una óptica racional y lógica, haciendo referencia a hechos históricos reales, constatables, que enlazan con las ideas filosóficas que fueron, en última instancia, la principal causa de esos hechos, cambios y revoluciones que la historia ha contemplado.

Se agradece en el libro el lenguaje usado, que huye de farragosas explicaciones y reflexiones poco menos que encriptadas (que haberlas, haylas), que permiten al lector, ya sea novato u académico, adentrarse en el texto, sorprenderse y aprender, que es, a fin de cuentas, de lo que se trata.

No es solo un texto de anécdotas; es un libro profundo, capaz de conquistar tanto al novel como al amante de la filosofía pura y dura, muy bien escrito, que une cercanía con academicismo a partes iguales

Desde el principio, el autor incide poderosamente en la importancia por recuperar para la filosofía el papel que le es propio y que tanto peso ha tenido en la historia. Si hay quien dice que la búsqueda de la sabiduría es algo poco práctico y descartable en los planes de estudio, Navajas se encarga de demostrar que no es así, que somos seres racionales y libres que no queremos renunciar a dichos atributos, lo que no haría más que aportarnos miseria y oportunidades perdidas.

Buena parte del encanto del libro de Navajas está en la capacidad del autor para hilvanar las ideas descritas con los sucesos históricos en los que se forjaron y las consecuencias en las que desembocaron. Más allá de la coherencia que eso transmite a las tesis –demostradas por hechos–, lo que de verdad atrapa al lector es el peso que la filosofía, el pensamiento, las ideas han tenido en el devenir de la historia.

Comprender que ideas bajo las que hoy vivimos estaban ya en el pensamiento protoliberal de Juan de Mariana, entre otros, u observar los regímenes totalitarios del siglo XX con el telón de fondo de las ideas políticas de Platón, Hobbes, Marx o Nietzsche, anima al lector a continuar leyendo para, en esencia, comprender hasta qué punto su existencia, la forma en que vive y se desarrolla, son consecuencia directa del auge o decadencia de determinadas tesis filosóficas. El pensamiento establece el rumbo, y los hechos históricos provocadas por esas ideas nos permiten atisbar el fin.

Incluso quien jamás ha prestado especial atención a la filosofía deberá aceptar, tras la lectura de este libro, lo condicionada que está su vida respecto a las ideas que postularon esos principios. Un logro notable, amén de –como el autor explica– un impulso por despertar el ansia de aprender del lector. Y es que, generalmente, la visión que tenemos de los filósofos, como bien indica el libro, es “como si vivieran poco menos que en el aire”. Tan centrados en sus teorías y reflexiones que nos da la impresión de que sus vidas se desarrollaron alejadas de la realidad que a los demás nos toca transitar. Obviamente, esto no es así. Todos ellos fueron personas normales y corrientes fuera de su excelencia intelectual, con sus problemas, sus dudas y sus experiencias al margen de sus elucubraciones teóricas. Algunos se jugaron la vida por sus ideas, otros decidieron abiertamente tomar partido por los sucesos de su tiempo, y no pocos se enfrentaron con aquellos que no compartían sus tesis. La filosofía, y los filósofos con ella, se desarrollaron en la historia como ocurre con la vida de cada uno de nosotros, y eso es uno de los grandes reclamos de este libro: el traer a los pensadores, pero sobre todo a su pensamiento, a la tierra.

“Eliminar asignaturas filosóficas supondría por parte de los ministros la aceptación implícita de que la filosofía supone oposición al sistema democrático, lo que es absurdo, o a la ideología del gobierno, lo que sería revelador”. Santiago Navajas

En defensa de la filosofía en las aulas

Mención aparte merece la introducción del libro, en la que el autor hace una defensa a ultranza de la filosofía como materia necesaria, en estos tiempos en los que el pragmatismo –necesario, sin duda– termina pecando por exageración.

Nos advierte Navajas algo que quizás los políticos no se han parado a pensar con detenimiento y es la faceta que muestran al devaluar esta materia: “Eliminar asignaturas filosóficas supondría por parte de los ministros la aceptación implícita de que la filosofía supone oposición al sistema democrático, lo que es absurdo, o a la ideología del gobierno, lo que sería revelador”.

Si algo ha demostrado la filosofía es que es “la materia que mejor combina el pensamiento crítico con las herramientas para procesarlo”. No es, por tanto, una enseñanza caduca que debe ceder necesariamente el paso a otros conocimientos con mayores posibilidades mercantiles. Es, por el contrario, terriblemente necesaria, tanto para nuestra vida personal como a un nivel colectivo y social. Sin ella no es posible la creencia justificada o la acción razonada, como tampoco lo es la diferenciación entre aquellas que lo son y las que no. No hay ninguna disciplina capaz de abrir mentes como esta que nos ocupa. Hacemos un flaco favor a las nuevas generaciones privándoles o reduciendo su papel en la formación, pues es lo que desarrolla la principal facultad que nos permite enfrentarnos al mundo y habitar en él: la razón instrumental.

A pesar de que, por su título, uno pudiera pensar que el contenido del libro es un mero anecdotario, la realidad de Eso no estaba en mi libro de filosofía es mucho más.El de Navajas es un libro profundo, capaz de conquistar tanto al novel como al amante de la filosofía pura y dura. A su perfecto equilibrio entre filosofía e historia le añade otra virtud remarcable: la legibilidad. Y es que, más allá de su contenido filosófico, se trata de un libro muy bien escrito, que une cercanía con academicismo a partes iguales, lo cual siempre es de agradecer dentro del mundo del pensamiento.

 

Jaime Rubio

¿Discutir en Internet es una pérdida de tiempo?

Cambiamos de idea no solo cuando esta idea es buena, sino también cuando el ambiente es propicio

¿Discutir en Internet es una pérdida de
tiempo?
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Quizás discutir en redes sociales con desconocidos no sea el mejor escenario para el intercambio pausado y sensato de ideas. Solemos tomarnos por personas muy racionales que examinan argumentos de forma concienzuda y que después toman una decisión lo más objetiva posible. Pero no es así: nuestras opciones son intuitivas, emocionales y sesgadas. No se trata de que las emociones empañen nuestro juicio, sino que forman parte de él. Sin ellas, no podríamos tomar decisiones morales, como prueban los estudios de António Damásio con personas lesionadas en la corteza prefrontal, la zona del cerebro que interpreta y analiza las emociones. Es decir, necesitamos las emociones para tomar decisiones morales. No tiene sentido valorar los pros y los contras de matar a nuestra abuela, por ejemplo. Simplemente, rechazamos la idea. Podemos encontrar razones para no hacerlo, claro, pero eso viene después.

O, como decía Hume hace doscientos cincuenta años, “la razón nos instruye acerca de las varias tendencias de las acciones, y el sentimiento humanitario hace una distinción a favor de aquellas que son útiles y beneficiosas”, ya que “la razón, al ser fría y desapasionada, no motiva la acción y solo dirige el impulso recibido del apetito o inclinación, mostrándonos los medios de alcanzar la felicidad o de evitar el sufrimiento”.

Tampoco evaluamos cuestión por cuestión, sino que adoptamos patrones o, como dice Jonathan Haidt, matrices morales con las que interpretamos todas las cuestiones sociales y políticas. Por ejemplo, si nos consideramos de izquierdas, es muy probable que estemos a favor de la separación entre Iglesia y Estado, de una ley del aborto más abierta que la actual, de una educación y sanidad públicas, de que los catalanes puedan votar en un referéndum y que tanto los toros como las declaraciones de Aznar nos revuelvan el estómago. En cambio, una persona de derechas muy posiblemente defienda la labor social de la iglesia, considere que el aborto es un crimen, crea que las empresas deberían tener más flexibilidad para contratar y despedir a sus trabajadores, y opine que Zapatero ha sido el peor presidente de la democracia.

Estas matrices reúnen las ideas acerca del mundo y de la sociedad que hemos aprendido en familia y con nuestros amigos, y las usamos para examinar de modo intuitivo los hechos posteriores. Es como si hubiéramos comprado un lote de opiniones al que vamos añadiendo complementos que encajan. Por supuesto, hay excepciones y diferencias personales, pero menos de las que cabría esperar si fuéramos tan racionales como creemos.

Esto significa que en el instante en el que se nos presenta una opinión contraria a la nuestra, la rechazamos de plano porque no encaja en nuestra visión del mundo. Es un rechazo instintivo y emotivo, que solo racionalizamos y justificamos a posteriori, convirtiéndonos en víctimas del sesgo de confirmación: los datos que apoyan nuestras ideas nos parecen relevantes y convincentes, pero somos escépticos con aquellos que las contradicen. Es más, según Haidt la razón no habría evolucionado para hacernos más hábiles a la hora de buscar la verdad, sino para justificarnos. Algunas de sus funciones se entienden en el contexto de nuestra relación con los demás, “como salvaguardar nuestra reputación y convencer a los demás de que nos apoyen”.

