Por Rafael Narbona, escritor y crítico literario.
Los profesores de filosofía somos una especie en vías de extinción. Los nuevos planes de estudio nos han desahuciado de las aulas, convirtiendo nuestra disciplina en una materia marginal. Las nuevas generaciones finalizarán el bachillerato sin haber estudiado a Platón, Aristóteles y Kant. El PSOE intentó minimizar la asignatura en 2005 y el PP ha ejecutado la medida. Imagino que ambas fuerzas políticas convergen en la necesidad de restar horas a un saber anacrónico e inútil. Me temo que muchos ciudadanos opinan lo mismo. Sin embargo, creo que se equivocan, pues las clases de filosofía pueden ser una magnífica introducción a las obligaciones de ciudadanía y un estímulo para el crecimiento personal. Es la única asignatura que medita sobre los fundamentos de la moral, la política, el conocimiento, lo real y lo sobrenatural. Y no lo hace desde una perspectiva partidista, sino desde una invitación al diálogo y la reflexión. Ortega y Gasset, reducido a simple nota a pie de página en las programaciones oficiales, nos legó una hermosa lección de tolerancia: “Cada día me interesa menos sentenciar; a ser juez de las cosas, voy prefiriendo ser su amante”. Amar las cosas, no condenarlas. Entender al otro, no deshumanizarlo. No hay otro camino para comprender el mundo y aprender a convivir con los que no piensan como nosotros. Desgraciadamente, el ser humano prefiere circular en sentido opuesto, despreciando a los que cuestionan o matizan sus ideas. Tal vez porque no son ideas, sino creencias, prejuicios y mitos, asimilados sin el más leve ejercicio autocrítico.
La filosofía no es sabiduría, sino amor a la sabiduría. Esa distinción es importante. El pensamiento pierde su inspiración cuando se transforma en dogma. Sócrates es un sabio; Platón, su discípulo más aventajado, sólo es un filósofo. Según la pitonisa del santuario de Delfos, Sócrates es el más sabio de los hombres porque sólo él conoce sus límites. El famoso “sólo sé que no sé nada” es el preámbulo inexcusable para cumplir con el no menos célebre “conócete a ti mismo”. El saber nace de un límite y nos explica la naturaleza del mal. Las pasiones humanas más destructivas no surgen de oscuras perversiones, sino de la ignorancia. Por ejemplo, muchas personas consideran que las revoluciones políticas son el vestíbulo de hermosas utopías. Utopías rojas, pardas o azules. Sin embargo, hablar de revoluciones es una forma engañosa de exaltar la guerra. Los totalitarismos del siglo XX hablan de “la conquista del Estado” o, si se prefiere una versión más lírica, de “asaltar los cielos”. ¿Qué significa eso? Atacar al Estado en todos los frentes, atentar contra el poder legislativo, ejecutivo y judicial. Matar sin reparos a policías, militares, políticos, periodistas e intelectuales. Es lo que hicieron los bolcheviques y los nazis, con inaudita crueldad. Si las fuerzas revolucionarias triunfan, la sangre derramada no permite negociar con el adversario. La violencia continúa en forma de terror contrarrevolucionario.
El totalitarismo puede disfrazarse con retóricas de izquierdas o derechas, pero siempre nace de la misma raíz envenenada: el desprecio por las libertades y los derechos individuales. Al calor de la crisis, el comunismo ha limpiado su imagen, presentándose como la única alternativa al capitalismo. Muchos ignoran que el marxismo está impregnado de hegelianismo. Hegel justificaba la inmolación del individuo en el altar de la guerra. El Estado prusiano es la realización más alta del Espíritu y no se habría consolidado sin violencia. Marx modifica ligeramente la fórmula, reemplazando “Estado prusiano” por “Estado comunista” y “Espíritu” por “clase trabajadora”, motor de progreso histórico. Nazismo y bolchevismo bebieron de Hegel y Marx para orquestar sus delirios. Creo que es innecesario recordar sus estragos. ¿Significa eso que el capitalismo es la mejor forma de organización social? Emmanuel Mounier nos ofrece una respuesta sumamente clarificadora: “La preocupación por el beneficio, en el límite de lo puramente mecánico y deshumanizado, expulsa o desvía progresivamente todos los valores humanos: amor por el trabajo y su objeto, sentido del servicio social y de la comunidad humana, sentido poético del mundo, vida privada, vida interior, religión”. Mounier es uno de los fundadores del personalismo comunitario. Los planes de estudio de enseñanzas medias nunca se han ocupado de su obra, pero su filosofía nos propone cinco estimables pasos para humanizar y mejorar la sociedad: salir de uno mismo, acoger al otro en su diferencia, solidarizarse con el sufrimiento ajeno, cultivar el perdón y la generosidad, concebir la vida como una aventura creadora.
¿No deberían conocer los jóvenes estas ideas? ¿No deberían familiarizarse con la genealogía de doctrinas presuntamente liberadoras? La filosofía es una buena herramienta para huir del odio, “que –según Mounier- es una forma de confusión”. Creo que las nuevas generaciones serán más vulnerables a cualquier forma de fanatismo o explotación, sin estos conocimientos. Esencialmente, la filosofía es diálogo, estar más cerca del otro o –con palabras de Gadamer- “un hablar conjunto que nos permite crear algo común”. La filosofía sólo es útil como saber vivo, no como simple erudición. Su enseñanza debe reformarse, adaptándose a los cambios de cada época, pero suprimirla de los planes de estudio significa empobrecer nuestro futuro y deteriorar aún más nuestra convivencia democrática. “Personalidad –escribe Ortega- no significa reacción al medio, sino acción sobre éste. Y la palabra yo no es algo quieto, como el haz de un espejo, sino un ensayo de aumentar la realidad”. Es lamentable que España le dé la espalda a Ortega y Gasset, la Ilustración, los presocráticos y los grandes pensadores de la tradición cristiana (Santo Tomás de Aquino, San Agustín). Con sus luces y sus sombras, han ayudado a madurar a los jóvenes, incitándoles a cambiar la realidad, con la razón y la palabra, los dos frutos más bellos y refinados del quehacer humano.
Artículo tomado del diario www.elimparcial.es
Fecha: 15 de marzo, de 2015.