El Laboratorio conversa con Francisco Martorell Campos

Francisco Martorell Campos es doctor en Filosofía y miembro de la Red Transatlántica de Estudio de las Utopías.

Francisco, muchas gracias por dedicarnos este tiempo para compartir algunas reflexiones con El Laboratorio. Enhorabuena por tu libro Soñar de otro modo. Cómo perdimos la utopía y de qué forma recuperarla. ¿Cuál fue el origen de ese proyecto, por qué tu interés en la utopía?

En mi interés hacia la utopía convergen tres intereses previos: la ciencia ficción, la filosofía y la política. Yo llegué a la utopía tarde. Salvo alguna lectura utópica puntual, que me dejaba frío y escéptico, igual que si hubiera asistido de incógnito a un sermón tedioso, leía y visionaba distopías, obras que me parecían, y me siguen pareciendo, emocionantes y profundas al unísono. Al principio, las consumía sin pretensiones, por pura afición. Luego, a medida que avanzaban mis estudios en filosofía, me puse a teorizar acerca de sus actantes y dualismos recurrentes. La primera tesis que formulé en un artículo es que, contempladas en conjunto, las distopías postulan un diagnóstico de la modernidad en toda regla, semejante al de la teoría crítica de Weber, Adorno, Marcuse o Foucault. Dadas las semejanzas que iba encontrando (orbitadas en torno al cuestionamiento del progreso y la racionalización), llegué a una conclusión que aún mantengo: que junto a la literatura distópica opera el pensamiento distópico. Poco a poco, ahondé en las diferencias abiertas entre el sector popular y el erudito de la distopía: diferencias, en cualquier caso, que no empañan las coincidencias funcionales, ni las relativas a la forma y el contenido.

Mi militancia utópica, por así decir, se originó gracias a Richard Rorty, filósofo que me cautivó al instante. Estudié con pasión todos sus libros, y disfruté comprobando cómo sus diatribas contra la epistemología, la filosofía del lenguaje y la metafísica se supeditaban al objetivo práctico de crear un futuro más justo. Rorty, que era muy hábil para detectar problemas, notificó a finales de los ochenta que gran parte de los pensadores sociales han sucumbido a una perspectiva distópica de la civilización occidental que, confiriéndoles un halo cínico que les hace parecer más inteligentes y radicales que el resto, beneficia al orden conservador. ¿Por qué ocurre eso? Porque al no aportar propuestas inteligibles para cambiar el mundo y limitar su intervención al registro de los males que este abriga, incentivan entre sus receptores una actitud contemplativa, derrotista y resentida. El corolario rortyano es que sobran fatalismos distópicos y faltan pronunciamientos utópicos.

Justo por aquel entonces, descubrí otro libro crucial, Las semillas del tiempo de Fredric Jameson, que defendía grosso modo lo mismo que Rorty desde posicionamientos filosóficos e ideológicos distintos. Ahí arrancaron mis lecturas compulsivas de utopías literarias y teóricas, lecturas que, unidas a los conocimientos sobre la distopía cosechados con antelación, dieron lugar, años más tarde, a mi tesis doctoral: Transformaciones de la utopía y la distopía en la postmodernidad. Aspectos ontológicos, epistemológicos y políticos, origen del libro Soñar de otro modo.

Cuéntanos por qué defiendes que la utopía no ha muerto, sino que es más bien la utopía política de corte igualitario la que lo ha hecho.

La palabra «utopía» nomina, antropológicamente, a un tipo particular de deseo: el deseo de un mundo mejor. Es obvio que dicha pulsión no ha desaparecido de pronto. Está ahí. Ahora bien, la manera paradigmática en que se materializa (fantasías privadas al margen, como el pobre que sueña con ser millonario) varía a lo largo del tiempo. En el pasado dio pie a fantasías como Cucaña, en la modernidad a representaciones de sociedades ideales del futuro y hoy a fenómenos como el transhumanismo. La utopía pervive, pero en términos generales se ha desplazado de la política a la tecnología, y, más en particular, del espacio social al espacio corporal. El anhelo de emanciparse del capitalismo ha sido reemplazado por el anhelo de emanciparse de la biología. Eso sí, la utopía política del libertarismo, un mundo venidero sin Estado, regido exclusivamente por las leyes del mercado y las elecciones individuales, sigue vivita y coleando. Lo cual nos lleva a concluir que es la utopía política de izquierda la que está de capa caída.