¿Cuándo fue la última vez que cambiaste de opinión sobre algo importante? Y, cuando ha ocurrido, ¿lo has hecho en público y tras una discusión acalorada o ha sido más bien un proceso gradual y discreto?

Basta asomarse a Twitter para ver toda esta maquinaria en funcionamiento. ¿Que una encuesta dice que nuestro partido predilecto va a perder las elecciones? Cuidado, probablemente esté manipulada. Si esa misma encuesta nos da la razón, damos la vuelta al argumento sin pestañear: “Incluso las encuestas que publica este medio, que suelen estar manipuladas, me dan la razón”.

No solo ocurre en Twitter, claro. Pensemos, por ejemplo, en las discusiones entre economistas: ¿el empleo crece cuando sube la inversión pública o cuando se recortan los impuestos? Bueno, pues depende de a quién preguntes y de los datos que escoja para probar la teoría en la que ya creía antes de ponerse a trabajar.

Esto no significa que nadie cambie de opinión nunca, economistas incluidos. Pero si echamos un vistazo a nuestras propias creencias, podemos ver que lo hacemos muy pocas veces a lo largo de la vida. ¿Cuándo fue la última vez que cambiaste de opinión sobre algo importante? ¿Cuántas veces lo has hecho? Y, cuando ha ocurrido, ¿lo has hecho en público y tras una discusión acalorada o ha sido más bien un proceso gradual y discreto?

De hecho, solemos mirar con suspicacia a quien cambia de opinión. Y eso que, por poco que lo pensemos, es absurdo mantener las mismas ideas que cuando teníamos veinte años. ¿Cómo es posible que acertáramos con las creencias correctas cuando aún no sabíamos casi nada del mundo? ¿Tan listos éramos que optamos por las ideas más racionales y sensatas ya en nuestra juventud?

Y cuando hemos entrado en una discusión, ¿lo hemos hecho para intercambiar ideas o para defender nuestra postura, rechazando de forma automática cualquier planteamiento de nuestro adversario y buscando razones que justifiquen este rechazo?

Esta última pregunta no es solo una exageración: según sostienen los neurocientíficos Hugo Mercier y Dan Sperber en The Enigma of Reason, la razón evolucionó en gran parte en un contexto social y para ayudarnos a sostener discusiones, persuadir y manipular. La conversación y el debate son las formas en las que evaluamos la fortaleza de nuestras opiniones. Por eso en redes sociales, un espacio público, queremos defender estas opiniones ante lo que a veces interpretamos como un asedio. No vemos muchas conversaciones tranquilas y educadas, sino más bien frasecitas supuestamente ingeniosas con el objetivo principal de que nuestros seguidores vean que somos listos y que estamos en el lado de los buenos. No es un intercambio de opiniones, es un espectáculo. No es extraño, pues, que las discusiones políticas en redes acaben polarizando aún más nuestras ideas.

De entrada, tendemos a unirnos a “equipos políticos que comparten narrativas morales”, escribe Haidt. Y, como recoge un estudio del instituto de análisis estadounidense Pew Research refiriéndose a las discusiones en redes, se acaban formando “dos grupos de debate diferentes que por lo general no interactúan el uno con el otro” y que entre sí están “muy interconectados”.

En esto influye el hecho de que los debates en redes a menudo se articulan en torno a unos pocos «superparticipantes», una minoría muy polarizada, muy activa y muy visible. Estos grupos separados forman lo que Eli Pariser definió en 2011 como “burbuja de filtros”: tendemos a seguir a personas que piensan como nosotros y, además, los algoritmos acaban configurando lo que vemos según nuestras preferencias (y nuestros “me gusta”), encerrándonos en una burbuja en la que cada vez estamos menos expuestos a ideas ajenas. A menudo solo nos llegan opiniones diferentes cuando alguien las comparte para hacer escarnio: “Mirad lo que dice este. Pero qué tonto”.

Esto no significa que crea que las discusiones sean siempre inútiles. Al contrario, el propio Haidt explica que hablar con otras personas es una de las formas más adecuadas para cambiar de opinión. Lo mismo dicen Mercier y Sperber: queremos que nuestras ideas “nos justifiquen en los ojos de los demás”. Y a veces “esto significa revisar las conclusiones que apoyan nuestras razones: cambiar de opinión o de curso de acción para que podamos justificarnos mejor”.

Pero la exposición a las buenas ideas que nos hagan cambiar de opinión ha de tener otro tono: cambiamos de idea no solo cuando esta idea es buena, sino también cuando el ambiente es propicio. Es decir, o bien cuando estamos entre amigos o bien cuando nos lleva la contraria alguien de quien nos fiamos. Vamos, lo contrario de lo que suele ocurrir en una discusión política habitual, y no solo en redes.

Quizás discutir en redes sociales con desconocidos no sea el mejor escenario para el intercambio pausado y sensato de ideas. Solemos tomarnos por personas muy racionales que examinan argumentos de forma concienzuda y que después toman una decisión lo más objetiva posible. Pero no es así: nuestras opciones son intuitivas, emocionales y sesgadas. No se trata de que las emociones empañen nuestro juicio, sino que forman parte de él. Sin ellas, no podríamos tomar decisiones morales, como prueban los estudios de António Damásio con personas lesionadas en la corteza prefrontal, la zona del cerebro que interpreta y analiza las emociones. Es decir, necesitamos las emociones para tomar decisiones morales. No tiene sentido valorar los pros y los contras de matar a nuestra abuela, por ejemplo. Simplemente, rechazamos la idea. Podemos encontrar razones para no hacerlo, claro, pero eso viene después.

O, como decía Hume hace doscientos cincuenta años, “la razón nos instruye acerca de las varias tendencias de las acciones, y el sentimiento humanitario hace una distinción a favor de aquellas que son útiles y beneficiosas”, ya que “la razón, al ser fría y desapasionada, no motiva la acción y solo dirige el impulso recibido del apetito o inclinación, mostrándonos los medios de alcanzar la felicidad o de evitar el sufrimiento”.

Tampoco evaluamos cuestión por cuestión, sino que adoptamos patrones o, como dice Jonathan Haidt, matrices morales con las que interpretamos todas las cuestiones sociales y políticas. Por ejemplo, si nos consideramos de izquierdas, es muy probable que estemos a favor de la separación entre Iglesia y Estado, de una ley del aborto más abierta que la actual, de una educación y sanidad públicas, de que los catalanes puedan votar en un referéndum y que tanto los toros como las declaraciones de Aznar nos revuelvan el estómago. En cambio, una persona de derechas muy posiblemente defienda la labor social de la iglesia, considere que el aborto es un crimen, crea que las empresas deberían tener más flexibilidad para contratar y despedir a sus trabajadores, y opine que Zapatero ha sido el peor presidente de la democracia.

Estas matrices reúnen las ideas acerca del mundo y de la sociedad que hemos aprendido en familia y con nuestros amigos, y las usamos para examinar de modo intuitivo los hechos posteriores. Es como si hubiéramos comprado un lote de opiniones al que vamos añadiendo complementos que encajan. Por supuesto, hay excepciones y diferencias personales, pero menos de las que cabría esperar si fuéramos tan racionales como creemos.

Esto significa que en el instante en el que se nos presenta una opinión contraria a la nuestra, la rechazamos de plano porque no encaja en nuestra visión del mundo. Es un rechazo instintivo y emotivo, que solo racionalizamos y justificamos a posteriori, convirtiéndonos en víctimas del sesgo de confirmación: los datos que apoyan nuestras ideas nos parecen relevantes y convincentes, pero somos escépticos con aquellos que las contradicen. Es más, según Haidt la razón no habría evolucionado para hacernos más hábiles a la hora de buscar la verdad, sino para justificarnos. Algunas de sus funciones se entienden en el contexto de nuestra relación con los demás, “como salvaguardar nuestra reputación y convencer a los demás de que nos apoyen”.

¿Cuándo fue la última vez que cambiaste de opinión sobre algo importante? Y, cuando ha ocurrido, ¿lo has hecho en público y tras una discusión acalorada o ha sido más bien un proceso gradual y discreto?

Basta asomarse a Twitter para ver toda esta maquinaria en funcionamiento. ¿Que una encuesta dice que nuestro partido predilecto va a perder las elecciones? Cuidado, probablemente esté manipulada. Si esa misma encuesta nos da la razón, damos la vuelta al argumento sin pestañear: “Incluso las encuestas que publica este medio, que suelen estar manipuladas, me dan la razón”.

No solo ocurre en Twitter, claro. Pensemos, por ejemplo, en las discusiones entre economistas: ¿el empleo crece cuando sube la inversión pública o cuando se recortan los impuestos? Bueno, pues depende de a quién preguntes y de los datos que escoja para probar la teoría en la que ya creía antes de ponerse a trabajar.

Esto no significa que nadie cambie de opinión nunca, economistas incluidos. Pero si echamos un vistazo a nuestras propias creencias, podemos ver que lo hacemos muy pocas veces a lo largo de la vida. ¿Cuándo fue la última vez que cambiaste de opinión sobre algo importante? ¿Cuántas veces lo has hecho? Y, cuando ha ocurrido, ¿lo has hecho en público y tras una discusión acalorada o ha sido más bien un proceso gradual y discreto?

