La utopía en la era del Antropoceno

Santiago Álvarez Cantalapiedra es doctor en Ciencias Económicas. Su ámbito de investigación son las necesidades sociales, los determinantes y escenarios del consumo y las relaciones entre bienestar social y sostenibilidad. Es miembro de la Asociación de Economía Crítica, del Consejo de Redacción de la Revista de Economía Crítica y del Grupo de Investigación Transdisciplinar sobre Transiciones Socioecológicas (GinTrans2). En la actualidad es director de FUHEM Ecosocial y de la revista PAPELES de Relaciones Ecosociales y Cambio Global. Ha coeditado junto a Óscar Carpintero Economía ecológica: Reflexiones y perspectivas (Icaria, 2009) y ha participado en el volumen colectivo La economía mundial. Enfoques críticos (Los Libros de la Catarata, 2017).

El texto de Santiago Álvarez Cantalapiedra que reproducimos a continuación ha sido publicado anteriormente como Introducción al nº 149 de la revista Papeles de Relaciones Ecosociales y Cambio Global, un monográfico titulado «Utopías en tiempos de pandemia». Agradecemos al autor y a la revista que nos hayan permitido su reproducción.

Un mapa del mundo que no contenga el país Utopía no merece siquiera un vistazo (Oscar Wilde)

Aunque el término utopía surge en el Renacimiento, las primeras expediciones por las tierras utópicas fueron tan antiguas como las capacidades simbólicas y de fabulación del ser humano. Tal vez se deba a ello que Francisco Fernández Buey, quien tanto aprecio mostró por la razón utópica, asociara siempre las ilusiones que brotan naturalmente de la vida de los seres humanos a la idea de la utopía (Utopías e ilusiones naturales, El Viejo Topo, Barcelona, 2007).

Es sabido que utopía es un nombre inventado por Thomas More que los filólogos atribuyen a la combinación del prefijo griego ou– (no) con la palabra topos (lugar). Tres siglos y medio más tarde, el economista y filósofo John Stuart Mill utilizó por vez primera el término distopía en una intervención parlamentaria para referirse a la perspectiva poco halagüeña que se desprendía de la vigencia de algunos factores del presente. Cinco décadas después, Patrick Geddes y Lewis Mumford introducen -nos los recuerda José Manuel Naredo en su artículo- el término eutopia para expresar el buen lugar en el que estar y al que deberíamos ir.

¿Por qué nos debería interesar, en la era del Antropoceno, la utopía entendida como eutopía? ¿Qué significado puede tener al comienzo del siglo XXI, atenazados como estamos por amenazas globales que adquieren una dimensión existencial? Son preguntas que nos llevan a orientar nuestra mirada, por primera vez en los treinta y cinco años de vida de la revista, a ese lugar imaginado que debería figurar en los mapas que merecen ser ojeados.

¿Para qué sirve la utopía?

Como sugiere Jesús Joven al introducirnos la obra de Thomas More en este número, la sociedad que prefigura esta primera utopía literaria está lejos de ser una sociedad justa (debido a la existencia de esclavitud); tampoco parece una sociedad deseable, ni siquiera para el propio autor que la imagina, pues en ella se hace patente la ausencia de Dios. Es probable, pues, que More no estuviera imaginando un “buen lugar”, sino un “no lugar” desde el que comentar críticamente el mundo que le rodeaba. Este papel crítico es la primera y más destacada función que cabe atribuir a la utopía. Pero hay, al menos, otras dos funciones más que merecen nuestra atención.

La segunda función de la utopía es ayudar a imaginar alternativas. La utopía como invariante de la historia humana forma parte de las ilusiones naturales de las que habla Leopardi y reivindica Fernández Buey, una atalaya desde la que visualizar y anticipar otra realidad. El género utópico ha servido, por ejemplo, para lanzar nuevos principios sociales al servicio de la emancipación de la mujer –es el caso de Charlotte P. Gilman, precursora con su Herland (1915)- o de una organización alternativa de la economía –como la imaginada por el socialista norteamericano Edward Bellamy en su novela Looking Backward (1888)- que luego, a resultas de tantas luchas, han terminado por hacerse realidad en muchos lugares. El sufragio femenino, la educación universal o la abolición del trabajo infantil son principios que pertenecieron en su día al género utópico y que hoy están presentes en gran número de sociedades de nuestro mundo, aunque -evitemos olvidarlo- no en todas.

