Cuando la ciencia debe hacer política

Juan Manuel Zaragoza es doctor en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid. Disfrutó de una beca Marie Curie en el Centre for the History of the Emotions – Queen Mary University of London (2013-2015) y posteriormente fue becario Leonardo de la Fundación BBVA en su convocatoria de 2015. En la actualidad es Investigador Postdoctoral en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Murcia y prepara un libro titulado Componer un mundo en común en el Antropoceno. Una introducción al pensamiento de Bruno Latour, que será publicado en la editorial Lengua de Trapo.

El pasado 18 de mayo de 2020 se publicaba, en la versión española de The Conversation, un artículo titulado “Diez ideas para mejorar la comunicación entre ciencia y política”, firmado por Manuel Souto Salom, Andreu M. Climent, Eduardo Oliver, Emilia Aiello e Irene López Navarro. El interés de este grupo de investigadores e investigadoras no era otro que, como indica el título, hacer que la relación entre ciencia y política, la comunicación entre ambas, “mejorase”. Se trata de una reflexión en la que las experiencias de estos meses de gestión de la pandemia, en la que se han visto las “costuras” de la relación entre ambas, se recorta sobre un proceso de fondo que entronca con el movimiento que, en 2019, logró que el Parlamento aprobase la creación de una Oficina Científica para asesorar a los diputados. De esta iniciativa, conocida como Ciencia en el Parlamento, forman parte tres firmantes del artículo, por lo que no es de extrañar que la mayoría de las propuestas que se glosan vayan, precisamente, en la dirección de apoyar la puesta en marcha de esta oficina y detallar aspectos importantes de cómo funciona el asesoramiento científico.

Se trata, sin lugar a dudas, de una iniciativa que merece mi simpatía, y que apoyo desde el momento en que se empezó a hablar acerca de ella en 2018. Este proyecto, que contó con el apoyo de la Fundación Cotec, busca cubrir una necesidad del sistema político español que esta pandemia ha puesto claramente de manifiesto. Sin embargo, creo que estas medidas, por necesarias que sean, no agotan las posibles relaciones entre “ciencia” y “política”, si es que insistimos en seguir pensándolas de forma separada. Creo, de hecho, que en el ambiente “anticientífico” que empieza a instalarse en ciertos sectores de la sociedad española, esta aproximación, siendo necesaria, es a todas luces insuficiente. 

Mi artículo, por tanto, no trata de contestar a las propuestas realizadas por estos autores —por mucho que pudiera matizar algunas de ellas, tanto en su contenido como en el tono—, sino complementar estas añadiendo una serie de consideraciones que creo, sinceramente, pueden contribuir a conseguir que la ciencia sea parte de nuestro sistema político de forma plena. Para ello, empezaré describiendo la creciente desafección entre ciertas partes de la ciudadanía española con el desempeño de los científicos en la presente crisis. A continuación, sostendré que esta desafección se produce como efecto de la disonancia entre lo que los públicos piensan que es la ciencia (es decir, la imagen pública de esta) y lo que los científicos hacen realmente. Para terminar, sostendré que la única salida a esta (naciente) crisis de legitimidad es que “la ciencia” se haga “política”.

1. De la crítica a la gestión del gobierno al descrédito de la ciencia: La señal de alarma sonó el pasado 12 de mayo, cuando el periodista Javier Negre decidía iniciar una campaña para “desmontar” a un grupo de científicos que, según indicaba, empleaba su prestigio para defender al gobierno por razones espurias. En concreto, señalaba la posibilidad de que hubiera “subvenciones en juego”. Todo esto no hubiera sido más que una estrategia más de este periodista si no fuera por dos motivos. El primero, que en medio de todo esto estaba la viróloga de la Universidad de Cambridge, Nerea Irigoyen, que se vio envuelta en una campaña de acoso en twitter que la obligó, finalmente, a cerrar su cuenta. En segundo lugar, que la recepción del mensaje del comunicador ha sido mucho mayor de la esperada en un país en el que, tradicionalmente, la ciencia ha venido disfrutando de una gran valoración. Este no es más que el último capítulo de un proceso de deslegitimación que se había iniciado con los bulos acerca de los consejos asesores del gobiernola personificación en Fernando Simón de las políticas desacertadas del gobierno (que, obviamente, las ha habido), y las acusaciones de sumisión de estos técnicos a las decisiones del gobierno realizadas desde sectores (y partidos) de la derecha del espectro político, acusándoles de servir de parapeto para el gobierno.