De hecho, solemos mirar con suspicacia a quien cambia de opinión. Y eso que, por poco que lo pensemos, es absurdo mantener las mismas ideas que cuando teníamos veinte años. ¿Cómo es posible que acertáramos con las creencias correctas cuando aún no sabíamos casi nada del mundo? ¿Tan listos éramos que optamos por las ideas más racionales y sensatas ya en nuestra juventud?

Y cuando hemos entrado en una discusión, ¿lo hemos hecho para intercambiar ideas o para defender nuestra postura, rechazando de forma automática cualquier planteamiento de nuestro adversario y buscando razones que justifiquen este rechazo?

Esta última pregunta no es solo una exageración: según sostienen los neurocientíficos Hugo Mercier y Dan Sperber en The Enigma of Reason, la razón evolucionó en gran parte en un contexto social y para ayudarnos a sostener discusiones, persuadir y manipular. La conversación y el debate son las formas en las que evaluamos la fortaleza de nuestras opiniones. Por eso en redes sociales, un espacio público, queremos defender estas opiniones ante lo que a veces interpretamos como un asedio. No vemos muchas conversaciones tranquilas y educadas, sino más bien frasecitas supuestamente ingeniosas con el objetivo principal de que nuestros seguidores vean que somos listos y que estamos en el lado de los buenos. No es un intercambio de opiniones, es un espectáculo. No es extraño, pues, que las discusiones políticas en redes acaben polarizando aún más nuestras ideas.

De entrada, tendemos a unirnos a “equipos políticos que comparten narrativas morales”, escribe Haidt. Y, como recoge un estudio del instituto de análisis estadounidense Pew Research refiriéndose a las discusiones en redes, se acaban formando “dos grupos de debate diferentes que por lo general no interactúan el uno con el otro” y que entre sí están “muy interconectados”.

En esto influye el hecho de que los debates en redes a menudo se articulan en torno a unos pocos «superparticipantes», una minoría muy polarizada, muy activa y muy visible. Estos grupos separados forman lo que Eli Pariser definió en 2011 como “burbuja de filtros”: tendemos a seguir a personas que piensan como nosotros y, además, los algoritmos acaban configurando lo que vemos según nuestras preferencias (y nuestros “me gusta”), encerrándonos en una burbuja en la que cada vez estamos menos expuestos a ideas ajenas. A menudo solo nos llegan opiniones diferentes cuando alguien las comparte para hacer escarnio: “Mirad lo que dice este. Pero qué tonto”.

Esto no significa que crea que las discusiones sean siempre inútiles. Al contrario, el propio Haidt explica que hablar con otras personas es una de las formas más adecuadas para cambiar de opinión. Lo mismo dicen Mercier y Sperber: queremos que nuestras ideas “nos justifiquen en los ojos de los demás”. Y a veces “esto significa revisar las conclusiones que apoyan nuestras razones: cambiar de opinión o de curso de acción para que podamos justificarnos mejor”.

Pero la exposición a las buenas ideas que nos hagan cambiar de opinión ha de tener otro tono: cambiamos de idea no solo cuando esta idea es buena, sino también cuando el ambiente es propicio. Es decir, o bien cuando estamos entre amigos o bien cuando nos lleva la contraria alguien de quien nos fiamos. Vamos, lo contrario de lo que suele ocurrir en una discusión política habitual, y no solo en redes.

Fuente:

https://elpais.com/elpais/2019/04/05/ideas/1554480626_453093.html

Jean Starobinski

Jean Starobinski, el intelectual que armonizó la historia cultural y las ciencias

Jean Starobinski, filósolfo y escritor, en Madrid en marzo de 2009.rn

El pasado lunes 4 de marzo murió Jean Starobinski, importante historiador de la literatura, las ideas y la medicina. Era ya casi centenario —nació en Ginebra en 1920—, y su vida se desarrolló en torno a su ciudad. En ella dirigió durante 30 años los importantísimos Encuentros de Ginebra, creados en 1946 y abiertos al público, donde fueron confluyendo los más diferentes especialistas e intelectuales. Con ese nuevo enciclopedismo de posguerra, Starobinski se caracterizó por practicar, y enseñar, una historia cultural en la que al fin se armonizaban las ciencias y las humanidades.

Como toda interpretación histórica requiere también la «máxima especificidad individual» —lo reconocía en La relación crítica (1970)—, conviene recordar que su familia fue aniquilada en Polonia y que, como resistente, escribió crónicas precoces en defensa de Europa y de la sensatez política: están recopiladas, desde 1999, en La poésie et la guerre, 1942-1944.

En 70 años de trabajo, la energía de su obra logra fundir crítica literaria y psiquiatría (mayormente analítica), con un explícito escepticismo frente a todo dogma metodológico; si bien reafirma sin desmedirse la función poética del lenguaje y la fecundidad de la inmersión en detalles singulares que puedan suponer, en última instancia, un corte revelador de cierto aspecto histórico.

La Ilustración y su crisis constituyeron el hecho sociocultural más frecuentado por Starobinski. En su primer y magnético Jean-Jacques Rousseau: la transparencia y el obstáculo (1957) —título que define ya la expresividad de su propio estilo—, Starobinski desvelaba las contradicciones insalvables del idealismo rousseauniano. Fue un tema recurrente en él, que culminó en 2012 con Accuser et séduire. Essais sur Rousseau. Y esa misma indagación reiterada se halla en sus catas diderotianas aparecidas ese mismo año, en un volumen sutil e impresionante. Pues, al fin, Starobinski publicó un gran libro, que venía anunciando a lo largo de su vida —Diderot, un diable de ramage—, y que es una obra mayor de entre las dedicadas al gran genio del siglo XVIII.

Su atracción por la civilización de las Luces brilla en dos trabajos complementarios entre sí, La invención de la libertad (1964) y 1789, los emblemas de la razón (1973), o en los estimulantes y civilizadores capítulos de su paradójico El remedio en el mal (1989). Pero su ámbito de pensamiento fue más amplio, y nunca olvidó el clasicismo francés ni los hitos de la literatura contemporánea, desde Baudelaire. Tampoco dejó de lado su mirada médica como lo muestra un gran recorrido, Acción y reacción: vida y aventuras de una pareja (1999), donde se integran política, ciencias modernas y formas literarias.

En otro ensayo central, que seguía nuevos derroteros, El ojo vivo (1961-1999), confesó: «Me atraía una investigación sobre las máscaras, en el sentido propio y en sentido figurado. Y me interesaba muy especialmente por quienes se declaraban sus enemigos: moralistas, denunciadores de la hipocresía y del engaño». El tema lo trató en Retrato del artista como saltimbanqui (1970) o incluso en La tinta de la melancolía(2012) —un libro fundador que se remonta a 1960-2004—, pues la historia de la tristeza que fundó implica desenmascaramiento personal y colectivo.

Sorprende que haya libros suyos sin traducir, como Interrogatoire du masque (2014); o un monumento como Montaigne en mouvement (1982), más aún por cuanto Starobinski es el gran heredero hoy de Montaigne. En fin, las mil páginas de La beauté du monde. La littérature et les arts de 2016 darían la medida de su gracia y su talento por afrontar con viveza nuestra cultura desde Virgilio o Dante hasta Kafka o su amigo Bonnefoy, que desapareció en ese mismo año.

Fuente:

https://elpais.com/cultura/2019/03/21/actualidad/1553168224_853991.html

 

Agustín García Calvo

Agustín García Calvo sigue despotricando

 

Una visita al monumental archivo del latinista y filósofo, en proceso de ordenación en su casa de Zamora. Un libro póstumo y una obra de teatro recuperan su contestataria figura

“Agustín se pasaba el día escribiendo. Nosotros le fisgábamos en la máquina para ver en qué andaba. Cuando daba algo por terminado lo metía en una carpeta y lo dejaba en esa estantería”, cuenta Sabela García Ballestero, hija de Agustín García Calvo, en una luminosa habitación de la casa familiar de Zamora. La estantería de la que habla está ahora ocupada por enciclopedias, pero cuando murió su padre —en 2012, con 86 años— encontraron allí varias carpetas con inéditos. Entre ellos estaba el original de Desnacer, un relato de 170 páginas narrado por una voz femenina anónima que realiza un viaje hacia atrás en el tiempo para ir convirtiéndose en un ser “más niño, más fresco, menos cargado de saberes”.

El libro es un alarde de construcción que resume bien el pensamiento de su autor: la crítica a una realidad formateada por el dinero; la aversión a sacrificar el presente en el altar del futuro. “Cualquier cosa es posible mientras no se le empiezan a poner nombres”, escribe en Desnacer. “Todos los días os cambian la vida por futuro”, decía megáfono en mano a los jóvenes reunidos en la Puerta del Sol durante el 15-M. “Os dicen que tenéis mucho futuro. Para el poder futuro significa muerte”.