Así pues, el potencial crítico de la utopía adquiere sentido en medio de la oscuridad del presente sólo cuando se pone al servicio de la emancipación humana. Pero para poder desatar este potencial hay que empezar por diferenciar a los ilusos de quienes albergan ilusiones, pues no es lo mismo hacerse ilusiones que tener ilusiones. ¿Y qué diferencia una cosa de la otra? Los ilusos se diferencian de los utópicos en que defienden ideales que se encuentran fuera de la historia. Sus ilusiones no son realizables. Por el contrario, el utópico alberga una ilusión realizable, tal vez no en el momento presente y dentro del orden social dominante, pero no imposible en otro momento histórico y bajo otras circunstancias. El utópico, a diferencia del iluso, engarza la utopía a una realidad que no queda reducida al campo de lo existente. La realidad es también un campo de posibilidades, de opciones por explorar y de experiencias alternativas que practicar, algunas incluso ya iniciadas, aunque rápidamente sofocadas o desplazadas a un segundo plano de la historia por el poder. Cuando se formula una utopía, señala Juan José Tamayo, «no se está proponiendo un imposible; se busca cambiar las coordenadas que la hacen imposible para que sea posible» (Invitación a la utopía, Trotta, Madrid, 2012, p. 149).

La tercera función de la utopía está muy relacionada con esta doble función crítica y alternativa que acabamos de comentar. La utopía, en cuanto instancia crítica que además ayuda a previsualizar otra realidad, se convierte en motivación para la acción y en horizonte que guía el cambio social. Como señaló Paco Fernández Buey, resulta indispensable para iniciar y sostener la acción política desde una perspectiva emancipadora: «No ha habido ni habrá filosofía moral sin utopías, o sea, sin la prefiguración de sociedades imaginarias más justas, más igualitarias, más libres y más habitables de las que hemos conocido y conocemos. La imaginación utópica ha sido y será el estímulo positivo de todo pensamiento político moral» (Utopías e ilusiones naturales, pp. 12 y 13). Tal vez ha sido Eduardo Galeano quien, desde el campo literario, más haya reivindicado este papel de la utopía. Son muy conocidas las palabras con las que se hace eco de la respuesta que dio el cineasta argentino Fernando Birri a la pregunta ¿para qué sirve la utopía?: «La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar». Utopía que combina crítica y alternativa, que guía la praxis y la orienta hacia ella. Esa es su función.

Galeano cultivó a lo largo de toda su obra la utopía crítica y poética. Algunas de las frases que dejó escritas se convirtieron en lemas de la acampada del 15 M (así ocurrió con esta, «si no nos dejan soñar, no los dejaremos dormir», extraída de su libro Los hijos de los días). Entre los muchos escritos que nos legó, tal vez el que mejor refleja el espíritu utópico del autor es el titulado «El derecho al delirio», del que entresaco los siguientes versos: «¿Qué tal si deliramos, por un ratito? Vamos a clavar los ojos más allá de la infamia, para adivinar otro mundo posible (…) en las calles, los automóviles serán aplastados por los perros/ la gente no será manejada por el automóvil, ni será programada por el ordenador, ni será comprada por el supermercado, ni será tampoco mirada por el televisor (..) la gente trabajará para vivir, en lugar de vivir para trabajar/ se incorporará a los códigos penales el delito de estupidez, que cometen quienes viven por tener o por ganar, en vez de vivir por vivir nomás, como canta el pájaro sin saber que canta y como juega el niño sin saber que juega (…) los economistas no llamarán nivel de vida al nivel de consumo/ ni llamarán calidad de vida a la cantidad de cosas» (Patas arriba. La escuela del mundo al revés, Siglo XXI, Madrid, 1998, pp. 341-344).

De la utopía social a las ilusiones tecnológicas

La publicación, en Lovaina en 1516, Del estado ideal de una república en la nueva isla de Utopía inaugura el pensamiento utópico moderno. Aunque la noción de utopía estuvo enraizada en sus comienzos al ámbito social y tenía un marcado carácter político, con el tiempo fue cediendo terreno en favor de las ilusiones tecnocientíficas. No es accidental ese tránsito. Las utopías, por su carga crítica y alternativa, se convirtieron en una peligrosa herramienta al servicio de la emancipación humana. Recuerda Pierre Musso que este giro de la utopía hacia el ilusorio solucionismo tecnológico se produce en épocas tan tempranas como las de las revoluciones sociales y obreras de los años 1830 en Francia: «El objetivo fue eludir la conflictividad política para celebrar el progreso técnico y la revolución industrial (…) La utopía deja de ser sociopolítica para convertirse en científico-técnica. Esta inflexión fundamental, en sus orígenes, pretendía una toma de poder tecnocrática, relegando a un segundo plano a la utopía social, e incluso socialista. Esto es lo que pretenden algunos sansimonianos al reducir el cambio social a realizaciones técnicas» («De la utopía social a la utopía tecnológica», El punto de vista nº 7: Tiempos de utopías (Le Monde diplomatique), Ediciones Cybermonde, Valencia, 2011, pp. 7 y 8).