Cierto es que la utopía literaria siempre contó con una facción política, inaugurada por Moro, y con una facción tecnológica, inaugurada por Bacon. Una y otra solían fusionarse. Actualmente, prima el factor tecnológico. La ciencia ficción de los últimos cuarenta años imagina cuerpos radicalmente mejorados por las tecnologías de vanguardia, pero se muestra incapaz, salvo extrañísimas excepciones, de concebir sociedades radicalmente mejoradas por la acción colectiva. Cuando uno lee estas obras observa a los ciborgs inmortales del porvenir residiendo en civilizaciones política y económicamente idénticas a la nuestra. La descompensación es harto sintomática: mucha transformación por un lado y ninguna por el otro. Hay pruebas de sobra para concluir, en la línea de Jameson y Fisher, que la imaginación prospectiva está bloqueada, que es víctima de un cierre ideológico inducido por la ubicuidad del orden neoliberal que le incapacita para concebir alternativas a lo dado. En cualquier caso, empieza a manifestarse una toma de conciencia al respecto. Muchos escritores de ciencia ficción, teóricos sociales, artistas y activistas tienen claro que hay que compensar el superávit de distopías y utopías transhumanistas con nuevas utopías políticas. Pero la voluntad de cambiar los imaginarios imperantes, aun siendo imprescindible, no bastará, habida cuenta de que los detonantes de la imposibilidad de imaginar civilizaciones postcapitalistas ilusionantes e innovadoras son sistémicos.

En un escenario como el que se avecina en las próximas décadas debido a la crisis ecosocial global, ¿qué consecuencias tiene la enorme presencia de utopías tecnófilas como las que plantea el transhumanismo tecnocientífico?

Por término medio, los filósofos desprecian al transhumanismo, quizá a consecuencia de ciertos automatismos heideggerianos o similares. Personalmente, me hace bastante gracia la plétora de reduccionismos, simplificaciones y optimismos que conjuga. Y también el alarmismo desmesurado de sus oponentes. Tal y como yo lo entiendo, el transhumanismo no supone, en sí mismo, ningún peligro. El peligro estriba, más bien, en el hecho de que su utopismo se desarrolla al margen de una utopía política que lo canalice. Sin las transformaciones sociales y económicas oportunas, supeditada a la lógica neoliberal que tanto parece gustar a sus popes más conocidos, la utopía transhumana de la Human Enhancement impulsaría, en el supuesto improbable de concretarse los avances tecnológicos que la viabilizan, una distopía de manual. Distopía, por cierto, escenificada tiempo ha por abundantes novelas y películas de la cultura popular, protagonizada por una élite de ricos tecno-mejorados que vive cientos de años y una mayoría no optimizada sobreviviendo como buenamente puede. Otra de las consecuencias nocivas de que el transhumanismo actúe en solitario es la propagación de la creencia, despolitizadora y fraudulenta, de que la tecnociencia solventará por sí sola todos los problemas con los que nos vayamos encontrando, entre ellos los problemas medioambientales.

Si queremos contextualizar el fenómeno adecuadamente y no rendirnos a los clichés de marras, es preciso, empero, recordar algo tan obvio como que el transhumanismo no nace de la nada. Es la cristalización de un proceso especulativo previo en el que participaron decenas de científicos y pensadores marxistas de la primera mitad del siglo XX: gente como Fedorov, Haldane y Bernal, obsesionados con modificar técnicamente la biología humana con miras a crear humanos más longevos e inteligentes, libres de las constricciones y limitaciones naturales. El carácter prometeico y el imaginario antinaturalista de los cuerpos implantados y corregidos en el laboratorio, ya cursaba por tales vericuetos, si bien a modo de apéndice de una utopía mayor. A donde quiero llegar es que la ideología política del movimiento transhumanista no es, como piensan muchos, obligatoriamente neoliberal. Puede casar como un guante con ciertos planteamientos izquierdistas. A los ejemplos citados podríamos añadir el del mismísimo Ernst Bloch, seducido por lo que él denominaba «utopías médicas», etiqueta en la que entraría el transhumanismo. O autores socialistas de ciencia ficción utópica como Iain Banks y Kim Stanley Robinson, que aúnan imágenes de justicia social con imágenes de reconfiguración biológica. Robinson defiende, de paso, que las tecnologías de sello transhumano (ingeniería genética, geoingeniería…) son aliadas del ecologismo.

En la recuperación de las utopías políticas que planteas, mucho quedaría por el camino, porque el contenido de las utopías del siglo XX no nos sirve. ¿Cómo podríamos pensar esa «utopía secularizada» de la que hablas en tu libro?

En Soñar de otro modo exploro algunas de las premisas metafísicas que vertebraron el pensamiento utópico moderno y muestro cómo la deriva totalitaria del mismo se debe, cuanto menos en parte, a ellas. Mi intención es establecer los criterios básicos de una «utopía secularizada», esto es: una utopía postmetafísica, liberada del autoritarismo del pensamiento fundacionalista y de cualesquiera agencias no humanas o sobrehumanas que, obrando como sustitutos ilustrados de la divinidad, dictan a los humanos qué hacer, sea la naturaleza creadora del naturalismo, la realidad intrínseca del realismo o la historia teleológica del historicismo. Mi inspiración en este apartado proviene de los críticos liberales de la utopía, caso de Popper, Shklar y Berlin, y de filósofos antimetafísicos de la talla de Rorty, Vattimo, Derrida, Fraser y Rawls.