Cartas de la novelista irlandesa Iris Murdoch al poeta y filósofo zamorano
Cartas de la novelista irlandesa Iris Murdoch al poeta y filósofo zamorano J. R.

¿Tenía miedo a la muerte Agustín García Calvo? “No decía nada. Era el futuro. No hacía proyectos”, responden completando la frase Sabela y dos de sus tres hermanos, Víctor y Ruth, que viven en la misma casa. A ellos se ha sumado en los últimos meses Silvia, hija de Sabela, encargada de la digitalización de los cientos de originales, notas, cuadernos, recortes y cartas dejados por su abuelo al morir en estas habitaciones, en su casa de Madrid y en la de su pareja, la poeta Isabel Escudero, fallecida hace dos años. De esos papeles salieron dos poemarios inéditos ya publicados —Sermón del dejar de ser y Yo misma—, dos ensayos pendientes de revisar y el mecanoscrito de Desnacer, al que precede una hoja de instrucciones “por si alguna vez mereciera la pena hacer una copia decente” de ese, dice, “astroso original”.

La estantería de los clásicos grecolatinos.
La estantería de los clásicos grecolatinos. J. R.

A toda una constelación de notas, márgenes y tipografías García Calvo añadía su tendencia a ajustar la ortografía al habla, de ahí que escriba “esplicación” y “esperiencia”. “Trasgresiones de ostáculos subcoscientes”, dice Sabela citando el título de un artículo de su padre, al que ella, como el resto de la familia, llama siempre Agustín. Todos los libros que publicó en su última década de vida los firmó en la cubierta con el nombre y los apellidos entre signos de interrogación. “Estaba en contra del nombre propio”, explica Silvia, que recuerda cómo su abuelo les grababa a ella y a su hermano cuando aprendieron a hablar para estudiar el modo en que construían las frases. García Calvo fue poeta, filólogo, dramaturgo, traductor y ensayista pero a él le gustaba hablar de sí mismo como gramático. Gran defensor de la tradición oral, solía comenzar sus recitales con una advertencia: todo lo que los lectores encontraran de bueno en sus versos —“todo lo que les hiera”—, eso no era de Agustín García Calvo. Todo lo malo —“lo obediente”—, sí.

Iris murdoch le mandó un poema escrito en Zamora; él lo tradujo al castellano

La dificultad de hacer entender a las editoriales su forma de escribir y de componer los libros fue lo que le llevó a crear en 1978 su propio sello. Lo puso en marcha con la ayuda de su hijo mayor, Joaco, que ahora vive en Sevilla, y lo bautizaron con el nombre de la diosa romana de los partos: Lucina. La mariquita roja y negra que le sirve de logotipo preside discreta la puerta del caserón de la Rúa de los Notarios, en el puro centro de Zamora. En la planta baja está la oficina de Víctor, que ejerce de director editorial y —40 años después de que apareciera el primer lucino: Del lenguaje (1979)— lamenta la dificultad de reeditar títulos clave como el Tratado de rítmica y prosodia y de métrica y versificación (2006), un volumen de 1.700 páginas inaudito en la cultura española. “Lucina es un desnegocio”, explica con cierta sorna. El libro más vendido de la editorial —Canciones y soliloquios—, no ha pasado de los 10.000 ejemplares pero muchos no paran de reeditarse. Ahora espera la última revisión de la edición que su padre hizo de De Rerum Natura, de Lucrecio, uno de sus hitos como traductor junto a la versión rítmica de la Ilíada. “Lo dejó muy corregido y ahora lo revisan los filólogos de la tertulia”, dice en referencia a los encuentros que todavía se celebran en el Ateneo de Madrid cada miércoles.

Una libreta con escritos del dramaturgo y profesor.
Una libreta con escritos del dramaturgo y profesor. JULIAN ROJAS

García Calvo promovió esa tertulia en 1997, cinco años después de jubilarse de la cátedra de latín de la Universidad Complutense de Madrid, de la que fue expulsado durante el franquismo —junto a Enirque Tierno Galván, José Luis Aranguren, Santiago Montero y Mariano Aguilar— por apoyar las protestas estudiantiles de 1965. Tras enseñar en una academia de la calle del Desengaño en la que tuvo como alumno a Fernando Savater, se exilió en Francia e impartió clases en Nanterre y Lille. Su hija Sabela recuerda cómo poco antes de morir volvió a París para participar en un congreso mundial sobre Homero: “Recitó de memoria tiradas enteras de la Ilíada en griego. Y eso que ya estaba tocado. La gente se quedó pasmada”. No es difícil encontrar en Internet vídeos de García Calvo declamando sus propios versos, a los que pusieron música Chico Sánchez Ferlosio o Amancio Prada.

La biblioteca de Agustín García Calvo se compone de cuatro estanterías. La primera conserva los libros de trabajo —Herodoto, Platón o Tito Livio en la edición de Oxford— y un remo de La perla del Duero, la barca en la que solía remar por el río. Se la llevó una crecida. La segunda, los libros dedicados y revistas como Archipiélago o Un ángel más. En las otras dos se agolpa un millar de libros en inglés con el lomo gastado por el uso. Son lo que la familia llama “las damas inglesas”, las novelas que el latinista leía cada noche.

Fotografías y objetos familiares de García Calvo.
Fotografías y objetos familiares de García Calvo. J. R.

Ahí están Edna O’Brien, Anita Brookner, Margaret Drabble, Patricia Highsmith y, por supuesto, Iris Murdoch. Impresionado con The Philosopher’s Pupil, García Calvo dedicó a su autora —“que ha pintado compasivamente la miseria del filósofo contemporáneo viejo y malenamorado”— su traducción de los fragmentos de Heráclito: Razón común, de 1985. Entre ese año y los dos siguientes Murdoch escribió a “profesor Calvo” cinco largas cartas que completó con el envío de un poema escrito de su puño y letra: ‘John ve una cigüeña en Zamora’. La Rúa de los Notarios comunica la catedral con la iglesia de San Ildefonso, en la que todavía hoy puede verse un nido. De ahí el envío y la alusión a los impresionantes tapices de la guerra de Troya que cuelgan en el museo catedralicio. Su destinatario se lo devolvió traducido: “Al salir entre tranquila gente de la misa, / vio una cigüeña repentina / de su nido volar sobre una casa / —el cielo tan azul, tan blanca el ave—, / suceso acostumbrado para aquellas gentes: / él, de pura sorpresa, se quitó el sombrero, / se paró allí y abrió de par en par los brazos / dejando que la gente le pasara / por uno y otro lado, / atento a nada más que al vuelo de cigüeña. // Ahora (en el museo), sobre una tapicería negra / ese gesto de gozo, / tan absolutamente tú”.

El relato ‘Desnacer’ es el tercer inédito publicado desde su muerte en 2012

Aunque en la casa de Zamora se conservan algunos borradores de las cartas de Agustín García Calvo, la familia rastrea en Oxford las enviadas a Murdoch. Las recibidas por él a lo largo de toda su vida ocupan 12 cajones en un armario. Están pendientes de una revisión detenida, explica Sabela, que reconoce que su carrera como filólogo y su larga amistad con autores como Carmen Martín Gaite o Rafael Sánchez Ferlosio tienen su reflejo en esos cajones. Ella, por ahora está transcribiendo los textos de su padre, que lo guardaba todo: desde un cuaderno escolar con apuntes sobre Tucídides hasta un recibo para una colecta contra la OTAN pasando por los guiones de los temas abordados tertulia tras tertulia. Ahora, de hecho, anda enfrascada en las llamadas “cartas circulares”, una suerte de ensayos epistolares con destinatario colectivo —Ferlosio, Dacio Rodríguez, Eugenio Gallego…— en los que García Calvo proseguía con sus amigos la discusión sobre un asunto concreto debatido en un encuentro pasado. El 18 de julio de 1960, por ejemplo, el tema es la idea de belleza partiendo de “los cristales de la nieve, el orden de los planetas, la simetría y gracia del cuerpo, el ritmo de los días y noches o del galope de un caballo”.

Reconocimiento

Cuenta su familia que Agustín García Calvo se quejaba de que se le hacía poco caso. “No tanto porque no se le diera reconocimiento”, aclara Sabela, “como porque no veía interés por los temas que le interesaban a él. ‘Se me da por supuesto’, solía decir”. También solía decir que era el precio que pagaba por negarse a salir en televisión, un “medio de formación de masas”. ¿La veía? “Algún partido de fútbol” ¿Fútbol? “Le gustaba por lo que tiene de coreografía y de cálculo de probabilidades. Por eso le daba igual que el partido fuera de hacía dos años. También le gustaban el ajedrez y los solitarios. Barajaba las cartas con tanta energía que las dejaba redondas”.