2. Un terreno inesperadamente fértil: Lo que debemos explicar es la facilidad con la que la crítica ha calado en nuestra sociedad. Una sociedad que, hasta el momento, había sido bastante resistente a la introducción de teorías negacionistas del cambio climático y en la que los científicos habían gozado de un gran respeto. Es cierto que desde un tiempo atrás se venía avisando de una crisis de confianza en la ciencia, pero hasta el momento nos habíamos considerado inmunes a la misma. ¿Qué ha pasado?

En mi opinión, el problema se ha debido a las divergencias entre las expectativas de la población en que la ciencia encontrase una solución rápida a la crisis causada por el coronavirus y la realidad de que no sólo no será así, sino de que no parece que la ciencia sea capaz de ofrecer una respuesta sencilla a preguntas relativamente simples como si debemos ponernos mascarilla, o no, cuando salimos a pasear. Esta inseguridad —independientemente de que sea real o únicamente percibida— contrasta con algo que, de forma permanente, se nos ha venido contando en los últimos años: la ciencia es la herramienta más poderosa que tenemos para resolver nuestros problemas. La imagen perfecta para ilustrar esta idea se encuentra en la portada de la revista Nature correspondiente al 17 de septiembre de 2015. Allí podíamos ver a diversas disciplinas representadas como superhéroes y superheroínas que marchan decididos a resolver los grandes problemas de la humanidad. Este era el concepto detrás de la portada de un número que estaba dedicado a la interdisciplinareidad. La directora creativa de Nature, Kelly Krause, lo señalaba en su blog: “Para resolver los grandes desafíos a los que se enfrenta la sociedad (energía, agua, clima, alimentación, salud) los científicos y los científicos sociales deben trabajar juntos”. Como decía aquel lema empleado por los científicos en diversas manifestaciones: sin ciencia, no hay futuro.

Portada del número de Nature correspondiente al 17 de septiembre de 2015. La mano invisible, imagino, será la del mercado.

El problema es que en esta crisis hemos visto a la ciencia en acción, intentando resolver uno de esos grandes desafíos, y su actuación no ha sido la del héroe de la imagen, sino la del alguien que realiza un trabajo tedioso, repetitivo, que muchas veces avanza a ciegas explorando caminos que no conducen a ninguna parte, para volver nuevamente sobre sus pasos y empezar de nuevo, con otra técnica, otro reactivo, otro enfoque. No, no se parecían a Thor, precisamente. Pero esto no es así porque esta crisis sea especialmente compleja (que lo es), sino porque la ciencia ES así. El trabajo del laboratorio es rutinario, consiste principalmente en apuntar medidas hoy y contrastarlas con las medidas que tomamos ayer para ver si ese pico que vimos en la gráfica era un artefacto o si estamos ante algo que, tal vez, pudiera ser provechoso, en un proceso que puede repetirse durante meses. No estoy desvelando aquí ningún misterio. Cualquier científico o científica al que preguntemos nos lo confirmará. Y es que el tantas veces mencionado método científico es exactamente eso. Un sistema de seguridad pensado para, a través de la repetición y múltiples comprobaciones, estar seguros de que estamos ante algo.