En los umbrales de la «cuarta revolución industrial», derivada de la integración de la inteligencia artificial con las nanotecnologías y la biología sintética, las ilusiones tecnológicas renacen cada vez con más fuerza. El libro Homo Deus de Harari sintetiza mejor que ningún otro esas ilusiones presentes en la sociedad actual. La posibilidad que se le ha abierto al ser humano de acabar con los flagelos del hambre, la guerra y la enfermedad le faculta para ascender a un nivel superior en la escala evolutiva: «El ascenso de humanos a dioses puede seguir cualquiera de estos tres caminos: ingeniería biológica, ingeniería ciborg e ingeniería de seres no orgánicos» (Homo Deus, Debate, Barcelona, 2016, p. 56). No hay que esperar a la lentísima selección natural ni a la azarosa mutación de los genes cuando resulta posible forzar los cambios con las palancas de la biotecnología, la inteligencia artificial o la nanotecnología. Esta ilusión tiene hoy nombre e ingentes recursos a su servicio. El transhumanismo, que no es más que la búsqueda de la inmortalidad a través de la tecnología, cuenta con el respaldo inestimable de Google y la NASA a través de la Universidad de la Singularidad, dedicada en exclusiva a este asunto.

El deslizamiento hacia lo distópico

La capacidad de seducción que tienen las nuevas tecnologías parece irresistible. Pero si por un momento pudiésemos suspender esa atracción, logrando unas mejores condiciones para preguntarnos acerca de si esas opciones son realmente deseables, es probable que nos surgieran unas cuantas reservas. La exitosa serie Black Mirrow refleja magistralmente el malestar y la inquietud que nos provoca tanto ilusionismo tecnológico. En sus capítulos abunda la distopía y escasea la eutopía.

Cabe preguntar si este desplazamiento de las utopías por las distopías es algo reciente o viene de lejos. Aunque la ficción distópica ha vivido siempre sus momentos más dorados después de las grandes crisis colectivas, la utopía ha llevado en su reverso la distopía desde los inicios. De ahí que quepa distinguir las utopías puras de las parodias utópicas, que no buscan presentar un ideal sino más bien evitarlo. Entre los autores de las primeras encontraríamos a More con su Utopía, a Campanella con La ciudad del Sol, a Bacon con Nueva Atlántida, a Bellamy con Mirando hacia atrás y, sobre todo, a Morris con Noticias de ninguna parte. Entre los cultivadores de las segundas, autores como Italo Calvino, H.G. Wells o Ursula K. Le Guin, que imaginaron en muchas de sus obras futuros distópicos con la intención de que anticipando esos horizontes tenebrosos nos encontrásemos en mejores condiciones de sortearlos. Otros, como Yevgueni Zamiatin con Nosotros, Aldous Huxley con Un mundo feliz o George Orwell con 1984, es posible que ni siquiera albergaran tal esperanza.

En cualquier caso, pocos tiempos tan proclives a las distopías como los actuales. Están tan presentes en nuestros días que gran parte de la literatura juvenil más celebrada responde a este género (véase la trilogía de Los juegos del hambre de Suzanne Collins o el tríptico de Verónica Roth formado con sus novelas Divergente, Insurgente y Leal, todas ellas llevadas al cine en los últimos años con gran éxito de público). Tampoco han escapado a esta tentación muchos autores consagrados: ahí está el mundo apocalíptico que describe Cormac McCarthy en La carretera, el renacer del antisemitismo que plantea Philip Roth en La conjura contra América o la acogida que han logrado las dos novelas de Margaret Atwood sobre la República de Gilead (El cuento de la criada y Los testamentos).

¿Qué significado puede tener la Utopía en la era del Antropoceno?