Sabela García Ballestero, hija de Agustín García Calvo, en el dormitorio de su padre.
Sabela García Ballestero, hija de Agustín García Calvo, en el dormitorio de su padre. J.R

Silvia, la nieta, que actualiza continuamente la enciclopédica web de Lucina, matiza esa falta de reconocimiento: ella rastrea las muchas alusiones que se hacen en todo el mundo a los trabajos de su abuelo. “Los honores oficiales le horrorizaban”, cuenta. Se negó a que le pusieran una calle en Zamora y a que bautizaran con su nombre la estación del tren, de la que era habitual por su aversión al automóvil. Además de la labor de Lucina, Anagrama y Penguin Clásicos reeditan con frecuencia sus traducciones de Shakespeare y Ediciones del Salmón acaba de rescatar el ensayo ¿Qué es el Estado? con epílogo de Luis Andrés Bredlow, uno de sus grandes colaboradores. Por su parte, el Centro Dramático Nacional pone en escena su farsa trágica Pasión. De puertas para adentro, el orden en su archivo crece a diario aunque Sabela, bibliotecaria jubilada, no sabe si serán capaces de llevarlo a buen puerto con sus escasos medios: “Tal vez haya que plantearse crear una fundación. La idea es conservarlo para que se pueda trabajar en él. ¿Ofertas de instituciones? Ninguna. Agustín estuvo siempre al margen de lo institucional, despotricando contra los poderosos. Se entiende que nadie se haya preocupado”.

LA PASIÓN DE UN SÓCRATES CONTEMPORÁNEO

Agustín García Calvo sigue despotricando
                                                                                                                EFE

Agustín García Calvo recibió a lo largo de su vida tres premios nacionales: el de traducción por toda su trayectoria, el de ensayo por Hablando de lo que habla y el de literatura dramática por Baraja del rey don Pedroestrenadaen 2000 en el Teatro de la Abadía con dirección de José Luis Gómez. En la Abadía se formó Ester Bellver, que el próximo 26 de abril llevará a las tablas del teatro Valle-Inclán Pasión (Farsa trágica). Bellver recuerda que García Calvo le pedía con frecuencia que hiciera algo por sus obras teatrales: “Lo decía con un hilo de voz y a mí me parecía una injusticia que no se representara más su teatro porque es una verdadera revolución”. Ella asistió a sus talleres de métrica y a las tertulias políticas del Ateneo y, siguiendo su magisterio, ha convertido el texto de Pasión en “una partitura” en la que cada frase está “marcada rítmicamente”. “Para mí, Agustín era un Sócrates contemporáneo, un maestro empeñado en devolver al teatro la prosodia perdida y en hacer patente la guerra de tiempos que se da entre la realidad y la representación, obligándonos a quitarnos las máscaras”. Era uno de sus géneros favoritos. Con solo 13 años escribió una pieza sobre la invasión persa titulada Los bárbaros se acercan. Décadas después, sus hijos la representaron ante los vecinos durante unas vacaciones.

Fuente:

https://elpais.com/cultura/2019/03/16/actualidad/1552744870_773323.html

 

Especismo

¿Qué es el especismo y por qué deberíamos rechazarlo?


Supongamos que no supiésemos si fuéramos a nacer como seres humanos o como animales de otras especies: ¿qué clase de mundo elegiríamos?

Cada vez más gente entiende que todos los seres humanos deberíamos recibir pleno respeto. A menudo se asume que esto debería ser así por el simple hecho de que somos humanos. Pero, en realidad, la mera pertenencia a una determinada especie es más que nada una clasificación biológica. No es lo que determina que nos puedan dañar. Lo relevante para esto último es algo mucho más simple: nuestra posibilidad de sentir y sufrir. A esto es a lo que se llama también sintiencia. La sintiencia es la capacidad de tener experiencias, que pueden ser positivas, como el disfrute, o negativas, como el sufrimiento.

Ahora bien, esta capacidad no la poseen exclusivamente los seres humanos. También la tienen muchísimos otros animales. Sin embargo, se asume habitualmente que únicamente los seres humanos merecen nuestra consideración. Como consecuencia, los animales (o, más bien deberíamos decir, los animales no humanos) son tratados como cosas. Son explotados diariamente de las formas más terribles. Y se les deja sufrir a su suerte cuando están en situación de necesidad, sin preocuparnos por darles ayuda.

¿Cómo puede justificarse esta actitud? Muchas veces se afirma que los animales no merecen consideración porque esta solo ha de darse a quienes poseen unas capacidades intelectuales complejas. Pero quienes defendemos que se respete plenamente a todos los seres humanos debemos rechazar este argumento discriminatorio. Los seres humanos con diversidad funcional intelectual significativa, así como los bebés que sufren alguna enfermedad terminal, merecen exactamente el mismo respeto que cualquier otro ser humano, pues pueden sufrir por igual. Asimismo, en otras ocasiones se afirma que solo hemos de respetar a los seres humanos porque únicamente sentimos estima por ellos. Pero la estima tampoco es un criterio justo. Una niña huérfana, sin nadie que la quiera y proteja, necesita y merece el mismo respeto que otra rodeada de seres queridos.

En contraste, hay un método sencillo para juzgar de forma ecuánime a quién deberíamos respetar. Entendemos normalmente que la justicia requiere imparcialidad. Pensemos, pues, en lo siguiente. Supongamos que no supiésemos si fuéramos a nacer como seres humanos o como animales de otras especies: ¿qué clase de mundo elegiríamos? Bajo tales condiciones de imparcialidad, si pensásemos honestamente, seguramente escogeríamos un mundo en el que se respetase a los animales. Esto indica que la actitud de desconsideración hacia estos no está justificada.

Estas razones han llevado a que cada vez más personas vean tal actitud como una forma de especismo. Con este término, acuñado ya hace medio siglo, se llama a la discriminación de quienes no pertenecen a una cierta especie. La idea de que deberíamos rechazar el especismo es todavía novedosa. Por ello, y porque cuestiona el provecho que obtenemos del sufrimiento animal, es aún fácil de ridicu­lizar. Pero lo que importa no es eso, sino que es también una idea muy difícil de rebatir. Y ese es el motivo por el cual el rechazo del especismo y la defensa de los animales han llegado para quedarse.

Fuente:

https://elpais.com/elpais/2019/03/15/ideas/1552654326_316628.html

 

Nuria Sánchez

Nuria Sánchez Madrid: “La filosofía debe seguir siendo una actividad viva”

“Donde el filósofo ofrece lo mejor de sí es en un espacio de diálogo interdisciplinar con otros profesionales”, asegura Nuria Sánchez Madrid, investigadora del departamento de Filosofía y Sociedad de la facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid. O sea, la filosofía de la mano de otras materias para sacar el máximo provecho y el mayor beneficio para el ciudadano. La Unidad de Cultura Científica de la Complutense la ha entrevistado. 

Por María Milán, Unidad de Cultura Científica y Divulgación de la Complutense

Inseguridad, exigencia, estrés y malestar son algunos de los síntomas con los que los individuos atraviesan las puertas de los especialistas buscando una solución. Entre las diferentes disciplinas que pueden acudir en su ayuda, la filosofía. Nuria Sánchez Madrid, investigadora del departamento de Filosofía y Sociedad de la Universidad Complutense apuesta por devolverle a esta rama del conocimiento una de sus funciones originales y que durante mucho tiempo ha sido apartada: la de reflexionar y contribuir a solucionar los problemas de la sociedad. Entre ellos, el del malestar laboral. Desde la Unidad de Cultura Científica de la Complutense hablan con ella.

Los problemas cotidianos de los individuos pueden analizarse desde muchos puntos de vista. El suyo llama especialmente la atención… ¿Por qué la filosofía?
La filosofía viene de una tradición muy ligada a la práctica conceptual y, en principio, desconectada de la historia, de la sociedad y de los problemas del tejido social. Creo que la filosofía puede haberse recluido demasiado en un ámbito institucional, académico, museístico. La filosofía empezó siendo una actividad viva y debe seguir siéndolo. Me dedico a la historia de la filosofía y me ha inquietado siempre la pregunta por cómo la filosofía puede contribuir, qué reflexión nos puede proporcionar acerca de lo que vivimos en el presente como patología, en los focos de sufrimiento, los problemas de la sociedad y las fuentes de desigualdad.

¿Cómo relaciona el malestar, en este caso laboral, con la filosofía?
Los psicólogos encuentran en su consulta episodios de sufrimientos atroces que cortocircuitan la capacidad de los sujetos para desarrollar una vida mínimamente sostenible en el desempeño de una profesión. El famoso “factor humano” es lo más perseguido en el ámbito de trabajo, como señala el psicopatólogo francés Christoph Dejours. Aquí nos damos de lleno con algo que visualiza de manera especial el malestar laboral. Vivimos en una sociedad neoliberal en la que el mercado es lo que nos permite sostenernos y sobrevivir. Creamos vínculos sociales con los otros y con nosotros mismos que nos hacen medirnos eternamente y nos hacen exigirnos eternamente. Esto a la filosofía tiene que interesarle mucho porque es discurso, porque no es hecho. No son realidades fácticas, son realidades inmateriales que se apoderan de nuestros cuerpos y colonizan nuestras mentes. A la filosofía le interesa indagar en esos discursos implícitos y tácitos que están condenando a un fracaso vital inevitable, indefectible, a tantas personas que se dedican a profesiones que uno identificaría como de desarrollo personal.