En cuanto a la forma, la utopía secularizada debe identificarse con un proceso contingente de mejoras carente de anclaje trascendental y meta final, no con un estado definitivo de armonía plena brotado de un telos prefijado o del descubrimiento científico o filosófico de váyase a saber qué verdad universal. Esta directriz articula el contenido de obras tan dispares como Los desposeídos de Ursula K. Le Guin y la “Trilogía Marciana” de Kim Stanley Robinson, dos de los textos literarios más próximos al canon de las utopías secularizadas. ¿Y qué nos muestran? La primera, una sociedad que, pese a ser menos injusta que la nuestra en aspectos esenciales, sufre sus propias contradicciones y arbitrariedades. La secularización de la utopía comporta, antes que nada, el rechazo premeditado de la mística de la perfección y de la reconciliación de los opuestos. Las civilizaciones imaginarias ligadas a ese rechazo se saben imperfectas, falibles y provisionales. Son conscientes de que no hay una solución definitiva a los problemas humanos ni un mapa completo de lo deseable, y que la búsqueda de soluciones y mapas semejantes solo suscita sufrimiento y violencia. Por su parte, las novelas de Robinson muestran el carácter procesual y dinámico de la utopía, que deja de blindarse ante el pasado y el futuro (de instituir el final de la historia) para sumergirse en el devenir histórico y exponerse al influjo de la memoria y lo desconocido. Al mismo tiempo, revelan que la formación gradual, y por entero reversible, de la utopía irá acompañada de rivalidades y conflictos, de un pluralismo irreductible que socava la clásica voluntad utópica de homogeneizar las creencias y neutralizar los disensos.

Para terminar, nos interesa conocer tu opinión sobre el papel de lo que podemos llamar prácticas utópicas, es decir, sobre las propuestas concretas que nos empujarían desde aquí hasta allá: un horizonte deseable, sostenible y justo.

El deseo utópico no se limita, en efecto, a inspirar novelas o ensayos. Hace acto de presencia en la política real y repercute en la vida cotidiana. Lo primero que habría que decir sobre esta materia es que la utopía desborda el acto revolucionario al que se la ha asociado. Ciertamente, las grandes revoluciones e insurrecciones de vocación emancipadora producidas durante la modernidad tuvieron un sustrato utópico indiscutible. Otra cosa es lo que pasó luego. Mas la utopía también maniobró en acciones de menor espectacularidad, por ejemplo en la reivindicación proletaria de los tres ochos (trabajo, sueño y ocio) o en las campañas en pos del sufragio femenino o de la educación pública. Que la opción revolucionaria haya declinado no implica, por consiguiente, que la utopía esté condenada a seguir la misma suerte.

Puede haber utopía aunque no se aspire a implantar la alteridad radical de sopetón, en medidas transformadoras específicas que sin derrocar el sistema crean un mundo mejor y despejan el camino a cambios más ambiciosos. Algunos pensarán que predico una concepción deflacionaria o directamente timorata de la utopía, próxima a economistas neokeynesianos como Mason o Stiglitz. No necesariamente. Marxistas como Wright y Frase, y aceleracionistas como Srnicek y Williams la mantienen al hilo de la Renta Básica Universal, con total seguridad la propuesta utópica más importante en la actualidad y el eje sobre el que revitalizar la utopía política.

¿Por qué la Renta Básica Universal ha de catalogarse de propuesta utópica? Pues porque conecta con el núcleo del utopismo (preocupado desde sus inicios con reducir o abolir el trabajo) y cumple todas las cláusulas. Al igual que las propuestas utópicas previas, el sentido común la percibe como una proposición absurda cuya realización se antoja o imposible o perniciosa. Eso ocurre, Traverso lo explica muy bien a propósito de un poema de Brecht, porque las ideas utópicas llegan prematuramente, antes de que la gente esté preparada para asumirlas. De ahí que se hayan vinculado, y se vinculen, a la ingenuidad, al infantilismo y lo inviable. No tenemos, por las razones aducidas antes, imágenes de porvenires postcapitalistas avanzados y prósperos. Pero tenemos diversas sugerencias para corregir las circunstancias presentes y futuras. La Renta Básica Universal, pilar de una utopía postrabajo, tiene la ventaja de que, amén de satisfacer objetivos históricos de la política de clase, favorecería, cabe presumir, no pocas reivindicaciones de la política feminista y ecológica. Refuerza otras medidas y es reforzada por estas. A lo mejor, su aplicación traería consigo paradojas indeseables. Pero a bote pronto tiene la virtud de cambiar el tono de la conversación, de canalizarla hacia proyectos esperanzadores en lugar de estancarla en la zona de confort de las jeremiadas.