La ciencia ficción ha cultivado un campo muy próximo al de las utopías. El racionalismo mágico presente en este género literario ha permitido viajar a la luna o a las profundidades de la tierra cuando aún no era posible. La conciencia del futuro como un vasto territorio de posibilidades ha permitido que algunas mentes lúcidas fueran capaces de anticipar acontecimientos que luego otros seres humanos han presenciado. Desde que en el siglo II el escritor griego Luciano Samósata imaginara un viaje a la luna, el ser humano ha realizado la mayoría de las ilusiones que ha albergado: ha llegado hasta los confines de los océanos, ha dado la vuelta al mundo, explorado las simas más profundas y formulado teorías, como la de las cuerdas cósmicas y los agujeros de gusano, que hacen verosímiles los viajes en el tiempo que imaginó el incomparable Herbert George Wells veinte años antes de que el no menos genial Einstein formulara la Teoría general de la relatividad.

La ciencia ficción es un género moderno, hija de la confianza en el futuro y de la idea de progreso. El futuro como algo mejor que el presente. «El progreso es la realización de las utopías», decía Oscar Wilde. La narrativa utópica es en cierto modo una variante de la filosofía del progreso, pero ¿qué idea de progreso cabe albergar en nuestra época?

La idea de «progreso» que define nuestra época a menudo se parece más a la progresión de una enfermedad que a su curación. Para Walter Benjamin el progreso, cuando es contemplado desde la mirada del oprimido, se asemeja mucho a un vendaval que deja a su paso un reguero de víctimas y escombros. Desde esa perspectiva, el progreso es sinónimo de catástrofe y la utopía tiene que ver, sobre todo, con la esperanza de detener ese progreso. Cuando se avanza en la dirección equivocada, el progreso es lo último que se necesita. No tiene ningún sentido progresar en dirección al abismo, y hacia allí es adonde nos conduce este modelo de civilización (Christopher Ryan, Civilizados hasta la muerte: el precio del progreso, Capitán Swing, Madrid, 2020).

La civilización industrial capitalista encandila a sus víctimas con un progreso aparente, no real, pues en su discurrir deteriora las bases naturales y sociales sobre las que se sostiene. Nos ha conducido a una crisis ecosocial de la que brotan múltiples amenazas existenciales: amenazas climáticas, pandemias impulsadas por la globalización con efectos impredecibles sobre la salud pública o disputas en torno a recursos estratégicos que tensionan la geopolítica internacional en un contexto de proliferación nuclear. Sin mencionar los riesgos tecnológicos del impulso fáustico: las consecuencias de la combinación de la inteligencia artificial con la manipulación genética y las posibilidades de crear una especie de ciborgs no completamente orgánica.

El futuro no tiene el mismo significado ahora que antes de la crisis ecológica. Con anterioridad a esta crisis el futuro se podía contemplar todavía como un territorio de posibilidades: cabía pensarlo como un tiempo mejor donde proyectar aquello que no resulta posible alcanzar en el tiempo presente. Pero ahora no. La crisis ecológica ha determinado nuestro futuro. Lo vemos con claridad al observar las consecuencias del cambio climático. Desde el punto de vista de la crisis climática, el futuro nunca va a poder ser mejor y, por eso, toda nuestra lucha por el futuro gira entre lo «malo» y lo «peor». Y la diferencia entre ambos futuros es enorme: nada menos que la posibilidad entre un convivir aún civilizado y la más atroz de las barbaries. Tanta es la diferencia entre ambos futuros, que no cabe pensar en la utopía más que como la aspiración a conseguir lo menos malo. Los nuestros son tiempos de concesiones, de la búsqueda del mal menor. Lo mejor deja de estar a nuestro alcance y debemos conformarnos con lo menos malo. Son tiempos de utopía formulada en negativo: «hoy no luchamos por construir la brillante utopía, sino para evitar las distopías peores» (Jorge Riechmann, Otro fin del mundo es posible, decían los compañeros, mra ediciones, Barcelona, 2020, p. 107).

Predominan hoy las distopías, que no son sino hijas de la creciente consciencia de que vivimos un gran desastre social y civilizatorio. Dar la vuelta al calcetín de sentido trágico del presente pasa por hacer florecer la carga alternativa que tiene la utopía y que no alcanza a imaginar el pensamiento que se queda en meramente distópico. Si la distopía llega a ser, en el mejor de los casos, una crítica cuando apunta al estado de barbarie al que nos conduce el presente, la utopía además de la crítica proporciona la imaginación política necesaria para lanzar la realidad en otra dirección, hacia un buen vivir en un buen lugar, hacia la eutopía.