“Vivimos en una sociedad neoliberal en la que el mercado es lo que nos permite sostenernos y sobrevivir”

¿Cuáles serían esas profesiones?
Algunos ensayistas, como Remedios Zafra y Alberto Santamaría, se han concentrado en cómo el profesional vinculado a la gestión cultural, galerías de artes y también a la creación en Internet sufre situaciones de un estrés intolerable. En ese tipo de trabajos se encuentra una elevada desregulación y una completa ausencia de límites que establezcan las fuerzas y energías sostenibles del trabajador, hasta el punto de que el sacrificio casi es la contracara de la creación. En el propio ámbito del periodismo también. Se supone que cuanto más creativo eres, menos necesitarás comer, ganar o dormir. Menos exigencias tendrás. Se produce una extraña espiritualización del trabajador.

¿Tiende a ir a más este malestar laboral?
Sí. Creo que, por un lado, hay una multiplicación de síntomas que ha generado, a pesar de la despolitización general de la sociedad, una visibilización de ese malestar y una pérdida de la vergüenza y el pudor a manifestarlo. Las fronteras entre la vida doméstica y la vida profesional se han puesto en entredicho precisamente porque el mercado laboral postfordista ha decidido abolir esa frontera y no volveremos a entornos del pasado. Con todo, como Sergio Bologna, debe atenderse también a que la “domesticación” del trabajo también comporta facetas positivas, especialmente si pueden emplearse para por ejemplo volver la llamada “conciliación” de las trabajadoras mujeres más sostenible y verosímil. Escuchar las recomendaciones y argumentos que Carolina del Olmo lleva años exponiendo sobre la necesaria “socialización de la maternidad” beneficiaría mucho a una sociedad como la española. En la universidad lo notamos cada vez más, trabajamos sobre todo en casa. Robas horas a la noche, a tu familia, a tu sueño. Nos damos cuenta de que la domesticación del trabajo puede ser una ventaja, pero en otras ocasiones es un lastre porque supone la quiebra entre el espacio público y privado en beneficio de una productividad que amenaza la salud mental y física del sujeto.

¿Debería la filosofía participar en la toma de decisiones sobre este tipo de temas sociales?
Veo muy interesante consultar al filósofo, pero no como se ha solido hacer, de forma individual o como comité de sabios, donde los filósofos son consultados sin necesidad de dialogar productivamente con otras disciplinas. Eso puede haber tenido cierto recorrido, pero creo que donde el filósofo ofrece lo mejor de sí, como todo intelectual, es en un espacio donde pueda establecer un diálogo interdisciplinar con otros profesionales. La idea es buscar una interdisciplinaridad saludable, que es la que lleva años enriqueciendo nuestros propios itinerarios investigadores, en la línea que preconizaba Manuel Sacristán en los años 70 del pasado siglo.

“Me ha inquietado siempre qué reflexión nos puede proporcionar la filosofía acerca de lo que vivimos como patología, en los focos de sufrimiento, los problemas de la sociedad y las fuentes de desigualdad”

¿Con qué tipo de profesionales puede trabajar el filósofo?
Por ejemplo, con sociólogos que empleen una metodología más cualitativa que cuantitativa. O con profesionales biosanitarios, como los psicólogos que reciben en sus consultas individuos con problemas para desempeñar su trabajo porque identifican el mundo laboral con un infierno. El sujeto es consciente de los sacrificios constantes que debe hacer para tener un salario que suele ser muy inferior a décadas anteriores. El uso del sufrimiento como medio de exigencia de una mayor rentabilidad económica y profesional es una perversión de nuestro sistema. Tiene mucho de teológico, porque no es liberador ni emancipador, aunque se venda así, como relato personal que “nos liberará” de la “carga” de las limitaciones de otros. En el fondo recuerda mucho al discurso de las iglesias, al discurso cristiano de sacrificarse en nombre de realidades trascendentes a nosotros mismos.

Además del malestar laboral, ¿trabaja en algún otro tipo de sufrimiento desde el punto de vista filosófico?
Desde hace tiempo me encuentro trabajando en una línea amplia emparentada con la teoría crítica que tiene que ver con las fuentes contemporáneas de sufrimiento social. Coordino ahora mismo un proyecto de innovación educativa ubicado en este ámbito temático porque me gusta usar este tipo de proyectos para hacer este esfuerzo interdisciplinar para que la filosofía mire a la sociedad. Mi investigación gira desde hace años en torno a una historia cultural del malestar social, en la que el estudio de la precariedad y las situaciones de pobreza desempeña una función central. Parto para ello de una vieja idea de Honneth: el malestar no es una cacofonía social que nos aparta del brillo de las estructuras e instituciones sociales, sino más bien una evidencia de cómo esas estructuras e instituciones penetran en la comunidad que somos, necesaria para reformarlas con vistas a mejorar nuestras formas de vida y rebajar el sufrimiento que las atraviesa.

Fuente:

F+ Nuria Sánchez Madrid: «La filosofía debe seguir siendo una actividad viva»

 

 

 

Amelia Valcárcel

Hágase la luz sobre la ontología

Amelia Valcárcel

La filosofía del siglo XX apuntó y no disparó al aire: muchos de los problemas de enjundia ontológica son solo asuntos del lenguaje

 

Vamos a ello, Aristóteles. Hace unos 2.000 años, Andrónico de Rodas hizo la edición de todo lo que el gran filósofo había dejado escrito. A los rollos que eran menos conocidos y que parecían casi apuntes personales los llamó metafísica, porque los puso detrás de los de física. Por raro que nos suene, todos tratamos abundantemente con ese tipo de saber, casi siempre sin saberlo. Cierto que Aristóteles se había preocupado de ello muy pronto. Fue el primero en hacer una historia de la filosofía, de lo que habían dejado dicho quienes le precedieron. Y allí nos cuenta, sobre todo, una parte esencial, la ontología.

Ontología es la colección de cosas que creemos que existen. “Qué es lo que hay” en definitiva. Una de las más vivas y sorprendentes respuestas de todos los tiempos la dio Pitágoras: hay pares y números. Esto necesita aclaración: hay números, que son la esencia de todo lo que existe; pero todo lo que existe consiste en pares que se enfrentan. Si hacemos una bonita serie de ellos se entenderá perfectamente. Existen lo impar y lo par. Lo macho y lo hembra; lo caliente y lo frío; la luz y la oscuridad, lo seco y lo húmedo, lo duro y lo blando…, hasta donde lo queramos llevar. Ahora bien, ¿existen esos pares o simplemente organizamos nuestra experiencia según ellos? El problema de confiar en los pares, esto nos lo dejó dicho Pascal, es que tenemos cierta insana tendencia a ponerlos donde no los hay. Él lo ejemplificó con un par de ventanas y lo llamó “las falsas simetrías”. Hay conceptos o ideas que, simplemente, no tienen contrario. Además de que muchos supuestos “contrarios” no lo son en absoluto. De igual manera que algunos, cuando decoran un muro, ponen una ventana falsa para que resulte más agradable a la vista la pared, tendemos a hacer falsas simetrías cuando no sabemos bien cómo pensar algo.

Si repasamos la corta lista de pares pitagóricos que se apuntó antes, veremos que hay uno notable: macho-hembra. Puesto que todo lo que existe es una cosa u otra, ¿es la madera hembra o macho?, ¿y el árbol? ¿La piedra es hembra y el hierro es macho?, ¿el agua es hembra y el fuego es macho? ¿Y el aire?, ¿el alma y el cuerpo?, ¿la carne y la sangre? La ontología comienza a realizar sus juegos. Hay una manera de frenarla en seco: eso es meramente lenguaje. Son las simples desinencias de las palabras lo que nos marea y confunde. Pero nadie perspicaz dejará de notar que algunas de esas palabras resuenan con una ancestral atribución de género: son el sonido abisal de los siglos que todavía reverbera. Están cargadas. La filosofía del XX apuntó y no disparó al aire: muchos de los problemas que consideramos de enjundia ontológica sólo son asuntos de lenguaje. A esto lo llamó “el giro lingüístico”. Y aunque no es, como creyeron sus padres, “el más grande descubrimiento de todos los tiempos”, es bastante importante. Entre lo que somos y lo que hay, esto es, la ontología, el lenguaje siempre está haciendo de las suyas. Hay que iluminarlo para que no juegue tanto que nos impida ver lo que realmente existe.