Cuando la gente se ha vuelto a la ciencia esperando al superhéroe que iba a “descubrir” la vacuna en menos de 3 meses, lo que ha encontrado ha sido un grupo de personas en bata blanca que les pedían calma y comprensión, incapaces de dar instrucciones claras y directas que nos permitieran gestionar esta crisis “basados en la evidencia”. Esto no era lo que nos habían contado.

3. Amar la ciencia por lo que realmente es: Lo que hemos visto estos meses es la ciencia como es realmente. No las fantasías de la portada de Nature, sino la realidad del trabajo científico. Como señalaba un articulo de la Agencia SINC, el coronavirus ha bajado a la ciencia de su pedestal. Esta disonancia, en conjunción con la alta polarización política de nuestro país y la ansiedad causada por la quiebra de nuestra vida cotidiana, es la causa, en mi opinión, de esta incipiente crisis de confianza. Lo que deberíamos iniciar ahora, o cuando la pandemia COVID-19 nos deje fuerzas, es un esfuerzo por dejar atrás esta mitología y mostrar lo que realmente es la ciencia: la mejor forma de abordar los problemas complejos del futuro… a través de un trabajo repetitivo, lento y, muchas veces, aburrido. Y, sobre todo, que no tiene respuestas para todo ni soluciones guardadas en una chistera. Tal vez así podamos empezar a amar la ciencia por lo que realmente es, y no por la imagen (falsa) que de ella hemos construido.

Pero me temo que esto, siendo importante, no va a ser suficiente. Habrá que dar un paso más.

4. La ciencia y la política: en su libro Cara a cara por el planeta, Bruno Latour nos ofrecía una escena extraída de la obra de teatro Gaïa Global Circus que me recuerda, y de qué forma, a Nerea Irigoyen. En esta obra, Virginie, una climatóloga, debe dar una conferencia sobre cambio climático en una convención de bloggers en la que encuentra un escéptico, de nombre Ted, que no deja de increparla y reclamar un “debate «democrático», fair and balanced” (p. 43). Virginie duda, ¿qué debe hacer? ¿Enfrentarse al negacionista con los hechos? 

“En el marco actual, no hay alternativa”, nos dice Latour (p. 44). Virginie está presa de sus muchos compromisos (con una determinada forma de entender la ciencia, con lo que espera de ella la sociedad, con la idea misma de debate racional, etc.), que le impiden hacer frente al negacionista, hasta que, en un momento de inspiración, se pone en pie y grita: “¡Vaya y dígales a sus patrones que los científicos están en pie de guerra!” (p. 44). No sabemos muy bien qué guerra es, ni qué implica, pero sí dónde ocurre: en el espacio de la política. En el ágora.

Para enfrentar al negacionista, los científicos y científicas deben hacer política. No en el sentido partidista, al que hacía referencia el periodista citado al principio, sino en el que nos lleva a interesarnos en los asuntos de la polis. El científico, la científica, debe olvidar la esquizofrenia que le hacía distinguir entre su yo científico y su yo ciudadano para presentarse como un sujeto completo, en defensa de los hechos. Esto implica, posiblemente, una revisión de nuestras instituciones, entre las que la ciencia es una más, de cara a plantearnos el mundo tras esta crisis y enfrentarnos al gran tsunami del cambio climático.

Nos va a tocar enfrentar grandes retos en los años por venir. Y no se trata de una creencia, sino de una realidad que la ciencia, de forma contumaz, nos viene echando a la cara desde hace años. Para ello, vamos a necesitar una ciencia comprometida, que se juegue el tipo en el esfuerzo por definir y ensamblar un nuevo mundo en común. Una ciencia que no será desinteresada, sino todo lo contrario: una ciencia vinculada. Porque sin ciencia, efectivamente, no hay futuro. Pero para ello no basta con que la ciencia exista, sino también que se involucre.

Este artículo se publicó originalmente en la web del Instituto de Estudios Culturales y Cambio Social (IECCS), el 20/05/2020. Agradecemos al IECCS y al autor que nos hayan permitido reproducirlo aquí.