Quizá la filosofía del lenguaje no se puso a ello con la dedicación suficiente, porque, demasiado a menudo, es el caso de que seguimos discutiendo de palabras en el perfecto convencimiento de que discutimos sobre cosas. “Las cosas”, eso que la ontología tiene bajo su mando, se nos dan ordenadas en sentencias. Y las tales sentencias parecen estar posadas sobre un inmenso y profundo continente de sentido en el que nuestros pares son los únicos señores. Allí imperan y siguen marcando las líneas maestras de lo que vamos a entender. No les gusta la claridad y tienen verdadero apego a las falsas simetrías. Una de ellas es espectacular y ya ha salido a escena: macho-hembra. No es como arriba-abajo, antes-después, todo-nada, vida-muerte. No; es completamente distinta. No pretende ordenar el flujo de lo desigual, sino cortar en dos lo que es igual y hacerlo contrario. Pero, probablemente, es una matriz ontológica fundante porque la oímos resonar en partes muy alejadas del mero dominio de la reproducción sexuada. Nos inunda.

De ella debe decirse que, aun siendo arcaica, no es venerable. Resulta en exceso disfuncional, sobre todo cuando se la siente resoplar en el lenguaje político. O, peor aún, en el religioso. Las naciones no se casan ni se divorcian. Tampoco una religión es una mujer ni una esposa, aunque lo diga el santo padre.

Fuente:

https://elpais.com/elpais/2019/02/28/ideas/1551370003_623993.html

 

Franco Berardi

El pensador italiano Franco Berardi analiza los efectos del mundo digital en el ser humano

Franco Bifo Berardi combina la docencia como profesor de historia social de los medios de comunicación en la Academia de Bellas Artes de Brera (Milán) con la agitación cultural: creó el fanzine A/Traverso, Radio Alice —la primera emisora pirata de Italia— y la TV Orfeu, cuna de la televisión comunitaria en Italia. En sus libros indaga cómo las tecnologías digitales están generando una mutación del ser humano y aceleran de forma tan vertiginosa el tiempo que no deja tiempo para la pausa, la escucha o la capacidad crítica ponderada. Cartografía un tejido social en el que, como en las shitstorm [una tormenta de mierda] de las redes sociales, los individuos se mueven por los estímulos de todo tipo que reciben sin tiempo para reflexionar, y donde reina el resentimiento identitario, la desertificación del pensamiento complejo y el autismo coral. Ayer habló en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona con Ingrid Guardiola sobre cómo “los dispositivos tecnológicos se han convertido en una prótesis de nuestros cuerpos y en una herramienta de relación permanente con el mundo, devaluando así nuestra experiencia directa e inmediata de la realidad, afectando a las emociones, el psiquismo, la percepción y la relación con el otro”.

 

Respuesta. La modernidad nace cuando la escritura se hace medio de masas y la imprenta permite difundir el pensamiento en miles de copias. Hoy vivimos una segunda mutación técnico-comunicativa mucho más profunda, porque mutamos de una forma conjuntiva del pensamiento, de la comunicación, del afecto, a una forma conectiva.

P. ¿Cuál es la diferencia?

R. Que la presencia de la corporeidad ya no es decisiva. En la comunicación conjuntiva la creación de significado, de sentido, pertenece a la esfera de la presencia. Yo puedo decir algo que puede tener un significado diferente según la manera en que lo digo, de su contexto, de la relación afectiva que existe con mi interlocutor, pero en la comunicación conectiva es la sintaxis, la estructura técnica del medio, el formato, el sentido mismo. Además, la comunicación conectiva nos permite una aceleración, una intensificación infinita de la información, que no es solo información, este el problema, sino al mismo tiempo estímulo nervioso, es shitstorm. La consecuencia es que las capacidades críticas que la humanidad tenía en la época de la imprenta se están perdiendo. Y esta transformación está vinculada a la aceleración de la infoesfera que produce efectos en la psicoesfera, es decir, en el cerebro, en la mente, en la emocionalidad humana. Vivimos una época de patologías masivas, como las crisis de pánico, la depresión, la ansiedad, que no son patologías simplemente psíquicas, sino de la relación comunicacional.

P. ¿Hemos perdido sentido crítico de la complejidad?

R. El universo técnico se ha vuelto demasiado complejo para el entendimiento humano. Tenemos que reconocer que la posibilidad de una crítica de la discriminación racional es imposible cuando se habla de fake news, por ejemplo. El problema no son las fake news, que siempre han existido, el problema verdadero es lo que está pasando en el cerebro. El cerebro se ha vuelto incapaz de elaborar la complejidad del universo técnico. La velocidad, la intensificación, no permite que el cerebro pueda discernir, redistribuir. Cuando leemos un texto escrito o hablamos con un compañero la velocidad de esta comunicación nos permite discriminar entre bueno y malo, verdadero o falso.

P. Ya hace muchos años que vivimos un proceso de desculturización del individuo.

R. No estoy seguro de que podamos utilizar la palabra desculturización. El problema es que estamos pasando de una cultura a otra. Podemos identificar la cultura como nuestra cultura, la que nos gusta, la progresiva, la democrática, pero hay otras, estamos entrando en otra condición cultural. La mutación es más profunda, es cognitiva, lo que significa que no implica solo un cambio de las formas simbólicas, políticas, racionales, significa una mutación de la maquinaria. Lo que pasa en la esfera política, social, parece una locura porque seguimos interpretando comportamientos, sí, dementes, con las categorías de la racionalidad política. Por un lado, como decía Eco, está el crecimiento de la inteligencia artificial y por otra el crecimiento de la demencia humana. No es casual. Cuanto más atribuimos la actividad inteligente a la máquina, tanto más renunciamos a la capacidad de actuar de manera inteligente.

Las herramientas de la política no sirven porque la venganza no atiende a razones

P. Platón creía que el paso de la transmisión oral a la escritura era una catástrofe. Zola se escandalizaba de que los primeros trenes a vapor circularan a 40 Km/h. ¿No hay un prejuicio de la generación predigital?

R. Ja, ja. Platón no se equivocó la capacidad de memorización de los hombres se ha empobrecido con la aparición de la escritura. Respecto a lo que dice, sí, creo que sí. Para la última generación alfabética o predigital, lo que está pasando es incomprensible porque las categorías en las que nos hemos formado, desde el comienzo de la modernidad, de Kant y Descartes, han definido la razón y la política. La política como técnica de discriminación entre bueno y malo y reducción del mundo a la razón, y esto está desapareciendo. ¿Qué pasa con las nuevas generaciones? El suicidio crece un 60 % en 40 años desde los noventa. En primer lugar, Corea del Sur, segundo Japón, tercero Finlandia, y cuarto Hungría. Corea del Sur es donde la aceleración informativa y el cambio digital han sido más violentos, más transformadores. Sí, la ola de depresión masiva, las crisis de pánico desconocidas hasta entonces, se explican solo a partir de esta mutación. Las nuevas generaciones viven de manera más normal que las anteriores, pero a costa de un sufrimiento psíquico y social, porque las formas de explotación, el regreso de la esclavitud de la precariedad, libre, pero esclavitud, es el precio que están pagando. Esto no se puede parar. No hablo desde la nostalgia, pues ya no existe, ni volverá, como no volverán ni la democracia ni la política. En sí la tecnología no es mala. Solo produce sufrimiento cuando se vincula con la competencia desenfrenada, con la soledad y la violencia social, con el neoliberalismo. Si no corres, mueres. Si no eres más veloz, no ganas. Los trabajadores han de competir entre ellos. La relación entre jóvenes es de competencia y soledad.

P. La democracia ha muerto, dice usted

R. Democracia es la dimensión donde nadie tiene razón porque todos tienen derecho a razonar conflictivamente en una sociedad abierta, porque no hay verdad, pues la verdad es el diálogo, y eso no significa nada hoy. Con la aceleración tecno-comunicativa el diálogo se verifica entre el individuo y la pantalla, el individuo y la máquina, y hay que respetar las reglas ineludibles de la máquina digital, que son las reglas de las finanzas. Ingresar en el mundo de la economía financiera significa entrar en una dimensión en la que las reglas están escritas en la máquina, y no se pueden discutir. La democracia está muerta porque la democracia es la posibilidad de discutir todo, principalmente las reglas. La prueba la hemos visto en Grecia, en todos los lugares. Con la democracia no se puede cambiar nada. La revuelta de los chalecos amarillos es la última demostración. ¿Con la democracia no podemos cambiar nada? Pues salgo a la calle y hago algo violento. No es fascismo, es locura, la sinrazón.

En sí la tecnología no es mala. Sólo produce sufrimiento cuando se vincula con la competencia desenfrenada, con la soledad y la violencia social,

P. Una corriente de emotividad recorre como un escalofrío el cuerpo social y surgen sentimientos peligrosos: humillación, dignidad…

R. Los movimientos de renovación social, de propuestas de posibilidades nuevas, han sido cancelados por la voluntad europea y las finanzas internacionales. El sentimiento de humillación es más peligroso que el de empobrecimiento. El empobrecimiento produce ira, violencia, pero también deseo racional de ganar algo. La humillación produce deseos de venganza, incluso el de matarse a sí mismos, fíjese el carácter absurdo de lo que estamos hablando. El pueblo inglés que votó por el Brexit, ¿esperaba ganar algo? Creo que no. Lo único, reaccionar contra los que les habían humillado. Humillar a los humilladores. Igual en el conflicto de Cataluña y España. O en Estados Unidos. Trump es el máximo humillador. Humillador de humilladores.Este es el núcleo de la discusión política contemporánea. No es política, es psicopatía. Vivimos una condición que es psicopática. Las herramientas de la política no sirven, porque la venganza no atiende a razones. Es la paradoja en la que nos encontramos hoy.

P. Cuando todo es incierto y nos mueve el miedo, ¿surge el deseo punitivo, el populismo punitivo?

La velocidad no permite al cerebro discriminar entre bueno y malo

R. En Italia hay quien tiene obsesión es castigar la casta hasta el punto de que estamos dispuestos a perder nuestra condición democrática para castigar a los ladrones de la casta, de la elite. La identificación de la elite tiene un carácter esencialmente punitivo: Lo que ha pasado con los chalecos amarillos y Finkielkraut es antisemita, pero quién ha preparado todo esto. La razón liberal, democrática, ha producido una humillación, al identificar la razón con el algoritmo financiero.

P. ¿El sueño de la razón produce algoritmos financieros?

R. Sí. El sueño de Goya. Adorno y Horkheimer ya lo dijeron: si la razón progresiva no logra entender la oscuridad que lleva en sí misma está firmando su condena de muerte. Hablaban del nazismo, pero está ocurriendo ahora mismo, si miramos los movimientos en Estados Unidos, España, Londres o el mundo árabe.

P. ¿La falta de una alternativa no lleva a la inacción?

R. La única terapia que yo veo tras la oscuridad presente es la reactivación del cuerpo colectivo, del placer de encontrar el cuerpo del otro en la dimensión colectiva. Si miramos los movimientos en Estados Unidos, España, Londres o el mundo árabe, vemos que no eran movimientos políticos, sino de un movimiento de reactivación del erotismo de la sociedad, erotismo entendido como una dimensión del psiquismo que es la dimensión empática, la dimensión del placer del otro. La patología que estamos viviendo es de des-erotización de la relación social. Si puedo imaginar algo bueno para el futuro es la reducción de la velocidad y de reactivación del cuerpo erótico de la sociedad. Es la única forma de reactivar lo que un día llamamos democracia. Una terapia poética, estética y ética, porque cuando hablamos de ética no estamos hablando solo del bien y del mal, sino también del placer. No creo en la batalla política por la democracia, es como un círculo vicioso. Cuando hablo con los jóvenes alumnos de sufrimiento, de impotencia sexual, de la falta de placer sexual, de la falta de reconocimiento erótico, de la fragilidad psíquica, me escuchan y algo se mueve. Cuando hablo de política, no se produce ningún efecto.

P. El sexo que no habla

R. Hay muchísimo sexo, pero se ha perdido la capacidad de ser algo dialogante.

P. ¿Quién auguró mejor el futuro: Huxley, Ballard, Orwell o Philip K. Dick?

Las nuevas generaciones viven de manera más normal que las anteriores, pero a costa de un sufrimiento psíquico y social

R. Philip K. Dick, sin duda. Orwell llegó muy lejos, pero Dick vio algo esencial, que el problema no era solo la pantalla como Orwell, el problema era la relación entre la máquina y el cerebro, la interconexión e interdependencia. El problema es cómo la pantalla se ha apoderado del cerebro, cómo la tecnología digital está modificando la cultura, pero también la actividad cognitiva, y a nivel más profundo, la estructura neurofísica misma del cerebro humano. La humanidad siempre se ha orientado con los sentidos, la vista, el olor… Hoy nos orientamos a través de un mapa telemático de un satélite. ¿Qué pasará dentro de dos o tres generaciones con la capacidad de mirar el panorama, detectar señales olfativas, auditivas, en el ambiente? Es la actividad cognitiva misma la que se está modificando y cuando se modifica la capacidad cognitiva, pasa a la física del cerebro. Tendremos un cerebro conectivo que funcionará a través de conexiones sintácticas que cancelarán la capacidad pragmática de redefinir el contexto.

Fuente:

https://elpais.com/cultura/2019/02/18/actualidad/1550504419_263711.html

Manuel Rivas

La vida es un texto con erratas

A GRACILIANO RAMOS, escritor brasileño, autor de una novela que debería figurar en el Antiguo Testamento, la titulada Vidas secas, lo detuvieron varias veces cuando era un joven periodista. A cada poco, lo prendían y le daban tremenda paliza. Él preguntaba por qué, y le gritaban: “¡Por comunista, cabrón!”. Pero Graciliano Ramos no era comunista ni cabrón. Hasta que llegó un día, más que maltrecho por la paliza, en que decidió hacerse comunista. Pensó: “Si me están martirizando por ser comunista, por lo menos tener el carné de comunista”.

No tiene nada que ver, que me perdone Graciliano Ramos, que en paz descanse, pero yo a finales del siglo pasado me hice deconstructivista. No fue por maltrato ni por represión. Era, eso sí, la “paliza” intelectual de moda. La primera gran corriente crítica en los flujos del pensamiento globalizado. La deconstrucción arrasaba en el mundo universitario, sobre todo en Estados Unidos. Si me hice deconstructivista fue por incoherencia, confusión, desasosiego y pura contradicción. No tenía ni tengo idea de en qué consiste de verdad el deconstructivismo. Es decir, era un auténtico deconstructivista cuando me ponía a deconstruir. Casi tanto como Derrida, su creador.

Jacques Derrida, un judío francés nacido en Argelia, es tal vez el filósofo más citado de nuestro tiempo. A su pesar. Era muy autocrítico, alérgico a la fama, y la hubiera deconstruido de buena gana. Cuando falleció, año de 2004, vino en su ayuda un deconstructivista obituario publicado en The New York Times y en el que, cosa rara en el género, quedaba bastante mal parado. Iba en la línea desmitificadora en la que antes se había pronunciado George Steiner. Una mezcla de bluff, charlatanería y de juego retórico absurdo al estilo de los poemas dadaístas. El deconstructivismo sería algo así como una gran broma antiacademicista que había seducido a muchos académicos. De hecho, hubo una reacción furibunda contra el obituario de The New York Times, hasta el punto de que el influyente gran diario tuvo que encargar, de manera excepcional, una segunda nota necrológica en la que Derrida era despedido como un señor filósofo.

Sin querer, la anécdota de los dos obituarios de Derrida explica de manera sencilla la óptica del deconstructivismo. Por una parte, de qué pie cojeaba el pollo. Por otra, era un muchacho excelente. Debería ser una pauta en el periodismo, la de publicar dos obituarios contrapuestos. Incluso una misma persona podría escribir las dos notas necrológicas. No hay nada fuera del texto, decía Derrida. Todo es texto. Un libro, una ciudad, una vida. Sí, la vida es un texto. Pero un texto a interpretar, con varios significados, donde buscar lo otro, lo diferente. Donde rastrear las huellas de lo que se escapa.

Para el buen ojo deconstructivista, lo más interesante de un libro, de un texto, de una vida serían las erratas. Como los lapsus en el habla. Algo de razón tiene esa manera de escudriñar en la diferencia, de búsqueda freudiana del tornillo perdido, como la tenía aquel multado por infracción que le aclaró a la autoritaria autoridad: “Usted me pondrá la multa, pero no puedo pagar, ¡yo soy disolvente!”. Derrida gozaría con ese desliz. Podría dar una lección de confusión magistral sobre polisemia, contexto, represión, en el día de gracia en que el “insolvente” se declaró “disolvente”.

La vida es un texto con erratas, matices y contradicciones. Cuando se borra o desaparece el rastro de esas huellas, cuando se presenta la “verdad” como una línea recta, en un solo sentido, unidimensional, algo muy preocupante está pasando. Con la imaginación y la ironía, el deconstructivismo era, en el fondo, constructivista. Enriquecía la mirada. Hacía visible lo invisible. Jacques Derrida inventó el término deconstrucción o deconstructivismo como transgresión del concepto de “destrucción”.

Todo está en el texto, decía Derrida, y tenía razón. ¿Cómo son los textos que hoy dominan el mundo, cómo se expresan los poderosos? Veamos lo ocurrido con el abandono del tratado para el desarme nuclear clave o INF(Intermediate-Range Nuclear Forces). El lenguaje que se utiliza tiene todas las huellas del autoritarismo. Se corresponde con un tiempo de destrucción, de una nueva “guerra fría” que nos puede dejar achicharrados. Mensajes breves, elementales, viscerales, sin argumentos. Sin erratas. Tuits apodícticos, es decir, que no esperan respuesta. Es muy difícil argumentar contra algo que se impone sin argumentos. Y ese es el estilo que los grandullones enseñan a los pequeños y los pequeños copian de los grandullones.

Y luego se extrañan de que los “insolventes” se declaren “disolventes”.

Fuentes:

https://elpais.com/elpais/2019/02/11/eps/1549885481_150786.html